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Cierta posibilidad imposible de decir el

acontecimiento
Jacques Derrida
Palabras de Jacques Derrida en el seminario: «Decir el acontecimiento ¿es
posible?», realizado en el Centro Canadiense de Arquitectura, el 1º de abril de
1977. Traducción de Julián Santos Guerrero. Edición digital de Derrida en
castellano

[La primera apertura del seminario acaba de terminar con la


lectura de «Del acontecimiento desde la noche».]

Gracias. Les tranquilizo, lo que voy a decir será mucho más


incompleto y expuesto que la bella conferencia de Gad Soussana. Voy,
antes de balbucir algunas palabras, a asociarme a los agradecimientos
que ya han sido expresados, y decir a Phyllis Lambert y a todos nuestros
[i]

anfitriones, hasta qué punto les estoy agradecido por la hospitalidad con
la que me honran. Muy pocas cosas han sido convenidas entre nosotros,
en todo caso que yo intente decir algunas palabras después de Gad
Soussana, que pase la palabra a Alexis Nouss, y que a continuación la
vuelva a tomar de manera un poco más duradera. Voy a intentar cumplir
con ese primer tiempo de palabras prometidas para decir unas cosas
muy simples.

Conviene recordar que un acontecimiento supone la sorpresa, la


exposición, lo inanticipable, y que entre nosotros habíamos convenido
esto, que el título de la sesión, de la discusión, fuera elegido por los
amigos que me rodean. Aprovecho esta ocasión para decir también que
es en razón de amistad por lo que consideré deber aceptar exponerme
así, de amistad no sólo para aquellos que me rodean, sino para con mis
amigos de Quebec; algunos, que no he vuelto a ver desde hace mucho
tiempo, están aquí en la sala, les saludo. Quería que este encuentro
abierto, improvisado en gran medida, fuese de este modo inscripto bajo
el signo del acontecimiento de la amistad. Lo que desde luego, supone
la amistad, pero también la sorpresa y lo inanticipable. Estaba entendido
que el título sería elegido por Gad Sossana y Alexis Nouss, y que yo
intentaría bien que mal exponer no unas respuestas, sino unas
reflexiones improvisadas. Es evidente que si hay acontecimiento, es
preciso que jamás sea predicho, programado, ni siquiera
verdaderamente decidido.

Aquí, se trata simplemente de un pretexto para hablar juntos, tal


vez hablar para no decir nada, hablar, dirigirse al otro allí donde lo que
se dice cuenta menos que el hecho de que se hable al otro. La frase que
constituye la cuestión y que forma el título «Decir el acontecimiento, ¿es
posible?», es una pregunta. Tiene la forma de una interrogación. Es una
pregunta en cinco o seis palabras. Hay un nombre, el acontecimiento,
hay dos verbos, decir y «es ello»; «es», éste no es cualquier verbo,
cualquier modo; y además hay un adjetivo, «posible»: «¿es posible?». Mi
primera inquietud concernía a la cuestión de saber sobre cuál de esas
palabras hacer recaer la insistencia. Antes incluso de preguntarme si
hay o no acontecimientos indecibles —y en el curso de su bella reflexión
sobre Rilke, Gad Sossana nos ha dicho mucho a este respecto— antes
incluso, por tanto, de preguntarme aquello en el «discurso sin arte y
hecho con las primeras palabras que vengan» que define mi condición,
me preguntaba si la primera cosa de esa frase sobre la cual era preciso
hacer recaer la cuestión, no era precisamente la cuestión. Por el hecho
de que se trata de la cuestión, de la modalidad cuestionante de esa
frase. Aquí, voy a ser muy breve. No hago sino abrir una o dos avenidas
y en ellas mecomprometeré después de que Alexis Nouss haya hablado.

Hay dos direcciones en esta frase, «Decir el acontecimiento, ¿es


posible?». Ese punto de interrogación lo percibo en la apertura de dos
posibilidades. Por una parte, la de la filosofía. Estamos aquí en un lugar
dedicado a la arquitectura y ustedes saben cuales son las afinidades
desde siempre entre la arquitectura, la arquitectónica y la filosofía. La
cuestión ha estado mucho tiempo determinada, desde siempre sin duda,
como la actitud filosófica misma. Una cuestión como «Decir el
acontecimiento, ¿es posible?», nos instala verdaderamente en una
actitud filosófica. Hablamos como filósofos. Sólo un filósofo, sea o no
filósofo de profesión, puede plantear semejante cuestión, a la espera de
que alguien esté atento a ello.

«Decir el acontecimiento, ¿es posible?». Entonces, a la cuestión lo


que quiero responder es «sí», simplemente. No «sí» el acontecimiento,
«sí» decir el acontecimiento es posible; quiero decirles «sí» como signo
de agradecimiento, antes que nada. La filosofía se ha pensado siempre a
sí misma como arte, experiencia, historia de la cuestión. Los filósofos,
incluso cuando no están de acuerdo sobre nada, dicen al final: «sí, pero
finalmente somos gentes que hacen preguntas; estemos al menos de
acuerdo en eso, queremos salvar la ocasión de la cuestión». Esto
comenzó con Platón y llega hasta lo que justamente cierto Heidegger, y
aun otros en nuestros tiempos, hayan reflexionado a propósito de que
antes de la cuestión —el «antes» aquí no es cronológico, es un «antes»
antes del tiempo—, que antes, pues, de la cuestión, había una
posibilidad que era la de cierto «sí», de cierta aquiescencia. Heidegger a
su manera dijo un día, muy tarde en su vida, que si había dicho
anteriormente que el cuestionamiento(Fragen) o la
cuestión (Frage) era la piedad del pensamiento (Frömmigkeit des
Denkens), y bien, él debería haber dicho, sin contradecirse, que
«antes» de la cuestión había eso que él llama la
aquiescencia (Zusage). Una especie de consentimiento, de afirmación.
No la afirmación dogmática que resiste a la cuestión. Sino «sí» para que
una cuestión se plantee, para que una cuestión se dirija a alguien, para
que yo les hable a ustedes, porque he dicho que en el fondo estoy aquí
para hablarles, para dirigirles la palabra, incluso si es para no decir
nada. Cuando nos dirigimos a alguien, aunque sea para dirigirle una
pregunta, es preciso, antes de la cuestión, que haya una aquiescencia, a
saber: «yo te hablo, sí, sí, bienvenido, yo te hablo, estoy ahí, tú estás
ahí, ¡saludos!». Ese «sí» antes de la cuestión, con un «antes» que no es
lógico o cronológico, habita la cuestión misma, ese «sí» no es
cuestionante.

Hay, pues, en el corazón de la cuestión cierto «sí», un «sí» a, un


«sí» al otro que quizás no se halle sin relación con un «sí» al
acontecimiento, es decir, un «sí» a lo que viene, al dejar venir. El
acontecimiento es también lo que viene, lo que llega u ocurre. Hoy se va
a hablar mucho del acontecimiento como lo que viene o lo que llega.
Hay un «sí» al acontecimiento o al otro, o al acontecimiento como otro o
venida de lo otro, del que podemos preguntarnos si, precisamente, eso
se dice, si ese «sí» se dice o no. Están entonces, entre todas las gentes
que han hablado de ese «sí» originario, Levinas y Rosenzweig.

Rosenzweig decía que el «sí» es una palabra archioriginaria;


incluso allí donde el «sí» no es pronunciado hay «sí». Hay «sí» silencioso
o indecible que debe oírse en toda frase. Una frase comienza por decir
«sí». Incluso las frases más negativas, la más críticas, las más
destructivas implican ese «sí». Querría por tanto suspender el punto de
interrogación de esa cuestión «Decir el acontecimiento, ¿es posible?» en
ese «sí», en la ocasión o en la amenaza, por otra parte, de ese «sí». Un
primer «sí», y además otro «sí»; por mi parte, pero no quiero hablar de
mí esta tarde, me ha interesado mucho y he intentado interpretar
ese Zusage de Heidegger. Me he implicado mucho en la cuestión de ese
«sí», de ese «sí» antes, antes del «no» en cierto modo. Querría hacer
otra referencia para hablar de otro «sí a», que oigo resonar del lado de
Levinas, del cual ha hablado usted también. Asimismo me refiero a
Levinas para establecer un eco con lo que usted ha dicho. Levinas, voy a
estar obligado a ir muy deprisa, —vamos muy deprisa por definición; por
otra parte, el acontecimiento es lo que va muy deprisa, no hay
acontecimiento sino allí donde ello no espera, donde no se puede ya
esperar, donde la venida de lo que llega interrumpe la espera; por tanto,
es preciso ir deprisa—, Levinas, durante mucho tiempo, definió el origen
de la ética como cara a cara con el otro, en una situación casi dual.

Hace un momento ha hablado usted de una bellísima frase de


Hegel que evoca el abismo de las miradas que se cruzan cuando veo al
otro verme, cuando el ojo del otro no es ya sólo un ojo visible sino un ojo
vidente, y que estoy ciego para el ojo vidente del otro. Levinas, por su
parte, define la relación con la ética como cara a cara con el otro y,
además debió convenir también que en el duelo ético del cara a cara
con el otro, el tercero está ahí. Y el tercero no es alguien, una tercera
persona, un testis, un testigo que viene a añadirse a lo dual. El tercero
está ya siempre ahí, en lo dual, en el cara a cara. Levinas dice que ese
tercero, la venida siempre ya ocurrida o llegada de ese tercero, es el
origen o más bien el nacimiento de la cuestión. Con el tercero aparece la
apelación a la justicia como cuestión. El tercero es aquel que me
cuestiona en el cara a cara, que de repente me hace sentir que lo ético
como cara a cara corre el riesgo de ser injusto si yo no tomo en cuenta
al tercero que es lo otro del otro. La cuestión, el nacimiento de la
cuestión no forma sino una unidad, según Levinas, con lo que me pone
en cuestión en la justicia, y el «sí» al otro está implicado en el
nacimiento de la cuestión como justicia. Quisiera que ahora después,
cuando volvamos a hablar del acontecimiento y nos preguntemos si su
decir es posible, esta evocación de la cuestión del tercero y de la justicia
no esté ausente. Por consiguiente, me preguntaba sobre qué hacer
recaer la insistencia en esa frase «Decir el acontecimiento, ¿es
posible?». Acabo de decir que sobre ninguna palabra, sólo sobre el
punto de interrogación, sobre la modalidad de la frase: es una pregunta.
¿Qué quiere decir una pregunta? ¿Cuál es la relación entre la pregunta y
el «sí»? Pero si debo decir algo más acerca de ello, es decir, no
contentarme con insistir en el suspenso del punto de interrogación,
entonces es preciso que elija una palabra en esa frase, y he dicho que
había cinco o seis palabras, si se dejan caer los artículos, un nombre,
dos verbos y un adjetivo.

