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ACERCA DEL NIÑO PROBLEMA

Carmen Pardo de Araujo

Revista “Cero en conducta”, México, año 4, número 16, en febrero de 1989.

Una maestra pide a una psicóloga que participa en un taller de


psicodiagnóstico que evalúe a un pequeño de siete años que presenta
problemas de conducta. Quiere saber si es hiperactivo.

Con otra psicóloga del taller llega una maestra que trabaja en un grupo
integrado. Ésta, desconcertada porque un niño tiene un aprendizaje raro: a
veces sabe; las más de las veces, no. Quiere saber si es deficiente mental o
no.

De jardines de niños particulares remiten diariamente a los despachos o


consultorios de psicólogos a niños que no lograron el aprendizaje de la
lectoescritura entre los cinco y seis años de edad. Quieren saber si son
disléxicos.

Y uno se pregunta, ¿para qué lo querrán saber? La respuesta llega pronto: el


maestro quiere saber si es él el que falla o es el niño. Pareciera que los
maestros quieren explicarse algo que sienten como fracaso de su propia
práctica profesional.

Y es en ese contexto de falla, de fracaso, en el que muchas veces se inscribe


la acción del psicólogo, quien desde un saber y con un nombre técnico
determina que el niño es inmaduro, hiperactivo, disléxico, etc., con la cual pasa
a formar parte de la amplia categoría que en el discurso de los maestros se
conoce como niño problema. Los maestros, una vez tranquilos, porque no
están fallando, piden al psicólogo ayuda para saber cómo manejarlo. Otras
veces, prefieren no trabajar con niños problema, pues alteran la dinámica
grupal, bajan los promedios. Muchas escuelas particulares anuncian no recibir
a niños problema.

De cualquier manera, frente a sí mismos y a los padres de familia, estos


maestros reivindican su práctica profesional, demostrando y demostrándose
que no son malos maestros. Para los padres comienza la tarea de afrontar que
tienen un hijo anormal o normal, pero no tanto, ya que no es como los demás
niños que lograron adaptarse sin problemas a los requerimientos de la
institución escolar.

Y llegan también con el psicólogo quejándose de que no hay escuela para


padres, pidiendo que se les enseñe, que se les diga cómo tratar a ese niño.
¡Como si los psicólogos supiéramos eso!

Pero uno se pregunta, ¿será éste el papel del psicólogo?: descargar de culpa a
unos etiquetados a otros, clasificar a sujetos que desde pequeños serán vistos
diferentes a los demás y que encarnan los fracasos o supuestos fracasos de
otros.

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Quizá habría que preguntarse mejor, junto con los maestros, ¿qué representan
las dificultades de estos niños para ellos, la escuela y los padres de familia?

No vamos a negar que a algunos niños les es casi imposible estarse quietos, y
que esto afecta tanto su rendimiento escolar como la dinámica grupal.
Tampoco vamos a desconocer que existen niños que no han alcanzado la edad
perceptual o la modalidad cognoscitiva, que la demanda escolar supone para
alcanzar ciertos objetivos de aprendizaje. Pero tampoco podemos negar que la
escuela es la única institución que demanda una correspondencia entre la edad
cronológica y estas funciones, cuando los mismos autores que proponen el
desarrollo en términos de fases no advierten que es difícil establecer
correspondencia entre fases y edad cronológica, ya que lo normal, según el
criterio estadístico, es que no exista un mismo modelo de desarrollo en todos
los sujetos.

Es evidente que no poder leer y escribir, sumar o estarse quieto cuando todos
los que rodean a un niño le piden que lo haga, es un problema para el niño, y
por tanto requiere de ayuda. Pero la práctica clínica demuestra que es peor
problema ser visto diferente a los demás, sentirse el problema de los demás,
el culpable de que otros sufran.

El psicoanálisis nos ha acostumbrado a entender los síntomas en un sentido


positivo. Es decir, no como mera indicación de enfermedad, de falta de salud a
la manera del modelo médico. Para el psicoanálisis, el síntoma es la expresión
de un conflicto interno, de tal manera que el síntoma habla, expresa algo del no
saber del sujeto sobre sí mismo.

El trabajo psicoanalítico implica precisamente desentrañar el sentido del


síntoma. Al trabajar con niños, también hemos podido observar cómo sus
características son significadas por los padres de acuerdo con sus propias
características, deseos y expectativas, y podemos entender cómo existe otro
tanto con los maestros. De tal manera que los tropiezos de los niños frente a
las demandas del medio tienen repercusiones en ellos de acuerdo con sus
propias expectativas.

