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JUAN PABLO II
CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR (1993·08·06)
MORAL FUNDAMENTAL
2020 - 2021
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PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA
BIBLIA Y MORAL.
RAÍCES BÍBLICAS DEL COMPORTAMIENTO CRISTIANO (2008·05·18)
PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA
BIBLIA Y MORAL
Prólogo
Introducción
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2.2.1 La alianza con Noé y con “toda carne”
2.2.2 La alianza con Abraham
2.2.3 La alianza con Moisés y el pueblo de Israel
2.2.3.1 El Decálogo
2.2.3.2 Los códigos legislativos
2.2.3.3 La enseñanza moral de los Profetas
3. La nueva alianza en Jesucristo como último don de Dios y sus implicaciones morales
3.3 El don del Hijo y sus implicaciones morales, según las cartas paulinas y otras
3.4. La nueva alianza y sus implicaciones morales, según la carta a los Hebreos
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4.1 El perdón de Dios según al Antiguo Testamento
4.2 El perdón de Dios según el Nuevo Testamento
Introducción
1. Criterios fundamentales
1.1. Primer criterio fundamental: Conformidad con la visión bíblica del ser humano
1.1.1. Explicación
1.1.2 Datos bíblicos
1.1.3 Orientaciones para hoy
2. Criterios específicos
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2.4 Cuarto criterio específico: La dimensión comunitaria
CONCLUSIÓN GENERAL
1. Elementos de originalidad
2. Perspectivas para el futuro
BIBLIA Y MORAL
Yo soy el Señor tu Dios que te ha hecho Bienaventurados los pobres de espíritu, porque
salir de la tierra de Egipto, de la condición de ellos es el reino de los cielos.
de esclavitud: no tendrás otros dioses frente
a mí. No te harás ídolo ni imagen alguna de Bienaventurados los que lloran, porque serán
lo que hay arriba en el cielo ni de lo que consolados
hay aquí abajo sobre la tierra, ni de lo que
hay en las aguas bajo la tierra. No te Bienaventurados los mansos, porque heredarán
postrarás ante ellos ni les servirás. Puesto la tierra.
que yo, el Señor soy tu Dios, un Dios
celoso, que castiga las culpas de los padres Bienaventurados los que tienen hambre y sed
en los hijos hasta la tercera y la cuarta de justicia, porque serán saciados
generación, para con aquéllos que me
odian, pero que muestra su favor hasta mil Bienaventurados los misericordiosos, porque
generaciones para con aquéllos que me encontrarán misericordia.
aman y observan mis mandatos.
Bienvanturados los puros de corazón, porque
No pronunciarás en vano el nombre del verán a Dios.
Señor, tu Dios, puesto que el Señor no
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dejará impune al que pronuncia su nombre Bienaventurados los pacificadores, porque
en vano. serán llamados hijos de Dios.
Acuérdate del día del sábado para Bienaventurados los perseguidos por causa de
santificarlo: seis días te fatigarás y harás la justicia, porque de ellos es el reino de los
todo tu trabajo; pero el séptimo día es el cielos.
sábado en honor del Señor, tu Dios: no
harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu Bienaventurados vosotros cuando os insulten,
hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tus os persigan y, mintiendo, digan toda clase de
animales, ni el forastero que habita junto a mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y
ti. Puesto que el Señor ha hecho en seis días exultad porque es grande vuestra recompensa
el cielo y la tierra y el mar y cuanto hay en en los cielos. De hecho así han perseguido a
ellos, pero ha descansado el día séptimo. los a profetas antes de vosotros.
Por eso el Señor ha bendito el día del
sábado y lo declarado sacro.
No matar.
No cometer adulterio.
No robar.
PRÓLOGO
El anhelo de felicidad, o sea el deseo de obtener una vida plenamente satisfactoria, está
arraigado desde siempre en el corazón humano. La realización de este deseo depende en gran
parte del propio obrar que se encuentra y, frecuentemente, se desencuentra, con el de los
otros. ¿Cómo es posible lograr la determinación del recto obrar que conduce las personas
particulares, la comunidades, las naciones enteras hacia una vida lograda o, en otras palabras,
hacia la felicidad?
Para los cristianos la Sagrada Escritura no es sólo la fuente de la revelación, la base de la fe,
sino también el punto de referencia imprescindible de la moral. Los cristianos están
convencidos de que, en la Biblia, se pueden encontrar indicaciones y normas para obrar
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rectamente y para alcanzar la vida plena.
Una segunda dificultad es debida a la misma Sagrada Escritura: los escritos bíblicos han sido
redactados al menos hace mil novecientos años y pertenecen a épocas lejanas en las que las
condiciones de vida eran muy diversas de las de hoy. Muchísimas situaciones y problemas
actuales son completamente ignorados por los escritos bíblicos y, por lo tanto, se considera
que no se pueden encontrar en ellos respuestas apropiadas a estos problemas. En
consecuencia, aun cuando se reconoce el valor fundamental de la Biblia como texto inspirado
y normativo, se mantiene en algunos una actitud fuertemente escéptica ya que se considera
que la Biblia no puede servir para encontrar soluciones a tantos problemas actuales. El
hombre de hoy queda confrontado cada día con problemas morales delicados que el
desarrollo de las ciencias humanas y la globalización ponen constantemente sobre la mesa,
hasta el punto de que también creyentes convencidos tienen la impresión de que algunas
certezas de otros tiempo queda anuladas. Piénsese sólo en los temas de la violencia, del
terrorismo, de la guerra, de la inmigración, de la distribución de las riquezas, del respecto a
los recursos naturales, de la vida, del trabajo, de la sexualidad, de las investigaciones en el
campo genético, de la familia o de la vida comunitaria. Frente a esta problemática compleja
se siente uno tentado a marginar, en todo o en parte, a la Sagrada Escritura. También en este
caso, aunque con motivaciones diversas, se prescinde más o menos del texto sagrado y se
buscan con otros medios soluciones para los grandes y urgentes problemas de hoy.
Ya en el 2002 la Pontificia Comisión Bíblica, por encargo del entonces Presidente Card.
Joseph Ratzinger, ha querido por ello afrontar la relación Biblia y moral, colocándose delante
la siguiente pregunta: ¿cuál es el valor y el significado del texto inspirado para la moral de
nuestro tiempo, en el que no se pueden descuidar las dificultades antes mencionadas?
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imagen: la misma existencia del hombre es el don primero y fundamental que él ha recibido
de Dios. En la perspectiva bíblica un discurso sobre las normas morales no puede quedar
restringido a ellas, tomadas de manera aislada, sino que debe quedar siempre inserto en el
contexto de la visión bíblica de la existencia humana.
La primera parte del documento se propone presentar esta concepción bíblica característica
en la que antropología y teología se compenetran mutuamente. Siguiendo el orden canónico
de la Biblia, la persona humana aparece primero como criatura a la que Dios ha donado la
misma vida, después como miembro del pueblo elegido con el que Dios ha estipulado una
alianza particular y, finalmente, como hermano y hermana de Jesús, el Hijo encarnado de
Dios.
En la segunda parte del documento se deja claro que en la Sagrada Escritura no se pueden
encontrar directamente soluciones a muchos problemas hodiernos. Con todo la Biblia, si bien
no ofrece soluciones preconfeccionadas, presenta criterios cuya aplicación ayuda a encontrar
soluciones válidas para el obrar humano. Ante todo quedan indicados dos criterios
fundamentales: la conformidad con la visión bíblica del ser humano y la conformidad con el
ejemplo de Jesús, y sucesivamente otros criterios particulares. En efecto, del conjunto de la
Sagrada Escritura se pueden deducir al menos seis líneas de fuerza para llegar a tomas de
posición moral sólidas, que se apoyan sobre la revelación bíblica: 1) una apertura a las
diversas culturas y por lo tanto un cierto universalismo ético (criterio de convergencia), 2)
una firme toma de posición contra los valores incompatibles (criterio de contraposición), 3)
un proceso de afinamiento de la conciencia moral que se encuentra en el interior de cada uno
de los dos Testamentos (criterio de progresión), 4) una rectificación de la tendencia a relegar
las decisiones morales en la sola esfera subjetiva, individual (criterio de la dimensión
comunitaria), 5) una apertura a un porvenir absoluto del mundo y de la historia, susceptible
de señalar en profundidad el objetivo y la motivación del obrar moral (criterio de la finalidad,
6) una determinación atenta, según los casos, del valor relativo o absoluto de los principios y
preceptos morales (criterio de discernimiento).
Todos estos criterios, cuyo elenco es representativo pero no exhaustivo, están profundamente
arraigados en la Biblia y su aplicación podrá ayudar al creyente: se trata de mostrar cuáles
son los puntos que la revelación bíblica ofrece para ayudarnos, hoy, en el proceso delicado de
un justo discernimiento moral.
11 de mayo 2008
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Solemnidad de Pentecostés
Introducción [1]
1. Desde siempre el hombre está en búsqueda de felicidad y de sentido. Como dice con finura
San Agustín: “quiere ser feliz aun viviendo de modo de no llegar a serlo” (De civitate
Dei, XIV, 4). Esta expresión plantea ya el problema de la tensión entre el deseo profundo del
ser humano y sus opciones morales más o menos conscientes. Pascal expresa de manera
admirable la misma tensión: “Si el hombre no está hecho para Dios, ¿por qué sólo es feliz en
Dios? Si el hombre está hecho para Dios, ¿por qué se revela tan opuesto a Dios?”
(Pensées, II, 169).
Al proponer una reflexión, lo más articulada posible, sobre el tema delicado de las relaciones
que se entrecruzan entre Biblia y moral, la Comisión Bíblica parte intencionadamente de dos
presupuestos determinantes: 1 – Dios es, para todo creyente y para todo hombre, la respuesta
última a esta búsqueda de felicidad y de sentido, 2 – la Sagrada Escritura, una, esto es que
abarca ambos Testamentos, es un lugar válido y útil de diálogo con el hombre
contemporáneo sobre las cuestiones que atañen a la moral.
2. Al abordar este proyecto, no es posible hacer abstracción de la coyuntura actual. En la era
de la globalización se observa en muchas de nuestras sociedades una transformación rápida
de opciones éticas, bajo el choque de los trasiegos de población, de las relaciones sociales
que han pasado a ser más complejas y de los progresos de la ciencia especialmente en el
campo de la psicología, de la genética y de las técnicas de la comunicación. Todo ello ejerce
un influjo profundo sobre la conciencia moral de muchas personas y grupos, hasta el punto
de que tiende a desarrollarse una cultura fundada sobre el relativismo, la tolerancia y la
apertura a novedades, no siempre ahondadas suficientemente en sus fundamentos filosóficos
y teológicos. También para un buen número de cristianos católicos esta cultura de la
tolerancia tiene como contrapartida una desconfianza crecida, más aún, una marcada
intolerancia frente a ciertos aspectos de la enseñanza moral de la Iglesia sólidamente
arraigados en la Escritura. ¿Cómo alcanzar el equilibrio?
1-Consiste ante todo en situar la moral cristiana en el horizonte más vasto de la antropología
y de las teologías bíblicas. Ello ayudará desde el comienzo a hacer emerger más claramente
su especificidad y su originalidad respecto tanto a las éticas y a las morales naturales,
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fundadas sobre la experiencia humana y sobre la razón como a las morales propuestas por
otras religiones.
Este doble objetivo rige y explica la estructura bipartita del presente documento. En un
primer tiempo: “una moral revelada: don divino y respuesta humana”; después: “algunos
criterios bíblicos para la reflexión moral”.
Desde el punto de vista del método, sin dejar de lado el método histórico-crítico, inevitable
por muchos motivos, nos ha parecido útil, para los fines de nuestra exposición, privilegiar
con nitidez la aproximación canónica de las Escrituras (cf. Pontificia Comisión Bíblica, La
interpretación de la Biblia en la Iglesia, I, C, 1)
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hombres de nuestro tiempo.
5. Toda la revelación – o sea el proyecto de Dios que quiere darse a conocer y abrir a todos el
camino de la salvación – converge hacia Cristo. En el corazón de la Primera Alianza el
“camino” designa contemporáneamente un recorrido de éxodo (el acontecimiento liberador
primordial) y un contenido didáctico, la Torah, En el corazón de la Nueva Alianza, Jesús dice
de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Condensa por lo tanto en su
persona y en su misión toda la dinámica liberadora de Dios y también, en algún sentido, toda
la moral concebida teológicamente como don de Dios, es decir camino para acceder a la vida
eterna, a la intimidad total con él. Se percibe desde aquí la unidad profunda de los dos
Testamentos. Hugo de San Víctor expresaba esta intuición con una fórmula incisiva: “Toda la
divina Escritura es un libro solo y este único libro es Cristo” (De arca Noe, II, 8).
Habrá que cuidar por lo tanto de no contraponer Antiguo y Nuevo Testamento, en materia de
moral como en cualquier otro campo. En este caso el documento precedente de la Pontificia
Comisión Bíblica podrá proporcionar anclajes útiles cuando señala las relaciones entre los
dos Testamentos en términos de continuidad, discontinuidad y progresión (El pueblo hebreo
y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, nn. 40-42).
6. Somos conscientes de que nuestro discurso puede ser acogido en primer lugar por el
creyente, a quien va destinado primariamente. Sin embargo aspiramos a suscitar un diálogo
más amplio entre hombres y mujeres de buena voluntad, de diversas culturas y religiones,
que buscan, más allá de las vicisitudes cotidianas, un camino auténtico de felicidad y de
sentido.
PRIMERA PARTE
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7. La relación entre don divino y respuesta humana, entre acción antecedente de Dios y tarea
del hombre, es determinante para la Biblia y para la moral revelada en ella. Comenzando por
la creación tratamos de describir los dones de Dios, conforme a las diversas fases de su
actuación a favor de la humanidad y del pueblo elegido, y añadimos siempre las tareas que
Dios ha conectado son sus dones.
Además de la relación que acabamos de describir, hay otros dos factores que son
fundamentales para la moral bíblica. Ésta no queda caracterizada por un moralismo riguroso,
más aún el perdón por las personas caídas forma parte del don de Dios. Y como se manifiesta
claramente en el Nuevo Testamento, la actuación terrena se desarrolla en el horizonte
inspirador de la vida eterna, que es el cumplimiento de los dones de Dios.
8. La Biblia nos presenta a Dios como Creador de todo lo que existe, especialmente en los
primeros capítulos del Génesis y en una serie de Salmos.
El gran ciclo narrativo que se desenvuelve en el Pentateuco queda introducido por los dos
relatos de los orígenes (Gén 1-2).
El don específico del Creador para el hombre consiste en el hecho de que Dios lo ha creado a
su imagen: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza” (Gén 1,26). Según
el orden del relato (Gén 1,1-31) el hombre aparece como la meta de la creación de Dios. En
Gén 1,26-28 el hombre queda descrito como vicario de Dios, de modo que aquél se remite a
su creador y este último – invisible y sin imágenes – reenvía a su criatura, al hombre. Aquí se
presenta un programa de antropología teológica en el sentido estricto del término, en cuanto
que puede hablar de Dios sólo el que habla del hombre y viceversa, sólo puede hablar del
hombre el que habla de Dios.
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3. una posición de guía, pero de ningún modo absoluta, sino bajo el dominio de Dios,
5. la dignidad de ser una persona, un ser “relacional”, capaz de tener relaciones personales
con Dios y con los otros seres humanos (Gén 2),
9. La parte de la Biblia en la que se habla más del Dios Creador es una serie de
salmos: por ejemplo, 8, 19, 139, 145, 148. Los salmos manifiestan una comprensión
soteriológica de la creación, porque ven un vínculo entre la actividad de Dios en la creación
y su actividad en la historia de la salvación. No describen la creación con un lenguaje
científico sino simbólico; ni siquiera presentan reflexiones precientíficas sobre el mundo,
sino que expresan la alabanza del Creador por parte de Israel.
Se afirma la trascendencia y la preexistencia del Creador, que existe antes de todo lo creado:
“Antes de que naciesen los montes, y la tierra y el mundo fuesen engendrados, desde siempre
y para siempre tú eres, Dios” (Sal 90.2). Por otra parte el mundo queda caracterizado por el
tiempo y por la historia, por el comenzar y por el pasar. Dios no pertenece al mundo y no
forma parte del mundo. En cambio el mundo existe sólo porque Dios lo ha creado y continúa
existiendo sólo porque Dios lo conserva en la existencia en cada momento. El que ha creado
provee lo necesario para cada criatura: “Los ojos de todos están vueltos a ti en espera de que
les proveas de alimento a su tiempo. Tu abres tu mano y sacias el hambre de cada viviente”
(Sal 145,15-16).
El universo no es un todo cerrado en sí, que se sostiene a sí mismo. Al contrario, los hombres
junto con todas las otras criaturas dependen continua y radicalmente de su Creador. Es Dios
quien en una “creatio continua” les da la vitalidad y los mantiene en la existencia. Mientras
que Gén 1 habla de Dios y de la obra de la creación, el Sal 104 habla al Dios creador en una
plegaria basada sobre la experiencia de la bondad maravillosa de la creación, constatando la
dependencia total de todo lo creado: “Si escondes tu rostro vienen a menos; les quitas el
suspiro, mueren y vuelven al polvo. Envías tu espíritu, son creados y renuevas la faz de la
tierra” (104,29-30).
Israel espera la ayuda del mismo Dios que ha creado y mantiene todo: “Nuestra ayuda está en
el nombre del Señor que ha hecho cielo y tierra” (Sal 124,8; cf. 121,2). Sin embargo el poder
de este Dios no queda restringido a Israel, sino que abarca todo el mundo, todos los pueblos:
“Tema al Señor toda la tierra, tiemblen ante él los habitantes del mundo” (Sal 33,8). La
invitación a la alabanza del Creador se extiende a todo lo creado: cielo y tierra, sol y luna,
monstruos marinos y fieras, reyes y pueblos, jóvenes y ancianos (Sal 148). El dominio de
Dios abarca todo lo que existe.
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humana el salmista afirma con estupor: “Sin embargo lo has hecho poco inferior a los
ángeles, lo has coronado de gloria y honor, le has dado poder sobre las obras de su manos,
todo lo has puesto bajo sus pies” (Sal 8,6-7). “Gloria” y “honor” son atributos del rey; por
medio de ellos se asigna al hombre una posición regia en la creación de Dios. Este estado
hace al hombre vecino a Dios que por su parte queda caracterizado por “gloria” y “honor”
(cf. Sal 29,1; 104,1), y lo pone sobre el resto de lo creado. Lo llama a gobernar en el mundo
creado, pero con responsabilidad y de una manera sabia y benévola, característica del reino
del mismo Creador.
10. Ser creatura de Dios, haber recibido todo de Dios, ser esencial e íntimamente un don de
Dios, esto es el dato fundamental de la existencia humana y por ello también del obrar
humano. Esta relación con Dios no se añade a la existencia humana como elemento
secundario o transitorio, sino que constituye el fundamento permanente e insustituible. Según
esta concepción bíblica nada de lo que existe proviene de sí mismo, en una especie de auto-
creación, o bien es causado por la casualidad, sino que está fundamentalmente determinado
por la voluntad y potencia creadora de Dios. Este Dios es trascendente y no es una parte del
mundo. Pero el mundo y el hombre en el mundo, no existen sin Dios, dependen radicalmente
de Dios. El hombre no puede adquirir una comprensión verdadera y real del mundo y de sí
mismo sin Dios, sin reconocer esta total dependencia de Dios. Tal don inicial es aquello
fundamental que permanece y que no queda cancelado sino perfeccionado por las sucesivas
intervenciones y dones divinos.
Este don queda determinado por la voluntad creadora de Dios y por eso el hombre no puede
tratarlo o utilizarlo de modo arbitrario, sino que debe descubrir y respetar las características y
estructuras que el Creador ha dado a su criatura.
11. Una vez que se haya comprendido que todo el mundo ha sido creado por Dios, que es don
íntima y continuamente dependiente de Dios, se precisa un compromiso serio para descubrir
el modo de actuar que Dios ha inscrito en el hombre y en toda su creación.
Cada una de las características que hacen al hombre “imagen” de Dios lleva consigo
importantes implicaciones morales.
2. Por razón de la libertad que le es dada, el hombre está llamado al discernimiento moral, a
la elección, a la decisión. En Gén 3,22, tras el pecado de Adán y su sanción, Dios dice: “Mira
que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, por el conocimiento del bien y del
mal”. El texto es difícil de explicar. Por un lado todo indica que la afirmación tiene un
sentido irónico, porque mediante las propias fuerzas el hombre, pese a la prohibición, ha
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buscado poner la mano sobre el fruto y no ha esperado que Dios se lo diese en el tiempo
oportuno. Por otro lado el significado del árbol del conocimiento total – hay que entender así
la expresión bíblica ‘bien y mal’ – no se limita a una perspectiva moral, sino que significa
también el conocimiento de las suertes buenas y malas, es decir del futuro y del destino: ello
incluye el dominio del tiempo, que es competencia exclusiva de Dios. En lo que atañe a la
libertad moral dada al hombre, no se reduce a una simple autorregulación y
autodeterminación, al no ser el punto de referencia ni el yo ni el tú, sino el mismo Dios.
4. Esta responsabilidad debe ser ejercida de una manera prudente y benévola imitando el
dominio de Dios mismo sobre su creación. Los hombres pueden conquistar la naturaleza y
explorar las dimensiones del espacio. Los extraordinarios progresos científicos y
tecnológicos de nuestro tiempo pueden ser considerados como realizaciones de la tarea dada
por el Creador a los hombres, que deben con todo respetar los límites fijados por el Creador.
Pues de otra manera la tierra pasa a ser un lugar de explotación, que puede destruir el
delicado equilibrio y la armonía de la naturaleza. Sería ciertamente ingenuo pensar que
podemos encontrar una solución a la crisis ecológica actual en el Salmo 8; éste sin embargo,
entendido en el contexto de toda la teología de la creación en Israel, pone en cuestión
prácticas de hoy día y exige un nuevo sentido de responsabilidad por la tierra. Dios, la
humanidad y el mundo creado están conectados entre sí y por eso también teología,
antropología y ecología. Sin el reconocimiento del derecho de Dios frente a nosotros y frente
al mundo el dominio degenera fácilmente en dominación desenfrenada y en explotación que
conducen al desastre ecológico.
5. La dignidad que poseen las personas humanas como seres relacionales les invita y obliga a
tratar de vivir una justa relación con Dios a quien deben todo; la gratitud es fundamental para
la relación con Dios (cf. el parágrafo sucesivo, n. 12, basado sobre Salmos). Además ello
lleva consigo entre las personas humanas una dinámica de relaciones de responsabilidad
común, de respeto al otro y de la continua búsqueda de un equilibrio no sólo entre los sexos
sino también entre la persona y la comunidad (entre valores individuales y sociales).
6. La santidad de la vida humana reclama un respeto y una tutela que incluya todo y prohíba
el derramamiento de la sangre humana “porque a imagen de Dios ha hecho él al hombre”
(Gén 9,6)
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las otras criaturas. Por medio de los hombres y mediante el culto de la comunidad toda la
creación expresa la alabanza del Dios creador (cf. Sal 148). Los salmos de la creación
conducen también a una valoración del mundo actual sana y positiva, porque la vida en este
mundo es fundamentalmente buena. Pudo ocurrir en el pasado que la tradición cristiana
estuviese tan ocupada por la salvación eterna de los hombres que le faltaba dar la justa
atención al mundo natural. La dimensión cósmica de la fe en la creación articulada en los
salmos exige que se vuelva la atención a la naturaleza y a la historia, al mundo humano y
sub-humano, implicando contemporáneamente tanto la cosmología como lo antropología y la
teología.
14. La creación y sus implicaciones morales son el don inicial y siguen siendo el don
fundamental de Dios, pero no son su único y último don. Además de que en la creación Dios
ha manifestado su infinita bondad y se ha dirigido a sus criaturas humanas especialmente en
la elección del pueblo de Israel y en la alianza que ha estipulado con este pueblo, revelando
al mismo tiempo el camino justo para el obrar humano.
Para presentar la riqueza del tema bíblico de la alianza conviene tomarla en consideración
desde dos puntos de vista: la progresiva percepción de esta realidad en la historia de Israel y
la presentación narrativa que se encuentra en la redacción final de la Biblia canónica.
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2.1.1. Una primera experiencia fundamental y fundadora: un camino común hacia la
libertad.
Sólo más tarde, y sobre la base del acontecimiento fundador, se recuperaron y reinterpretaron
las tradiciones orales que conciernen los antepasados de la época patriarcal y se presentaron
los orígenes de la humanidad en relatos que son predominantemente teológicos y simbólicos.
En grandes trazos, por lo tanto, se pueden considerar los acontecimientos contados en el
Génesis como pertenecientes a la prehistoria de Israel en cuanto pueblo constituido.
16. Si la salida de Egipto ha permitido la aparición de Israel como pueblo constituido, este
hecho se debe a una interpretación teológica del acontecimiento, tal como se considera
presente, al menos de modo germinal, desde los orígenes. Tal interpretación teológica
sumaria se reduce a esto: la toma de conciencia de la presencia y de la intervención de un
Dios que protege al grupo que está saliendo bajo la dirección de Moisés, presencia e
intervención perceptibles de manera impresionante en el acontecimiento primordial y
fundador, el paso del mar, que fue experimentado como un prodigio.
Esto queda atestiguado por el nombre simbólico que este Dios protector se da y revela (Ex
3,14). La Biblia hebrea usará este nombre muchas veces en la forma YHWH o en la forma
abreviada YH. Ambas son de difícil traducción pero filológicamente implican una presencia
dinámica y operante de Dios en medio de su pueblo. Los hebreos no pronuncian este nombre
y los traductores griegos del texto hebreo lo han traducido con la palabra ‘Kyrios’, el Señor.
Con la tradición cristiana seguimos este uso y para recordar la presencia de YHWH en el
texto hebreo escribiremos el SEÑOR.
1. Acompaña: indica el camino por el desierto, en virtud de una presencia simbolizada, según
las tradiciones, por el ángel guía o por la nube que evoca el misterio impenetrable (Ex 14,19-
20 y passim).
3. Da, doblemente: por una parte se da a sí mismo en cuanto Dios del pueblo naciente; por
otra parte da a este pueblo el “camino” (‘derek’), es decir el medio para entrar y permanecer
en relación con Dios, o sea para darse a Dios en respuesta.
4. Recoge al pueblo naciente en torno a un proyecto común, un proyecto de ‘vivir juntos’ (de
formar un ‘qahal’, al cual puede corresponder en griego la palabra ‘ekklesía’).
19
2.1.3. Un concepto teológico original que expresa la intuición: la alianza
17. ¿Cómo ha expresado Israel en su literatura sagrada, esta relación única entre sí mismo y
el Dios que desde el comienzo lo acompaña, lo libera, se da a él y lo recoge?
El tema ha llegado a ser tan importante como para determinar desde el comienzo, al menos
retrospectivamente, la concepción de las relaciones entre Dios y su pueblo privilegiado. De
hecho en el relato bíblico el acontecimiento histórico fundamental y fundador es seguido casi
inmediatamente por una conclusión de alianza: “en la tercera nueva luna desde la salida de
Egipto” (Ex 19,1), respectivamente símbolo de un tiempo divino y símbolo de un comienzo.
Esto quiere decir: el acontecimiento fundamental y fundador incluye, en su alcance
metahistórico, la estipulación de la alianza en el Sinaí hasta el punto que, desde la
perspectiva de una teología bíblica diacrónica, el acontecimiento primordial se describirá en
los términos de éxodo-y-alianza.
En los antiguos Próximo y Medio Oriente las alianzas entre contrayentes humanos existían
en formas de tratados, convenciones, contratos, matrimonios, hasta pactos de amistad. Los
dioses protectores ejercían la función de testigos y garantes en el proceso de la estipulación
de estas alianzas humanas. También la Biblia refiere alianzas de este género.
Sin embargo, hasta una prueba contraria –y ningún documento arqueológico encontrado
hasta ahora vuelve inválida esta constatación– la transposición teológica de la idea de la
alianza es una originalidad bíblica: solamente ahí se encuentra el concepto de una alianza
propiamente dicha entre un contrayente divino y uno o más contrayentes humanos.
18. Es cierto que en los orígenes Israel no podía ni soñar con expresar su relación
privilegiada con Dios, el Totalmente Distinto, el Trascendente, el Omnipotente según un
esquema de igualdad horizontal
Dios ↔ Israel
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vasallaje.
Es difícil excluir completamente el influjo de la ideología política del vasallaje como punto
concreto de referencia para la comprensión de la alianza teológica. La intuición de un
contrayente divino, que toma y mantiene la iniciativa de un término al otro del proceso,
constituye el trasfondo de casi todos los textos de la alianza en el Antiguo Testamento.
Dios
↕
Israel
En este tipo de relación entre los contrayentes el soberano se compromete con el vasallo y
compromete al vasallo consigo mismo. Con otras palabras, se obliga para con el vasallo del
mismo modo en que obliga al vasallo por su parte. En el proceso de las estipulaciones de la
alianza él es el único que se expresa; en este estadio el vasallo se mantiene callado.
Este doble movimiento se expresa, en campo teológico, mediante dos temas principales: la
Gracia (el SEÑOR se compromete a sí mismo) y la Ley (el SEÑOR compromete al pueblo
que pasa a ser su “propiedad”: Ex 19,5-6). En este marco teológico la gracia puede ser
definida como el don (incondicionado, en algunos textos) que Dios hace de sí mismo. Y la
Ley como el don que Dios hace al hombre colectivo, de un medio, de una vía, de una
“camino” (‘derek’) ético-cultual que permite al hombre entrar y permanecer “en situación de
alianza”.
19. En este marco teológico la libertad moral del ser humano no entra como un sí necesario y
constitutivo de la alianza – en tal caso se trataría de una alianza paritética, es decir entre
contrayentes iguales. La libertad interviene más tarde, como una consecuencia, cuando todo
el proceso de la alianza está completo. Todos los textos bíblicos pertinentes distinguen, por
una parte, el contenido de la alianza, y por otra el rito o la ceremonia que sigue el don de la
alianza. El compromiso del pueblo, bajo juramento, no forma parte de las condiciones o
cláusulas, sino sólo de los elementos de garantía jurídica, en el marco de una celebración
cultual.
De este modo nace la moral revelada, la “moral en situación de alianza”: un don de Dios,
totalmente gratuito que, una vez ofrecido, interpela la libertad del ser humano en cuanto a un
sí completo, una aceptación integral: la mínima derogación seria es equivalente a un rechazo.
21
Esta moral revelada, expresada en un marco teológico de alianza, representa una novedad
absoluta respecto a los códigos éticos y cultuales que regían la vida de los pueblos
circundantes. Tiene, por esencia, un carácter de respuesta, sigue a la gracia, el auto-
compromiso de Dios.
20. Se ve por lo tanto que la moral es mucho más que un código de comportamientos y
actitudes. Se presenta como un “camino” (‘derek’) revelado, regalado: ‘leitmotiv’ muy
desarrollado en el Deuteronomio, entre los profetas, en la literatura sapiencial y en los salmos
didácticos.
1º En el sentido bíblico este “camino” debe ser concebido ya desde el comienzo y antes que
nada de una manera global, según su sentido teológico profundo: designa la Ley como un
don de Dios, como fruto de la iniciativa exclusiva de un Dios soberano, que se compromete a
sí mismo en una alianza y compromete a su contrayente humano. Esta Ley se distingue de las
muchas leyes a través de las cuales se expresa y se concretiza por escrito, sobre piedra, sobre
pergamino, sobre papiro o de otros modos.
a. Castigo y alianza
El castigo, cósmico, responde a la amplitud proporcional del estado de cosas: “La tierra
estaba corrompida delante de Dios y llena de violencia. Dios miró a la tierra y he aquí que
estaba corrompida porque toda carne había corrompido su conducta sobre la tierra. Y Dios
22
dijo a Noé: se me ha ocurrido acabar con toda carne” (Gén 6,11-13).
Pero en seguida entra en juego el proyecto de la alianza. En lo que atañe a los contrayentes,
la alianza queda establecida en círculos concéntricos, es decir simultáneamente con el mismo
Noé (6,18), con su familia y su futura descendencia (9,9), con “toda carne” es decir con todo
lo que tiene una “respiración viva” (9,10-17), y hasta con “la tierra” (9,13). Por lo tanto se
puede hablar de una alianza cósmica proporcional al estado de perversidad y al castigo.
Dios da un “signo” de esta alianza, obviamente un signo cósmico: “He colocado mi arco
sobre una nube…” (9,13-16). A primera vista se tiene la impresión de que la imagen se
refiere simplemente al arco iris como fenómeno meteorológico que sucede después de la
lluvia. Pero, según toda probabilidad, no hay que excluir la connotación militar, teniendo en
cuenta el hecho de que Dios dice “mi arco” y que “arco” (excepto Ez 1,28) designa siempre
el arma de guerra y no el arco iris. Aquí hay dos detalles que merecen ser considerados desde
el punto de vista simbólico. Primero, la forma misma del arco, tendido hacia el cielo y no ya
hacia la tierra, sugiere la idea de la paz, fruto de la iniciativa puramente gratuita de Dios: en
esta posición ya no puede dirigirse ninguna flecha hacia la tierra. Por otra parte, tocando el
cielo y apoyado sobre la tierra como una especie de puente vertical, el arco simboliza el
contacto restablecido entre Dios y la humanidad re-nacida, salvada.
22. Hay sobre todo tres aspectos que se presentan con evidencia al lector de hoy.
23
2.2.2. La alianza con Abraham.
23.El “ciclo de Abraham-Isaac” (Gén 12,1-25,18; 26,1-33) queda, desde el punto de vista
literario, estrechamente ligado con el “ciclo de Jacob” (Gén 25,19-34; 26,34-37,1). Los
relatos sobre Abraham-Isaac y aquellos sobre Jacob son semejantes hasta en los detalles.
Abraham y Jacob recorren los mismos itinerarios, atraviesan el país de Norte a Sur y siguen
la misma cresta de montes. Estas indicaciones topográficas sirven de marco al complejo
literario de Gén 12-36 (cf Gén 12,6-9 y Gén 33,18-35,27). Los hechos literarios invitan a leer
los relatos sobre Abraham en el contexto más amplio de la secuencia que atañe a Abraham-
Isaac y Jacob.
La alianza dada por el SEÑOR tiene tres corolarios: una promesa, una responsabilidad y una
ley.
promesa dirigida a Abraham, luego a Isaac y después a Jacob (cf. Gén 17,15-19; 26,24;
28,14). El tema se ha espiritualizado después (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo
hebreo y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, nn. 56-57)
2º La responsabilidad que se le confía a Abraham atañe no sólo al propio clan sino, con más
amplitud, a todas las naciones. La expresión bíblica de esta responsabilidad utiliza el
vocabulario de la bendición: Abraham debe llegar a ser una nación grande y poderosa, y
todas las naciones de la tierra serán benditas [‘brk’] en él (Gén 18,18). La intercesión a favor
de Sodoma, que sigue inmediatamente en el relato, ilustra esta función mediadora de
Abraham. De este modo, la alianza no conduce sólo a heredar el don de Dios (una
descendencia, una tierra) sino que confiere al mismo tiempo un encargo.
24
bíblico tiene cuenta aquí de las dimensiones de la temporalidad en la aproximación que
propone para la fidelidad a la alianza y para la obediencia a Dios.
Una serie de normas va conectada con la estipulación de la alianza sinaítica. Entre ellas
compete un estatuto especial al Decálogo. Nos ocupamos en primer lugar precisamente del
Decálogo para volvernos después a los códigos legislativos y a la enseñanza moral de los
profetas.
2.2.3.1. El Decálogo
25. Cada pueblo nuevo debe darse, ante todo, una constitución. La de Israel refleja la vida
sencilla de los clanes seminómadas que lo forman en el origen. En grandes trazos,
prescindiendo de los retoques y de los desarrollos que fueron añadidos, “las diez palabras”
atestiguan suficientemente bien el contenido sustancial de la ley fundamental del Sinaí.
Su posición redaccional (Ex 20,1-17) directamente delante del “Código de la Alianza” (Ex
20,22-23,19) y su repetición (Dt 5,6-21) con alguna variante, al comienzo del “Código
deuteronómico” (Dt 4,44-26,19) indican ya su importancia preponderante en el conjunto de
la “Torah”. Esta última palabra quiere decir en hebreo “instrucción, enseñanza”; tiene por lo
tanto un sentido mucho más amplio y profundo que nuestra palabra “ley”, que es sin
embargo utilizada por casi todos los traductores.
Paradójicamente, en su tenor original, el Decálogo refleja una ética al mismo tiempo inicial y
potencialmente muy rica.
1. La mayoría de los exegetas, buscando el sentido literal, subraya que originariamente toda
prohibición concernía acciones externas, observables y verificables, incluido el ‘hamad’
(deseo) que introduce los dos mandamientos finales (Ex 20,17), puesto que ello, en efecto, no
expresa un pensamiento o un proyecto ineficaz, totalmente interior (“desear”) sino más bien
un estratagema concreto para realizar un proyecto malo (“deseo que se expresa en acciones”,
25
“apuntar a”, “disponerse a”).
2. Además, una vez salido de Egipto, el pueblo liberado tenía una necesidad urgente de reglas
precisas para ordenar la vida colectiva en el desierto. El Decálogo responde primordialmente
a esta exigencia de manera que en él se puede ver una ley fundamental, una primitiva carta
nacional.
27. En cambio hay otras tres características que hacen del Decálogo original el fundamento
insustituible de una moral estimulante y muy adaptada a la sensibilidad de nuestro tiempo: su
alcance virtualmente universal, su pertenencia a un cuadro teológico de alianza y su
raigambre en un contexto histórico de liberación.
1. Para una consideración atenta todos los mandamientos tienen un alcance que sobrepasa
decididamente los confines de una nación particular, también los del pueblo elegido por
Dios. Los valores promovidos por ellos pueden ser aplicados a toda la humanidad de todas
las regiones y de todos los períodos de la historia. Veremos que hasta las dos primeras
prohibiciones, aparte de la aparente particularidad de la denominación “el SEÑOR Dios de
Israel” ilustran un valor universal.
28. Prácticamente, ¿el Decálogo puede servir como base para una teología y catequesis moral
26
adaptada a las necesidades y a la sensibilidad de la humanidad de hoy día?
2. Es cierto que está al tanto de las exigencias de la vida colectiva, pero al mismo tiempo
tiende a reaccionar contra los imperativos de una globalización ilimitada, y descubre tanto
más el alcance del individuo, del yo, de las aspiraciones al desarrollo personal.
3. Por lo demás, en muchas sociedades se desarrolla desde hace algún decenio una especie de
alergia contra cualquier forma de prohibición: todas las prohibiciones son interpretadas,
también de modo equivocado, como límites y cepos de la libertad.
1. ¿Quién no sueña con un sistema de valores que supere y conecte las nacionalidades y las
culturas?
2. La insistencia prioritaria sobre una orientación de molde teológico, más que sobre una
gran cantidad de comportamientos a evitar o a practicar, podría suscitar un mayor interés por
los fundamentos de la moral bíblica entre aquellos que son alérgicos para con las leyes que
parecen restringir la libertad.
30. De hecho el Decálogo esconde en sí todos los elementos necesarios para fundar una
reflexión moral bien equilibrada y adaptada a nuestro tiempo. Sin embargo, no basta con
traducirlo del hebreo original a una lengua moderna. En su formulación canónica tiene la
forma de leyes apodícticas y pertenece a la línea de una moral de obligaciones (o
deontología).
27
Nada nos impide traducir de modo diverso, pero no menos fiel, el contenido de la carta
israelita en términos de una moral de valores (o axiología). Se cae en la cuenta de que,
trascrito de esta manera, el Decálogo adquiere para nuestro tiempo una fuerza de
clarificación y de convocatoria mucho más grande. En realidad, no sólo no se pierde nada
con este cambio, sino que se gana enormemente en profundidad. De por sí, la prohibición se
concentra sólo sobre comportamientos a evitar y alienta, al límite, una moral tipo freno de
socorro (por ejemplo se evita el adulterio cuando se abstiene de cortejar a la mujer de otro).
Por su parte, el precepto positivo puede contentarse con cualquier gesto o actitud para darse
una buena conciencia animando, al límite, una moral de gestos mínimos (por ejemplo, uno
cree practicar el sábado cuando dedica al culto una hora a la semana). Al contrario, en
cambio, el compromiso con un valor corresponde a una obra siempre abierta donde no se
llega nunca a la meta y donde a uno se le reclama siempre un poco más.
Traspuestos a una terminología de valores, los preceptos del Decálogo conducen al elenco
siguiente: el Absoluto, la reverencia religiosa, el tiempo, la familia, la vida, la estabilidad de
la pareja marido y mujer, la libertad (aquí la palabra hebrea ‘gnb’ se refiere probablemente al
rapto y no al robo de objetos materiales), la reputación, la casa y las personas humanas que la
integran, la casa y los bienes materiales.
Cada uno de estos valores abre un ‘programa’, es decir una tarea moral nunca finalizada. Las
afirmaciones siguientes, introducidas por verbos, ilustran la dinámica generada por el
seguimiento de cada uno de estos valores.
Tres valores verticales (atañen las relaciones de la persona humana con Dios):
Siete valores horizontales (tocan a las relaciones entre las personas humanas)
4. honrar la familia
5. promover el derecho a la vida
6. mantener la unión de la pareja marido y mujer
7. defender el derecho de cada uno a ver la propia libertad y dignidad respetada
por todos
8. preservar la reputación de los otros
9. respetar las personas (que pertenecen a una casa, una familia, una empresa)
10. dejar al otro sus propiedades materiales.
Analizando los diez valores presentes en el Decálogo, se nota que ellos siguen una orden de
progresión decreciente (del valor prioritario al menos importante). Dios en el primer lugar y
las cosas materiales en el último; y, dentro de las relaciones humanas, se encuentra al
comienzo de la lista familia, vida, matrimonio estable.
Así se ofrece, a una humanidad que desea con afán aumentar su autonomía, una base legal y
moral que podría verificarse como fecunda y persistente. Sin embargo es difícil de promover
28
en el contexto actual, dado que la escala de valores más seguidos en nuestro mundo, tiene un
orden de prioridad opuesto al de la propuesta bíblica: primero el hombre, después Dios; e
incluso, al comienzo de la lista, los bienes materiales, esto es, en un cierto sentido, la
economía. Cuando, abiertamente o no tanto, un sistema político y social se funda sobre
valores supremos falsos (o sobre una concurrencia entre valores supremos), cuando el
intercambio de bienes o el consumo es más importante que el equilibrio entre las personas,
este sistema está roto desde el comienzo y destinado tarde o temprano a la ruina.
En cambio, el Decálogo abre ampliamente la vía a una moral liberadora: dejar el primer
puesto a la soberanía de Dios sobre el mundo (valores nn 1 y 2), dar a cada uno la posibilidad
de tener tiempo para Dios y de gestionar el propio tiempo de un modo constructivo (nr. 3),
favorecer el espacio de vida de la familia (nr 4), preservar la vida, también la sufriente y la
aparentemente improductiva, de las decisiones arbitrarias del sistema y de las
manipulaciones sutiles de la opinión pública (nr. 5), neutralizar los gérmenes de división que
vuelven frágiles, sobre todo en nuestro tiempo, la vida matrimonial (nr. 6), detener todas las
formas de explotación del cuerpo, del corazón y del pensamiento (nr. 7), proteger la persona
contra los ataques a la reputación (nr. 8) y contra todas las formas de engaño, de explotación,
de abuso y de coerción (nn. 9 y 10).
31. Desde una perspectiva prevaleciente de actualización estos diez valores que están en la
base del Decálogo ofrecen un fundamento claro para una carta de los derechos y de las
libertades, válidas para toda la humanidad:
4. derecho de las familias a políticas justas y favorables, derecho de los hijos al sostén por
parte de sus progenitores, al primer aprendizaje de la socialización, derecho de los padres
ancianos al respeto y sostén por parte de sus hijos,
29
información no deformada.
10. derecho a la propiedad privada (incluida aquí una garantía de protección civil de los
bienes materiales).
Pero en la óptica de una “moral revelada” estos derechos humanos inalienables quedan
absolutamente subordinados al derecho divino, es decir a la soberanía universal de Dios. El
decálogo empieza así: “Yo soy el SEÑOR, tu Dios, que te ha hecho salir del país de Egipto”
(Ex 20,2; Dt 5,6). Esta soberanía divina, tal como se manifiesta ya en el acontecimiento
fundador del éxodo, no se ejerce según un sistema autoritario y despótico, que se encuentra
demasiado a menudo en la gestión humana de los derechos y de la libertad, sino en una
óptica de la liberación de la persona y de las comunidades humanas. Implica, además, de
parte del hombre, un culto exclusivo, un tiempo consagrado a la oración personal y
comunitaria, el reconocimiento del poder último que Dios tiene de regular la vida de sus
criaturas, de gobernar las personas y los pueblos, de ejercitar el juicio; en conclusión, el
discurso bíblico de la soberanía divina sugiere una visión del mundo, según la cual no sólo la
Iglesia sino el cosmos, el ambiente circundante y la totalidad de los bienes de la tierra son, en
última instancia, propiedad de Dios (cf. Ex 19,5)
Proponiendo una lectura axiológica de la Ley fundamental del Sinaí, según los valores allí
implicados, no hacemos otra cosa que caminar sobre las huellas de Jesús. He aquí algunos
indicios llamativos.
1. En su sermón del monte Jesús retoma algunos preceptos del Decálogo pero empuja su
alcance mucho más adelante, desde un triple punto de vista: ahondamiento, interiorización,
superación de sí mismo hasta alcanzar la perfección casi divina (Mt 5,17-48).
3. El episodio del joven rico (Mt 19,16-22 y paralelos) da a entender bien esto ‘de más’
exigido por Jesús. De una moral mínima, esencialmente comunitaria y formulada sobre todo
30
de modo negativo (v. 18-19), se pasa a una moral personalizada, ‘programática’, que consiste
principalmente en el ‘seguir a Jesús’, a una moral enteramente concentrada sobre el
desprendimiento, sobre la solidaridad con los pobres y sobre el dinamismo del amor cuya
fuente está en los cielos (v. 21).
4. Interrogado sobre ‘el mandamiento más grande’ Jesús mismo ha puesto de relieve dos
prescripciones escriturísticas, que están fundadas sobre un valor – el más importante, a saber
el amor – y abren un programa moral siempre incompleto (Mt 22,34-40 y paralelos).
Alcanzando así el jugo mejor de las dos tradiciones legales más grandes del Antiguo
Testamento (deuteronómica y sacerdotal), Jesús sintetiza de modo admirable la pluralidad de
las leyes simbolizadas por el mismo número de las “diez palabras”. En el campo simbólico
‘tres’ evoca normalmente la totalidad en el orden de lo divino, de lo inobservable, y ‘siete’ en
el orden de lo observable. El valor ‘amor de Dios’ reasume de por sí los tres primeros
mandamientos del Decálogo, y ‘amor del prójimo’ los siete últimos.
33. Se suelen considerar como tales el Código de la Alianza (Ex 21,1-23,33), la Ley de
Santidad (Lev 17,1-26,46) y el Código Deuteronómico (Dt 4,44-26,19). Se presentan en
estrecha conexión con la estipulación de la alianza en el Sinaí y constituyen, junto al
Decálogo, una concretización del “camino de la vida” allí revelado y ofrecido. Expongamos
tres temas morales que aparecen como especialmente relevantes en estos códigos.
Las leyes apodícticas del Código de la Alianza, del Código Deuteronómico y de la Ley de
Santidad concuerdan en establecer medidas destinadas a evitar la esclavitud de los más
pobres tomando en consideración todavía la remisión periódica de sus deudas. Estas
disposiciones tienen a veces una dimensión utópica, como la ley sobre el año sabático (Ex
23,10-11), o la del año jubilar (Lev 25,8-17). Sin embargo, al asignar a la sociedad israelita el
objetivo de combatir y de vencer la pobreza, se mantienen realistas en cuanto a la dificultad
de esta lucha (cf. Dt 15,4 y 15,11). La lucha contra la pobreza presupone la realización de
una justicia honesta e imparcial (cf. Ex 23,1-8; Dt 16,18-20). Ella se ejerce en nombre de
Dios mismo. Se utilizan diversas líneas teológicas para fundarla: las leyes apodícticas del
Código de la Alianza retoman la intuición profética de la proximidad de Dios con respecto a
los más pobres. El Deuteronomio por su parte insiste sobre el estatuto particular de la tierra
confiada por Dios a los israelitas: Israel, beneficiario de la bendición divina, no es el
propietario absoluto de la tierra, sino que es el usufructuario (cf. Dt 6,10-11). Por ello, la
actuación de la justicia social aparece como la respuesta creyente de Israel al don de Dios (cf.
Dt 15,1-11): la ley regula el uso del don y recuerda la soberanía de Dios sobre la tierra.
31
b. El extranjero
34. La Biblia hebrea utiliza un vocabulario diferenciado para denominar a los extranjeros: la
palabra ‘ger’ designa al extranjero residente que vive de modo duradero junto a Israel. El
término ‘nokri’ atañe al extranjero de paso, mientras que los términos ‘tôshab’ y ‘sakir’
designan, en la Ley de Santidad, a asalariados extranjeros. La atención prestada al ‘ger’ se
manifiesta constantemente en los textos legislativos de la Torah: atención puramente
humanitaria en Ex 22,20; 23,9; atención fundada sobre la memoria de la esclavitud en Egipto
y de la liberación donada por Dios en Dt 16,11-12. Es la Ley de Santidad la que formula las
reglas más audaces con respecto al extranjero: el ‘ger’ no es más “objeto” de la ley, sino que
pasa a ser “sujeto”, que es corresponsable con los indígenas del país de su santificación y de
su pureza. “Indígenas” y “extranjeros” quedan así unidos por una responsabilidad común y
por un vínculo descrito mediante el vocabulario del amor (cf. Lev 19,33-34). La Ley de
Santidad prevé por lo tanto procedimientos para integrar a los extranjeros – o al menos los
‘gerim’ – en la comunidad de los hijos de Israel.
c. Culto y ética
El Código Deuteronómico por una parte yuxtapone leyes cultuales y prescripciones de ética
social: las leyes que conciernen la unicidad del santuario dedicado a Dios y la prohibición de
la idolatría (cf. Dt 12-13) preceden las leyes sociales de Dt 14,22-15,18; por otra parte une
íntimamente imperativos cultuales e imperativos éticos. Así el diezmo trienal, impuesto
originariamente cultual, recibe una
nueva función por el hecho de la centralización del culto en Jerusalén: a saber proveer al
sustento de las viudas, de los huérfanos, de los extranjeros y de los levitas (cf. Dt 14,28-29;
26,12-15). En fin, las fiestas de peregrinación reclaman la participación de los más pobres
(Dt 16,11-12.14): el culto tributado a Dios en el templo de Jerusalén no adquiere su validez
sino integrando una preocupación ética fundada sobre la memoria de la esclavitud en Egipto,
de la liberación de Israel y del don del país por parte de Dios. Las leyes de la Torah atraen
por lo tanto la atención de sus lectores sobre las implicaciones éticas de cada celebración
cultual, así como sobre la dimensión teologal de la ética social.
Los temas expuestos en este parágrafo sobre las enseñanzas morales muestran que los
códigos legislativos de la Torah están particularmente atentos a la moral social. La
comprensión que Israel tiene de su Dios, lleva a una atención particular a los más pobres, a
los extranjeros, a la justicia. Así culto y ética van estrechamente asociados: ofrecer un culto a
Dios y tener preocupación por el prójimo son las dos expresiones inseparables de la misma
confesión de fe.
36. El justo comportamiento moral es un tema fundamental en todos los profetas, pero no lo
32
tratan nunca por sí mismo y de un modo sistemático. Ellos se ocupan de la ética siempre en
relación con el hecho de que Dios conduce a Israel a través de la historia. Esto funciona de
modo retrospectivo: es decir teniendo en cuenta el hecho de que Dios ha liberado a Israel de
la esclavitud de Egipto y lo ha conducido al país propio, los israelitas deben vivir conforme a
los mandamientos que Dios ha dado a Moisés en el Monte Sinaí (cf. el marco de los diez
mandamientos en Dt 5,1-6.18-33). Sin embargo, porque no hacían eso y adoptaban las
costumbres de las naciones, Dios se disponía a movilizar contra ellos a invasores extranjeros
para devastar su tierra y llevar el pueblo al exilio (Os 2; Jer 2,1-3,5). Funciona incluso de un
modo esquemático: Dios salvará a un resto del pueblo de la dispersión entre las naciones y lo
hará volver a su país donde vivirán, finalmente, como una comunidad fiel en torno al templo
y obedientes a los antiguos mandamientos (Is 4; 43). Esta conexión fundamental entre ética e
historia, ya pasada, ya futura, está elaborada en Ez 20, que constituye la carta magna del
Israel renacido.
Sobre la base de la presencia de Dios en la historia de Israel los profetas han confrontado al
pueblo con su modo de vivir efectivo que estaba en pleno contraste con la “Ley” de Dios (Is
1,10; 42,24; Jer 2,8; 6,19; Ez 22,26; Os 4,6; Am 2,4; Sof 3,4; Zac 7,12). Esta regla divina
para la conducta de Israel contenía toda clase de normas y costumbres provenientes de la
jurisdicción tribal y local, de las tradiciones familiares, de la enseñanza sacerdotal y de la
instrucción sapiencial. La predicación moral de los profetas pone el acento sobre el concepto
social de “justicia” (mishpath, tsedaqah) (Is 1,27; 5,7; 28,17; 58,2; Jer 5,1; 22,3; 33,15; Ez
18,5; Os 5,1; Am 5,7). Los profetas han confrontado la sociedad israelita con este modelo
humano y divino en todos los aspectos: los diversos papeles en el proceso legal del rey al
juez y del testigo al acusado (Is 59,1-15; Jer 5,26-31; 21,11-22,19; Am 5,7-17), la corrupción
de las clases dirigentes (Ez 34; Os 4; Mal 1,6-2,9), los derechos de las clases sociales y de los
individuos, especialmente de los marginados (Is 58; Jer 34), la creciente ruptura económica
entre los latifundistas y los trabajadores agrícolas empobrecidos (Is 5,8.12; Am 8; Miq 2), .la
inconsecuencia entre servicio cultual y comportamiento común (Is 1,1-20; Jer 7), y hasta la
degradación de la moralidad pública (Is 32,1-8; Jer 9,1-9).
En fin, para comprender de modo adecuado la ética de los escritos proféticos se debe tener en
cuenta el hecho de que la moral, sea pública o privada, deriva últimamente de Dios mismo,
de su rectitud (Is 30,18; 45,8; Jer 9,24; Sof 3,5) y de su santidad (Ex 15,11; Is 6,3; 63,10-11;
Ez 27,28; Os 11,9).
37. De manera especial esta alianza es puro don de Dios, en cuanto que no depende de la
actitud humana, dura para siempre y encuentra su cumplimiento en la misión mesiánica de
Jesús (cf. Lc 1,32-33).
Originariamente esta alianza nace, cuando el pueblo pide a Dios un rey, sin comprender que
Dios mismo era su verdadero rey. Dios concede la institución monárquica (1 Sam 8; Dt
33,5); sin embargo el rey no queda colocado fuera de la alianza estipulada por Dios con su
pueblo, más bien queda implicado en ella y por lo tanto debe comportarse según las leyes
establecidas por Dios. El reino de David quedaba concedido como para realizar una relación
diversa con el Señor (1 Sam 16,1-13; 2 Sam 5,1-3; cf Dt 17,14-20). En el relato de la
fundación de esta dinastía no se encuentra el término “alianza”. El oráculo de Natán no
33
contiene condiciones explícitas y constituye una firme promesa. El compromiso del Señor es
absoluto (2 Sam 7,1-17). En el caso de un fracaso de los sucesores de David, que de hecho
comenzaba ya con Salomón, Dios los castigará, no tanto para mortificarlos como para
corregirlos. Su comportamiento paterno para con la descendencia de David no cesará jamás
(2 Sam 7,14-15; cf. Sal 2,6-7). En consecuencia el reino de este elegido de Dios durará para
siempre (2 Sam 7,13-16) porque según el salmista Dios ha jurado claramente: “No romperé
nunca mi alianza” (Sal 89,35).