Cuando se dirige una pregunta a alguien siempre hay, usted lo ha


señalado muy bien, el riesgo de que la respuesta esté ya insinuada en la
forma misma de la cuestión. Hay en ese sentido una violencia de la
cuestión, en tanto que ella impone de antemano, preimpone una
respuesta posible. La justicia implica que aquél a quien se plantea una
cuestión la vuelva y pregunte al otro: «Qué quieres decir?, antes de
responder quiero saber lo que quieres decir, lo que tu pregunta quiere
decir.» Eso supone que se haga más de una frase, que se encuadre la
cuestión, y ahí ustedes saben que mi improvisación está fuertemente
encuadrada por unos amigos que han, ellos, preparado sus discursos.
¿Qué quieres decir?», esto es en el fondo lo que les pregunto.

Ellos me han traído aquí para hablar de eso, «qué quieren decir?».
Y anuncio lo que voy a hacer ahí dentro. Voy a interesarme por
todas esas palabras, por supuesto, cuando retome la palabra, pero he
elegido, y volveré a ello inmediatamente, hacer recaer el acento más
insistente sobre la palabra «posible». Se volverá, pues, a hablar de
«decir», de «acontecimiento», de «es que», pero sobre todo de
«posible», que muy rápidamente convertiré en «imposible». Diré,
intentaré mostrar inmediatamente, en qué la imposibilidad, cierta
imposibilidad de decir el acontecimiento, o cierta posibilidad imposible
de decir el acontecimiento, nos obliga a pensar de otro modo, no
solamente lo que quiere decir «decir», lo que quiere decir
«acontecimiento», sino lo que quiere decir posible en la historia de la
filosofía. Dicho de otro modo, intentaré explicar por qué y cómo
entiendo la palabra «posible» en esa frase en la que ese «posible» no es
simplemente «diferente de» o lo «contrario de» «imposible», por qué
aquí «posible» e «imposible» quieren decir lo mismo. Pero ahí voy a
pedirles que esperen un poquito e intentaré esta explicación en breve.

[«Habla sin voz» acaba de ser pronunciada por Alexis Nouss,


marcando la segunda apertura de la cuestión del seminario]

No les sorprenderé diciendo que me siento indefenso después de


otra conferencia tan intimidante y bella. En el tiempo que me queda es
preciso que no sea yo el último en hablar. Esto se llama también
«seminario», es decir, que es necesario que guardemos el tiempo de las
preguntas para ser, como se dice, «interactivos». Aunque todo haya sido
dicho, en el tiempo de un post-scriptum voy a añadir algo si ustedes
me lo permiten. Le estoy muy agradecido por lo que usted ha dicho. Los
nombres de algunos que han sido pronunciados aquí deben velar sobre
nuestra reflexión del decir y del acontecimiento: pienso también en
Rilke, en Celan, y en algunos de mis amigos muertos o vivos, Deleuze,
Barthes, Sara Kofman. Me ha emocionado mucho el que usted les haya
nombrado, a Blanchot también.

Ahora voy a volver a una improvisación prosaica, ustedes me


perdonarán por intentar apresurarme hacia la cuestión que ya ha sido
muy sobreelaborada por mis predecesores. He dicho que había muchas
direcciones por abrir tras la cuestión «Decir el acontecimiento, ¿es
posible?». He hablado de la pregunta misma, del punto de interrogación,
de la modalidad cuestionante. Ahora querría hablar de lo que «decir»
puede poder decir tratándose del acontecimiento. Hay al menos dos
maneras de determinar el decir en cuanto al acontecimiento. Al menos
dos. Decir, esto puede querer decir hablar —¿Hay un habla sin voz?,
¿hay también un habla sin decir o un decir sin habla?—, enunciar,
referirse a, nombrar, describir, hacer saber, informar. En efecto, la
primera modalidad o determinación del decir es un decir de saber: decir
lo que es. Decir el acontecimiento es también decir lo que ocurre, e
intentar decir lo que está en el presente y ocurre en el presente, por lo
tanto, decir lo que es, lo que viene, lo que llega u ocurre, lo que pasa. Es
un decir que está próximo al saber y a la información, al enunciado que
dice algo acerca de algo. Y además, hay un decir que hace
diciendo, un decir que hace, que opera. Esta mañana veía la televisión
—voy a hablar de la televisión, de las informaciones, porque también se
trata de la cuestión de la información, del saber como información—
viendo cierta secuencia de información quebequesa, he recalado en una
pequeña secuencia al respecto de René Lévesque, un documento de
archivo, sinopsis en la cual se veía al ascenso de René Lévesque, su
acción y su fracaso relativo, y lo que pasó antes y después del fracaso.
La fórmula del periodista o de la persona que presentaba la emisión era:
«después de haber producido el acontecimiento, René Lévesque ha
debido comentar el acontecimiento». Cuando se retiró habló sobre el
acontecimiento, mientras que anteriormente él lo había hecho
concretamente mediante su habla. Y como ustedes saben (no quiero
darles un curso sobre lo constatativo y lo performativo), hay un habla
que se llama constatativa, que es teórica, que consiste en decir lo que
es, en describir o en constatar lo que es, y hay un habla que se
llama performativa, y que hace hablando. Cuando prometo, por
ejemplo, no digo un acontecimiento, hago el acontecimiento mediante
mi compromiso, prometo o digo. Digo «sí», he comenzado por «sí» hace
un instante. El «sí» es performativo. El ejemplo del matrimonio es el que
se cita siempre cuando se habla del performativo: «¿Toma usted por
esposo, por esposa a X...? — Sí». El «sí» no dice el acontecimiento, hace
el acontecimiento, constituye el acontecimiento. Es un habla-
acontecimiento, es un decir-acontecimiento.

Hay en ello dos grandes direcciones clásicas. Incluso si (como es


mi caso) no se suscribe hasta el final esa oposición que actualmente es
canónica, se puede en todo caso, en un primer momento, concederle
crédito para intentar poner un poco de orden en las cuestiones que
tenemos que tratar. Tomemos en primer lugar el decir en su función de
saber, de constatación, de información.

Decir el acontecimiento es decir lo que es, por consiguiente las


cosas tal y como se presentan, los acontecimientos históricos tal y como
tienen lugar, es la cuestión de la información. Como hace un instante lo
ha sugerido usted muy bien, incluso lo ha demostrado, parece que ese
decir del acontecimiento como enunciado de saber o de información,
decir cognitivo en cierto modo, de descripción, ese decir del
acontecimiento es en cierta manera siempre problemático, porque en
razón de su estructura de decir el decir viene después del
acontecimiento. Por otra parte, a causa del hecho de que en cuanto
decir, y por tanto estructura de lenguaje, resulta abocado a cierta
generalidad, a cierta iterabilidad, a cierta repetibilidad, siempre falta la
singularidad del acontecimiento. Uno de los rasgos del acontecimiento
es no sólo que viene como aquello que es imprevisible, lo que viene a
desgarrar el curso ordinario de la historia, sino también que es
absolutamente singular. Ahora bien, el decir del acontecimiento, el decir
de saber en cuanto al acontecimiento adolece, en cierto modo a prioriy
desde el inicio, de la singularidad del acontecimiento, y ello por el simple
hecho de que viene después y de que pierde la singularidad en una
generalidad. Pero hay algo más grave si se quiere no obstante estar
atento a las dimensiones políticas, y ustedes ambos lo han recordado de
manera muy grave, cuando se habla del decir del acontecimiento bajo la
forma de la información. La primera imagen que viene a la mente con
respecto al decir del acontecimiento es lo que se despliega desde hace
mucho tiempo, pero en particular en la modernidad, como relación de
los acontecimiento, la información. La televisión, la radio, los periódicos,
nos cuentan acontecimientos, nos dicen lo que ha pasado o lo que está
pasando. Se tiene la impresión de que el despliegue, los progresos
extraordinarios de las máquinas de información, máquinas propias para
decir el acontecimiento, deberían en cierta forma acrecentar los poderes
del habla en lo relativo al acontecimiento, los del habla de información.

Ahora bien, recordaré con una palabra —es una evidencia—, que
ese pretendido decir del acontecimiento, incluso esa mostración del
acontecimiento, no es nunca naturalmente a la medida del
acontecimiento, no es nunca fiable a posteriori.

