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¿Qué es civilización?
Opinión - 23/06/2006 0:00 | José Álvarez Junco
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Fuente: Fundación Atman
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ciencias sociales se parte de la base de que, cualquiera que sea su nivel educativo, todo
individuo inserto en una sociedad participa de una cultura; es decir, que cultura equivale,
en general, a maneras de vivir, pensar y comportarse, y no a un elevado nivel de
refinamiento intelectual. En unas líneas que se han hecho célebres, el antropólogo
Clifford Geertz definió la cultura como el conjunto de formas simbólicas públicamente
disponibles (ritos, arte, ceremonias, lenguaje, tradiciones, todo lo que ayuda a conformar
comportamientos y actitudes dentro de una comunidad) a través de las cuales un
conjunto humano experimenta y expresa significados, lo cual le permite construir un
pensamiento abstracto, comunicarse de forma compleja, perpetuar y desarrollar sus
conocimientos y sus actitudes frente a la vida. Dicho de otra manera, la cultura es el
conjunto de los usos y relaciones sociales, de los aspectos simbólicos, de las conductas
aprendidas, de esa herencia social que no tiene que ver con la biología, con la
transmisión genética. En relación con la civilización, en el sentido en el que la hemos
definido antes, la cultura sería el conjunto de formas de expresión de los valores que
orientan las conductas y la utilización de los instrumentos proporcionados por la
civilización científico-técnica. Entendiendo así el término 'cultura', puede, desde luego,
hablarse de varias, o muchas, posibles culturas. Porque, aunque las necesidades
humanas sean universales, las maneras de satisfacerlas varían. Cultura sería
precisamente el conjunto de instituciones, tradiciones, técnicas, costumbres, que
caracterizan a un grupo humano y lo delimitan histórica y geográficamente; es decir, lo
que hace que una sociedad sea una entidad coherente y distinta a otras. Hay un peligro
contra el que conviene precaverse al utilizar el concepto de cultura en este sentido: que
se la considere motor o explicación de las acciones humanas. Si la cultura expresa los
valores o fines últimos a los que se dirige la acción, fácilmente puede tomarse como
causa de la acción: se dice, por ejemplo, que los españoles han repetido tales o cuales
hazañas (o atrocidades, o errores) a lo largo de la historia porque son valientes o
violentos (o individualistas, o quijotescos, etc.). Es una explicación de los
acontecimientos que parece de sentido común. Si en esta sociedad han ocurrido tales
hechos tantas veces es porque los individuos de este grupo 'son así'. Pero ello no lleva
más que a un círculo vicioso, similar al de los llamados caracteres nacionales: los
pertenecientes a este conjunto humano hacen tales cosas porque son así, porque su
'manera de ser' les impulsa a hacerlo; pero ¿qué prueba que son así, cómo
demostramos que ésta es su manera de ser? porque repiten una y otra vez tales
comportamientos. Lo cual no explica, por ejemplo, por qué los españoles se mataron
entre sí en guerras civiles en el siglo XIX y XX, pero al morir Franco protagonizaron una
transición a la democracia poco menos que ejemplar. Un lord británico de la primera
mitad del siglo XX, orgulloso de su país y creyente en los tópicos de la época sobre las
psicologías colectivas, diría, para explicar los problemas políticos españoles: es que se
trata de una gente muy violenta; un científico político que situara en la cultura la causa
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de la acción diría algo semejante, aunque en términos más sofisticados: es que se han
socializado en una cultura política violenta. Pero ni uno ni otro sabrían explicar la
transición post-franquista, porque no se cambia fácilmente de 'cultura' ni de 'manera de
ser'. Y es que, como variables explicativas, son términos vacíos. La conexión entre
cultura y acción es mucho más complicada. Como explicó la socióloga Ann Swidler, hace
ya una década, la cultura no es un conjunto de preferencias ni de valores, sino una 'caja
de herramientas', un repertorio de hábitos, de formas de comportamientos, de técnicas