38. El texto de Jer 31,31.34 es el único que habla explícitamente de una “nueva alianza”:
“Vendrán días…en los que…concluiré una alianza nueva. No como la alianza que he
concluido con sus padres…que ellos han violado…Esta será la alianza que yo concluiré…
Pondré mi ley en sus ánimos, la escribiré en sus corazones.
No deberán instruirse más los unos a los otros…Porque todos me conocerán…Puesto que yo
perdonaré sus iniquidades y no me acordaré más de sus pecados”.
3. Hay dos antítesis que subrayan el carácter específico de la alianza nueva con respecto a
aquella concluida con los padres en el desierto. Ésta, escrita sobre la piedra, fue violada por
ellos y por las generaciones sucesivas; la otra es absolutamente nueva en cuanto que estará
escrita en los corazones. Además, el instructor será el SEÑOR mismo, y no ya mediadores
humanos.
4. En el centro del texto emerge la fórmula de la alianza, que afirma la pertenencia recíproca
del SEÑOR y de su pueblo. Esta fórmula no queda cambiada, sigue siendo válida y
constituye el corazón del pasaje.
34
alianza, recibe modificaciones en las diversas épocas de la historia de Israel hasta su reforma
fundamental durante el exilio. La misma concepción de la alianza, que está caracterizada por
la fidelidad incondicionada de Dios, se puede encontrar también en otros textos (Lev 26,44-
45; Ez 16,59-60) o bien en la historia del becerro de oro (Ex 32-34) como en un paralelo
narrativo (en particular Ex 34,1-10).
39. Objetivo de los libros sapienciales es enseñar a los hombres el justo comportamiento. Por
ello constituyen una manifestación importante de la ética bíblica. Algunos quedan más
determinados por la experiencia humana (por ejemplo el libro de los Proverbios) y por la
reflexión sobre la condición humana y constituyen un nexo precioso con la sabiduría de otros
pueblos, otros se encuentran en una conexión más estrecha con la Alianza y con la Torah, Al
primer grupo pertenece el libro del Qohelet, al segundo el libro del Sirácida. A título de
ejemplo nos ocupamos de estos dos libros.
Qohelet (Ecl) forma parte del movimiento de la sabiduría, pero queda caracterizado por su
aproximación crítica. Comienza con la constatación: “Vanidad de vanidades, dice Qohelet,
vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1,2) y la repite en la parte conclusiva (12,8).
Contra los varios intentos y esfuerzos humanos por dominar y comprender la vida Qohelet
pone como única alternativa realista el aceptar el hecho de que no es posible un control y que
hay que dejar pasar los acontecimientos. Sólo así se verifica la posibilidad de encontrar gozo
y satisfacción en todo lo que se hace. Por siete veces Qohelet exhorta explícitamente a los
hombres a alegrarse siempre que se les presente una oportunidad (2,24-26; 3,12-13.22; 5,18-
20; 8,15; 9,7-10; 11,7-12,13), porque éste es el recurso que les ha sido dado por Dios como
remedio para las miserias de la vida. Pero en ninguna parte se recomienda un estilo de vida
35
hedonístico.
La sabiduría queda referida también a diversos aspectos de la vida social: la distinción entre
verdaderos y falsos amigos (6,5-17; 12, 8-18); la cautela con extraños (11,29-34); actitudes
hacia la riqueza (10,30-31; 13,18-26); moderación y reflexión en los negocios (11,7-11;
36
26,29-27,3) y tantas otras cuestiones.
Para la sabiduría no existe un área de la vida que no sea digna de atención. La vida cotidiana
abarca innumerables situaciones que exigen determinadas actitudes, decisiones y acciones no
reguladas por las grandes leyes.. De este campo se ocupa la sabiduría tradicional. En la
convicción que toda la vida está bajo el control de Dios, Israel encuentra a su Creador
también en la vida cotidiana. El Sirácida combina la experiencia personal y la sabiduría
tradicional con la revelación divina en la Torah, la praxis litúrgica y la devoción personal.
Los sabios se ocupan del mundo que Dios ha creado y en cuya belleza, orden y armonía se
revela algo de su Creador. Mediante la sabiduría Israel encuentra a su Señor en una relación
vital que está también abierta a los otros pueblos. La apertura de la sabiduría israelita a las
naciones y el carácter claramente internacional del movimiento de los sabios puede
proporcionar una base bíblica para un diálogo con las otras religiones y para la búsqueda de
una ética global, El Dios Salvador de judíos y cristianos es también el Creador que se revela
en el mundo creado por Él.
3. La nueva alianza en Jesucristo como último don de Dios y sus implicaciones morales.
42. Jesús hizo del término “reino de Dios” una metáfora central de su ministerio terrestre y le
dio un significado y una fuerza nueva, expresada mediante la calidad de su enseñanza y de su
misión. Comprendido como equivalente de la presencia soberana de Dios mismo que viene
para vencer el mal y transformar el mundo, el reino de Dios es pura gracia, descubierta como
tesoro escondido en un campo o como perla de gran valor que empuja a ser adquirida (cf. Mt
13,44-46); por tanto no se trata de un derecho natural y ni siquiera es algo merecido.
Aunque no fuese un tema común o prevalente, el ardiente deseo del reino de Dios que llega,
37
estaba presente en el Israel post-exílico y era equivalente al deseo de la venida de Dios, que
aleja las amenazas e injusticias experimentadas por el pueblo. La noción del reino de Dios
tiene un carácter esencialmente comunitario (derivado de un concepto político que atañía a la
comunidad entera de Israel), escatológico (como una experiencia definitiva de la presencia
de Dios, que supera cualquier otra presencia de soberanía) y soteriológico (por la convicción
que Dios vencerá el mal y transformará la vida de Israel). Mientras el término se encuentra
sólo de modo marginal y esporádico en el Antiguo Testamento y en la literatura judaica, se
convierta en un motivo central en la enseñanza y en la misión de Jesús.
43. Los intérpretes del Nuevo Testamento desde hace mucho tiempo se han dado cuenta que
la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios tiene un carácter tanto futuro como presente.
Algunos dichos y palabras de Jesús describen el reino de Dios como un acontecimiento
futuro todavía no realizado. Esto se expresa, por ejemplo, en la petición de la oración del
Señor: “venga tu reino” y se encuentra también en el texto clave de Mc 1,14-15 (Mt 4,17),
que describe el reino de Dios como “próximo” o “cercano”, pero todavía no presente. Las
bienaventuranzas mismas, con su promesa de futura bendición y justificación, presentan el
reino de Dios como un acontecimiento todavía futuro.
Al mismo tiempo hay dichos de Jesús que hablan del reino de Dios como algo en cierto
modo ya presente. Un dicho clave, tanto en Mateo como en Lucas, vincula la experiencia del
reino de Dios con las curaciones y los exorcismos de Jesús: “Pero si yo expulso los demonios
con el dedo de Dios (Mt: espíritu de Dios) es porque ha llegado a vosotros el reino de Dios”
(Mt 12,28; Lc 11,20). El famoso dicho de Lc 17, 20-21: “el reino de Dios no viene .de
manera como para llamar la atención, y nadie dirá: ¡Helo aquí, o está allá. Porque el reino de
Dios está en medio de vosotros!” subraya el carácter presente e inesperado del reino de Dios.
Se manifiesta aquí una dinámica importante con implicaciones para la vida moral cristiana.
La futura realidad del reino de Dios invade (y determina) la situación presente. El verdadero
y definitivo destino de la humanidad con Dios, cuando el mal sea vencido, la justicia
restablecida y el anhelo humano de vida y paz plenamente realizado, sigue siendo una
experiencia futura, pero en los entornos de este futuro – un futuro que revela el pleno
propósito de la voluntad de Dios para la humanidad – ayudan a definir lo que tendría que ser
la vida humana ya en el presente. Por tanto los valores y virtudes, que nos hacen conformes
con la voluntad de Dios y que van a ser plenamente afirmados y revelados en el futuro reino
de Dios, deben ser practicados ya en la medida en que es posible en las circunstancias
pecaminosas e imperfectas de la vida en el tiempo actual, como enseñan las parábolas de la
red y de la cizaña (cf. Mt 13,24-30.36-43.47-50). Esto representa la dimensión esencialmente
escatológica de la vida y de la ética cristiana.
Jesús no sólo proclama la cercanía del reino de Dios (Mt 4,17), sino que enseña también a
rezar “venga tu reino” y “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). Este
anhelo que Dios venga y que la realidad humana esté formada por la voluntad de Dios,
manifiesta también la base estrictamente teológica de la ética cristiana, dimensión que
resuena desde toda la tradición bíblica (“Sed santos, porque yo, el Señor, Dios vuestro, soy
santo” (Lev 19, 2).
38
c. El reino de Dios, la nueva alianza y la persona de Jesús
44. El reino de Dios no viene con las manifestaciones habituales de realeza, sino que puede
ser descubierto sólo mediante la atención a Jesús y a su misión y mediante las virtudes
características de las que Él ofrece el ejemplo en su ministerio. Son las acciones de Jesús, de
las que en los dichos a los que nos hemos referido hace poco (Mt 12,28; Lc 11,20) se
conectan con la actual experiencia del reino de Dios. Sus exorcismos y sus curaciones
realizan una genuina derrota del mal y del poder del Maligno sobre el cuerpo y sobre la
persona humana y engendran una experiencia de liberación vinculada con el Reino de Dios.
El ministerio de Jesús expresa también su compasión por las muchedumbres de enfermos que
vienen a Él (cf. Mt 9,35-36) y su acogida en el reino de Dios (Mt 4,23-25; 15,29-31); ambas
perspectivas son presentadas como típicas de la enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios
(cf. por ejemplo las parábolas sobre la misericordia en Lc 15 y sobre el banquete en Lc 14).
Aunque el término “nueva alianza” sea raro en los sinópticos, se encuentra conectado con el
reino de Dios. En la institución de la eucaristía Jesús dice: “ Esta es mi sangre de la alianza
derramada por muchos en remisión de los pecados” y añade inmediatamente: “Yo os digo
que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo con
vosotros en el reino de mi Padre” (Mt 25,28-29). En el banquete del reino, en la perfecta
comunión con Jesús y con el Padre, la nueva alianza alcanza su plenitud y se realiza
enteramente la promesa. “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33b; cf. Ap 21,3).
Por medio de Jesús Dios realiza también otros dos rasgos característicos de la “nueva
alianza”, sin que el término se encuentre explícitamente. Se trata del perdón de los pecados
(iniquidad) y del conocimiento de Dios (cf. Jer 31,34).
En un episodio narrado por los tres sinópticos, Jesús presenta la misión a los pecadores como
parte esencial de la tarea que Dios le ha confiado (Mt 9,2-13 par.) Jesús perdona los pecados
a un paralítico que con gran fe y esfuerzo es traído hacia él, y causa el desprecio profundo de
algunos escribas. Sólo en un segundo momento cura al paralítico con su palabra e interpreta
la curación misma como confirmación de su autoridad de poder perdonar los pecados.
Reitera además el hecho que esta autoridad no se restringe a un caso singular sino que
fundamenta su misión universal, mediante el dicho: “No son los sanos los que tienen
necesidad del médico, sino los enfermos. Id y aprended qué significa: misericordia quiero y
no sacrificio. En efecto no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,12-
13). Por la voluntad de Dios Jesús ha venido y es Dios quien quiere misericordia. Por medio
de Jesús es Dios quien manifiesta su misericordia y concede el perdón de los pecados,
realizando una característica fundamental de la nueva alianza (Jer 31,34b).
La otra promesa “Todos me conocerán” (Jer 31,34a) se realiza en Jesús de modo eminente.
Sobre su relación con Dios dice: “Todo me ha sido dado por mi Padre; nadie conoce al Hijo
sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél al que el Hijo se lo quiera revelar”.
(Mt 11,27; Lc 10,22; cf. Jer 22,16). Jesús como Hijo de Dios es capacitado por el Padre para
un exclusivo conocimiento de Dios como Padre, y también ha recibido la tarea exclusiva de
revelar, es decir de dar a conocer a Dios como Padre a los hombres. Así la promesa de Jer
31,34a viene precisada y concretada: a través de Jesús, Hijo de Dios y perfecto conocedor del
Padre, si obtiene el acceso al íntimo y perfecto conocimiento de Dios. Este conocimiento es
también necesario para una adecuada comprensión del “reino de Dios”, que constituye el
39
contenido central del anuncio de Jesús y que Jesús a veces llama también “el reino de su (o
“mi” Padre) (Mt 13,43; 26,29).
El perdón de los pecados o bien la reconciliación con Dios, luego el conocimiento de Dios y
la comunión con Dios, aparecen como los compromisos principales de la actividad de Jesús
según la presentación sinóptica. Están injertados en el anuncio del reino de Dios pero
corresponden también a los trazos característicos de la nueva alianza de Jer 31,31-34. Jesús
como Hijo conoce al Padre en un modo completo y exclusivo y vive en la más íntima unión
con Dios. Esta su singular relación con Dios es la base de sus principales tareas. Su actividad
manifiesta también en qué modo concreto Dios comunica su don definitivo y cumple su
promesa de la nueva alianza a través del mediador Jesús que dispone de tales cualidades.
El puesto central de Jesús para la relación del hombre con Dios tiene como consecuencia su
puesto central para la vida moral. El representa en su persona no sólo el reino de Dios y la
nueva alianza sino también la Ley, porque él queda conducido del modo más perfecto por la
voluntad de su Padre (cf. Mt 26,39.42), hasta la manifestación máxima de su amor, el
derramamiento de su sangre. Se debe por tanto obrar en su Espíritu y seguir su ejemplo para
caminar en el camino de Dios.
45.Jesús anuncia el evangelio de Dios y dice: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios
está cerca” y añade inmediatamente la exhortación para nuestro obrar; “¡convertíos y creed
en el evangelio!” (Mc 1,15). Anuncia la cercanía del reino de Dios, para que esto sea
escuchado y acogido en conversión y fe. Se precisa un cambio de mentalidad, un nuevo
pensar y ver, determinado por el reino de Dios, que en una fe consciente viene reconocido en
su plena realidad.
Tarea principal de la misión de Jesús es revelar a Dios, el Padre (Mt 11,27), su reino, y su
modo de obrar. Esta revelación se verifica a través de toda la misión de Jesús, mediante su
anuncio, sus obras de poder, su pasión y su resurrección.
Haciendo esto, Jesús revela al mismo tiempo las normas del justo obrar humano. Afirma esta
conexión de modo explícito y ejemplar cuando dice: “Sed, pues, perfectos como perfecto es
vuestro Padre celestial” (Mt 5,48); concluye y fundamenta así su enseñanza sobre el amor a
los enemigos (Mt 5,43-48) y toda la sección de las antítesis (Mt 5,21-48). Presentamos
algunos aspectos.
46. Jesús manifiesta su autoridad para mostrar el justo camino para el actuar humano de
modo específico en la llamada a los discípulos. Los cuatro evangelios a una refieren la
llamada al comienzo del ministerio de Jesús (Mt 4,18-22; Mc 1,16-20; Lc 5,1-11; Jn 1, 35-
51). Con la invitación-mandato “¡Seguidme!” (Mc 1,17) se presenta como guía que conoce
tanto la meta como el camino para alcanzarla y ofrece a los llamados la comunión de vida
con Él y el ejemplo del camino trazado por Él. Concreta así el mandato precedente
“¡Convertíos y creed!” (1,15), y sus discípulos viven la conversión y la fe aceptando su
40
invitación y confiándose a su guía.
El camino trazado por Jesús no se presenta como una norma autoritaria impuesta desde fuera.
Jesús mismo recorre este camino y no pide otra cosa al discípulo que seguir su ejemplo. Su
relación con los discípulos, además, no consiste en un adoctrinamiento aséptico y
desinteresado: les llama “hijitos” (Jn 13,33; 21,6), “amigos” (Jn 15,14-15), “hermanos” (Mt
12,50; 28,10; Jn 20,17), y no sólo a ellos, porque invita a todos los hombres y a todas las
mujeres a venir donde él y a entrar en una estrecha y cordial comunión de vida con él (Mt
11,28-30). En esta comunión de vida ellos aprenden de Jesús el justo comportamiento,
participan de su Espíritu, caminan junto a él.
La relación Jesús-discípulos no es una historia con final, sino el modelo para todas las
generaciones. Cuando Jesús manda los once discípulos a la misión universal, se refiere a su
autoridad que todo lo abarca y les dice: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y yo estaré
con vosotros todos los días, hasta la consumación de este tiempo (Mt 28,18-20). Todos los
miembros de todos los pueblos hasta el fin de los tiempos están destinados a llegar a ser
discípulos de Jesús. La relación y la experiencia con la persona de Jesús que los primeros
discípulos han vivido, y la enseñanza que Jesús les ha impartido, son válidos y modelos para
todos los tiempos.
En Mateo (5,3-10) las bienaventuranzas mencionan los pobres de espíritu, es decir aquéllos
que viven en una situación precaria y, sobre todo, saben y reconocen que no tienen nada por
sí mismos y que dependen en todo de Dios; luego los afligidos que no se cierran en sí
mismos, sino que participan, por medio de la compasión, en las necesidades y en los
sufrimientos de los otros. . Siguen los mansos que no utilizan la violencia sino que respetan
al prójimo tal como es. Aquellos que tienen hambre y sed de justicia desean intensamente
obrar según la voluntad de Dios en la espera del reino. Los misericordiosos ayudan
activamente a los necesitados (cf. Mt 25,31-46) y están prontos al perdón (Mt 18,33). Los
limpios de corazón buscan la voluntad de Dios con un compromiso íntegro e indiviso. Los
realizadores de paz hacen de todo por mantener y restablecer entre los hombres la
convivencia inspirada en el amor. Los perseguidos por causa de la justicia permanecen fieles
a la voluntad de Dios a pesar de las graves dificultades que esta actitud lleva consigo.
41
reflejan además el comportamiento del mismo Jesús. Por ello el fiel seguimiento de Jesús
lleva a una vida animada por estas virtudes.
Hemos recordado la estrecha conexión entre la actitud humana y el obrar de Dios (reino de
Dios), en la primera y en la última bienaventuranza. Pero esta vinculación se encuentra en
todas las bienaventuranzas; cada una habla, a veces un poco veladamente, en la parte final,
del ‘futuro obrar’ de Dios: Dios los consolará, Dios les hará heredar la tierra, Dios les
saciará, Dios tendrá misericordia de ellos, Dios les admitirá a su visión, Dios les reconocerá
como sus hijos. En las bienaventuranzas Jesús no establece un código de normas y
obligaciones abstractas que miran el justo obrar humano: al mostrar el justo actuar de los
hombres, revela al mismo tiempo el futuro obrar de Dios. Por ello las bienaventuranzas son
una de las más densas y explícitas revelaciones sobre Dios que se encuentran en los
evangelios. Presentan el futuro obrar de Dios no sólo como recompensa del justo obrar
humano, sino también como base y motivo que hace posible y razonable la actuación
humana reclamada. Ser pobres en espíritu o permanecer fieles en la persecución no son
obligaciones que se mantienen de por sí: quien acepta con fe la revelación de Jesús sobre el
actuar de Dios, sintetizada en el anuncio del reino de Dios, es hecho capaz de no cerrarse en
la propia autonomía, sino de reconocer su completa dependencia de Dios, y de no querer
salvar su vida a toda costa sino de aguantar la persecución.
48.El Hijo ha venido y viene porque ha sido enviado por el Padre: “Porque tanto ha amado
Dios al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito, para que cualquiera que cree en Él no
muera, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). El Hijo ha venido y continúa viniendo, como
nos explica continuamente el Espíritu que anuncia “lo que viene” (16,13). Desde su primera
venida está movido por el deseo de situarse junto al hombre para hacerle superar la soledad.
El hombre tiene necesidad de Él, aunque no lo sepa. La aceptación de su venida trae la
salvación.
42
a. La venida de Jesús
En estos dichos Jesús expresa qué es lo que Dios Padre ha dado a la humanidad en la persona
del Hijo. Jesús es pan, luz, puerta, pastor, resurrección y vida, camino, verdad y vida, y vid.
Al mismo tiempo dice qué es lo que los hombres deben hacer para poder usufructuar de los
bienes de su presencia: venir donde Él, creer en Él, seguirle, permanecer en él. Revela
también cuáles son los bienes comunicados por Él: la vida, la salida de las tinieblas y la plena
orientación, la superación de la muerte mediante la resurrección, el conocimiento del Padre y
la plena comunión con Él. Aunque los términos sean algo diversos, encontramos los dones de
la nueva alianza, es decir el conocimiento de Dios (luz, verdad) y la ley (puerta, pastor,
camino) y, como fruto y consecuencia, la vida. Todo esto está presente en la persona de Jesús
y es comunicado por él de una manera interna y orgánica, simbolizada por la relación entre la
43
vid y los sarmientos.
50. Ante la aparición del Hijo de Dios en la historia, el hombre es invitado a expresar la total
aceptación y a abrirse a la salvación. La aceptación se manifiesta como adhesión de la vida,
en todas sus actitudes.
Modelo para esta actitud es el comportamiento del propio Hijo, que hace coincidir su
voluntad con la voluntad del Padre, en la aceptación y en la realización de su misión: su
alimento es hacer la voluntad del Padre (4,34), Él hace siempre las cosas que le son gratas,
observa su palabra (8,29.55), dice las cosas que el Padre le ha mandado decir (12,49). Y por
parte de Jesús toda su enseñanza sugiere un comportamiento. Hasta estas consecuencias
alcanza el compromiso de los “adoradores en espíritu y en verdad” (4,24).
Con la fe, el amor a los hermanos. También esto es un insertarse concreto en el misterio de
Cristo originado por el amor del Padre. El Padre ama a Jesús, Jesús ama a los discípulos, los
discípulos deben amarse recíprocamente. Realidad ‘nueva’, tiene la fuerza de convertirse en
signo (Jn 13,36) y de hacer superar la muerte (1 Jn 3,14). El amor es el ‘fruto’ de la fe (1 Jn
1,7).
44
Quien cree en Jesús y ama a sus hermanos “no peca”, es decir no vive en pecado (1 Jn 3,6),
aunque todos tengamos faltas y en este sentido seamos todos pecadores, sin embargo “la
sangre de Jesús, el Hijo de Dios, nos purifica de todo pecado” (1 Jn 1,7).
Quien cree en Jesús y ama a los hermanos “conoce a Dios” de verdad, porque solamente
conoce a Dios “quien guarda sus mandamientos” (1 Jn 2,3), quien hace lo que hizo Jesús:
“Ha dado su vida por nosotros, por tanto también nosotros debemos dar la vida por los
hermanos” (1 Jn 3,16). Al contrario “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es
amor” (1 Jn 4,8).
Quien cree en Jesús y ama a los hermanos ha entendido de verdad que “Dios es amor” (1 Jn
4,16), máxima verdad que será reconocida por todos sólo en la medida en que los creyentes
se amarán los unos a los otros, con la preferencia hacia los necesitados, “no sólo con palabras
sino con obras” (cf. 1 Jn 3,18). Por otra parte, “aquél que al hermano en necesidad le cierra el
corazón, ¿cómo permanece en él el amor de Dios?” (1 Jn 3,17).
Así la ética juánica es la ética fundamental del Amor, que tiene por modelo el don de la vida
de Jesús, y que comienza en la casa de la Fe – la fe cristológica, como testimonio para todos.
Amor que es mandamiento, instrucción, Torah, como toda la ética bíblica. Amor que es el
proyecto de Dios para sus hijos, proyecto que debe ser decididamente asumido, en lucha
contra el poder maligno que nos lleva en dirección contraria. Y este Amor y esta Fe “vencen
al mundo” (cf. 1 Jn 5,4).
52. La constante atención a la respuesta que el individuo está llamado a dar al ofrecimiento
de Dios en Cristo ha podido hacer pensar en una dimensión exclusivamente individual del
compromiso moral reclamado por la enseñanza juánica. La presencia de la comunidad
corrige tal impresión: el mal tiene dimensión colectiva (basta pensar en la categoría
“mundo”) e igualmente el bien tiene tanto una proveniencia como un destino también
colectivo. La comunidad de los creyentes es claramente individuable, pero también lo es la
del “mundo” a quien está destinada una obra de salvación que implica, junto a la
intervención de Jesús, también la participación de los suyos. Si el amor recíproco “mandado”
por Jesús (Jn 13,34; 15,12-17; 1 Jn 2,10-11; 3,11.23; 4,7-12) está más inmediatamente
orientado a los hermanos en la fe, la conciencia de la misión universal es decisiva para una
actitud de responsabilidad favorable y no de condena hacia el mundo.
Esto saca a la luz también la importancia que tiene para Juan la práctica del amor en relación
a la salvación del mundo: la iglesia y el cristiano son continuamente enviados al mundo para
que el mundo crea y esta fe nace propiamente de la práctica del amor (“por esto
reconocerán…” 13,35). No sólo el cristiano particular sino también la comunidad tiene una
nueva, misteriosa (como el viento, que “no se sabe de donde viene y adonde va” 3,8) práctica
que atrae hacia sí la atención del mundo en orden a llevar a la fe y por tanto a esta misma
45
práctica del amor.
3.3 El don del Hijo y sus implicaciones morales, según las epístolas paulinas y otras
53. Para el apóstol Pablo la vida moral no se comprende sino como una respuesta generosa al
amor y al don de Dios para con nosotros. En efecto, Dios, queriendo hacer de nosotros sus
hijos, ha enviado a su Hijo y ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita:
Abba, Padre (Gál 4,6; cf. Ef 1,13-14), para que no caminemos más presos del pecado, sino
“según el Espíritu” (Rom 8,5); “Puesto que si vivimos del Espíritu, caminemos también
según el Espíritu” (Gál 5,25).
Los creyentes están por ello invitados a dar gracias constantemente a Dios (1 Tes 5,18; Ef
5,20; Col 3,15). Cuando Pablo les exhorta a vivir una vida digna de su llamada, lo hace
siempre poniendo ante sus ojos el inmenso don de Dios hacia ellos, porque la vida moral no
encuentra su verdadero y pleno sentido si no es vivida como un ofrecimiento de sí mismos
para responder al don de Dios (Rom 12,1).
54. En sus escritos Pablo insiste en el hecho que la actuación moral del creyente es un efecto
de la gracia de Dios que lo ha vuelto justo y que le hace perseverar. Porque Dios nos ha
perdonado y nos ha vuelto justos, él aprecia nuestro comportamiento moral que da testimonio
de la salvación que opera en nosotros.
55. Lo que hace nacer la moral cristiana no es una norma externa sino la experiencia del
amor de Dios hacia cada uno, una experiencia que el apóstol quiere recordar en sus cartas a
fin de que sus exhortaciones puedan ser comprendidas y acogidas. Funda sus consejos y
exhortaciones sobre la experiencia hecha en Cristo y en el Espíritu sin imponer nada desde
fuera. Si los creyentes deben dejarse iluminar y guiar desde el interior y si las exhortaciones
y consejos no pueden hacer más que pedirles que no olviden el amor y el perdón recibidos, la
razón reside en el hecho de que han experimentado la misericordia de Dios respecto a ellos,
en Cristo, y que están íntimamente unidos a Cristo y han recibido su Espíritu. Se podría
formular el principio que guía las exhortaciones de Pablo: cuanto más están los creyentes
guiados por el Espíritu tanto menos se precisa darles reglas para actuar.
Es posible preguntarse si Pablo escribiría también hoy de esta manera, si es verdad que una
mayoría de cristianos tal vez no ha hecho nunca la experiencia de la generosidad infinita de
46
Dios con respecto a ellos y se hallan más bien en la situación de un cristianismo puramente
‘sociológico’.
En este contexto se plantea también otra pregunta: es decir, si con el paso de los siglos se
haya originado una separación demasiado grande entre los imperativos morales, presentados
a los creyentes, y sus raíces evangélicas. En todo caso, es hoy importante formular de nuevo
la relación entre las normas y sus motivaciones evangélicas, para hacer comprender mejor
cómo la presentación de las normas morales depende de la presentación del Evangelio.
56. Lo que determina para Pablo el obrar moral no es una concepción antropológica, es decir
una cierta idea del hombre y de su dignidad, sino la relación con Cristo. Si Dios justifica toda
persona humana mediante la fe sola, sin las obras de la Ley, esto no sucede para que todos
continúen a vivir en el pecado: “Nosotros, que ya hemos muerto al pecado, ¿cómo podremos
todavía vivir en él?” (Rom 6,2). Pero la muerte al pecado es una muerte con Cristo.
Encontramos aquí una primera formulación del fundamento cristológico del obrar moral de
los creyentes, fundamento expresado como unión que implica una separación: unidos a
Cristo, los creyentes están ya separados del pecado. Es importante la asimilación del
itinerario de los creyentes al de Cristo. En otras palabras: los principios del obrar moral no
son abstractos sino proceden más bien de una relación con Cristo que nos ha hecho morir
junto con él al pecado: la actuación moral está directamente fundada sobren la unión con
Cristo y sobre la inhabitación del Espíritu, de la que proviene y de la que es expresión. Así,
este obrar no queda, fundamentalmente, dictado por normas externas, sino que proviene de la
fuerte relación que en el Espíritu conecta los creyentes a Cristo y a Dios.
57. Dado que la relación con Cristo es tan fundamental para el obrar moral de los creyentes,
Pablo aclara cuáles son los comportamientos adecuados con respecto al Señor.
No con frecuencia, pero en dos textos conclusivos de los escritos paulinos se dice que es
preciso amar al Señor Jesucristo: “¡Si alguno no ama al Señor, sea maldito!” (1 Cor 16,22) y
“La gracia esté con todos aquellos que aman al Señor con amor incorruptible” (Ef 6,24).
Está claro que este amor no es un sentimiento inoperante, sino que debe concretarse en actos.
La concreción puede venir del título más frecuente de Cristo, el de ‘Señor’. La denominación
‘señor’ se opone a la de ‘esclavo’, a quien corresponde el servir. Sabemos también que
47
‘Señor’ es un título divino pasado a Cristo. En efecto, los cristianos están llamados a servir al
Señor (Rom 12,11; 14,18; 16,18). Esta relación de los creyentes con Cristo Señor influye con
fuerza en sus relaciones recíprocas. No es justo comportarse como juez de un siervo que
pertenece a este Señor (Rom 14,4.6-9). Las relaciones entre aquéllos que, en la sociedad
antigua, son esclavos y son señores, quedan relativizadas (1 Cor 7,22-23; Flm cf. Col 4,1; Ef
6,5-9). A quien es siervo del Señor conviene, por amor a Jesús, servir a aquéllos que
pertenecen a este Señor (2 Cor 4,5).
Dado que con ‘Señor’ ha pasado un título divino a Cristo, podemos observar que las
actitudes del creyente veterotestamentario con respecto a Dios pasan también a Cristo: se
cree en él (Rom 3,22.26; 10,14: Gál 2,16.20; 3,22.26; cf. Col 2,5-7; Ef 1,15); en él se espera
(Rom 15,2; 1 Cor 15,19); se le ama (1 Cor 16,22; cf. Ef 6,24); se le obedece (2 Cor 10,5).
El justo actuar que corresponde a estas actitudes con respecto al Señor, puede deducirse por
su voluntad que se manifiesta en sus palabras, pero especialmente en su ejemplo.
58. Las instrucciones morales de Pablo son de diverso género. Expresa con gran claridad y
fuerza qué comportamientos son perniciosos y excluyen del reino de Dios (cf. Rom 1,18-32;
1 Cor 5,11; 6,9-10; Gál 5,14), se refiere rara vez a la ley mosaica como modelo de
comportamiento (cf. Rom 13,8-10; Gál 5,14); no ignora los modelos morales de los estoicos
– es decir lo que los hombres de su tiempo han considerado como bueno y malo, además
transmite algunas disposiciones de Cristo sobre problemas concretos (1 Cor 7,10: 9,14;
14,37); y se refiere también a la “ley de Cristo” que dice: “¡Llevad los pesos los unos de los
otros!” (Gál 6,2).
Más frecuentes son las referencias al ejemplo de Cristo que hay que imitar y seguir. De modo
general Pablo dice: “Haceos imitadores míos como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1).
Exhortando a la humildad y a no buscar sólo el propio interés (2,4), amonesta a los
Filipenses: “¡Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús!” (2,5) y describe
todo el camino del anonadamiento y de la glorificación de Cristo (2,6-11). Presenta también
como ejemplar la generosidad de Cristo, que se hizo pobre para hacernos ricos (2 Cor 8,9), y
su dulzura y mansedumbre (2 Cor 10,1).
Pablo pone especialmente de relieve la fuerza comprometedora del amor de Cristo, que
alcanza su plenitud en la pasión. “Porque el amor de Cristo nos empuja, al pensamiento que
uno ha muerto por todos, y por tanto todos están muertos. Y él ha muerto por todos, para que
aquéllos que viven ya no vivan más para sí mismos, sino para aquél que ha muerto y
resucitado para ellos” (2 Cor 5,14-15). Siguiendo a Jesús ya no es posible una “vida propia”
según los propios proyectos y deseos sino sólo una vida en unión con Jesús. Pablo afirma de
sí mismo una tal vida: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Esta vida, que yo vivo en
el cuerpo, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me ha amado y se ha entregado a sí mismo
por mí” (Gál 2,20). Esta actitud se encuentra también en la exhortación de la carta a los
Efesios: “Caminad en la caridad, del modo en que también Cristo nos ha amado y se ha dado
a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio grato a él” (Ef 5,2; cf. Ef 3,17;
4,15-16).
48
e. El discernimiento de la conciencia guiado por el Espíritu
59. Aunque Pablo pide pocas veces a los creyentes el discernir, lo hace en modo tal de
hacerles comprender que todas las decisiones deben ser tomadas con discernimiento, como
muestra el comienzo de la parte exhortativa de la carta a los Romanos (Rom 12,2). Los
cristianos deben discernir, porque con frecuencia las decisiones a tomar no son precisamente
evidentes ni claras. El discernimiento consiste en examinar, bajo la guía del Espíritu, lo que
es mejor y perfecto en cada circunstancia (cf. 1 Tes 5,21; Flp 1,10; Ef 5,10). Pidiendo a los
creyentes el discernir, el apóstol los hace responsables y sensibles a la voz discreta del
Espíritu en ellos. Pablo está convencido que el Espíritu que se manifiesta en el ejemplo de
Cristo y que está vivo en los cristianos (cf. Gál 5,25; Rom 8,14) les dará la capacidad de
decidir lo que sea conveniente en cada ocasión.
60. Estas cartas pertenecen a las así llamadas epístolas católicas que no se dirigen a una
comunidad singular sino que están encaminadas a un público más amplio.
a. La carta de Santiago
La sabiduría de lo alto, la enseñanza moral revelada desde lo alto, no es obra humana, sino de
Dios. El hombre puede solamente analizarla, profundizarla y ponerla en práctica. Se trata de
una moral objetiva. Por el contrario la moral “terrestre, material y diabólica” (Sant 3,15)
sirve con frecuencia para justificar comportamientos amorales. La sabiduría terrestre
constituye una tentación permanente del hombre en cuanto quiere decidir qué es lo que está
bien y qué es lo que está mal.
Santiago insiste mucho sobre el frenar la lengua (1,26; 3,1-12), hasta el punto de afirmar “Si
uno no peca en el hablar, éste es un hombre perfecto, capaz de controlar también todo el
cuerpo” (3,2). En la Iglesia tienen una responsabilidad particular los maestros (cf. 3,1), que
pueden crear tantas discordias y divisiones en la comunidad a través de su enseñanza (o de
sus escritos). Semejante es la responsabilidad de todos aquéllos que ejercen un influjo fuerte
49
y determinante en la opinión pública.
Los creyentes no deben acomodarse a la sociedad pagana en la que viven y en la cual son
“extranjeros y peregrinos” (2,11). Deben abstenerse “de los malos deseos de la carne” (2,11),
del modo de vivir pagano (cf. 4,3) y conducir a los paganos, mediante sus buenas obras, al
punto que “den gloria a Dios en el día de su manifestación” (2,12). A pesar de su diversidad,
están llamados a insertarse en la sociedad en la que viven y a someterse “a toda autoridad
humana por amor al Señor” (2,13). Esta solícita participación en la vida social se manifiesta
también en las reglas para las diversas relaciones (estado, familia, matrimonio) en las que se
vive (2,13-3,2).
Si son perseguidos y deben sufrir por la justicia, se ven animados y sostenidos considerando
la muerte violenta de Cristo (3,13; 4,1). Incluso en estas circunstancias no deben cerrarse:
Estad “siempre prontos a responder a todo aquél que os pregunte la razón de la esperanza que
hay en vosotros. Sin embargo hágase esto con dulzura y respeto” (3,15-16). En cuanto
participan en los sufrimientos de Cristo se les exhorta: “Alegraos porque también en la
revelación de su gloria podáis alegraos y exultar” (4,11).
Junto a estas normas para la conducta en un ambiente pagano están las exhortaciones, para
que dicha conducta quede marcada por la oración, caridad, hospitalidad y por el uso de cada
carisma a favor de la comunidad. Hágase todo así “para que en todo sea glorificado Dios por
medio de Jesucristo” (4,11).
3.4. La nueva alianza y sus implicaciones morales, según la carta a los Hebreos
Para introducirnos en una íntima relación consigo, Dios ha escogido su propio Hijo como
50
mediador perfecto, último y definitivo. Ya en el prólogo se encuentra la afirmación central:
“Dios nos ha hablado por medio del Hijo” (1,2).
Cristo, Hijo de Dios (1,5-14) y hermano de los hombres (2,5-18) es mediador de la alianza en
la misma constitución de su ser. Recibe el título de “sumo sacerdote” (2,17), al que
corresponde la función fundamental de ejercitar la mediación entre Dios y los hombres. A
este título se añaden dos adjetivos “digno de fe” y “misericordioso”, que designan dos
cualidades, esenciales y necesarias para establecer y mantener una alianza. “Digno de fe” se
refiere a la capacidad de poner al pueblo en relación con Dios, “misericordioso” expresa la
capacidad de comprensión y de ayuda fraterna para con los hombres. El misterio de Cristo
abarca la adhesión a Dios y la solidaridad fraterna, dos aspectos de una única disposición de
alianza.
63. Cuando Jeremías anunciaba la nueva alianza no explicaba la forma en qué sería instituida
ni cuál sería el acto fundador. El autor de la carta a los Hebreos proclama con tono
determinado, en la frase central de toda la carta: “Cristo venido como sumo sacerdote de los
bienes futuros, a través de una tienda más grande y más perfecta no construida por mano de
hombre, es decir no perteneciente a esta creación, entró de una vez para siempre en el
santuario no por medio de la sangre de cabras y terneros, sino en virtud de su propia sangre,
obteniendo así una redención eterna” (9,11-12). Cristo entró en el santuario verdadero. Fue
introducido en la intimidad con Dios, abrió el camino hacia Dios, estableció la comunicación
del hombre con Dios, realizó la alianza definitiva. ¿Con qué medios? “en virtud de la propia
sangre”, es decir por medio de su muerte violenta transformada en ofrenda, por medio de la
oferta de su propia vida, transformada en medio de unión perfecta con Dios y de solidaridad
extrema con los hombres, Así Cristo “ha obtenido una redención eterna” para muchos, la
liberación de los pecados, que es la condición fundamental para la institución de la nueva
alianza.
El autor describe en 10,1-18 el efecto, el valor salvífico del sacrificio de Cristo y lo presenta
como la intervención decisiva que ha cambiado radicalmente la situación de los hombres con
respecto a Dios. Insiste sobre la supresión de las culpas: los pecados no son ya recordados
(10,17), están perdonados (10,18). Las dos frases más significativas que definen esta eficacia
salvífica lo hacen desde el punto de vista positivo del don de la santidad (10,10) y de la
perfección (10,14).
Por consiguiente el ofrecimiento único de Cristo tiene un doble efecto: confiere la perfección
a Cristo y la confiere a nosotros. En su pasión y resurrección Cristo era pasivo y activo: ha
recibido y realizado la perfección, es decir la relación perfecta con Dios y
contemporáneamente nos la ha comunicado; o mejor, ha recibido la perfección para
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comunicárnosla. Así ha establecido la nueva alianza.
64. Aquéllos que por causa de la ofrenda de Cristo han recibido el perdón de los pecados y
están santificados, y han pasado así a la nueva alianza, se encuentran en una nueva situación
que por su parte pide un nuevo comportamiento. El autor delimita los rasgos característicos y
las exigencias en 10,19-25. El texto comprende dos partes: la primera de naturaleza
descriptiva (vv. 19-21) y la segunda de naturaleza exhortativa (vv. 22-25). La parte
descriptiva define la nueva situación creada por la intervención de Cristo. Presenta por tanto
la nueva alianza sobre todo como el don maravilloso que Dios nos ha hecho en Cristo, y
muestra que poseemos tres realidades: un derecho de entrada, un camino y una guía
(indicativo). La parte exhortativa expresa las exigencias e invita a asumir las tres actitudes de
fe, esperanza y caridad; es preciso que el hombre acoja activamente el don de Dios
(imperativo). El texto presenta de modo ejemplar la conexión estrechísima entre el don
antecedente divino y la tarea consiguiente humana, entre el indicativo y el imperativo.
65. Todos nosotros estamos invitados a acercarnos a Dios, a entrar en un íntimo contacto con
él. Ante todo se reclama una adhesión personal a Dios. Ésta se verifica practicando las
virtudes teologales que tienen una relación estrecha y directa con la nueva alianza.
52
66. En diversas exhortaciones el autor indica cuál es el adecuado comportamiento de
aquéllos que con Jesús se han acercado a Dios: deben soportar persecuciones y sufrimientos,
permanecer constantes en la fe y pacientes en la esperanza (10,32-39) y están llamados a
buscar la paz con todos y a empeñarse por la santificación (12,14-17).
67. El punto de partida de la alianza como la entiende el Apocalipsis está constituido por la
alianza sinaítica y davídica, entendida y revivida en la perspectiva de la nueva alianza
propuesta por Jeremías (Jer 31,33; cf. Ez 36,26-28).
El autor del Apocalipsis, pasando sin solución de continuidad del Antiguo Testamento al
Nuevo y viceversa, reinterpreta la alianza como el compromiso por parte de Dios de realizar
con los hombres, mediante Cristo y en relación con él, una reciprocidad altísima de
pertenencia expresada en la fórmula típica: “Vosotros sois mi pueblo y yo soy vuestro Dios”
(Jer 31,32; Ez 36,28). La primera referencia explícita a la alianza que encontramos en el
Apocalipsis –cuando “se abrió el templo de Dios que está en el cielo, y se hizo ver el arca de
su alianza en su templo” (Ap 11,19)– está puesta como conclusión de la gran celebración
doxológica (Ap 11,15-18) que tiene por objeto un acontecimiento fundamental: “Sobrevino
el reino de nuestro Señor y de su Cristo sobre el mundo” (Ap 11,15). La realización del reino
en el mundo de los hombres desemboca en la alianza actuada, que es solemnemente
visualizada con la muestra del arca.
53
pueblo y Él –Dios con ellos- será su Dios’” (Ap 21,3).
68. La alianza y el reino constituyen un don de Dios y de Cristo, don, sin embargo, que se
realiza en los dos aspectos, mediante la cooperación de los cristianos. Encontramos, justo en
el comienzo del Apocalipsis, una aclamación a Cristo que lo expresa: “A Aquél que nos ama
y nos ha absuelto de nuestros pecados en virtud de su sangre – y nos ha hecho reyes,
sacerdotes para su Dios y Padre – a él la gloria y la fuerza por los siglos. Amén” (1,5-6).
Destaca ante todo la dimensión del amor por parte de Cristo del que la asamblea se siente
objeto. Resalta también un primer resultado de la acción redentora de Jesús: son los hombres
constituidos por él “un reino y sacerdotes” (cf. también 5,9-10). El amor por parte de Cristo y
la redención se colocan sobre la vertiente de la reciprocidad en la alianza, mientras los otros
dos términos – reino y sacerdotes – son aplicables al contexto del reino. Empezaremos por
estos dos.
69. A partir del bautismo los cristianos, liberados de sus pecados, pertenecen exclusivamente
a Cristo que los constituye su reino (cf. 1,5-6). Se trata de un reino en devenir, que lleva
consigo como tal una pertenencia a Cristo siempre mayor. A este perfeccionamiento va
dirigida la perspectiva penitencial de la primera parte del Apocalipsis (cap. 1-3). Como
después veremos en detalle, Cristo resucitado, hablando en primera persona, dirige a su
Iglesia imperativos que se tienden a cambiarla en mejor, a consolidarla, a convertirla. Lo que
Cristo resucitado pide a las iglesias particulares del Asia Menor, vale, -más en general – para
la Iglesia de todos los tiempos. Es, como se puede ver en cada una de las Cartas a las
Iglesias, una dialéctica entre la iglesia local de la que se parte a la Iglesia universal – “las
iglesias” – con las que se termina. En la medida en que la Iglesia acoge este mensaje
desarrolla su pertenencia a Cristo, haciéndose siempre más reino, siempre más capaz de
seguir a Cristo cordero (14,4) y de obrar en consecuencia.
70. Los cristianos, hechos reino, son calificados paralelamente como sacerdotes (cf. 1,5;
5,10). La celebración en 5,10 se dirige a Cristo como cordero que, en la formulación propia
del Apocalipsis (cf. Ap 5,6), indica al Cristo muerto y resucitado, dotado de toda la fuerza
mesiánica y que envía a los hombres la plenitud de su Espíritu. Es Cristo como cordero quien
constituye a los cristianos como sacerdotes. Con esta insólita calificación (cf. una vez más 1
Pe 2,1-10) es indicado – aparte la pureza requerida a los cristianos y la dignidad en la que la
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situación de reino los coloca – también un papel propio de mediación entre aquello que es el
proyecto de alianza de Dios y su realización en la historia que llevará a la actuación
definitiva del reino. De hecho los cristianos propiamente como sacerdotes “están reinando en
la tierra” (5,10), pero no en el sentido de disfrutar de un reino ya edificado, sino como
compromiso activo para instaurar el reino, de Dios y de Cristo, que se está realizando.
Cuando luego el Espíritu se lo sugiere, el cristiano podrá asumir, con respecto al sistema anti-
alianza con el que se confronta de modo continuado, también el tono de denuncia propio de
la profecía. El Apocalipsis esboza las características destacadas del profeta (cf. 11,1-3):
deberá, ante todo, acentuar su oración y después, con la fuerza del Espíritu, denunciará la
actitud agresiva, anti-reino y anti-alianza, del sistema terrestre y lo hará con la fuerza
irresistible de la palabra de Dios, como los antiguos profetas. Se le podrá además reclamar el
seguir a Cristo hasta el fondo, haciendo propia su vivencia pascual. Podrá incluso ser muerto,
pero ejercerá, incluso tras su muerte, un influjo decisivo en la historia.
71. Hay que notar, finalmente, en el marco de estas actividades desarrolladas por el cristiano,
una calificación típica que las atraviesa todas en diagonal y representa un común
55
denominador: el autor la denomina “los actos de justicia de los santos” (19,8). Se trata de
esas marcas de justicia, de rectitud establecida, que los santos, con cada una de las
actividades indicadas, insertan en la historia. Las actividades a las que se refieren “los actos
de justicia” contribuyen todas al desarrollo del reino, pero, al mismo tiempo, se desplazan
decididamente también sobre la vertiente de la alianza. Son interpretadas explícitamente por
el autor como “el lino” (19,8) que la Iglesia, todavía ennoviada, usará para su vestido
nupcial, cuando, en la fase escatológica, llegará a ser la esposa.
72. El seguimiento activo al que ha sido llamado el cristiano, nos aparece estrechamente
ligado a los acontecimientos de la historia. Para que su oración, su profecía, el testimonio y
cualquier otra acción suya sea de veras una contribución efectiva de justicia, se requiere por
parte del cristiano una interpretación oportuna del segmento de historia en que vive. Desde la
primera parte del Apocalipsis ha habido – junto a la insistencia sobre el “devenir reino”, una
presión reiterada a favor de una lectura interpretativa de la historia. Es un punto crucial para
toda la vida cristiana como la ve el Apocalipsis. Se trata de leer la historia, con un ojo en los
principios y valores religiosos que Dios ha revelado y revela y con otro ojo en los
acontecimientos concretos. Colocando los acontecimientos concretos en el marco de los
valores y principios religiosos y dejándolos iluminar por ellos, se obtiene una interpretación
de tipo sapiencial. El Apocalipsis de hecho llama sabiduría por una parte a la sabiduría con la
que Dios y Cristo-cordero hacen avanzar el desarrollo de la historia (cf. 5,12 y 7,12), por otra
la capacidad del cristiano para captar esta sabiduría trascendente en la concretización de su
hora, operando una síntesis entre los principios y los hechos concretos, con las propuestas
operativas que luego derivan de ellos. A esto atiende el imperativo siete veces repetido por
Cristo resucitado: “Quien tenga oídos escuche lo que Cristo dice a las iglesias” (2,7.11.17.20;
3,6.13.22). A esto miran también los cuadros simbólicos que contienen los grandes principios
religiosos revelados, destinados a acoger e iluminar las situaciones históricas más variadas.
Su interpretación y aplicación permitirá una lectura sapiencial de la historia adjunta y
actualizada.
e. Conclusión
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salvación y lo concluye.
En los sinópticos y en Pablo encontramos la determinación concreta del medio que Dios
utiliza en esta operación interna anunciada por Jeremías y Ezequiel. Jesús, el Siervo sufriente
de Dios (Lc 22,27; Jn 13,4-5.13-17), anticipando con signos elocuentes el don supremo que
está presto a hacer, en el ofrecer el cáliz con su sangre, lo designa como “mi sangre de la
alianza” (Mt 26,28; Mc 14,24; cf. Ex 24,8) o bien – en la formulación de Pablo y Lucas -:
“Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” (Lc 22,20; 1 Cor 11,25).
Las palabras de la institución “Bebed todos, porque esto es mi sangre de la alianza” revelan y
efectúan esta transformación del sentido de la muerte. Se ofrece, como sustancia nutritiva
que da vida, “la sangre derramada” o bien la misma muerte, no considerada como un desastre
fatal sino como “memoria”, es decir presencia permanente de un ajusticiado que “volverá”
porque, empezando por la “noche en la que fue entregado” (1 Cor 11,23), aquél que fue
juzgado ha sido constituido como aquél que nos juzga “para no ser condenados junto con el
mundo” (1 Cor 11,32).
75. El gesto sacramental expresa de modo especial la eficacia comunitaria del sacrificio.
Jesús se transforma en alimento y bebida para todos los hombres (cf. Jn 6,53-58). Por ello no
sólo su sacrificio lo hace agradable a Dios, sino la forma en que éste es significado y
realizado manifiesta también el beneficio en nuestro favor, en cuanto nos pone en estrecha
comunión con Jesús y por medio de él con Dios. El banquete de la “Nueva Alianza” en el
que Jesús mismo se vuelve alimento realiza el aspecto subrayado por Jeremías: la actividad
de Dios que transformará a los hombres “desde dentro”. Mediante el “se debe comer la carne
de Jesús” y “se debe beber su sangre” se insiste sobre la completa asimilación y se manifiesta
del mejor modo posible la acción interior de Dios prevista por Jeremías y por Ezequiel. Esta
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operación divina no queda restringida a un grupo privilegiado sino pone a todos los
convocados en una comunión recíproca. Se trata de un alimento compartido sin excluir a
nadie, dado que el cuerpo “ha sido entregado por vosotros” y la sangre “ha sido derramada
por vosotros”. Ya todo ‘sim-posio’ lleva consigo el dinamismo de comunicación recíproca
entre las personas, de aceptación mutua, de relaciones amistosas y fraternales. Tanto más el
banquete eucarístico que no es el resultado de meras convergencias horizontales, sino que
toma su origen en la convocatoria de Cristo que derrama su sangre por todos y obtiene lo que
nadie, ni siquiera todos juntos, podrían haber conseguido: “el perdón de los pecados” (Jer
31,34; Mt 26,28).
Esta realidad profunda de la Cena del Señor era tan impresionante para la fe que el mismo
Pablo, que siempre respeta la dualidad de los elementos eucarísticos (1 Cor 10,16), fascinado
por la realidad tan densa que crea el sacramento, en un cierto momento pasa a ocuparse de
uno solo de ellos: “Porque el pan es uno solo, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo
cuerpo: pues todos participamos del único pan” (1 Cor 10,17). Este único Cuerpo es la
Iglesia.
Mientras el Señor dice del pan eucarístico: “Esto es mi cuerpo” (1 Cor 11,24), Pablo declara
a propósito de los Corintios: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27). Una cosa no
va sin la otra y separarlas “no es un comer la cena del Señor” (1 Cor 11,20).
c. La eucaristía, el don
76. La eucaristía es totalmente don, el don por antonomasia. En ella Jesús se da a sí mismo,
la propia persona. Da sin embargo su cuerpo entregado y su sangre derramada, lo que
significa que él se da a sí mismo en el acto supremo de su vida, precisamente en la entrega de
su vida en una perfecta dedicación a Dios y en un completo compromiso por la humanidad.
Jesús se da en el pan y en el vino, como comida y como bebida, lo que significa el cambio
interior que es característico de la nueva alianza (cf. Jer 31,33). Mediante esta unión
eucarística se entra a la vez en la más estrecha comunión con Dios y con los hombres. No se
puede estar en esta interna y vital unión con Jesús y después comportarse en modo
evidentemente opuesto al comportamiento de Jesús para con Dios y para con los hombres.
La celebración de la nueva alianza debe ser hecha en plena coherencia con la vida para no
convertirse en una farsa. Posee una dimensión moral que hace referencia a la realidad
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cotidiana.
Por ello hay que distinguir bien la causa de la culpabilidad de los Corintios. No han abusado
de la eucaristía en el sentido de una profanación al no tratarla como una realidad sagrada. Su
responsabilidad consiste en el hecho que no tenían en cuenta las implicaciones comunitarias
de la eucaristía y de la comunión personal con el Señor: no puede decir que estima al Señor
quien desprecia al prójimo misteriosamente unido con Él.
78. Pablo critica las divisiones entre los corintios como incompatibles con la Cena del
Señor, .pero no proclama “una huelga de la eucaristía”. Quien quisiese aplazar la eucaristía
hasta que la comunidad eclesial se encuentre en plena unidad y libre del pecado, no podría
nunca renovar el mandamiento de Cristo: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11,24.25). El
mismo Pablo vincula las dos realidades: “Es necesario en efecto que haya divisiones entre
vosotros, para que en medio de vosotros se manifiesten los verdaderos creyentes” (1 Cor
11,19). A través del lazo que establece entre Eucaristía y compromiso moral, el texto paulino
se sitúa en continuidad con numerosos escritos del Antiguo Testamento que insisten sobre la
relación entre culto y ética (cf. arriba nn. 35-36).
Para Pablo los deplorables acontecimientos de Corinto no tienen como resultado una
renuncia fatalista a los encuentros eucarísticos, sino que se presentan como oportunidades
válidas para examinar la conciencia, tanto individual como comunitaria, para formular “el
imperativo” de los cambios necesarios y para permitir al “indicativo” de la fuerza divina,
activa en la nueva alianza, el desplegar su obra unitiva en el cuerpo de Cristo.
59
su acto supremo, en su total entrega a Dios Padre y en su compromiso sin límites por los
hombres pecadores. Dándose a sí mismo, Jesús comunica su Espíritu, el Espíritu de Cristo
(Rom 8,9; Flp 1,19). Este don pide en seres libres una acogida activa, un adecuarse al
Espíritu de Jesús, un obrar en su Espíritu. Pablo llega por ello a esta conclusión: “si vivimos
en el Espíritu, caminemos también según el Espíritu” (Gál 5,25).