A medida incluso que se desarrolla la capacidad de decir


inmediatamente, de mostrar inmediatamente el acontecimiento, se sabe
que la técnica del decir y del mostrar interviene e interpreta, selecciona,
filtra y por consiguiente hace el acontecimiento. Cuando se pretende
hoy mostrarnos «live», en directo, lo que ocurre, el acontecimiento que
tiene lugar en la Guerra del Golfo, se sabe que por más directo, por más
aparentemente inmediatos que sean el discurso y la imagen, técnicas
extremadamente sofisticadas de captura, de proyección y de filtrado de
la imagen permiten en un segundo encuadrar, seleccionar, interpretar y
hacer que lo que nos es mostrado en directo sea ya no un decir o un
mostrar del acontecimiento, sino una producción del acontecimiento.
Una interpretación hace lo que ella dice: mientras que pretende
simplemente enunciar, mostrar y dar a conocer; de hecho, ella produce,
es ya en cierto modo performativa. De manera naturalmente no dicha,
no confesada, no declarada, se hace pasar un decir del acontecimiento,
un decir que hace el acontecimiento por un decir del acontecimiento. La
vigilancia política que esto reclama de nuestra parte consiste
evidentemente en organizar un conocimiento crítico de todos los
aparatos que pretenden decir el acontecimiento allí donde se hace el
acontecimiento, donde se le interpreta y donde se le produce.
Esta vigilancia crítica al respecto de todas esas modalidades del
decir-el-acontecimiento, no debe recaer solamente sobre los técnicos
que operan en los estudios donde se sabe que hay veinticinco cámaras y
que en un segundo se puede encuadrar una imagen, pedir a los
periodistas que capten esto en vez de aquello. Nuestra vigilancia debe
recaer también sobre las enormes máquinas de información, de
apropiación de las cadenas televisivas.

Estas apropiaciones no son solamente nacionales. Son


internacionales, transestatales y dominan también el decir del
acontecimiento, ellas concentran sus poderes en lugares que debemos
aprender a analizar, incluso a discutir o transformar a nuestra vez.
Tenemos ahí un enorme campo de análisis y de crítica en lo referente al
decir que hace el acontecimiento, ahí donde él pretende simplemente
enunciarlo, describirlo o contarlo. Un hacer el acontecimiento sustituye
clandestinamente a un decir el acontecimiento. Esto nos pone sobre el
camino evidentemente de esa otra dimensión del decir el
acontecimiento que, a su vez, se anuncia como propiamente
performativa: todos esos modos de hablas donde hablar no consiste en
hacer saber, en contar algo, en relatar, en describir, en constatar, sino
en hacer ocurrir mediante la palabra. Así pues, podría darse un gran
número de ejemplos. Se entiende que debemos discutir, no quiero
retener la palabra demasiado tiempo; voy simplemente a indicar
algunos puntos de referencia para un análisis posible de ese decir el
acontecimiento que consiste en hacer el acontecimiento, en hacer
ocurrir, y en la imposibilidad que se aloja en esa posibilidad.

Tomemos tres o cuatro ejemplos. Tomemos el ejemplo de la


confesión: una confesión no consiste simplemente en decir lo que ha
pasado. Si por ejemplo yo he cometido un crimen, el hecho de que vaya
a decir a la policía «he cometido un crimen», no constituye en sí una
confesión. No llega a ser una confesión más que cuando, más allá de la
operación que consiste en hacer saber, confieso que soy culpable. Dicho
de otro modo, en la confesión no hay simplemente un hacer saber lo que
ha pasado; puedo muy bien informar a alguien de una falta sin
declararme culpable. En la confesión hay algo distinto al hacer saber, al
decir constatativo o cognitivo del acontecimiento. Hay una
transformación de mi relación con el otro, donde me presento como
culpable y digo: «soy culpable, no solamente te hago saber esto, sino
que declaro que soy culpable de ello».

San Agustín en sus Confesiones preguntaba a Dios, «¿Por qué


cuando Tú lo sabes todo, tengo aún que confesarme a Ti?» Tú sabes
todas mis faltas, Tú eres omnisciente». Dicho de otro modo, la confesión
no consiste en dar a conocer a Dios lo que Él sabe. No se trata de un
enunciado de saber que informara a Dios de mis pecados. Se trata en la
confesión de transformar mi relación con el otro, de transformarme a mí
mismo confesando mi culpabilidad. Dicho de otro modo, en la confesión
hay un decir del acontecimiento de lo que ha ocurrido, que produce una
transformación, que produce otro acontecimiento y que no es
simplemente un decir de saber. Cada vez que el decir-el-
acontecimientodesborda esa dimensión de información, de saber, de
cognición, ese decir-el-acontecimiento se compromete en la noche —
usted ha hablado mucho de la noche—, en la noche de un no saber, de
algo que no es simplemente relativo a la ignorancia, sino a otro orden
que ya no pertenece al orden del saber. Un no saber que no es una
deficiencia, que no es simplemente oscurantismo, ignorancia, no-
ciencia. Simplemente es algo heterogéneo al saber. Un decir-el-
acontecimiento, un decir que hace el acontecimiento más allá del
saber. Ese decir lo encontramos en muchas experiencias en las que
finalmente la posibilidad de que advenga tal o cual acontecimiento se
anuncia como imposible.

Voy a tomar algunos ejemplos. Algunos de ellos me han retenido


en algunos textos publicados y otros no. Tomo el ejemplo del don. El don
debería ser un acontecimiento. Debe ocurrir como una sorpresa venida
del otro o venida al otro, debe desbordar el círculo económico del
intercambio. Para que un don sea posible, para que un acontecimiento
de don sea posible, es preciso en cierto modo que se anuncie como
imposible. ¿Por qué? Si doy al otro en agradecimiento en intercambio, el
don no tiene lugar. Si, por otra parte, espero del otro que me agradezca,
que reconozca mi don y que de una forma u otra, simbólicamente o
materialmente o físicamente, me devuelva algo en contrapartida,
tampoco hay don. Incluso si el agradecimiento es puramente simbólico,
el agradecimiento anula el don. Es preciso que el don se lleve más allá
del agradecimiento. Es necesario incluso, en cierta manera, que el otro
no sepa que yo le doy para que él pueda recibir, porque desde el
instante que él sepa, está en el círculo del agradecimiento y de la
gratitud, él anula el don. De igual modo, en el límite es preciso que yo
mismo no sepa que doy. Si sé que doy, me digo «así es, yo dono, yo
hago un presente», —y ustedes saben el vínculo que hay entre presente
y acontecimiento— yo hago un presente. Si me presento como donante
me felicito ya a mí mismo, me lo agradezco, me gratifico a mi mismo por
el don y, por consiguiente, la simple consciencia del don anula el don.
Sería suficiente con que el don se presentara como don al otro o a mí
mismo, que se presentara como tal, ya al destinatario ya al donante,
para que el don fuera inmediatamente anulado. Lo que quiere decir,
para ir más deprisa, que el don como don sólo es posible ahí donde
parece imposible. Es preciso que el don no aparezca como tal para que
tenga lugar. Pero jamás se sabrá si tiene lugar. Jamás nadie podrá decir,
con un criterio de conocimiento satisfactorio, «tal don ha tenido lugar»,
o bien «yo he dado», «he recibido». Por tanto el don, si lo hay, si es
posible, debe aparecer como imposible. Y dar, por consiguiente, es
hacer lo imposible. El acontecimiento del don no debe poder ser dicho;
desde el momento en que se dice, se destruye. Dicho de otra manera, la
medida de la posibilidad del acontecimiento es dada por su
imposibilidad. El don es imposible, no puede ser posible sino como
imposible. No hay acontecimiento que tenga mayor carácter de
acontecimiento que un don que rompe el intercambio, el curso de la
historia, el círculo de la economía. No hay posibilidad de don que no se
presente como no presentándose, es lo imposible mismo.

Tomen una palabra muy cercana al don, el perdón. El perdón es


también un don. Si perdono solamente aquello que es perdonable, no
perdono nada. Alguien ha cometido una falta, una ofensa o uno de los
crímenes abominables que han sido evocados hace un momento, los
campos, un crimen sin medida ha sido cometido. Yo no puedo
perdonarlo. Si perdono lo que sólo es venial, es decir, excusable,
perdonable, ligera falta, falta comedida y mensurable, determinada y
limitada, en ese momento, no perdono nada. Si perdono porque es
perdonable, porque es fácil de perdonar, no perdono. No puedo, pues,
perdonar, si perdono, sino allí donde hay algo imperdonable. Allí donde
no es posible perdonar. Dicho de otra manera, el perdón, si lo hay, debe
perdonar lo que es imperdonable, de otro modo eso no es un perdón. El
perdón, si es posible, no puede advenir sino como imposible. Pero esa
imposibilidad no es simplemente negativa. Ello quiere decir que es
preciso hacer lo imposible. El acontecimiento, si lo hay, consiste en
hacer lo imposible. Pero cuando alguien hace lo imposible, si alguien
hace lo imposible, nadie, comenzando por el autor de esa acción, puede
estar en condiciones de ajustar un decir teórico, asegurado por sí
mismo, a ese acontecimiento y decir: «esto ha tenido lugar» o «el
perdón a tenido lugar» o «yo he perdonado». Una frase tal como «yo
perdono» o «yo he perdonado» es absurda, y antes que nada es
obscena. ¿Cómo puedo estar seguro de que tengo el derecho de
perdonar, y que he perdonado efectivamente y no más bien olvidado,
descuidado, reducido lo imperdonable a una falta perdonable? No debo
poder decir «yo perdono», así como tampoco debería poder decir «yo
dono». Son frases imposibles. Siempre puedo decirlo, pero cuando lo
digo, traiciono incluso lo que querría decir. No digo nada. Nunca debería
poder decir «yo doy» o «yo perdono».

Por consiguiente, el don o el perdón, si los hay, deben anunciarse


como imposibles y deben desafiar todos los decires teóricos, cognitivos,
todos los juicios del tipo: «esto es aquello», juicios del tipo «el perdón
es», «yo soy perdonador», «el don está dado».

