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Un mito, una estrategia, un valor: izquierda y participación

Yanina Welp

Una asociación lineal y poco fundamentada atribuye a la izquierda la potestad sobre la


participación ciudadana. Esto es un mito. Ni toda la izquierda promueve la
participación, ni la derecha por definición la bloquea. Cabe identificar algunos matices.
Hablar de la promoción pública de la participación es hablar de mecanismos más o
menos regulados formalmente, desde los presupuestos participativos al referéndum. Su
activación combina estrategias político-partidarias (vencer a los adversarios apelando al
electorado, movilizar a las bases) con valores (ampliar la democracia). Mientras algunos
proyectos de izquierda, una vez en el gobierno, poco han hecho por profundizar la
participación (el Partido de los Trabajadores en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay),
otros lo han hecho a costa de subordinar su valor democrático a la estrategia partidaria
(el Partido Socialista Unido de Venezuela en Venezuela, Alianza País en Ecuador), hasta
prácticamente eliminar al primero. Entonces, ¿pueden las fuerzas progresistas articular
un discurso en torno a la participación?

La revitalización de la democracia
El auge de la “democracia participativa” no es una novedad, sino parte de una tendencia que
hunde sus raíces en el período posterior a la transición a la democracia en América Latina.
Tuvo por actores centrales a los movimientos sociales y a los partidos ubicados a la izquierda
del espectro político. Sin embargo, limitar el análisis a estos procesos sencillamente no
permite observar su complejidad y conduce a conclusiones erróneas, como suponer que la
izquierda o las fuerzas progresistas tienen la potestad sobre la participación.
Dos aclaraciones necesarias. Primero: defino la izquierda (y por extensión la derecha)
considerando la relación atribuida al mercado y el estado. En sentido amplio y en términos
relativos, la izquierda se corresponde con proyectos políticos que pongan énfasis en el gasto
social y el rol del estado como regulador de la economía. Sabiendo que podrían establecerse
innumerables graduaciones, me parece poco útil negar la existencia de gobiernos de izquierda
argumentando que no han producido un cambio radical de la estructura de propiedad, porque
las consecuencias de ciertos cambios en las políticas públicas condicionan profundamente la
vida de millones de ciudadanos. Ahora bien, como ha sostenido Andrés Malamud al
profundizar en las políticas implementadas en los últimos años, no hay elementos objetivos
incontestables para definir la ubicación ideológica de los líderes, “en América Latina, la
izquierda es lo que los presidentes que se dicen de izquierda dicen que es de izquierda”1.
Sin embargo, segunda aclaración: izquierda y progresismo no son sinónimos. El progresismo
refiere a la ampliación, reconocimiento y protección de derechos. Un gobierno que niegue o
1
Andrés Malamud “¿Por qué retrocede la izquierda?”, en Le Monde Diplomatique, julio de 2016.
restrinja los derechos de las mujeres y las minorías sexuales no es progresista, aunque
implemente políticas redistributivas. Es en este sentido que cabe esperar que un discurso
progresista promueva la participación, algo que la izquierda no ha hecho por definición.
La izquierda –repito– no tiene la potestad sobre la participación. Esto es así por un buen
número de razones: los mecanismos introducidos a fines de los ochenta se desarrollaron en el
ámbito local y, sin cuestionar sus potencialidades para mejorar la calidad de vida de las
comunidades, tenían una incidencia reducida, principalmente orientada a mejorar los espacios
verdes, recuperar edificios públicos y/o mejorar el acceso a los barrios (asambleas ciudadanas,
presupuestos participativos, etc.). Pero la izquierda perdió rápidamente la exclusividad sobre
el desarrollo de estas iniciativas, que se volvieron “buenas prácticas” promovidas por
organismos internacionales como el Banco Mundial. Además, los tradicionales mecanismos
de participación directa, como el referéndum y la iniciativa ciudadana, aunque fueron
promovidos (a grandes rasgos) por movimientos progresistas, han sido característicos de
sistemas diversos, como el suizo o el de Estados Unidos a nivel subnacional. Por último, la
consulta directa a la ciudadanía ni siquiera es patrimonio de regímenes democráticos. Sin ir
más lejos, se convocaron en Chile en 1978, 1980 y 1988, durante el régimen de Pinochet,
mientras no han sido nunca activados durante los gobiernos de la Concertación/Nueva
Mayoría (coalición de partidos de centro izquierda) después de la transición a la democracia.
Entonces, ¿pueden las fuerzas progresistas articular un discurso en torno a la participación
ciudadana? Yo creo que sí, pero cabe hacer un diagnóstico de la situación que permita luego
proponer una hoja de ruta.