No se trata de un imperativo impuesto desde fuera y que hay que realizar con las propias
fuerzas, sino de un imperativo interno, dado con el mismo Espíritu de Jesús. Permanece una
tarea continua el abrirse al Espíritu de Jesús, dejarlo determinar las propias acciones,
seguirlo. El Espíritu, vivo en Jesús y comunicado por Jesús especialmente a través del don de
la eucaristía, se hace una realidad dinámica en el interior del corazón de los cristianos, si
éstos no se oponen a su obrar.
Para Pablo por el comportamiento de los corintios se pone en peligro el elemento central de
la fe cristiana, la presencia y la actividad del Espíritu de Cristo en el corazón de los fieles. Al
Espíritu de Cristo, que es un Espíritu de amor y solidaridad, han preferido los viejos
privilegios y divisiones de clase, concluyendo en el desprecio hacia los que no tienen nada (1
Cor 11,22). Por ello llega con fuerza la reacción del apóstol, determinada por la misma
preocupación que expresa frente a los Gálatas: “Después de haber empezado con la señal del
Espíritu, ¿ahora queréis terminar con la señal de la carne?” (3,3)
80. Es fundamental el don de Dios que empieza con la creación, se manifiesta en las diversas
expresiones de la alianza y llega hasta el envío del Hijo, a la revelación de Dios como Padre,
Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19) y al ofrecimiento de una comunión de vida perfecta e
interminable con Dios. El don es a la vez invitación a la acogida, indica implícitamente el
justo modo de acogerlo y capacita para una respuesta adecuada. Exponiendo la moral
revelada nos hemos comprometido a mostrar cómo Dios acompaña sus dones con la
revelación del camino justo, del modo adecuado de acogerlos.
En esta situación los libros bíblicos nos muestran cómo al don se añade el perdón. Dios no
actúa como juez y vengador implacable, sino que se apiada de sus criaturas caídas, les invita
60
al arrepentimiento y a la conversión y perdona sus culpas. Es un dato fundamental y decisivo
de la moral revelada que ésta no constituye un moralismo rígido e inflexible, sino que su
garante es el Dios lleno de misericordia que no quiere la muerte del pecador sino que se
convierta y viva (cf. Ez 18,23-32).
Presentamos los datos principales de esta situación propicia y salvífica, en la que al don se
añade el perdón y que es la única esperanza del hombre pecador. El Antiguo Testamento
atestigua ampliamente la disposición de Dios al perdón, que después alcanza su plenitud en
la misión de Jesús.
Señalemos dos importantes conceptos iniciales. Ante todo: culpa y perdón no son materia de
imputación jurídica y de perdón de deudas. Se trata, por el contrario, de realidades de hecho.
Las malas acciones producen una distorsión del cosmos. Son contra el orden de la creación y
pueden ser contrapesadas sólo mediante acciones que restauran el orden del mundo. En
segundo lugar, este concepto de una conexión natural entre causa y efecto es indicativo del
papel de Dios en cuanto al perdón: Él no es el acreedor severo que pone en orden deudas,
sino el Creador benévolo que vuelve a traer a los seres humanos a su condición de seres
amados por Él y que repara los daños que han causado al mundo. Estas dos premisas
contrastan con la comprensión jurídica de pecado y perdón en nuestra cultura. Se debe, sin
embargo, tenerlo en cuenta, porque de otro modo se pierde una llave de acceso a la
misericordia de Dios. La comprensión ontológica de la expiación se refleja en algunas
expresiones metafóricas, como Dios “arroja al fondo del mar los pecados” (Miq 7,19), “lava
al penitente del pecado” (Sal 51,4), “redime de la culpa” (Sal 130,8).
b. La tradición sacerdotal
Una teología detallada del perdón ha sido desarrollada en los ambientes sacerdotales,
especialmente en la forma en que se encuentra en los libros del Levítico y de Ezequiel, y
especialmente mediante la expresión “cubrir (‘kapper’) los pecados”. El libro del Levítico
presenta la legislación para el culto en lo que atañe a las varias ofertas, que corresponden a
las diversas categorías de pecado e impureza (Lev 4-7). El gran rito es el del día de la
expiación, cuando el macho cabrío para el SEÑOR es inmolado como sacrificio por los
pecados del pueblo y el macho cabrío para Azazel es enviado al desierto y lleva consigo las
iniquidades de Israel (Lev 16). La ley que contempla esta ceremonia se encuentra
61
exactamente en el centro de los cinco libros de Moisés y regula la principal actividad cultual
instituida para hacer posible la presencia permanente del Señor en medio de su pueblo en la
tienda del desierto (cf. Ex 40).
Es fundamental para la tradición sacerdotal que los ritos de expiación no vengan presentados
como medios que obtienen la misericordia de Dios, en el sentido que una actividad humana
pueda disponer de su voluntad de perdonar e incluso pueda obligarle al perdón. Estos ritos
representan por el contrario la señal objetiva del perdón del Señor (sangre como prenda de
vida: cf. Gén 9,4).
c. Características de la reconciliación
Sobre el trasfondo de esta enseñanza sacerdotal se deben entender muchas afirmaciones que
se encuentran aquí y allí y miran la reconciliación de los seres humanos con Dios. Es
exclusivamente el Señor quien perdona pecados (Sal 130,8). Su misericordia alcanza a todo
Israel (Ez 32,14), incluso a la generación inicua del desierto (Ex 34,6-7), su ciudad Jerusalén
(Is 54,5-8) y también las otras naciones (Job 4,10). El perdón es siempre inmerecido, pero
proviene de la santidad de Dios, la cualidad que distingue al Señor de todos los seres
terrestres (Gén 8,21; Os 11,9). El perdón de Dios causa la renovación creativa (Sal 51,12-14;
Ez 36,26-37) y lleva consigo vida (Ez 18,21-23). Éste es siempre ofrecido a Israel (Is 65,1-
12) y puede quedar en vano sólo por el rechazo del pueblo a volver al Señor (Jer 18,8; Am
4,6-13). Según el decálogo la paciencia de Dios con respecto a los pecadores es talmente
admirable que alcanza hasta la tercera o cuarta generación, esperando que dejen los caminos
de la maldad (Ex 20,5-6; Núm 14,18). En fin, su perdón pone término a todo castigo (Is 40,1-
20); Job 3,10), que no tiene otra meta que hacer volver a Él a los pecadores: “¿Acaso
encuentro yo placer en la muerte del malvado o no más bien en que desista de su conducta y
viva?” (Ez 18,23; cf Is 4).
82.Los escritos del Nuevo Testamento afirman concordemente como verdad central que Dios
ha realizado el perdón a través de la persona y la obra de Jesús. Expondremos este mensaje
de un modo bastante explícito por el evangelio de Mateo y después, más brevemente, por
algunos otros escritos del Nuevo Testamento.
El evangelista Mateo reitera en modo particular que la misión de Jesús consiste en la tarea de
salvar a su pueblo de sus pecados (1,21), de llamar a los pecadores (9,13) y de obtener el
perdón de los pecados (26,28).
José, que antes del nacimiento de Jesús, es informado por el ángel del Señor sobre la
situación de María y su propio papel, recibe el encargo: “Tú lo llamarás Jesús: él en efecto
62
salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). De un modo fundamental y programático, a
través del mismo nombre del niño, viene expresada su principal misión. Al nombre ‘Jesús’
(en hebreo: ‘Jeshua’ o ‘Jehoshua’) se suele atribuir el significado ‘El Señor salva’. Aquí el
don de la salvación se especifica como perdón de los pecados. En el Sal 130,8, el que lo reza,
confiesa: “Él (Dios) redimirá Israel de todas sus culpas”. De ahora en adelante Dios obra y
perdona los pecados mediante la persona de Jesús. La venida y la misión de Jesús queda
centrada sobre el perdón y atestigua en modo irrefutable que Dios perdona. En los dos
versículos que siguen, Mateo refiere el cumplimiento de la Escritura que dice: “Él será
llamado Emmanuel, que significa ‘Dios con nosotros’” (1,22-23). Jesús libera de los
pecados, quita lo que separa a los hombres de Dios y al mismo tiempo efectúa la renovada
comunión con él.
Durante la última cena, finalmente, dando el cáliz a los discípulos, Jesús dice: “Bebed todos,
porque esto es mi sangre de la alianza que es derramado por muchos para el perdón de los
pecados” (Mt 26,28). Así revela de qué modo obtiene él la salvación de su pueblo de sus
pecados. Derramando su sangre, es decir inmolando la propia vida, sanciona la nueva y
definitiva alianza y consigue el perdón de los pecados (Heb 9,14). Las acciones que Jesús
pide a sus discípulos, es decir comer su cuerpo y beber su sangre, son prendas de su unión
con él y a través de él con Dios – unión que llega a ser perfecta e imperecedera con el
banquete en el reino del Padre (Mt 26,29).
En la primera aparición de Jesús Juan Bautista lo presenta así: “He aquí el cordero de Dios,
aquél que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). El mundo, la humanidad entera está
impregnada por el pecado; Dios ha mandado a Jesús para que libre al mundo del pecado. El
motivo que ha causado el envío del Hijo por parte del Padre es su amor hacia el mundo
pecador. “En efecto, tanto ha amado Dios al mundo como para darle su Hijo, el único, para
que cualquiera que cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna. Dios no ha mandado el
Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de él”
63
(Jn 3.16-17). También al inicio de su primera carta Juan constata: “La sangre de Jesús, su
Hijo, nos purifica de todo pecado” (1 Jn 1,7) y continúa: “Si confesamos nuestros pecados él,
que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos purificará de toda iniquidad. Si decimos
no tener pecado, hacemos de él un mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1 Jn 1,9-10).
Pablo se ocupa especialmente en la carta a los Romanos del perdón concedido por Dios y
realizado por Jesús: “En efecto, todos han pecado y están privados de la gloria de Dios,
justificados gratuitamente por su gracia por medio de la redención que está en Cristo Jesús.
Dios lo ha preestablecido como instrumento de expiación por medio de la fe, en su sangre…”
(Rom 3,23-25). Para todos la fe en Jesús constituye el acceso al perdón de sus pecados (cf.
Rom 3,26) y a la reconciliación con Dios (cf. Rom 5,11). También según Pablo el amor de
Dios por los pecadores es el motivo del don de su Hijo: “Dios nos muestra su amor hacia
nosotros porque mientras éramos todavía pecadores, Cristo ha muerto por nosotros” (Rom
5,8).
El comienzo de la carta a los Hebreos describe la posición del Hijo a través del cual Dios ha
hablado últimamente (Heb 1,1-4) y menciona la acción decisiva de su misión: él ha realizado
“la purificación de los pecados” (Heb 1,3). De este modo queda destacado desde el principio
lo que constituye el tema principal de la carta.
En la parte inicial del Apocalipsis Jesucristo es aclamado como “aquél que nos ama y nos ha
librado de nuestros pecados con su sangre, que ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes
para su Dios y Padre” (Ap 1,5). Esto se repite en la gran, solemne, festiva y universal
celebración dedicada al Cordero, y se expresa en el canto nuevo: “Tú eres digno de tomar el
libro y de abrir los sellos, porque has sido inmolado y has rescatado para Dios, con tu sangre,
hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación y has hecho de ellos, para nuestro Dios, un
reino y sacerdotes que reinarán sobre la tierra” (Ap 5,9-10). La singular fiesta y alegría está
causada por el hecho que el sacrificio de Jesús-Cordero y el acto redentor y salvador por
antonomasia que reconcilia la humanidad perdida con Dios, la conduce de la muerte a la vida
y la lleva de las tinieblas de la desesperación a un futuro feliz y luminoso en la unión con
Jesús y con Dios.
84. En el cuadro más amplio del poder confiado a Pedro (Mt 16,9) y a los otros discípulos
responsables de la Iglesia (Mt 18,18), se inserta la misión de “perdonar los pecados”; ésta
64
queda presentada en el contexto de la efusión del Espíritu Santo simbolizada por un gesto
impresionante del Señor resucitado que echó su aliento sobre sus discípulos (Jn 20,22-23).
Allí, en el centro del acontecimiento pascual, nace lo que Pablo llama “el ministerio de la
reconciliación” y que él comenta: “En efecto, ha sido Dios el que ha reconciliado consigo el
mundo en Cristo, no imputando a los hombres sus culpas y confiando a nosotros la palabra
de la reconciliación” (2 Cor 5,18-19). Tres sacramentos están explícitamente al servicio de la
remisión de los pecados: el bautismo (Hch 2,38; 22,16; Rom 6, 1-11; Col 2,12-14); el
ministerio del perdón (Jn 20,23) y, para los enfermos, la unción confiada a los “presbíteros”
(Sant 5,13-19).
Encontramos huellas un poco por todas partes en el ámbito del Nuevo Testamento. Pero la
unión escatológica con Dios como también su acogida por parte del hombre resaltan sobre
todo en Pablo y en el Apocalipsis.
86. Pablo, tal como aparece al tener en cuenta sincrónicamente todas las cartas que se le
atribuyen, ve la última meta del hombre como el desenlace de un dinamismo de vida que,
iniciado con la primera acogida del Evangelio y con el bautismo, se concluye con el ser con
Cristo.
Desde su primera implantación, la vida eterna donada es puesta por Pablo en relación con
Cristo: “el don de Dios es la vida eterna en Jesucristo nuestro Señor” (Rom 6,23). La relación
con Cristo viene determinada como un enganche – de dependencia y de participación – con
la resurrección: “…como Cristo ha resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del
Padre, así también nosotros caminaremos en una novedad de vida (Rom 6,4).
A propósito de esta vida que anima al cristiano hay otro aspecto a subrayar: la dependencia
del Espíritu. El Espíritu implanta en el cristiano la nueva vida de Cristo, la hace desarrollar,
la lleva a su plenitud. ¿Cómo podemos configurar esta plenitud? Pablo nos ofrece a este
propósito varios apuntes significativos.
65
cuerpo espiritual en lugar de nuestra situación pre-escatológica presente (1 Cor 15,42-44).
Subraya que, resucitados, llevaremos “la imagen del Adán celeste” (1 Cor 15,49).
Otro texto de Pablo que nos traslada del presente al futuro escatológico es la conclusión del
“camino del amor” (1 Cor 12,31b-14,1a) que encontramos en 1 Cor 13,8-13. El amor con
que amamos ahora “no pasa jamás” (1 Cor 1,8). A nivel escatológico cesarán la fe y la
esperanza, pero el amor, debidamente engrandecido, permanecerá y dará el tono a toda la
vida escatológica.
La participación plena en la resurrección por parte de los cristianos tendrá lugar “en su
parusía” (1 Cor 15,23), en el momento del retorno definitivo. Pablo, mirándolo desde su
presente, indica –usando un estilo apocalíptico – lo que sucederá en el espacio de tiempo
intermedio. Habrá una acción propia de Cristo dirigida a establecer su reino en la historia.
Ello supondrá, por una parte la superación de todos los elementos anti-reino, heterogéneos y
hostiles, que se habrán concretado en la historia, hasta el “último enemigo… la muerte” (1
Cor 15,26). Después de esto, Cristo resucitado presentará “a Dios y Padre” (1 Cor 15,24) el
reino realizado, constituido, juntos, por él y por todos los hombres que participarán
plenamente en su resurrección. Se alcanzará entonces el punto de llegada de toda la historia
de la salvación. Dios “todo en todos” los hombres (1 Cor 15,28), perfectamente homogéneo
con ellos, como está, ya desde ahora, enteramente presente y homogéneo con Cristo
resucitado.
87. Esta meta altísima tiene sus consecuencias morales, que se reflejan sobre el obrar
cristiano.
Mirándola el cristiano deberá, ante todo, tomar nota de ser, ya desde ahora, portador de
aquella vida que luego tendrá ese florecimiento. Cristo, mediante la nueva vida que él
comunica, ya desde ahora está resucitando en él.
El Espíritu que posee la da y la organiza. Constituye “la prenda de nuestra herencia” (Ef
1,14), la que tendremos una vez alcanzada la meta. Todo aumento de vida, todo crecimiento
de amor constituyen un paso en esta dirección.
66
inspirador. Hay, entre su presente y su última meta, una continuidad de vida en crecimiento.
5.2. El punto de llegada del Apocalipsis; la reciprocidad con Cristo y con Dios
67
cordero como su esposa no podrían darse un don recíproco mayor.
89. Pero hay otro aspecto. Con la nueva Jerusalén “esposa del Cordero” (Ap 21,9) se realiza
plenamente “el reino de Dios y de su Cristo” (Ap 11,15). La confluencia entre nupcialidad y
reino entusiasma al autor del Apocalipsis, que lo expresa en una de las proclamaciones
doxológicas más solemnes del libro (19,6-8).
¡El omnipotente!
Y su esposa se preparó
Luminoso y puro!”
b. La cooperación responsable
90. El autor del Apocalipsis, como hemos visto, insiste sobre la cooperación responsable del
cristiano para que éste pueda recibir el don escatológico. Nada menos que ocho veces ha
puesto en relación la victoria, que el cristiano debe conseguir colaborando junto a Cristo, con
el premio que Cristo mismo le dará “al final” (Ap 2, 26; cf. Ap. 2, 7.11.17.28; 3,5.12.21). En
nombre del Espíritu son proclamados bienaventurados aquéllos que mueren en el Señor
porque “sus obras les seguirán tras ellos” (Ap 14,13). Y todavía, antes de mostrarnos la
nueva Jerusalén, subraya, con una puesta en escena impresionante, la valoración judicial que
tendrá lugar para todos los hombres “según sus obras” (Ap 20,13).
Para tener parte en la Jerusalén celeste, se requiere vencer –“el vencedor tendrá estas cosas
en herencia”–, superando las dificultades personales y sobre todo cooperando a la victoria
que Cristo resucitado está consiguiendo en la historia sobre el sistema anti-reino y anti-
alianza.
68
Siempre en relación explícita con la entrada en la nueva Jerusalén, quedan subrayados, en el
diálogo litúrgico conclusivo, (Ap 22,6-22), por una parte la exigencia para el cristiano de una
purificación continua: “Felices aquéllos que lavan sus propios vestidos” (Ap 22,14); por otra
parte la pena de la exclusión infligida al malvado (Ap 22,15).
5.3. Conclusión
91. Las dos concepciones –la de Pablo y la del Apocalipsis– acaban coincidiendo al presentar
ambas al cristiano una perspectiva bipolar. Por una parte trasladan con insistencia la mirada
del cristiano del presente al futuro, a la plenitud de vida que le espera. Por otra parte
reclaman incesantemente la atención hacia el presente y al compromiso constante requerido
para que se realice, en el futuro, aquella plenitud de vida.
SEGUNDA PARTE
INTRODUCCIÓN
92. La primera parte de este documento se proponía individualizar los principales ejes
antropológicos y teológicos que en la Escritura fundan la reflexión moral y mostrar las
principales consecuencias morales que se derivan.
La segunda parte procede de una problemática actual. El hombre de hoy, considerado tanto
individual como colectivamente, queda confrontado cada día con problemas morales
delicados que el desarrollo de las ciencias humanas, por una parte, y la mundialización de las
comunicaciones, por otra, vuelven a colocar constantemente sobre el tapete, hasta el punto
que también creyentes convencidos tienen la impresión que algunas certezas de otro tiempo
están siendo anuladas. Piénsese sólo en los diversos modos de abordar la ética de la
violencia, del terrorismo, de la guerra, de la inmigración, de la distribución de las riquezas,
del respeto a los recursos naturales, de la vida, del trabajo, de la sexualidad, de la
investigación en el campo genético, de la familia o de la vida comunitaria. Frente a esta
compleja problemática, en los últimos decenios, en teología moral ha podido darse la
tentación de marginar, en todo o en parte, a la Escritura. ¿Qué hacer cuando la Biblia no da
respuestas completas? ¿Y cómo integrar los datos bíblicos, cuando para elaborar un discurso
moral sobre tales cuestiones es necesario recurrir a las luces de la reflexión teológica, de la
razón o de la ciencia? Éste será ahora nuestro proyecto.
Un proyecto delicado, por el hecho de que el canon de las Escrituras se presenta como un
conjunto complejo de textos inspirados: una colección de libros provenientes de autores y
épocas muy diversificadas, que expresan múltiples insistencias teológicas, que hacen frente o
exponen las cuestiones morales de modos muy diferentes, a veces en marcos de textos
legislativos o de discursos con prescripciones, a veces en el encuadre de narraciones que
tienen por objeto la revelación del misterio de la salvación o presentan ejemplos concretos de
69
vida moral, tanto positivos como negativos. En el curso del tiempo además se asiste a una
diversa evolución y afinamiento de la sensibilidad y de las motivaciones morales.
Todo esto muestra la necesidad de definir criterios metodológicos que permitan hacer
referencia a la Sagrada Escritura en materia moral, teniendo en cuenta al mismo tiempo de
los contenidos teológicos, de la complejidad de su composición literaria y finalmente de su
dimensión canónica. A este propósito se tendrá en cuenta de modo muy particular la relectura
que el Nuevo Testamento ha hecho del Antiguo, aplicando lo más rigurosamente posible las
categorías de continuidad, discontinuidad y progresión que señalan la relación entre los dos
Testamentos.
93. En la exposición, para aclarar en cuanto se pueda, a partir de la Escritura, las opciones
morales difíciles, distinguiremos dos criterios morales fundamentales (conformidad con la
visión bíblica del ser humano y conformidad con el ejemplo de Jesús) y seis otros criterios
más específicos (convergencia, contraposición, progresión, dimensión comunitaria, finalidad,
discernimiento). En cada uno de los casos enunciamos el criterio y mostramos, sobre la base
de los textos o temas, cómo el criterio se funda sobre uno u otro Testamento y sugiere
orientaciones para hoy.
Los dos criterios fundamentales desarrollan un doble papel esencial. Ante todo, sirven como
puente entre la primera parte (ejes fundamentales) y la segunda (pistas metodológicas) y por
tanto aseguran la coherencia global de la argumentación. Luego, introducen y engloban de
alguna manera los seis criterios específicos. En efecto, del conjunto de la Escritura se pueden
deducir seis líneas de fuerza para llegar a tomas sólidas de posición moral, que se apoyan
sobre la revelación bíblica: 1. una apertura a las diversas culturas y por tanto un cierto
universalismo ético (convergencia); 2. una firme toma de postura contra los valores
incompatibles (contraposición); 3. un proceso de afinamiento de la conciencia moral que se
encuentra en el interior de cada uno de los dos Testamentos y sobre todo del uno al otro
(progresión); 4. una rectificación de la tendencia, en buen número de las culturas actuales, a
relegar las decisiones morales a la sola esfera subjetiva, individual (dimensión comunitaria):
5. una apertura a un porvenir absoluto del mundo y de la historia, susceptible de señalar en
profundidad el objetivo y la motivación del obrar moral (finalidad); 6. y finalmente una
determinación atenta, según los casos, del valor relativo o absoluto de los principios y
preceptos morales de la Escritura (discernimiento).
El lector habrá entendido ciertamente que no puede esperarse que se afronten y traten todas
las cuestiones morales problemáticas. Hemos escogido un cierto número de puntos que, sin
ser exhaustivos, ejemplifican el modo o los modos más fecundos para aclarar un reflexión
moral fundándose sobre la Escritura. Se trata en suma de mostrar cuáles son los puntos que la
revelación bíblica ofrece para ayudarnos, hoy, en el proceso delicado de un justo
discernimiento moral.
1. Criterios fundamentales
94. Para ilustrar los dos criterios generales nos serviremos de los dos textos base resaltados al
comienzo de nuestro documento, el decálogo y las bienaventuranzas, en razón precisamente
de su carácter de fundamento, tanto a nivel literario como a nivel teológico.
70
1.1. Primer criterio fundamental: Conformidad con la visión bíblica del ser humano
95. Por el hecho que buena parte de los contenidos éticos de la Escritura puede ser
encontrada en otras culturas y que los creyentes no tienen el monopolio de las buenas
acciones, se ha afirmado que la moral bíblica no es verdaderamente original y que las
principales luces útiles en este campo hay que buscarlas en la vertiente de la razón.
1.1.1. Explicación
Efectivamente, la Biblia ofrece un horizonte precioso para aclarar todas las cuestiones
morales, incluso aquéllas que no tienen una respuesta directa y completa. Más en particular,
cuando se trata de dar un juicio moral, hay que poner ante todo dos preguntas. Una
determinada postura moral: 1. ¿Es conforme a la teología de la creación, es decir a la visión
del ser humano en toda su dignidad, en cuanto “imagen de Dios” (Gén 1,26) en Cristo, que es
él mismo, en un sentido infinitamente más fuerte, “imagen del Dios invisible” (Col 1,15)? 2.
¿Es conforme a la teología de la alianza, es decir a la visión del ser humano llamado, tanto
colectiva como individualmente, a una comunión íntima con Dios y a una colaboración
eficaz en la construcción de una humanidad nueva, que encuentra su plenitud en Cristo.
96. ¿Cómo aplicar, más concretamente, este criterio general? El decálogo, una especie de
fundamento de la primera Ley, nos servirá de muestra. Ya en la primera parte habíamos
propuesto el esbozo de una lectura “axiológica” de este texto fundador (esto es en términos
de valores positivos). Ahora recogeremos dos ejemplos para mostrar en qué sentido la Ley
del Sinaí abre un horizonte moral potencialmente rico, capaz de mantener una reflexión
adaptada a la plenitud de una problemática moral contemporánea. Los dos valores escogidos
71
son la vida y la pareja.
a. La vida
“No matarás” (Ex 20,13; Dt 5,17). A partir de su formulación negativa, la prohibición lleva
consigo un no obrar: no ocasionar un grave atentado a la vida (aquí, en el contexto, la vida
humana). Jesús ampliará y afinará el campo de la abstención: no herir al “propio hermano”
con la cólera o palabras injuriosas (Mt 5,21-22). ¡Se puede, por tanto, en cierto sentido matar
cuanto hay más precioso en el hombre sin fusil, bombas, ni arsénico!. La lengua puede llegar
a ser un arma mortal (Sant 3,8-10). Y también el odio (1 Jn 3,15).
b. La pareja
a. La vida
1) Ante todo – eso se ve ya en el discurso de Jesús – ello obliga a afinar el concepto mismo
de “respeto a la vida”. El valor en cuestión no mira sólo el cuerpo, sino que se aplica
también, en su apertura programática, a todo lo que toca la dignidad humana, la integración
social y el crecimiento espiritual.
2) Pero también si se refiere al plano biológico, ello previene al hombre de toda tentación de
arrogarse un poder sobre la vida, tanto la propia como la de los otros. Por esto la Iglesia
comprende el “no matarás” de la Escritura como el llamamiento absoluto a no ocasionar
voluntariamente la muerte de un ser humano, quienquiera que sea, embrión o feto, persona
disminuida, enfermo en fase terminal, individuo considerado social o económicamente
menos rentable. En la misma línea se explican las serias reservas que ello opone a las
manipulaciones genéticas.
72
valor “respeto a la vida” podría fácilmente sobrepasar los intereses de la sola humanidad para
fundamentar una reflexión renovada sobre el equilibrio de las especies animales y vegetales,
con todos los matices deseados. El relato bíblico de los orígenes podría ofrecernos la
invitación. Si la pareja prototipo, antes del pecado, ve que se le confían cuatro consignas: ser
fecundos, multiplicarse, llenar la tierra, someterla, mientras que Dios le asigna un régimen
vegetariano (Gén 1,28-29), por su parte Noé, nuevo Adán, que asegura la repoblación de la
tierra después del diluvio, no recibe más que las primeros tres consignas, lo que tiende a
relativizar su poder, y si Dios le autoriza un régimen de carne y pesca, le impone sin embargo
abstenerse de la sangre, símbolo de la vida (Gén 9,1-4). Esta ética de respeto a la vida se
apoya de hecho sobre un doble tema de teología bíblica: la “bondad” fundamental de toda la
creación (Gén 1,4.10.12.18.21.25.31) y la ampliación de la noción de alianza de manera que
incluya a todos los vivientes (Gén 9,12-16).
En el pensamiento bíblico ¿qué es lo que explica, en el fondo, semejante respeto por la vida?
Ni más ni menos que su origen divino. El don de la vida a la humanidad queda descrito
simbólicamente como un gesto de “soplar” por parte de Dios (Gén 2,7). Más todavía, este
“soplo interminable está en todas las cosas”, ello “llena el cosmos” (12,1; 1,7).
b. La pareja
100. El otro criterio fundamental nos concentra todavía más, por decirlo así, en el corazón de
73
la moral propiamente cristiana: la imitación de Jesús, modelo inigualable de perfecta
conformidad entre la palabra y lo vivido y de conformidad con la voluntad de Dios. No es
preciso que reiteremos o reasumamos cuanto se ha dicho en la primera parte sobre la
imitación y el seguimiento de Cristo, temas importantísimos para nuestro punto de vista.
Siendo así que Jesús es para los creyentes el modelo por excelencia del obrar perfecto, el
problema que se pone concretamente, en materia de discernimiento moral, es el siguiente:
¿hay que considerar el comportamiento de Jesús como una norma, un ideal más o menos
inaccesible, una fuente de inspiración o un simple punto de referencia?
101. También aquí nos apoyamos sobre un texto base, que orienta y anticipa la proclamación
de la nueva Ley en el primer evangelio.
Jesús no es sólo quien revela esta justicia superior sino también su modelo. El principio
básico queda enunciado en 5,17-20. En la afirmación inicial se ve un programa para todo el
evangelio: “No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolir sino
a darles pleno cumplimiento”. La persona, el obrar y la enseñanza de Jesús representan la
plena revelación de lo que Dios ha querido a través de la Ley y de los Profetas, y anuncian la
presencia inminente del Reino de Dios. Desde un cierto punto de vista, el largo discurso
culmina en la afirmación “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (5,48). Así
la idea del hombre creado a “imagen y semejanza de Dios” se encuentra restablecida y
traspuesta a un registro específicamente moral. Dios mismo es el modelo de todo obrar
(teleios, “perfecto”, en el sentido de “completo”, “cumplido”. De aquí la exhortación
“Buscad ante todo su reino y su justicia” (6,33) y proponeos hacer “la voluntad de mi Padre
que está en los cielos” (7,21). De esta perfección moral Cristo es el modelo perfecto (cf. Mt
19,16-22).
74
1.2.3. Orientaciones para hoy
102. ¿Hasta qué punto es normativa la radicalidad que Jesús encarna con su vida y con su
muerte?
2. La exhortación a practicar una justicia que supere la de los escribas y de los fariseos (cf.
Mt 5,20) implica que ya, en régimen cristiano, toda norma moral se sitúa en el marco
dinámico de una relación filial. En el discurso, Jesús insiste mucho sobre esta relación y
habla nada menos que dieciséis veces de Dios llamándolo “Padre” desde el punto de vista de
los otros, y sólo al final lo llama por primera vez “mi Padre en los cielos” (Mt 7,21). Por
ejemplo. él recoge las tres expresiones tradicionales de la piedad hebrea: limosna, oración y
ayuno (6,1-18); en todo caso, la actitud del discípulo debe brotar de un lazo interior con Dios
y evitar todo cálculo, toda búsqueda de provecho y de alabanza humana. La continuación del
discurso enfoca la atención hacia el lazo de amor y de confianza entre Dios y el discípulo. De
ahí deriva la responsabilidad que incumbe al discípulo de vivir el evangelio. Cuando esto no
sucede, se crea un obstáculo a la realidad fundamental de la vida tal como es querida por
Dios y enseñada por Jesús y nos exponemos a consecuencias desastrosas. Los textos relativos
al juicio son ellos mismos advertencias acerca de los efectos destructivos provenientes de
una mala conducta. En particular, a través de una serie de metáforas, el lector es confrontado,
en su elección, con una alternativa: puerta ancha o estrecha, camino amplio o restringido,
verdaderos o falsos profetas, árbol bueno o malo, constructores de casas insensatos o sabios
(7,13-27).
3. ¿En qué modo el lector cristiano puede tomar sobre sí la enseñanza moral específica y
aparentemente radical del Sermón del monte, a comenzar por las bienaventuranzas? En la
historia del cristianismo se han suscitado a este propósito dos cuestiones fundamentales.
Antes que nada, ¿a quién se dirige el Sermón: a todos los cristianos o sólo a una porción
escogida? ¿Y cómo interpretar los mandatos?
En realidad, buscando imitar a Jesús, se anima a los discípulos a adoptar un modo de obrar
que refleje desde ahora la realidad futura del Reino: manifestar compasión, no devolver la
violencia, evitar la explotación sexual, iniciar caminos de reconciliación y de amor también
hacia los propios enemigos, son disposiciones y acciones que reflejan la “justicia” misma de
Dios y caracterizan la vida nueva a llevar en el Reino de Dios; entre éstos, la reconciliación,
el perdón y el amor incondicionado ocupan una posición central y ofrecen una orientación a
toda la ética del Sermón (cf. 22,34-40).
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Por tanto, no se deben considerar las instrucciones y el ejemplo mismo de Jesús como ideales
inaccesibles, incluso si reflejan lo que caracteriza a los hijos e hijas de Dios sólo en la
plenitud del Reino. Las orientaciones dadas por Jesús tienen valor de verdaderos imperativos
morales: proporcionan un horizonte de fondo, que lleva al discípulo a buscar y encontrar
modos semejantes para ajustar el propio obrar a los valores y a la visión de fondo del
evangelio, con el fin de vivir mejor en el mundo, en espera del Reino que viene. El discurso
moral y el ejemplo de Jesús establecen las bases teológicas y cristológicas de la vida moral y
animan al discípulo a vivir de acuerdo con los valores del Reino de Dios tal como Jesús le
revela.
103. Cuando desde el punto de vista de la moral cristiana se trata de dar un juicio sobre una
práctica, conviene preguntarse inmediatamente: ¿hasta qué punto esta práctica es compatible
con la visión bíblica del ser humano? ¿Y hasta qué punto se inspira en el ejemplo de Jesús?
2. Criterios específicos
Ya los dos textos base que hemos utilizado precedentemente ilustran, a su modo, los seis
criterios metodológicos que serán el objeto del desarrollo siguiente. 1. Convergencia.
Algunos preceptos tienen su equivalente en otras culturas de la época. La “regla de oro” (Mt
7,12), por ejemplo, se encuentra, en la formulación tanto positiva como negativa, en muchas
culturas. 2. Contraposición. Algunas prácticas paganas quedan denunciadas: por ejemplo las
imágenes esculpidas (Ex 20,4) o la verborrea en las oraciones (Mt 6,7). 3. Progresión. Todo
el discurso de Jesús ilustra la justicia mayor, llevando a cumplimiento la intención y el
espíritu de la Torah (cf. 5,17) mediante una más profunda interioridad, mediante la integridad
de pensamiento y acción y mediante una acción moral más exigente. 4. Dimensión
comunitaria. Ciertamente, Jesús perfecciona las visiones esencialmente colectivas de la
moral del decálogo, pero también los preceptos que se refieren a la persona apuntan en
definitiva a construir la comunidad; el mismo sufrimiento padecido “por causa de” él es
76
factor de cohesión comunitaria (Mt 5,11-12). 5. Finalidad. A la escatología terrestre del
decálogo (la promesa de “largos días” en Ex 20,12) Jesús añade como motivación de base de
todo el obrar humano la esperanza en el más allá (Mt 5,3-10; 6,19-21). 6. Discernimiento. La
justificación divergente del sábado, en términos cultuales en un caso (Ex 20,2-11) y en
términos socio-históricos en el otro (Dt 5,12-15), abre el camino a una reflexión moral más
rica y matizada sobre el descanso dominical y sobre el tiempo. Desde otro punto de vista el
quitar validez al uso del divorcio (Mt 5,31-32), aunque autorizado por la Torah, muestra bien
la distinción que hay que hacer entre las leyes perennes y las que están ligadas a una cultura,
un tiempo, un espacio particular.
Para cada uno de los criterios nos permitimos unir lo expuesto con una palabra clave. 1.
Convergencia: la sabiduría, en cuanto virtud humana, potencialmente se reencuentra en todas
las culturas. 2. Contraposición: la fe. 3. Progresión: la justicia, menos en el sentido de la
teología clásica que en el de su acepción bíblica rica y dinámica
(hebreo sedaqâ, griego dikaiosynê ), que implica búsqueda de la voluntad de Dios y camino
de perfección (teleiôsis). 4. Dimensión comunitaria: el amor fraterno (ágape). 5. Finalidad: la
esperanza. 6. Discernimiento: la prudencia, que conlleva la necesidad de una verificación del
juicio moral, tanto objetivo, a partir de la exégesis y de la tradición eclesial, cuanto subjetivo,
sobre la base de una conciencia (syneidêsis) guiada por el Espíritu Santo.
105. La Biblia manifiesta en muchos puntos una convergencia entre su moral y las leyes y
orientaciones morales de los pueblos circunstantes. Las mismas cuestiones morales
fundamentales han sido suscitadas por la tradición bíblica y fueron tratadas por filósofos y
moralistas que no tenían acceso a la revelación divina y a las soluciones presentadas en ella.
A menudo se encuentra también una convergencia de las respuestas dadas a tales cuestiones
dentro y fuera de la tradición bíblica. Aquí se puede hablar de sabiduría natural, un valor
potencialmente universal, El hecho puede alentar a la Iglesia de hoy a entrar en diálogo con
la cultura moderna y con los sistemas morales de otras religiones o de doctrinas filosóficas
en una búsqueda común de normas de comportamiento en los problemas modernos.
106. Encontramos textos que muestran tal convergencia con respecto a aspectos de la moral
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Tales aspectos son: el origen del pecado y
del mal, ciertas normas para el comportamiento humano, consideraciones de sabiduría,
exhortaciones morales y listas de virtudes.
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literaturas la situación humana se caracteriza por la incapacidad del hombre para comportarse
coherentemente con los ideales aceptados, un hecho que causa la muerte.
Los mitos del drama griego clásico son plenamente conscientes de las carencias humanas, en
las que la tragedia deja poco espacio a la esperanza y al perdón. Las grandes tragedias
clásicas describen las consecuencias inevitables y duraderas de estas carencias y de la
implacable venganza divina. Las mismas convicciones están atestiguadas por las
inscripciones funerarias griegas, en las que domina, sin mitigación, el sentido del fracaso y
del absurdo de la vida que ha sido vivida. De ahí deriva un análisis pesimista de la situación
humana.
b. Las leyes
107. También las leyes del Antiguo Testamento (p.ej. Ex 20-23; Dt 12-26) se encuentran en
la gran tradición de las leyes del Antiguo Oriente (p.ej. el Código de Hammurabi).
Especialmente la concordancia de las prescripciones legales individuales es impresionante.
La convicción de que la ley es justicia, y sobre todo la protección del débil, son
indispensables para toda vida comunitaria, están en la base de la alta estima de la que gozaba
la ley en la cultura del Antiguo Próximo Oriente.
El Antiguo Testamento no se dirige ni a los jueces ni a los reyes que deben mantener y llevar
a la práctica esta justicia. Su destinatario es cada miembro del pueblo de Dios, que debe
reconocer que el bien común, practicado con espíritu de solidaridad, constituye el corazón de
la vida comunitaria. No se encuentra nada en la Biblia que corresponda a una “Declaración
de los Derechos Humanos”, porque las mismas obligaciones que están expresadas en una tal
declaración son presentadas no como derechos del receptor, sino como obligaciones del que
actúa. Lo primero no es tanto el derecho de una persona a determinado tratamiento, sino el
deber de cada individuo de tratar a los otros de modo que rinda honor a la dignidad humana
dada a ellos por Dios, al infinito valor que corresponde a cada persona a los ojos de Dios. Las
leyes de la Biblia a menudo no son simples reglamentos legales, sino amonestaciones e
instrucciones que hacen reclamos mayores que los que cualquier ley individual podría llegar
a hacer (p.ej. Ex 23,4-5; Dt 21,15-17). Las leyes del Antiguo Testamento se encuentran a
78
mitad camino entre justicia y moralidad y mantienen la intención de desarrollar en la persona
con relación a Dios una conciencia que constituye la base de la vida comunitaria.
Preeminente, de modo particular, es el énfasis en la convicción que la dignidad e
independencia del individuo ante Dios no debe ser disminuida por ninguna esclavitud
humana (Ex 22,20-23; 23,11-12). Igualmente importante, y tal vez más importante que en los
códigos legales del Antiguo Próximo Oriente, es la preocupación por el pobre y el débil.
Ambos, tanto la Ley como el mensaje de los profetas, insisten en decir que sus intereses
deben ser protegidos; el miembro vulnerable del pueblo debe ser tratado no sólo con justicia
sino con la misma generosidad que Dios ha mostrado frente a Israel en Egipto
c. La sabiduría
108. En el período helenístico la enseñanza moral bíblica está abierta a aprender del mundo
circunstante, en particular de la enseñanza en proverbios y del movimiento de la sabiduría
que se desarrolló especialmente en Egipto. Algunas colecciones bíblicas de proverbios
muestran una estrecha relación con la sabiduría de Amenemopes y Ptah-Hotep,
especialmente en materia de respeto y protección hacia el débil y el vulnerable (cf. Prov
22,17-24). Sin embargo, aunque parezca que las conclusiones son obtenidas por el
razonamiento humano, Israel es plenamente consciente que el origen de toda sabiduría es
Dios (Job 28; Eclo 24). Ben Sira, especialmente, alcanza una integración de la Torah con la
sabiduría humana, porque el escriba “hará brillar la doctrina de su enseñanza, se
enorgullecerá de la ley de la alianza del Señor” (Eclo 39,8). Tampoco Israel está exento de la
desilusión y de la puesta en cuestión de las soluciones convencionales de problemas como la
prosperidad del malvado y la finalidad de la muerte, que son característicos de la era
helenística (Job; Ecl 3,18-22).
109. El valor de la ley natural, o más bien la capacidad de la conciencia humana de distinguir
lo que debería hacerse y lo que no debería ser hecho, está explícitamente reconocido y
apreciado en Rom 2,14-15. Por ello no es sorprendente el hecho que el corpus paulino, a
pesar del juicio negativo sobre la moral pagana (p.ej. Ef 4,17-32), integra en su enseñanza
algunos ‘topoi’ (principios recurrentes) comunes entre los filósofos y los maestros de moral
contemporáneos. El más conocido de estos ‘topoi’, tomado originariamente de la ‘Medea’ de
Eurípides, se encuentra en Rom 7,16-24. Tiene paralelos estrechos en Ovidio, Metamorfosis,
7,20-21 y (un poco posterior a Pablo) en Epicteto (Coloquios 2,17-19) y mira la esclavitud de
los seres humanos con respecto a sus hábitos y pasiones y su ausencia de verdadera libertad.
79
17,22-31 presenta un Pablo que utiliza libremente ideas estoicas o en todo caso de la filosofía
popular griega, citando el poeta cilicio Arato para mostrar que Dios está cercano a los seres
humanos. Lo mismo vale para las cartas paulinas, que contienen listas enteras de virtudes
reconocidas y alabadas en el mundo circunstante, listas que tienen su equivalente en los
moralistas de la época y enumeran simplicidad, moderación, justicia, paciencia,
perseverancia, respeto, honradez.
110. La situación actual se caracteriza por los progresos siempre mayores de las ciencias
naturales y por una extensión inmensa del poder y de la posibilidad del obrar humano. Las
ciencias humanas aumentan continuamente el conocimiento de los individuos y de las
sociedades humanas. Los medios de comunicación favorecen la globalización, una siempre
mayor conexión e interdependencia entre todas las partes de la tierra. Esta situación trae
consigo grandes problemas pero también grandes posibilidades para la convivencia y
supervivencia humanas. En las sociedades modernas hay también tantas ideas,
sensibilidades, deseos, propuestas, movimientos, grupos que se comprometen o ejercitan
presiones, intentos para encontrar soluciones a los problemas o gestionar en modo justo las
posibilidades presentes. Los cristianos viven junto a sus contemporáneos en esta situación y
son corresponsables con los demás para encontrar soluciones justas. La Iglesia se encuentra
en un diálogo continuo con la compleja cultura moderna y participa en la búsqueda de
normas justas para la gestión de la situación común. Mencionemos algunos campos típicos.
3. La sensibilidad por la igual dignidad de los sexos exige una verificación severa de los
condicionamientos a los que están sujetos sus roles, por causa de las concepciones de muchas
culturas, incluso contemporáneas.
4. El poder técnico humano, basado sobre los descubrimientos de las ciencias naturales, ha
hecho posible un uso y abuso de los recursos naturales que antes era inconcebible. La gran
diferencia entre los pueblos con respecto a su poder económico, científico, técnico, político,
80
militar ha conducido a una masiva desigualdad en la participación del uso de los recursos
naturales. Existe una creciente sensibilidad por los problemas de ecología y de justicia que se
derivan. Se advierte la necesidad de un fuerte compromiso por la tutela de la naturaleza, que
constituye el patrimonio común de toda la humanidad, y por una equitativa participación de
todos los pueblos en este patrimonio.
La Biblia no ofrece respuestas inmediatas y prontas para resolver estos o los otros problemas.
Pero su mensaje sobre el Dios Creador de todo y de todos, sobre la responsabilidad humana
por la creación, sobre la dignidad de toda persona humana, sobre la preocupación particular
por los pobres etc., prepara a los cristianos para una activa y fructuosa participación en la
búsqueda común con el objetivo de dar soluciones adecuadas a los problemas que se
presentan.
111. La Biblia se opone de modo claro a ciertas normas o costumbres practicadas por
sociedades, grupos o individuos. Este rechazo está determinado en el Antiguo Testamento
por la fe en el SEÑOR, por la fidelidad a la alianza en la cual el SEÑOR ha unido a sí de
modo singular al pueblo de Israel, y en el Nuevo Testamento por la fe en Jesucristo, Hijo de
Dios, en cuya encarnación Dios ha unido a sí de modo definitivo toda la humanidad
112. El Decálogo, cuyas prescripciones dicen casi exclusivamente lo que no debe ser hecho,
se opone a una serie de acciones. Tras su autopresentación Dios dice con gran insistencia:
“No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos ni imagen alguna…No te postrarás
ante ellos y no les servirás. Porque yo, el SEÑOR, soy tu Dios, un Dios celoso…” (Ex 20,3-
5).
Numerosos términos son usados en el curso de la Biblia para designar esta realidad como
pecado. En la enseñanza de los profetas se vuelve pecado una realidad muy concreta, p.ej.
violencia, hurto, injusticia, explotación, fraude, falsa acusación etc. (cf. Am 2,6-8: Os 4,2;
Miq 2,1-2; Jer 6,13; Ez 18,6-8). En la literatura paulina se señalan como pecados específicos:
engaño, avidez, envidia, disputas, embriaguez, inmoralidad, envidia etc, (cf. Rom 1,29-31; 1
Cor 5,10; 2 Col 12,20; Gál 5,19-21). El pecado es visto esencialmente como violación de las
relaciones personales, que pone la persona contra Dios, pero es visto también como violación
de la dignidad y de los derechos de otras personas. Sin embargo en el centro queda la lucha
contra la infidelidad para con el SEÑOR Dios de Israel, la lucha contra falsas concepciones
de Dios que se expresan en la idolatría, es decir en el servicio dado a otros dioses. Esta lucha
se manifiesta en la Ley, es central para la actividad de los profetas, está presente también en
el tiempo postexílico. La tarea principal de Jesús, por su parte, es de revelar el verdadero
rostro de Dios (Jn 1,8). La lucha contra la apostasía de Dios y contra la preferencia a otros
valores supremos está también presente en Pablo y en el Apocalipsis.
113. En el país de Canán el pueblo de Israel se enfrentaba con el culto a los otros dioses. La
religión de Canán era cosmológica, en cuanto centrada sobre la relación entre el orden divino
81
del universo y la respuesta humana. Los cananeos veneraban dioses que eran poco más que la
personificación de las fuerzas naturales y cuyo servicio estaba ligado a una mitología
sofisticada y con ritos destinados a garantizar la fertilidad de la tierra, de los animales y de
los seres humanos. Especialmente estos ritos de fertilidad fueron condenados por la Ley y los
profetas. El Dios de Israel, por otra parte, no era intracósmico sino por encima y más allá de
todas las fuerzas naturales. El henoteísmo estaba en situación de acomodarse por un cierto
tiempo con la existencia de otros dioses. Sin embargo, durante el exilio resultó evidente que
los dioses paganos eran nada y así el SEÑOR solo fue considerado como el único verdadero
Dios (monoteísmo radical).
Parece que la idolatría estuvo bastante difundida entre el pueblo durante el reinado de Acab
(1 Re 16,29-34). En 1 Re 17-19 Elías es presentado como el restaurador de la fe mosaica,
cuando el culto de Baal había conquistado el reino septentrional. En una escena dramática
sobre el Monte Carmelo entre Elías y los profetas de Baal (1 Re 18,20-40) Elías reprende el
comportamiento ambiguo del pueblo y exige la lealtad exclusiva hacia el SEÑOR.
Los profetas canónicos desarrollan una opinión común a este respecto: el culto de
divinidades de producción propia, es decir dioses que sirven sólo los intereses de sus
devotos, va a la par con la degeneración de la moralidad pública y privada (Am 2,4-8; Is
1,21-31; Jer 7,1-5; Ez 22,1-4). La enseñanza social de la Iglesia puede ser considerada en
línea con esto, puesto que ella ha sostenido siempre que aquellos sistemas socioeconómicos
que reivindican autoridad absoluta y subordinan el valor trascendente de los seres humanos,
creados a imagen de Dios, a ideologías de grupo, no pueden producir otra cosa que el
desarraigo de la civilización.
Parece que el exilio constituye un giro en la actitud de Israel hacia la idolatría. Los exiliados,
confrontados con el culto politeísta de sus amos, comprendieron que el SEÑOR solo es el
Creador y el Señor de todo (Is 40,12-18.21-26).
82
contra los nuevos cultos que se multiplicaban en Alejandría en aquel tiempo. La culpa de los
adoradores de la naturaleza consiste en su rechazo de reconocer a Dios Creador, en las obras
de la creación y en su belleza, En su búsqueda de Dios no consiguen dar el último paso (Sab
13,1-9). Las consecuencias de la idolatría son los cultos de misterios que llevan consigo su
castigo (14,22-15,6). Esto prueba la total estupidez de la veneración de los ídolos, que está en
total contraste con la atracción de los milagros obrados por Dios a favor de su pueblo.
La lista de vicios, presentada por Pablo, alcanza las relaciones sociales más amplias y
muestra la corrupción a nivel individual (Rom 1,24), interpersonal (1,26-27) y más
ampliamente social (1,29-31), corrupción que impregna y envenena la totalidad de la vida
humana. La persistencia en el pecar y la aprobación dada a él muestran cómo, para muchas
personas, ha llegado a ser ‘normal’ y aceptable este comportamiento que conduce
inevitablemente a la separación de Dios.
116. El libro del Apocalipsis presenta dos grandes sistemas operantes en el mundo: el reino
de Dios centrado en Jesús y en sus seguidores y el anti-reino de Satanás, sistema difundido
en todo el imperio romano. Los cristianos por tanto viven su compromiso por Jesús en medio
a un sistema terrestre que es demoníaco, impregna todo y es contra Dios. Está concretado en
la ciudad de Roma con el culto tributado al emperador y difundido en todo su vasto imperio.
En cuanto el emperador representa a los dioses y pide ser adorado, utiliza el aparato estatal y
el culto imperial para difundir su propaganda demoníaca, en contraste con Dios en todo el
imperio. Esto viene expresado de modo simbólico en la “bestia que sale del mar” (13,1), en
la “bestia que sale de la tierra” (13,11) y en los “reyes de la tierra” (17,2.18; 18,3.9). Su obra
está concentrada y simbolizada en la ciudad de Babilonia (17,1-7).
83
Apocalipsis 17-18 describe la riqueza y el lujo de la Babilonia (Roma) condenada a la
destrucción. La ciudad simboliza un modo completo de vivir pagano (17,3-6) en contraste
total con los valores del reino, y el resultado será que los cristianos pagan con su vida su
testimonio (17,6). La ciudad está caracterizada por la autosuficiencia (18,7); se trata de una
sociedad de consumismo, que depende del comercio, y en la que se encuentra toda forma de
lujo, pero a costa de la difusión de la esclavitud (18,11-13.22-23). Obra agresivamente contra
Jesús y cuantos le pertenecen (17,14). Pero a pesar de su fama, esta ciudad está condenada
por Dios y se hundirá de improviso. Se presenta su destrucción como un drama litúrgico
(18,9-24), a través de los lamentos de los reyes, mercaderes y marineros, que acentúan su
derrumbe dramático. Se invita a los cristianos a “salir de ella” (18,4) para no participar en sus
crímenes y en sus castigos; se les exhorta a distanciarse del mundo malvado que los rodea y
tienen necesidad de “sabiduría” para sugerir una perspectiva positiva (cf. 17,7.9). Se alegran
cuando ven la revancha de Dios sobre sus enemigos y miran la desolación de la ciudad
arruinada (18,20-23).
Este mensaje paradigmático puede ser aplicado a todos los cristianos en situaciones
semejantes y se les exhorta a defenderse contra tal presión insidiosa que todo lo invade. Ello
reclama la capacidad de leer los signos de los tiempos y de reconocer “la cifra de la bestia”
(13,18), en la esperanza cierta que todos estos regímenes demoníacos están condenados a la
destrucción. Sólo de tal modo los cristianos serán capaces de hacer elecciones adecuadas y
de planificar un modo de obrar maduro y responsable.
117. Los comportamientos equivocados de hoy, que exigen una clara y decidida toma de
postura, no se manifiestan como idolatría en cuanto veneración de imágenes o estatuas, sino
como idolatrías de sí mismos, tanto si se trata de personas individuales, como de clases
sociales o de estados. La libertad total del individuo, en cuanto posible, o bien el poder que
todo lo abarca del estado son considerados los valores supremos. Estas actitudes quedan
descritas como secularismo, capitalismo, materialismo, consumismo, individualismo,
hedonismo, totalitarismo etc. Común a estos –ismos es el hecho de que conciben la vida
humana en un modo inmanentista, reducido al mundo actual, y, sofocando la trascendencia,
prescinden de Dios, negándolo o descuidándolo, y no lo reconocen como origen de todo y
como fin de todo. Tal olvido y descuido en relación a Dios es descubierta y hecha consciente.
a. Carencias modernas
84
pobreza de la mayor parte de la población mundial.
b. Tendencias totalitarias
c. Autosuficiencia ilusoria
119.Sobre la base de las ideologías está la voluntad humana que aspira a poseer un poder sin
límites. Esta voluntad está enraizada en el rechazo de reconocer la condición creatural en
dependencia de Dios y en la rebelión contra Él, y busca con mucha determinación el realizar
una transformación ilusoria, aquí y ahora, de la existencia humana. En último análisis, no se
trata de aspiraciones económicas, políticas o científicas, sino de la voluntad de disponer
autónomamente de sí mismos y del propio destino y de realizar un paraíso terrestre que
llevará a la era final de felicidad universal. Esta aura de espera escatológica puede explicar la
ilusión cada vez más difundida de que las personas humanas por sí solas sean capaces de
proveer a su orden moral y político, en una comunidad secular en la que Dios es
sistemáticamente excluido o al menos puesto aparte. Si bien esta ideología ejerce todavía una
fascinación intelectual y continúa teniendo influencia política, se hace cada vez más evidente
que el futuro no puede reservarnos un ilimitado progreso tecnológico, industrial, social y
político.
85
120. La Biblia atestigua un afinamiento de la conciencia con respecto a ciertas cuestiones
morales. Tal progresión se verifica en Israel gracias a una larga reflexión sobre la experiencia
del exilio y, en algunas tradiciones, sobre la experiencia de la diáspora y llega a perfección
bajo el influjo de la enseñanza de Jesús y de su misterio pascual. Después de la vuelta de
Jesús al Padre, el Espíritu Santo acompaña a los discípulos en la búsqueda para vivir su
enseñanza en circunstancias nuevas (Jn 14,25-26). El criterio de la progresión invita a los
creyentes a buscar, en la profundización de cada cuestión moral, la máxima conformidad con
la “justicia superior” del Reino, tal como Jesús ha trazado los contornos (Mt 5,20).