Tomo otro ejemplo que no hace mucho intenté desarrollar al


respecto de la invención. Estamos aquí en un lugar de creación, de arte,
de invención. La invención es un acontecimiento; por otra parte, incluso
las palabras lo indican. Se trata de encontrar, de hacer venir, de hacer
advenir lo que aún no estaba ahí. La invención, si es posible, no es una
invención. ¿Qué quiere esto decir? Ven ustedes que me aproximo a esa
cuestión de lo posible, que es la cuestión que nos reúne aquí. Si puedo
inventar lo que invento, si soy capaz de inventar lo que invento, eso
quiere decir que la invención sigue en cierta forma una potencialidad, un
poder que está en mí, por lo tanto eso no aporta nada nuevo. Eso no
hace acontecimiento. Soy capaz de hacer ocurrir eso y por consiguiente,
el acontecimiento, lo que ocurre ahí, no interrumpe nada, no es una
sorpresa absoluta. Del mismo modo, cuando puedo donar: si dono lo que
puedo dar, si doy lo que tengo y que puedo dar, no doy. Un rico que da
lo que tiene, no da. Es preciso, como dicen Plotino, Heidegger y Lacan,
dar lo que no se tiene. Si se da lo que se tiene, no se da. De la misma
forma si yo invento lo que puedo inventar, lo que me es posible inventar,
no invento. Igualmente ocurre en un análisis epistemológico, o de
historia de las ciencias y de las técnicas, cuando se analiza un campo en
el cual una invención es posible, una invención teórica, matemática o
técnica, se analiza un campo que puede ser aquel que puede nombrarse
paradigma con el uno o episteme con el otro, o aun configuración. Si
esa invención es hecha posible por la estructura de un campo (en tal
momento tal invención arquitectónica es hecha posible porque el estado
de la sociedad, de la historia de la arquitectura, de la teoría
arquitectónica, hacía eso posible), esa invención no es una invención.
Precisamente porque es posible. No hace sino desplegar, explicitar un
posible, una potencialidad que está ya presente; por lo tanto no hace
acontecimiento. Para que haya acontecimiento de invención es preciso
que la invención aparezca como imposible; lo que no era posible llegue a
ser posible. Dicho de otro modo, la única posibilidad de la invención es
la invención de lo imposible. Este enunciado puede parecer un juego,
una contradicción retórica. De hecho, su necesidad la creo muy
irreductible. Si hay invención — puede que no haya nunca invención al
igual que no hay nunca don o perdón— si hay invención ella no es
posible sino a condición de ser imposible. Esta experiencia de lo
imposible condiciona la acontecibilidad del acontecimiento. Lo que
ocurre como acontecimiento, no debe ocurrir sino allí donde es
imposible. Si fuera posible, si fuera previsible, es que aquello no ocurre.

Tomemos, este será mi último ejemplo antes de dejarles la


palabra, el ejemplo de la hospitalidad, por la cual he comenzado
agradeciendo a mis anfitriones. Ustedes han hablado del acontecimiento
no sólo como de lo que ocurre, sino como de lo que llega, el arribante. El
o lo arribante absoluto, es alguien que no debe ser solamente un
huésped invitado que estoy preparado para acoger, que tengo la
capacidad de acoger. Es alguien cuya venida inopinada, imprevisible,
cuya visitación —y yo opondría aquí la visitación a la invitación— es
una irrupción tal que no estoy siquiera preparado para acogerla. Es
preciso que yo ni siquiera está preparado para acogerla, para que haya
verdaderamente hospitalidad, y que no esté en condiciones no
solamente de prever, sino de predefinir a aquel que viene, de
preguntarle, como se hace en la frontera: «¿Cuál es tu nombre?, ¿tu
ciudadanía? ¿De dónde vienes? ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Vas a
trabajar?» El huésped absoluto es aquel arribante para el cual no hay
siquiera horizonte de espera, aquel que, como se dice, destroza mi
horizonte de espera, mientras que yo no estoy siquiera preparado para
recibir a aquél a quien voy a recibir. Esto es la hospitalidad. La
hospitalidad no consiste simplemente en recibir lo que se es capaz de
recibir. Levinas dice en alguna parte que el sujeto es un anfitrión que
debe acoger lo infinito más allá de su capacidad de acogida. Acoger más
allá de su capacidad de acogida: eso quiere decir que debo recibir o que
recibo allí donde no puedo recibir, allí donde la venida del otro me
excede, parece más grande que mi casa, va a poner el desorden en mi
casa, no puedo prever si el otro va a conducirse bien en mi casa, en mi
ciudad, en mi Estado, en mi nación. El arribante no constituirá, pues,
acontecimiento sino allí donde yo no soy capaz de acogerlo, donde lo
acojo, precisamente, allí donde no soy capaz de ello. La llegada del o de
lo arribante es lo otro absoluto que cae sobre mí. Insisto sobre la
verticalidad de la cosa porque la sorpresa no pude venir más que de lo
alto. Por ello cuando Levinas o Blanchot hablan de «Altísimo» no es
simplemente un lenguaje religioso. Eso quiere decir que el
acontecimiento en tanto que acontecimiento, en cuanto sorpresa
absoluta, debe caerme encima. ¿Por qué? Porque si no me cae encima,
quiere decir que lo veo venir, que hay un horizonte de espera. En la
horizontal lo veo venir, lo pre-veo, lo pre-digo y el acontecimiento es lo
que puede ser dicho, pero jamás predicho. Un acontecimiento predicho
no es un acontecimiento. Me cae encima porque no lo veo venir. El
acontecimiento, como el arribante, es lo que verticalmente me cae
encima, sin que pueda verlo venir: el acontecimiento no puede
aparecerme antes de llegar sino como imposible. Eso no quiere decir
que no ocurra, que no lo haya; quiere decir que no puedo decirlo en un
modo teórico, que no puedo tampoco pre-decirlo. Todo eso que
concierne a la invención, a la arribancia [arrivance], al acontecimiento,
puede permitir pensar que el decir queda o puede quedar desarmado,
absolutamente desarmado por esa imposibilidad misma, desamparado
ante la venida siempre única, excepcional e imprevisible del otro, del
acontecimiento como otro: debo quedar absolutamente desarmado. Y
sin embargo, ese desarme, esa vulnerabilidad, esa exposición no son
nunca puros o absolutos. Decía hace un instante que el decir del
acontecimiento suponía una especie de inevitable neutralización del
acontecimiento por su iterabilidad, que el decir trae siempre en sí la
posibilidad de volver a decir: se puede comprender una palabra
únicamente porque puede ser repetida; desde el momento en que hablo
me sirvo de palabras repetibles y la unicidad desaparece en esa
iterabilidad. Del mismo modo, el acontecimiento no puede aparecer
como tal, cuando aparece, sino siendo ya en su unicidad misma,
repetible. Es esa idea, muy difícil de pensar, de la unicidad como
inmediatamente iterable, de la singularidad en cuanto inmediatamente,
como diría Levinas, comprometida en la sustitución, la sustitución no es
simplemente el reemplazo de un único reemplazable: la sustitución
reemplaza lo irreemplazable. Que haya inmediatamente, desde la
primera mañana del decir o el primer surgimiento del acontecimiento,
iterabilidad y retorno en la unicidad absoluta, en la singularidad
absoluta, ello hace que la venida del arribante —o la venida del
acontecimiento inaugural— no puede ser acogida sino como retorno,
(re)aparición [revenance: venir de vuelta], (re)aparición espectral.

Aquí, si tuviésemos tiempo para ello, aunque podré volver a ello


en la discusión, yo intentaría concordar ese motivo de la (re)aparición —
que forma eco con lo que ya ha sido dicho del lado de Rilke, de Celan, de
Primo Levi—, concordar pues lo que digo aquí de la (re)aparición, de la
espectralidad, con esa experiencia de la imposibilidad que asedia lo
posible. Incluso cuando algo ocurre como posible, cuando un
acontecimiento ocurre como posible, el hecho de que eso deba haber
sido imposible, que la invención posible deba haber sido imposible, esa
imposibilidad continúa asediando la posibilidad. Mi relación con el
acontecimiento es una relación tal que en la experiencia que tengo del
acontecimiento, el hecho de que el acontecimiento haya sido imposible
en su estructura, eso continúa asediando la posibilidad. Eso sigue siendo
imposible, eso tal vez ha tenido lugar, pero sigue siendo imposible. Si he
perdonado, sin saberlo, sin decirlo, sobre todo sin decirlo al otro, si he
perdonado, es preciso que el perdón permanezca imposible, siga siendo
el perdón de lo imperdonable. Si cuando perdono la falta, la herida, la
lesión, la ofensa llega a ser perdonable porque he perdonado, se acabó,
no hay ya perdón. Es preciso que lo imperdonable siga siendo
imperdonable en el perdón, que la imposibilidad del perdón continúe
asediando el perdón. Que la imposibilidad del don continúe asediando el
don. Este asedio es la estructura espectral de esa experiencia del
acontecimiento, le es absolutamente esencial.

