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Año tras año, miles de personas, en el mundo entero, descubren la vida y la obra
de un hombre que fue semejante a tantos otros en muchos sentidos, esposo
amoroso, padre de dos hijos, fotógrafo apasionado, catequista ferviente y
aficionado a la jardinería; pero que se destacó por su talento psíquico, uno de
los más vastos y fiables de todos los tiempos. Este hombre se llamaba Edgar
Cayce.
A los seis o siete años, contó a sus padres que tenía visiones sobrenaturales y
que hablaba con su difunto abuelo. Ellos no le hicieron mucho caso, pensando que
se trataba del fruto de una imaginación demasiado fértil. Edgar se refugiaba en
la lectura de la Biblia, lo que le causaba tanta satisfacción que resolvió leer
las Sagradas Escrituras del principio al fin una vez por cada año de su vida.
Las historias y los personajes bíblicos ocuparon así un sitio privilegiado en su
existencia. A los trece años, tuvo una experiencia que le impactó para siempre:
la aparición de un ser angelical, una bella dama, quien le preguntó qué era lo
que más anhelaba. Edgar contestó que deseaba asistir a otros, en particular a
niños enfermos.
Edgar perdió su cargo en junio de 1898 y pasó a ser vendedor en una gran tienda.
En breve se trasladó a Louisville, ciudad comercial de Kentucky donde había
conseguido un trabajo mejor remunerado en una importante librería. En la Navidad
de 1899, regresó a Hopkinsville y se asoció con su padre, Leslie Cayce, entonces
agente de seguros. Edgar empezó a viajar de ciudad en ciudad, vendiendo seguros,
así como libros y artículos de oficina. En 1900, a los veintitrés años, cuando
su situación económica le permitía vislumbrar un casamiento próximo, sufrió una
fuerte afonía después de haber tomado un sedante. Al principio no se inquietó,
creyendo que la afección sería pasajera. Viendo que persistía, consultó médicos
y especialistas, que no lograron hacerle recuperar la voz. Incapaz de expresarse
más allá de un murmullo, renunció a su oficio y buscó otro que no exigiera
hablar mucho.