121.Como la revelación así también la moral bíblica tiene un carácter gradual e histórico:
como ya sucede para el conocimiento de Dios en general, también para el conocimiento de la
voluntad de Dios se verifica una progresión. Jesús muestra ejemplos concretos de este hecho
en las así llamadas antítesis del Sermón del monte: examinaremos aquéllas que contemplan
un conflicto con el prójimo (Mt 5,38-42) y la moral matrimonial (Mt 5,31-32). Otro ejemplo
son las diversas formas de culto a Dios, cuyo fin principal es mantener la comunión salvífica
con Él (cf. Jn 4,19-26).
La revelación bíblica tiene lugar en el marco de la historia y esto vale también para la moral
revelada en la Biblia. Dios se revela a sí mismo y enseña a las personas humanas a caminar
por sus caminos. Él escoge a Abrahán y lo envía por su camino; escoge después a Moisés y
le da la misión de formar una nación de descendientes de Abrahán; escoge y manda, a
continuación, a los profetas y por último envía “a su propio hijo” (Mt 21,37; Mc 12,6). Cada
enviado trasmite, en una cierta fase de la historia de la salvación, la llamada de Dios,
reuniendo un pueblo para Dios e instruyéndolo sobre Dios y sobre los modos de vivir dignos
de su llamada (cf. Ef 4,1; Flp 1,27; 1 Tes 2,12).
86
16,13).
Comenzando por Abrahán que debe dejar su patria (Gén 12,1) y por el pueblo que debe dejar
Egipto y atravesar el desierto y así a lo largo de la historia del pueblo de Israel y de la
humanidad, la gradual revelación de Dios y de su voluntad se transforma para los hombres en
un “viaje”. El significado de “caminar” transciende un movimiento exclusivamente físico y
se vuelve símbolo de una vida de conversión que acoge dócilmente la llamada de Dios,
aprende su voluntad y conforma gradualmente el propio obrar, imitando a Dios, a un
comportamiento de fidelidad, justicia, misericordia, amor (cf. Gén 18,19; Dt 6,1-2; Jos 22,5;
Jer 7,21-23). En el Nuevo Testamento este símbolo queda recogido en la llamada de Jesús
para que todos caminen detrás de él y lo sigan (cf. Mc 1,17; 8,34). Jesús dice de sí mismo:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Todos
están invitados a convertirse y a hacerse imitadores de Dios (cf. Mt 5,48; Ef 5,1), imitando a
Cristo (1 Tes 1,6; 1 Pe 2,21) y a sus apóstoles (1 Cor 4,16; 11,1; Flp 3,17; 2 Tes 3,7-9).
122. En Mt 5,38-42 Jesús dice: “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente,
pero yo os digo que no os opongáis al malvado; incluso si uno te golpea en la mejilla
derecha, tú ponle también la otra…”. Se observa una clara progresión desde la venganza
exagerada a la igualdad del intercambio hasta la superación de la cadena de retribuciones. En
Gén 4,23-24 Lamec, que pertenece a la descendencia de Caín, queda presentado como uno
que propaga en su canto de fanfarronería una venganza desenfrenada: “He matado a un
hombre por una herida mía y a un muchacho por un cardenal. Caín será vengado siete veces,
pero Lamec setenta y siete”. El código de la alianza establece en cambio la ley del talión: “Si
sucede una desgracia, en ese caso pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano
por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal”
(Ex 21,23-25). Esta ley se encuentra también en los códigos de los otros pueblos antiguos
orientales y quiere impedir la desmesurada venganza privada. Ya en muchos salmos Israel
proclama a través de la voz de la parte ofendida que la venganza corresponde sólo a Dios:
“¡Dios de la venganza, SEÑOR, Dios de la venganza muéstrate!” (94,1). Además los sabios
conocen la fuerza de cambiar el talión en su contrario: “Si tu enemigo tiene hambre, dale pan
para comer, si tiene sed, dale agua para beber; porque así amontonarás carbones ardientes
sobre su cabeza y el SEÑOR te recompensará” (Prov 25,21-22).
Jesús, por su parte, se refiere explícitamente a Gén 4,23-24 para volcar completamente el
ciclo de la venganza: “Entonces Pedro se le acercó y le dijo: ‘Señor, ¿cuántas veces tendré
que perdonar a mi hermano, si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?’ Y Jesús le respondió:
‘No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete’” (Mt 18.21-22). Él hace del
perdón y del amor hacia los enemigos el criterio para pertenecer al Padre: “Amad a vuestros
enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en
los cielos” (Mt 5,44-45; cf. 18,21), Recogiendo este pensamiento Pablo amonesta: “Cuidaros
de devolver a nadie mal por mal, sino buscad siempre el bien entre vosotros y con todos” (1
Tes 5,15) y “No dejaros vencer por el mal, sino venced el mal con el bien” (Rom 12,21).
Debemos sin embargo evitar los malentendidos. Hoy la ley del talión es no rara vez
entendida como la expresión de una venganza y revancha violenta, mientras, en verdad, por
su origen constituía la limitación de la violencia y contraviolencia; manifestaba la tendencia
87
a superar la instintiva e incontrolada búsqueda de venganza y revancha. Esta tendencia se
orienta según la actitud de Dios, que se presenta como “misericordioso y clemente” (Ex 34,6)
y perdona la culpa del pueblo. Si tomamos los cinco libros de la Torah como una gran
composición, encontramos en el centro, en Levítico 16, el rito del día de la expiación, cuyo
contenido principal es “Dios que perdona”. A esta caracterización de Dios corresponde en el
contexto el famoso reclamo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18), la
formulación vetero testamentaria de la regla de oro (cf. Mt 7,12). El Nuevo Testamento
continúa de modo consiguiente los desarrollos presentes en el Antiguo Testamento.
c. La moral conyugal
123. En Mt 5,31-32 Jesús dice: “También se ha dicho: Quien repudia a la propia mujer le dé
el acta de repudio; pero yo os digo: quienquiera repudia la propia mujer, excepto el caso de
unión ilegítima, la expone al adulterio y quienquiera se casa con una repudiada, comete
adulterio.” Encontramos un comentario de esta disposición de Jesús en su controversia con
algunos fariseos. Basándose sobre el obrar del Creador (Gén 1,27) y sobre el obrar
subsiguiente de las personas humanas (Gén 2,24), Jesús excluye el divorcio y dice: “Que el
hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt 19,6). Y respondiendo a sus objeciones explica
la regulación sobre el divorcio (Dt 24,1-4) como una concesión de Moisés, que no suprime la
determinación originaria de Dios Creador: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés os ha
permitido repudiar a las mujeres, pero en el principio no fue así” (Mt 19,8).
d. El culto divino
La manera justa de llevar a cabo las diversas formas de culto a Dios es un tema importante en
el Antiguo Testamento. La interpretación vetero testamentaria de las diferentes formas de
88
culto (ayuno y sábado, sacrificios, leyes sobre lo puro e impuro) manifiestan una creciente
preocupación de garantizar el objetivo principal del culto: la comunión con Dios. La
observancia exacta de las respectivas leyes no era un fin en sí mismo, sino un medio para
evitar cualquier cosa que pudiese hacer perder la fuerza proveniente del Dios santo. Todas las
formas del culto divino alcanzan su plenitud en el sacrificio de Cristo.
El libro de los salmos no sólo exhorta a Israel a venerar a su Dios, sino también reflexiona
sobre la verdadera naturaleza del culto y critica los sacrificios actuales (Sal 40,7-9; 50,7-15;
51,18-19; 69,31-32). Desde este punto de vista los salmos hacen proceder la crítica profética
del sistema sacrificial (Is 1,10-17; 43,23-24; Jer 6,19-20; 7,21-23; 14,11-12; Os 6,6; 8,13;
Am 5,21-27; Mal 1,10; 2,13). A causa del variado contexto en que este tema general está
tratado, estos textos no son muy homogéneos, pero están de acuerdo en su comprensión de la
naturaleza y del objetivo de los sacrificios. Dios no tiene necesidad, pero el pueblo sí los
necesita como expresión de la propia alabanza a Dios y de la lealtad a la alianza. Israel debe
recordar siempre lo que Dios ha establecido cuando le ha dado su alianza: no que ellos deben
ofrecer sacrificios, sino que deben conservar el justo conocimiento de Dios (Os 6,6),
observando la ley (Sal 40,7-9) y obedeciendo a los mandamientos de Dios. (Jer 6,19-20;
7,21-23). La crítica profética del culto y de los sacrificios atañe a su interpretación, no a su
misma existencia. Ella quiere purificar la comprensión del lazo singular de Israel con el
SEÑOR e inaugurar una nueva era de culto auténtico en el lugar donde el SEÑOR hace
habitar su nombre.
2) El sacrificio de Cristo
Un rasgo fundamental de la carta a los Hebreos es la distinción entre dos fases de la historia
de la salvación: la era de la alianza bajo Moisés y la era de la alianza por medio de Cristo.
En la parte central de la carta (Heb 8,1-9,28) está subrayada la superioridad del sacrificio de
Cristo y de la nueva alianza. El autor critica en 8,3-9,10 el culto de la primera alianza y habla
en 9,11-28 del sacrificio personal de Cristo que funda la Nueva Alianza.
Con Cristo se supera el sistema del culto antiguo y se crea una situación totalmente nueva. El
culto antiguo era a menudo formal, externo, convencional y lo era necesariamente, en cuanto
los hombres eran incapaces de un culto perfecto. Cristo inaugura un culto real, personal,
existencial, que establece una comunión auténtica con Dios y con las personas de nuestro
entorno (Heb 9,13-14). La sangre de Cristo tiene una fuerza muy superior ya que es la sangre
de uno que: 1. se ofrece a sí mismo a Dios, 2. es inmaculado, 3. lo hace mediante un espíritu
eterno. Está claro el contraste respecto a los sacrificios antiguos.
1. Los sumos sacerdotes ofrecen animales que son empujados forzosamente a la inmolación.
Cristo se ofrece a sí mismo voluntariamente a la muerte. Bajo el antiguo régimen el valor del
ofrecimiento proviene de la sangre, mientras en el sacrificio de Cristo el valor de la sangre
proviene del ofrecimiento. La sangre de Cristo es eficaz porque realiza un ofrecimiento
perfecto de todo su ser humano, ofrecimiento no ceremonial sino existencial, descrita en 5,8
como una obediencia dolorosa y en 10,9-10 como un cumplimiento personal de la voluntad
89
de Dios.
2. Los sumos sacerdotes no podían ofrecerse a sí mismos, porque eran hombres pecadores y
tenían necesidad de una mediación que buscaban, según la ley de Moisés, en el ofrecimiento
de la sangre de animales (Heb 5,3; 7,27-28). Cristo, en cambio, al ser inmaculado,
absolutamente exento de cualquier complicidad con el mal, podía ofrecerse a sí mismo y
servirse de la propia sangre, que es eficaz, precisamente por razón de su absoluta integridad
personal.
3. Los sumos sacerdotes eran sacerdotes según la ley de una prescripción carnal (cf. 7,16;
9,10). Cristo se ofrece a sí mismo animado “por un espíritu eterno” (9,14). No basta un
impulso de la generosidad humana para realizar el perfecto ofrecimiento de sí mismo. Es
necesaria una generosidad que viene del mismo Dios, es necesaria la fuerza del amor que es
comunicada por el Espíritu santo. Este tercer aspecto es el más importante de todos: la sangre
de Cristo adquiere su valor mediante su relación con el Espíritu Santo.
3) El nuevo culto
Los resultados de nuestro estudio sobre la progresión muestran su utilidad. Nos hemos
limitado a poner ejemplos sobre tres temas. Como hemos visto, la “justicia superior” del
Reino delinea tres ejes que determinan el servicio de los fieles en todos los campos de la vida
90
tanto cercanos como lejanos: disponibilidad ilimitada al perdón, fidelidad incondicionada al
socio escogido para la vida tanto en la buena como en la mala suerte, y culto de Dios
espiritual, interiorizado, que lleva a un compromiso concreto para la transformación del
mundo. Estas normas de comportamiento son fundamentales para toda forma o campo del
servicio cristiano y hacen de toda actividad humanitaria una respuesta de agradecimiento a la
revelación del amor de Dios.
Desde un punto de vista más práctico nuestra reflexión sobre la progresión y el afinamiento
de la conciencia moral puede ayudar a los pastores y a los diversos trabajadores en el campo
de la educación a la fe a valorar bien el estadio en el que las personas o los grupos han
alcanzado en su camino. Por ejemplo, a partir de los reflejos de venganza, desgraciadamente
insertos bastante profundamente en la naturaleza del hombre pecador, a partir de las ideas
transmitidas por una sociedad mucho más permisiva que antaño en materia de divorcio o en
cualquier otra materia moral, o a partir de prácticas de devoción popular hermosas pero a
veces del todo externas, se pueden elaborar estrategias para ayudar al hermano a avanzar
paso a paso por el camino de la perfección evangélica (teleiôsis) y también a dejarse
interpelar, en sus opciones de vida, por la radicalidad de la ética cristiana, tanto sobre el
plano social como sobre el individual. También los casos de imperfección moral en
entrambos Testamentos pueden incitar a los creyentes a valorar mejor el camino a recorrer
para alcanzar la perfección misma del ejemplo divino.
1) En Israel
91
128. Mientras las tribus israelitas están sujetas a las dinámicas normales y a los desarrollos
históricos de cualquier grupo étnico, la Biblia se ocupa de modo especial del nacimiento del
pueblo de Dios como comunidad religiosa que responde a la llamada de Dios. Esta
comunidad posee la competencia de instruir la conciencia y de sancionar el adecuado
comportamiento moral.
La Biblia describe diversos estadios de esta historia religiosa comenzando con un período
embrionario, durante el cual la familia de los antepasados se transforma en una comunidad
tribal que no vive más en esclavitud sino en la libertad nacida del Éxodo. La fe de Israel está
vivazmente descrita en el texto clave de Éxodo 15, que reconoce a Dios como soberano,
proclama Israel como el pueblo escogido de Dios y afirma que Dios lo hace habitar en torno
a su propia morada, el santuario: Esto anticipa el papel clave que tendrá el culto y el
santuario en la formación del pueblo de Dios, primero a través de la tienda en el desierto y
más tarde por medio del primer templo en Jerusalén con el arca de la alianza en medio de él.
La comunidad creada en torno a este centro constituye el comienzo de un nuevo orden del
mundo (Ex 40; 1 Re 8). Aquí se le enseña la ley a Israel, aquí el pueblo recibe el perdón, y a
este lugar vendrán también las naciones a aprender la Torah. Al mismo tiempo la historia
bíblica subraya la repetida desconfianza e infidelidad de Israel hacia Dios, especialmente
durante el viaje por el desierto (cf. Ex 19-24; 32-34).
Comenzando por Amós, los profetas antes del exilio critican con fuerza el culto israelítico,
contraponiendo la inutilidad del sacrificio vano a la auténtica obediencia hacia el SEÑOR,
especialmente con respecto a la práctica de la justicia y de la rectitud (cf, Am 5,11-17; Os
6,6; Is 1,11-17; Miq 6,6-8; Jer 7,1-8,3). Esta crítica del culto falso o de la falta de coherencia
entre la conducta ritual y moral de Israel sigue siendo un elemento clave de la tradición
bíblica y un componente importante de su reflexión moral.
Después del duro golpe del colapso de la monarquía y después del exilio el poder de Dios
renueva otra vez la comunidad religiosa de Israel. Los exiliados reconstruyen, después de su
vuelta, el santuario y restauran también la Torah como centro normativo de la vida pública y
del comportamiento personal (Neh 8-10). Israel no posee ya la soberanía nacional y la
autonomía (excepto por un breve período bajo la dinastía de los hasmoneos), pero su
identidad religiosa se considera fundada sobre su obediencia a la Torah y sobre su culto,
tributado por una comunidad fiel a Dios.
92
sino siempre como miembro integrado en la comunidad. El papel que el individuo
desempeña en la comunidad puede ser diferente: puede ser el papel del patriarca, del gran
guía, del rey, del sacerdote, del profeta o del simple campesino. Sin embargo es esencial para
todos, la pertenencia a la comunidad, la sumisión a sus reglas de vida y la participación en su
culto.
Esta comunidad está clara en el retrato que Lucas presenta de la comunidad jerosolomitana
en los primeros capítulos de Hechos de los Apóstoles. El Espíritu, enviado en nombre de
Jesús resucitado, vuelve a los seguidores de Jesús capaces de formar una comunidad que
incorpora los ideales de Israel, previstos para el tiempo final (cf, especialmente los famosos
sumarios en los primeros capítulos de Hechos 2,42-47; 4,32-37; 5,12-16). Algunos rasgos
caracterizan esta comunidad ideal: 1. Atención a la enseñanza de los apóstoles (2,42); 2.
Koinônía o vínculo profundo de fe y caridad entre los miembros (1,14; 2,1; 4,32): 3. Culto
común, especialmente en la celebración de la eucaristía, en la fracción del pan y en la oración
en el templo de Jerusalén (2,42.46); 4. Distribución de los bienes para que ninguno esté en
necesidad (2,44; 4,34-37):; 5. Comunión de espíritu entre los miembros, no de simple
amistad sino de un vínculo más profundo de fe (por ejemplo 2,44; 4,32; 5,14); 6.
Continuación de la misión de Jesús. de curación y perdón, evidenciada en las acciones y en el
testimonio de los apóstoles (cf . 2,43; 3,1-10; 4,5-12).
Aquí es importante el hecho que la pertenencia a la comunidad cristiana implica una clase de
empeños y cualidades morales en las que se reflejan la misión del mismo Jesús y los valores
permanentes de la tradición bíblica. Así es obligación de los miembros de la comunidad dar
el culto debido a Dios, tener cuidado unos de otros, formar una comunidad de amor y
amistad, compartir los bienes para que ninguno esté en necesidad, y continuar la misión de
curar y reconciliar según el ejemplo del mismo Jesús, cuando anunciaba el Reino.
93
Nuevo Testamento. En Lucas-Hechos el Espíritu enviado por Cristo resucitado anima y
alienta la comunidad y la hace capaz de llevar adelante su misión hasta los confines de la
tierra (Hch 1,8). De modo semejante en la teología joánica, el Espíritu-Paráclito anima a la
comunidad postpascual y la capacita para llevar adelante la enseñanza de Jesús (Jn 14,25-26;
15,26; 16,12-14). En la teología paulina los diversos dones del Espíritu dan dinamismo y
cohesión a la comunidad cristiana (1 Cor 12,4-11). Ante todo, la fuerza del Espíritu hace
capaz al cristiano de quebrar el poder del pecado, de venerar a Dios en modo auténtico, y de
llevar una vida marcada por el fruto del Espíritu.
Cuando Pablo corrige a los Corintios por su modo equivocado de celebrar la eucaristía (1
Cor 11,17-34), muestra que los valores morales aquí señalados – como el respeto por los
demás, sentido de justicia y compasión – no derivan en primer lugar de las convenciones
sociales, y ni siquiera de las exigencias de la amistad, sino del carácter intrínseco de la
comunidad cristiana como incorporación viva del mensaje de Cristo y como comunidad
dotada de la fuerza del Espíritu de Dios. Una tal comunidad, y los miembros que la
constituyen, son empujados a actuar de un modo que corresponda a su verdadera identidad y
a su fin. Los imperativos morales de una tal comunidad pueden coincidir en ciertos puntos
con las normas de comportamiento deducidas por la razón (p.ej. el respeto por los demás),
pero su plena expresión y motivación determinante provienen de una fuente inmediatamente
diversa, es decir de la identidad de esta comunidad en cuanto cuerpo de Cristo.
1) Dentro de la comunidad
131. Son innumerables los textos que se ocupan de las relaciones interpersonales. El mismo
decálogo enumera obligaciones fundamentales hacia los otros. Según los códigos legales de
Israel se reclama atención hacia el bienestar físico y económico del otro. No se puede herir o
matar a otro sin castigo, como muestra la historia de Caín y Abel (Gén 4,1-6). La ley mosaica
pide que en el tiempo de la cosecha se deje una porción para el pobre y forastero (Lev 19,9-
10; Dt 24,19-22). Los miembros débiles de la sociedad, como la famosa tríada “viuda,
huérfano y forastero”, deben ser tratados con compasión y respeto (cf. Dt 16,11-12; 26,11-
12). Es justo aquél que no engaña o defrauda al otro mediante la usura o estafa (Am 2,6-8; Ez
18,10-13). La misión del mismo Jesús, que está lleno de compasión y se empeña en curar a
los enfermos y saciar a los hambrientos, corresponde a la misma ética fundamental bíblica.
De hecho, en el evangelio de Mateo, Jesús declara que él no deroga la ley y los profetas, sino
que la “cumple”, es decir manifiesta la intención y el fin que Dios ha dado a la Torah (Mt
94
5,17). Jesús encarga a los discípulos el continuar la misma misión en la vida de la Iglesia (Mt
10,7-18).
La tradición del amor a Dios y del amor al prójimo como reclamos fundamentales de la ley
era una tradición profundamente enraizada en el Antiguo Testamento y reiteradamente
confirmada por Jesús. Esta es la respuesta que Jesús da a la pregunta del escriba sobre el
mayor mandamiento de la ley; “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma y con toda tu mente. Éste es el primer y gran mandamiento. Luego el segundo es
semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos
depende toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,37-40; cf. Mc 12,29-31). En otros textos Jesús
refuerza las obligaciones para con los otros. Reasume los reclamos de la ley en la famosa
“regla de oro”: “Todo lo que queráis que los otros os hagan, hacedlo también vosotros a
ellos: en efecto, ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 7,12). Respondiendo al joven rico que
pregunta qué es lo que debe hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús presenta un sumario del
decálogo: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no testimoniarás lo falso,
honrarás al padre y a la madre, amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 19,18-19).
Se puede también notar que todos los ejemplos de “la mayor justicia” mencionados en el
Sermón del monte se concentran sobre obligaciones para con los otros: reconciliación con el
hermano y la hermana (Mt 5,21-26), no mirar al otro con lascivia (Mt 5,27-30), fidelidad al
vínculo matrimonial (5,31-32), honradez en el hablar (5,33-37), no vengarse por la injusticia
sufrida (5,38-42). Y todavía, en un texto que está considerado como el más característico de
la enseñanza de Jesús, el amor al enemigo es visto como la última expresión moral que hace
al seguidor de Jesús “perfecto” o “completo” como el Padre celestial es perfecto (5,43-48; cf.
Lc 6,36: “sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”). Al final el discípulo
de Jesús será juzgado según su fidelidad a estos mandamientos del amor, de la misericordia,
del perdón, de la justicia, que quedan ilustrados por la parábola de las ovejas y de las cabras
(Mt 25,31-46).
Este fuerte énfasis sobre el carácter relacional y comunitario de las obligaciones morales está
confirmado por las otras tradiciones neotestamentarias, especialmente en la literatura joánica.
El evangelio de Juan concentra las demandas éticas del discipulado en la fórmula: “Éste es
mi mandamiento, que os améis unos a otros, como yo os he amado” (15,12). La muerte de
Jesús es el ejemplo supremo de este amor reclamado a los discípulos. Su muerte es un acto
de amor supremo de aquél que da su vida por los propios amigos (15,12-14). Este ejemplo
supremo de acción moral humana se convierte en criterio para el compromiso del cristiano
hacia los demás (15,12-17). La misma concentración se repite en las cartas joánicas,
especialmente en la primera carta: “Puesto que éste es el mensaje que habéis oído desde el
principio: que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn 3,11). El vínculo intrínseco entre el
amor a Dios y el amor al prójimo representa la nota característica de la ética bíblica y de la
enseñanza de Jesús: “Éste es el mandamiento que tenemos de él: quien ama a Dios, ame
también a su hermano” (1 Jn 4,21). También en Pablo la caridad constituye el don supremo e
imperecedero (1 Cor 13,13) así como en Santiago 2,8 y Hebreos 13,15-16 la adoración a
Dios y la obligación de hacer el bien van íntimamente ligados.
132. Los textos legislativos de la Torah piden de modo insistente la solicitud por el “ger”, el
95
forastero que vive con los israelitas. A veces esta solicitud parece puramente humanitaria (cf.
Ex 22,20; 23,9), pero en otros textos, especialmente en el Deuteronomio, la solicitud por el
extranjero tiene una motivación más teológica. Israel debe recordar la propia experiencia en
Egipto y debe cuidar del forastero en la misma medida en que Dios tenía cuidado de Israel,
cuando ellos eran forasteros en Egipto (cf. Dt 16,12). La Ley de Santidad va un paso más
adelante en cuanto al cuidado por el forastero, que no es simplemente objeto de la ley, sino
“sujeto”, corresponsable con los israelitas indígenas de la santidad y de la pureza de la
comunidad. “Al forastero que mora entre vosotros lo trataréis como a aquél que ha nacido
entre vosotros; tú le amarás como a ti mismo porque también vosotros fuisteis forasteros en
el país de Egipto. Yo soy el Señor vuestro Dios” (Lev 19,34).
En el Nuevo Testamento la misión de Jesús es presentada como llena de preocupación por las
“ovejas perdidas” de la casa de Israel (Mt 10,5; 15,24) y el anuncio del evangelio queda
caracterizado como la “buena noticia para los pobres” (Mt 11,5; Lc 4,18; cf. Sant 2,2). Los
evangelios unánimemente describen a Jesús como el curador que es movido a compasión por
aquéllos que están en necesidad: “Los ciegos recuperan la vista, los cojos andan, los leprosos
son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia el
evangelio” (Mt 11,5; cf. Mt 4,24-25; Lc 4,18-19).
Estas acciones curativas constituyen sólo los primeros pasos hacia la curación de la persona
entera, que en último análisis desemboca en el perdón de los pecados (cf. el paralítico
perdonado y curado en Mc 2,1-12). Jesús acoge a los pecadores, come con ellos y llama al
publicano Leví a ser su discípulo (Mc 2,13-17), acepta la hospitalidad de Zaqueo (Lc 19,1-
10). De modo semejante y a pesar de las objeciones de su anfitrión fariseo, Jesús acepta el
amor tierno de la mujer pecadora en casa de Simón y le ofrece perdón y acogida (Lc 7,36-
50). Criticado por las protestas de fariseos y escribas por su comunión con publicanos y
pecadores. Jesús ilustra su visión de la comunidad que no excluye a nadie, en sus parábolas
de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo pródigo (Lc 15). También a los
discípulos les enseña a no “escandalizar” o “despreciar” a los “pequeños” de la comunidad,
sino a buscarles con compasión (Mt 18,6-14). La reconciliación y el perdón deben
caracterizar a la comunidad formada en el nombre de Jesús (Mt 5,21-26.28.38-48; 18,21-35).
Jesús concede el perdón no sólo mediante las palabras dirigidas al pecador, sino también
tomando sobre sí mismo los pecados de la humanidad: “Él tomó nuestras enfermedades y
cargó con nuestras dolencias” (Mt 8,17).
Jesús considera su misión liberadora y curativa como signo de la venida del reino de Dios
que restaurará la vida humana y la llevará a su plenitud (Mt 12,28: Lc 11,20). Finalmente la
muerte de Jesús en la cruz y su resurrección de entre los muertos representan el último acto
de la liberación y curación, en cuanto derrotan a la muerte y al pecado, liberan la humanidad
de sus poderes y conducen al reino perfecto de Dios.
133. También los paganos son bien acogidos por Jesús cuando se acercan a él y buscan su
fuerza curativa: piénsese en la mujer cananea (Mt 15,21-28;) y en el centurión (Lc 7.1-10).
En su discurso programático de Nazaret Jesús recuerda la misión de Elías a la viuda en
Sarepta de Sidón y la curación del sirio Naamán por parte de Eliseo, acontecimientos en los
96
que son superados los límites de Israel (Lc 4,25-27). En la versión mateana de la historia del
centurión Jesús alude a Is 43,5 y prevé “que muchos vendrán de oriente y de occidente y se
sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8,11). Y en la
parábola del gran banquete los invitados que rehúsan acudir son sustituidos por “pobres,
inválidos, ciegos, cojos” y finalmente por aquéllos que se encontraban “por los caminos y a
lo largo de las cercas”, de modo que la casa quede llena (Lc 14,16-24).
En estas ricas tradiciones sobre la misión de Jesús, enviado a curar, a ocuparse de los pobres
y de los marginados, a acoger a los pecadores y también a los paganos, los evangelios
confirman la orientación comunitaria de la Biblia. La pregunta clave de la moral bíblica es
ésta: ¿cuáles son las virtudes, prácticas, tipos de relación que deben caracterizar una
comunidad reunida en nombre de Dios?
135. La comunidad es un dato fundamental de la vida moral según la Biblia. Está fundada
sobre el amor que sobrepasa los intereses individuales y mantiene juntos a los seres
humanos. Este amor está en última instancia enraizado en la vida de la misma Santísima
Trinidad, se manifiesta mediante la fuerza dinámica del Espíritu Santo y es,
simultáneamente, fuente y meta de una comunidad auténticamente cristiana.
En los diversos niveles de la vida humana está presente la comunidad, siempre con una
dinámica propia y con específicas exigencias morales. La familia es la comunidad humana
más fundamental y es decisiva para la formación social y moral del individuo. También la
Iglesia es una comunidad: para ella es fundamental el don de la fe, en ella se entra mediante
el bautismo y su íntimo lazo de cohesión es el amor cristiano. Hay también obligaciones
morales que derivan de la pertenencia a la comunidad civil tanto local como nacional. Y,
cada vez más, la sociedad moderna es consciente de las dimensiones globales de la
comunidad humana y de las obligaciones morales requeridas por el bienestar económico,
social y político de la entera familia de las naciones y de los pueblos. Los papas han
subrayado en la enseñanza social de la Iglesia, desde hace más de un siglo, las obligaciones
97
morales que derivan de la pertenencia a los diversos niveles de la vida comunitaria.
Hay muchos valores destacados en todas las opciones morales que conciernen al cristiano de
hoy, pero es el amor, el compromiso profundo de transcenderse a sí mismo para el bien de
otros, quien lleva y determina todos los otros valores sociales según la perspectiva cristiana.
Mientras la comunidad civil está obligada a asegurar estructuras sociales justas que protejan
a los ciudadanos y garanticen las necesidades vitales, la perspectiva moral cristiana es
complementaria y transciende las exigencias de justicia. El orden justo, creado a través de los
medios políticos, no puede satisfacer todos los anhelos del corazón humano. El compromiso
moral de la Iglesia por el amor al prójimo, en las diversas esferas de la comunidad humana,
puede alcanzar las más profundas aspiraciones del espíritu humano. Las obras de caridad
tradicionales de la Iglesia, al nivel individual e institucional, pueden inspirar al orden político
a reconocer la belleza trascendente y el destino último de la persona humana creada por Dios.
c. Necesidades actuales
136.La esperanza en la vida futura con Dios, fundada sobre la resurrección de Jesús,
proporciona una motivación decisiva para buscar la voluntad de Dios y para observarla como
norma del propio obrar.
El Nuevo Testamento vive una nueva experiencia y alcanza la seguridad de una revelación
98
que llega a su plenitud en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús y que abre
una perspectiva escatológica de gran claridad. Indicamos algunas líneas del discurso bíblico
que se refieren a la vida futura, la presentan como motivación de opciones morales y fundan
sobre ella un obrar moral consecuente.
137. En la medida en que podamos individuar las fases más antiguas de la religión de Israel,
resulta que se dio un tiempo en el que la esperanza de la retribución en la vida futura no tenía
un papel específico para una motivación de la moralidad, porque esta esperanza era todavía
embrional. Las expectativas más antiguas parecen haber consistido simplemente en el
regreso al tronco tribal, en el reunirse con los antepasados en la muerte (1 Sam 28,19; 2 Sam
12,23). La recompensa de la virtud es una vida larga (Gén 25,8) y una prolongada
descendencia. Al final todo, tanto el bueno como el malvado (Ez 32,18-31), desciende al
Sheol, un lugar de tiniebla, silencio, impotencia e inactividad (Sal 88,3-12), en plena antítesis
con la vida, por la imposibilidad de alabar a Dios. El efecto negativo de esta convicción
sobre la moralidad alcanza su clímax en el libro tardío de Qohelet, donde constituye una de
las razones indicadas para ver todo como vanidad, todo lo que lucha por el bien y todo
esfuerzo moral: “El destino del ser humano y el destino del animal son idénticos, como
muere el uno así muere el otro” (Ecl 3,19; pero téngase también en cuenta de la variación de
12,7).
De todas maneras, mucho antes de Quohelet, estaba ya surgiendo otra visión del mundo, que
implicaba que muerte y mundo de los infiernos estuviesen subordinados al señorío de Dios
sobre el cielo y la tierra. Sobre todo los salmos atestiguan el convencimiento de que el Señor
no abandona a los que tienen confianza en él y viven según sus mandamientos, incluso
después de su descenso a la tumba. La comunión de Dios con sus fieles no puede ser
interrumpida por la muerte. Característico del amor es ser para siempre, y la lealtad de Dios
unida a su omnipotencia se la consideraba capaz de realizar esta condición: “Tu amor
constante vale más que la vida” (Sal 63,4). Aunque el salmista no tuviese todavía una idea de
cómo Dios habría concretado esta duradera fidelidad hacia sus devotos, mucho antes que la
esperanza en la resurrección empezase a hacer pie, estaba ya viva en el credo de Israel la
concepción que su fidelidad hacia los justos no podía ser interrumpida (Sal 16,8-11; 17,15;
49,14-16; 73,24-28). Sobre la estela de este desarrollo la confianza en que la solidaridad de
Dios hacia aquéllos que viven en la observancia de sus mandamientos no sería nunca
decepcionada, incluso más allá de la muerte, entró en el argumento ético.
Según algunos exegetas, un conocido pasaje de Job refleja el problema de cómo la vida
después de la muerte, bajo la duradera benevolencia de Dios, pueda ser adaptada a una
existencia incorpórea, al menos si el dificilísimo pasaje de Job 19,26 se traduce de este
modo: “Después que esta piel mía sea destruida, sin mi carne veré a Dios”. Cualquiera sea el
significado de este incierto texto hebreo, ya los Setenta, y en su estela, los Padres de la
Iglesia interpretaron sus contenidos como un testimonio de la fe en la resurrección: “Puesto
que sé que es eterno aquél que está a punto de liberarme y de levantar de la tierra mi piel, que
99
soporta todo esto” (Job LXX 19,25-26).
La persecución de los Macabeos ofrece la primera clara conexión entre moralidad y vida
sucesiva a la muerte, en la forma de resurrección a nueva vida para los mártires y de
tormento para los perseguidores y sus descendientes (2 Mac 7,9-36). El mismo pensamiento
está expresado por Dan 12,2: “Muchos (lo que en arameo no tiene el sentido de excluir a
nadie) de aquéllos que duermen en el polvo de la tierra se despertarán: los unos para la vida
eterna, los otros para la vergüenza y para la infamia eterna”. Aquí la resurrección a la vida no
está limitada a los mártires, pero está extendida a “todos aquéllos cuyos nombres se
encuentran escritos en el libro”. Es la resurrección de toda la persona. No se tiene en cuenta
ninguna división entre cuerpo y alma, porque en la antropología hebrea no se concibe tal
separación: el ser humano no está dividido así, sino que es un cuerpo animado.
En conclusión destaquemos que estas rendijas que se van abriendo son ya orientadoras para
cualquier eventual novedad de situación que pueda presentarse. En efecto, aclaran la
naturaleza efímera del bien presente y enseñan a reconocer la precedencia absoluta de toda
realización que haga coherente el clima de amistad perenne que se ofrece al socio humano de
la relación con Dios.
138. Jesús afirma con gran determinación la resurrección de los muertos contra la negación
de los saduceos. La realidad trascendente del Padre, de su amor y de su voluntad, es decisiva
para el camino y el actuar del mismo Jesús. Él espera de sus seguidores idéntica actitud y es
seguido en modo ejemplar por los mártires.
La respuesta de Jesús al relato de los saduceos (Mc 12,18-23) empieza con la pregunta: “¿No
estáis acaso por esto en error, desde el momento que no conocéis las Escrituras ni el poder de
Dios?” (12,24) y termina con la afirmación: “Estáis en un gran error” (12,27). Es decir
constata con singular insistencia el carácter erróneo de su negación de la resurrección de los
muertos, viéndola causada por su ignorancia de Dios, por su falsa concepción del poder y
fidelidad de Dios. Para Jesús Dios no puede presentarse a sí mismo: “Yo soy el Dios de
Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (12,26), sin encontrarse en unión vital con
estas personas. “No es Dios de muertos sino de vivos” (12,27). La resurrección de los
muertos y la vida eterna no son para Jesús entidades abstractas, existentes de por sí. Toda la
atención de Jesús está concentrada sobre Dios, todo depende de la justa comprensión del
poder de Dios y de su actitud real hacia la persona humana. No la idea abstracta de la vida
100
eterna sino la relación viva con Dios, que ha creado y destinado a las personas humanas para
la comunión de vida consigo sin término, constituye el marco y la meta de la vida humana y
debe determinar el obrar humano.
Para Jesús mismo el horizonte de su vivir y obrar es el Padre, su unión vital con el Padre.
Jesús ha vivido por el Padre, con el Padre y en el Padre; así ha tomado sobre sí el misterio de
su pasión hasta el aniquilamiento de sí en la muerte en cruz. Dice de sí mismo: “Mi comida
es que yo haga la voluntad de aquél que me ha enviado y que cumpla su obra” (Jn 4,34).
Hacer la voluntad del Padre, realizar la misión de él recibida es el modo fundamental en que
Jesús vive su unión con el Padre. La fidelidad al Padre es la base de todo el obrar y sufrir de
Jesús. Tal fidelidad a su misión hace que él no ceda a ninguna presión humana, y lo lleva
finalmente a la muerte en cruz. Ella, a pesar de todo, es “su comida”, lo hace vivir, es la
fuente y la fuerza de su vida. Ni la vida terrena ni los bienes de esta vida constituyen para
Jesús valores supremos que en todo caso y a toda costa deben ser buscados. El valor supremo
es exclusivamente la unión con el Padre, que se vive sobre todo haciendo su voluntad.
Jesús propone su propia actitud como ejemplo y espera de sus seguidores un fiel seguimiento
del camino trazado por él. También para ellos es decisiva la fidelidad a la voluntad del Padre.
Concluyendo el Sermón del monte y, en cierto modo, sintetizándolo, Jesús dice: “No
cualquiera que me diga Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino aquél que hace la
voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). Precisamente en perspectiva
escatológica, hablando de la condición imprescindible para la entrada en el reino de los
cielos, Jesús presenta la voluntad del Padre como norma decisiva. La unión de vida con el
Padre en el reino de los cielos es simplemente imposible sin haber vivido en unión con él en
la vida terrena, haciendo su voluntad.
Jesús precisa explícitamente lo que debe determinar su obrar y su sufrir: “Os digo a vosotros,
amigos míos: No tengáis miedo de los que matan el cuerpo y después de esto no pueden
hacer nada más. Os mostraré en cambio de quien debéis tener miedo: temed aquél que
después de haber matado, tiene el poder de arrojar al fuego de la Gehenna. Sí, os lo digo,
temed a éste” (Lc 12,4-5). Se trata de una instrucción entre amigos. Jesús quiere proteger a
sus amigos, los discípulos, pero también a la gran muchedumbre (cf. 12,1), contra el error de
cerrarse en la perspectiva terrena. Abre por tanto el horizonte y orienta a Dios y a su poder
sobre la existencia ultraterrena. Dios puede excluir de la unión de vida consigo pero también
acoger en ella. Hablando de miedo, Jesús no quiere provocar terror y angustia sino llamar a
una conciencia seria y profunda de la situación real y total. Tal conciencia que incluye la
perspectiva escatológica, debe determinar el obrar. Entre las motivaciones del obrar humano
el mal a evitar no es aquél que se verifica en el horizonte terreno, sino aquél del fin de las
cosas, que se realiza si Dios pronuncia en un juicio negativo.
En otra instrucción, de nuevo para “la muchedumbre junto con sus discípulos” (Mc 8,34),
Jesús menciona directamente el seguimiento sobre el camino de la cruz: “Si alguno quiere
venir detrás de mí, reniegue de sí mismo, tome su cruz y que me siga. Porque quien quiera
salvar su propia vida, la perderá; pero quien pierda la propia vida por causa mía y del
Evangelio, la salvará” (8,34-35). Y, concluyendo, dice: “Quien se avergüence de mí y de mis
palabras ante esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se
avergonzará de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (8,38). El
único camino para salvar la vida y la unión con Jesús y con su Evangelio, porque Jesús se
101
encuentra en unión con el Padre, única fuente de toda vida. Para mantener la unión con Jesús
puede ser necesario renunciar, con Jesús, a la vida terrena y aceptar, junto a él, la cruz. El
seguimiento y la unión con Jesús no pueden ser parciales, sino que deben ser totales. De
nuevo la perspectiva escatológica exige y justifica este obrar. Jesús, mediante su camino,
entra en la gloria de su Padre, vendrá y se manifestará en esta gloria. Sólo la unión
permanente con él y la fidelidad valerosa a él y a sus palabras hacen participar en su vida
gloriosa con el Padre, hacen salvar la vida.
139. En algunos de los más recientes libros del Antiguo Testamento (1 y 2 Mac) se narran
casos de martirio. Esos casos quedan relatados e interpretados en un cuadro de convicciones
en la que ya ha madurado una clara conciencia de la futura suerte del hombre. Los mártires
enseñan que hay supervivencia en otra vida y que los valores en juego en las opciones
concretas actuales son de absoluta radicalidad, tales como para poder explicar y requerir las
opciones más comprometidas.
Son múltiples las temáticas de la primitiva teología del martirio, inspiradas en los
precedentes neotestamentarios. Baste citar a Ignacio de Antioquia, que une la idea paulina de
la unión con Cristo al tema joánico de la vida en Cristo y luego el ideal de la imitación de
Cristo. La pasión del Señor se hace presente en la muerte de sus testigos.
Los mártires, sacrificando su vida, atestiguan criterios esenciales del obrar: la primacía
absoluta de Dios y el consiguiente derecho que la fidelidad hacia él tiene para reclamar el
heroísmo o la renuncia a todo otro valor; la relación entre un presente efímero y un futuro
que ve restablecido el bien de una salvación que supera todas las dimensiones terrenas; la
conformación con Cristo, ‘mártir’ de Dios, y la imitación de su ejemplo.
140. Como en todos los otros escritos del Nuevo Testamento así también en el anuncio de
Pablo la perspectiva escatológica es fundamental y omnipresente, también cuando no es
explícitamente mencionada. Para Pablo Dios Padre es aquél que ha resucitado a Jesús de los
muertos (cf. Gál 1,1; Rom 10,9 etc.). El horizonte de nuestra existencia no está ya limitado a
la vida terrena mortal, porque la vida en comunión eterna con el Señor resucitado abre un
horizonte ilimitado, cambia las circunstancias y los parámetros de la vida terrena y pasa a ser
102
regla determinante en la gestión de nuestra existencia actual. Son típicos algunos textos
paulinos que hablan de la resurrección y del juicio y sacan consecuencias para el obrar moral.
1) La resurrección
2) El juicio
141. De vez en cuando Pablo se refiere al juicio que nos espera. Lo que hayamos hecho en
nuestra vida será objetivamente valorado por el Señor y recibirá de él una adecuada
recompensa. Tal hecho debe empujarnos a vivir de manera responsable para poder esperar
con confianza la valoración del Señor.
En Rom 14,10-12 Pablo afirma: “En efecto, todos nos presentaremos ante el tribunal de
Dios. Por tanto cada uno de nosotros dará cuenta de sí mismo a Dios”. Se pone así de relieve
el aspecto de la responsabilidad. Ciertamente si la vida terminase en una nada, sería igual
para todos y volvería indiferente el modo como hayamos gestionado nuestra vida terrena,
Pero nuestra vida está orientada hacia una rendición de cuentas para el que es relevante y
decisivo nuestro actual modo de vivir.
Los hombres tienen su manera de juzgar personas y acontecimientos, pero Pablo dice: “Mi
juez es el Señor… Él sacará a la luz los secretos de las tinieblas y manifestará las intenciones
de los corazones, entonces cada uno recibirá de Dios la alabanza” (1 Cor 4,4-5). La
valoración del Señor es la única adecuada y válida, porque sólo él conoce todos los matices
de las acciones humanas.
El resultado del juicio será consecuencia del obrar de cada hombre durante su vida y se
diversificará de una a otra vez: “Todos, en efecto, debemos comparecer ante el tribunal de
Cristo, para recibir cada uno la retribución de las obras realizadas cuando estaba en el
103
cuerpo, sea para bien o para mal” (2 Cor 5,10).
El modo concreto de la retribución para aquéllos que eventualmente serán condenados está
dicho de un modo muy genérico (“ira y desprecio”, “tribulación y angustia”: Rom 2,8-9) o
bien de modo negativo (“no heredarán el reino de Dios”: 1 Cor 6,10; Gál 5,21). El destino de
los que serán salvados será siempre una “gracia”, nunca un simple mérito: consistirá en la
“vida eterna en Jesucristo nuestro Señor” (Rom 6,23).
143. Un primer aspecto se refiere a la Iglesia vista desde dentro y se pone de relieve en la
primera parte del Apocalipsis (Ap 1,4-3,22): hay una venida de Cristo que la atañe y la
involucra precisamente como Iglesia, siempre entendida en la dialéctica destacada más arriba
entre Iglesia local e Iglesia universal. Los textos que la explicitan (Ap 2,5.16;3,11), como
también el contexto general (Ap 2-3) en el que están insertos, muestran que esta venida lleva
a una presencia creciente y siempre más involucrada de Cristo en el ámbito de su Iglesia.
Las implicaciones morales de esta venida-presencia de Cristo llevan consigo ante todo por
parte de la Iglesia una actitud confirmada y renovada de fe y de disponibilidad, que le
permite acoger la acción de Cristo que la concierne. Más específicamente se requieren luego
a la Iglesia las opciones morales contenidas en los imperativos que se le dirigen:
“¡Convertíos!” (Ap 2,5.16; 3,1.19), “no temáis para nada lo que tengáis que sufrir” (Ap
2,10), “lo que tenéis mantenedlo con energía hasta que yo llegue” (Ap 2,25), “acuérdate por
tanto de lo que has recibido y escuchado y guárdalo y conviértete” (Ap 3,3), “ten un amor
celoso” (Ap 3,19).
104
para cooperar con la venida de Cristo que se realiza en la historia.
Tal mundo recibe la presión de lo Demoníaco que tiende a modelarlo según un tipo de vida
opuesto a aquél querido y proyectado por Dios, un anti-reino, más aún una especie de anti-
creación. El Apocalipsis precisa algunos detalles de este empuje demoníaco: éste no obra
directamente por sí mismo, pero se insinúa, mediante el engaño, en las estructuras humanas
existentes y obra por medio de ellas. Pero en oposición al sistema terrestre se encuentra el
sistema de Cristo. Éste está constituido ante todo por Cristo mismo expresado en la figura del
cordero (Ap 5,6), que caracteriza toda la segunda parte del Apocalipsis. Toda esta actividad,
propia de Cristo-cordero, el Apocalipsis la interpreta como una venida. Es la venida de Cristo
en la historia, en paralelo con su venida en la Iglesia.
Los cambios morales que son aplicaciones de la venida intra-histórica de Cristo que se está
realizando son múltiples, pero se basan todos sobre el hecho que los cristianos – como hemos
visto más arriba – median, en calidad de “sacerdotes de Dios y de Cristo” (Ap 20,6) entre la
presión por parte de Cristo para penetrar en los detalles de la historia y su realización. Los
cristianos deberán tener la audacia de mostrar a la luz su Cristo (cf. Ap 12,1-6) implantando
en la historia sus valores, hasta la plenitud escatológica que señalará las conclusiones de su
venida.
145. La venida en el interior de la Iglesia, como hemos notado, está enteramente marcada por
el amor de Cristo, en una reciprocidad, que, requiriendo un recambio en la misma longitud de
onda, se coloca en el esquema humano del noviazgo. La Iglesia es ahora la novia que se
prepara a ser la esposa y lo hace cooperando activamente a la venida de Cristo en la historia.
Cuando luego esta venida se haya realizado, habrán llegado también “las bodas del cordero”
(Ap 19,7). La Iglesia, en adelante esposa y no más novia, estará en grado de amar a Cristo
con amor paritario, correspondiente al de Cristo y Cristo dará a su esposa la riqueza infinita
de la que es portador (cf. Ap 21,9-22,5).
El autor del Apocalipsis proyecta estos resultados escatológicos sobre una Iglesia todavía en
camino. Mirando hacia delante hacia la meta escatológica, la Iglesia, que percibe ahora la
tormentosa alegría de un amor en crecimiento, sabe que, un día, conseguirá amar a Cristo
105
como Cristo la ama. Comprometida como está en la superación del mal y en el potenciar el
bien junto a Cristo que está viniendo, sabe, mirando al futuro escatológico, que el mal
opresor de la anti-creación terminará, también por obra suya. Igualmente todo el bien que
deriva de la novedad de Cristo, que habrá estado en medio de la historia gracias también a su
contribución, alcanzará en la Jerusalén nueva su máximo desarrollo. La Iglesia se siente de
verdad la novia que se está confeccionando el traje de esposa.
4) Conclusión
Ahora bien el presente está marcado por límites vistosos, debidos por un lado a sus
inseguridades e imperfecciones y por otro a su condición efímera. El presente es en sí mismo
insuficiente, como demuestran todas las visiones del pensamiento cerrados en una visión de
autonomía ilusoria y como demuestra la experiencia hecha por nuestra época – no por
primera vez en la historia – del derrumbe de las ideologías.
La esperanza aporta equilibrio a la descompensación del presente, puesto que es una apertura
motivada hacia un futuro que tiene su fundamento en la firmeza eterna de Dios. Heb 13,14
declara de modo perentorio: “No tenemos aquí abajo una ciudad estable, sino que andamos
en busca de la futura.” Nada es tan eficaz en el planteamiento de una orientación de acción y
de vida cuanto la conciencia de la dimensión efímera en la cual se mueve lo que se desea y se
actúa en el presente: se crea necesariamente una jerarquía de valores en la que la referencia
última se hace a otro, no sólo a sí mismos, a un futuro y no solo al presente. El Otro es el
Señor resucitado, que ha ido a prepararnos un puesto (Jn 14,2) y que sin embargo permanece
interlocutor escondido de un día a día que experimenta todas las dificultades y las alegrías de
106
la fe y de la esperanza. La fe impone la superación de lo inmediato. La esperanza lleva a un
anticipo del futuro, en diálogo continuo de amor con Aquél que es pasado, presente y futuro.
b. Llamada al heroísmo
148. Este dulce interlocutor, que llena e ilumina el futuro del creyente, plantea
requerimientos y alimenta expectativas radicales. Estas tienen la pretensión de ser el último
valor y reclamar el sacrificio de cualquier otro. Nace aquí el llamamiento al heroísmo del
testimonio en el sacrificio. Nuestro tiempo conoce muchos ejemplos de martirio, de renuncia,
motivada por el amor, a un presente que puede ser sacrificado en vista de un futuro más
grande.
En este sentido la esperanza cristiana no está simplemente orientada al futuro, sino que tiene
directas consecuencias morales para la vida presente. Ésta es la implicación moral de cuanto
puede ser llamada “escatología realizada”, que significa que el cristiano está obligado a vivir
ahora en vista del futuro que la fe en la resurrección anticipa y desea plenamente. La fe
cristiana en la resurrección corporal y en la transformación final del mundo creado puede
también dar una motivación moral y espiritual profunda en lo que atañe la ecología y del
respeto a la vida humana (cf. Rom 8,18-21)
149. El marco de las finalidades en la perspectiva revelada sugiere orientaciones válidas por
las novedades ofrecidas por un día a día en continuo movimiento. La discusión que surge por
las nuevas decisiones se mueve siempre sobre el plano de los principios, que se remiten a los
valores de la autonomía de la decisión humana, de los derechos de la ciencia, de la
inviolabilidad de la conciencia y también, en último análisis, de la preferencia que
corresponde al más importante.
107
una realización que sea válida no sólo para el presente sino también para el futuro sin fin.
150. Todos están de acuerdo en que no se pueden poner sobre el mismo plano todas las reglas
morales enunciadas en la Biblia, ni se puede reconocer igual valor a todos los ejemplos de
moralidad que presenta.
Aquí, por objetivos tanto pedagógicos como teóricos, nos ha parecido útil desarrollar la
exposición en torno a una noción clave en teología moral: la prudencia. Ella implica, sobre el
plano de la inteligencia, que se tenga el sentido de la proporción y, sobre el plano de la
decisión práctica, que se tomen precauciones. En efecto, por una parte es necesario distinguir
las consignas fundamentales, que tienen valor obligatorio universal, de los simples consejos e
incluso de los preceptos ligados a una etapa de la evolución espiritual. Por otra parte la
prudencia exige que se piensen anticipadamente los propios actos, que se reflexione sobre su
alcance y consecuencias, de modo a individuar los daños que ellos acarrean y evitar, en la
aplicación de los principios, los errores e incluso los riesgos inútiles.
En materia de moral la Sagrada Escritura proporciona los anclajes esenciales para un sano
discernimiento. Éste se efectúa sobre tres planos: literario, espiritual comunitario y espiritual
personal.
a. Discernimiento literario
1) Contexto literario
Por principio es imprudente referirse a una norma legislativa o a una narración ejemplar de la
Biblia haciendo abstracción de su contexto literario. Se debe atender también a los géneros y
a las formas literarias (imperativos, casuística, catálogos, códigos, parénesis, sapienciales
etc.) que a menudo indican el peso de un discurso ético.
Más todavía, el puesto que ocupan en el canon de la Escritura refuerza la estructura teológica
de base “don-ley” que hemos explicado a lo largo y ancho de la primera parte. Relatos de
salvación muy elaborados preceden al Decálogo tanto en el libro del Éxodo como en el del
108
Deuteronomio, y lo mismo pasa antes del Sermón del monte.
2) Fundamento teológico
Para fundamentar hoy una decisión moral entre las normas decretadas por la Biblia se
concederá una particular atención a aquéllas que están provistas de un fundamento o de una
justificación teológica. Se alcanza así a distinguir mejor lo que refleja la cultura de una época
y lo que tiene valor transcultural.
Por ejemplo, en la primera parte del código de la alianza (Ex 21,1-22,19), las prescripciones
no conllevan ningún fundamento teológico; ellas corresponden verosímilmente a la puesta
por escrito de un derecho local usual, que refleja la justicia ejercitada en la puerta de la
ciudad, dirigida a regular las relaciones sociales. En su formulación y en su contenido estas
leyes casuísticas a veces están muy próximas a prescripciones recogidas en los diversos
códigos del Próximo Oriente antiguo: en particular las leyes que miran a la liberación
periódica de los esclavos (Ex 21,2-11). Al contrario, en la sección apodíctica del código de la
alianza (Ex 22,20-23,9), como en el código deuteronómico, la ley está con frecuencia dotada
de un fundamento teológico: por ejemplo la cercanía del SEÑOR de las categorías sociales
más pobres (Ex 22,20-26), o también la referencia explícita a la historia de los orígenes de
Israel (Dt 15,12-15; 16,10-12).
3) Trasfondo cultural
109
la necesidad de asumirlas, porque desde el punto de vista de la exégesis cristiana son eco de
una cultura particular.
El otro ejemplo es más delicado: “No comer la sangre”. También en este caso, la prohibición
se encuentra en más de una tradición veterotestamentaria (Lev 3,17; 7,26; Dt 12,23-24) y el
Nuevo Testamento lo asume sin reticencias, hasta el punto de imponerla a los cristianos
venidos del paganismo (Hch 15,29; 21,25). Desde el pinto de vista de la exégesis, la
justificación explícita de la prohibición no es propiamente teológica, sino que se hace eco
más bien de una representación simbólica: “la vida (nephes) de toda carne está en la sangre”
(Lev 17,11.14; Dt 12,23). Después de la edad apostólica, la Iglesia no se ha sentido ya más
obligada, sobre esta sola base, a emitir reglas precisas para la carnicería y la cocina, y todavía
menos en nuestro tiempo, para prohibir las trasfusiones de sangre. El valor transcultural
subyacente a las dos prohibiciones, el único que puede y debe inspirar toda ética, es el
respeto debido a toda criatura viviente. Y el valor transcultural subyacente a las decisiones
particulares de la Iglesia, en Hch 15, es la preocupación de favorecer la integración
armoniosa de los diversos grupos, incluso a costa de compromisos provisionales.