Pero quizá un caso concreto ilustre estos hechos. Se trata del ejemplo con el
que inicié el artículo. Se pide a la psicóloga que evalúe a un pequeño de siete
años que asiste al primer grado de primaria y que presenta problemas de
conducta. Es el primer año en esa escuela y es importante señalar que la
directora es familiar de la madre.

La maestra refirió que el niño se mostraba muy inquieto, indisciplinado y, en


ocasiones, francamente oposicionista; incluso llegaba a decir que no haría tal o
cual cosa, a pesar de las amenazas de regaño o castigo. Los padres aceptaron
el estudio, pues ellos también habían notado el cambio. En casa también se
mostraba difícil, muy rebelde y francamente agresivo con la madre.

Durante la primera entrevista con ellos, se presentaron los dos afirmando que
no entendían qué le sucedía al niño, refiriendo que antes, si bien era un niño

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travieso, no daba mayores problemas. Su desarrollo en todas las áreas había
sido adecuado, presentándose habilidades y capacidades de acuerdo con lo
esperado en cada edad. Su rendimiento escolar también había sido siempre
satisfactorio, aunque últimamente había bajado con los problemas
presentados.

Tampoco antes las maestras habían hablado de problemas de conducta. Se


preguntaban si algo habría con la maestra, y la madre decía que no sabía si
estaba bien que estuviera en esa escuela, porque el niño podría confiarse por
conocer a la directora. El padre dijo que él también estaba preocupado por la
conducta del niño, pero que a veces pensaba “si no estarían exagerando los
problemas, ya que él pensaba que su hijo era un normal”.

Durante la primera entrevista con el niño, éste se mostró tímido y retraído, pero
cuando se le explicó que lo llevaban para ver si se le podía ayudar a entender
qué le pasaba y se le comentaron las preocupaciones de sus padres y
maestros, dijo que a él tampoco le gustaba que lo estuvieran regañando todo el
tiempo. En adelante se mostró cooperador y participativo. La maestra
mencionó que el niño preguntaba cuándo le tocaba ir con la psicóloga, pues el
estudio se hizo en la escuela.

Las pruebas proyectivas nos mostraron a un niño presa de la ansiedad definida


en la teoría de Melanie Klein como ansiedad persecutoria. Sus historias
estaban llenas de personajes sumamente persecutorios, devoradores,
punitivos, frente a los cuales los débiles intentaban burlar la amenaza, pero
casi siempre eran vencidos y muchas veces, muertos.

En sus dibujos parecían estar frente a un mundo inmenso, y él, pequeño y


contrahecho, cayéndose… sin embargo, demandaba ayuda (o esperaba ayuda
del psicólogo). Las figuras que dibujaba eran pobres, inclinadas, con trazos
cortados formando ángulos que no correspondían a los segmentos corporales,
los cuales tampoco quedaban unidos entre sí; en todos los dibujos los brazos
se extendían hacia arriba, hacia el espacio en blanco de la hoja, que era muy
grande, pues las figuras estaban muy abajo, casi en la orilla, y eran pequeñas.

Sólo se le dijo que efectivamente mostraba mucha rabia, pero que parecía que
no era tan cierto que no le importaran las amenazas, pues quizá estar peleando
con todo el mundo lo hacía sentir mal. Contestó que lo hacía sentir triste.

Pudimos con esto empezar a entender sus dificultades frente a la disciplina


como una defensa maniaca.1 Su rechazo a las normas constituye una forma de
preservar el yo y los objetos internos como objetos buenos, mediante la
negación de la pertinencia de las demandas de los objetos externos, matizando
su relación con ellos con intentos omnipotentes de control, obviamente fuera de
la realidad.

1
Esto es muy común en otros niños con problemas de conducta, con o sin disfunción cerebral
mínima.

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Después de cuatro o cinco sesiones de trabajo con el niño, la maestra refirió
que estaba mucho más tranquilo y la madre dijo que con ella también estaba
menos agresivo.

En sus juegos se mostró exhibicionista; jugaba y pintaba carros y aviones


superveloces. También armaba guerras con los soldados y entre los animales.
Se le preguntó con quién estaría él en guerra y contestó que con sus mamá,
porque siempre lo regañaba por todo.

En la última sesión se le dijo que su mamá y su maestra habían dicho que se


estaba portando mucho mejor, lo cual indicaba que seguramente él sabía lo
que estaba bien y mal; tanto en lo que hacía como en lo que le pedían en casa
o en la escuela. Empezó a poner algunos ejemplos en los que pensaba tener la
razón y comentó que le molestaba que lo regañaran y le gritaran. Dijo ser cierto
que se estaba portando mejor y que había menos guerra con su mamá. Se le
preguntó si quería que se le ayudara a decirles a sus padres que él podía
entender sin regaños ni gritos. Dijo que sí.