Resulta que doy seminarios sobre la hospitalidad desde hace dos


años en París. Hemos estudiado, concretamente desde el punto de vista
antropológico, tales ritos de la hospitalidad de antiguas poblaciones de
México donde a la llegada del otro, del huésped, las mujeres debían
llorar. Habitualmente, en los ritos de la hospitalidad, cuando se recibe a
alguien, se sonríe. Se debe sonreír, una risa o una sonrisa deben
acompañar. No se recibe a alguien de forma hospitalaria con un rostro
hostil o crispado, se debe sonreír. Allí las mujeres debían llorar a la
llegada de los huéspedes, en este caso se trata de un francés, (son
relatos de viaje de Jean de Lery). ¿Cómo interpretar esas lágrimas? Se
dice que esas mujeres consideraban a los arribantes como
(re)aparecidos, los muertos que volvían. Era preciso saludarlos como a
(re)aparecidos mediante lágrimas de duelo. Entre la hospitalidad y el
duelo hay cierta afinidad. Aquel que viene, incluso si lo acojo más allá de
mi capacidad de acogida, debo saludarlo, saludar su venida —y lo que
vale para el arribante vale para el acontecimiento—, como una vuelta.
Eso no quiere decir que no sea nuevo. Es nuevo, la venida es
absolutamente nueva. Pero la novedad de esa venida implica en sí
misma el venir de vuelta, la (re)aparición. Cuando acojo al visitante, la
visitación de un visitante inesperado, debe ser cada vez una experiencia
única para que sea un acontecimiento único, imprevisible, singular,
irreemplazable. Pero al mismo tiempo, desde el umbral de la casa y de
la venida de lo irreemplazable, es preciso que la repetición esté
presupuesta. Te acojo, eso quiere decir: «te prometo acogerte de
nuevo». Si recibo a alguien diciendo: «bueno, que sea por esta vez,
pero...» aquello no se mantiene. Es preciso que la repetición esté
prometida. De igual modo que en el «sí», cuando digo «sí» a alguien, es
preciso que la repetición del «sí» esté inmediatamente implicada.
Cuando me caso digo «sí», por retomar el ejemplo del performativo,
pero es necesario que en el «sí», singular, único, primero, esté implicado
inmediatamente el que yo esté listo para confirmar el «sí», no solamente
un segundo después, sino mañana, pasado mañana y hasta el final de la
vida. Es preciso que la repetición del «sí» esté implicada desde el primer
«sí». De igual manera, en la singularidad del acontecimiento, es
necesario que la repetición esté ya en obra y que con la repetición, la
borradura de la primera circunstancia esté ya comprometida; de ahí el
duelo, lo póstumo, la pérdida que sellan el primer instante del
acontecimiento como originario. El duelo está ahí. Las lágrimas no
pueden dejar de mezclarse con la sonrisa de la hospitalidad. De algún
modo la muerte forma parte de ello.

Para acabar, antes de dejarles la palabra, diría que esta reflexión


sobre lo posible-imposible, «Decir el acontecimiento, ¿es posible?», el
hecho de que sea preciso responder a la
vez sí y no, posible,imposible, posible como imposible, debería
comprometernos a repensar todo ese valor de posibilidadque marca
nuestra tradición filosófica occidental. La historia de la filosofía es la
historia de una reflexión en torno a lo que quiere decir posible, de lo
que quiere decir ser y ser posible. Esta gran tradición de
la dynamis, de la potencialidad, desde Aristóteles a Bergson, esta
reflexión en filosofía trascendental sobre las condiciones de posibilidad,
se encuentra afectada por la experiencia del acontecimiento en tanto
que ella perturba la distinción entre lo posible y lo imposible, la
oposición entre lo posible y lo imposible. Es preciso hablar aquí del
acontecimiento im-posible. Un im-posible que no es solamente
imposible, que no es solamente lo contrario de lo posible, que es
también la condición o la ocasión de lo posible. Un im-posible que es la
experiencia misma de lo posible. Para ello es preciso transformar el
pensamiento, o la experiencia, o el decir de la experiencia de lo posible
o de lo imposible. Creo que no es simplemente una tarea de
especulación para filósofos profesionales. Creo que hoy, si se quiere,
para volver a la información, pensar lo que ocurre con la virtualización y
la espectralización en el campo técnico de la imagen o de la percepción
—el acontecimiento virtual, en el fondo, «Decir el acontecimiento, ¿es
posible?», es también para la cuestión de la virtualidad: ¿qué es un
acontecimiento virtual? Hasta aquí no se podían pensar como lo mismo
la acontecibilidad y la virtualidad— para pensar el acontecimiento virtual
es preciso, pues, perturbar nuestra lógica de lo posible o de lo imposible.
Es en esa dirección en la que yo habría intentado, si tuviéramos tiempo,
ajustar lo que he sugerido hace un momento de una crítica política de la
información, del decir-el-acontecimiento según la información o
según, por otra parte la ciencia, la tecno-ciencia y lo que acabamos de
decir hace un instante de la virtualidad de lo posible-imposible.

[Pregunta - Una pregunta procedente de la sala a propósito de la


afirmación de Bachelard que sedice a continuación.]

«Querer, es querer lo que no se puede», encuentro la fórmula muy


bella y muy justa. Es tal vez la dirección en la cual querría
comprometerme. No puedo reconstituir el contexto de Bachelard. Si
tuviese que interpretar o discutir, quizás de manera injusta, esa frase,
en todo caso si yo quisiera apropiármela, cambiaría algo en ella. Porque
yo diría que, justamente, lo que no puedo, por tanto lo imposible, lo que
desborda mi capacidad, mi poder, es precisamente lo que no
puedo querer. A menos que se transforme el pensamiento tradicional
de la voluntad. Estoy aquí en este momento en el que la experiencia del
acontecimiento deshace mi voluntad. Si quiero lo que quiero, lo que
puedo querer —voluntad de poder— eso que quiero o puedo querer se
halla a la medida de mi decisión. Estoy tentado, por el contrario, por un
pensamiento de la decisión —en el fondo no he pronunciado la
palabra decisión,pero es en ello en lo que en verdad pensaba—, de algo
que transformaría también la lógica de la decisión. En general, al igual
que se dice demasiado fácilmente «yo doy», «yo perdono», se dice
fácilmente «yo decido» o bien «yo asumo la responsabilidad», «yo soy
responsable». Estas frases me parecen muy poco admisibles tanto unas
como otras. Decir «yo decido», decir «usted sabe que yo decido, yo sé
que decido», quiere decir que soy capaz y dueño de mi decisión, y que
tengo un criterio que me permite decir que soy yo quien decide. Si es
así, la decisión es en cierto modo la expresión de mi poder, de mi
posibilidad. En ese momento, una decisión semejante de la cual soy
capaz y que expresa mi posibilidad, no interrumpe nada, no viene a
desgarrar el curso de lo posible, el curso de la historia como debería
hacerlo toda decisión. No es una decisión digna de ese nombre.

Una decisión debería desgarrar —eso es lo que quiere decir la


palabra decisión— por consiguiente debería interrumpir la trama de lo
posible. Cada vez que digo «mi decisión» o bien «yo decido», se puede
estar seguro de que me equivoco. Mi decisión debería ser, —sé que esta
proposición parece inaceptable en toda lógica clásica— la decisión
debería ser siempre la decisión del otro. Mi decisión es de hecho la
decisión del otro. Eso no me exime o no exonera de ninguna
responsabilidad. Mi decisión no puede nunca ser la mía, ella es siempre
la decisión del otro en mí, y yo soy en cierta manera pasivo en la
decisión. Para que una decisión constituya acontecimiento, para que ella
interrumpa mi poder, mi capacidad, mi posibilidad, y para que ella
interrumpa el curso ordinario de la historia, es preciso que yo sufra mi
decisión, lo que es evidentemente inaceptable en toda lógica. Querría
pues intentar elaborar un pensamiento de la decisión que sea siempre
decisión del otro, porque soy responsable por el otro y decido por el
otro; es el otro quien decide en mí, sin que por ello yo sea exonerado de
«mi» responsabilidad. Por eso Levinas pone siempre la libertad detrás de
la responsabilidad. Si quiero lo que no puedo, ese querer debe ser
despojado de aquello con lo cual en la tradición se viste el querer, se
determina como querer, a saber, la actividad, el dominio, el «yo quiero
lo que quiero». Allí se trataría de querer más allá de lo que se puede
querer. Esa frase, si es aceptable, debe de rechazo destruir, deconstruir
o deshacer el concepto mismo de voluntad. Es probablemente lo que
quería decir Bachelard en esa frase paradójica: querer lo que no se
puede, en el límite lo que no se puede querer.

Por lo que respecta a Jankelevitch, yo pensaba naturalmente en él


como debe hacerse cuando se piensa en el perdón, y he pensado
también, como ustedes han oído, en el ejemplo del imperdonable
Holocausto; hay otros imperdonables. Una de las razones por las cuales
no puedo decir «yo perdono», no es sólo mi dureza, mi inflexibilidad, mi
condena inflexible, es que simplemente no tengo jamás el derecho de
perdonar. Es siempre el otro quien debe perdonar, yo no puedo
perdonar en nombre del otro. Yo no puedo perdonar en nombre de las
víctimas del Holocausto. Incluso los supervivientes, incluso aquellos que,
como Primo Levi, estuvieron presentes, han vivido o sobrevivido, no
tienen el derecho de perdonar. No solamente porque deben continuar
condenando, sino porque no se puede perdonar por los otros. No se
tiene el derecho de perdonar, el perdón es imposible. Es ahí donde el
perdón permanece imposible, porque no tiene sentido perdonar si no es
lo imperdonable, es ahí donde el perdón puede tener lugar, si tiene
lugar. En general, en una estructura antropo-teológica dominante se
dice «sólo Dios puede perdonar, yo no tengo el derecho de perdonar»;
un ser finito no puede perdonar una falta que es siempre infinita.
Imperdonable quiere decir infinita. El nombre de Dios nombra aquí ese
Otro al cual el derecho de perdonar le es siempre concedido, como la
posibilidad de donar, de decir «yo doy», «yo decido». El don o el perdón
se hacen siempre en nombre del otro.

[Pregunta - Dos preguntas se han planteado: la una concierne al


enunciado infinitivo del seminario «Decir el acontecimiento», la otra
habla del secreto en el acontecimiento.]