4. Continuidad
La continuidad con la que un tema moral aparece en textos bíblicos diversos, tanto desde el
punto de vista de la tradición literaria, de los autores y de la fecha cuanto de los géneros
literarios, lleva a considerar este tema como estructurante y esencial para la interpretación
moral del entero corpus bíblico. Por ejemplo, la atención privilegiada que hay que conceder a
los pobres responde a este criterio de continuidad. Se encuentra este tema de un extremo al
otro de la Escritura. Baste traer un argumento a fortior: Ben Sira, aún siendo ávido de la
buena carne, del vino y de los viajes, hace de él como un leitmotiv de su escrito de sabiduría.
5) Afinamiento de la conciencia
b. Discernimiento comunitario
1) Antiguo Testamento
110
clan (Núm 27,1-11; 36,1-12). Moisés queda presentado como el mediador habilitado para
exponer al Señor las peticiones de la comunidad y para comunicar al pueblo la respuesta
legislativa que deriva de ahí. El texto alterna por tanto la expresión de las necesidades del
pueblo, la intervención de mediadores cualificados (Moisés, Eleazar) y la autoridad soberana
del Señor.
2) Nuevo Testamento
Sucede que en las opciones que hay que hacer, con referencia a la ley o la costumbre, se
quede uno enredado en los detalles. Detalles a los que se da importancia, o también que
momentáneamente tengan realmente importancia. ¿Cómo obrar la distinción entre lo
esencial, no negociable, y lo accesorio, negociable? El Nuevo Testamento, en materia de
discernimiento eclesial, nos ha dejado un documento que viene al caso: Hch 15,1-35. La
problemática era nueva. Algunos, en la comunidad, querían obligar a los paganos que hacían
la opción por el cristianismo, a hacer contemporáneamente la opción por el judaísmo al
completo, incluida la circuncisión, debidamente prescrita por la Torah (Gén 17,10-14),
también para los extranjeros residentes en el país (Ex 12,48-49). Sobre el plano moral esto
ponía el problema de la obediencia a una voluntad expresa de Dios. La narración de los
Hechos señaliza los componentes esenciales de un discernimiento prudente: un camino
comunitario, la búsqueda de una decisión y la decisión.
a) “Los apóstoles y los ancianos se reunieron para examinar este problema” (Hch 15,6). Hoy
se expresa este tipo de procedimiento en términos de corresponsabilidad, de sinodalidad.
b) Para encontrar una solución adecuada, los responsables tratan de distinguir lo urgente (los
valores de fondo a salvaguardar) y lo posible (la posibilidad de absorción de cada una de las
partes en cuestión). Intervienen cuatro personajes. Pedro da la orientación de fondo (no
imponer cargas inútiles), invocando tres motivos teológicos: Dios no hace distinción de
personas, el Espíritu Santo ha suscitado los mismos signos entre los paganos como entre los
hebreos, y, sobre todo, la fe es pura gratuidad de Dios (15,7-11). Pablo y Bernabé hacen
hablar a la experiencia, al lenguaje de lo vivido (15,12). Al fin, Santiago, el sabio, propone
un compromiso: no de sobrecargas, sino, al menos, evitar los escándalos y tener en cuenta los
unos a los otros (15,13-21). Compromiso temporal, sobre un punto o sobre el otro, de manera
a resolver la crisis aquí y ahora. Poco después Pablo mismo circuncidará a Timoteo… por
miedo a los judíos (Hch 16,1-13). En cuanto a las prohibiciones morales, aquellas relativas a
los idolotitos y a las carnes poco o nada desangradas (15,20) no sobrevivieron mucho tiempo
en la Iglesia, como informa la historia sucesiva. La razón de esta decisión prudencial era
entonces precisa y circunstancial: la unidad a reconstruir en la comunidad. En cuanto al valor
transcultural subyacente, se puede expresar así: la apertura a la diferencia, a un cierto
pluralismo sociológico, que había sido ya preparado por el tema veterotestamentario de la
circuncisión del corazón (Dt 10,16; Jer 4,4 cf. Rom 2,25-29).
c) En fin, se comunica el resultado del discernimiento con una carta colectiva (15,23-29).
Cuatro elementos atraen más particularmente la atención. Antes que nada el efecto divisorio
de las decisiones tomadas sin mandato, fuera de la comunión de la Iglesia (15,24). Después
la declaración: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…”, signo evidente de un
discernimiento propiamente espiritual, efectuado en la deliberación y en la oración (15,28).
Notemos también, por la elección de delegados, la apertura a una consulta más amplia, que
111
involucra a “la Iglesia entera” (15,22). Y el llamamiento, no a la obediencia ciega, sino a la
conciencia moral de la comunidad destinataria del mensaje (15,29b).
c. Discernimiento personal
153. En el párrafo precedente hemos tratado de un discernimiento que se apoya, por decirlo
así, sobre una “conciencia colectiva” iluminada por el Espíritu Santo. Como tal, el término
“conciencia colectiva”, popularizado sobre todo a partir de Émile Durkheim, pertenece al
registro terminológico moderno. En la Biblia, la palabra syneidêsis se aplica estrictamente al
campo de la conciencia personal, lo más a menudo con referencia al juicio moral. Una vez
“conciencia moral” y “pensamiento” son puestos en paralelo, y dos veces “conciencia” y
“corazón” (kardia): este último en la Biblia hebrea (lêbâb) es símbolo y sede de la reflexión,
de la opción fundamental, de la decisión moral. Se habla de conciencia buena, mala, pura o
purificada, hermosa, irreprensible, débil o falsa. Para el discernimiento, la conciencia
personal, iluminada por el Espíritu Santo, es un tercer lugar, importante entre todos.
2) Otro texto elaborado (1 Cor 7,1-39) enseña todavía mejor cómo a partir de una cuestión
candente y nueva puesta por la comunidad, se efectúa el discernimiento práctico. ¿Cómo
juzgar el valor respectivo de los estados de vida con respecto a la ética cristiana? Aquí Pablo
distingue cuatro tipos de consignas, que se pueden ordenar en gradación descendente, en
cuanto a fuerza obligatoria.
a) Antes que nada una prescripción del Señor mismo, y por tanto irreformable, porque se
apoya sobre una palabra explícita del Evangelio: “la mujer no se separe del marido” (Mt
5,32; 19,9). Cuando por la fuerza de las cosas se verifica el caso contrario, el mandamiento
implica o no hacer otro matrimonio o un proceso de reconciliación (1 Cor 7,10-11).
b) ¿Pero qué hacer en un caso no previsto por el Evangelio? Pablo, tan pastor como teólogo,
se confronta con el problema concreto del matrimonio entre creyente y no creyente. Si este
último “comienza y continúa a ser santificado” [matiz del perfecto griego] por su cónyuge, es
decir hay cohabitación armoniosa y una cierta apertura espiritual, el precepto evangélico se
realiza sin problema; pero si el cónyuge no creyente opta por la separación, el otro, a decir de
Pablo, queda libre. El apóstol precisa desde el principio que se apoya sobre su autoridad:
112
“Soy yo quien lo dice, no el Señor” (7,12-16).
d) Otro parecer dado por San Pablo corresponde directamente a la cuestión inicial puesta por
la comunidad: el fundamento de la abstinencia sexual, por motivos espirituales, para una
pareja casada (7,1-9). También aquí el apóstol utiliza la prudencia en su discernimiento.
Valora los peligros concretos de una postura demasiado radical, en materia de sexualidad
conyugal. Autoriza la abstinencia como “una concesión y no una orden”, con tres
condiciones: el acuerdo de los dos cónyuges, el carácter provisional (sólo “por un tiempo”), y
sobre todo el objetivo esencialmente espiritual (“dedicarse a la oración”). Y aprovecha la
ocasión para firmar la perfecta reciprocidad e igualdad de los cónyuges en la libre
disposición del cuerpo del otro.
2) En buena parte, la ética se remite a los recursos de la razón. Hemos visto cómo la Biblia
tiene mucho en común con la sabiduría de los pueblos (convergencia). Pero ella sabe poner
en cuestión, remar contra corriente (contraposición). Y superar (progresión). La moral
cristiana no puede en modo alguno evolucionar independientemente de este soplo nuevo y
misterioso que le viene de las luces del Espíritu Santo. Más que racional y sapiencial, el
113
discernimiento moral de los creyentes es espiritual. Interviene aquí el tema importantísimo
de la formación de la conciencia. Si bien el Nuevo Testamento no asocia sino una vez
explícitamente los dos términos “conciencia” moral y “Espíritu Santo” (Rom 9,1), está claro
que en régimen cristiano el “discernimiento del bien del mal” tiene por clave de bóveda “los
elementos esenciales de la palabra de Dios” (Heb 5,12-14), que llevan “a la perfección” (6,1)
“a aquéllos que una vez por todas han sido iluminados, han gustado el don celeste y se han
hecho partícipes del “Espíritu Santo” (6,4). Pablo se remite a la “renovación del
pensamiento”, no en “conformidad con el mundo presente”, sino “discerniendo lo que es
voluntad de Dios, lo que es bueno, aceptable, perfecto” (Rom 12,1; cf. Ef 5,10; Heb 12,21).
CONCLUSIÓN GENERAL
1. Elementos de originalidad
156. 1) El hecho de basar sobre la Sagrada Escritura el conjunto de nuestra reflexión invita a
considerar la moral no ante todo desde el punto de vista del hombre, sino desde el punto de
vista de Dios. De aquí el concepto de “moral revelada”, que puede ser útil, si se lo
comprende bien. En esto, lo hemos visto, nuestro acercamiento se distingue, desde el
comienzo, de la ética y de la moral natural, fundadas esencialmente sobre la razón. La
ventaja potencial es doble.
Antes que nada sobre el plano teórico: la moral así concebida supera por mucho el alcance de
un código de comportamientos a adoptar o a evitar, o también una lista de virtudes a practicar
y vicios a combatir para asegurar el orden social y el bienestar de la persona. Ella se inscribe
en un horizonte propiamente espiritual, donde la acogida del don gratuito de Dios precede y
orienta la respuesta del hombre. Ahora se siente entre muchos de nuestros contemporáneos,
cristianos y no cristianos, una fuerte necesidad de redefinir su visión de las cosas en un
horizonte espiritual y una búsqueda activa en este sentido. Una moral tan exigente como la
propone la Biblia, tanto desde el punto de vista espiritual como social, no es extraña a las
aspiraciones conscientes e inconscientes de la humanidad postmoderna. Una moral que no se
114
cierra en sí misma sino que nos abre los ojos hacia los demás, especialmente hacia los
pobres, próximos y lejanos, y nos inquieta y empuja a la acción en su favor.
Segundo: sobre el plano práctico, un acercamiento como el nuestro ayuda a definir mejor tres
engaños tal vez sutiles, que han amenazado y todavía amenazan a más de una instancia
educativa, sobre el plano de los valores humanos como sobre el plano de la fe: una especie de
casuística, de legalismo y de moralismo estrechos. El restituir toda clase de preceptos en el
horizonte de fondo del don de Dios, como lo sugiere la Biblia en su conjunto, les confiere un
relieve y una fuerza de nuevas expresiones.
157. 2) Con total respeto para con el texto fundador del Decálogo, hemos propuesto una
relectura axiológica (es decir en términos de valores), que abre un campo moral
programático, más que sólo prohibitivo y prescriptivo, un campo dinámico, ciertamente
mucho más exigente, pero paradójicamente más atrayente, conforme a las sensibilidades
éticas y morales de la mayoría de nuestros contemporáneos. En su Sermón del monte,
también él igualmente fundamental y básico, Jesús abre claramente el camino en esta
dirección. La ventaja salta a los ojos: el desarrollo de una moral percibida como
estimulante más que aplastante, que respeta y favorece los caminos, pone en movimiento
hacia el Reino y educa la conciencia más que dar la impresión de una capa de plomo puesta
sobre las espaldas (cf. Mt 11,29-30).
- valiente para denunciar y frenar toda opción moral incompatible con la fe (contraposición);
- capaz de conciliar los derechos y las aspiraciones de la persona, afirmados con fuerza en
nuestros días, con las exigencias y los imperativos de la vida colectiva, expresados en la
Escritura en términos de “amor” (dimensión comunitaria);
115
- hábil para sugerir un horizonte moral que, estimulado por la esperanza de un futuro
absoluto, supera la mirada miope que se limita a las realidades terrenas (finalidad);
- preocupada por aproximarse con prudencia a las cuestiones difíciles, con el triple recurso a
las disponibilidades de la exégesis, a la iluminación de la autoridad eclesial y a la formación
de una conciencia correcta en el Espíritu Santo, de modo a no causar nunca un
“cortocircuito” en el delicado proceso del juicio moral (discernimiento).
159. Cuanto precede muestra bien por un lado algunas líneas de fuerza y por otro lado
también el carácter incompleto y, en cierto modo, hasta imposible de dar por acabado, de un
documento de la Comisión Bíblica sobre la moral.
Aspiramos a que nuestra reflexión pueda suscitar tres tipos de actividad sucesiva.
160. 1) Antes que nada el diálogo. Es de desear que no comprometa sólo a los especialistas
de la Iglesia Católica, como teólogos moralistas y exegetas, sino que encuentre un eco entre
los creyentes de otras confesiones cristianas, que participan del mismo tesoro de las
Escrituras, y también entre los creyentes de otras religiones, que buscan también ellos niveles
elevados de vida moral. Más en particular un diálogo fecundo con los hebreos, nuestros
“hermanos mayores”, puede ayudarnos recíprocamente a situar las múltiples leyes, a veces
relativas, en el eje fundamental de la Ley teológica, considerada como un “camino” de
salvación dado gratuitamente a la humanidad. La moral bíblica no puede ser impuesta a otros
que no tienen la misma fe, pero, puesto que está orientada a mejorar la naturaleza y las
condiciones del hombre y de la sociedad, es una propuesta válida que se espera sea tomada
en seria consideración también por aquéllos que están comprometidos en un procedimiento
espiritual de otro tipo.
161. 2) Pensamos también que una reflexión como la nuestra, si suscita algún interés, podría
ayudar a los pastores y teólogos a encontrar estrategias mediáticas apropiadas para que la
enseñanza moral de la Iglesia sea percibida bajo un aspecto positivo y en toda su riqueza.
Ciertamente, para ser fiel a Cristo y al servicio de los hombres, la Iglesia no puede abstenerse
de presentar con claridad los derechos y deberes del creyente y de todo hombre, y por ello no
puede prescindir de ciertas reglas y prohibiciones. Pero la contraposición, sobre todo cuando
toma el estilo de una lucha juzgada necesaria, no es sino uno de los ocho criterios que hemos
enunciado. Presentar la “moral revelada”, en toda su amplitud y fecundidad, en el eje de la
Escritura, podría trazar los contornos de una pedagogía renovada.
162. 3) En fin, para tener seguimiento, el presente documento tendrá necesidad, estamos
convencidos, de un esfuerzo de vulgarización. Sólo así podrá prestar ayuda a los pastores, a
los animadores pastorales, a los catequistas, a los enseñantes, sin olvidar a los padres
cristianos, que tienen la misión hermosa e insustituible de educar a sus jóvenes para la vida,
116
en la fe, en el uso de una libertad responsable, y de guiarlos por el camino de la verdadera
felicidad, que termina más allá del mundo presente.
117
118
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
EN BUSCA DE UNA ÉTICA UNIVERSAL:
NUEVA PERSPECTIVA SOBRE LA LEY NATURAL (2008·12·06)
COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
Introducción
I. Convergencias
120
5.2. El Espíritu Santo y la Ley nueva de libertad
Conclusión
INTRODUCCIÓN
1. ¿Existen valores morales objetivos capaces de unir a los hombres y de proporcionales paz y
bienestar? ¿Qué valores son? ¿Cómo se pueden discernir? ¿Cómo se pueden poner en práctica
en la vida de las personas y de las comunidades? Estas cuestiones perennes acerca del bien y
del mal son hoy más urgentes que nunca en cuanto que los hombres han tomado conciencia de
que forman una única comunidad mundial. Los grandes problemas que se plantean hoy a los
hombres tienen además una dimensión internacional, planetaria, puesto que las posibilidades
técnicas de comunicación favorecen una interacción creciente entre las personas, las
sociedades y las culturas. Un acontecimiento local puede tener una repercusión casi inmediata
en todo el planeta. De esta manera surge la conciencia de una solidaridad global que encuentra
su último fundamento en la unidad del género humano. Esta solidaridad se traduce en un
sentido de responsabilidad mundial. Asimismo, la cuestión del equilibrio ecológico, de la
protección del medio ambiente, de los recursos y del clima se ha convertido en una
preocupación importante que interpela a toda la humanidad y cuya solución desborda
ampliamente los marcos nacionales. También, las amenazas que el terrorismo, el crimen
organizado y las nuevas formas de violencia y de opresión infligen sobre las sociedades tienen
una dimensión mundial. Los acelerados desarrollos de la biotecnología, que con frecuencia
amenazan la identidad misma del hombre (manipulaciones genéticas, donación...) piden con
urgencia una reflexión ética y política de dimensiones universales... En este contexto, la
búsqueda de valores éticos comunes es un tema actual,
121
3. La búsqueda de este lenguaje ético común concierne a todos los hombres. Para los cristianos
se relaciona de una manera misteriosa con la actuación del Verbo de Dios «la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9) y con la actuación del Espíritu Santo que hace brotar en
los corazones «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de
sí» (Gál 5,22s). La comunidad cristiana que comparte «las alegrías y las esperanzas, las
tristezas y las angustias de los hombres de este tiempo» y «se reconoce real e íntimamente
solidaria con el género humano y su historia»[1] no puede sustraerse a esta responsabilidad
común. Iluminados por el Evangelio, comprometidos en un diálogo paciente y respetuoso con
todos los hombres de buena voluntad, los cristianos participan en la búsqueda común de
valores humanos que se deben promover: «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro,
amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta» (Flp 4,8). Saben que
Jesucristo «nuestra paz» (Ef 2,14), que ha reconciliado a todos los hombres con Dios mediante
su cruz, es el principio de unidad más profundo hacia el cual el género humano está llamado a
confluir.
5. No faltan en nuestros días tentativas para determinar una ética universal. Poco después de la
Segunda Guerra Mundial, la comunidad de naciones, sacando consecuencias de la estrecha
complicidad que se había dado entre el totalitarismo y el positivismo jurídico, determinó en
la Declaración universal de los derechos del hombre (1948) derechos inalienables de la
persona humana que van más allá de las leyes positivas del Estado y que deben servir como
referencia y norma para esas leyes. Estos derechos no son simplemente concedidos por el
legislador: son declarados, es decir, su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador,
simplemente se hace patente. Nacen, en efecto, del «reconocimiento de la dignidad inherente a
todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo).
122
finalidad, en beneficio de un mero legalismo utilitarista[4].
6. Para explicitar el fundamento ético de los derechos del hombre, algunos han tratado de
elaborar una «ética mundial» en el marco de un diálogo entre las culturas y las religiones. La
«ética mundial» designa el conjunto de valores obligatorios fundamentales que constituyen
como fruto de los siglos el tesoro de la experiencia humana, Se encuentra en todas las grandes
tradiciones religiosas y filosóficas[5]. Este proyecto, digno de consideración, es una
significativa muestra de la necesidad actual de una ética que tenga una validez universal y
global. Sin embargo, la búsqueda puramente inductiva, al modo de los parlamentos, de un
consenso mínimo ya existente, ¿satisface las exigencias de fundamentar el derecho en el
absoluto? Por otra parte, esta ética mínima, ¿no lleva a relativizar las fuertes exigencias éticas
de cada religión o sabiduría particular?
123
sustanciales. La ética de la discusión es, pues, una ética puramente formal que no se refiere a
las orientaciones morales de fondo. También corre el riesgo de limitarse a una búsqueda de
compromisos. Ciertamente el diálogo y el debate siempre son necesarios para lograr un
acuerdo realizable sobre la aplicación concreta de las normas morales en una situación dada,
pero no debería marginar la conciencia moral. Un verdadero debate no reemplaza las
convicciones morales personales, sino que las supone y las enriquece.
9. Conscientes de lo que hoy en día está en juego respecto a esta cuestión, querríamos invitar
en este documento a todos los que se preguntan sobre los fundamentos últimos de la ética, así
colijo del orden moral y jurídico, a que consideren las posibilidades que encierra una
presentación renovada de la doctrina de la ley natural. Esta afirma, en sustancia, que las
personas y las comunidades humanas son capaces, a la luz de la razón, de discernir las
orientaciones fundamentales de un actuar moral conforme a la misma naturaleza del sujeto
humano y de expresarlas de manera normativa en forma de preceptos o mandamientos. Estos
preceptos fundamentales, objetivos y universales, están llamados a fundar e inspirar el
conjunto de las determinaciones morales, jurídicas y políticas que rigen la vida de los hombres
y de las sociedades. Constituyen una instancia crítica permanente y garantizan la dignidad de
la persona humana frente a las fluctuaciones de las ideologías. A lo largo de su historia, en la
elaboración de su propia tradición ética, la comunidad cristiana, guiada por el Espíritu de
Jesucristo y en un diálogo crítico con las tradiciones sapienciales que ha encontrarlo en su
camino, ha asumido, purificado y desarrollarlo esta enseñanza sobre la ley natural como norma
ética fundamental. Pero el cristianismo no tiene el monopolio de la ley natural. En efecto,
basada en la razón común a todos los hombres, la ley natural es el fundamento de la
colaboración entre todos los hombres de buena voluntad, sean cuales fueran sus convicciones
religiosas.
10. Es cierto que la expresión «ley natural» en el contexto actual es fuente de numerosos
malentendidos. A veces no hace sino evocar una sumisión resignada y totalmente pasiva a las
leyes físicas de la naturaleza, mientras que el hombre busca sobre todo, con razón, controlar y
orientar estos determinismos para su propio bien. A veces es presentada como un dato objetivo
que se impondría desde el exterior a la conciencia personal, independientemente de la labor de
la razón y de la subjetividad, y así es sospechosa de introducir una forma de heteronomía
inaceptable para la dignidad de la persona humana libre. A veces, también, a lo largo de la
historia, la teología cristiana ha justificarlo con mucha facilidad mediante la ley natural
posiciones antropológicas que, posteriormente, se han mostrado condicionadas por el contexto
histórico y cultural. Pero una comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto
moral, la naturaleza y Dios, así como una mayor conciencia de la historicidad que afecta a las
aplicaciones concretas de la ley natural, permite disipar estos malentendidos. También es
importante hoy proponer la enseñanza tradicional de la ley natural en términos que manifiesten
mejor la dimensión personal y existencial de la vida moral. Asimismo, hace falta insistir ante
todo en el hecho de que la expresión de las exigencias de la ley natural es inseparable del
esfuerzo de toda la comunidad humana para superar las tendencias egoístas y parciales y
desarrollar una perspectiva global de «ecología de los valores», sin la cual la vida humana
corre el riesgo de perder su integridad y su sentido de responsabilidad para el bien de todos.
11. La noción de ley natural asume muchos elementos comunes a las grandes corrientes
sapienciales religiosas y filosóficas de la humanidad. En el primer capítulo, nuestro documento
comienza evocando estas «convergencias». Sin pretender ser exhaustivo, indica que estas
124
grandes corrientes sapienciales religiosas y filosóficas atestiguan la existencia de un
patrimonio moral en gran medida común, que constituye la base para todo diálogo acerca de
las cuestiones morales. Además, sugieren, de una manera o de otra, que este patrimonio
explicita un mensaje ético universal inmanente a la naturaleza de las cosas y que los hombres
son capaces de descifrar. El documento recuerda a continuación algunos pasos esenciales en el
desarrollo histórico de la noción de ley natural y menciona ciertas interpretaciones modernas
que están parcialmente en la raíz de las dificultades que nuestros contemporáneos
experimentan ante esta noción. En el capítulo segundo («La percepción de los valores morales
comunes») nuestro documento describe cómo, a partir de los datos más sencillos de la
experiencia moral, la persona humana capta de manera inmediata ciertos bienes morales
fundamentales y formula consiguientemente los preceptos de la ley, natural. Estos no
constituyen, sin embargo, un código completo ya hecho de prescripciones intangibles, sino un
principio permanente y normativo de inspiración al servicio de la vida moral concreta de la
persona. El tercer capítulo («Los fundamentos de la ley natural»), al pasar de la experiencia
común a la teoría, profundiza en los fundamentos filosóficos, metafísicos y religiosos, de la
ley natural. Para responder a algunas objeciones contemporáneas precisa el papel de la ley
natural en el actuar personal y se pregunta sobre la posibilidad de que la naturaleza constituya
una norma moral. El cuarto capítulo («La ley natural y la sociedad») explicita la función
reguladora de los preceptos de la ley natural en la vida política. La doctrina de la ley natural
tiene ya coherencia y validez en el plano filosófico de la razón humana común a todos los
hombres, pero en el quinto capítulo («Jesucristo, cumplimiento de la ley natural») muestra que
alcanza todo su sentido dentro de la historia de la salvación: enviado por el Padre, Jesucristo
es, en efecto, por su Espíritu, la plenitud de toda ley.
I
CONVERGENCIAS
12. En las diversas culturas los hombres han elaborado y desarrollado de manera progresiva
tradiciones sapienciales en las que expresan y transmiten su visión del mundo, así como su
percepción refleja del lugar que ocupa el hombre en la sociedad y en el cosmos. Antes de
cualquier teorización conceptual, estas sabidurías, que suelen ser de naturaleza religiosa, son el
vehículo de una experiencia que identifica lo que favorece o lo que impide el pleno desarrollo
de la vida personal y la buena marcha de la vida social. Constituyen una especie de «capital
cultural» disponible para la investigación de una sabiduría común necesaria para responder a
los desafíos éticos contemporáneos. Según la fe cristiana, estas tradiciones sapienciales, a
pesar de sus límites e incluso a pesar de sus errores, captan un reflejo de la sabiduría divina
que actúa en el corazón de los hombres. Requieren atención y respeto y pueden tener el valor
de praeparatio evangelica.
125
parte, coinciden de manera general en reconocer que las grandes normas éticas no se imponen
solamente a un grupo humano determinado, sino que tienen valor de manera universal para
cada individuo y para todos los pueblos. Finalmente, muchas tradiciones reconocen que estos
comportamientos morales universales son requeridos por la naturaleza misma del hombre:
expresa el modo en el que el hombre se debe situar de forma creativa a la vez que armónica en
un orden cósmico o metafísico que le supera y da sentido a su vida. Este orden está
impregnado de una sabiduría inmanente. Contiene un mensaje moral que los hombres son
capaces de descifrar.
13. En las tradiciones hindúes, el mundo —tanto el cosmos como las sociedades humanas—
está regido por un orden o ley fundamental (dharma) que es necesario respetar, pues lo
contrario comporta graves desequilibrios. El dharma define, pues, las obligaciones
sociorreligiosas del hombre. De una manera específica, la enseñanza moral del hinduismo se
comprende a la luz de las enseñanzas fundamentales de los Upanishads: la creencia en un
ciclo indefinido de transmigraciones (samsara), junto con la idea según la cual las acciones
buenas o malas cometidas durante la vida presente (karman) tienen una influencia sobre los
sucesivos nacimientos. Estas enseñanzas tienen consecuencias importantes respecto al
comportamiento de las personas entre sí: implican un alto grado de bondad y de tolerancia, el
sentido de la acción desinteresada en beneficio de otros, así como la práctica de la no violencia
(ahimsa). La corriente principal del hinduismo distingue dos grupos de textos: śruti (lo que es
entendido, es decir, la revelación) y smrti (aquello de donde se recuerda, es decir, la tradición).
Las prescripciones éticas se encuentran sobre todo en la smrti, de manera particular en
los dharmaśastra (de los cuales los más importantes son los manava dharmaśastra o leyes de
Manu, h. 200-100 a.C.). Además del principio básico según el cual «la costumbre inmemorial
es la ley trascendente aprobada por la escritura santa y por los códigos de los legisladores
divinos; consiguientemente, todo hombre, de las tres clases principales, que respete el espíritu
supremo que está en él, debe conformarse siempre diligentemente con la costumbre
inmemorial»[8] encontramos aquí un equivalente práctico a la regla de oro: «Te diré lo que es
la esencia del mayor bien del ser humano. El hombre que practica la religión (dharma) de la
no violencia (ahimsa) universal adquiere el mayor bien. Este hombre que domina las tres
pasiones: la codicia, la ira y la avaricia, renunciando a ellas en relación a los seres, conseguirá
el éxito [...] Este hombre que considera todas las criaturas como su “yo-para-sí” y las trata
como su propio “yo”, deponiendo la vara del castigo y dominando completamente su ira, se
asegurará la consecución de la bondad. [...] No se hará a otro lo que considera dañino para sí.
Esta es brevemente la regla de la virtud [...] En el hecho de rehusar y de donar, en la
abundancia y en la desgracia, en lo agradable y en lo desagradable, juzgará todas las
consecuencias considerando su propio “yo”»[9]. Muchos preceptos de la tradición hindú
pueden ponerse en paralelo con las exigencias del Decálogo[10].
14. Se define generalmente el budismo por las cuatro «nobles verdades» enseñadas por Buda
después de su iluminación: 1) la realidad es sufrimiento e insatisfacción; 2) el origen del
sufrimiento es el deseo; 3) la desaparición del sufrimiento es posible (mediante la extinción del
deseo); 4) existe un camino que conduce hacia la desaparición del sufrimiento. Este camino es
el «noble sendero óctuple» que consiste en la práctica de la disciplina, de la concentración y de
la sabiduría. En el plano ético, las acciones favorables se pueden resumir en los cinco
preceptos (śila, sila): 1) no hacer daño a los seres vivientes ni eliminar la vida; 2) no tomar lo
que no ha sido dado; 3) no tener una conducta sexual incorrecta; 4) no emplear palabras falsas
o mentirosas; 5) no consumir productos tóxicos que disminuyan el dominio de sí. El altruismo
126
profundo de la tradición budista, que se traduce en una deliberada actitud de no-violencia,
mediante la benevolencia amistosa y la compasión, llega así a la regla de oro.
15. La civilización china está profundamente marcada por el taoísmo de Laozi o Lao-Tse
(siglo VI a.C.). Según Lao-Tse, el Camino o Dao es el principio primordial, inmanente a todo
el universo. Es un principio inaferrable de cambio permanente bajo la acción de dos polos
contrarios y complementarios, el yin y el yang. Corresponde al hombre abrazarse a este
proceso natural de transformación, dejarse llevar por el flujo del tiempo, gracias a la actitud de
no actuar (wú-wéi). La búsqueda de la armonía con la naturaleza, indisociablemente material y
espiritual, está en el corazón de la ética taoísta. En cuanto a Confucio (551-479 a.C.),
«Maestro Kong», intenta, con ocasión de un período de crisis profunda, restaurar el orden
respetando los ritos, apoyado en la piedad filial que debe estar presente en el corazón de toda
la vida social. En efecto, las relaciones sociales toman como modelo las relaciones familiares.
La armonía se consigue mediante una ética de la justa medida, en que la relación ritualizada
(el li), que inserta al hombre en el orden natural, es la medida de todas las cosas. El ideal que
se pretende en el ren, virtud perfecta de humanidad, constituida por el dominio de sí y la
benevolencia para con el otro. «Mansedumbre (shu), ¿no es acaso la palabra clave? Lo que tú
no quisieras que te hagan, no lo hagas tú a otros»[11]. La práctica de esta regla indica el
camino del Cielo (Tian Dao).
16. En las tradiciones africanas la realidad fundamental es la misma vida. Es el más precioso
bien, y el ideal del hombre consiste en vivir no solamente protegido de las preocupaciones
hasta la vejez, sino ante todo que permanezca, incluso después de la muerte, una fuerza vital
continuamente reforzada y vivificada en y mediante su descendencia. La vida es una
experiencia dramática. El hombre, microcosmos dentro de un macrocosmos, vive
intensamente el drama del enfrentamiento entre la vida y la muerte. La misión que se le
encomienda de asegurar la victoria a la vida sobre la muerte orienta y determina todo su actuar
ético. De esta manera el hombre debe identificar, en un horizonte ético consecuente, a los
aliados de la vida, ganarles para su causa y asegurar de ese modo su supervivencia, que es al
mismo tiempo la victoria de la vida. Este es el significado profundo de las religiones
tradicionales africanas. La ética africana se muestra de este modo como una ética
antropocéntrica y vital: los actos considerados como susceptibles de favorecer la eclosión de la
vida, de protegerla, desarrollarla o aumentar el potencial vital de la comunidad, son, por ello,
tenidos por buenos; un acto que se presume perjudicial para la vida de los individuos y las
comunidades se considera malo. Así, las religiones tradicionales africanas aparecen
esencialmente como antropocéntricas, pero una observación atenta pone de manifiesto que ni
el papel reconocido al hombre viviente ni el culto a los ancestros es algo cerrado. Las
religiones tradicionales africanas alcanzan su culminación en Dios, fuente de vida, creador de
todo lo que existe.
127
desobedecerlos. La razón humana interviene para reconocer el carácter revelado de la Ley y
para deducir las implicaciones jurídicas concretas. Ciertamente en el siglo IX la escuela
mou’tazilita sostuvo la idea de que «el bien y el mal están en las cosas», es decir, que
determinados comportamientos son buenos o malos en si mismos antes de la ley divina que los
manda o los prohíbe. Los mou’tazilitas estimaban que el hombre podía mediante su razón
conocer lo que es bueno o malo. Según ellos, el hombre sabe espontáneamente que la
injusticia y la mentira son malas y que es obligatorio devolver un préstamo, alejar de sí un
daño o mostrar agradecimiento a los benefactores, de los cuales el primero es Dios. Pero los
ach’aritas, que dominan la ortodoxia sunnita, han mantenido una teoría contraria. Son
partidarios de un ocasionalismo que no reconoce consistencia alguna a la naturaleza y estima
que solo la revelación positiva de Dios define el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Entre las
prescripciones de esta ley divina positiva con frecuencia retoman los grandes elementos del
patrimonio moral de la humanidad y pueden ponerse en relación con el Decálogo[13].
18. La idea de que existe un derecho natural anterior a las determinaciones jurídicas positivas
aparece ya en la cultura griega clásica con la figura ejemplar de Antígona, la hija de Edipo.
Sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, se han enfrentado por ocupar el poder y se han
matado el uno al otro. Polinices, el rebelde, ha sido condenado a permanecer sin sepultura y a
ser quemado sobre la hoguera. Pero, para cumplir con el deber de la piedad respecto al
hermano muerto, Antígona apela, contra la prohibición de la sepultura establecida por el rey
Creonte, «a las leyes no escritas e inmutables».
ANTÍGONA: Sí, porque no ha sido Zeus quien las ha proclamado, ni la justicia que habita con
los dioses de regiones inferiores; ni él ni ella las han establecido entre los hombres.
Yo no creo que tus decretos sean tan poderosos para que tú, mortal, puedas transgredir las
leyes no escritas e inmutables de los dioses.
Ellas no existen desde hoy ni desde ayer, sino desde siempre; nadie sabe cuándo han
aparecido.
Yo no debo por temor a la voluntad de un hombre arriesgarme a que los dioses me
castiguen[14].
19. Platón y Aristóteles retoman la distinción realizada por los sofistas entre leyes que tienen
su origen en un acuerdo, es decir, en una pura decisión positiva (thesis), y las que tienen valor
«por naturaleza». Las primeras ni son eternas ni válidas de un modo general y no obligan a
todos. Las segundas obligan a todo el mundo, siempre y en todas partes[15]. Algunos sofistas,
como Calicles del Gorgias de Platón, recurrían a esta distinción para discutir la legitimidad de
las leyes establecidas por las sociedades humanas. A estas leyes les oponía su idea, estrecha y
errónea, de naturaleza, reducida al mero componente físico. De este modo, contra la igualdad
política y jurídica de los ciudadanos en la polis, preconizaban lo que les parecía como la más
evidente de las «leyes naturales»: el más fuerte debe dominar al más débil[16].
20. No hay nada de esto en Platón ni en Aristóteles. No oponen derecho natural y leyes
positivas de la polis. Están convencidos de que las leyes de la polis en general son buenas y
constituyen la realización, más o menos conseguida, de un derecho natural que es conforme a
128
la naturaleza de las cosas. Para Platón, el derecho natural es un derecho ideal, una norma para
los legisladores y los ciudadanos, una regla que permite fundamentar y valorar las leyes
positivas[17]. Para Aristóteles, esta norma suprema de la moralidad corresponde a la
realización de la forma esencial de la naturaleza. Es moral lo que es natural. El derecho natural
es invariable; el derecho positivo cambia según los pueblos y las diferentes épocas. Pero el
derecho natural no se sitúa en un más allá del derecho positivo. Se encarna en el derecho
positivo, que es la aplicación de la idea general de la justicia a la vida social en su diversidad.
21. En el estoicismo, la ley natural se convierte en el concepto clave de una ética universalista.
Es bueno y debe ser hecho lo que corresponde a la naturaleza, entendida en un sentido a la vez
físico-biológico y racional. Todo hombre, sea cual sea la nación a la que pertenezca, debe
integrarse como una parte en el Todo del universo. Debe vivir conforme a la naturaleza[18].
Este imperativo presupone que existe una ley eterna, un Logos divino que está presente tanto
en el cosmos, al que impregna de racionalidad, como en la razón humana. Así, para Cicerón la
ley es «la razón suprema incluida en la naturaleza que nos manda lo que se debe hacer y nos
prohíbe lo contrario»[19]. Naturaleza y razón constituyen las dos fuentes de nuestro
conocimiento de la ley ética fundamental, que es de origen divino.
22. El don de la Ley en el Sinaí, cuyo centro son las «Diez Palabras», es un elemento esencial
de la experiencia religiosa de Israel. Esta Ley de alianza conlleva preceptos éticos
fundamentales. Definen el modo en el que el pueblo elegido debe responder mediante la
santidad de su vida a la elección de Dios: «Di a la comunidad de los israelitas: "Sed santos,
porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo"» (Lev 19,2). Pero estos comportamientos éticos
son también válidos para otros pueblos, de manera que Dios pedirá cuentas a las naciones
extranjeras que violan la justicia y el derecho[20]. Dios ya había realizado en la persona de
Noé una alianza con la totalidad del género humano que implicaba de manera particular el
respeto a la vida (Gén 9)[21]. De un modo más fundamental, la misma creación se presenta
como el acto mediante el que Dios estructura el conjunto del universo al darle una ley:
«Alaben [los astros] el nombre del Señor, / porque él lo mandó, y existieron. / Les dio
consistencia perpetua / y una ley que no pasará» (Sal 148, 5s). Esta obediencia de las criaturas
a la Ley de Dios es un modelo para los hombres.
23. Junto a los textos que se refieren a la historia de la salvación, con los temas teológicos
principales de la elección, de la promesa, de la Ley y de la alianza, la Biblia contiene también
una literatura sapiencial que no se ocupa directamente de la historia nacional de Israel, sino
que trata del lugar del hombre en el mundo. Desarrolla la convicción de que existe una manera
correcta y «sabia» de hacer las cosas y conducir la propia vida. El hombre se debe dedicar a
buscarla y a continuación debe esforzarse para ponerla en práctica.
129
de la obediencia a la Ley revelada. En efecto, la Torá es como la encarnación de la sabiduría.
«Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, / y el Señor te la concederá.» (Eclo 1,26s).
Pero la sabiduría es también el resultado de una observación sagaz de la naturaleza y de las
costumbres humanas cuyo objetivo es descubrir su inteligibilidad inmanente y su valor
ejemplar[23].
24. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo ha predicado el acontecimiento del reino
como manifestación del amor misericordioso de Dios que se hace presente en medio de los
hombres a través de su propia persona y les invita a la conversión y a una respuesta libre de
amor. Esta predicación no puede dejar de tener consecuencias para la ética, respecto al modo
de construir el mundo y las relaciones humanas. En su enseñanza moral, de la cual el sermón
de la montaña es un compendio admirable, Jesús retoma la regla de oro: «Así, pues, todo lo
que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los
Profetas» (Mt 7,12)[24]. Este precepto positivo completa la formulación negativa de la misma
regla en el Antiguo Testamento: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15)[25].
25. Al comienzo de la Carta a los Romanos el apóstol Pablo, para manifestar la necesidad
universal de la salvación que trae Cristo, describe la situación religiosa y moral común a todos
los hombres. Afirma la posibilidad de un conocimiento natural de Dios: «Porque lo que de
Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo
invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir
de la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,19s)[26]. Pero este conocimiento se ha
pervertido, convirtiéndose en idolatría. Al situar a judíos y gentiles en el mismo plano, san
Pablo afirma la existencia de una ley moral no escrita que se encuentra inscrita en los
corazones[27]. Esta ley permite discernir por uno mismo el bien y el mal: «Cuando los
gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos, aun sin tener
ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que tienen escrito en sus corazones la
exigencia de la ley; contando con el testimonio de la conciencia y con sus razonamientos
internos contrapuestos, unas veces de condena y otras de alabanza» (Rom 2,14s). Por lo tanto,
el conocimiento de la ley no basta por sí solo para mantenerse en un camino justo[28]. Estos
textos de san Pablo tuvieron un influjo determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley
natural.
130
integra. Por otra parte, la armonía de la naturaleza y de la razón no se apoya sobre el
planteamiento inmanentista de un cosmos panteísta, sino sobre la referencia común a la
sabiduría trascendente del Creador. Comportarse de modo conforme a la razón conduce a
seguir las orientaciones que Cristo, como Logos divino, ha depositado mediante los logoi
sparmatikoi en la razón humana. Es muy significativa la definición de san Agustín: «La ley
eterna es la razón divina o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe
perturbarlo»[30]. Más exactamente, para san Agustín, las normas de la vida recta y de la
justicia están expresadas en el Verbo de Dios, que las imprime en el corazón del hombre «a la
manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo» [31]. Por otra parte,
según los Padres, la ley natural está incluida en el marco de una historia de salvación que nos
lleva a distinguir diferentes estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída,
naturaleza restaurada), en los cuales la ley natural se realiza de modo diferente. Esta doctrina
patrística de la ley natural se transmitió a la Edad Media, así como la noción, bastante parecida
de «derecho de gentes» (ius gentium), según la cual, además del derecho romano (ius civile),
hay principios universales de derecho que regulan las relaciones entre los pueblos y son
obligatorios para todos[32].
27. En la Edad Media, la doctrina de la ley natural alcanza una cierta madurez y adquiere una
forma «clásica» que constituye el fondo de todas las discusiones posteriores. Se caracteriza por
cuatro rasgos. En primer lugar, conforme a la naturaleza del pensamiento escolástico que trata
de descubrir la verdad allí donde se encuentre, asume las reflexiones anteriores sobre la ley
natural, paganas o cristianas, y trata de proponer una síntesis de las mismas. En segundo lugar,
de acuerdo con la naturaleza sistemática del pensamiento escolástico, sitúa la ley natural en un
marco metafísico y teológico general. La ley natural se entiende como una participación de la
criatura racional en la ley divina eterna, gracias a la cual entra de manera consciente y libre en
los designios de la Providencia. No es un conjunto cerrado ni completo de normas morales,
sino una fuente de inspiración constante, presente y activa en las diferentes etapas de la
economía de la salvación. En tercer lugar, al tomar conciencia de que la naturaleza tiene una
densidad propia, lo que en parte está ligado al redescubrimiento del pensamiento aristotélico,
la doctrina escolástica de la ley natural considera el orden ético y político como un orden
racional, obra de la inteligencia humana. Determina para dicho orden un espacio de
autonomía, una distinción sin separación, en relación con el orden de la revelación
religiosa[33]. Finalmente, a los ojos de los teólogos y juristas escolásticos, la ley natural
constituye un punto de referencia y un criterio a la luz del cual se valora la legitimidad de las
leyes positivas y de las costumbres particulares.
1.5. Evolución posterior
28. La historia moderna de la noción de ley natural se presenta en algunos aspectos como un
desarrollo legítimo de la enseñanza de la escolástica medieval en un contexto cultural más
complejo, marcada, sobre todo, por un sentido más vivo de la subjetividad moral. Entre estos
desarrollos señalamos la obra de los teólogos españoles del siglo XVI que, siguiendo los pasos
del dominico Francisco de Vitoria, recurrieron a la ley natural para oponerse a la ideología
imperialista de algunos estados cristianos de Europa y para defender los derechos de los
pueblos no cristianos de América. Estos derechos son inherentes a la naturaleza humana y no
dependen de la situación concreta respecto a la fe cristiana. La idea de ley natural permitió a
los teólogos españoles sentar las bases del derecho internacional, es decir, de una norma
universal que rija las mutuas relaciones de los pueblos y de los estados.
131
29. Sin embargo, en otros puntos, la noción de ley natural adquirió en la época moderna
algunas orientaciones y formas que contribuyeron a que en nuestros días resulte difícilmente
aceptable. Durante los últimos siglos de la Edad Media se desarrolló en la escolástica una
corriente voluntarista cuya hegemonía cultural modificó profundamente la noción de ley
natural. El voluntarismo se propuso valorar la trascendencia del sujeto libre respecto a todos
sus condicionamientos. Contra el naturalismo que tendía a someter a Dios a las leyes de la
naturaleza, subraya de modo unilateral la libertad absoluta de Dios, con el riesgo de poner en
peligro su sabiduría y convertir sus decisiones en algo arbitrario. Del mismo modo, en contra
del intelectualismo, sospechoso de someter la persona humana al orden del mundo, exalta una
libertad de indiferencia concebida como poder de elegir cosas contrarias, con el peligro de
desligar a la persona de sus inclinaciones naturales y del bien objetivo[34].
30. Son muchas las consecuencias del voluntarismo en la doctrina de la ley natural. Ante todo,
mientras que, para santo Tomás, la ley era concebida como fruto de la razón y expresión de
una sabiduría, el voluntarismo tiende a vincular la ley solo a la voluntad, y a una voluntad
desligada de su ordenación intrínseca al bien. Por consiguiente, toda la fuerza de la ley reside
únicamente en la voluntad del legislador. La ley queda así desposeída de su inteligibilidad
intrínseca. En estas condiciones la moral se reduce a la obediencia a los mandamientos que
manifiestan la voluntad del legislador. Thomas Hobbes llegará así a declarar: «Es la autoridad
y no la verdad lo que causa la ley» (auctoritas, non veritas, facit legem)[35]. El hombre
moderno, fascinado por la autonomía, solo podía rebelarse contra tal visión de la ley.
Inmediatamente, con el pretexto de salvaguardar la soberanía absoluta de Dios sobre la
naturaleza, el voluntarismo la deja desprovista de toda inteligibilidad interna. La tesis de
la potentia Dei absoluta según la cual Dios podría actuar independientemente de su sabiduría y
de su bondad, relativiza todas las estructuras inteligibles que existen y debilita el conocimiento
natural que el hombre puede tener de las mismas. La naturaleza deja de ser un criterio para
conocer la sabia voluntad de Dios: el hombre solo puede esperar este conocimiento mediante
una revelación.
31. Por otra parte, muchos factores llevaron a secularizar la noción de ley natural. Entre ellos
se puede mencionar la separación creciente entre la fe y la razón que caracteriza el final de la
Edad Media, o también algunos aspectos de la Reforma[36], pero sobre todo la voluntad de
superar los violentos conflictos religiosos que habían ensangrentado Europa al comienzo de
los tiempos modernos. Se llegó a querer fundamentar la unidad política de las comunidades
humanas poniendo entre paréntesis la confesión religiosa. Además, la doctrina de la ley natural
hacía abstracción de toda revelación religiosa particular, y por ello de cualquier teología
confesional. Pretendía apoyarse solo en la luz de la razón común a todos los hombres y se
presenta como la norma última en el ámbito secular.
32. Por otra parte, el racionalismo moderno propuso la existencia de un orden absoluto y
normativo de esencias inteligibles accesibles a la razón, y relativizó por ello la referencia a
Dios como fundamento último de la ley natural. El orden necesario, eterno e inmutable de las
esencias debía, ciertamente, ser actualizado por el Creador, pero se creía que en sí mismo
posee su coherencia y su racionalidad. La referencia a Dios se convertía en algo opinable. La
ley natural se impondría a todos «incluso aunque Dios no existiera (etsi Deus non daretur)
[37]».
33. El modelo racionalista moderno de la ley natural se caracteriza por: 1) creencia esencialista
132
en una naturaleza humana inmutable y a-histórica, respecto a la cual la razón puede
perfectamente captar la definición y las propiedades esenciales; 2) se pone entre paréntesis la
situación concreta de las personas humanas y la historia de la salvación, marcada por el pecado
y la gracia, cuya influencia sobre el conocimiento y la práctica de la ley natural son, sin
embargo, determinantes; 3) la idea de que es posible que la razón deduzca a priori los
preceptos de la ley natural a partir de la definición de la esencia del, hombre; 4) la extensión
máxima de los preceptos deducidos así, de modo que la ley natural aparece como un código de
leyes completas que regula casi todos los comportamientos. Esta tendencia a extender el
campo de las determinaciones de la ley natural ha sido el origen de una grave crisis, en
particular debido a que con el desarrollo de las ciencias humanas, el pensamiento occidental ha
tomado conciencia de la historicidad de las instituciones humanas y del carácter relativo y
cultural de muchos comportamientos que se justificaban con frecuencia recurriendo a la ley
natural. Este desfase entre una teoría abstracta maximalista y la complejidad de los datos
empíricos explica en parte la desafección respecto a la idea misma de ley natural. Para que la
noción de ley natural pueda servir para elaborar una noción de ética universal en una sociedad
secularizada y pluralista como la nuestra hay que evitar presentarla en la forma rígida que ha
adquirido en particular en el contexto del racionalismo moderno,
34. Antes del siglo XIII, dado que la distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural
no había sido todavía claramente elaborada, la ley natural se solía asimilar a la moral cristiana.
Así, el decreto de Graciano que proporcionó la normativa canónica básica en el siglo XII
comienza de este modo: «La ley natural es lo que está contenido en la Ley y el Evangelio». A
continuación identifica el contenido de la ley natural con la regla de oro y precisa que las leyes
divinas responden a la naturaleza[38]. Los Padres de la Iglesia recurrieron a la ley natural así
como a la Sagrada Escritura para fundamentar el comportamiento moral de los cristianos, pero
el Magisterio de la Iglesia, en un primer momento, debió intervenir poco para zanjar las
discusiones sobre el contenido de la ley moral.
133
encíclica Veritatis splendor (1993) otorgan un papel determinante a la ley natural en la
exposición de la moral cristiana[40].
35. Hoy en día, la Iglesia Católica recurre con frecuencia a la ley natural en cuatro contextos
principales. En primer lugar, ante el crecimiento de una cultura que limita la racionalidad a las
ciencias más rigurosas y abandona al relativismo la vida moral, insiste en la capacidad natural
que tienen los hombres de captar mediante su razón «el mensaje ético contenido en el
ser»[41] y la capacidad para conocer en sus líneas principales las normas fundamentales de un
actuar justo conforme a su naturaleza y a su dignidad. La ley natural responde así a la
exigencia de fundamentar en la razón los derechos humanos[42] y hace posible un diálogo
intercultural e interreligioso capaz de favorecer la paz universal y de evitar el «choque de
civilizaciones». En segundo lugar, ante un individualismo relativista que considera que cada
individuo es fuente de sus propios valores y que la sociedad es el resultado de un mero
contrato establecido entre individuos que eligen constituir por sí mismos todas las normas,
recuerda el carácter natural y objetivo, no fruto de un mero acuerdo, de las normas
fundamentales que rigen la vida social y política. En particular, la forma democrática de
gobierno está intrínsecamente vinculada a valores éticos estables cuya fuente se encuentra en
las exigencias de la ley natural y no dependen de las fluctuaciones de los consensos de una
mayoría aritmética. En tercer lugar, frente a un laicismo agresivo que quiere excluir a los
creyentes del debate público, la Iglesia insiste en que las intervenciones de los cristianos en la
vida pública sobre temas que se refieren a la ley natural (defensa de los derechos de los
oprimidos, justicia en las relaciones internacionales, defensa de la vida y de la familia, libertad
religiosa y libertad de educación...) no son de por sí de naturaleza confesional, sino que
indican la preocupación que cada ciudadano debe tener por el bien común de la sociedad. En
cuarto lugar, ante las amenazas del abuso de poder, es decir, del totalitarismo, que esconde el
positivismo jurídico y que difunden ciertas ideologías, la Iglesia recuerda que las leyes civiles
no obligan en conciencia cuando están en contradicción con la ley natural y propone el
reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia, así como el deber de desobedecer, en
nombre de la obediencia a una ley más importante[43] La referencia a la ley natural, lejos de
dar lugar al conformismo, garantiza la libertad personal y defiende a los desfavorecidos y a los
oprimidos por estructuras sociales que olvidan el bien común.
II
LA PERCEPCIÓN DE LOS VALORES MORALES COMUNES
134
constatar que este acuerdo sobre la cualidad moral de algunos comportamientos coexiste con
una gran variedad de teorías que lo explican. Sean las doctrinas fundamentales de
los Upanishads para el hinduismo o las cuatro «nobles verdades» para el budismo, sea
el Dao de Lao-Tsé, o la «naturaleza» de los estoicos, cada sabiduría o cada sistema filosófico
entiende el actuar moral dentro de un marco explicativo general que viene a legitimar la
distinción entre lo que está bien y lo que está mal. Tenemos que afrontar la cuestión de una
diversidad de justificaciones que dificulta el diálogo y la fundamentación de normas morales.
37. Por lo tanto, independientemente de las justificaciones teóricas del concepto de ley natural,
es posible actualizar los datos inmediatos de la conciencia de los que se quiere dar cuenta. El
objeto del presente capítulo es, precisamente, mostrar cómo son captados los valores morales
comunes que constituyen la ley natural. Sólo después veremos cómo la noción de ley natural
se apoya sobre un marco explicativo que fundamenta y legitima los valores morales de un
modo tal que pueda ser compartido por muchos. Para esto, la presentación de la ley natural de
santo Tomás de Aquino, resulta especialmente oportuna, entre otras cosas porque sitúa la ley
natural en una moral que hace justicia a la dignidad de la persona humana y reconoce su
capacidad de discernir[44].
38. Solo progresivamente la persona humana accede a la experiencia moral y se hace capaz de
decirse a sí misma los preceptos que deben determinar su actuación. Llega a este punto en
cuanto que, desde su nacimiento, está situada en un conjunto de relaciones humanas,
comenzando por la familia, que le permiten poco a poco tomar conciencia de sí misma y de la
realidad en torno a ella. Particularmente mediante el aprendizaje de una lengua —lengua
materna— aprende a nombrar las cosas y puede llegar a ser un sujeto consciente de sí mismo.
Orientada por las personas de su entorno, impregnada de la cultura en la que se encuentra, la
persona percibe ciertos modos de comportarse y de pensar como valores que se deben seguir,
leyes que se deben cumplir, ejemplos dignos de imitar y visiones del mundo que se pueden
aceptar. El contexto social y cultural juega un papel decisivo en la educación de los valores
morales. No se deben oponer estos condicionamientos a la libertad humana. Más bien la hacen
posible puesto que a través de ellos la persona puede acceder a la experiencia moral, que
eventualmente le permitirá revisar algunas de las «evidencias» que había interiorizado en el
curso de su aprendizaje moral. Por otra parte, en el contexto de la globalización actual, las
sociedades y las culturas mismas deben inevitablemente practicar un diálogo y un intercambio
sinceros, fundados sobre la corresponsabilidad de todos frente al bien común del planeta:
deben dejar de lado los intereses particulares para acceder a los valores morales que todos
están llamados a compartir.