La renovación del espacio local y su politización


A juzgar por su réplica, la cantidad de informes y documentos oficiales y de organismos
internacionales generados, y por la producción académica que la aborda, la experiencia
participativa latinoamericana emblemática es la brasileña. En particular, la fama vino con el
presupuesto participativo, pero también cabe mencionar las conferencias de políticas públicas
y los distintos consejos de participación.
El marco legal que amparó la proliferación de experiencias participativas en Brasil provino de
la Constitución de 1988 (en cuya elaboración la izquierda no tuvo un lugar protagónico).
Conocida como la “constitución ciudadana”, por la amplitud de la participación que se generó
durante su elaboración, la Constitución de 1988 no condujo a reconfigurar la estructura de
propiedad ni los mecanismos de reparto de la riqueza y tan solo tímidamente erosionó el
poder de los militares. De hecho, múltiples reformas posteriores han ido reduciendo los
enclaves autoritarios que la carta magna protegía.
Sin embargo, a la vez, abrió las puertas a un proceso participativo sin precedentes que –y es
importante destacarlo– solo pudo activarse cuando algunos actores comenzaron a promoverlo.
Los actores centrales fueron el Partido de los Trabajadores y los movimientos sociales que lo
rodeaban. Pusieron en marcha con considerable éxito mecanismos como los consejos y los
presupuestos participativos y, una vez en el gobierno central, reactivaron y ampliaron el
alcance de las conferencias nacionales de políticas públicas. Los consejos y conferencias
abren nuevos espacios de discusión pero no alteran sustancialmente el proceso de toma de
decisiones, ya que son consultivos. Los presupuestos, sin poner en cuestión el aporte potencial
que estos mecanismos puedan hacer a la mejora de las condiciones de vida de los habitantes
de un determinado territorio, tienen un rol compensatorio más que radical, evidente en el
destino y las dimensiones de los recursos invertidos. La izquierda brasileña los volvió imagen
de marca, con sus potencialidades y riesgos (algo sobre lo que valdría la pena reflexionar
desde Madrid y Barcelona).
Lo que quiero poner en discusión a partir de lo dicho –y sobre lo que insistiré en este texto– es
la tensión fundamental entre el rol atribuido a la participación ciudadana como un valor
político del progresismo y su utilidad como estrategia político-partidaria. Una vez en el
gobierno del estado, el Partido de los Trabajadores no defendió la regulación de otros
mecanismos de participación que otorgaran más poder a la ciudadanía: en Brasil no se han
regulado, ni siquiera discutido, mecanismos como la iniciativa legislativa directa, el referendo
abrogativo o el obligatorio. Mientras tanto, el Presupuesto Participativo fue proclamado una
buena práctica de gestión y se difundió a todo el mundo, generando un gran número de
informes y programas que no ponían en discusión su limitado alcance y, en contadas
ocasiones, profundizaban en el análisis de sus múltiples articulaciones con los partidos, las
redes clientelares, etc.2
La experiencia uruguaya permite ampliar esta reflexión. Si el Frente Amplio (FA) creció
como alternativa política viable desde el gobierno de Montevideo, impulsando la
“descentralización participativa”, más o menos rápidamente la participación se redujo a
espacios muy limitados –y crecientemente desprestigiados, como los concejos vecinales 3–
mientras que la descentralización sí se hacía efectiva. En Uruguay, a nivel nacional, los
mecanismos de democracia directa susceptibles de ser activados por la ciudadanía se habían
incorporado en 1967 (país pionero en la región y el mundo, ya que unos pocos países habían
incluido por entonces la iniciativa ciudadana directa, regulada por primeva vez en Suiza en
1891). Sólo comenzaron a activarse en 1989 y tuvieron su momento de auge cuando el FA
estaba en la oposición, no sólo como mecanismos de movilización ciudadana sino también
como eficientes instituciones de control del poder.
En pocas palabras, estas dos experiencias sugieren que la participación es a menudo un valor
en el programa, pero una vez en el poder, se ve desplazada a un lugar subsidiario. La
promoción de la participación se convierte en estrategia de movilización a menos que, como
en el caso uruguayo, los mecanismos regulados permitan tomar decisiones trascendentales (y