No soy el autor del tema de nuestro debate, y me he encontrado


como usted delante de esa cuestión y su formulación literal; también me
he hecho preguntas que, por una parte, eran las mismas que las suyas.
Debo decir a ese respecto que, finalmente, lo que ocurre aquí, en la
medida en que era imprevisible —imprevisto para mí, hemos
improvisado en gran parte—, es que puede que haya habido
acontecimiento. Eso ocurre y no estaba programado, se ha programado
mucho pero no todo. Hay acontecimiento en cuanto aquello que ocurre
no estaba predicho. Algo se dice a través de ese acontecimiento y se
dice del acontecimiento. Por lo que respecta a saber quien dice eso, la
cuestión queda abierta. Me he preguntado, como usted, por qué ese
infinitivo. A menudo es una retórica de título: el tema propuesto a la
discusión se deja en infinitivo, aquí estamos en examen. Pero esa
impersonalidad del infinitivo me ha dado qué pensar, en particular, que
allí donde nadie está presente, ningún sujeto de enunciación para decir
el acontecimiento según los modos diferentes que he evocado, hay un
decir que no está ya en posición ni de constatación, de teoría, de
descripción, ni bajo la forma de una producción performativa, sino en el
modo del síntoma. Propongo esta palabra, síntoma, como otro término
más allá del decir verdadero o de la performatividad que produce el
acontecimiento. El acontecimiento abate lo constatativo y lo
performativo, el «yo sé» y el «yo pienso». En la historia que usted ha
contado el secreto está operando. Allí donde el acontecimiento resiste a
[ii]

la información, a la puesta en enunciados teóricos, al hacer saber, al


saber, el secreto está formando parte. Un acontecimiento es siempre
secreto, por las razones que he dicho, debe permanecer secreto, como
un don o un perdón deben permanecer secretos. Si digo «yo doy», si el
don llega a ser fenoménico o si aparece, si el perdón aparece, ya no hay
don o perdón. El secreto pertenece a la estructura del acontecimiento.
No el secreto en el sentido de lo privado, de lo clandestino o de lo
escondido, sino el secreto como lo que no aparece. Más allá de todas las
verificaciones, de todos los discursos de la verdad o del saber, el
síntoma es una significación del acontecimiento que nadie domina, que
ninguna conciencia, que ningún sujeto consciente puede apropiarse o
dominar. Ni bajo la forma del constatativo teórico o judicativo ni bajo la
forma de la producción performativa. Hay síntoma. Por ejemplo, en lo
que ocurre aquí: somos bastante numerosos, cada uno interpreta, prevé,
anticipa, es desbordado, sorprendido de cara a aquello que se puede
llamar el acontecimiento. Más allá del significado que cada uno de
nosotros pueda leer en ello, incluso enunciar sobre ello, hay síntoma.
Incluso el efecto de verdad o la búsqueda de la verdad es del orden del
síntoma. Al respecto de esos síntomas puede haber análisis. Usted ha
hablado de saberes diferenciados, también se puede evocar la
identificación de las posiciones de enunciación de los sujetos, de las
pulsiones libidinales, de las estrategias de poder.

Más allá de todo eso, hay sintomatología: significación que ningún


teorema puede agotar. Yo pondría en relación esa noción de síntoma,
que querría sustraer a su código clínico o psicoanalítico, con lo que he
dicho hace un momento de la verticalidad. Un síntoma, es lo que cae. Lo
que nos cae encima. Lo que nos cae encima verticalmente, es lo que
hace síntoma. En todo acontecimiento hay secreto y sintomatología.
Creo que Deleuze habla también de síntoma a ese respecto. El discurso
que se asocia a ese valor de acontecibilidad del cual hablamos es
siempre un discurso sintomático, o sintomatológico, que debe ser un
discurso sobre lo único, sobre el caso, sobre la excepción. Un
acontecimiento es siempre excepcional, es una definición posible del
acontecimiento. Un acontecimiento debe ser excepcional, fuera de regla.
Desde el momento en que hay reglas, normas y, por consiguiente, unos
criterios para evaluar esto o aquello, lo que ocurre o no ocurre, no hay
acontecimiento. El acontecimiento debe ser excepcional, y esa
singularidad de la excepción sin regla no puede dar lugar más que a
síntomas. Ello supone no que se renuncie a saber o a filosofar: el saber
filosófico acepta esa aporía prometedora que no es simplemente
negativa o paralizante. Esa aporía prometedora toma la forma de lo
posible-imposible o lo que Nietzsche llamaba el «quizás». Semejante
texto de Nietzsche dice que lo esperado por los filósofos venideros es un
pensamiento del «quizás» al cual se han resistido todos los filósofos
clásicos. Un «quizás» que no es simplemente una modalidad empírica;
hay textos terribles de Hegel sobre el «quizás», sobre aquellos que
piensan el «quizás», y que serían empiristas. Nietzsche intenta pensar
una modalidad del «quizás» que no sea simplemente empírica. Aquello
que he dicho de lo posible-imposible, es el «quizás». El don, «quizás» lo
hay, si lo hay; si lo hay, no se debe poder hablar de ello, no se debe
estar seguro de ello. El perdón «quizás», el acontecimiento «quizás».
Dicho de otro modo, esa categoría del «quizás», entre posible e
imposible, pertenece a la misma configuración que la del síntoma o la
del secreto. Lo difícil es ajustar un discurso consecuente, teórico, a esas
modalidades que parecen ser otros tantos desafíos al saber y a la teoría.
El síntoma, el «quizás», lo posible-imposible, lo único en tanto que
sustituible, la singularidad en tanto que repetible, todo eso se parece a
contradicciones no dialectizables; la dificultad es ajustar un discurso que
no sea simplemente impresionista o sin rigor a unas estructuras que son
otros tantos desafíos para la lógica clásica. ¿He respondido a su
pregunta? «Quizás».

[Pregunta. La pregunta solicita una aclaración sobre el vínculo de


la promesa con el acontecimiento.]

He hecho una breve alusión a la promesa. La promesa es el


ejemplo privilegiado de todos los discursos sobre el performativo en la
teoría de los speech acts. Cuando digo «prometo», no describo otra
cosa, no digo nada, hago algo, es un acontecimiento. La promesa es un
acontecimiento. El «prometo» produce el acontecimiento y no se refiere
a ningún acontecimiento preexistente. El yo «prometo» es un decir que
no dice ningún acontecimiento preexistente, y que produce
acontecimiento. Los teóricos de los speech acts toman el ejemplo de la
promesa como un ejemplo de performativo entre otros. Yo estaría
tentado de decir que toda frase, todo performativo, implica una
promesa, que la promesa no es un performativo entre otros. Desde que
me dirijo al otro, desde que le digo «yo te hablo», estoy ya en el orden
de la promesa. Yo te hablo, eso quiere decir «prometo continuar, ir hasta
el final de la frase, prometo decirte la verdad incluso si miento»—y para
mentir es preciso, por otra parte, prometer decir la verdad—. La
promesa es el elemento mismo del lenguaje. Decir el acontecimiento
aquí, no sería decir un objeto que fuese el acontecimiento, sino decir un
acontecimiento que el decir produce. Los teóricos serios de los speech
acts consideran que una promesa debe siempre prometer algo bueno.
No se promete el mal, «prometer» el mal es amenazar, no prometer. No
se dice a alguien «prometo matarte», se dice a alguien «prometo darte,
estar en la cita, ser fiel, ser tu marido o tu mujer». La promesa implica
siempre la promesa del bien, una promesa benefactora, benevolente. Si
se fingiera prometer el mal, sería una amenaza disfrazada de promesa.
Cuando una madre dice a su hijo «si haces eso, te prometo una
azotaina», eso no es una promesa, es una amenaza. Es la teoría clásica
de los speech acts: la promesa no es la amenaza.
Lo que me atrevería a pretender es que una promesa debe
siempre poder ser asediada por la amenaza, por su devenir-amenaza,
sin lo cual no es promesa. Si estoy seguro de que lo que prometo es una
cosa buena, que lo bueno no puede transformarse en malo, que el
regalo prometido no puede transformarse en veneno, según la vieja
lógica de la inversión del gift-gift, del don en veneno, del regalo
benefactor en regalo malévolo, si estuviese seguro de que la promesa
era buena y no pudiera invertirse en mala, eso no sería un promesa. Una
promesa debe estar amenazada por la posibilidad de ser traicionada, de
traicionarse a sí misma, consciente o inconscientemente. Si no hay la
posibilidad de pervertirse, si lo bueno no es pervertible, no es lo bueno.
Una promesa, para ser posible, debe estar asediada o amenazada por la
posibilidad de ser traicionada, de ser mala. Los teóricos de los speech
acts son gente seria, dirán que «si prometo estar en la cita, if don 't
mean it, si miento, si sé ya que no estaré en la cita, que no haré todo lo
posible para estar en la cita», no es una promesa. Una promesa debe ser
seria, responder a una intención seria; al menos cuando digo «estaré
mañana en la cita» bajo un modo de promesa, no bajo un modo de
previsión. Hay en efecto dos maneras de decir «mañana estaré en la
cita», una manera de previsión «mañana por la mañana tomaré el
desayuno», pero si digo «mañana estaré allí con usted para tomar el
desayuno», es otra cosa. Una promesa para ser verdaderamente
promesa, según los teóricos de los speech acts, debe ser seria, es
decir, comprometerme a hacer todo lo posible para mantener la
promesa. Una promesa de algo que es bueno. Yo pretendería que si tal
promesa no es intrínsecamente pervertible, es decir, amenazada de
poder no ser seria o sincera, o de poder ser traicionada, no es una
promesa. Una promesa debe poder ser traicionada, de otro modo no es
una promesa; es una previsión, una predicción. Es preciso que la traición
o la perversión esté en el corazón del compromiso de la promesa, que la
distinción entre promesa y amenaza no esté nunca asegurada. Lo que
adelanto ahí no es una especulación abstracta.