39. Todo ser humano que llega a alcanzar la conciencia y la responsabilidad tiene la
experiencia de una llamada interior a realizar el bien. Descubre que es fundamentalmente un
ser moral, capaz de percibir y expresar la invitación que, como se ha visto, se encuentra en
todas las culturas: «Hay que hacer el bien y evitar el mal». Sobre este precepto se apoyan
todos los otros preceptos de la ley natural[45]. Este primer precepto es conocido de manera
natural e inmediata por la razón práctica, al igual que el principio de no contradicción (el
entendimiento no puede simultáneamente y en el mismo sentido afirmar y negar algo de un
135
sujeto), que es el fundamento de todo razonamiento especulativo, es percibido intuitiva y
naturalmente por la razón teórica, una vez que el sujeto comprende el sentido de los términos
empleados. Tradicionalmente, este conocimiento del primer principio de la vida moral se
atribuye a una disposición intelectual innata que se llama la sindéresis[46].
40. Con este principio entramos de lleno en el campo de la moral. El bien que se impone de
esta manera a la persona es el bien moral, es decir, un comportamiento que, superando las
categorías de lo útil, se orienta a la realización auténtica de este ser, a la vez uno y diverso, que
es la persona humana. La actividad humana es irreductible a una simple cuestión de
adaptación al «ecosistema»: ser humano consiste en existir y en situarse dentro de un marco
más amplio que define un sentido, unos valores y unas responsabilidades. Al buscar el bien
moral la persona contribuye a la realización de su naturaleza, más allá de los impulsos del
instinto o de la búsqueda de un placer particular. Este bien da testimonio da testimonio a uno
mismo y s entiende a partir de uno mismo[47].
41. El bien moral corresponde al deseo profundo de la persona humana que —como todo ser—
tiende espontánea y naturalmente hacia la propia perfección, la bondad. Desgraciadamente, el
sujeto puede dejarse arrastrar por deseos particulares y elegir bienes o realizar actos que se
oponen al bien moral que percibe. Puede rechazar el superarse a sí mismo. Es el precio de una
libertad limitada en sí misma y debilitada por el pecado, una libertad que encuentra
únicamente bienes particulares, ninguno de los cuales puede satisfacer plenamente el corazón
del ser humano. Corresponde a la razón del sujeto examinar si estos bienes particulares pueden
integrarse en la realización auténtica de la persona: en tal caso, serán juzgados moralmente
buenos, y en caso contrario, moralmente malos.
42. Esta última afirmación es capital. Establece la posibilidad de un diálogo con personas que
tienen otros horizontes culturales o religiosos. Valora la eminente dignidad de toda persona
humana al subrayar su aptitud natural para conocer el bien moral que debe realizar. Como toda
criatura, la persona humana se define por un conjunto de dinamismos y de finalidades
anteriores a las elecciones libres de la voluntad. Pero, a diferencia de los entes que carecen de
razón, es capaz de conocer e interiorizar estas finalidades y, por ello, de apreciar, en función de
las mismas, lo que es bueno o malo para ella. De este modo percibe la ley eterna, es decir, el
plan de Dios para la creación, y participa de la providencia de Dios de una manera
particularmente excelente al dirigirse a sí mismo y dirigir a otros[48]. Esta insistencia en la
dignidad del sujeto moral y en su relativa autonomía tiene su raíz en el reconocimiento de la
autonomía de las realidades creadas y confirma un dato fundamental de la cultura
contemporánea[49].
43. La obligación moral que percibe el sujeto no viene, pues, de una ley que le sería exterior
(heteronomía pura), sino que se afirma a partir de él mismo. Como indica el axioma que antes
hemos citado: «Hay que hacer el bien y evitar el mal», el bien moral que la razón determina
«se impone» al sujeto. «Debe» ser realizado. Reviste un carácter de obligación y de ley. Pero
el término «ley» no remite aquí a las leyes científicas que se limitan a describir las constantes
de hecho del mundo físico o social, ni a un imperativo impuesto de manera arbitraria desde el
exterior del sujeto moral. La ley designa aquí una orientación de la razón práctica que indica al
sujeto moral el tipo de actuación que es conforme con el dinamismo innato y necesario de su
ser que tiende a su plena realización. Esta ley es normativa en virtud de una exigencia interior
del espíritu. Surge del corazón mismo de nuestro ser como una invitación a la realización y a
136
la superación de uno mismo. Se trata, pues, no tanto de someterse a la ley de otro, cuanto de
acoger la ley del propio ser.
44. A partir de la afirmación básica que nos introduce en el orden moral — «hay que hacer el
bien y evitar el mal» —veamos cómo se realiza en el sujeto el reconocimiento de las leyes
fundamentales que deben dirigir el actuar humano. No es una cuestión de consideración
abstracta sobre la naturaleza humana ni del esfuerzo de conceptualización propio de las
elaboraciones teóricas de la filosofía y la teología. La percepción de los bienes morales
fundamentales es inmediata, vital, fundada en la connaturalidad del espíritu con los valores, y
comprende tanto la afectividad como la inteligencia, el corazón y el espíritu. Se trata de una
captación con frecuencia imperfecta, todavía oscura y borrosa, pero que tiene la profundidad
de lo inmediato. Se trata aquí de los datos de la más simple experiencia y la más conocida, que
están implícitos en el actuar concreto de las personas.
45. Al buscar el bien moral, la persona humana se pone a la escucha de lo que es y toma
conciencia de las inclinaciones fundamentales de su naturaleza, que son algo completamente
distinto de simples impulsos ciegos del deseo. Cuando percibe que los bienes hacia los que
tiende por naturaleza son necesarios para su realización moral, formula para sí en forma de
mandatos prácticos el deber moral de llevarlos a la práctica en su vida. Se presenta a sí misma
un cierto número de preceptos muy generales que comparte con el resto de los seres humanos
y que constituyen el contenido de lo que se llama ley natural.
46. Se distingue tradicionalmente entre tres grandes grupos de dinamismos naturales que
actúan en la persona humana[50]. El primero, que es común con cualquier otro ser sustancial,
incluye esencialmente la inclinación a conservar y desarrollar la existencia. El segundo, que es
común con todos los seres vivos, incluye la inclinación a reproducirse para perpetuar la
especie. El tercero, que le es propio como ser racional, conlleva la inclinación a conocer la
verdad acerca de Dios, así como la inclinación a vivir en sociedad. A partir de estas
inclinaciones se pueden formular los primeros preceptos de la ley natural. Estos preceptos son
de un nivel muy genérico, pero forman como un sustrato primero, que es la base de toda
reflexión posterior sobre el bien que se debe hacer y el mal que evitar.
47. Para salir de este nivel de generalidad e iluminar las elecciones concretas, hace falta
recurrir a la razón discursiva, que determinará los bienes morales concretos que puede realizar
la persona –y la humanidad– y formular preceptos más concretos capaces de guiar su
actuación. En esta nueva etapa el conocimiento del bien moral procede mediante el
razonamiento. Este razonamiento resulta todavía bastante simple al principio: una experiencia
de vida limitada es suficiente y se encuentra dentro de las posibilidades intelectuales de cada
persona. Se habla aquí de «preceptos segundos» de la ley natural descubiertos gracias a una
consideración de la razón práctica, más o menos prolongada, a diferencia de los preceptos
generales fundamentales que la razón capta de manera espontánea y que se denominan
«preceptos primeros»[51].
48. Hemos señalado en la persona humana una primera inclinación que comparte con todos los
137
entes: la inclinación a conservar y a desarrollar la su existencia. Habitualmente se da en los
seres vivos una reacción espontánea ante la amenaza inminente de muerte: se huye, se
defiende la integridad de la existencia, se lucha para sobrevivir. La vida física aparece de
manera natural como un bien fundamental, esencial, primordial, y de ahí el precepto de
proteger su vida. Bajo este enunciado referido a la conservación de la vida se perfilan las
inclinaciones hacia todo lo que contribuye, de una manera propia del hombre, a la
conservación y a la calidad de la vida biológica: integridad del cuerpo; uso de los bienes
exteriores que garantizan la subsistencia y la integridad de la vida, como la alimentación, el
vestido, la casa, el trabajo; la calidad del medio ambiente biológico... A partir de estas
inclinaciones el ser humano se formula fines que debe realizar y que contribuyen al desarrollo
responsable y armónico de su propio ser y que, por esta razón, se le presentan como bienes
morales, valores que hay que lograr alcanzar, obligaciones que debe cumplir o derechos que
debe hacer valer. En efecto, el deber de preservar la propia vida tiene como correlativo el
derecho de reclamar lo que es necesario para su conservación en un entorno favorable [52].
49. La segunda inclinación, que es común a todos los seres vivos, se refiere a la supervivencia
de la especie, que tiene lugar mediante la procreación. La generación se sitúa en la
prolongación de la tendencia a preservar el propio ser. Si la perpetuidad de la existencia
biológica es imposible al individuo en sí mismo, es posible para la especie, y de esta manera,
en cierto modo, resulta superada la limitación inherente a todo ente físico. El bien de la especie
aparece como una de las aspiraciones fundamentales que hay en la persona. Tomamos
conciencia de nuestra limitación cuando determinadas perspectivas, como el cambio climático
avivan nuestro sentido de la responsabilidad ante el planeta en cuanto tal y de la especie
humana en particular. Esta apertura a un cierto bien común de la especie anuncia ya algunas
aspiraciones propias del hombre. El dinamismo hacia la procreación está intrínsecamente
ligado a la inclinación natural que hay en el varón hacia la mujer y de la mujer hacia el varón,
dato universalmente reconocido en todas las sociedades. Lo mismo se puede decir de la
inclinación a cuidar a los niños y educarles. Estas inclinaciones conllevan que la estabilidad de
la pareja del hombre y la mujer, así como su mutua fidelidad, son ya valores a los que se debe
aspirar, aunque solo se pueden desarrollar plenamente en el orden espiritual de la comunión
interpersonal[53].
50. El tercer grupo de inclinaciones es específico del ser humano como ser espiritual dotado de
razón, capaz de conocer la verdad, de dialogar con los otros y de establecer relaciones de
amistad. Por ello se le debe otorgar una importancia muy especial. La inclinación a vivir en
sociedad procede ante todo de que el ser humano necesita de los otros para superar sus límites
individuales intrínsecos y alcanzar su madurez en los diversos campos de su existencia. Pero,
para desplegar plenamente su naturaleza espiritual, necesita establecer con sus semejantes
relaciones de generosa amistad y desarrollar una cooperación intensa en la búsqueda de la
verdad. Su bien integral está tan íntimamente ligado a la vida en comunidad que se organiza en
sociedad en virtud de esta inclinación, y no de una mera convención[54]. El carácter relacional
de la persona se expresa así mediante la tendencia a vivir en comunión con Dios o el Absoluto.
Esto se manifiesta en el sentimiento religioso y en el deseo de conocer a Dios. Ciertamente
puede ser negado por los que rechazan admitir la existencia de un Dios personal, peto no está
menos presente de modo implícito en la búsqueda que hay en todo ser humano de la verdad y
del sentido.
51. A estas tendencias específicas al hombre corresponde la exigencia percibida por la razón
138
de realizar de manera concreta esta vida de relaciones y de construir la vida en sociedad sobre
el fundamento justo que corresponde al derecho natural. Esto implica el reconocimiento de la
idéntica dignidad de todo individuo de la especie humana, más allá de diferencias de raza o de
cultura, y un gran respeto por la humanidad allá donde se encuentre, incluido el más pequeño y
olvidado de sus miembros. «No hagas a los otros lo que no quisieras que te hicieran a ti».
Encontramos de nuevo la regla de oro que se pone hoy en el mismo comienzo de una moral de
la reciprocidad. El capítulo primero nos ha permitido localizar esta regla en la mayor parte de
las sabidurías, así como en el mismo Evangelio. Al referirse a una formulación negativa de la
regla de oro san Jerónimo manifiesta la universalidad de muchos preceptos morales: «Esta es
la razón por la que es justo el juicio de Dios escrito en el corazón del género humano: “lo que
no quieres que te hagan, no lo hagas tú a otros”. ¿Quién no sabe que el homicidio, el adulterio,
los robos y toda clase de codicia son malos por el simple hecho de que nosotros no querríamos
que nos lo hicieran a nosotros mismos? Si no se supiera que estas cosas son malas, jamás se
quejaría nadie cuando las padecemos»[55]. Con la regla de oro se relacionan muchos
mandamientos del Decálogo, así como numerosos preceptos budistas, reglas de Confucio, e
incluso la mayor parte de las Cartas que enuncian los derechos de la persona.
52. Al final de esta rápida explicitación de los principios morales que brotan cuando la razón
toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de la persona humana, nos encontramos
ante un conjunto de preceptos y de valores que, al menos en su formulación general, pueden
ser considerados como universales, pues se aplican a toda la humanidad. Tienen un carácter de
inmutabilidad en la medida en que brotan de una naturaleza humana cuyos componentes
esenciales permanecen idénticos a lo largo de la historia. A veces puede suceder que estén
oscurecidos, o incluso hayan sido borrados del corazón humano por el pecado y por
condicionamientos culturales e históricos que pueden influir de manera negativa en la vida
moral personal: ideologías y propagandas engañosas, relativismo generalizado, estructuras de
pecado[56]. Es necesario ser modesto y prudente cuando se invoca la «evidencia» de los
preceptos de la ley natural. Pero no está menos justificado reconocer en estos preceptos el
fondo común sobre el cual se puede apoyar un diálogo para una ética universal. Los
protagonistas de este diálogo deben, sin embargo, aprender a hacer abstracción de sus intereses
particulares para abrirse a las necesidades de los otros y dejarse cuestionar por los valores
morales comunes. En una sociedad pluralista, donde es difícil entenderse respecto a los
fundamentos filosóficos, este tipo de diálogo es absolutamente necesario. La doctrina de la ley
natural puede aportar su contribución a este diálogo.
139
vivido en una época de cristiandad, un teólogo como santo Tomás de Aquino percibía esto con
claridad: «La razón práctica, escribía en la Suma teológica se ocupa de realidades
contingentes, en medio de las cuales se dan las acciones humanas. Por ello, aunque en los
principios generales hay cierta necesidad, cuanto más se tratan las cosas particulares, tanto
más aparece la falta [de determinación]»[57].
55. Para poder evaluar justamente lo que se debe hacer, el sujeto moral debe estar dotado de un
cierto número de disposiciones interiores que le permitan a la vez estar abierto a las instancias
de la ley natural y bien informado de los datos de la situación concreta. En el contexto
pluralista, que es el nuestro, cada vez hay mayor conciencia de que no se puede elaborar una
moral fundamentada sobre la ley natural sin añadir una reflexión sobre las disposiciones
interiores o virtudes que hacen apto al moralista para elaborar una norma de actuación
adecuada. Esto es todavía una verdad mayor para el sujeto mismo implicado en la actuación y
cuya conciencia debe emitir un juicio. Por ello no es sorprendente que se asista hoy a un nuevo
auge de una «moral de virtudes» inspirada en la tradición aristotélica. Al insistir de este modo
en las cualidades morales requeridas para una reflexión moral adecuada, se entiende el papel
que las diversas culturas han reservado a la figura del sabio. Este posee una especial capacidad
para discernir en la medida en que posee las disposiciones morales interiores que le permiten
emitir un juicio ético adecuado. Un discernimiento de este tipo debe caracterizar al moralista
cuando se esfuerza en concretar los preceptos de la ley natural, al igual que todo sujeto
autónomo ante la necesidad de formar un juicio en su conciencia y de formular la norma
inmediata v concreta de su acción.
56. La moral no se puede contentar con producir normas. También debe favorecer la
formación del sujeto para que se implique en su acción y sea capaz de adaptar los preceptos
universales de la ley natural a las condiciones concretas de la existencia en contextos
culturales diversos. Esta capacidad queda asegurada por las virtudes morales, en particular por
la prudencia, que integra la singularidad para dirigir la acción concreta. El hombre prudente
debe conocer no solo lo universal, sino también lo particular. Para subrayar el carácter propio
de esta virtud, santo Tomás de Aquino no temía en afirmar: «Si se llega a no tener más que uno
de los dos conocimientos, es preferible que sea el de las realidades particulares que están más
140
cerca de la operación»[58]. Con la prudencia se trata de penetrar en algo contingente que
permanece siempre misterioso para la razón, de ceñirse a la realidad del modo más exacto
posible, de asimilar la multiplicidad de las circunstancias, de captar con la mayor fidelidad
posible una situación original e inefable. Este objetivo requiere numerosas operaciones y
capacidades que la prudencia debe poner en juego.
58. La prudencia es indispensable para el sujeto moral a causa de la flexibilidad que requiere
la adaptación de los principios morales generales a la diversidad de las situaciones. Pero esta
flexibilidad no autoriza a ver en la prudencia una especie de fácil compromiso respecto a los
valores morales. Al contrario, mediante las decisiones de la prudencia se experimentan para un
sujeto las exigencias concretas de la verdad moral. La prudencia es un paso necesario para la
obligación moral auténtica.
59. Hay en esto una orientación que, dentro de una sociedad pluralista como la nuestra, tiene
especial importancia y que no se debería subestimar sin sufrir un daño considerable. En efecto,
tiene presente el hecho de que la ciencia moral no puede proporcionar al sujeto que actúa una
norma que se aplicaría de manera adecuada y como automática a la situación concreta: solo la
conciencia del sujeto, el juicio de su razón práctica, puede formular la norma inmediata de la
acción. Pero al mismo tiempo no abandona la conciencia a su mera subjetividad: se orienta a
que el sujeto adquiera las disposiciones intelectuales y afectivas que le permitan abrirse a la
verdad moral y que de esa manera su juicio resulte adecuado. La ley natural no debería ser
presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral,
sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente
personal, de toma de decisión.
III
LOS FUNDAMENTOS TEÓRICOS DE LA LEY NATURAL
60. La captación espontánea de los valores éticos fundamentales que se expresan en los
preceptos de la ley natural constituye el punto de partida del proceso que lleva al sujeto moral
hasta el juicio de conciencia en el que enuncia cuáles son las exigencias morales que se le
imponen en su situación concreta. Corresponde al filósofo y al teólogo volver sobre esta
141
experiencia de la captación de los primeros principios de la ética para poner a prueba su valor
y fundamentarlo mediante la razón. El reconocimiento de estos fundamentos filosóficos o
teológicos no condiciona en todo caso la adhesión espontánea a los valores comunes. En
efecto, el sujeto moral puede poner en práctica las orientaciones de la ley natural sin ser capaz
de discernir explícitamente los últimos fundamentos teóricos, debido a particulares
condicionamientos intelectuales.
61. La justificación filosófica de la ley natural tiene dos niveles de coherencia y profundidad.
La noción de una ley natural se justifica ante todo en el plano de la observación refleja de las
constantes antropológicas que caracterizan una humanización conseguida de la persona y una
vida social armoniosa. La experiencia refleja, transmitida por las sabidurías tradicionales, las
filosofías o las ciencias humanas, permite determinar algunas condiciones requeridas para que
cada uno despliegue de la mejor manera sus capacidades humanas en la vida personal y
comunitaria[59]. De esta manera se reconocen ciertos comportamientos como la expresión de
una excelencia ejemplar por el modo de vivir y de realizar su humanidad. Definen las grandes
líneas de un ideal propiamente moral de una vida virtuosa «según la naturaleza», es decir,
conforma a la naturaleza profunda del sujeto humano[60].
62. Sin embargo, solo al tener en cuenta la dimensión metafísica de lo real se puede dar a la
ley natural su justificación filosófica plena. La metafísica permite comprender que el universo
no tiene en sí mismo su última razón de ser y nos presenta la estructura fundamental de lo real:
la distinción entre Dios, el mismo Ser subsistente, y los otros seres puestos en la existencia por
él. Dios es el Creador, la fuente, libre y trascendente, de todos los otros seres. Estos reciben de
él «con peso, número y medida» (Sab 11,20) la existencia según la naturaleza que los define.
Las criaturas son la manifestación de una sabiduría creadora personal, de un Logos fundador
que se expresa y manifiesta en ellas: «Toda criatura es verbo divino, porque habla de Dios»,
escribe san Buenaventura[61].
63. El creador no es solamente el principio de las criaturas, sino también su fin trascendente
hacia el que tienden por naturaleza. También las criaturas están animadas por un dinamismo
que les lleva a realizarse, cada una a su manera, en la unión con Dios. Este dinamismo es
trascendente, en cuanto procede de la ley eterna, es decir, del plan de la providencia divina que
existe en el espíritu del Creador[62]. Pero también es inmanente, porque no se impone a las
criaturas desde fuera, sino que está inscrito en su misma naturaleza. Las criaturas puramente
materiales realizan de forma espontánea la ley de su ser, mientras que las criaturas espirituales
la realizan de manera personal. En efecto, interiorizan los dinamismos que las definen y las
orientan libremente hacia su plena realización. Se formulan para sí dichos dinamismos como
normas fundamentales de su actuación moral —esta es la ley natural propiamente dicha— y se
esfuerzan libremente para realizadas. La ley natural de define entonces como una participación
de la ley eterna[63]. Está medida, en un sentido, por las inclinaciones de la naturaleza,
expresiones de la sabiduría creadora, y, en otro sentido, por la luz de la razón humana que las
interpreta y que es, ella misma, una participación creada de la luz de la inteligencia divina. La
ética se presenta así como una «teonomía participada»[64].
142
ese pensamiento el principio de identidad específica de un sujeto, es decir, su esencia que se
define por un conjunto de características inteligibles estables. Esta esencia recibe el nombre de
naturaleza sobre todo cuando se toma como principio interno del movimiento que orienta al
sujeto hacia su realización. Lejos de remitir a algo estático, la noción de naturaleza significa el
principio de dinamismo real del desarrollo homogéneo del sujeto y de sus actividades
específicas. La noción de naturaleza, si por una parte se ha formado para pensar las realidades
materiales y sensibles, no se limita a este campo «físico», y se aplica análogamente a
realidades espirituales.
65. La idea según la cual los entes poseen una naturaleza se impone al espíritu en cuanto se
quiere dar razón de la finalidad inmanente a los entes y de la regularidad que percibe en su
modo de actuar y reaccionar [65]. Considerar los entes como naturalezas conduce a
reconocerles una consistencia propia y a afirmar que son centros relativamente autónomos en
el orden del ser y del actuar, y no simples ilusiones o construcciones temporales de la
conciencia. Estas «naturalezas» no son sin embargo unidades antológicamente cerradas,
clausuradas en sí mismas y meramente yuxtapuestas unas a otras. Actúan unas sobre otras y
establecen entre ellas relaciones complejas de causalidad. En el orden espiritual las personas
tejen relaciones intersubjetivas. Las naturalezas forman una red y, en última instancia, un
orden, es decir, una serie unificada por la referencia a un principio[66].
66. Con el cristianismo, la physis de los Antiguos viene repensada e integrada en una visión
más amplia y profunda de la realidad. Por una parte, el Dios de la revelación cristiana no es un
componente más del universo, un elemento del gran Todo de la naturaleza. Por el contrario, es
el Creador, trascendente y libre, del universo. En efecto, el universo finito no puede
fundamentarse únicamente en sí mismo, sino que apunta hacia el misterio de un Dios infinito,
que, por amor, lo ha creado ex nihilo y permanece libre para intervenir en el curso de la
naturaleza cuando quiere. Por otra parte, el misterio trascendente de Dios se refleja en el
misterio de la persona humana como imagen de Dios. La persona humana es capaz de
conocimiento y de amor; está dotada de libertad, capaz de entrar en comunión con los otros y
llamada por Dios a un destino que trasciende las finalidades de la naturaleza física. Se realiza
en una relación libre y gratuita de amor con Dios, que tiene lugar dentro de una historia.
143
68. La persona no se opone a la naturaleza. Por el contrario, naturaleza y persona son dos
nociones que se complementan. Por una parte, toda persona humana es una realización única
de la naturaleza humana entendida en sentido metafísico. Por otra parte, la persona humana, en
las elecciones libres mediante las que responde en concreto, aquí y ahora, a su vocación única
y trascendente, asume las orientaciones que vienen dadas por la naturaleza. La naturaleza pone
las condiciones de ejercicio de la libertad e indica una orientación para las elecciones que debe
efectuar la persona. Al escrutar la inteligibilidad de su naturaleza, la persona descubre así los
caminos de su realización.
69. El concepto de ley natural supone la idea de que la naturaleza es portadora de un mensaje
ético para el hombre y constituye una norma moral implícita que la razón humana actualiza.
La visión del mundo en la que se ha desarrollado esta enseñanza de la ley natural y todavía
hoy encuentra su sentido, implica la convicción racional de que existe una armonía entre estas
tres instancias: Dios, el hombre y la naturaleza. Según esta perspectiva, el mundo es percibido
como un todo inteligible, unificado por la común referencia de los entes que la componen a un
principio divino que la fundamenta, a un Logos. Más allá del Logos impersonal e inmanente
descubierto por el estoicismo y presupuesto por las modernas ciencias de la naturaleza, el
cristianismo afirma que hay un Logos personal, trascendente y creador. «No son los elementos
del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino
que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia
no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una
Persona»[68]. El Logos divino personal —Sabiduría y Palabra de Dios— no es solamente el
Origen y el Modelo inteligible trascendente del universo, sino que es también el que lo
mantiene en una unidad armoniosa y lo conduce hacia su fin[69]. Mediante los dinamismos
que el Verbo creador ha inscrito en lo profundo de los entes, les orienta hacia su plena
realización. Esta orientación dinámica no es otra cosa que el gobierno divino, que consiste en
poner en práctica en el tiempo el plan de la Providencia, es decir, la ley eterna.
70. Cada criatura participa a su manera del Logos. El hombre, porque se define a sí mismo por
la razón o logos, participa de ella de una manera eminente. En efecto, mediante su razón, es
capaz de interiorizar libremente las intenciones divinas manifestadas en la naturaleza de las
cosas. Las formula para sí en forma de una ley moral que inspira y orienta su propia acción.
Bajo esta perspectiva, el hombre no es el otro respecto a la naturaleza. Por el contrario,
establece con el cosmos un lazo de familiaridad fundado sobre una participación común en
el Logos divino.
71. Por diversas razones históricas y culturales, que se remontan en particular a la evolución
de las ideas en la baja Edad Media, esta visión del mundo ha perdido su predominio cultural.
La naturaleza de las cosas ha dejado de ser ley para el hombre moderno. No es ya una
referencia para la ética. En el plano metafísico la sustitución de la analogía del ser por la
univocidad después del nominalismo ha minado los fundamentos de la doctrina de la creación
corno participación en el Logos que da razón de una cierta unidad entre el hombre y la
naturaleza. El universo nominalista de Guillermo de Ockham se reduce así a una
yuxtaposición de realidades individuales sin profundidad, puesto que todo el universo real, es
decir, todo principio de comunión entre los seres, es denunciado como una ilusión del
lenguaje. En el plano antropológico, los desarrollos del voluntarismo y la correlativa
144
exaltación de la subjetividad, definida por la libertad de indiferencia frente a toda inclinación
natural, han cavado un foso entre el sujeto humano y la naturaleza. Además, algunos piensan
que la libertad humana es esencialmente el poder hacer que no cuente nada lo que el hombre
es por naturaleza. El sujeto debería entonces negar cualquier sentido a lo que no ha elegido
personalmente y decidir por sí mismo lo que es ser hombre. El hombre se ha comprendido
cada vez más como un «animal desnaturalizado», un ser antinatural que se afirma mejor
cuanto más se opone a la naturaleza. La cultura, propia del hombre, se ha definido no como
una humanización o transfiguración de la naturaleza por el espíritu, sino como una negación
pura y simple de la naturaleza. El principal resultado de esta serie de evoluciones ha sido la
ruptura de lo real en tres esferas separadas opuestas: la naturaleza, la subjetividad humana y
Dios.
72. Con el eclipse de la metafísica del ser, la única capaz de fundamentar racionalmente la
unidad diferenciada del espíritu y de la realidad material, y con el crecimiento del
voluntarismo, el reino del espíritu ha sido opuesto radicalmente al reino de la naturaleza. La
naturaleza ya no se considera como una manifestación del Logos, sino como «lo otro»
respecto al espíritu. Se reduce al dominio de la corporeidad y de la estricta necesidad, y de una
corporeidad sin profundidad puesto que el mundo de los cuerpos se ha identificado con lo
entendido, ciertamente regido por leyes matemáticas, pero despojado de toda teleología o
finalidad inmanente. La física cartesiana y después la física newtoniana han difundido esta
imagen de una materia inerte, que obedece pasivamente a las leyes del determinismo universal
que le impone el Espíritu divino y que la razón humana puede conocer y dominar
perfectamente[70]. Solo el hombre puede introducir un sentido y un proyecto en esta masa
amorfa y carente de significado que manipula para sus propios fines mediante la técnica. La
naturaleza deja de ser maestra de vida y de sabiduría para convertirse en el lugar donde se
afirma la potencia prometeica del hombre. Esta visión parece valorar la libertad humana, pero,
de hecho, al oponer libertad y naturaleza, priva a la libertad humana de toda norma objetiva
para su conducta. Conduce a una idea de creación humana de valores completamente
arbitraria, y al puro y simple nihilismo.
75. Además, por la aparición de una concepción metafísica donde la acción humana y la
acción divina entran en concurrencia porque están pensadas de manera unívoca y situadas
145
erróneamente en el mismo plano, la afirmación legítima de la autonomía del sujeto humano
conlleva que Dios sea expulsado de la esfera de la subjetividad humana. Toda referencia a una
normatividad procedente de Dios o de la naturaleza como expresión de la sabiduría de Dios, es
decir, toda «heteronomía» es percibida como una amenaza para la autonomía del sujeto. La
noción de ley natural aparece entonces como algo incompatible con la auténtica dignidad del
sujeto.
76. Para devolver todo su sentido y toda su fuerza a la noción de ley natural como fundamento
de una ética universal, es importante promover una mirada de sabiduría de orden propiamente
metafísico, capaz de abarcar simultáneamente a Dios, al cosmos y a la persona humana para
reconciliarles en la unidad analógica del ser, gracias a la idea de creación entendida como
participación.
77. Ante todo es esencial desarrollar una concepción de la articulación entre la causalidad
divina y la actividad libre del hombre, de modo que no se contrapongan. El sujeto humano se
realiza a sí mismo al entrar libremente en la acción providencial de Dios y no al oponérsele. Le
corresponde descubrir mediante su razón y después asumir y conducir libremente hacia su
realización los dinamismos profundos que definen su naturaleza. En efecto, la naturaleza
humana se define por todo un conjunto de dinamismos profundos, de tendencias, de
orientaciones dentro de las cuales surge la libertad. La libertad supone que la voluntad humana
sea «puesta en tensión» por el deseo natural del bien y del fin último. El libre arbitrio se
ejercita entonces en la elección de los objetos finitos que permiten alcanzar este fin. En
relación a estos bienes, que ejercen sobre ella un atractivo que no es determinante, la persona
conserva el dominio de su elección en razón de su apertura congénita hacia el Bien absoluto.
La libertad no es, pues, un absoluto autocreador de sí mismo, sino una propiedad eminente de
todo sujeto humano.
78. Una filosofía de la naturaleza que toma en serio la profundidad inteligible del mundo
sensible, y sobre todo una metafísica de la creación, permiten superar la tentación dualista y
gnóstica de abandonar la naturaleza a una falta de significación moral. Desde este punto de
vista es importante superar la mirada reductiva que la cultura técnica dominante lleva a dirigir
sobre la naturaleza, para redescubrir el mensaje moral del cual es portadora como obra
del Logos.
146
parciales manifestarlos por las diversas tendencias naturales. Esta unificación de las
inclinaciones naturales en función de los fines superiores del espíritu, es decir, esta
humanización de los dinamismos inscritos en la naturaleza humana, no supone en modo
alguno hacerle violencia. Por el contrario, es la realización de una promesa que está ya inscrita
en ellos[74]. Por ejemplo, el alto valor espiritual que supone el don de sí en el amor mutuo de
los esposos está ya inscrito en la misma naturaleza de su cuerpo sexuado, que halla en esta
realización espiritual su razón de ser última. Por otra parte, en este todo orgánico, cada parte
tiene un significado propio e irreductible que debe ser tenido en cuenta por la razón en su
elaboración del proyecto global para la persona. La doctrina de la ley moral natural debe, pues,
tener en cuenta a la vez el papel central de la razón al presentar un proyecto de vida
propiamente humano y la consistencia y significado propio de los dinamismos naturales
prerracionales[75].
80. La significación moral de los dinamismos naturales prerracionales aparece con claridad en
la enseñanza acerca de los pecados contra natura. Ciertamente todo pecado es contrario a la
naturaleza en cuanto que se opone a la recta razón y obstaculiza el auténtico desarrollo de la
persona humana. Sin embargo, algunos comportamientos se califican de una manera especial
como pecados contra natura en la medida en que se oponen más directamente al sentido
objetivo de los dinamismos naturales que la persona debe asumir en la unidad de su vida
moral[76]. Así, el suicidio deliberado y elegido contradicen la inclinación natural a conservar
y a producir fruto en la existencia. Así, determinadas prácticas sexuales se oponen
directamente a las finalidades reproductoras inscritas en el cuerpo sexuado del hombre. Por la
misma razón, también contradicen los valores interpersonales que debe promover una vida
sexual responsable y plenamente humana.
81. El riesgo de absolutizar la naturaleza, reducida a su puro nivel físico o biológico, y dejar de
lado su vocación intrínseca a ser integrada en un proyecto espiritual amenaza hoy a
determinadas tendencias radicales del movimiento ecologista. La explotación irresponsable de
la naturaleza por agentes humanos que solo buscan el beneficio económico y los peligros que
esa explotación conlleva para la biosfera interpelan con razón a la conciencia. Sin embargo, la
«ecología profunda» (deep ecology) supone una reacción excesiva. Preconiza una supuesta
igualdad de las especies de seres vivos hasta el punto de no reconocer ningún puesto especial
al hombre, quien, paradójicamente, conoce su propia responsabilidad respecto a la biosfera de
la que forma parte. De un modo todavía más radical, algunos han llegado a considerar al
hombre como un virus destructor que produciría daño a la integridad de la naturaleza y le
niegan cualquier sentido y valor en la biosfera. De este modo se llega a una nueva especie de
totalitarismo, que excluye la existencia humana en su especificidad y condena el progreso
humano legítimo.
82. Solo puede responderse de manera adecuada a las complejas cuestiones de la ecología en
el marco de una comprensión más profunda de la ley natural que subraye el vínculo entre la
persona humana, la sociedad, la cultura y el equilibrio del ámbito biofísico en que se sitúa la
persona humana. Una ecología integral debe promover lo que es específicamente humano,
valorando el mundo de naturaleza en su integridad física y biológica. En efecto, aunque el
hombre como ser moral que busca la verdad y el bien último trasciende su entorno inmediato,
esto lo hace aceptando la misión especial de vigilar el mundo natural y de vivir en armonía con
él, con la misión de defender los valores vitales sin los cuales ni la vida humana ni la biosfera
de este planeta pueden mantenerse[77]. Esta ecología integral interpela a cada ser humano y a
147
cada comunidad para que asuma una nueva responsabilidad. Es inseparable de una orientación
política global respetuosa de las exigencias de la ley natural.
IV
LA LEY NATURAL Y LA SOCIEDAD
83. Al tratar el orden político de la sociedad entramos en el espacio regido por el derecho. En
efecto, el derecho aparece en cuanto las personas se relacionan entre sí. El paso de la persona a
la sociedad esclarece la distinción esencial entre ley natural y derecho natural.
84. La persona está en el centro del orden político y social porque es un fin y no un medio. La
persona es un ser social por naturaleza, no por elección o en virtud de una mera convención
contractual. Para realizarse en cuanto persona necesita una red de relaciones que establece con
otras personas. Se encuentra así en el centro de un tejido formado por círculos concéntricos: la
familia, el medio de vida y de trabajo, la comunidad de vecinos, la nación, y finalmente la
humanidad[78]. La persona saca, de cada uno de estos círculos, medios que necesita para
crecer, y al mismo tiempo contribuye a perfeccionarlos.
85. Por el hecho de que los hombres están llamados a vivir en sociedad con otros, poseen en
común un conjunto de bienes que deben procurar y de valores que deben defender. Por esto se
le denomina «bien común». Si la persona es un fin en sí misma, la sociedad tiene como fin
consolidar y desarrollar el bien común. La búsqueda del bien común permite a la sociedad
movilizar las energías de todos sus miembros. En un primer nivel el bien común se puede
comprender como el conjunto de condiciones que permiten a la persona ser más persona
humana[79]. Aunque se formula en sus aspectos exteriores: economía, seguridad, justicia
social, educación, acceso al trabajo, búsqueda espiritual, y otros, el bien común es siempre un
bien humano[80]. En un segundo nivel, el bien común es lo que constituye la finalidad del
orden político y de la misma ciudad. Bien de todos y de cada uno en particular expresa la
dimensión comunitaria del bien humano. Las sociedades pueden definirse por el tipo de bien
común que quieren promover. En efecto, si se trata de las exigencias del bien común de toda
sociedad, la visión del bien común evoluciona con las mismas sociedades, en función del
concepto de persona, de justicia y del papel del poder político.
86. Que la sociedad esté organizada en razón del bien común de sus miembros responde a una
exigencia de la naturaleza social de la persona. La ley natural aparece entonces como el
horizonte normativo dentro del cual el orden político está llamado a situarse. Define el
conjunto de valores que aparecen como humanizadores para una sociedad. Al situarse en el
ámbito social y político, los valores no pueden ser ya de naturaleza privada, ideológica o
confesional: se refieren a todos los ciudadanos. Expresan no un vago consenso entre ellos, sino
que se fundamentan en las exigencias de su común humanidad. Para que la sociedad cumpla
correctamente su misión al servicio de la persona, debe promover la realización de sus
inclinaciones naturales. La persona, pues, es anterior a la sociedad, y la sociedad no humaniza
si no responde a las expectativas inscritas en la persona en cuanto ser social.
148
87. Este orden natural de la sociedad al servicio de la persona se caracteriza, según la doctrina
social de la Iglesia, por cuatro valores que brotan de las inclinaciones naturales del hombre y
que trazan las grandes líneas del bien común que debe perseguir la sociedad: la libertad, la
verdad, la justicia y la solidaridad[81]. Estos cuatro valores corresponden a las exigencias de
un orden ético conforme a la ley natural. Si alguna de ellas falta, la sociedad tiende a la
anarquía o al dominio del más fuerte. La libertad es la primera condición de un orden político
humanizador aceptable. Sin libertad de seguir la conciencia, de expresar sus opiniones y de
desarrollar sus proyectos, no hay sociedad humana, aunque la búsqueda de los bienes privados
debe siempre articularse en torno a la promoción del bien común de la sociedad. Sin la
búsqueda y el respeto a la verdad, no hay sociedad, sino dictadura del más fuerte. La verdad,
que no es propiedad de nadie, es la única capaz de hacer que los hombres converjan hacia
objetivos comunes. Si no es la verdad la que se impone por sí misma, entonces el más hábil
será quien imponga «su» verdad. Sin justicia no hay sociedad, sino el reino de la violencia. La
justicia es el bien más alto que puede procurar la sociedad. Supone que siempre se busca lo
que es más justo y que el derecho se aplica teniendo cuidado del caso particular, pues la
equidad es la culminación de la justicia. Finalmente, es preciso que la sociedad esté regida de
una manera solidaria, de tal modo que haya derecho a contar con la ayuda mutua y a la
responsabilidad respecto al destino de los otros, y que los bienes con los que cuenta la
sociedad puedan responder a las necesidades de todos.
88. La ley natural (lex naturalis) se enuncia en el derecho natural (ius naturalis) desde el
momento en que se consideran las relaciones de justicia entre los hombres: relaciones entre las
personas físicas y morales, entre las personas y los poderes públicos, relaciones de todos con
la ley positiva. Pasamos de la categoría antropológica de ley natural a la categoría jurídica y
política de la organización de la sociedad. El derecho natural es la medida inherente a la
correlación y proporción entre los miembros de la sociedad. Es la regla y la medida inmanente
de las relaciones humanas interpersonales y sociales.
89. El derecho no es arbitrario: la exigencia de justicia, que brota de la ley natural, es anterior
a la formulación y a la promulgación del derecho. No es el derecho quien decide lo que es
justo. La política no es entonces algo arbitrario: las normas de la justicia no derivan
simplemente de un contrato establecido entre los hombres, sino que provienen ante todo de la
naturaleza misma de los seres humanos. Mediante el derecho natural quedan ancladas las leyes
humanas en la ley natural. Es el horizonte en función del cual el legislador humano debe
determinarse cuando promulga normas como misión propia al servicio del bien común.
Cuando actúa de esa manera hace honor a la ley natural inherente a la humanidad del hombre.
Por el contrario, cuando se niega el derecho natural, solo la voluntad del legislador es lo que
haría la ley. El legislador entonces no es ya intérprete de lo que es justo y bueno, sino que se
arroga la prerrogativa de ser el criterio último de lo justo.
90. El derecho natural no es nunca una medida establecida de una vez para siempre. Es el
resultado de una apreciación de las situaciones cambiantes en las que viven los hombres.
Enuncia el juicio de la razón práctica que estima lo que es justo. El derecho natural, expresión
jurídica de la ley natural en el orden político, aparece así como la medida de las relaciones
justas entre los miembros de la comunidad,
149
4.4. Derecho natural y derecho positivo
91. El derecho positivo debe esforzarse en llevar a la práctica las exigencias del derecho
natural. Esto lo lleva a cabo a modo de conclusión (el derecho natural prohíbe el homicidio, el
derecho positivo prohíbe el aborto), y a modo de determinación (el derecho natural prescribe
que se debe castigar a los culpables, el derecho penal positivo determina las penas que se
deben aplicar a cada tipo de crímenes)[82]. En cuanto que derivan verdaderamente del derecho
natural y por ello de la ley eterna, las leyes humanas positivas obligan en conciencia. En caso
contrario no obligan. «Si la ley humana no es justa, ni siquiera es una ley»[83]. Las leyes
positivas incluso pueden y deben variar para permanecer fieles a su propia misión. En efecto,
por una parte, hay un progreso de la razón humana que, poco a poco, toma conciencia mejor
de lo que se adapta mejor al bien de la comunidad, y, por otra parte, las condiciones históricas
de la vida de las sociedades se modifican (para bien y para mal) y las leyes deben
adaptarse[84]. De este modo el legislador debe determinar lo que es justo en la concreción de
las situaciones históricas[85].
92. Los derechos naturales son medida de las relaciones humanas anteriores a la voluntad del
legislador. Están dados desde el momento en que los hombres viven en sociedad. El derecho
natural es lo que naturalmente es justo antes de cualquier formulación legal. Se expresa de
manera particular en los derechos subjetivos de la persona, como el derecho al respeto de la
propia vida, a la integridad de su persona, a la libertad religiosa, a la libertad de pensamiento,
al derecho de fundar una familia y educar a los hijos según las propias convicciones, al
derecho de asociarse con otros, de participar en la vida de la colectividad, etc. Estos derechos,
a los que el pensamiento contemporáneo concede una gran importancia, tienen su fuente no en
los deseos fluctuantes de los individuos, sino en la estructura misma de los seres humanos y de
sus relaciones humanizadoras. Los derechos de la persona humana brotan del orden justo que
debe reinar en las relaciones entre los hombres. Reconocer estos derechos naturales del
hombre lleva a reconocer el orden objetivo de las relaciones humanas fundado sobre la ley
natural.
150
94. La revelación bíblica invita a la humanidad a considerar que el orden de la creación es un
orden universal del que participa toda la humanidad, y que este orden es accesible a la razón.
Cuando hablamos de la ley natural, se trata de este orden querido por Dios y captado por la
razón humana. La Biblia presenta la distinción entre este orden de la creación y el orden de la
gracia al que da acceso la fe en Cristo. Ahora bien, el orden de la sociedad no es el orden
definitivo o escatológico. El campo de lo político no es el de la ciudad celeste, don gratuito de
Dios. Esto pone de manifiesto el orden imperfecto y transitorio en el que viven los hombres,
avanzando hacia su cumplimiento más allá de la historia. Lo propio de la ciudad terrena, según
san Agustín, es estar mezclada: los justos y los injustos, los creyentes y los no creyentes están
unos al lado de otros[86]. Temporalmente deben vivir juntos, según las exigencias de su
naturaleza y las capacidades de su razón.
95. El estado no puede erigirse en el portador del sentido último. No puede imponer ni una
ideología global, ni una religión (ni siquiera secular), ni un pensamiento único. El campo del
sentido último es algo que corresponde, en la sociedad civil, a las organizaciones religiosas, las
filosofías y las espiritualidades, que tienen la misión de contribuir al bien común, de reforzar
los vínculos sociales y promover los valores universales que fundamentan el mismo orden
político. El orden político no está llamado a trasponer a este mundo el reino de Dios que debe
llegar. Puede anticiparlo por sus anticipaciones en el campo de la justicia, de la solidaridad y
de la paz. No podría querer instaurarlo mediante la coacción.
96. Si el orden político no es el campo de la verdad última, debe sin embargo permanecer
abierto a la búsqueda permanente de Dios, de la verdad y de la justicia. La «legítima y sana
laicidad del Estado»[87] consiste en la distinción del orden sobrenatural de la fe teologal y del
orden político. Este último no puede nunca confundirse con el orden de la gracia al cual los
hombres están llamados a unirse libremente. Está más bien vinculado a la ética humana
universal inscrita en la naturaleza humana. La sociedad debe también procurar a las personas
que la componen lo que es necesario para la plena realización de su vida humana, lo que
incluye determinados valores espirituales y religiosos, así como la libertad para que los
ciudadanos se determinen ante el Absoluto y los bienes supremos. Pero la sociedad, cuyo bien
común es de naturaleza temporal, no puede proporcionar los bienes propiamente
sobrenaturales, que son de otro orden.
97. Si Dios y toda trascendencia deben ser desterrados del horizonte de lo político, no quedaría
más que el poder del hombre sobre el hombre. De hecho, el orden político con frecuencia se ha
puesto a sí mismo como el último horizonte de sentido para la humanidad. Las ideologías y los
regímenes totalitarios han demostrado que este tipo de orden político, sin un horizonte de
trascendencia, no es humanamente aceptable. Esta trascendencia está vinculada a lo que
nosotros llamamos ley natural.
98. Las ósmosis político-religiosas del pasado como las experiencias totalitarias del siglo XX
han conducido, gracias a una sana reacción, a subrayar hoy el valor de la razón en política,
haciendo que resulte de nuevo pertinente el discurso aristotélico-tomista sobre la ley natural.
La política, es decir, la organización de la sociedad y la elaboración de sus proyectos
colectivos, pone de relieve el orden natural y debe llevar a un debate racional abierto sobre la
trascendencia.
151
99. La ley natural, que es la base del orden social y político, no pide una adhesión de fe, sino
de razón. Ciertamente la razón con frecuencia está oscurecida por las pasiones, los intereses
contrarios, los prejuicios. Pero la referencia constante a la ley natural impulsa a una continua
purificación de la razón. Solamente así el orden político evita la plaga de la arbitrariedad, de
los intereses particulares, de la mentira organizada, de la manipulación de las conciencias. Las
referencias a la ley natural impiden que el Estado ceda a la tentación de absorber a la sociedad
civil y someta a los hombres a una ideología. Evita también que se desarrolle un Estado
providencia que priva a las personas y a las comunidades de toda iniciativa y les arranca la
responsabilidad. La ley natural contiene la idea del Estado de derecho que se estructura
conforme al principio de subsidiariedad, respetando a las personas y a los cuerpos intermedios
y regulando sus mutuas actuaciones[88].
100. Los grandes mitos políticos solo han podido ser desenmascarados mediante la regla de la
racionalidad y teniendo en cuenta la trascendencia del Dios de amor que prohíbe adorar el
orden político establecido sobre la tierra. El Dios de la Biblia ha querido el orden de la
creación para que todos los hombres, al conformarse con la ley inherente a ellos mismos,
puedan buscarle libremente y, una vez que le hayan encontrado, proyectar sobre el mundo la
luz de la gracia, que es su plena realización.
V
JESUCRISTO, CUMPLIMIENTO DE LA LEY NATURAL
101. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana, la conforta y la lleva a su plena
realización. Consiguientemente, aunque la ley natural es una expresión de la razón común a
todos los hombres y puede ser presentada de manera coherente y verdadera en el plano
filosófico, no es extraña al orden de la gracia. Sus exigencias permanecen presentes y activas
en los diferentes estados teológicos por los que pasa la humanidad en la historia de la
salvación.
102. El designio de salvación cuya iniciativa procede del Padre eterno se lleva a cabo mediante
la misión del Hijo que da a los hombres la Ley nueva, la Ley del Evangelio, que consiste
principalmente en la gracia del Espíritu Santo que actúa en el corazón de los creyentes para
santificarles. La Ley nueva ante todo se orienta a procurar a los hombres la participación en la
comunión trinitaria de las Personas divinas, pero, al mismo tiempo, asume y realiza de modo
eminente la ley natural. Por una parte, recoge claramente las exigencias que pueden estar
oscurecidas por el pecado y por la ignorancia. Por otra parte, al liberar a los hombres de la ley
del pecado que da lugar a que «querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no» (Rom 7,18),
da la capacidad efectiva de superar su egoísmo para poner plenamente en práctica las
exigencias humanizadoras de la ley natural.
103. Gracias a la luz natural de la razón, que es una participación de la Luz divina, los
hombres son capaces de escrutar el orden inteligible del universo para descubrir allí la
expresión de la sabiduría, de la belleza y de la bondad del Creador. A partir de este
conocimiento, les corresponde incorporarse a este orden mediante su actuar moral. Ahora bien,
en fuerza de una mirada más profunda sobre el designio de Dios, cuyo acto creador es el
preludio, la Sagrada Escritura enseña a los creyentes que este mundo ha sido creado en, para y
152
por el Logos, el Verbo de Dios, el Hijo muy amado del Padre, la Sabiduría increada, y que
tiene en Él su vida y su subsistencia. En efecto, el Hijo es «imagen de Dios invisible, /
primogénito de toda criatura; / porque en él (en auto) fueron crearlas todas las cosas: / celestes
y terrestres, / visibles e invisibles [...] todo fue creado por él (di’autou) y para él (eis auton). /
El es anterior a todo, / y todo se mantiene en él (en auto)» (Col 1,15-17)[89]. El Logos es,
pues, la clave de la creación. El hombre, creado a imagen de Dios, lleva en sí una impronta
especial de este Logos personal. También tiene como vocación el ser conformado y asimilado
al Hijo, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).
104. Pero, por el pecado, el hombre hizo un mal uso de su libertad y se apartó de la fuente de
la sabiduría. Al hacer esto ha quedado falseada la percepción que había podido tener del orden
objetivo de las cosas, incluso en el plano natural. Los hombres, sabiendo que sus obras son
malas, aborrecen la luz y elaboran falsas teorías para justificar sus pecados[90]. También la
imagen de Dios en el hombre ha quedado gravemente oscurecida. Aunque su naturaleza les
remite todavía a una realización en Dios más allá de sí mismos (la criatura no puede
pervertirse hasta el punto de que no perciba los testimonios que el Creador deja de sí en la
creación), los hombres de hecho están tan gravemente afectados por el pecado que ignoran el
sentido profundo del mundo y lo interpretan en función del placer, del dinero o del poder.
106. La encarnación del Hijo ha sido preparada en la economía de la Ley antigua, signo del.
amor de Dios por su pueblo, Israel. Para algunos Padres, una de las razones por las cuales Dios
da una ley escrita a Moisés fue para recordar a los hombres las exigencias de la ley
naturalmente escrita en su corazón, pero que el pecado había oscurecido y eclipsado[92]. Esa
Ley, con la cual el judaísmo ha identificado la Sabiduría preexistente que preside los destinos
del universo[93] ponía así a disposición de los hombres marcados por el pecado la práctica
concreta de la verdadera sabiduría que consiste en el amor a Dios y al prójimo. Contenía
preceptos litúrgicos y jurídicos positivos, pero también prescripciones morales, resumidas en
el Decálogo, que se correspondían con las implicaciones esenciales de la ley natural. También
la tradición cristiana ha visto en el Decálogo una expresión privilegiada y siempre valida de la
ley natural[94].
107. Jesucristo no ha «venido a abolir, sino a dar plenitud» a la Ley (Mt 5,17)[95]. Como
destacan los textos evangélicos, Jesús «enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los
153
escribas» (Mc 1,22) y no dudaba en relativizar, incluso en abrogar, algunas disposiciones
positivas particulares y temporales de la Ley. Pero de esta manera también ha confirmado el
contenido esencial, y, en su persona, ha llevado la práctica de la Ley a su perfección al asumir
por amor los diferentes tipos de preceptos —morales, cultuales y judiciales— de la Ley
mosaica que corresponden a las tres funciones de profeta, sacerdote y rey. San Pablo afirma
que Cristo es el fin (telos) de la Ley (Rom 10,4). Telos tiene aquí un doble sentido. Cristo es el
«objetivo» de la Ley, en el sentido de que la Ley es un medio pedagógico que tenía la misión
de conducir a los hombres hasta Cristo. Pero también, para todos aquellos que por la fe viven
en él del Espíritu de amor, Cristo «pone fin» a las obligaciones positivas de la Ley
sobreañadidas a las exigencias de la ley natural[96].
108. Jesús, en efecto, ha subrayado de muchas maneras la primacía ética de la caridad, que une
inseparablemente amor de Dios y amor del prójimo[97]. La caridad es el «mandamiento
nuevo» (Jn 13,34) que recapitula toda la Ley y le da la clave de interpretación: «En estos dos
mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40). Nos comunica también el
sentido profundo de la regla de oro: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15) se
convierte en Cristo en el mandamiento de amar sin límite. El contexto en el que Jesús cita la
regla de oro determina en profundidad su comprensión. Está en el centro de una sección que
comienza por el mandamiento: «amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian» y
que culmina con la exhortación: «sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es
misericordioso»[98]. Más allá de una regla de justicia conmutativa, adquiere la forma de un
reto: invita a tomar la iniciativa del amor y del don de sí. La parábola del buen samaritano es
característica de esta aplicación cristiana de la regla de oro: el centro de interés pasa de la
preocupación por uno mismo a la preocupación por el otro[99]. Las bienaventuranzas y el
sermón de la montaña explicitan la manera en que debe ser vivido el mandamiento del amor,
en la gratuidad y el sentido del otro, elementos propios de la nueva perspectiva que asume el
amor cristiano. Así, la práctica del amor supera toda cerrazón y todo límite. Adquiere una
dimensión universal y una fuerza inigualable, puesto que hace que la persona sea capaz de
llevar a cabo lo que sería imposible sin el amor.
109. Pero sobre todo es en el misterio de su santa Pasión donde Jesús lleva a su cumplimiento
la ley de amor. Allí, como Amor encamado, revela de una manera plenamente humana lo que
es el amor y lo que implica: dar la vida por aquellos a quienes se ama[100]. «Habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó basta el extremo» (Jn 13,1). Por obediencia de
amor al Padre y por el deseo de su gloria que consiste en la salvación de los hombres, Jesús
acepta el sufrimiento y la muerte de Cruz en favor de los pecadores. La persona misma de
Cristo, Logos y Sabiduría encarnada, se convierte así en la Ley viva, la norma suprema de toda
ética cristiana. La sequela Christi, la imitatio Christi, son los caminos concretos para realizar
la Ley en todas sus dimensiones.
110. Jesucristo no es solamente un modelo ético que se deba imitar, sino, por y en su misterio
pascual, es el Salvador que da a los hombres la posibilidad real de llevar a la práctica la ley del
amor. En efecto, el misterio pascual culmina en el don del Espíritu Santo, Espíritu de amor
común al Padre y al Hijo, que une a los discípulos entre ellos, a Cristo, y finalmente al Padre.
Al haber sido derramado el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5,5), el Espíritu Santo
se convierte en el principio interior y en la regla suprema de la actuación de los creyentes. Les
154
concede cumplir espontáneamente y con justicia todas las exigencias del amor. «Caminad
según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Gál 5,16). Así se cumplió la
promesa: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra
carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que
caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26s)[101].
