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DEBERES PARA CON LA SAGRADA EUCARISTÍA.

EL AMOR (1)

HORA SANTA
Con San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)


Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.
Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.
Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

Del santo Evangelio según san Lucas 7, 36-50


En aquel tiempo un fariseo le rogó a Jesús que comiera con él, y, entrando Jesús
en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora
pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco
de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar,
y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los
secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le
había invitado, se decía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de
mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora. Jesús le respondió:
Simón, tengo algo que decirte. Él dijo: Di, maestro. Un acreedor tenía dos
deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían
para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió
Simón: Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: Has juzgado bien, y
volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y
no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con
lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que
entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella
ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus
muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le
perdona, poco amor muestra. Y le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados.
Los comensales empezaron a decirse para sí: ¿Quién es éste que hasta perdona
los pecados? Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado. Vete en paz.
Deberes para con la sagrada Eucaristía
El adorador debe amar, servir, honrar y glorificar
con todo celo la santísima Eucaristía.

CAPÍTULO PRIMERO
Del amor a la Eucaristía
El hombre es amor, como su divino ejemplar. Cual es el amor, tal es la vida.
El amor propio hace al hombre egoísta; el amor al mundo, vicioso. Sólo el
amor a Dios le vuelve bueno y dichoso. Este es su único fin: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”
(Dt 6, 5). He ahí la ley, “Teme a Dios y guarda sus mandamientos, añade la
Sabiduría, pues esto es todo el hombre” (Ecl 12, 13); de donde concluye san
Agustín, que el que no ama a Dios no merece llamarse hombre.
Pero todo amor tiene un principio, un centro y un fin. Jesucristo, y Jesucristo
en el santísimo Sacramento debe ser el principio, el centro y el fin de la vida
del adorador.
§I
EL AMOR, PRIMER PRINCIPIO DE LA VIDA DEL ADORADOR

El discípulo de Jesucristo puede llegar a la perfección cristiana por dos


caminos.
El primero es el de la ley del deber: por él, mediante el trabajo progresivo de
las virtudes, se alcanza poco a poco el amor, que es “el vínculo de la
perfección” (Col 3, 14).
Este camino es largo y trabajoso. Pocos llegan por él a la perfección;
porque, después de haber trepado durante algún tiempo la montaña de Dios,
se detienen, se desalientan a la vista de lo que les falta por subir y bajan o
ruedan al fondo del abismo, exclamando: ¡Es demasiado difícil, es
imposible! Estos tales son mercenarios.
Quisieran gozar mientras trabajan; miden continuamente la extensión del
deber, ponderan sin cesar los sacrificios que les exige. Se recuerdan, como
los hebreos al pie del Sinaí, de lo que dejaron en Egipto, y se ven tentados
de volver a él.
El segundo camino es más corto y más noble: es el del amor, pero del amor
absoluto.
Antes de obrar, comienza el discípulo del amor por estimar y amar. Como el
amor sigue al conocimiento, por ello el adorador se lanza muy luego con
alas de águila hasta la cima del monte, hasta el cenáculo, donde el amor
tiene su morada, su trono, su tesoro y sus más preciosas obras, y allí, cual
águila real, contempla al sol esplendoroso del amor para conocerlo en toda
su hermosura y grandeza. Asimismo hasta se atreve a descansar, como el
discípulo amado, sobre el pecho del Salvador, todo abrasado en caridad,
para así renovar su calor, cobrar buen temple y vigorizar sus fuerzas, y salir
de aquel horno divino como el relámpago sale de la nube que lo formó,
como los rayos salen del sol, de donde emanan. El movimiento guarda
proporción con la fuerza del motor y el corazón con el amor que lo anima.
De esta manera viene a ser el amor el punto de partida de la vida cristiana: el
amor es lo que mueve a Dios a entrar en comunicación con las criaturas y lo
que obliga a Jesucristo a mora entre nosotros. Nada más puesto en razón que
el hombre siga la misma trayectoria que Dios.
Pero antes de que sea el punto de partida, el amor de Jesús ha de ser un
punto de concentración y recogimiento de todas las facultades del hombre;
una escuela donde se aprenda a conocer a Jesucristo, una academia en la que
el espíritu estudie e imite su modelo divino, y donde la misma imaginación
presente a Jesucristo en toda la bondad y belleza de su corazón y de sus
magníficas obras.
En la oración es donde el alma llega a conocer de una manera singular a
Jesucristo y donde Él se le manifiesta con una claridad siempre nueva.
Nuestro Señor ha dicho: “El que me ama será amado de mi Padre y yo le
amaré y yo mismo me manifestaré a él” (Jn 14, 21).
El amor llega a convertirse entonces en primer principio de la verdadera
conversión, del servicio perfecto de Jesucristo, del apostolado y celo por su
divina gloria.

I. El amor, punto de partida de la verdadera conversión


El amor desordenado a las criaturas o al placer es el que ha pervertido el
corazón del hombre y lo ha alejado de Dios; el amor soberano de Dios lo
hará volver al deber y a la virtud.
La conversión, que comienza por el temor, acaba en miedo, y la que se
verifica por razón de alguna desgracia, termina con otra desgracia. ¡Cuántos
enfermos, que sanaron, se vuelven peores después de curados! En cambio, la
conversión causada por el amor es generosa y constante.
La primera prueba de ello es Magdalena. Oyó hablar de Jesús y de su
ternura y bondad para con los publicanos y pecadores; su corazón siéntese
suave y fuertemente arrastrado hacia el médico celestial. Verdad es que
tendrá que sostener luchas tremendas para atreverse a ir a Jesús. ¿Cómo
tendrá valor para romper tantos y tales lazos, ella, la pecadora pública,
cubierta de crímenes y escándalo del pudor? ¿Cómo podrá enmendarse de
tantos vicios y reparar tantos escándalos? El amor penitente obrará este
prodigio de la gracia. Y mirad cómo al punto, sin más reflexiones, se levanta
Magdalena del abismo de sus crímenes; lleva todavía su vergonzosa librea.
Va derechamente al maestro bueno, sin ser anunciada, admitida ni recibida,
entra resueltamente, aunque con profunda humildad, en la casa del fariseo
Simón, se echa a los pies de Jesús, los besa y baña con lágrimas de
arrepentimiento, enjúgalos con sus cabellos, y permanece postrada, sin
hablar palabra, expuesta a los desprecios y burlas de Simón y de los
convidados. Su amor es más fuerte que todos los desprecios. Por eso, la
honra Jesús más que a los demás, la defiende, elogia su conducta y ensalza
su amor: “Le son perdonados muchos pecados –dice el Salvador–, porque ha
amado mucho” (Lc 7, 47). Ved su absolución divina.
Pero ¿de qué modo amó mucho la Magdalena? ¡Si ella no habló una
palabra! Pero hizo más que hablar: confesó públicamente toda la bondad de
Jesús con su humildad y lágrimas. Por eso, de pecadora que era, se levantó
purificada, santificada, ennoblecida por el amor de Jesucristo. Un momento
ha bastado para tan radical transformación, porque el amor es como el
fuego: en un instante purifica el alma de sus manchas y devuelve a la virtud
su primer vigor.
Magdalena ha partido del amor; no se detendrá nunca, sino que seguirá a
Jesús por todas partes y le acompañará hasta el calvario. El amor, a
semejanza del sol naciente, debe elevarse esplendoroso hasta la plenitud del
día, hasta las alturas del cielo, donde descansará en el regazo del mismo
Dios.

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