para conseguir fines. Las necesidades humanas, según acabamos de reconocer, son
universales. Todos los seres humanos tienen y han tenido siempre, en definitiva, a lo
largo de la historia los mismos objetivos: asegurar su supervivencia, alcanzar el mejor
nivel posible de bienestar y confort, protegerse y proteger a los suyos. Pero cada grupo
ha elaborado y heredado una imagen diferente del entorno en que se mueve, de la forma
en que se debe actuar en él para poder alcanzar esos fines. Según el clásico estudio de
Max Weber, el capitalismo inicial se apoyó en el calvinismo, pero más tarde el calvinismo
dejó de tener vigencia y no por eso desapareció el capitalismo. Cambió la forma de
organizar la acción, pero no sus fines; cambiaron, y cambian constantemente, las
actitudes, pero no los valores. No son los valores venerados -o supuestamente
venerados- por una sociedad los que guían la toma de decisiones. La cultura es
importante, pero no porque contenga los valores que determinan los fines o motivos para
la acción, sino porque proporciona el repertorio de las posibles herramientas o técnicas
que posibilitan la construcción de estrategias para la acción. Dicho de manera gráfica y
repitiendo tópicos muy extendidos en España: un andaluz que entra por primera vez en
contacto con un grupo al que desea atraerse para entablar relaciones comerciales,
puede comenzar haciendo bromas y contando chistes; un catalán es probable que haga
lo posible por presentar una imagen más formal y menos chistosa. ¿Se deduce de ahí
que los andaluces son graciosos y los catalanes serios? ¿de unos puede suponerse más
generosidad, porque regalan su tiempo, sus palabras e invitan a todos a tomar una copa,
y de los otros más tacañería? ¿O ambos buscan el mismo objetivo, que es ganarse al
grupo al que acaban de conocer, pero intentan hacerlo con distintas técnicas, porque les
han enseñado distintas maneras de conseguirlo? Son distintas culturas, desde luego,
pero no porque difieran sus valores o los fines para sus acciones, sino porque utilizan
distintas herramientas para conseguir unos mismos fines. Un segundo peligro que
corremos cuando utilizamos conceptos como cultura o civilización en este sentido
-conjuntos de costumbres, instituciones y creencias que caracterizan a los diferentes
grupos humanos- consiste en hacer de ellos, no ya los inspiradores o impulsores de la
acción, sino directamente los actores que se mueven en el escenario y protagonizan la
acción. En este caso, se cree que las culturas hacen mucho más que inspirar o impulsar
la acción: la ejecutan directamente. Son las culturas o civilizaciones las que están en
guerra o las que conciertan acuerdos. De alguna forma se cae en esta trampa cuando se
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humanos son mucho mayores que las diferencias. Todos los humanos somos frágiles y
tenemos conciencia de esta fragilidad, como tenemos hambre y frío o sentimos el
impulso reproductor. Todas las culturas, cualquiera que sea el momento histórico, han
dirigido sus esfuerzos a la satisfacción de estas necesidades básicas, que pueden
sintetizarse en la palabra 'supervivencia', y han procurado no realizar esfuerzos estériles,
sino, por el contrario, conseguir los mejores resultados posibles de cada gota de sudor
derramada. Ello implica una cierta lógica común, una racionalidad mínima. Como ha
explicado en alguna ocasión Fernando Savater, nunca, en ninguna cultura, se ha
considerado que la mejor forma de ocultarse ante la llegada del enemigo sea ponerse
delante de un árbol o una roca; todos, llevados por una racionalidad elemental, se han
puesto detrás; como todas las tradiciones culturales han considerado la verdad superior
a la mentira, o el valor más estimable que la cobardía. No es imposible, por tanto,
comparar las culturas. No todas son igualmente valiosas, incluso desde su propio punto
de vista, desde el logro de los objetivos que ellas mismas reconocerían como suyos.
Vistas así las cosas, puede hablarse de culturas 'mejores' y 'peores'. No hay un 'todo
vale' en el terreno cultural. No hay duda, en todo caso, de que la humanidad ha vivido
siempre, y sigue viviendo todavía hoy, en un contexto de inmensa variedad cultural.