111. La gracia del Espíritu Santo constituye el elemento principal de la Ley nueva o Ley del
Evangelio[102]. La predicación de la Iglesia, la celebración de los sacramentos, las
disposiciones tomadas por la Iglesia para favorecer que sus miembros desarrollen la vida en el
Espíritu están totalmente ordenadas al crecimiento personal de cada creyente en la santidad del
amor. Con la Ley nueva que es una ley esencialmente interior, «una ley perfecta, la de la
libertad» (Sant 1,25), el deseo de autonomía y de libertad en la verdad que habita en el corazón
del hombre alcanza en este mundo su más perfecta realización. De lo más íntimo de la
persona, habitada por Cristo y transformada por el Espíritu, brota su actuación moral[103].
Pero esta libertad esta completamente al servicio del amor: «Pues vosotros, hermanos, habéis
sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para la carne; al
contrario, sed esclavos unos de otros por amor» (Gál 5,13).
112. La Ley nueva del Evangelio incluye, asume y cumple las exigencias de la ley natural. Las
orientaciones de la ley natural no son, pues, instancias normativas exteriores respecto a la Ley
nueva. Son una parte constitutiva de la misma, aunque secundaria y ordenada al elemento
principal, que es la gracia de Cristo[104]. Así pues, a la luz de la razón iluminada por la fe
viva, el hombre capta mejor las orientaciones de la ley natural que le indican el camino de una
plena realización de su humanidad. De este modo la ley natural, por una parte crea «un vínculo
fundamental con la ley nueva del Espíritu de vida en Cristo Jesús, y, por otra, permite también
una amplia base de diálogo con personas de otra orientación o formación, para la búsqueda del
bien común»[105].
CONCLUSIÓN
113, La Iglesia Católica, consciente de la necesidad que tienen los hombres de buscar en
común las reglas para convivir con justicia y paz, desea compartir con las religiones, las
sabidurías y las filosofías de nuestro tiempo los recursos de la noción de ley natural.
Llamamos ley natural al fundamento de una ética universal que tratamos de obtener a partir de
la observación y de la reflexión acerca de nuestra común condición humana. Es la ley moral
inscrita en el corazón de los hombres y de la cual la humanidad toma conciencia cada vez más
a medida que avanza en la historia. Esta ley natural no tiene nada de estático en su expresión.
No consiste en una lista de preceptos definitivos e inmutables. Es una fuente de inspiración
que siempre mana al buscar un fundamento objetivo a una ética universal.
155
trata de experimentar y de decir lo que tienen en común todos los hombres dotados de razón y
de obtener las exigencias para la vida en sociedad.
115. El descubrimiento de la ley natural responde a la pregunta de una humanidad que, desde
siempre, busca darse reglas para la vida moral y la vida en sociedad. Esta vida en sociedad
abarca todo un abanico de relaciones que va desde la célula familiar hasta las relaciones
internacionales, pasando por la vida económica, la sociedad civil, la comunidad política. Para
poder ser reconocidas por todos los hombres en todas las culturas, las normas de
comportamiento deben tener su fuente en la misma persona humana, en sus necesidades, sus
inclinaciones. Estas normas, elaborarlas por la reflexión y reafirmadas por el derecho, pueden
así ser interiorizadas por todos. Después de la Segunda Guerra Mundial, las naciones de todo
el mundo supieron dotarse de una Declaración universal de los derechos del hombre que
indica implícitamente que la fuente de los derechos humanos inalienables se sitúa en la
dignidad de toda persona humana. La presente contribución no ha tenido otro fin que ayudar a
reflexionar sobre esta fuente de la moralidad personal y colectiva.
[*] Nota preliminar: El tema «En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley
natural» fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional para su estudio. Se formó una
Subcomisión para preparar esta materia, compuesta por el Excmo. Mons..Roland Minnerath,
los .Revmos. profesores: P. Serge-Thomas Bonino, OP (presidente de la Subcomisión),
Geraldo Luis Borges Hackmann, Pierre Gaudette, Tony Kelly, CssR, Jean Liesen, John
Michael McDermort, SI, los Ilmos. profesores Dr. Johannes Reiter y Dra. Barbara
Hallensleben, con la colaboración de S.E. Mons. Luis Ladaria, SI, secretario general, junto con
las aportaciones de otros miembros. La discusión general tuvo lugar con ocasión de las
sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica Internacional en Roma, en octubre de
2006 y 2007 y en diciembre de 2008. El documento fue aprobado por unanimidad y fue
presentado a su presidente, el cardenal William J. Levada, que dio su aprobación para que se
publique.
[2] Cf. Ez 36,26.
[3] Juan Pablo II, Discurso del 5 de octubre de 1995 a la Asamblea general de las Naciones
156
Unidas para la celebración del cincuentenario de su fundación.
[5] En 1993, representantes del Parlamento de religiones del mundo hicieron pública una
Declaración en favor de una ética planetaria en la que se afirma que «existe ya un consenso
entre la religiones capaz de fundamentar una ética planetaria: un consenso mínimo referido a
valores obligatorios, normas irrevocables y actitudes morales esenciales».
Esta Declaración contiene cuatro principios. En primer lugar, «no puede haber un nuevo orden
mundial sin una nueva ética mundial». En segundo lugar, «que toda persona sea tratada
humanamente». El tener en cuenta la dignidad de la persona se considera como un fin en sí
mismo. Este principio retoma la «regla de oro que se encuentra en muchas tradiciones
religiosas. En tercer lugar, la Declaración enuncia cuatro directrices morales irrevocables (no
violencia y respeto a la vida; solidaridad; tolerancia y verdad; igualdad del hombre y la
mujer). En cuarto lugar, respecto a los problemas de la humanidad es necesario cambiar las
mentalidades para que cada uno tome conciencia de su responsabilidad urgente. Las religiones
tienen el deber de cultivar esta responsabilidad, profundizar en ella y transmitirla a las
siguientes generaciones.
[7] San Agustín, De doctrina christiana, III, XIV, 22 (CChL 32,91) : «El mandamiento: “No
hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” no puede en modo alguno variar según la
diversidad de los pueblos (“Quod tibi fieri non vis, alii ne feceris”, nullo modo posse ulla
eorum gentili diversitate variari)». Cf. L. J. Philippidis, Die «Goldene Regel»
religionsgeschichtlich Untersucht (Leipzig 1929); A. Dihle, Die Goldene Regel. Eine
Einführung in die Geschichte der antiken und frühchristlichen Vulgarethik, (Gotinga 1962); J.
Wattles, The Golden Rule (Nueva York-Oxford 1996)
157
Delhi 41982] 14).
[13] Corán, Sura 17, 22-38: «Tu Señor ha establecido que no le adoréis mas que a él. Ha
prescrito actuar con bondad con el padre y la madre. Si uno de los dos, o los dos, han llegado a
la vejez junto a ti, no les dirás: “Quita de en medio”, ni les responderás, dirigiéndoles palabras
sin respeto. Y extiende sobre ellos con humildad las alas de tu benevolencia, y di: “¡Oh, Señor
mío! ¡Apiádate de ellos, como ellos cuidaron de mí y me educaron siendo niño!” Vuestro
Señor es plenamente consciente de lo que hay en vuestros corazones, Si sois rectos, [os
perdonará vuestras faltas]: pues, ciertamente, él es indulgente con los que se vuelven a él una y
otra vez. Y da a los parientes lo que es suyo por derecho, así como al necesitado y al viajero,
pero no derroches sin sentido. Ciertamente, quienes derrochan son hermanos de los demonios,
ya que Satán se ha mostrado en verdad muy ingrato con su Señor. Y si tuvieras que apartarte
de esos que están necesitados, porque tú también estás buscando una gracia de tu Señor que
esperas conseguir, al menos háblales con amabilidad. Y no dejes que tu mano quede atada a tu
cuello, ni la extiendas hasta el límite de tu capacidad, para que no te veas censurado por los
tuyos, o en la indigencia. Ciertamente, tu Señor da el sustento en abundancia, o en medida
escasa, a quien él quiere: en verdad, él es plenamente consciente de las necesidades de sus
servidores, y los ve perfectamente. Así pues, no matéis a vuestros hijos por miedo a la
pobreza: Nosotros les daremos el sustento a ellos y también a vosotros. En verdad, matarles es
un gran pecado. Y no cometáis adulterio, pues, ciertamente, es una abominación y un mal
camino. Y no quitéis la vida, que Dios ha declarado sagrada, a ningún ser humano, si no es por
una razón justa […] Y no toquéis los bienes del huérfano sino para mejorarlos antes de que
este alcance la mayoría de edad. ¡Y cumplid todos los compromisos, pues, ciertamente, en el
Día del Juicio habréis de dar cuenta de cada promesa que hayáis hecho! Y dad la medida
completa cuando midáis, y pesad con una balanza justa: esto será por vuestro propio bien, y lo
mejor en definitiva. Y no te ocupes de aquello de lo que no tienes conocimiento: ¡en verdad, el
oído, la vista y el corazón, todos ellos, habrán de responder por ello en el Día del Juicio! Y no
camines por la tierra con arrogante presunción: pues, ¡ciertamente, nunca podrás hender la
tierra, ni crecer tan alto como las montañas! La maldad de todo esto es detestable a los ojos de
Dios».
[15] Cf. Aristóteles, Retórica, 1, XIII, 2 (1373 b 4-11): «La ley particular (nomos idios) es la
que determina cada grupo de hombres con respecto a sus miembros, y esta ley se divide en: ley
158
no escrita y ley escrita. La ley común (nomos koinos) es la que existe Como conforme a la
naturaleza (kata physin). En efecto, hay cosas justas e injustas, en la naturaleza, que todo el
mundo reconoce por una especie de intuición, sin que se explique ni sea por un acuerdo
mutuo. Así lo vio la Antígona de Sócrates al declarar que es justo sepultar a Polinices, cuyo
enterramiento había sido prohibido, alegando que tal inhumación es justa al ser conforme a la
naturaleza»; cf. también Ética a Nicómaco, V, 10.
[18] Cf., por ejemplo, Séneca, De vita beata, VIII, 1: «Hay que servirse de la naturaleza como
guía: a ella se atiene la razón, a ella consulta. Es entonces lo mismo vivir felizmente que
conforme a la naturaleza (natura enim duce utendum est: hanc ratio observat, hanc consulit.
Idem est ergo beate viviere et secundum naturam)».
[19] Cicerón, De legibus, I, VI, 18: «Lex est ratio summa insita in natura quae iubet ea quae
facienda sunt prohibetque contraria».
[20] Cf. Am 1-2.
[21] El judaísmo rabínico hace referencia a siete imperativos morales que Dios ha establecido
para todos los hombres. Están enumerados en el Talmud (Sanhedrin 56), 1) No te harás ídolos;
2) No matarás; 3) No robarás; 4) No cometerás adulterio; 5) No blasfemarás; 6) No comerás la
carne de un animal vivo; 7) Establecerás tribunales de justicia para que se respeten los seis
mandamientos anteriores. Aunque las 613 mitzot de la Torá escrita y su interpretación en la
Torá oral no afectan más que a los judíos, las leyes de Noé se dirigen a todos los hombres.
159
[22] La literatura sapiencial se ocupa de la historia especialmente en cuanto que muestra
determinadas constantes acerca del camino que conduce al hombre hacia Dios. Los sabios no
subestiman las lecciones de la historia ni su valor de revelación divina (cf. Eclo 44-51), pero
tienen viva conciencia de que los vínculos entre los diversos acontecimientos dependen de una
coherencia que no es un acontecimiento histórico. Para comprender esta identidad en el
corazón de la mutabilidad y actuar de manera responsable en función de la misma, la sabiduría
busca los principios y leyes estructurales más que las perspectivas históricas concretas. Al
proceder así, la literatura sapiencial se centra en la protologia, es decir, en la creación al
comienzo con todo lo que ella implica. La protología trata de describir la coherencia que se
encuentra tras los acontecimientos históricos. Es una condición a priori que permite poner
orden en todos los acontecimientos históricos posibles. La literatura sapiencial intenta subrayar
las condiciones que hacen posible la vida cotidiana. La historia describe estos elementos de
manera sucesiva, la sabiduría va más allá de la historia, hacia una descripción atemporal de lo
que constituye la realidad en el momento de la creación, «en el comienzo», cuando los seres
humanos fueron creados a imagen de Dios.
[23] Cf. Prov 6,6-9: «Ve a observar a la hormiga, perezoso, / fíjate en sus costumbres y
aprende. / No tiene capataz, / jefe ni inspector; / pero reúne su alimento en verano, / recopila
su comida en la cosecha. / ¿Hasta cuándo dormirás, perezoso?, / ,cuándo te sacudirás la
modorra?».
[24] Cf. también Lc 6,31: «Y como queráis que la gente se porte con vosotros, de igual manera
portaos con ella».
[26] Cf. Conc. Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, cap. 2. Cf. también Hch 14,16s:
«En las generaciones pasadas, permitió que cada pueblo anduviera por su camino; aunque no
ha dejado de dar testimonio de sí mismo con sus beneficios, mandándoos desde el ciclo la
lluvia y las cosechas a sus tiempos, dándoos comida y alegría en abundancia»,
[27] En Filón de Alejandría encontramos la idea de que Abrahán, sin la ley escrita, llevaba ya
«por naturaleza» una vida conforme a la Ley. Cf. Filón de Alejandría, De Abrhamo, § 275-276
(Introduction, traduction et notes par J. Gorez), en Les oeuvres de Philon d’Alexandrie, XX
(París 1966) 132-135: «Moisés dice: “Este hombre [=Abrahán] cumple la ley divina y todos
los mandatos divinos” (Gén 26,5). Y no había recibido una enseñanza de textos escritos. Pero,
impulsado por la naturaleza —no escrita— se reforzó celosamente en secundar impulsos
santos y de manera intachable».
[28] Cf. Rom 7,22s: «En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios;
pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón (tô nomô tou noos
160
mou), y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros».
[30] San Agustín, Contra Faustum XXII, c.27 (PL 42, col. 415): «Lex vero artena est, ratio
divina vel voluntas Dei, ordinem naturalem conservari iubens, perturbari vetans». Por ejemplo,
san Agustín rechaza la mentira porque se opone directamente a la naturaleza del lenguaje y a
su finalidad de ser signo del pensamiento, cf. Enchiridion, VII, 22 (CChL 46,62): «No se ha
dado la palabra a los hombres para engañarse mutuamente, sino para llevar sus pensamientos
al conocimiento de otro. Por ello, emplear las palabras para engañar, y no para lo que han sido
establecidas, es pecado (Et utique verba propterea sunt instituta non per quae invicem se
homines fallant sed per quae in alterius quisque notitiam cogitationes suas perferat. Verbis ergo
uti ad fallaciam, non ad quod instituta sunt, peccatum est)».
[31] San Agustín, De Trinitate, XIV, XV, 21 (CChL 50,451); «¿Dónde están escritas estas
reglas? ¿De dónde se conoce lo que es justo, dónde mira para tener lo que el mismo no tiene?
¿Dónde están escritas si no es en el libro de aquella luz que se dice que es la verdad en que
está escrita roda ley justa y en el corazón del hombre que realiza la justicia está presente no
por un desplazamiento, sino como la imagen pasa del anillo a la cera sin dejar el anillo?
(Ubinam sunt istae regulae scriptae, ubi quid sit iustum et iniustus agnoscit, ubi cernit
habendum esse quod ipse non habet? Ubi ergo scriptae sunt, nisi in libro lucis illius quae
veritas dicitur unde omnis lex justa describitur et in cor hominis qui operatur iustitiam non
migrando sed tamquam imprimendo transfertur, sicut imago ex anulo et in ceram transit et
anulum non relinquit?)».
[33] Santo Tomás de Aquino distingue claramente entre el orden político natural fundado en la
razón y el orden religioso sobrenatural, fundado en la gracia de la revelación. Se opone a los
filósofos musulmanes y judíos de la Edad Media que atribuían a la revelación religiosa un
papel esencialmente político. Cf. Quaestiones disputatae de veritate, q.12 a.3 ad 11: «La
sociedad humana en cuanto que se ordena al fin de la vida eterna solo puede conservarse
mediante la justicia de la fe, cuyo principio es la profecía [..] Pero como este fin es
sobrenatural, tanto la justicia ordenada a este fin, como la profecía, que es su principio,
resultará también sobrenatural. En cambio, la justicia mediante la que se gobierna la sociedad
humana en orden al bien civil se puede alcanzar de manera suficiente mediante los principios
de derecho natural inscritos en el hombre (societas hominum secundurn quod ordinatur ad
finem vitae aeternae, non potest conservari nisi per iustitiam fidei, cuius principium est
prophetia [...] Sed cum hic finis sic supernaturalis, et iustitia ad hunc finem ordinata, et
prophetia, quae est eius principium, erit supernaturalis. Iustitia vero per quam gubernatur
societas humana in ordine ad bonum civile, sufficienter potest haberi per principia iuris
naturalis homini indita)».
161
la cultura, 12-9-2006 (AAS 98 [2006] 733): «En la Baja Edad Media hubo en la teología
tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con
el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un
planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que solo
conocemos de Dios la voluntas ordinata. Mas allá de esta existiría la libertad de Dios, en
virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente
ha hecho, Aquí se perfilan posiciones que pueden [...] llevar incluso a una imagen de un Dios
arbitrario, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la
diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón,
nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas
posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras
sus decisiones efectivas».
[35] Thomas Hobbes, Léviathan, Segunda parte, cap. 26 (París 1971) 295, nota 81: «En una
ciudad adecuadamente constituida, la interpretación de las leyes de la naturaleza no depende ni
de los doctores, ni de autores que se han ocupado de la filosofía moral, sino de la autoridad de
la ciudad. En efecto, las doctrinas pueden ser verdaderas, pero es la autoridad, no la verdad la
que causa la ley».
[36] La actitud de los Reformadores ante la ley natural no es algo monolítico. Más que Martín
Lutero, Calvino, apoyándose en san Pablo reconocía la existencia de la ley natural como
norma ética, aunque resultara radicalmente incapaz de justificar al hombre: «Es bien sabido
que el hombre se encuentra suficientemente instruido respecto a la recta regla de una vida
buena mediante esta ley natural de la que habla el Apóstol [...] El fin de la ley natural es hacer
al hombre inexcusable; por ello la podemos definir propiamente como: un sentimiento de la
conciencia mediante el cual discierne de manera suficiente entre el bien y el mal; para quitar al
hombre la excusa de la ignorancia, pues está acusado por su mismo testimonio» (Institutio
religionis christianae, lib. II, cap. 2,22). Durante los tres siglos posteriores a la Reforma la ley
natural sirvió de fundamento a la jurisprudencia entre los protestantes. Solo con la
secularización de la ley natural, la teología protestante del siglo XIX marcó sus distancias. Por
ello, solamente a partir de esta época se manifiesta la oposición entre las opiniones católica y
protestante respecto a la cuestión de la ley natural. Sin embargo, en nuestros días la ética
protestante parece manifestar un nuevo interés por esta noción.
162
splendor, 40-53.
[42] Cf. Benedicto XV, Discurso del 18 de abril de 2008 ante la Asamblea general de la ONU:
«Estos derechos [los derechos humanos] se basan en la ley natural inscrita en el corazón del
hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos de este
contento significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el
sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre
de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos».
[44] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 44: «La Iglesia se ha referido a menudo a
la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral».
[48] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2: «Entre todos los seres la
criatura racional se somete a la providencia divina de un modo más excelente por el hecho de
que participa ella misma de esta providencia, al proveer para sí y para otros. Por ello la razón
eterna está participada en ella, mediante la cual tiene una inclinación natural al acto y al fin
debido. Y esta participación de la ley eterna en la criatura racional se denomina ley natural
(Inter cetera autem rationalis creatura excellentiori quodam modo divinae providentiae
subiacet, inquantum et ipsa fit providentiae particeps, sibi ipsi et aliis providens. Unde et in
ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et
finem. Et talis participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur)». Este texto
es citado por Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 43. Cf. también Concilio Vaticano
II, Declaración Dignitatis humanae, n. 3: «La norma suprema de la vida humana es la misma
ley divina eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y
los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios
hace partícipe al hombre de esta ley, de manera que el hombre, por suave disposición de la
163
divina Providencia, puede conocer más y más la verdad inmutable».
[51] Ibíd., a.6.
[56] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q.94, a.6: «En cuanto a los otros
preceptos secundarios, la ley natural puede ser borrada del corazón de los hombres, sea por
engañosas propagandas, del mismo modo que en lo especulativo se producen errores acerca de
conclusiones necesarias, sea por malas costumbres y hábitos corrompidos, como entre algunos
no se consideraban pecado los robos, o los vicios contra la naturaleza, como explica también el
Apóstol (Rom 1,24) (Quantum vero ad alia praecepta secundaria, potest lex naturalis deleri de
cordibus hominum, vel propter malas persuasiones, eo modo quo etiam in speculativis errores
contingunt circa conclusiones necessarias; vel etiam propter pravas consuetudines et habitus
corruptos; sicut apud quosdam non reputabantur latrocinia peccata, vel etiam vitia contra
naturam, ut etiam apostolus dicit, ad Rom. I)».
[58] Cf. Santo Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, lib. VI, 6 (ed. Leonina, t. XLVII,
353s): «La prudencia no considera solo lo universal, en lo cual no se realiza la acción, sino que
es preciso que conozca los singulares, pues es activa [la prudencia], es decir, el principio del
actuar, La acción se ocupa de lo singular. Por ello, algunos que no tienen conocimiento de lo
universal son más activos respecto a lo particular que los que tienen un conocimiento
universal, pues tienen experiencia de las realidades particulares […] Puesto que la prudencia
es razón activa, es preciso que el prudente tenga ambos conocimientos, es decir, de lo
universal y de lo particular; y, si resultara que solo puede tener uno, debe tener más el de las
cosas particulares, que están más cercanas a la operación (Prudentia enim non considerat
solum universalia, in quibus non est actio; sed oportet quod cognoscat singularia, eo quod est
activa, idest principium agendi. Actio autem est circa singularia. Et inde est, quod quidam non
habentes scientiam universalium sunt magis activi circa aliqua particularia, quam illi qui
164
habent universalem scientiam, eo quod sunt in aliis particularibus experti. [...] Quia igitur
prudentia est ratio activa, oportet quod prudens habeat utramque notitiam, scilicet et
universalium et particularium; vel, si alteram solum contingat ipsum habere, magis debet
habere hanc, scilicet notitiam particularium quae sunt propinquiora operationi)»
[60] En este primer nivel la expresión de la ley natural suele hacer abstracción de una
referencia explícita a Dios. Ciertamente la apertura a la trascendencia forma parte de los
comportamientos virtuosos que deben esperarse del hombre realizado, pero Dios todavía no
aparece necesariamente reconocido como el fundamento y la fuente de la ley natural ni como
el fin último que pone en movimiento y ordena los diversos comportamientos virtuosos. Este
no reconocimiento explícito de Dios Como norma moral última parece impedir que este
acercamiento «empírico» a la ley natural se constituya propiamente en una doctrina moral.
[62] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 1: «La ley no es otra cosa
que un cierto dictamen de la razón práctica en el que gobierna alguna comunidad perfecta. Es
claro que, supuesto que el mundo es gobernado por la providencia divina [...] toda la
comunidad del universo es regida por la razón divina. Y por ello la misma razón del gobierno
de las cosas en Dios, como la que se da en el que gobierna la comunidad, tiene razón de ley. Y
porque la razón divina no concibe nada a partir del tiempo, sino que posee un concepto eterno
[…] de ahí se sigue que este tipo de ley debe denominarse eterna (Nihil est aliud lex quam
quoddam dictamen practicae rationis in principe qui gubernat aliquam communitatem
perfectam. Manifestum est autem, supposito quod mundus divina providentia regatur [...] quod
tota communitas universi gubernatur ratione divina. Et ideo ipsa ratio gubernationis rerum in
Deo sicut in principe universitatis existens, legis habet rationem. Et quia divina ratio nihil
concipit ex tempore, sed habet aeternum conceptum [...] inde est quod huiusmodi legem
oportet dicere aeternam)»
[63]Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2: «Unde patet quod lex
naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura».
[64] Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 4. La enseñanza sobre la ley natural como
fundamento de la ética es de por sí accesible a la razón natural. La historia, sin embargo,
muestra que, de hecho, esta enseñanza no ha alcanzado su madurez plena si no es bajo el
influjo de la revelación cristiana. Ante todo porque la comprensión de la ley natural corno
participación de la ley eterna esta estrechamente ligada a una metafísica de la creación. Ahora
bien, esta enseñanza, de por sí accesible a la razón filosófica, solo ha sido propuesta con
claridad y explicitada bajo el influjo del monoteísmo bíblico. Además, como la Revelación,
por ejemplo a través del Decálogo, explicita, confirma, purifica y cumple los principios
165
fundamentales de la ley natural.
[66] La doctrina teológica del pecado original subraya fuertemente la unidad real de la
naturaleza humana. Esta no se puede reducir ni a una simple abstracción ni a la suma de
realidades individuales. Designa más bien una totalidad que abraza a todos los hombres que
participan de un mismo destino. El simple hecho de nacer (nasci, ser nacido) nos sitúa en un
conjunto de relaciones estables de solidaridad con todos los hombres.
[67] Boecio, Contra Eutychen et Nestorium, c. 3 (PL 64, col. 1344): «Persona est rationalis
naturae individua substantia». Cf. San Buenaventura, Commentaria in librum I
Sentantiarum, d.25, a.1, q. 2; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a.1.
[69] Cf. San Atanasio de Alejandría, Tratado contra los paganos, 42 (SCh 18,195): «Como un
músico que armoniza en su lira mediante su arte las notas graves con las agudas y las notas
medias con el resto, para interpretar una única melodía, así la sabiduría de Dios, el Verbo,
empleando el universo como una lira, une los seres del aire con los de la tierra, los del cielo
con los del aire; combina el conjunto con las partes; guía todo mediante su mandato y su
voluntad; produce, así, en la verdad y la armonía, un solo mundo y un solo orden del mundo».
[70] La physis de los antiguos, al tener en cuenta la existencia de un cierto no-ser (la materia),
preservaba la contingencia de las realidades terrestres y se resistía a las pretensiones de la
razón humana de imponer al conjunto de la realidad un orden determinista puramente racional.
Por la misma razón, dejaba abierta la posibilidad de una acción electiva de la libertad humana
en el mundo.
[71] Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, 19: «El filósofo que formuló el principio Cogito,
ergo sum: “Pienso, luego existo”, ha marcado también la moderna concepción del hombre con
el carácter dualista que la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical
en el hombre el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es persona en
la unidad de cuerpo espíritu, El cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo
“espiritualizado”, así como el espirito está tan profundamente unido al cuerpo que se puede
definir como un espíritu “corporeizado”».
166
histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza,
mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y
considerada primaria [...] Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto
de la cuestión femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el intento de la persona
humana de liberarse de sus condicionamientos biológicos. Según esta perspectiva
antropológica, la naturaleza humana no lleva en sí misma características que se impondrían de
manera absoluta: toda persona podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que
sería libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial».
[75] Al reaccionar contra el peligro del fisicismo y al insistir con razón en el papel decisivo de
la razón en la elaboración de la ley natural, algunas teorías contemporáneas de la ley natural
han minusvalorado, o negado incluso, el significado moral de los dinamismos morales
prerracionales. La ley natural no se podría denominar «natural» si no fuera por referirse a la
razón, que definiría completamente la naturaleza del hombre. Obedecer a la ley natural se
reducirla entonces a actuar de manera razonable, es decir, a aplicar al conjunto de los
comportamientos un ideal unívoco de racionalidad engendrado únicamente por la razón
práctica. Esto es identificar erróneamente la racionalidad de la ley natural con la sola
racionalidad de la razón humana, sin tener presente la racionalidad inmanente a la naturaleza.
[76] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q.154, a. 11. El juicio moral de los
pecados contra la naturaleza debe tener en cuenta no solo su gravedad objetiva, sino también
las disposiciones subjetivas, con frecuencia atenuantes, de aquellos que los cometen.
[79] Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 65; Conc. Vaticano II, Constitución
pastoral Gaudium et spes, n. 26,1; Declaración Dignitatis humanae, n. 6.
167
[82] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.95, a.2.
[83] San Agustín, De libero arbitrio, I,V, 11 (CChL 29,217): «Nam lex mihi esse non videtur,
quae iusta non fuerit»; Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II q.93 a.3 ad 2: «La ley
humana tiene razón de ley en la medida en que es conforme a la recta razón; en este sentido es
claro que procede de la ley eterna. En la medida en que se aparta de la razón se denomina ley
inicua, y en este sentido no tiene razón de ley (lex humana intantum habet rationem legis,
inquantum est secundum rationem rectam, et secundum hoc manifestum est quod a lege
aeterna derivatur. Inquantum vero a ratione recedit, sic dicitur lex iniqua, et sic non habet
rationem legis, sed magis violentiae cuiusdam)»; I-II q.95 a.2 «Toda ley establecida por los
hombres tiene razón de ley en cuanto se deriva de la ley de la naturaleza. Si en algo está en
desacuerdo con la ley natural, ya no será una ley, sino la corrupción de una ley (Unde omnis
lex humanitus posita intatum habet de ratione legis, inquantum a lege naturae derivatur. Si
vero in aliquo a lege naturali discordet, aim non erit lex sed legis corruptio)».
[85] Para san Agustín, el legislador debe, para hacer algo bueno, tener presente la ley eterna;
cf. San Agustín, De vera religione, XXXI, 58 (CChL 32, 225): «El legislador temporal, si es
sabio y hombre de bien, tiene presente la ley eterna, que a nadie se le ha concedido juzgar,
para que, según las normas inmutables, discierna lo que se debe ordenar y prohibir en un
determinado tiempo (Conditor tamen legum temporalium, si vir bonus est et sapiens, illam
ipsam consulit aeternam, de qua nulli animae iudicare datum est; ut secundum eius
immutabiles regulas, quid sit pro tempore iubendum vetandumque discernat)». En una
sociedad secularizada, donde no todos reconocen la presencia de esta ley eterna, la búsqueda,
la salvaguarda y la expresión del derecho natural por la ley positiva garantizan la legitimidad
ele la misma.
[91] GS 22. Cf. San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, V, 16, 2 (SCh 153,216s): «En los
tiempos antiguos se decía con razón que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero
esto no aparecía porque el Verbo todavía era invisible, aquel a imagen del cual el hombre había
sido hecho: este es, por lo dermis, el motivo por el cual la semejanza también se había perdido
fácilmente. Pero una vez que el Verbo se ha hecho carne, confirma una y otra: hace que
aparezca la imagen en toda su verdad, al hacerse él mismo aquello que era su imagen, y
restablece la semejanza de manera estable, al hacer al hombre semejante al Padre invisible
mediante el Verbo que en adelante es visible».
168
por la mano de nuestro creador la Verdad escribió en nuestros corazones: “Lo que no quieres
que te suceda, no lo hagas a otro”. Esto, y antes ya de que se diera la ley, a nadie era lícito
ignorarlo, de manera que también podían ser juzgarlos aquellos a los que no se había dado la
ley. Sin embargo, para que los hombres no se quejaran de que les faltaba algo, fue escrito, y en
tablas, lo que no leían en los corazones. No es que no lo tuvieran escrito, es que no querían
leerlo. Se puso ante sus ojos lo que en conciencia estaban obligados a captar; y el hombre,
como movido desde fuera por la voz de Dios, estaba impulsado a dirigirse a su interior
(Quandoquidem manu formatoris nostri in ipsis cordibus nostris scripsit: “Quod tibi non vis
fieri, ne facias alteri”. Hoc et antequam lex daretur nemo ignorare permissus est, ut esset unde
iudicarentur et quibus lex non esset data. Sed ne sibi homines aliquid defuisse quaererentur,
scriptum est et in tabulis quod in cordibus non legebant. Non enim scriptum non habebant, sed
legere nolebant. Oppositum est oculis eorum quod in conscientia videre cogerentur; et quasi
forinsecus admota voce Dei, ad interiora sua homo compulsus est) ». Cf. Santo Tomás de
Aquino, In III Sent., d.37 q.1 a.1: «Necessarium fuit ea quae naturalis ratio dictat, quae
dicuntur ad legem naturae pertinere, populo in praeceptum dari, et in scriptum redigi [...] quia
per contrariam consuetudinem, qua multi in peccato praecipitabantur, iam apud multos ratio
naturalis, in qua scripta erant, obtenebrata erat»; Summa theologiae, I-II q.98 a.6.
[95] La liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo expresa bien la convicción cristiana cuando
pone en boca del sacerdote que, en la acción de gracias después de la comunión, bendice al
diácono: «Cristo, nuestro Dios, que eres por ti mismo el cumplimiento de la Ley y los
Profetas, y que has cumplido toda la misión encomendada por el Padre, llena nuestros
corazones de gozo y alegría, en todo momento, ahora y siempre y por los siglos de los siglos,
Amén».
[96] Cf. Gál 3,24-26: «La ley fue así nuestro ayo, hasta que llegara Cristo, a fin de ser
justificados por fe; pero una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos al ayo. Pues todos sois
hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús». Sobre la noción teológica de cumplimiento, cf.
Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras Santas en la Biblia
cristiana, especialmente n.21.
[98] Cf. Lc 6,27-36.
[99] Cf. Lc 10,25-37.
[100] Cf. Jn 15,13.
[102] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.106 a.1: «Lo principal en la ley
del Nuevo Testamento y en lo que está toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que se da
mediante la fe en Cristo. Y por eso principalmente la ley nueva es la misma gracia del Espíritu
169
Santo que se da a los fieles de Cristo (Id autem quod est potissimum in lege novi testamenti, et
in quo tota virtus eius consistit, est gratia Spiritus sancti, quae datur per fidem Christi. Et ideo
principaliter lex nova est ipsa gratia Spiritus sancti, quae datur Christi fidelibus)».
[103] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.108 a.1 ad 2: «Puesto que la
gracia del Espíritu Santo es como un hábito interior infundido en nosotros que nos mueve a
obrar rectamente, hace que realicemos libremente aquellas cosas que son convenientes a la
gracia, y que evitemos lo que repugna a la gracia. Así pues, se llama a la ley nueva ley de
libertad de dos maneras. En un sentido, porque solo nos obliga a realizar o evitar aquellas
cosas que de por sí son necesarias, o respectivamente opuestas a la salvación, que caen bajo el
precepto o la prohibición de la ley. En segundo lugar porque nos hace cumplir libremente este
tipo de preceptos y prohibiciones, en cuanto que las realizamos por el impulso interior de la
gracia. Y por estos dos motivos se denomina “ley de perfecta libertad” (Sant:1,25) (Quia igitur
gratia Spiritus sancti est Sicut interior habitus nobis infusus inclinans nos ad recte operandum,
facit nos libere operari ea quae conveniunt gratiae, et vitare ea quae gratiae repugnant. Sic
igitur lex nova dicitur lex libertatis dupliciter. Uno modo, quia non arctat nos ad facienda vel
vitanda aliqua, nisi quae de se sunt vel necessaria vel repugnantia saluti, quae cadunt sub
praecepto vel prohibitione legis. Secundo, quia huiusmodi etiam praecepta vel prohibitiones
facit nos libere implere, inquantum ex interiori instinctu gratiae ea implemus. Et propter haec
duo lex nova dicitur lex perfectae libertatis, Iac I, 25)».
[104] Santo Tomás de Aquino, Quodlibeta, IV, q.8, a.2: «La ley nueva, ley de libertad, está
contenida en los preceptos de la ley natural, en los artículos de fe y en los sacramentos de la
gracia (Lex nova, quae est lex libertatis [...] est contenta praeceptis moralibus naturalis legis, et
articulis fidei, et sacramentis gratiae)».
170
JUAN PABLO II
CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR (1993·08·06)
CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
Venerables hermanos en el episcopado,
salud y bendición apostólica.
El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del
hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza
sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
INTRODUCCIÓN
1. Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» ( Jn 1,
9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz» (Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la
verdad» (1 P 1, 22).
Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación
de Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a
apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando «la verdad de
Dios por la mentira» (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y
debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo
(cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador.
Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de
alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente la incansable búsqueda del hombre en
todo campo o sector. Lo prueba aún más su búsqueda del sentido de la vida. El desarrollo de la ciencia y la
técnica —testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres—, no
exime a la humanidad de plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más bien la estimula
a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las del corazón y de la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el
bien del mal? La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del
172
espíritu humano, como dice el salmista: «Muchos dicen: "¿Quién nos hará ver la dicha?". ¡Alza sobre
nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios
invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él es «el
camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en
particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio
Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de
su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» 1.
Jesucristo, «luz de los pueblos», ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el
Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) 2. Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones 3,
mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en
la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su
Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los
signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada
generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida
presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas» 4.
3. Los pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos a los fieles en
este esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones siempre nuevas de amor y
misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino también a todos los hombres de buena voluntad. El
concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de esta actitud de la Iglesia que, «experta en
humanidad» 5, se pone al servicio de cada hombre y de todo el mundo 6.
La Iglesia sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a
quienes no conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de
la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha recordado claramente el concilio
Vaticano II: «Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con
sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través
de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Y prosigue: «Dios, en su
providencia, tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer
claramente a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez. La Iglesia aprecia todo lo bueno y
verdadero que hay en ellos, como una preparación al Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos
los hombres para que puedan tener finalmente vida» 7.
4. Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto
con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes
ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado,
explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado,
sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor
comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida
173
social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la
humanidad, representa una continua profundización del conocimiento moral 8.
Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el
fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual
corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva situación dentro de
la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y
psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de
la Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas
concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio
moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan
por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la
doctrina tradicional sobre la ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus preceptos; se
consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia; se opina que el mismo
Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer
los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas
posiciones teológicas —difundidas incluso en seminarios y facultades teológicas— sobre cuestiones de
máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia
humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios, que están grabados en el
corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son capaces verdaderamente de iluminar las opciones
cotidianas de cada persona y de la sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al
prójimo, sin respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también difundida la opinión que
pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se debieran
decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un
pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la
diversidad de condiciones sociales y culturales.
5. En ese contexto —todavía actual— he tomado la decisión de escribir —como ya anuncié en la carta
apostólica Spiritus Domini, publicada el 1 de agosto de 1987 con ocasión del segundo centenario de la
muerte de san Alfonso María de Ligorio— una encíclica destinada a tratar, «más amplia y profundamente,
las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología moral» 9, fundamentos que sufren
menoscabo por parte de algunas tendencias actuales.
Si esta encíclica —esperada desde hace tiempo— se publica precisamente ahora, se debe también a que ha
parecido conveniente que la precediera el Catecismo de la Iglesia católica, el cual contiene una exposición
completa y sistemática de la doctrina moral cristiana. El Catecismo presenta la vida moral de los creyentes
en sus fundamentos y en sus múltiples contenidos como vida de «los hijos de Dios». En él se afirma que «los
cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una "vida digna del
174
evangelio de Cristo" (Flp 1, 27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de
su Espíritu que les capacitan para ello» 10. Por tanto, al citar el Catecismo como «texto de referencia seguro
y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica» 11, la encíclica se limitará a afrontar algunas cuestiones
fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia, bajo la forma de un necesario discernimiento sobre
problemas controvertidos entre los estudiosos de la ética y de la teología moral. Éste es el objeto específico
de la presente encíclica, la cual trata de exponer, sobre los problemas discutidos, las razones de una
enseñanza moral basada en la sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia 12, poniendo de relieve, al
mismo tiempo, los presupuestos y consecuencias de las contestaciones de que ha sido objeto tal enseñanza.
CAPITULO I
"MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su evangelio, puede
constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: «Se le
acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". Él le dijo: "¿Por
qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos". "¿Cuáles?" le dice él. Y Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no
levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo". Dícele el
joven: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?". Jesús le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo
que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme"» (Mt 19, 16-21) 13.
7. «Se le acercó uno...». En el joven, que el evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo
hombre que, conscientemente o no, se acerca a Cristo, redentor del hombre, y le formula la pregunta
moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno
significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la
búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un
llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin
de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la
teología moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido
en Cristo 14, única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.
Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto,
ella «desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo
pueda recorrer con cada uno el camino de la vida» 15.
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16)
8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una
pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que
practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el
pleno cumplimiento del propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la
Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta
175
contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en
él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había
iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está
cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo
que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está
siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es él quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y,
revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la
economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la
condición del hombre y su vocación integral. Por esto, «el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a
sí mismo —y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces
superficiales e incluso aparentes—, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y
pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él con todo
su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí
mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también
de profunda maravilla de sí mismo» 16.
9. Jesús dice: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la
pregunta es formulada así: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18;
cf. Lc 18, 19).
Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo
interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor —y a todos nosotros— que la respuesta a la pregunta,
«¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el
corazón al único que es Bueno: «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede
responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el Bien. En efecto, interrogarse sobre el bien significa,
en último término, dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es,
en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su
fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda
el alma y con toda la mente» (cf. Mt 22, 37),
Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena
con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último
del obrar humano, felicidad perfecta.
10. La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador,
redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de
su vida ser «alabanza de la gloria» de Dios (cf. Ef 1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje
su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios —escribe san Ambrosio—.
176
Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Co 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria.
Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más admirable en mi
obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú
escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia.
Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti...» 17.
Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí
mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he
sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-
3). En las «diez palabras» de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como
el único que es «Bueno»; como aquel que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el modelo del
obrar moral, según su misma llamada: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» ( Lv 19, 2);
como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para restablecer la
armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: «Caminaré en
medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26, 12).
La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica
en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace
el Deuteronomio: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te
dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos» (Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de
Dios, está llamada a reflejar su gloria: «Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya
que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios
de tal manera que Dios mismo es caridad» 18.
11. La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos,
que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a él porque es
infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con él
practicando la justicia y amando la piedad (cf. Mi 6, 8).Reconocer al Señor como Dios es el núcleo
fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante
la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque sólo Dios es
aquel que es «Bueno». Éste es el testimonio de la sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la
viva percepción de la absoluta santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6, 3).
Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los
mandamientos, logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a él
solo es debida (cf. Mt 4, 10). El «cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es el
ofrecimiento de una participación en la bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquel a quien el
joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el
joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y
sígueme» (Mt 19, 21).
12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta
pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en
su corazón (cf. Rm 2, 15), la «ley natural». Ésta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en
177
nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y
esta ley en la creación» 19. Después lo hizo en la historia de Israel, particularmente con las «diez palabras»,
o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales él fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo
llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos», «una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera
resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sb 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es
promesa y signo de la alianza nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el
corazón del hombre (cf. Jr 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón
(cf. Jr 17, 1). Entonces será dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu
de Dios (cf. Ez 36, 24-28) 20.
Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven: «Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna
y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida
eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son
nuevamente dados a los hombres; él mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y
condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la antigua alianza el objeto de la
promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia
(cf. Dt 6, 20-25); en la nueva alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como lo afirma
Jesús al comienzo del «Sermón de la montaña» —discurso que contiene la formulación más amplia y
completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)—, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en
el monte Sinaí. A esta misma realidad del reino se refiere la expresión vida eterna, que es participación en la
vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se
convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una
plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el
joven rico: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi
nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los
mandamientos que hay que observar: «"¿Cuáles?", le dice él» (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer
en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios,
Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás, no cometerás
adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo
como a ti mismo». (Mt 19, 18-19).
Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de
Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios
para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier
otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios». Sin
embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven:
son determinados preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo compendio
(cf. Rm 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti
mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la
persona humana, la cual es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» 21. En
efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se
refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser
178
espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en
el Catecismo de la Iglesia católica, «los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan
al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto,
indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» 22.
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la
persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no matarás, no
cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en términos
de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la
vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena
fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su
verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio. «La primera
libertad —dice san Agustín— consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio,
la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable
de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no
es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...» 23.
14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o separarlo del amor a
Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del
joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-27) y le
invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: «Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es, pues,
significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la
pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del
buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo
(cf. Lc 10, 30-37).
Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 40), están profundamente
unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus
palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al
Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se
concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma
con extraordinario vigor: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues
quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» ( Jn 4, 20). El evangelista se
hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del
buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
15. En el «Sermón de la montaña», que constituye la carta magna de la moral evangélica 24, Jesús dice: «No
penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» ( Mt 5,
17). Cristo es la clave de las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las que dan testimonio
de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la recapitulación del Antiguo y del
Nuevo Testamento, de las promesas de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente
y eterno entre la antigua y la nueva alianza. Por su parte, san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que
dice: «el fin de la ley es Cristo» (Rm 10, 4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino en cuanto plenitud
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de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), porque él no vino a abolir la ley, sino a
darle cumplimiento. Al igual que, aunque existe un Antiguo Testamento, toda verdad está contenida en el
Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la
mosaica es imagen de la verdad» 25.
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios —en particular, el mandamiento del amor al prójimo
—, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que,
precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los
mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una
senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3,
14). Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa
la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura,
capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás;
y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano,
será reo ante el tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que
mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús
mismo es el «cumplimiento» vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el don total de sí
mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la
gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las
decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «Todo eso lo
he guardado; ¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he
guardado», si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo,
aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal
moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la
persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa
conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación
legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si
quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego
ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el
mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la montaña, de las
bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de
espíritu», como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que
también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que
da Jesús a la pregunta del joven: «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En efecto, cada
bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel bien que abre al hombre a la vida
eterna; más aún, que es la misma vida eterna.
Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino
que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden
exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las
bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la montaña
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comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos
(cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la
perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante todo, promesas de las que
también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad
original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su
seguimiento y a la comunión de vida con él 26.
17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la
primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es
cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los
mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la
perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús
con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la
perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente
sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia
(«ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del
hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la
vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el
carácter de una propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del
crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la
libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se
reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos,
habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a
continuación, precisa: «No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor
los unos a los otros» (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a
la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en
verdad, están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No
adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta
fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber
hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por
qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley
de mi razón"... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena
porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la
libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad
después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la
tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como
nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres,
mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos» 27.
18. Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de
cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y
«vive según el Espíritu» (Ga 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino
fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia
181
interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una constricción— de no detenerse ante las exigencias
mínimas de la ley, sino de vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en
la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y,
consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en
el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La
invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa: «tendrás un tesoro en los
cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma
manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a
Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible
caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros, pues, sed
perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún
más el sentido de esta perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de
Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del
coloquio de Jesús con el joven: «luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad
maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el
Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a
quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de
todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y
original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la
tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre
(cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho
más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su
obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión
por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En
efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas
(cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal
manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios
invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.
20. Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los
hermanos por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el
lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis
lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he
hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos
constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto
supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es
182
el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos
a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» ( Jn 13,
34-35).
Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos
entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os
he amado» (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz,
como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida
por sus amigos» (Jn 15, 13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento
del amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su entrega total, que imite y reviva el
mismo amor del Maestro bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a todo
hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda.
Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí
mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el
discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante
del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Co 12, 13. 27).
Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de
la muerte y resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27): «Felicitémonos y demos gracias —dice san
Agustín dirigiéndose a los bautizados—: hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo
(...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!» 28. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida
nueva (cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a
manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la
nueva alianza (cf. 1 Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6,
51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús —según el testimonio dado por Pablo—
manda hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa,
anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: «Al oír estas palabras, el joven se
marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los
mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las
aspiraciones y las fuerzas humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: "Entonces,
¿quién se podrá salvar?"» (Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios: «Para los
hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26).
En el mismo capítulo del evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la ley mosaica sobre el
matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un principio más originario y autorizado respecto a la
ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha
incapacitado después del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió
183
repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). La apelación al principio asusta a los
discípulos, que comentan con estas palabras: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae
cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús, refiriéndose específicamente al carisma del celibato «por el reino de los
cielos» (Mt 19, 12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente posibilidad
abierta al hombre por la gracia de Dios: «Él les dijo: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a
quienes se les ha concedido"» (Mt 19, 11).
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este
amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez,
lo comunica gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros;
permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer «fruto» (cf. Ga 5, 22) es la
caridad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta: «¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien
es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar
de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los
mandamientos» 29.
23. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» ( Rm 8,
2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la
salvación que se cumple en Cristo la relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Él reconoce la
función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle
la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el Espíritu». Sólo en
esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos
justificados (cf. Rm 3, 28): la justicia que la ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente
manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica
paulina entre ley y gracia: «Por esto, la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido
dada para que se observase la ley» 30.
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque
lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura
y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la
gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de la vida eterna está
vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya «prenda de nuestra herencia»
(Ef 1, 14).
24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección
a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el
don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en
Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno hacia Dios y entre
los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol san Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos
unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama
no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amarnos unos a otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
184
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido
expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: «Da quod iubes et
iube quod vis» (Da lo que mandas y manda lo que quieras) 31.
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: «Éste es su mandamiento: que creamos
en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23). Se
puede permanecer en el amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma
Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos
de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y
volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente —en
particular san Agustín 32—, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada
mediante la fe en Cristo 33. Los preceptos externos, de los que también habla el evangelio, preparan para esta
gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se contenta con decir lo que se debe
hacer, sino que otorga también la fuerza para «obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan
Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo
el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en
sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su gracia,
en una ley viva, en un libro animado» 34.
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también
hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón
de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que
enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre
presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época
se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que
les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el
principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna
en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas
permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido
confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad:
«Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los
Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor (cf. Hch 18, 25),
enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
185
pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos 35, a la vez que
vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos 36. Los
primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los
paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la
Ley nueva37. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la
caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no
sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen
las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con
decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo expresan y demuestran
(cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los
modos de actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus
comportamientos 38.
27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a
los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra
en la Tradición viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la Iglesia con su enseñanza,
su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va
creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» 39. En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la
Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la
verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la
caridad en la vida de los santos y de las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la
liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz viva del Evangelio» 40, como expresión fiel de
la sabiduría y de la voluntad divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley
del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las
enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados
correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Esta actualización de los mandamientos es
signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas
situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la
validez permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que de ella da la gran
tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los
santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio.
Además, como afirma de modo particular el Concilio, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de
Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre
de Jesucristo» 41. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como «columna y
fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, «compete
siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social,
así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos
fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» 42.
186
Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han
desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la
tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza, para
ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.
CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
La Iglesia y el discernimiento
de algunas tendencias de la teología moral actual
28. La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha permitido recoger los contenidos esenciales
de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Son: la subordinación
del hombre y de su obrar a Dios, el único que es «Bueno»; la relación, indicada de modo claro en los
mandamientos divinos, entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna; el seguimiento de
Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y
fuerza de la vida moral de la «nueva criatura» (cf. 2 Co 5, 17).
La Iglesia, en su reflexión moral, siempre ha tenido presentes las palabras que Jesús dirigió al joven rico. En
efecto, la sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha
recordado el concilio Vaticano II: «El Evangelio (es)... fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de
conducta» 43. La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la palabra de Dios enseña no sólo sobre las verdades
de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1
Ts 4, 1), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo al que se ha dado en el ámbito de las verdades de
fe. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo que la guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13), no ha
dejado, ni puede dejar nunca de escrutar el «misterio del Verbo encarnado», pues sólo en él «se esclarece el
misterio del hombre» 44.
29. La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, el «Maestro bueno», se ha desarrollado
también en la forma específica de la ciencia teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e interpela
la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología moral es una
reflexión que concierne a la «moralidad», o sea, al bien y al mal de los actos humanos y de la persona que los
realiza, y en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología, en cuanto reconoce el
principio y el fin del comportamiento moral en el único que es Bueno y que, dándose al hombre en Cristo, le
ofrece las bienaventuranzas de la vida divina.
El concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner «una atención especial en perfeccionar la teología
moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la sagrada Escritura, ha de
iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el amor
para la vida del mundo» 45. El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los métodos y exigencias
propios de la ciencia teológica, y «a buscar continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina
a los hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades, y otra el
modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado» 46. De ahí la ulterior invitación
dirigida a todos los fieles, pero de manera especial a los teólogos: «Los fieles deben vivir estrechamente
187
unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de pensar y sentir,
lo cual se expresa por medio de la cultura» 47.
El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos con interesantes y útiles
reflexiones sobre las verdades de fe que hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más
adecuada a la sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia y
particularmente los obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acogen con
gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico
temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (cf. Pr 1, 7).
Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas posconciliares se han dado, sin
embargo, algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la «doctrina sana» (2
Tm 4, 3). Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico
particular y menos filosófico, sino que, para «custodiar celosamente y explicar fielmente» la palabra de
Dios 48, tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico, y
de algunas afirmaciones filosóficas, con la verdad revelada 49.
30. Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el episcopado, deseo enunciar los principios
necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos
elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la
ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la «respuesta a los enigmas
recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el
hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el
fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la
retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra
existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» 50.
Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley
de Dios?, ¿cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre?, ¿cómo
discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se
pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del evangelio hizo a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué
he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a «hacer
discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo» lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20), la
Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Ésta tiene una luz y una fuerza capaces
de resolver incluso las cuestiones más discutidas y complejas. Esta misma luz y fuerza impulsan a la Iglesia a
desarrollar constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito interdisciplinar,
y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos problemas 51.
Siempre bajo esta misma luz y fuerza, el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de
discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: «Te conjuro en
presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por
su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia
y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados
por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus
oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los
188
sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio» (2 Tm, 4, 1-5;
cf. Tt 1, 10.13-14).
31. Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral
contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.
No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente viva sobre la libertad. «Los hombres
de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como
constataba ya la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa 52. De ahí la
reivindicación de la posibilidad de que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una
libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» 53. En concreto, el
derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez
más como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto 54.
De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del
respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna.
Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las
cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y
necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a la luz de la fe 55.
32. En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de
considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas
que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la
conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e
infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha
añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que
proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de
un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una
concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia
entre ley moral y conciencia, entre naturaleza y libertad.
189
«ciencias humanas», han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y
social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la
atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la
existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos,
superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner
en duda o incluso a negar la realidad misma de la libertad humana.
Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la
antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la
humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan
a una concepción relativista de la moral.
34. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». La pregunta moral, a la que
responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera central, porque no
existe moral sin libertad: «El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad» 56. Pero, ¿qué
libertad? El Concilio —frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y que la
«buscan ardientemente», pero que «a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de
que guste, incluso el mal»—, presenta la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo eminente de la
imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia decisión" (cf. Si 15,
14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz
perfección» 57. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe
aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida 58. En
este sentido el cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con
decisión: «La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes» 59.
Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas
a que acabamos de aludir, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la
naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos.
Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la
dependencia de la libertad con respecto a la verdad.
Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias —capaz de reconocer cuanto hay en ellas de
legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores—, debemos
examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha
sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad
os hará libres» (Jn 8, 32).
I. La libertad y la ley
35. Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del
jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres
de él, morirás sin remedio"» (Gn 2, 16-17).
Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al
hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y
acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol
190
del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y
del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre
encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce
perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los
mandamientos.
La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve. Pero,
en contraste con lo anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas
orientaciones éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la
ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el
bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta
el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado
de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta.
36. La demanda de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el
ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad
humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas
morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la
fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con
respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas.
Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría divina y que, en el estado
actual de naturaleza caída, existe la necesidad y la realidad efectiva de la divina Revelación para el
conocimiento de verdades morales incluso de orden natural 62, han llegado a teorizar una completa
autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este
mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente «humana», es decir, serían la expresión
de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón
humana. Dios en modo alguno podría ser considerado autor de esta ley, a no ser en el sentido de que la razón
humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre. Ahora
bien, estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la sagrada Escritura (cf. Mt 15, 3-6) y la
doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante
su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él.
37. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos
teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica 63, entre un orden ético —que tendría
origen humano y valor solamente mundano—, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia
sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el
191
punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado,
universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una
parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones
normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta. Naturalmente
una autonomía concebida así comporta también la negación de una competencia doctrinal específica por
parte de la Iglesia y de su magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien
humano». Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes
en orden a la salvación.
No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis
incompatibles con la doctrina católica.
En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la palabra de Dios y de la tradición viva de la
Iglesia, las nociones fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones
profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad humana,
incorporando los elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el
patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía.
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)
38. Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II explica así la «verdadera libertad» que en el
hombre es «signo eminente de la imagen divina»: «Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio
albedrío", de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena
y feliz perfección» 64. Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía
divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo,
sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre
la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio
Niseno: «El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose
autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino del rey?... Así la naturaleza humana,
creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida
como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo» 65.
39. No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y
responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14), para que busque a su
creador y alcance libremente la perfección. Alcanzar significa edificar personalmente en sí mismo esta
perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y
voluntad, así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la
semejanza con Dios.
192
El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el
que considera que «las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer
referencia al Creador» 67. De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos
particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: «Pues sin el Creador la
criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida» 68.
40. La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la
aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen
y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna,
que no es otra cosa que la misma sabiduría divina 69. La vida moral se basa, pues, en el principio de una
«justa autonomía» 70 del hombre, sujeto personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en él tiene
siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo
tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la
inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe
evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación» 71. La justa autonomía de la razón práctica significa
que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón
no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales 72. Si
esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y
Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias
históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia
sobre la verdad del hombre 73. Sería la muerte de la verdadera libertad: «Mas del árbol de la ciencia del bien
y del mal no comerás, porque, el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17).
41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la
ley moral, del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento...» (Gn 2, 16). La libertad del
hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre
obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la obediencia a
Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad
de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si
heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas
ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación
redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la
persona humana.
Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a
la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la
providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios
afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente
mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas
de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina.
Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la
libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6);
asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios
infinitamente trascendente. Deus semper maior74.
193
Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)
42. La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley
divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del
hombre, como dice claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según
una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión
de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando,
liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con
eficacia y habilidad los medios adecuados para ello» 75. El hombre, en su tender hacia Dios —«el único
Bueno»—, debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el
bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor
del rostro de Dios. A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: «El salmista,
después de haber dicho: "sacrificad un sacrificio de justicia" (Sal 4, 6), añade, para los que preguntan cuáles
son las obras de justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta pregunta,
dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural,
por la cual discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra cosa que la luz
divina impresa en nosotros» 76. De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por
relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la
naturaleza humana77.
43. El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna,
objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su
amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de
modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la
verdad inmutable» 78.
El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón o
la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo» 79; santo Tomás la
identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» 80. Pero la
sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal
y fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sb 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de
manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes
inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la
ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación 81.
De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre
mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la
naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley
eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo Tomás—,
está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia,
siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a
la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley
natural» 82.
44. La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su
enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor León XIII ponía de relieve la esencial subordinación de la
194
razón y de la ley humana a la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está
escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma
razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León XIII se refiere a la «razón más
alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no
fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar
sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos
derechos y sancionar ciertos comportamientos: «Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese
él mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye: «De ello se
deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto
y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo» 83.
El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que él mismo
realiza mediante su razón iluminada por la revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado
al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de
Dios como don particular y signo de la elección y de la alianza divina, y a la vez como garantía de la
bendición de Dios. Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: «¿Hay alguna nación tan
grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál
es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?»
(Dt 4, 7-8). Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el
pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y
traducirla en la vida: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los
pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley
susurra día y noche!» (Sal 1, 1-2). «La ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del
Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el
mandamiento del Señor, luz de los ojos» (Sal 19, 8-9).
45. La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación, tratando con
religioso respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del
Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el «cumplimiento» de la ley de Dios en
Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley «interior» (cf. Jr 31, 31-33), «escrita no con tinta, sino con el Espíritu
de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Co 3, 3); una ley de
perfección y de libertad (cf. 2 Co 3, 17); es «la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2).
Sobre esta ley dice santo Tomás: «Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu
es el Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar
iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud...
En segundo lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa
por la caridad (Ga 5, 6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e
inclina el afecto a actuar» 84.
Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios positiva o revelada de la natural, y
en la economía de la salvación se distingue la ley antigua de la nueva, no se puede olvidar que éstas y otras
distinciones útiles se refieren siempre a la ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el
hombre. Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se excluyen entre sí,
sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno
designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres «a reproducir la imagen de su Hijo»
195
(Rm 8, 29). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la
aceptación de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad.
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm 2, 15)
46. El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy con una fuerza singular en relación con la
ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y
libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el
Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del concilio de Trento 85. La época
contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la
observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de
liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica —e incluso el conflicto— entre
libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la
«naturaleza» sometiera totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos. Aún hoy día
las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos
corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales parecen a muchos como los únicos
factores realmente decisivos de las realidades humanas. En este contexto, incluso los hechos morales,
independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente
constatables, como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos
psico-sociales. Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los gestos del
hombre, pueden sentir la tentación de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, según un resultado
estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría.
En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad,
pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que
debería consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes concepciones coinciden en olvidar la
dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a
material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente,
es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción
sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales,
culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el
mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su
constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha construido, es decir,
la cultura, como obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser
tratada como material biológico o social siempre disponible. Esto significa, en último término, definir la
libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese
radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia.
¡El hombre no sería nada más que su libertad!
196
inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las
relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial. Ahora bien, según el parecer de estos teólogos,
la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional y
libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser
racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus comportamientos.
Este decidir el sentido debería tener en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene
una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos de comportamiento y el
significado que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento
fundamental del amor a Dios y al prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre
como ser racionalmente libre; lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» y de él espera una propia y
racional formación de su vida. El amor al prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un respeto a su
libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las
llamadas inclinaciones naturales, establecerían al máximo —como suele decirse— una orientación general
del comportamiento correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan
complejo desde el punto de vista de las situaciones.
48. Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza
humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural.
Una libertad que pretenda ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto
de significado y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza
humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la
decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían
constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento que las finalidades de esas
inclinaciones serían sólo bienes «físicos», llamados por algunos premorales. Hacer referencia a los mismos,
para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de
biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido
reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo.
Esta teoría moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su libertad. Contradice
las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano, cuya alma racional es «per se et
essentialiter» la forma del cuerpo 86. El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano,
es aquello por lo cual éste existe como un todo —«corpore et anima unus» 87— en cuanto persona. Estas
definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará
también de la gloria; recuerdan, igualmente, el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las
facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y
es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales. La persona, mediante
la luz de la razón y la ayuda de la virtud, descubre en su cuerpo los signos precursores, la expresión y la
promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador. Es a la luz de la dignidad de la persona
humana —que debe afirmarse por sí misma— como la razón descubre el valor moral específico de algunos
bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana
no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura
espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca
como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el
cual se caería en el relativismo y en el arbitrio.
197
49. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las
enseñanzas de la sagrada Escritura y de la Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos
viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una
libertad espiritual, puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus
comportamientos (cf. 1 Co 6, 19). El apóstol Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los «impuros,
idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces» (cf. 1
Co 6, 9-10). Esta condena —citada por el concilio de Trento 88— enumera como pecados
mortales, o prácticas infames, algunos comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los
creyentes tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en
el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos.
50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la
naturaleza propia y originaria del hombre, a la «naturaleza de la persona humana» 89, que es la persona
misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así
como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. «La ley moral natural
evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y
espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente
biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el
Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo» 90.
Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la
dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física. De
este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en
relación con el bien de la persona que siempre debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es
moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia
vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a
la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado por un
espíritu inmortal» 91, se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las
inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su
realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar
las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el
camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios.
La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están
armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas.
51. El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también sobre la interpretación de algunos
aspectos específicos de la ley natural, principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad. «¿Dónde,
pues, están escritas estas reglas —se pregunta san Agustín— ...sino en el libro de aquella luz que se llama
verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia,
no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin
abandonar el anillo» 92.
Precisamente gracias a esta «verdad» la ley natural implica la universalidad. En cuanto inscrita en la
naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Para
198
perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la
transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la
vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza 93.
La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como
emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción
de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la
persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus
preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Esta universalidad no prescinde de la
singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al
contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del
verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas
y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, «que es el vínculo de la perfección» ( Col 3, 14). En cambio,
cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las
personas, causando daño.
52. Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido y honrar como es debido a los
padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes,
obligan universalmente; son inmutables 94; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época
de la historia, creados para «la misma vocación y destino divino» 95. Estas leyes universales y permanentes
corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de
la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya
esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los preceptos negativos de la ley
natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto,
se trata de prohibiciones que vedan una determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque
la elección de ese comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona
que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y
siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí
mismos, la dignidad personal y común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda
circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso
de hacer el bien, como indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el
mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más
bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una
determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con antelación; por
el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o
sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a
presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le
puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el
mal.
La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los
mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha
visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: «Si quieres entrar en la vida, guarda los
199
mandamientos...: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso» (Mt 19, 17-
18).
53. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a
algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de «normas
objetivas de moralidad» 96 válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible
afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales
establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?
No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el
hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que
en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del
hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea
prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la
verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre,
relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia
común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al «principio», precisamente allí donde el
contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas
morales (cf. Mt 19, 1-9). En este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios subsisten
muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por
los siglos» 97. Él es el Principio que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en
sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo 98.
54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el corazón de la persona, o
sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de su conciencia —afirma el concilio Vaticano II—, el hombre
descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es
necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto,
evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la
dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)» 101.
Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la
interpretación que se da a la conciencia moral. En este sentido, las tendencias culturales recordadas más
arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a
200
una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y
de su Magisterio.
55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un
cierto pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la persona.
Pero semejantes normas —afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad de
todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de la
situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en
determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza
humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son
tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva
general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida personal y
social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona
profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente
social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio
mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo
de ella» 102. Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas
universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le
encomienda.
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos
con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el
hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería
obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio
de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de
conciencia.
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad
moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta
consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría
establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con
buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se
instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en
general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el
mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las
enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no
estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la libertad del
hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley
basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de la conciencia.
El juicio de la conciencia
57. El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural, indica
también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación específica con la ley: «Cuando
los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí
201
mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su
conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y también los defienden» (Rm 2, 14-15).
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella
misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o
maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la
vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su
vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo
mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último
del hombre. «La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que
dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando
proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar» 103. Se
puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero
a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre
hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no
encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de
Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el
espacio santo donde Dios habla al hombre» 104.
59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de testigo, sino que manifiesta también el
modo como ella realiza semejante función. Se trata de razonamientos que acusan o defienden a los paganos
en relación con sus comportamientos (cf. Rm 2, 15). El término razonamientos evidencia el carácter propio
de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de
condena según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón.
Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo
cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en el día en que Dios juzgará las acciones
secretas de los hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no
hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la
convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón
práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz
originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, que, como una chispa indestructible
(«scintilla animae»), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre
todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso
particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en
una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la
obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es
señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien
reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia
muestra en última instancia la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la
norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso
particular» 105.
202
60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un
carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este
juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado
por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y
la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está
llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de
la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de
la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona
humana: «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o
malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que
fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se
basa el comportamiento humano» 106.
61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente
por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido;
si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien,
así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre
incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda
también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar
siempre, con la gracia de Dios.
62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el
Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su
dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco
a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» 107. Con estas breves palabras, el
Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la
conciencia errónea.
Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar
según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu
Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino
«manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos
diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra
mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto»
(Rm 12, 2).
203
La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia
anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la
conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no
es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no
pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo,
no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia
recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que
el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un
error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su
fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado
siguiendo el juicio de una conciencia errónea 108. El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de
un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso
aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido
no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para
disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia,
debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas
límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos
rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o
sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace
casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» 109. Jesús alude a los peligros de la deformación de la
conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará
luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad,
¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a
hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no
conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12,
2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la
conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto»
(Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es
indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien 110. Tal connaturalidad
se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes
cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús
dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la
formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la
doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la
verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo,
declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza
204
humana» 111. Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no
menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la
conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también
porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades
que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y
siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de
doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre,
sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en
ella.
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias
humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente
se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es
también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del
Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se
subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a toda la vida moral de un hombre
determinado, configurándose como el cauce en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras
decisiones cotidianas particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y
actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya
consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores,
la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella
libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una
elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática. Los actos
particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas
para expresarla, serían solamente signos o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no
es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son
los bienes particulares (llamados también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos,
ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona
en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la
realización o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas
de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de
una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión transcendental
propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las elecciones de comportamientos
particulares intramundanos, es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y
con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión
entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por
otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados
haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y
males premorales o físicos, que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un
205
comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y
no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación
propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de
los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica
importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel
radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26), por la que «el
hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y
voluntad"» 112. Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su
«corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-
45; Rm 8, 5-8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula
fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y
varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y
profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental
(cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada
fundamental de Jesús a su seguimiento —al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19,
21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas
evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes
elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La
radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien
quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al
mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar
de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san
Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una
grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación
resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis
oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues
la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el
sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las
corrientes anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental
como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos
particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la
gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones
particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la
voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida
en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante
de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción
fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido
contrario, en materia moral grave.
206
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad
sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental,
entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la
expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus
elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la
intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de
contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las
diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad
u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación
integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los
bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que
evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su
incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más
importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohiben algunos actos o
comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan
ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna determinación contraria. Una vez
reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto
moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.
68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías
mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios
independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos
con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre —
según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la
propia salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente
a los mandamientos de Dios.
69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos
teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y los
pecados veniales; subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante
—y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación eterna—, solamente puede ser fruto de un
acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos
teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que
se realiza a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un
conocimiento sólo reflejo. En este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el
hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados
207
mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la materia misma de sus actos. Igualmente,
sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el
vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia sincera. Por
tanto, es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según el grado de compromiso de libertad de
la persona que realiza un acto, y no según la materia de dicho acto.
La afirmación del concilio de Trento no considera solamente la materia grave del pecado mortal, sino que
recuerda también, como una condición necesaria suya, el pleno conocimiento y consentimiento
deliberado. Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los
casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento
no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se deberá evitar reducir el
pecado mortal a un acto de "opción fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya
sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo
del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo,
elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un
desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el
hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente
modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el
aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la
esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la
"opción fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la
concepción tradicional de pecado mortal» 117.
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la
conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el
208
hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a
alcanzar libremente, mediante su adhesión a él, la perfección feliz y plena 119.
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que
realiza esos actos 120. Éstos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que,
en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan
su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos
los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado
a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio
es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso
de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto
modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma
que queremos» 121.
72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico.
Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley
eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural), cuanto
—de modo integral y perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley
divina). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero
bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios
mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del
diálogo del joven con Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16)
evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del
hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos,
mandados por el único que es «Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad
eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús
remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de
las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a
la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este
bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado
moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente
porque la intención del sujeto sea buena 122. El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la
ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano,
tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con
el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a
nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es
decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad que marca la moralidad de sus
actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que le han
sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y
mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito
entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra
209
a la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo 123.
Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo de Alejandría—, de modo que los rasgos de su
naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y
virtuosa... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras,
nos manifestamos como hombres buenos» 124.
En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación
deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez
más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta
ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla
presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien
moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al
joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el
hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y
castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros seamos puestos al
descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida
mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura
esta ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente depende de la intención que sea conforme al
fin último, al bien supremo, o de las circunstancias —y, en particular, de las consecuencias— que
caracterizan el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo de los actos
humanos?
Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a
este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y
teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de la Iglesia.
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del
pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al
verdadero fin último del hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos
racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las normas de la vida
moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley
natural, es, en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que
sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes,
especialmente en las sociedades pluralistas.
210
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto moral
autónoma—, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del
objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de que la voluntad está implicada
en las elecciones concretas que realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin
último de la persona. Otros se inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las
condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación
mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni
moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser
responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de reencuentro
de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches tomados de diferentes
corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende obtener los
criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden
derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que
persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien
mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores
morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición
absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos
valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según
un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de
vista, de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia
hacia el prójimo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u
óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona
implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la
pérdida de bienes materiales, etc).
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría
vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral,
sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su rectitud, sobre la base de la
consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los
comportamientos concretos serían calificados como rectos o equivocados, sin que por esto sea posible
valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena o mala. De este modo, un acto que,
oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales,
podría ser calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según
una responsable ponderación de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral
considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en virtud de la
proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la
especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de
la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible
necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave,
estos últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles de
excepciones. En esta perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos
por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
211
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad científica,
preocupada, con razón, de ordenar las actividades técnicas y económicas según el cálculo de los recursos y
los beneficios, de los procedimientos y los efectos. Pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la
obligación, voluntarista y arbitraria, que resultaría inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar,
como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la
ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si bien es verdad que
en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas las
posibilidades mayores de bien, es igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la
ley era incierta y, por consiguiente, no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales
negativos, que obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales
específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor 125. Cuando el
apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo
(cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que
revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia
de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un
honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el
martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento,
reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la
fe o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías tienen en cuenta
la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la
intención —como Jesús insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los escribas y fariseos,
que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)—,
ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una
exigencia de responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias —así como de las intenciones—
no es suficiente para valorar la calidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los
males, previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la
elección de aquel comportamiento concreto es, según su especie o en sí misma, moralmente buena o mala,
lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque
puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las
consecuencias y todos los efectos buenos o malos —denominados pre-morales— de los propios actos: un
cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas proporciones
que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo podría justificarse una
obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente
por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás 126.
Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la
perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido
libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos
perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario.
212
Por tanto, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden
físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo. El
objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa.
En este sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «hay comportamientos concretos cuya
elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral» 127.
«Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho
espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si
bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la
buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el
bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)» 128.
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras,
reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es «ordenable» a Dios,
al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es
conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética
cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la teleología interior del obrar, en
cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se pretende
realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno
según su objeto, es «ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y
decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el patrono
de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien.
Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios» 129.
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la
cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección
deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la
elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas
interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre
su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el
mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus
dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente
los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de los bienes para la persona que
se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes
tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural 130.
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como no-
ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos
que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»):
lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de
quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen
las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí
mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su
213
objeto» 131. El mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una
amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier
género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad
de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de
coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida,
los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros
instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son
ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a
quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» 132.
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el
acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez
tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por
razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto
positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana,
aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» 133.
81. La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada
Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni
los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co 6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares
pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí
mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que son por sí mismos
pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia
u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no
serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» 134.
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto
por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin
último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a Dios e indigno de la persona humana, se oponen
siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y
que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino
que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral
bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar
humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y de amor. Por esto, —
volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la opinión que considera imposible calificar
moralmente como mala según su especie la elección deliberada de algunos comportamientos o actos
determinados, prescindiendo de la intención por la cual se hace la elección o por la totalidad de las
consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. Sin esta determinación racional
214
de la moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo 135 y establecer
cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería
a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión
eclesial.
83. Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia
de los actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de
su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del
mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre
y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías
expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los
fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante
esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede,
mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la
obediencia a la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto
acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él nos es dado interiorizar
la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la
libertad» (St 1, 25).
CAPITULO III
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
84. La cuestión fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean con particular intensidad es la
relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, es decir, la cuestión de la relación entre libertad y
verdad.
Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia «solamente la libertad que se somete a la Verdad conduce a la
persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la
verdad» 136.
La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y cultural actual muestra inmediatamente
la urgencia de que precisamente sobre tal cuestión fundamental se desarrolle una intensa acción pastoral
por parte de la Iglesia misma: «La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo esencial
entre Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a redescubrirlo es hoy una de las
exigencias propias de la misión de la Iglesia, por la salvación del mundo. La pregunta de Pilato: "¿Qué es la
verdad?", emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es,
de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana
en situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya
reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de todos el desprecio
de la vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de derechos fundamentales de la
persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún más
grave: el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza
215
salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de
decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico,
en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral. A lo que la ley moral prescribe
se contraponen las llamadas situaciones concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios
es siempre el único verdadero bien del hombre» 137.
85. La obra de discernimiento de estas teorías éticas por parte de la Iglesia no se reduce a su denuncia o a su
rechazo, sino que trata de guiar con gran amor a todos los fieles en la formación de una conciencia moral que
juzgue y lleve a decisiones según verdad, como exhorta el apóstol Pablo: «No os acomodéis al mundo
presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir
cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra
su punto de apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las exhortaciones
pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en el Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con
incansable amor a Cristo, plenamente consciente de que sólo en él está la respuesta verdadera y definitiva al
problema moral.
86. La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del
hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en
la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad.
Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer
madurar con responsabilidad. Es parte constitutiva de la imagen creatural, que fundamenta la dignidad de la
persona, en la cual aparece la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien, y
más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando de su misma vida divina. Es, a
la vez, inalienable autoposesión y apertura universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el
conocimiento y el amor a los demás 138. La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a
la comunión.
La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama. El
hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta apertura a la Verdad y al
Bien, y que demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes, limitados y
efímeros. Más aún, dentro de los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión
radical que lo lleva a rechazar la Verdad y el Bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: «Seréis
como dioses» (Gn 3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su libertador: «para ser libres nos
libertó» él (Ga 5, 1).
216
87. Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la
auténtica libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32) 139. Es la verdad la que hace
libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al respecto dice Jesús ante Pilato: «Para esto he venido al
mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Así los verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo
«en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la
verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad.
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el amor, es
decir, en el don de uno mismo. El que dice: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos»
(Jn 15, 13), va libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su obediencia al Padre en la cruz da
la vida por todos los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este modo, la contemplación de Jesús crucificado es la vía
maestra por la que la Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la libertad:
el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos. La comunión con el Señor resucitado es la
fuente inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente para vivir en la libertad, darse y servir. San
Agustín, al comentar el versículo 2 del salmo 100, «servid al Señor con alegría», dice: «En la casa del Señor
libre es la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone la necesidad, sino la caridad... La caridad te
convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo,
porque llegaste a serlo; libre, porque eres amado por Dios, tu creador... Eres esclavo del Señor y eres libre
del Señor. ¡No busques una liberación que te lleve lejos de la casa de tu libertador!» 140.
De este modo, la Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar de la función real de Cristo en la
cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la responsabilidad del Hijo del hombre, que «no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28) 141.
Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad
de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como
su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad
vivida en la verdad.
Caminar en la luz (cf. 1 Jn 1, 7)
88. La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación
y realización de otra dicotomía más grave y nociva: la que se produce entre fe y moral.
Esta separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el presente
proceso de secularismo, en el cual muchos hombres piensan y viven como si Dios no existiera. Nos
encontramos ante una mentalidad que abarca —a menudo de manera profunda, vasta y capilar— las
actitudes y los comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad
de nuevo criterio de interpretación y actuación para la existencia personal, familiar y social. En realidad, los
criterios de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente —en el
contexto de una cultura ampliamente descristianizada— como extraños e incluso contrapuestos a los del
Evangelio.
Es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio ante la cultura
dominante e invadiente: «En otro tiempo fuisteis tinieblas —nos recuerda el apóstol Pablo—; mas ahora sois
luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad.
Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien,
217
denunciadlas... Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes;
aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos» (Ef 5, 8-11. 15-16; cf. 1 Ts 5, 4-8).
Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un
conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo
vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero,
una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una
decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con
Jesucristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos
ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y
perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos. Como dice el evangelista Juan, «Dios
es Luz, en él no hay tinieblas alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en tinieblas,
mentimos y no obramos la verdad... En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus
mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no
está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 1, 5-6; 2, 3-
6).
A través de la vida moral la fe llega a ser confesión, no sólo ante Dios, sino también ante los hombres: se
convierte en testimonio. «Vosotros sois la luz del mundo —dice Jesús—. No puede ocultarse una ciudad
situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino
sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» ( Mt 5, 14-
16). Estas obras son sobre todo las de la caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica libertad, que se
manifiesta y vive en el don de uno mismo. Hasta el don total de uno mismo, como hizo Cristo, que en la cruz
«amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). El testimonio de Cristo es fuente, paradigma y
auxilio para el testimonio del discípulo, llamado a seguir el mismo camino: «Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). La caridad, según las exigencias del
radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio. Siguiendo el ejemplo de
Jesús que muere en cruz, escribe Pablo a los cristianos de Efeso: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridos y vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de
suave aroma» (Ef 5, 1-2).
90. La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe
a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las normas
morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de
la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea,
de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gn 9, 5-6).
El no poder aceptar las teorías éticas «teleológicas», «consecuencialistas» y «proporcionalistas» que niegan
la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin
excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre
ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.
218
91. Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada
hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que
la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: «¡Qué aprieto me
estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es
mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» ( Dn 13, 22-23).
Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino
también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que
no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí
la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el
bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el
mal, murió mártir de la verdad y la justicia 142 y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,
17-29). Por esto, «fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la
misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia
sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo» 143.
92. En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la
ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de
Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones,
cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: «¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8, 36).
El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque
fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta
abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la «humanidad» del hombre, antes aún en quien lo
realiza que no en quien lo padece 144. El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y de
la verdadera vida de la persona, como atestigua san Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de
Roma, lugar de su martirio: «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad
219
que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi
Dios» 145.
93. Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de
Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para
que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y
de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil
sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede
afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral
de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia,
con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad
moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos
representan un reproche viviente para cuantos transgreden la ley (cf. Sb 2, 2) y hacen resonar con
permanente actualidad las palabras del profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan
oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5, 20).
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe
no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día,
incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso
en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su
oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza,
que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del
premio eterno» 146.
94. En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación
en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del
Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la
expresión del poeta latino Juvenal: «Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por
amor de la vida, perder el sentido del vivir» 147. La voz de la conciencia ha recordado siempre sin
ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida.
En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de
aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: «Sabemos —
dice san Justino— que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los
estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral,
gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana» 148.
95. La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los
preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de una
intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida
moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la condición maternal
de la Iglesia. Ésta —se dice— no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la
Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa fiel de
Cristo, que es la verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral... De tal
norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya
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imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral
y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de
perfección» 149.
Al mismo tiempo, la presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un
respeto profundo y sincero —animado por el amor paciente y confiado—, del que el hombre necesita
siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones
dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá renunciar al «principio de la verdad y de la coherencia, según el cual
no acepta llamar bien al mal y mal al bien» 151, ha de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni
apagar el pabilo vacilante (cf. Is 42, 3). El Papa Pablo VI ha escrito: «No disminuir en nada la doctrina
salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre
con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir
no para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3, 17), Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero
misericordioso hacia las personas» 152.
96. La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de
humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o contra
la verdad, la defensa categórica —esto es, sin concesiones o compromisos—, de las exigencias
absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para
la existencia misma de la libertad.
97. De este modo, las normas morales, y en primer lugar las negativas, que prohíben el mal, manifiestan
su significado y su fuerza personal y social. Protegiendo la inviolable dignidad personal de cada hombre,
ayudan a la conservación misma del tejido social humano y a su desarrollo recto y fecundo. En particular, los
mandamientos de la segunda tabla del Decálogo, recordados también por Jesús al joven del evangelio
(cf. Mt 19, 18), constituyen las reglas primordiales de toda vida social.
Estos mandamientos están formulados en términos generales. Pero el hecho de que «el principio, el sujeto y
el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana» 153, permite precisarlos y
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explicitarlos en un código de comportamiento más detallado. En ese sentido, las reglas morales
fundamentales de la vida social comportan unas exigencias determinadas a las que deben atenerse tanto los
poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a
menudo difíciles, las autoridades civiles y los individuos jamás están autorizados a transgredir los derechos
fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo una moral que reconozca normas
válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia
social, tanto nacional como internacional.
98. Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen
pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas
en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical
renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia.
Ciertamente, es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por
realizar para que pueda darse semejante renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y
favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la
historia de cada uno, no es difícil encontrar, en el origen de estas situaciones, causas
propiamente culturales, relacionadas con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo.
En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se
realiza en el sentido religioso 154.
99. Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por
tanto de los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el
comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y
el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre
creado y redimido por él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y
resolver los problemas complejos y graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas
de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona. «El totalitarismo nace de la
negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el
hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas
entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no
se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo
los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los
demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad
trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural
de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el Estado.
No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría,
marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla» 155.
Por esto, la relación inseparable entre verdad y libertad —que expresa el vínculo esencial entre la sabiduría y
la voluntad de Dios— tiene un significado de suma importancia para la vida de las personas en el ámbito
socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la doctrina social de la Iglesia —la cual «pertenece al
ámbito... de la teología y especialmentede la teología moral» 156,— y de su presentación de los
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mandamientos que regulan la vida social, económica y política, con relación no sólo a actitudes generales
sino también a precisos y determinados comportamientos y actos concretos.
100. A este respecto, el Catecismo de la Iglesia católica, después de afirmar: «en materia económica el
respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los
bienes de este mundo; de la virtud de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es
debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que "siendo rico, por
vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8, 9)» 157, presenta una serie de
comportamientos y de actos que están en contraste con la dignidad humana: el robo, el retener
deliberadamente cosas recibidas como préstamo u objetos perdidos, el fraude comercial (cf. Dt 25, 13-16),
los salarios injustos (cf. Dt 24, 14-15; St 5, 4), la subida de precios especulando sobre la ignorancia y las
necesidades ajenas (cf. Am 8, 4-6), la apropiación y el uso privado de bienes sociales de una empresa, los
trabajos mal realizados, los fraudes fiscales, la falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el
derroche, etc. 158. Y hay que añadir: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u
otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar
su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la
dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos mediante la violencia a la condición de
objeto de consumo o a una fuente de beneficios. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su
esclavo cristiano "no como esclavo, sino... como un hermano... en el Señor" (Flm 16)» 159.
101. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y
gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública;
el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra
procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o
ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base
fundamental —así como su urgencia singular— en el valor trascendente de la persona y en las exigencias
morales objetivas de funcionamiento de los Estados 160. Cuando no se observan estos principios, se resiente
el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida,
amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal 14, 3-4; Ap 18, 2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos
países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo —la primera
entre ellas el marxismo—, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos
fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que
habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que
quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del
reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última —que guíe y oriente la acción
política—, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para
fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia» 161.
Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral —que se basa en la verdad y
que a través de ella se abre a la auténtica libertad— ofrece un servicio original, insustituible y de enorme
valor no sólo para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la sociedad y su
verdadero desarrollo.
223
102. Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al
sagrado mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal. Ciertamente, la armonía entre
libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio: puede conllevar
incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a
romper esta armonía: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... No hago el bien que quiero,
sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7, 15. 19).
¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Éste inicia su historia de pecado
cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total
independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del
mal» (Gn 3, 5): ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el
hombre está inclinado a ceder por las heridas de la caída original.
Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el
Señor nos da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras
del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar» ( Si 15, 19-20). La
observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás
es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de
Trento: «Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado
que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos
de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. "Porque Dios no manda cosas imposibles, sino
que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas" y te ayuda para que
puedas. "Sus mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3), "su yugo es suave y su carga ligera" (Mt 11,
30)» 162.
103. El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y
con la colaboración de la libertad humana.
Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado
traspasado del Redentor (cf. Jn 19, 34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar
siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. Como dice san Andrés de
Creta, la ley misma «fue vivificada por la gracia y puesta a su servicio en una composición armónica y
fecunda. Cada una de las dos conservó sus características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo, la ley,
que antes era un peso gravoso y una tiranía, se convirtió, por obra de Dios, en peso ligero y fuente de
libertad» 163.
Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades «concretas» del hombre. «Sería un
error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un "ideal" que ha de ser luego
adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre: según un
"equilibrio de los varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y
de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque
se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos
ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de
la concupiscencia. Y si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la imperfección del acto
redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El
mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades
224
del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener
siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» 164.
104. En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios por el pecador que se convierte, y a
la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la
medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo
pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la
actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede
sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante
actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral
en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por
confundir todos los juicios de valor.
105. Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar por la actitud farisaica, que pretende eliminar
la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de
adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso con el rechazo del
concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar la desproporción entre ley y capacidad humana, o sea, la
capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y
predispone a recibirla. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se pregunta san Pablo.
Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro
Señor!» (Rm 7, 24-25).
Encontramos la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: «Nada vale el hombre, si tú no
lo visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me has hecho débil, que me has plasmado del
polvo. ¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para fortalecer esta arcilla, de modo que mi
consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu rostro, todo perece (Sal 103, 29): si tú me miras, ¡pobre de
mí! En mí no verás más que contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos,
porque, en el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto.
Sin embargo, podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde
un fuego que quema la culpa (cf. Jl 2, 3)» 165.
225
106. La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a afrontar desde su
origen mismo. En realidad, este reto no lo plantean sólo las situaciones sociales y culturales, que la Iglesia
encuentra a lo largo de la historia, sino que está contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la
razón misma de la existencia de la Iglesia: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la
creación» (Mc 16, 15).
El momento que estamos viviendo —al menos en no pocas sociedades—, es más bien el de un formidable
desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de
novedad, una evangelización que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión» 166. La
descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida
cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida, sino también y
necesariamente una decadencia u oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la
conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y valores
éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se
presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como concepciones
consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una plena legitimidad cultural y social.
De la misma manera —y más aún— que para las verdades de fe, la nueva evangelización, que propone los
fundamentos y contenidos de la moral cristiana, manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda
su fuerza misionera cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la
palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios
frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y
fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del
amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las
circunstancias más difíciles. Por esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los
creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen Madre de Dios llena
de gracia y toda santa, el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según los mandamientos de Dios
y las bienaventuranzas del Evangelio.
La vida de los santos, reflejo de la bondad de Dios —del único que es «Bueno»—, no solamente constituye
una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino también una glorificación
de Dios y de su infinita santidad. La vida santa conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y
unitario «munus propheticum, sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don en su renacimiento
bautismal «de agua y de Espíritu» (Jn 3, 5). Su vida moral posee el valor de un «culto espiritual» (Rm 12, 1;
cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son
los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano
comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas
sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el efectivo
servicio del cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de la gracia a la ley nueva del Espíritu Santo, tanto
más crece en la libertad a la cual está llamado mediante el servicio de la verdad, la caridad y la justicia.
226
108. En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus frutos
de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa
Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca evangelización posible sin la acción del
Espíritu Santo»167. Al Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se debe, por
tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las
vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu
Santo —afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de la Iglesia— «aquel que ha dado
firmeza a las almas y a las mentes de los discípulos, aquel que ha iluminado en ellos las cosas divinas;
fortalecidos por él, los discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por el nombre del
Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del mundo, armados ahora y fortalecidos por
medio de él, teniendo en sí los dones que este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa
de Cristo. En efecto, es él quien suscita a los profetas en la Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las
palabras, realiza prodigios y curaciones, produce obras admirables, concede el discernimiento de los
espíritus, asigna las tareas de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don
carismático y, por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo, a la Iglesia del Señor» 168.
En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la
caridad» (Ga 5, 6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que en
la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la reflexión que la teología debe desarrollar sobre la
vida moral, de la misma manera que podemos presentar la misión y responsabilidad propia de los teólogos
moralistas.
109. Toda la Iglesia, partícipe del «munus propheticum» del Señor Jesús mediante el don de su Espíritu, está
llamada a la evangelización y al testimonio de una vida de fe. Gracias a la presencia permanente en ella del
Espíritu de verdad (cf. Jn 14, 16-17), «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20.
27) no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido
sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su
consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» 169.
Para cumplir su misión profética, la Iglesia debe despertar continuamente o reavivar la propia vida de fe
(cf. 2 Tm 1, 6), en especial mediante una reflexión cada vez más profunda, bajo la guía del Espíritu Santo,
sobre el contenido de la fe misma. Es al servicio de esta «búsqueda creyente de la comprensión de la fe»
donde se sitúa, de modo específico, la vocación del teólogo en la Iglesia: «Entre las vocaciones suscitadas
por el Espíritu en la Iglesia —leemos en la Instrucción Donum veritatis— se distingue la del teólogo, que
tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda
de la palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por
su propia naturaleza, la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el
camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean
imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo, invita a nuestra razón —don de Dios
otorgado para captar la verdad— a entrar en el ámbito de su luz, capacitándola así para comprender en cierta
medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación
de la voz de la verdad, ayuda al pueblo de Dios, según el mandamiento del apóstol (cf. 1 P 3, 15), a dar
cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden» 170.
227
Para definir la identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia de la teología, es fundamental
reconocer su íntimo y vivo nexo con la Iglesia, su misterio, su vida y misión: «La teología es ciencia eclesial,
porque crece en la Iglesia y actúa en la Iglesia... Está al servicio de la Iglesia y por lo tanto debe sentirse
dinámicamente inserta en la misión de la Iglesia, especialmente en su misión profética» 171. Por su
naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y
responsable participación y pertenencia a la Iglesia, como comunidad de fe, de la misma manera que el fruto
de la investigación y la profundización teológica vuelve a esta misma Iglesia y a su vida de fe.
110. Cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la teología en general, puede y debe ser propuesto de nuevo
para la teología moral, entendida en su especificidad de reflexión científica sobre el Evangelio como don y
mandamiento de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el amor» (Ef 4, 15), sobre la vida de santidad
de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la verdad del bien llevado hasta su perfección. No
sólo en el ámbito de la fe, sino también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene
el Magisterio de la Iglesia, cuyo cometido es «discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia
de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en
la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas
exigencias» 172. Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia
enseña también a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como
moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante tarea de vigilancia, advirtiendo a
los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos, cuando la conciencia de los mismos
no logra reconocer la exactitud y la verdad de las reglas morales que enseña el Magisterio.
Se inserta aquí la función específica de cuantos por mandato de los legítimos pastores enseñan teología
moral en los seminarios y facultades teológicas. Tienen el grave deber de instruir a los fieles —especialmente
a los futuros pastores— acerca de todos los mandamientos y las normas prácticas que la Iglesia declara con
autoriad 173. No obstante los eventuales límites de las argumentaciones humanas presentadas por el
Magisterio, los teólogos moralistas están llamados a profundizar las razones de sus enseñanzas, a ilustrar los
fundamentos de sus preceptos y su obligatoriedad, mostrando su mutua conexión y la relación con el fin
último del hombre 174. Compete a los teólogos moralistas exponer la doctrina de la Iglesia y dar, en el
ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del
Magisterio sea en el campo del dogma como en el de la moral 175. Uniendo sus fuerzas para colaborar con el
Magisterio jerárquico, los teólogos se empeñarán por clarificar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, los
significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la visión del hombre
propuestas por la Iglesia.
111. El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de importancia
primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para la sociedad y la cultura humana.
Compete a ellos, en conexión íntima y vital con la teología bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión
científica «el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre debe dar a la llamada divina
en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta forma, la teología
moral alcanzará una dimensión espiritual interna, respondiendo a las exigencias de desarrollo pleno de
la "imago Dei" que está en el hombre, y a las leyes del proceso espiritual descrito en la ascética y mística
cristianas» 176.
228
Ciertamente, la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto que la
doctrina moral de la Iglesia implica necesariamente una dimensión normativa, la teología moral no puede
reducirse a un saber elaborado sólo en el contexto de las así llamadas ciencias humanas. Mientras éstas se
ocupan del fenómeno de la moralidad como hecho histórico y social, la teología moral, aun sirviéndose
necesariamente también de los resultados de las ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto
subordinada a los resultados de las observaciones empírico-formales o de la comprensión fenomenológica.
En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas en teología moral siempre debe ser valorada con relación
a la pregunta primigenia: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna?
112. El teólogo moralista debe aplicar, por consiguiente, el discernimiento necesario en el contexto de la
cultura actual, prevalentemente científica y técnica, expuesta al peligro del pragmatismo y del positivismo.
Desde el punto de vista teológico, los principios morales no son dependientes del momento histórico en el
que vienen a la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen sin observar las enseñanzas del Magisterio o,
erróneamente, consideren su conducta como moralmente justa cuando es contraria a la ley de Dios declarada
por sus pastores, no puede constituir un argumento válido para rechazar la verdad de las normas morales
enseñadas por la Iglesia. La afirmación de los principios morales no es competencia de los métodos
empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez de tales
métodos, —pero sin limitar tampoco a ellos su perspectiva—, mira sobre todo a la dimensión espiritual del
corazón humano y su vocación al amor divino.
En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto
empírico y estadístico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una
caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana
enseña al hombre el camino del retorno «al principio» (cf. Mt 19, 8), un camino que con frecuencia es bien
diverso del de la normalidad empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos los
conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las
normas morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre su camino moral y,
de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y les anuncia la misericordia divina, que actúa
incesantemente para preservarlos tanto de la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley
divina, cuanto de la presunción de poderse salvar sin mérito. Además, les recuerda la alegría del perdón, sólo
el cual da la fuerza para reconocer una verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino
de vida.
Si la convergencia y los conflictos de opinión pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el
contexto de una democracia representativa, la doctrina moral no puede depender ciertamente del simple
respeto de un procedimiento; en efecto, ésta no viene determinada en modo alguno por las reglas y formas de
una deliberación de tipo democrático. El disenso, mediante contestaciones calculadas y de polémicas a través
de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la
constitución jerárquica del pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los pastores no se puede
reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las diversidades de los dones del Espíritu
Santo. En este caso, los pastores tienen el deber de actuar de conformidad con su misión apostólica,
229
exigiendo que sea respetado siempre el derecho de los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e
integridad: «El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y
comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe» 177.
114. La responsabilidad de la fe y la vida de fe del pueblo de Dios pesa de forma peculiar y propia sobre los
pastores, como nos recuerda el concilio Vaticano II: «Entre las principales funciones de los obispos destaca
el anuncio del Evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos
discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo.
Predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la
iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,
52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a su rebaño (cf. 2 Tm 4, 1-
4)» 178.
Nuestro común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como pastores y obispos de
la Iglesia, lo que los conduce por el camino de Dios, de la misma manera que el Señor Jesús hizo un día con
el joven del evangelio. Respondiendo a su pregunta: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna?», Jesús remitió a Dios, Señor de la creación y de la Alianza; recordó los mandamientos morales, ya
revelados en el Antiguo Testamento; indicó su espíritu y su radicalidad, invitando a su seguimiento en la
pobreza, la humildad y el amor: «Ven, y sígueme». La verdad de esta doctrina tuvo su culmen en la cruz con
la sangre de Cristo: se convirtió, por el Espíritu Santo, en la ley nueva de la Iglesia y de todo cristiano.
Esta respuesta a la pregunta moral Jesucristo la confía de modo particular a nosotros, pastores de la Iglesia,
llamados a hacerla objeto de nuestra enseñanza, mediante el cumplimiento de nuestro «munus propheticum».
Al mismo tiempo, nuestra responsabilidad de pastores, ante la doctrina moral cristiana, debe ejercerse
también bajo la forma del «munus sacerdotale»: esto ocurre cuando dispensamos a los fieles los dones de
gracia y santificación como medios para obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra oración
constante y confiada sostenemos a los creyentes para que sean fieles a las exigencias de la fe y vivan según
el Evangelio (cf. Col 1, 9-12). La doctrina moral cristiana debe constituir, sobre todo hoy, uno de los ámbitos
privilegiados de nuestra vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro «munus regale».
115. En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos
fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones
prácticas y culturales complejas y hasta críticas.
A la luz de la Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y especialmente del concilio Vaticano II,
he recordado brevemente los rasgos esenciales de la libertad, los valores fundamentales relativos a la
dignidad de la persona y a la verdad de sus actos, hasta el punto de poder reconocer, al obedecer a la ley
moral, una gracia y un signo de nuestra adopción en el Hijo único (cf. Ef 1, 4-6). Particularmente, con esta
encíclica se proponen valoraciones sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a conocer
ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el encargo de confirmar a sus hermanos
(cf. Lc 22, 32), para iluminar y ayudar nuestro común discernimiento.
Cada uno de nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta
encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros puede
advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para cada persona sino también para toda la sociedad,
230
con la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y, en particular, de
aquellos que prohiben siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos.
Al reconocer tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de
Aquel que «nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Dios nos pide ser santos como él es santo (cf. Lv 19, 2), ser
perfectos —en Cristo— como él es perfecto (cf. Mt 5, 48): la exigente firmeza del mandamiento se basa en
el inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6, 36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con
la gracia de Cristo, por el camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116. Como obispos, tenemos el deber de vigilar para que la palabra de Dios sea enseñada fielmente. Forma
parte de nuestro ministerio pastoral, amados hermanos en el episcopado, vigilar sobre la transmisión fiel de
esta enseñanza moral y recurrir a las medidas oportunas para que los fieles sean preservados de cualquier
doctrina y teoría contraria a ello. A todos nos ayudan en esta tarea los teólogos; sin embargo, las opiniones
teológicas no constituyen la regla ni la norma de nuestra enseñanza. Su autoridad deriva, con la asistencia del
Espíritu Santo y en comunión «cum Petro et sub Petro», de nuestra fidelidad a la fe católica recibida de los
Apóstoles. Como obispos tenemos la obligación grave de vigilar personalmente para que la «sana doctrina»
(1 Tm 1, 10) de la fe y la moral sea enseñada en nuestras diócesis.
Una responsabilidad particular tienen los obispos en lo que se refiere a las instituciones católicas. Ya se trate
de organismos para la pastoral familiar o social, o bien de instituciones dedicadas a la enseñanza o a los
servicios sanitarios, los obispos pueden erigir y reconocer estas estructuras y delegar en ellas algunas
responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus propias obligaciones. A ellos compete, en
comunión con la Santa Sede, la función de reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo
de «católico» a escuelas 179, universidades 180 o clínicas, relacionadas con la Iglesia.
117. En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el
joven del Evangelio dirigió un día a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?»
(Mt 19, 16). Pero es necesario que cada uno la dirija al Maestro «bueno», porque es el único que puede
responder en la plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias más diversas. Y cuando
los cristianos le dirigen la pregunta que brota de sus conciencias, el Señor responde con las palabras de la
nueva alianza confiada a su Iglesia. Ahora bien, como dice el Apóstol de sí mismo, nosotros somos enviados
«a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo» (1 Co 1, 17). Por
esto, la respuesta de la Iglesia a la pregunta del hombre tiene la sabiduría y la fuerza de Cristo crucificado, la
Verdad que se dona.
Cuando los hombres presentan a la Iglesia los interrogantes de su conciencia, cuando los fieles se dirigen a
los obispos y a los pastores, en su respuesta está la voz de Jesucristo, la voz de la verdad sobre el bien y el
mal. En la palabra pronunciada por la Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz de Dios, el «único
que es Bueno» (Mt 19, 17), único que «es Amor» (1 Jn 4, 8. 16).
En la unción del Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida para el hombre. El apóstol
Pablo nos invita de nuevo a la confianza, porque «nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para
ser ministros de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu... El Señor es el Espíritu, y donde está el
Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en
un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es
como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 59. 17-18).
231
CONCLUSIÓN
118. Al concluir estas consideraciones, encomendamos a María, Madre de Dios y Madre de misericordia,
nuestras personas, los sufrimientos y las alegrías de nuestra existencia, la vida moral de los creyentes y de los
hombres de buena voluntad, las investigaciones de los estudiosos de moral.
María es Madre de misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la
misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). Él ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar
misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia mayor radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada
que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» ( Mt 16,
16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su
fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor
fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo 181: su misericordia para
nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige
la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del
hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30), posibilita el milagro del cumplimiento
perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y
conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud
del mal y da la fuerza para no volver a pecar. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de
su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu.
120. María es también Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los
pies de la cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para los
que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, con perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y
universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y la capacita para abrazar a todo el género humano.
De este modo, se nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que
nos alcanza la misericordia divina.
232
María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: «su vida es enseñanza para todos», escribe san
Ambrosio 183, que, dirigiéndose en especial a las vírgenes, pero en un horizonte abierto a todos, afirma: «El
primer deseo ardiente de aprender lo da la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que la Madre de Dios
o más espléndida que aquella que fue elegida por el mismo Esplendor?» 184. Vive y realiza la propia libertad
entregándose a Dios y acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su seno
virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo acompaña en aquel gesto supremo de
libertad que es el sacrificio total de su propia vida. Con el don de sí misma, María entra plenamente en el
designio de Dios, que se entrega al mundo. Acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no
siempre puede comprender (cf. Lc 2, 19), se convierte en el modelo de todos aquellos que escuchan la
palabra de Dios y la cumplen (cf. Lc 11, 28) y merece el título de «Sede de la Sabiduría». Esta Sabiduría es
Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente la voluntad del Padre
(cf. Hb 10, 5-10).
María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en
Caná de Galilea durante el banquete de bodas: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).
María comparte nuestra condición humana, pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo
conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador
y lo ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la verdad y comparte el peso de la
Iglesia en el recordar constantemente a todos las exigencias morales. Por el mismo motivo, no acepta que el
hombre pecador sea engañado por quien pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este
modo, se vaciaría de contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por
complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: sólo la cruz y
la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida.
María,
Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado
y crezca en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia» (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que él le asignó (cf. Ef 2, 10)
y, de esta manera, toda su vida
sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12).
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 6 de agosto —fiesta de la Transfiguración del Señor— del año 1993,
décimo quinto de mi Pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
233
6. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 33.
7. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 16.
8. Pío XII ya había puesto de relieve este desarrollo doctrinal: cf. Radiomensaje con ocasión del cincuenta
aniversario de la carta enc. Rerum novarum de León XIII (1 junio 1941): ASS 33 (1941), 195-205. También
Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra (15 mayo 1961): AAS 53 (1961), 410-413.
234
24. Cf. S. Agustín, De Sermone Domini in Monte, I, 1, 1: CCL 35, 1-2.
25. In Psalmum CXVIII Expositio, sermo 18, 37: PL 15, 1541; cf. S. Cromacio de Aquileya, Tractatus in
Matthaeum, XX, I, 1-4: CCL 9/A, 291-292.
38. Cf. S. Ignacio de Antioiquía, Ad Magnesios, VI, 1-2: Patres Apostolici, ed. F. X. Funk, I, 234-235; S.
Ireneo, Adversus haereses, IV, 33, 1.6.7: SCh 100/2, 802-805; 814-815; 816-819.
235
50. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no
cristianas Nostra aetate, 1.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 43-44.
52. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1, remitiendo a Juan XXIII, Carta
enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 279; Ibid., 265, y a Pío XII, Radiomensaje (24
diciembre 1944): AAS 37 (1945), 14.
55. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 11.
56. Ibid., 17.
57. Ibid.
58. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 2; cf. también
Gregorio XVI, Carta enc. Mirari vos arbitramur (15 agosto 1832): Acta Gregorii Papae XVI, I, 169-174; Pío
IX, Carta enc. Quanta cura (8 diciembre 1864): Pii IX P.M. Acta, I, 3, 687-700; León XIII, Carta
enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246.
59. A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk: Certain Dificulties Felt by Anglicans in Catholic
Teaching (Uniform Edition: Longman, Grenn and Company, London, 1868-1881), vol. 2, p. 250.
60. Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 40-43.
61. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 71, a. 6; ver también ad 5um.
62. Cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (1950), 561-562.
63. Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VI, decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cann. 19-21: DS,
1569-1571.
70. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 41.
236
71. S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. Prologus: Opuscula
theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.
72. Cf. Discurso a un grupo de Obispos de los Estados Unidos de América en visita «ad limina» (15 octubre
1988), 6: Insegnamenti, XI, 3 (1988), 1228.
73. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 47.
74. Cf. S. Agustín, Enarratio in Psalmum LXII, 16: CCL 39, 804.
75. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.
76. Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
77. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955.
78. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 3.
79. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42, 418.
80. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 1..
81. Cf. ibid., I-II, q. 90, a. 4, ad 1um.
82. Ibid., I-II, q. 91, a. 2.
83. León XIII, Carta enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P. M. Acta, VIII, Romae
1889, 219.
87. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 14.
88. Cf. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544. La Exhortación
apostólica post-sinodal sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy, cita otros textos
del Antiguo y del Nuevo Testamento, que condenan como pecados mortales algunos comportamientos
referidos al cuerpo: cf. Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 218-223.
89. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 51.
90. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la
dignidad de la procreación Donum vitae (22 febrero 1987), Introd. 3: AAS 80 (1988), 74; cf. Pablo VI, Carta
enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 10: AAS 60 (1968), 487-488.
237
94. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10; S.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona
humana (29 diciembre 1975), 4: AAS 68 (1976), 80: «Cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la
sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando
necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables, inscritas en los elementos
constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelen idénticas en todos los seres dotados de razón».
95. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 29.
96. Cf. Ibid., 16.
97. Ibid., 10.
98. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás fundamenta el carácter, no
meramente formal sino determinado en el contenido, de las normas morales, incluso en el ámbito de la Ley
Nueva, en la asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo.
106. Carta enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 43: AAS 78 (1986), 859; Cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16; Declaración sobre la libertad
religiosa Dignitatis humanae, 3.
238
112. Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. Conc. Ecum. Vat. I,
Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 3: DS, 3008.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. S. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana (29 diciembre
1975), 10: AAS 68 (1976), 88-90.
114. Cf. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 218-
223.
115. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544; can. 19: DS, 1569.
116. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221.
117. Ibid.:l.c.,223.
118. Ibid.:l.c., 222
119. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.
120. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 3: «Idem sunt actus morales et actus
humani».
125. Cf. Conc. Ecum. de Trento, ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, can. 19: DS, 1569.
Ver también: Clemente XI, Const. Unigenitus Dei Filius (8 septiembre 1713) contra los errores de Pascasio
Quesnel, nn. 53-56: DS, 2453-2456.
239
131. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221; cf.
pablo VI, Alocución a los miembros de la Congregación del Santísimo Redentor (septiembre 1967): AAS 59
(1967), 962: «Se debe evitar el inducir a los fieles a que piensen diferentemente, como si después del
Concilio ya estuvieran permitidos algunos comportamientos, que precedentemente la Iglesia había declarado
intrínsecamente malos. ¿Quién no ve que de ello se derivaría un deplorable relativismo moral, que llevaría
fácilmente a discutir todo el patrimonio de la doctrina de la Iglesia?».
135. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 7.
136. Discurso a los participantes en el Congreso internacional de teología moral (10 abril 1986),
1: Insegnamenti IX, 1 (1986), 970.
240
154. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991), 821-822.
155. Ibid., 44: l.c., 848-849; cf. León XIII, Carta enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Leonis
XIII P.M. Acta, VIII Romae 1889, 224-226.
156. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 41: AAS 80 (1988), 571.
157. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2407.
158. Cf. ibid., nn. 2408-2413.
159. Ibid., n. 2414.
160. Cf. Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 42: AAS 81 (1989), 472-476.
161. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83 (1991), 850.
162. Ses. VI. Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS, 1536; cf. can. 18: DS 1568. El
conocido texto de san Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60,
270).
163. Oratio I: PG 97, 805-806.
164. Discurso a los participantes en un curso sobre la procreación responsable (1 marzo 1984),
4: Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.
171. Alocución a los profesores y estudiantes de la Pontificia Universidad Gregoriana (15 diciembre 1979),
6: Insegnamenti II, 2 (1979), 1424.
172. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum
veritatis (24 mayo 1990), 16: AAS 82 (1990), 1557.
241
177. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum
veritatis (24 mayo 1990), 11: AAS 82 (1990), 1554; cf. en particular los nn. 32-39 dedicados al problema del
disenso ibid., l.c., 1562-1568.
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