2
Una de estas excepciones es el trabajo de Wanger Romao, “Conselheiros do orçamento participativo nas
franjas da sociedade política”, en Lua Nova 84: pp. 353-364, 2011.
3
Véase nuestro trabajo sobre el tema. Serdült, Uwe y Welp (2015) “How Sustainable is Democratic
Innovation? Tracking Neighborhood Councils in Montevideo”, Journal of Politics in Latin America 2: 131-
148; y Paula Ferla et al. (2014) “Corriendo de atrás. Análisis de los Concejos Vecinales de Montevideo”,
Iconos 48: 121-137.
se garantice que será posible su activación; algo que ha sido puesto en duda en Ecuador y
abiertamente impedido en Venezuela).

Un pez que se muerde la cola: las revoluciones políticas latinoamericanas


Los casos de Venezuela y Ecuador son más claros en el argumento sostenido más arriba.
Desde su llegada al gobierno, los proyectos políticos promovidos por Hugo Chávez y Rafael
Correa enfrentaron las instituciones establecidas con el poder del pueblo (poder constituyente
derivado vs poder constituyente originario). Al no contar con las mayorías requeridas para
promover los reemplazos constitucionales por vía de la asamblea constituyente prometidos
durante la campaña electoral, Chávez en 1999 y Correa en 2007, recurrieron al referéndum
para que la ciudadanía decida directamente sobre esa posibilidad. En ambos casos hubo una
larga lista de recursos y apelaciones hasta que los cuerpos judiciales aprobaron el proceso.
Una vez habilitadas, las asambleas constituyentes aprobaron constituciones progresistas, que
amplían y reconocen derechos, entre otros, a la participación. En ambos casos se crearon
enormes estructuras que reúnen al pueblo y al estado. Ministerio del Poder Popular para las
Comunas y los Movimientos Sociales en Venezuela y el Consejo de Participación Ciudadana
y Control Social en Ecuador. Los recursos puestos a disposición de proyectos participativos
en estos países no tienen precedentes. Tampoco tiene precedentes la velocidad con la que se
amplió el control político-partidario sobre esos movimientos convirtiéndolos en aparatos
clientelares del partido de gobierno, especialmente en Venezuela4.
La participación es aquí un valor y una estrategia, y no se disminuye sino que se acrecienta su
importancia con la llegada al poder del partido o movimiento que la promueve. El problema
es que es una participación controlada, que genera cooptación y elimina la autocrítica. Esto es
muy claro al observar el funcionamiento de los mecanismos de democracia directa: mientras
hay certezas de triunfo, se activan; si se pierden estas certezas, se opta por mecanismos ad hoc
para impedirlos (el bloqueo a la revocatoria del mandato de Maduro, en Venezuela; el
impedimento a la activación del referéndum para consultar sobre el destino del Yasuni, en
Ecuador) o no se respetan sus resultados (se aceptan en el papel y se llevan adelante los
cambios propuestos por otras vías, como ocurrió en Venezuela en 2007, tras el rechazo a la
reforma constitucional).
Un ejemplo reciente del uso estratégico (movilizador) de la consulta directa proviene de la
intención de Rafael Correa de activar un referéndum para consultar sobre la incompatibilidad
de tener cargos públicos y cuentas en paraísos fiscales. Si la gente vota por el No, será
sencillamente que entendió que la están manipulando y entonces votará contra Correa, porque
¿cuántos podrían razonablemente oponerse? ¿Y por qué hacer esa consulta, que cuenta con el

4
Por una mirada exhaustiva y sintética, véase Pilar García Guadilla (2017) “El socialismo petrolero
venezolano en la encrucijada por su supervivencia: El soberano unívoco, la inclusión neoliberal y la
participación leninista”, LASA Forum. http://lasa.international.pitt.edu/forum/files/vol48-issue1/Debates-
Venezuela-3.pdf
amplio respaldo ciudadano (considerando que AP tiene mayoría en la Asamblea, podría
ahorrarse el costo de esa consulta) y no otras, sobre temas realmente controvertidos?