Podemos, desde luego, hablar de globalización, pero ésta afecta sobre todo a lo que
aquí hemos convenido en llamar civilización, esto es, los medios materiales, los avances
tecnológicos. Podemos especular sobre si en el terreno de las culturas, es decir, de las
diversas interpretaciones de la realidad y las técnicas de actuación ante ella, se
mantendrán durante mucho tiempo conjuntos diferenciados en competencia o, por el
contrario, avanzaremos también en el futuro hacia una convergencia, gracias a los
rapidísimos avances comunicativos. Pero lo cierto es que tales conjuntos existen hoy aún
con mucha fuerza y que entre ellos hay aspectos que pueden considerarse
incompatibles. Entre estos elementos culturales antagónicos o incompatibles destacan,
naturalmente, los estrictamente folklóricos, los asentados en la tradición y el localismo,
es decir, los que se encuentran en las antípodas de la racionalidad. El núcleo más
irreductible, por supuesto, es el de las creencias religiosas. En ese terreno sí que es
difícil hablar de diálogo, acuerdo o alianza. Al revés de lo que ocurre con los científicos,
entre los que cabe organizar un congreso mundial con razonables expectativas de que
se entiendan inmediatamente, ésta es una utopía cuando se trata de clérigos o creyentes
ardorosos, porque los mensajes religiosos son completa y absolutamente incompatibles.
El único terreno en el que cabría diálogo entre las religiones sería a partir de lo no
religioso, de la renuncia a hablar de sus mensajes fideístas específicos para limitarse a
establecer las bases de una coexistencia razonablemente pacífica. Hablar, por tanto, de
'alianza' de culturas o de civilizaciones es una metáfora, ya que, como he dicho, ni unas
ni otras son sujetos de la acción. Más que alianza entre culturas, lo que se debería
predicar es 'entendimiento', y no, por supuesto, entre culturas sino entre personas, entre
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los individuos y grupos que han sido educados en valores y tradiciones culturales
diferentes. Lo cual no puede lograrse sino a partir de los denominadores comunes, que
son necesariamente racionales, es decir, meta-culturales. La razón es, en realidad, lo
contrario a lo cultural, si con este último término nos referimos al cultivo de las
diferencias o tradiciones típicas. Para poder entendernos y convivir, en vez de
dedicarnos a destacar nuestras diferencias deberíamos concentrar nuestra atención en
las tendencias y necesidades comunes. En este terreno inter-cultural, la mejor
encarnación de la razón ha sido la legislación supranacional, los tratados y normas que
constituyen el Derecho internacional. Aunque todos sabemos que las leyes se votan en
función de intereses y prejuicios, son en definitiva la única expresión de la razón que
poseemos. Por eso, más que iniciativas de encuentros o contactos, movidos por el
bienintencionado deseo de 'conocerse' y comprenderse (es decir, de que cada grupo le
cuente al otro los mitos y leyendas sobre sí mismo), lo que debemos considerar
prioritario es el respeto a la legalidad existente y su puesta en funcionamiento a plena
potencia. Las Naciones Unidas y demás organizaciones internacionales, las normas, el
orden legal internacional, deben ser reforzados y respetados escrupulosamente. Es la
única manera de sentar las bases para una futura convivencia entre 'culturas' que,
precisamente por creerse encarnación de valores, son en lo fundamental incompatibles.
El 'multiculturalismo' post-moderno tiene un punto de razón en su crítica a la idea de que
no hay una racionalidad aséptica e intemporal desde la que se pueda juzgar a las
distintas culturas, así como en su denuncia del sueño de la convergencia de todas las
culturas en una única forma universal de comportamiento. Pero también es cierto que la
historia es cambio, que las circunstancias evolucionan y que lo que marca nuestra era
es, precisamente, el intento de construir un Derecho internacional, unas normas de
convivencia inter-culturales, aprobadas por órganos en los que todos tienen
representación. De ahí la gravedad que representan infracciones de ese orden
internacional por parte de la primera potencia del mundo, considerada además portavoz,
dirigente y espécimen representativo por excelencia del mundo occidental. Es lo que ha
ocurrido, por desgracia, en la última guerra de Irak. No dejemos, pues, que las culturas
se interfieran en nuestros acuerdos y busquemos, en cambio, los puntos que tenemos en
común. Y construyamos y respetemos escrupulosamente un orden legal internacional
que permita la convivencia en un mundo multicultural. Esas podrían ser las coordenadas
esenciales de nuestra 'civilización'.
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