Se sabe por experiencia que el don puede ser amenazante, que la


promesa más benefactora puede corromperse por sí misma, que puedo
hacer el mal prometiendo el bien; es una posibilidad intrínseca de la cual
podríamos dar muchos ejemplos. Es preciso que esa perversibilidad esté
en el corazón de lo que es bueno, de la buena promesa, para que la
promesa sea lo que es; es preciso que pueda no ser promesa, que puede
ser traicionada para ser posible, para tener la ocasión de ser posible.
Esta amenaza no es una cosa mala, es su ocasión; sin amenaza no
habría promesa. Si la promesa fuera automáticamente mantenida sería
una máquina, un ordenador, un cálculo. Para que una promesa no sea
un cálculo mecánico o una programación, es preciso que pueda ser
traicionada. Esta posibilidad de traición debe habitar la promesa más
inocente.
A lo cual yo añadiría esto que es aún más grave: aunque el
performativo diga y produzca el acontecimiento del que habla, también
lo neutraliza en la medida en que guarda su dominio en un «yo
puedo» (I can, I may), «yo estoy habilitado», etc... Un acontecimiento
puro, y digno de ese nombre, abate tanto lo performativo como lo
constatativo. Algún día será preciso sacar todas las consecuencias de
ello.

Para volver a lo que decía de la justicia al principio, ya que he


comenzado por hablar de ese «sí», de esa justicia en Levinas, la justicia
debe ser ella misma trabajada o asediada por su contrario, por el
perjurio, para poder ser justicia. Si, por ejemplo, en el cara a cara —que
es condición del respeto del otro, de la ética, de lo que Levinas llama el
rostro del otro—, el tercero no estuviera ya presente, la justicia, que es
la relación con el otro, sería ya un perjurio. E inversamente, desde que el
tercero entra en la relación dual que me compromete en el cara a cara
ante al otro singular, hay ya perjurio. Por consiguiente entre la justicia o
la fe jurada, el compromiso, el juramento y el perjurio, no hay simple
oposición. Es preciso que el perjurio esté también en el corazón de la fe
jurada para que la fe jurada sea verdaderamente posible. Que esté en el
corazón de la justicia de manera indesalojable, no de paso o como un
accidente que se puede borrar. Es preciso que la posibilidad del mal, o
del perjurio, sea intrínseca al bien o a la justicia para que ésta sea
posible. Por tanto, que lo imposible esté en el corazón de lo posible.

[Pregunta. Vuelta sobre la información y la verticalidad del


acontecimiento a partir de una pregunta relativa a los dispositivos
técnicos.]

Me parece, en efecto, que el acontecimiento en la interpretación,


la reapropiación, el filtrado de la información, es siempre, si lo hay, lo
que resiste a esa reapropiación, transformación o trans-información.
Usted ha tomado el ejemplo de la Guerra del Golfo. He subrayado que lo
que pasaba allí, que lo que se nos pretendió transmitir en directo, no se
reducía a esa información interpretativa, a esa trans-información; no se
reducía tampoco a un simulacro. Yo no tengo en absoluto el mismo
punto de vista que Baudrillard, que dice que la guerra no ha tenido
lugar. El acontecimiento, que es irreductible finalmente a la apropiación
mediática o a la digestión mediática, es que hubo miles de muertos. Son
acontecimientos cada vez singulares, que ningún decir de saber o de
información habrá podido reducir ni neutralizar. Yo diría que es preciso
interminablemente analizar los mecanismos de eso que acabo de
sobrenombrar la trans-información o la reapropiación, el devenir-
simulacro o televisivo de esos acontecimientos. Es preciso analizar
aquello desde el plano político-histórico, sin olvidar, en lo posible, que
del acontecimiento ha tenido lugar algo que no se reduce a ello en
ningún caso. Del acontecimiento lo que no se reduce tal vez a ningún
decir. Es lo indecible: son los muertos, por ejemplo, los muertos.

En cuanto a la verticalidad que a usted le inquieta, soy muy


consciente del hecho de que el extranjero es también aquel que llega
por la frontera, aquel que se ve venir. Son sobre todo los aduaneros, los
oficiales de inmigración quienes les ven venir, o aquellos que quieren
dominar los flujos de inmigración. Cuando tengo más tiempo en un
seminario, o cuando peleo por aquellas cosas en Francia, complico
un poco las cosas, más de lo que hago aquí. Soy consciente de que es
preciso tener en cuenta esa horizontalidad, y todo lo que eso requiere
de nuestra parte. Por verticalidad quería decir que el extranjero, lo que
hay de irreductiblemente arribante en el otro —que no es simplemente
trabajador, ni ciudadano, ni fácilmente identificable—, es lo que en el
otro no me previene y desborda precisamente la horizontalidad de la
espera. Lo que quería subrayar, al hablar de verticalidad, es que el otro
no espera. No espera que yo pueda recibirle o que le dé una tarjeta de
residencia. Si hay hospitalidad incondicional, ella debe estar abierta a la
visitación del otro que llega en cualquier momento, sin que yo lo sepa.
Es también lo mesiánico: el mesías puede llegar, puede venir en todo
momento, por arriba, por allí donde no lo veo venir. En mi discurso la
noción de verticalidad no tiene ya necesariamente el uso a menudo
religioso o teológico que eleva hacia el Altísimo. Quizás la religión
comience aquí. No se puede mantener el discurso que mantengo sobre
la verticalidad, sobre la arribancia [arrivance: acción de llegar, de
venida inmediata, de ocurrir algo] absoluta, sin que ya el acto de fe haya
comenzado —el acto de fe no es forzosamente la religión, tal o cual
religión—, sin cierto espacio de fe sin saber, más allá del saber.
Aceptaría, pues, que aquí se hablara de fe.

[i]
Phillis Lamben fundó el Centro Canadiense de Arquitectura.
[ii]
Se trata de The Fifth Business de Robertson Davies.
Del acontecimiento
Gilles Deleuze
Extraído de:

Lógica del sentido


Gilles Deleuze
Ed. Paidos. Barcelona, 1989

Dudamos a veces en llamar estoica a una manera concreta o poética de


vivir, como si el nombre de una doctrina fuera demasiado libresco,
demasiado abstracto para designar la relación más personal con una
herida. Pero ¿de dónde surgen las doctrinas sino de heridas y aforismos
vitales, que son otras tantas anécdotas especulativas con su cargo de
provocación ejemplar? Hay que llamar estoico a Joe Bousquet. La herida
que lleva profundamente en su cuerpo, la aprende sin embargo, y
precisamente por ello, en su verdad eterna como acontecimiento puro.
En la medida en que los acontecimientos se efectúan en nosotros, nos
esperan y nos aspiran, nos hacen señas: «Mi herida existía antes que yo;
he nacido para encarnarla." (1). Llegar a esta voluntad que nos hace el
acontecimiento, convertirnos en la casi-causa de lo que se produce en
nosotros, el Operador, producir las superficies y los dobleces en los que
el acontecimiento se refleja, donde se encuentra incorporal y manifiesto
en nosotros el esplendor neutro que posee en sí como impersonal y
preindividual, más allá de lo general y de lo particular, de lo colectivo y
lo privado: ciudadano del mundo. "Todo estaba en su sitio en los
acontecimientos de mi vida, antes de que yo los hiciera míos; y vivirlos,
es sentirse tentado de igualarme con ellos, como si les viniera sólo de mí
lo que tienen de mejor y de perfecto."

O bien la moral no tiene ningún sentido, o bien es esto lo que quiere


decir, no tiene otra cosa que decir: no ser indigno de lo que nos sucede.
Al contrario, captar lo que sucede como injusto y no merecido (siempre
es por culpa de alguien), he aquí lo que convierte nuestras llagas en
repugnantes, el resentimiento en persona, el resentimiento contra el
acontecimiento. No hay otra mala voluntad. Lo que es verdaderamente
inmoral, es cualquier utilización de las nociones morales, justo, injusto,
mérito, falta. ¿Qué quiere decir entonces querer el acontecimiento? ¿Es
aceptar la guerra cuando sucede, la herida y la muerte cuando suceden?
Es muy probable que la resignación aún sea una figura del
resentimiento, él, que ciertamente posee tantas figuras. Si querer el
acontecimiento es, en principio, desprender su eterna verdad, como el
fuego del que se alimenta, este querer alcanza el punto en que la guerra
se hace contra la guerra, la herida, trazada en vivo como la cicatriz de
todas las heridas, la muerte convertida en querida contra todas las
muertes. Intuición volitiva o transmutación. "Mi gusto por la muerte -dice
Bousquet- que era fracaso de la voluntad, lo sustituiré por un deseo de
morir que sea la apoteosis de la voluntad." De este gusto a este deseo,
en cierto modo no cambia nada, excepto un cambio de voluntad, una
especie de salto sobre el mismo lugar de todo el cuerpo que cambia su
voluntad orgánica contra una voluntad espiritual que quiere ahora, no
exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por venir
conforme a lo que sucede, según las leyes de una oscura conformidad
humorística: el Acontecimiento. Es en este sentido que el Amor fati se
alía con el combate de los hombres libres. Que en todo acontecimiento
esté mi desgracia, pero también un esplendor y un estallido que seca la
desgracia, y que hace que, querido, el acontecimiento se efectúe en su
punta más estrecha, en el filo de una operación, tal es el efecto de la
génesis estática o de la inmaculada concepción. El estallido, el
esplendor del acontecimiento es el sentido. El acontecimiento no es lo
que sucede (accidente); está en lo que sucede el puro expresado que
nos hace señas y nos espera. Según las tres determinaciones
precedentes, es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido,
lo que debe ser representado en lo que sucede. Bousquet añade:
"Conviértete en el hombre de tus desgracias, aprende a encarnar su
perfección y su estallido." No se puede decir nada más, nunca se ha
dicho nada más: ser digno de lo que nos ocurre, esto es, quererlo y
desprender de ahí el acontecimiento, hacerse hijo de sus propios
acontecimientos y, con ello, renacer, volverse a dar un nacimiento,
romper con su nacimiento de carne. Hijo de sus acontecimientos y no de
sus obras, porque la misma obra no es producida sino por el hilo del
acontecimiento.