La dosis hace el veneno


Hace ya un par de décadas que desde las ciencias sociales se habla de una crisis de la
democracia representativa. Los partidos y los sindicatos, instituciones pilares de la
representación, ven constantemente declinar su número de afiliados. Los países de Europa
muestran también una tendencia declinante en la participación electoral. Chile es uno de los
países latinoamericanos que más parece acercarse a esta imagen. Recientemente un informe
del PNUD5 mencionaba que tan solo el cinco por ciento de los enrevistados manifestó confiar
mucho o bastante en los partidos políticos; la cifra asciende al 8 por ciento para el Congreso.
El 83 por ciento no se identifica con ningún partido político y el 68 por ciento no se identifica
en ningún punto del espectro izquierda-derecha. En las elecciones municipales de octubre de
2016, participó el 34 por ciento del padrón. Esto se da en el marco de una paradoja: los
partidos tradicionales controlan los procesos de decisión, mientras que la ciudadanía opta por
salir a la calle.
Las respuestas que han venido dando algunos países europeos a un contexto similar, aunque
agravado y potenciado por la crisis económica, combinaron la salida a la calle de amplios
sectores sociales, en particular los jóvenes, con el surgimiento de nuevos partidos y líderes
definidos como populistas. El populismo (que en los medios de comunicación tiende a
circunscribirse a todo lo que no le gusta a quién esté haciendo el análisis) se define como una
estrategia política que construye identidad en torno a la definición de un “nosotros”, el pueblo
(¿homogéneo detentador de valores positivos?) que se diferencia de un “ellos” (la élite
corrupta)6. El populismo refiere a la política agonística de la que hablan Laclau y Mouffe 7,
genera oposiciones más que negociaciones, y canaliza el profundo desencanto exacerbado por
la aparente indiferencia de los políticos tradicionales y el declive de las condiciones de vida.
Todos los líderes populistas europeos (Farage de UKIP, Beppe Brillo de 5 Estrella, Marie Le
Pen del Frente Nacional, Tsipras de Syriza, Pablo Iglesias de Podemos, entre otros) han
mencionado en más de una ocasión que el pueblo debería decidir directamente sobre
cuestiones de especial relevancia. El Brexit, convocado –hay que subrayarlo– por un partido
tradicional, fue una consecuencia de esa tensión. Sin embargo, cabe introducir matices.
Mientras el 5 Estrella dista de ser un movimiento democrático y horizontal (de hecho es
profundamente jerárquico y el líder es “su esencia”) hay en Podemos mayor horizontalidad y
descentralización. La participación ciudadana es para Podemos parte de un programa de
renovación de la política (en estos días, el segundo congreso del partido en Vistalegre II lo
5
Auditoria a la democracia. 2016. PNUD.
http://www.cl.undp.org/content/dam/chile/docs/gobernabilidad/undp_cl_gobernabilidad_PPTencuesta_final_
2016.pdf.pdf
6
Véase María Esperanza Casullo, “¿En el nombre del pueblo? Por qué estudiar al populismo hoy”, en
POSTData: Revista de Reflexión y Análisis Político, Vol. 19, Nº. 2, 2014, págs. 277-313.
7
Los dialogos entre Iñigo Errejón (Podemos) y Chantal Mouffe son claves en esta discusión. Véase Mouffe y
Errejón (2016) Construir pueblo Hegemonía y radicalización de la democracia. Más Madera.
exhibe en abierta tensión) mientras que para Marie Le Pen es un mecanismo que podría, como
en Reino Unido, activarse para sacar al país de la Unión Europea... y luego volver al control
político partidario as usual.
En el contexto descrito, el Brexit es mucho más una expresión de la irresponsabilidad e
incompetencia de algunos representantes que una muestra de las limitaciones de la
democracia directa. Recuérdese: lo convocó el entonces Primer Ministro David Cameron,
intentando resolver problemas de poder en el interior de su partido y con la clara intención de
frenar el crecimiento de la UKIP a su derecha. Era consultivo, nunca se discutieron
cabalmente sus consecuencias, qué podría implicar el plan de salida. Cameron estaba seguro
de que ganaría (ya había pasado por algo semejante al probar el referéndum de
autodeterminación escocés, y la jugada le había salido bien) y la sola amenaza le permitiría
negociar ventajas con sus socios europeos. Perdió, y se fue a casa. Que resuelvan otros ahora
todos los dilemas abiertos, incluyendo el dilema de dos países de Reino Unido que votaron
mayoritariamente contra el Brexit (Escocia e Irlanda del Norte) sin que se haya considerado
esta posibilidad.
En Italia, no fue Matteo Renzi el que convocó el referéndum para la reforma constitucional en
2016 (si se considera el panorama, de tener la opción, seguramente lo hubiera evitado). El
referéndum está regulado en la Constitución, para ratificar reformas constitucionales que no
cuentan con una mayoría calificada. Demasiados temas controvertidos y su campaña
plebiscitaria le ganaron el rechazo.

