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Roberto Arlt, “¿Cómo quieren que les escriba?

” (El Mundo, 3 de septiembre de 1929)

Estoy intrigado. ¿De qué manera debo escribir para mis lectores? Porque unos opinan
blanco y otros negro. Así, la nota sobre las filósofas ha provocado una serie de cartas, en las que
algunos me ponían de oro y azul, y otros, en cambio, me elogiaban hasta el cansancio. Aquí a
mano tengo dos cartas de lectoras. Las dos perfectamente escritas. Una firma Elva y se lamenta
de que sea antifeminista. Otra firma “Asidua Lectora” y con amables palabras encarece mis
virtudes antifeministas. ¡Muchas gracias! Lo curioso es que toda la semana han estado llegando
cartas con opiniones encontradas, y nuevamente me pregunto: ¿de qué modo debo dirigirme a
mis lectores? Seriamente, no creía que le dieran tanta importancia a estas notas. Yo las escribo
así nomás, es decir, converso así con ustedes, que es la forma más cómoda de dirigirse a la gente.
Y tan cómoda que hasta algunos me reprochan, aunque gentilmente, el empleo de ciertas
palabras. Uno me escribe: “¿Por qué usa la palabra 'cuete' que estaría bien colocada si la hubiera
puesto un carnicero?” Pero yo tomo el volumen 16 de la Enciclopedia Universal Ilustrada y
encuentro en la página 1042: “Cuete, m. Americanismo Cohete”.

Del hablar
Este mismo lector continúa:
“Por favor, señor Arlt, no rebaje más sus artículos hasta el cieno de la calle...”
Comencemos por establecer que la frase “al cuete” puede usarla usted, estimado lector,
delante de cualquier dama, sin que se ruborice ya que ella -la frase, no la dama—deriva de
cohete, es decir, un mixto pirotécnico, hablando en puro castellano. Y usted sabe que la pirotec-
nia es colores bonitos y nada más. Después de la pirotecnia vienen los explosivos, es decir, lo
efectivo, aquello que tira abajo cualquier obstáculo. Y yo tengo esta debilidad: la de creer que el
idioma de nuestras calles, el idioma en que conversamos usted y yo en el café, en la oficina, en
nuestro trato íntimo, es el verdadero. ¿Que yo hablando de cosas elevadas no debía emplear
estos términos? ¿Y por qué no, compañero? Si yo no soy ningún académico. Yo soy un hombre
de la calle, de barrio, como usted y como tantos que andan por ahí. Usted me escribe: “no rebaje
sus artículos hasta el cieno de la calle”. ¡Por favor! Yo he andado un poco por la calle, por estas
calles de Buenos Aires, y las quiero mucho, y le juro que no creo que nadie pueda rebajarse ni
rebajar al idioma usando el lenguaje de la calle, sino que me dirijo a los que andan por esas
mismas calles, y lo hago con agrado, con satisfacción.
Así me escribe gente que, posiblemente, sólo escribe una carta cada cinco años y eso me
enorgullece profundamente. Yo no me podría hacer entender por ellos empleando un lenguaje
que a mí no me interesa para nada y que tiene el horrible defecto de no ser natural.

El hermoso idioma popular


François Villon, gran poeta francés, que tuvo el honor de fallecer ahorcado por dedicarse
a arrebatarle la capa y las bolsas de escudos a sus prójimos, dejó maravillosos poemas escritos
en lenguaje popular.
Quevedo, así como Cervantes en Las novelas ejemplares usan la “germanía”, el gitano o
el caló hasta cansarse, y no hablemos de los escritores actuales, que allí están por ejemplo,
Richepin y Charles Louis Piliphe en Bubu de Montparnasse, empleando lo más interesante del
caló francés, y mi director, que entiende inglés, me dice que en Estados Unidos hay periódicos
respetablemente serios, cuyas historietas están redactadas en el caló o “slang” de la ciudad; que
en el idioma popular de Nueva York es distinto al de California o al de Detroit.
Vez pasada, en El Sol de Madrid, apareció un artículo de Castro hablando de nuestro
idioma para condenarlo. Citaba a Last Reason, lo mejor de nuestros escritores populares, y se
planteaba el problema de a dónde iríamos a parar con este castellano alterado por frases que
derivan de todos los dialectos. ¿A dónde iremos a parar? Pues a la formación de un idioma
sonoro, flexible, flamante, comprensible para todos, vivo, nervioso, coloreado por matices
extraños y que sustituirá a un rígido idioma que no corresponde a nuestra psicología.
Porque yo creo que el lenguaje es como un traje. Hay razas a las que les queda bien un
determinado idioma; otras, en cambio, tienen que modificarlo, raerlo, aumentarlo, pulirlo,
desglosar giros, inventar sustantivos. Por ejemplo, en nuestro caló tenemos la frase: “la merza”.
¿Qué palabra hay en castellano para designar a un grupo de sujetos de oscuros “modus vivendi”?
Ninguna. Pero usted, en nuestro idioma, dice “la merza” y ya sabemos a qué clase de gente se
refiere. ¿Con qué se sustituiría en español la palabra “patota”? Y así, cientos de ellas.

Ningún escritor...
Créame. Ningún escritor sincero puede deshonrarse ni se rebaja por tratar temas
populares y con el léxico del pueblo. Lo que es hoy caló, mañana se convierte en idioma
oficializado. Además, hay algo más importante que el idioma, y son las cosas que se dicen.
Valle Inclán nos refiere cómo San Bernardo predicaba la cruzada a pueblos que no
entendían absolutamente una palabra de lo que él decía; pero era tal su fervor y tan intenso su
entusiasmo, que lograba arrastrar millares de hombres tras él. Si usted tiene “cosas” que decir,
opiniones que expresar, ideas que dar, es indiferente que las exprese en un idioma rebuscado o
sencillo. ¿Me equivoco? Si usted tiene algo que decir, trate de hacerlo de modo que todos lo
entiendan: desde el carrero hasta el estudioso... Que ya dice el viejo adagio: “El hábito no hace
al monje”. Y el idioma no es nada más que un vestido. Si abajo no hay cuerpo, por más lindo que
sea el trajecito, usted, mi estimado lector ¡va muerto!

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