El actor no es como un dios, sino como un contra-dios. Dios y el actor se


oponen por su lectura del tiempo. Lo que los hombres captan como
pasado o futuro, el dios lo vive en su eterno presente. El dios es Cronos:
el presente divino es el círculo entero, mientras que el pasado y el futuro
son dimensiones relativas a tal o cual segmento que deja el resto fuera
de él. Al contrario, el presente del actor es el más estrecho, el más
apretado, el más instantáneo, el más puntual, punto sobre una línea
recta que no deja de dividir la línea, y de dividirse él mismo en pasado-
futuro. El actor es el Aión: en lugar de lo más profundo, del presente
más pleno, presente que es como una mancha de aceite y que
comprende el futuro y el pasado, surge aquí un pasado-futuro ilimitado
que se refleja en un presente vacío que no tiene más espesor que el
espejo. El actor representa, pero lo que representa es siempre todavía
futuro y ya pasado, mientras que su representación es impasible, y se
divide, se desdobla sin romperse, sin actuar ni padecer. Hay, en este
sentido, una paradoja del comediante: permanece en el instante, para
interpretar algo que siempre se adelanta y se atrasa, se espera y se
recuerda. Lo que interpreta nunca es un personaje: es un tema (el tema
complejo o el sentido) constituido por los componentes del
acontecimiento, singularidades comunicativas efectivamente liberadas
de los límites de los individuos y de las personas. El actor tensa toda su
personalidad en un instante siempre aún más divisible, para abrirse a un
papel impersonal y preindividual. Siempre está en la situación de
interpretar un papel que interpreta otros papeles. El papel está en la
misma relación con el actor como el futuro y el pasado con el presente
instantáneo que les corresponde sobre la línea del Aión. El actor efectúa
pues el acontecimiento, pero de un modo completamente diferente a
como se efectúa el acontecimiento en la profundidad de las cosas. O.
más bien, dobla esta efectuación cósmica, física, con otra, a su modo,
singularmente superficial, tanto más neta, cortante y por ello pura,
cuanto que viene a delimitar la primera, destaca de ella una línea
abstracta y no conserva del acontecimiento sino el contorno o el
esplendor: convertirse en el comediante de sus propios acontecimientos,
contra-efectuación.

Porque la mezcla física no es justa sino a nivel del todo, en el círculo


entero del presente divino. Pero, para cada parte, cuántas injusticias e
ignominias, cuántos procesos parasitarios caníbales que inspiran nuestro
terror ante lo que nos sucede, nuestro resentimiento contra lo que
sucede. El humor es inseparable de una fuerza selectiva: en lo que
sucede (accidente), selecciona el acontecimiento puro. En el comer,
selecciona el hablar. Bousquet asignaba las propiedades del humor-
actor: aniquilar las huellas siempre que sea preciso; "levantar entre los
hombres y las obras su ser de antes de la amargura" "vincular a las
pestes, a las tiranías, a las guerras más espantosas la suerte cómica de
haber reinado para nada"; en una palabra, desprender de cada cosa "la
porción inmaculada", lenguaje y querer, Amor fati.(2)

¿Por qué todo acontecimiento es del tipo de la peste, la guerra, la


herida, la muerte? ¿Quiere decir sólo que hay más acontecimientos
desgraciados que felices? No, porque se trata de la estructura doble de
todo acontecimiento. En todo acontecimiento, sin duda, hay el momento
presente de la efectuación, aquel en el que el acontecimiento se
encarna en un estado de cosas, un individuo, una persona, aquel que se
designa diciendo: venga, ha llegado el momento; y el futuro y el pasado
del acontecimiento no se juzgan sino en función de este presente
definitivo, desde el punto de vista de aquel que lo encarna.

Pero, hay, por otra parte, el futuro y el pasado del acontecimiento


tomado en sí mismo, que esquiva todo presente, porque está libre de las
limitaciones de un estado de cosas, al ser impersonal y preindividual,
neutro, ni general ni particular, eventum tantum...; o, mejor, porque no
tiene otro presente sino el del instante móvil que lo representa, siempre
desdoblado en pasado-futuro, formando lo que hay que llamar la contra-
efectuación. En un caso, es mi vida la que me parece demasiado débil
para mí, que se escape en un punto hecho presente en una relación
asignable conmigo. En el otro caso, soy yo quien es demasiado débil
para la vida, es la vida demasiado grande para mí, echando sus
singularidades por doquier, sin relación conmigo, ni con un momento
determinable como presente, excepto con el instante impersonal que se
desdobla en todavía-futuro y ya-pasado. Que esta ambigüedad sea
esencialmente la de la herida y de la muerte, la de la herida mortal,
nadie lo ha mostrado como Maurice Blanchot: la muerte es a la vez lo
que está en una relación extrema o definitiva conmigo y con mi cuerpo,
lo que está fundado en mí, pero también lo que no tiene relación
conmigo, lo incorporal y lo infinitivo, lo impersonal, lo que no está
fundado sino en sí mismo. A un lado, la parte del acontecimiento que se
realiza y se cumple; del otro, "la parte del acontecimiento cuyo
cumplimiento no puede realizarse". Hay pues dos cumplimientos, que
son como la efectuación y la contra-efectuación. Por ello, la muerte y su
herida no son un acontecimiento entre otros. Cada acontecimiento es
como la muerte, doble e impersonal en su doble. "Ella es el abismo del
presente, el tiempo sin presente con el cual no tengo relación, aquello
hacia lo que no puedo arrojarme, porque en ella yo no muero, soy
burlado del poder de morir; en ella se muere, no se cesa ni se acaba de
morir."(3)

Hasta qué punto este se difiere del de la trivialidad cotidiana . Es el se de las singularidades
impersonales y preindividuales, el se del acontecimiento puro en el que muere es como
llueve. El esplendor del se es el del acontecimiento mismo o la cuarta persona. Por ello, no
hay acontecimientos privados, y otros colectivos; como tampoco existe lo individual y lo
universal, particularidades y generalidades. Todo es singular, y por ello colectivo y privado
a la vez, particular y general, ni individual ni universal. ¿Qué guerra no es un asunto
privado? E inversamente, ¿qué herida no es de guerra, y venida de la sociedad entera? ¿Qué
acontecimiento privado no tiene todas sus coordenadas, es decir, todas sus singularidades
impersonales sociales? Sin embargo, hay mucha ignominia en decir que la guerra concierne
a todo el mundo; no es verdad, no concierne a los que se sirven de ella o la sirven, criaturas
del resentimiento. La misma ignominia que decir que cada uno tiene su guerra, su herida
particulares; tampoco es verdad de aquellos que se rascan la llaga, criaturas también de la
amargura y el resentimiento. Solamente es verdad del hombre libre, porque él ha captado el
acontecimiento mismo, y porque no lo deja efectuarse como tal sin operar, actor, su contra-
efectuación. Sólo el hombre libre puede entonces comprender todas las violencias en una
sola violencia, todos los acontecimientos mortales en un solo Acontecimiento que ya no
deja sitio al accidente y que denuncia o destituye tanto la potencia del resentimiento en el
individuo como la de la opresión en la sociedad. El tirano encuentra sus aliados propagando
el resentimiento, es decir, esclavos y sirvientes: únicamente el revolucionario se ha liberado
del resentimiento, por medio del cual siempre se participa y se obtienen beneficios de un
orden opresor. Pero ¿un solo y mismo Acontecimiento? Mezcla que extrae y purifica, y lo
mide todo por el instante sin mezcla, en lugar de mezclarlo todo: entonces, todas las
violencias y todas las opresiones se reúnen en este solo acontecimiento, que las denuncia
todas al denunciar una de ellas (la más próxima o el último estado de la cuestión). "La
psicopatología que reivindica el poeta no es un siniestro pequeño accidente del destino
personal, un desgarro individual. No es el camión del lechero que le ha pasado por encima
del cuerpo y lo ha dejado inválido, son los caballeros de los Cien Negros pogromizando a
sus ancestros en los guetos de Vilno... Los golpes que ha recibido en la cabeza no lo fueron
en una riña de gamberros en la calle, sino cuando la policía cargaba contra los
manifestantes... Si grita como un sordo de genio es que las bombas de Guernica y de Hanoi
lo han ensordecido...,"(4) La trasmutación se opera en el punto móvil y preciso en el que
todos los acontecimientos se reúnen así en uno solo: el punto en el que la muerte se vuelve
contra la muerte, en el que el morir es como la destitución de la muerte, en el que la
impersonalidad del morir ya no señala solamente el momento en el que me pierdo fuera de
mí, sino el momento en el que la muerte se pierde en sí misma, y la figura que toma la vida
más singular para sustituirme.(5)

Notas:

1. Respecto a la obra de Joe Bousquet, que es, toda ella, una meditación sobre la
herida, el acontecimiento y el lenguaje, véanse los dos artículos esenciales de Los
Cahiers du Sud, n. 303, 1950: René Nelli, "Joe Bousquet et son double"; Ferdinand
Alquié, "Joe Bousquet et la morale du langage".

2. Véase Joe Bousquet, "Les Capitales", Le cercle du livre, 1955, pág. 103.

3. Maurice Blanchot, "L'Espace littéraire", Gallimard, 1955, pág. 160.

4. Artículo de Claude Roy a propósito del poeta Ginsberg, Nouvel Observateur, 1968.

5. Véase Maurice Blanchot "L'Espace littéraire", Gallimard, 1955., pág. 155: "Este
esfuerzo para elevar la muerte a sí misma, para hacer coincidir el punto donde ella se
pierde en sí y el punto donde yo me pierdo fuera de mí, no es un simple asunto
interior, sino que implica una inmensa responsabilidad respecto de las cosas y no es
posible sino a través de su mediación....."

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