Hoja de ruta
La participación directa de la ciudadanía en la toma de decisiones de interés público debería
ser un componente fundamental de la democracia. Un valor. Para que así sea, es importante
considerar los diseños institucionales y el cumplimiento de la ley. En cuanto a lo primero, los
mecanismos con mayor potencialidad de ampliar el poder de la ciudadanía son los
obligatorios o activados por recolección de firmas. Los obligatorios permiten un control
vertical del poder. Los activados por recolección de firmas permiten acciones tan relevantes
como vetar leyes o promoverlas. Lejos de cualquier mirada simplificadora, la política
comparada muestra que éstos son difíciles de activar, que triunfan en no más de un tercio de
ocasiones, pero permiten abrir espacios alternativos de negociación (muy lejos de la polaridad
que se les atribuye) y canalizar demandas. Lo segundo –el respeto a las reglas del juego– es
básico, porque si hay trabas a su activación, la ley no es más que papel mojado.
Argumentos típicos en contra: “la gente no está preparada para decidir sobre asuntos
relevantes”. Tan válido como absurdo. Por un lado, la democracia implica que la ciudadanía
decide y tantos riesgos tiene tomar una decisión como elegir un representante (nunca mejor
dicho, en la era Trump). Por otro lado, la formación de la opinión ciudadana no se da en el
vacío sino en el marco de los medios de comunicación y los partidos, con lo que las campañas
son el espacio para la defensa de ideas. Los partidos, los y las periodistas y líderes sociales,
son centrales en la formación de la opinión pública. Necesitamos más debate de ideas y
argumentos. Ahí hay un gran reto, en la regulación de campañas y la generación de unos
estándares de comunicación política no sometidos a la lógica del espectáculo (el análisis del
plebiscito colombiano puede echar mucha luz sobre el funcionamiento de una campaña sucia
y plagada de mentiras; en una consulta también mal planteada). Por último, los políticos,
como Cameron, se van a casa. Los ciudadanos se quedan y se hacen cargo de lo que sea que
resulte de las decisiones tomadas, lo que legitima que tomen las decisiones.

¿Cuál es el gran reto para la fuerzas progresistas? Los números están a favor de que mucha
gente apoye un proyecto de distribución. Pero hay que convencer y ése es un trabajo arduo,
doblemente arduo en la deriva actual de los medios de comunicaciones (cada vez más
concentrados y orientados al espectáculo). Es ahí donde cabe avanzar con una propuesta
integral de protección de recursos (el agua, fundamental, entre otros), de ampliación de
medios de comunicación (el fallido plan de medios del kirchnerismo, apostando por más
medios comunitarios, por ejemplo) entre otros. Se trata de asumir la participación ciudadana
como un valor democrático, lo que llevaría a aceptar, por un lado, que la política en
democracia asume la incertidumbre como componente fundamental –a veces se gana y a
veces se pierde– y, por otro, que el valor del proyecto de distribución no puede ser superior –
tampoco inferior, claro está– al del proyecto democrático.

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