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1.

- EL ESPÍRITU POSITIVO: AUGUSTO COMTE

Augusto Comte (1798-1857) nació en Montpellier y estudió en la escuela


politécnica de París, donde llegó a ser profesor. Su gran preocupación es el
estudio de la sociedad (sociología) y el principio imperativo de la positividad
(ciencia positiva). El “fundador” del positivismo establece una ley universal del
conocimiento y de la sociedad, la ley de los tres estadios, según la cual todo
conocimiento pasa por tres estadios, a saber: el teológico (ficticio,
mitológico);el metafísico ( especulativo-abstracto), y el positivo (científico:
ciencias positivas empíricas). El positivismo rechaza toda metafísica para
afirmar lo positivo, el dato como guía para el hombre y la sociedad. El
conocimiento válido es el conocimiento científico, que se ha de extender a todo
campo de investigación. Este parece inscribirse en una filosofía de la historia
más “cientista” que científica.

En este texto, A. Comte nos ofrece diferentes acepciones del


término positivo que vienen a resumir los atributos del verdadero
espíritu filosófico y de la nueva filosofía:

“Como todos los términos vulgares elevados así gradualmente a


la dignidad filosófica, la palabra positivo ofrece, en nuestras lenguas
occidentales, varias acepciones distintas aun apartando el sentido
grosero que se une al principio a ella en los espíritus poco cultivados.
Poco importa anotar aquí que todas estas diversas significaciones
convienen igualmente a la filosofía general, de la que indican
alternativamente diferentes propiedades características: así, esta
aparente ambigüedad no ofrecerá en adelante ningún inconveniente
real. Habrá que ver en ella, por el contrario, uno de los principales
ejemplos de esa admirable condensación de fórmulas que, en los
pueblos adelantados, reúne en una sola expresión usual varios
atributos distintos, cuando la razón pública ha llegado a reconocer su
permanente conexión.

Considerada en primer lugar en su acepción más antigua y más


común, la palabra positivo designa lo real, por oposición a lo
quimérico: en este aspecto, conviene plenamente al nuevo espíritu
filosófico, caracterizado así por consagrarse constantemente a las
investigaciones verdaderamente asequibles a nuestra inteligencia,
con exclusión permanente de los impenetrables misterios con que se
ocupaba sobre todo en su infancia. En un segundo sentido, muy
próximo al precedente, pero distinto, sin embargo este término
fundamental indica el constante de lo útil y lo inútil: entonces
recuerda, en filosofía, el destino necesario de todas nuestras sanas
especulaciones para el mejoramiento continuo de nuestra verdadera
condición, individual y colectiva, en lugar de la vana satisfacción
estéril curiosidad. Según una tercera significación usual, se emplea
con frecuencia esta feliz expresión para calificar la oposición entre la
certeza y la indecisión: indica así la actitud característica de tal
filosofía para constituir espontáneamente la armonía lógica en el
individuo y la comunión espiritual en la especie entera, en lugar de
aquellas dudas indefinidas y de aquellas discusiones interminables
que había de suscitar el antiguo régimen mental. Una cuarta acepción
ordinaria, confundida con demasiada frecuencia con la precedente,
consiste en oponer lo preciso a lo vago: este sentido recuerda la
tendencia constante del verdadero espíritu filosófico a obtener en
todo el grado de precisión compatible con la naturaleza de los
fenómenos y conforme con la exigencia de nuestras verdaderas
necesidades; mientras que la antigua manera de filosofar conducía
necesariamente a opiniones vagas, ya que no llevaba consigo una
indispensable disciplina más que constricción permanente, apoyada
en una autoridad sobrenatural.

Es menester, por último, observar especialmente una quinta


aplicación, menos usada que las otras, aunque por otra parte
igualmente universal, cuando se emplea la palabra positivo como lo
contrario de negativo. En este aspecto, indica una de las más
eminentes propiedades de la verdadera filosofía moderna,
mostrándola destinada sobre todo, por su naturaleza, no a destruir,
sino a organizar. Los cuatro caracteres generales que acabamos de
recordar la distinguen a la vez de todos los modos posibles, sean
teológicos o metafísicos, propios de la filosofía inicial. Esta última
significación, que por otra parte indica una continua tendencia del
nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy una importancia especial para
caracterizar directamente una de sus principales diferencias, no ya
con el espíritu teológico, que fue, durante mucho tiempo, orgánico,
sino con el espíritu metafísico propiamente dicho, que nunca ha
podido ser más crítico. Cualquiera que haya sido, en efecto, la acción
disolvente de la ciencia real, esta influencia fue siempre en ella
puramente indirecta y secundaria: su mismo defecto de
sistematización impedía hasta ahora que pudiera ser de otro modo; y
el gran oficio orgánico que ahora le ha cabido en suerte se opondría
en adelante a tal atribución accesoria, que, por lo demás, tiene a ser
superflua […]