A la maestra se le informó que el niño no presentaba indicios de problemas


neurológicos (el resultado del Bender era adecuado): al parecer, el problema
no era con ella. El niño mostraba la suficiente capacidad para dialogar con ella,
por lo que la maestra misma podía preguntarle en adelante qué le pasaba. El
problema, en buena medida, era que al niño le estaba costando un poco de
trabajo adaptarse a la nueva escuela. La maestra decidió tenerle paciencia y
acercarse más a él.

A los padres se les dijo lo mismo y se llevó la petición del niño. Dijeron que,
efectivamente, se habían dado cuenta de que “por las buenas funcionaba
mejor”. Sin embargo, se exploró más lo que la madre sentía frente al mal
comportamiento de su hijo precisamente en esa escuela. Así, ella misma se dio
cuenta de su temor a ser criticada como madre por su familia, percibiendo su
propia ansiedad frente a algunas conductas del niño, las que antes no le
preocupaban. Pudo ver quizá ella misma inició la guerra.

Como vemos, en este drama, que al final no resultó tanto, estaban implicados
todos los actores, por más que pareciera que era el niño quien lo
protagonizaba.

El niño presentaba una constelación psíquica que le impedía reaccionar


adecuadamente frente a la realidad, transfiriendo a la maestra el vínculo con
una madre que se mostraba ansiosa y exigente.

La maestra, preocupada también por su desempeño, reaccionaba exactamente


igual que la madre, buscando medidas educativas que producían, más que
disminuir, la problemática del niño.

El padre intentaba cumplir su función de corte en esta relación madre-hijo, pero


dudaba, pues la información sobre el niño la tenía desde el discurso de la
madre. A él sí lo obedecía, pero no estaban juntos mucho tiempo, por lo que el

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niño internamente quedaba fusionado con la madre, en tanto pareja parental
preedípica.

La madre pudo ver que el problema no estaba en que el niño estuviera o no en


esa escuela con un familiar, sino en la forma en que ella vivía su propia
imagen, a través de un hijo que más parecía una extensión de ella misma que
una persona separada e independiente.

Creo que este caso, además de ilustrar el nivel de participación de cada uno de
los actores en la problemática, permite observar la determinación que en el
mundo intrapsíquico del niño tienen las relaciones interpersonales.

Descartar mediante un Bender o un electroencefalograma la sospecha de


problemas neurológicos, recomendando la psicoterapia, sin trabajar con los
demás actores, no hubiera explicado la mala conducta. Más aún, poner el
acento en la problemática emocional únicamente hubiera descartado la
etiqueta de hiperactivo, pero se habría puesto otra: problema emocional, lo cual
tampoco resuelve nada, sobre todo si los padres (cómo sabemos qué sucede
cuando no han sido involucrados) deciden postergar la recomendación
terapéutica e insistir en acciones educativas para ver si el niño soluciona el
problema.

Por ello, aventurando una extrapolación de la teoría psicoanalítica a otros


campos, quizá debemos preguntarnos ante un niño que da problemas, ¿cuál es
el significado de esa conducta?, ¿cómo hacer una lectura del síntoma?, ¿qué
hay detrás de él?

La conducta de los llamados niños problema es un síntoma, y como tal tiene


relación con lo que ocurre en su grupo familiar intentan buscar el sentido en la
estructura y funcionamiento de la familia, para comprender el síntoma. Los
estudiosos de grupos e instituciones también conciben algunos de estos
hechos como indicadores del no saber de éstos sobre sí mismos, ubicándolos
como emergentes o analizadores.

Pero esto considero que el hecho concreto de niños que dan problemas porque
no se ajustan a los requerimientos escolares requiere de explicaciones que no
quedan agotadas mediante explicaciones de síntomas y etiquetas; antes bien,
plantea un problema complejo que abre infinidad de preguntas. Citaré sólo
algunas:

- ¿Qué hace que los maestros, ante las dificultades de aprendizaje y


conducta de los niños, se cuestionen acerca de su trabajo en términos
de fracaso?
- ¿En dónde se genera la valoración de la función del maestro como buen
o mal maestro?
- ¿Cómo y desde dónde se ha construido la noción de niño problema?:
¿en la escuela?, ¿en la familia?, ¿en los círculos psi (de psiquiatras y
psicólogos)?
- ¿Por qué en estas cosas se parcelan en ámbitos laborales los diferentes
aspectos de la problemática, de tal forma que se rompen las relaciones

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entre los diversos lugares que podían dar cuenta del hecho? (o es
neurológico o es emocional o es pedagógico).

Como vemos, abordar estos casos es difícil. Considero que un solo niño que da
problemas es un reto para varias disciplinas de distinto objeto teórico y de difícil
articulación. Pero creo que más vale asumir el reto que continuar poniendo
etiquetas.

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