El único carácter esencial del nuevo espíritu filosófico que no


haya sido aún indicado directamente por la palabra positivo, consiste
en su tendencia necesaria a sustituir en todo lo relativo a lo absoluto.
Pero este gran atributo, a un tiempo científico y lógico, es de tal modo
inherente a la naturaleza fundamental de los conocimientos reales,
que su consideración general no tardará en enlazarse íntimamente
con los diversos aspectos que esta fórmula combine ya, cuando el
moderno régimen intelectual, hasta ahora parcial y empírico, pase
comúnmente al estado sistemático. La quinta acepción que acabamos
de apreciar es propia sobre todo para determinar esta última
condensación del nuevo lenguaje filosófico, desde entonces
plenamente constituido, según la evidente afinidad de las dos
propiedades. Se concibe, en efecto, que la naturaleza absoluta de las
viejas doctrinas, sean teológicas o metafísicas, determinaba
necesariamente a cada una de ellas a resultar negativa respecto a
todas las demás, so pena de degenerar ella misma en un absurdo
eclecticismo. Al contrario, en virtud de su genio relativo es como la
nueva filosofía puede apreciar el valor propio de las teorías que le son
más opuestas, sin ir a parar nunca, sin embargo, a ninguna concesión
vana, susceptible de alterar la nitidez de sus miras o la firmeza de sus
decisiones. Hay, pues, realmente ocasión de presumir, según el
conjunto de una apreciación especial semejante, que la fórmula
empleada aquí para calificar habitualmente esta filosofía definitiva
recordará en adelante, a todas las buenas inteligencias, la
combinación efectiva entera de sus diversas propiedades
características.”

A.Comte: Dicurso sobre el espíritu positivo,


Madrid, Alianza Ed., 1980, pág. 57-61

Partiendo del texto que aparece como recurso, contesta las siguientes preguntas:

1.- ¿Cuántas acepciones nos ofrece A. Comte en este texto? Preséntalas y coméntalas.

2.- ¿Cómo define la palabra "positivo"?

3.- Describe el carácter esencial del nuevo espíritu filosófico.

4.- ¿Puede determinar lo positivo toda la construcción científica?

5.- ¿Qué consecuencias puede tener el sustituir lo relativo a lo absoluto?


Capítulo I: La postura empírico-analítica
PRESENTACIÓN

La tradición galileana entró en el siglo XIX dispuesta a cumplir los sueños de la


ilustración. Hacía siglos que caminaba del brazo de la ahora prepotente burguesía y quería
demostrar de una vez por todas que la búsqueda del conocimiento culmina en el dominio de
la naturaleza y en el progreso material.

Esa idea obnubiló a casi todos los grandes espíritus deciminónicos, pero se hizo
culto religioso en el discípulo y secretario de Saint-Simon, inventor del término sociología,
Augusto Comte. Vio la ley fundamental de la historia y del progreso en tres estados que
desembocan en el positivo. Al final triunfa el cientificismo y la organización racional,
físico-matemática del mundo.

Comte fue más un pregonero que un realizador. Esparció la semilla del


positivismo y creció al socaire de los éxitos de las ciencias naturales y de sus sorprendentes
frutos tecnológicos. Sería Emile Durkhein, quien, al finalizar el siglo, va a asentar las bases
de un análisis de los hechos sociales según el paradigma de las ciencias físico-
matemáticas, es decir, como si fueran cosas.

Y aun cuando, tras el auge del círculo de Viena algunos traten de extender el
significado de defunción del positivismo, este sigue vivo. No tanto en las palabras, ni como
cosmovisión o conjunto de doctrinas, cuanto en las actitudes y en esos tres principios
básicos de unidad de método, tipificación ideal físico-matemática de la ciencia, y relevancia
de las leyes generales para la explicación (causal). Karl Popper no acepta la denominación
de positivista o neopositivista, pero su concepción se remite a la tradición que aquí hemos
denominado galileana. El racionalismo crítico de Popper constituye el sistema mejor
desarrollado de una fundamentación de la ciencia que recoge las mejores aguas de la
tradición moderna de la ciencia desde Galileo hasta nuestros días. Su racionalidad
empírico-analítica se apoya en tres pivotes: la no fundamentación última de la ciencia, que
le lleva a rechazar cualquier “teoría de la revelación” de la verdad y a desarrollar sus
afirmaciones sobre un terreno cuya firmeza ha de examinar siempre de nuevo; la
objetividad de la ciencia yace, por tanto, en el método científico que tiene que ser
radicalmente crítico y apoyarse únicamente en la coherencia lógico-deductiva de los
argumentos y la resistencia a los instintos de refutación ante los hechos; finalmente, las
teorías o hipótesis, siempre conjeturalmente verdaderas, se acreditan como científicas por
su temple para resistir los intentos de falsificación o falsación. Al final lo que nos
preguntamos es qué es lo racional y, sobre todo, volvemos a preguntarnos acerca de la
“ciencia” o racionalidad que nos procure algo más de felicidad y de justicia e igualdad a los
individuos y a las sociedades.

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