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De la felicidad

I Del deleite

A lo que acabamos de discutir debe, sin duda, seguir el tratamiento del placer, porque el placer
parece estar íntimamente relacionado con la naturaleza humana. Por esta razón a los jóvenes se los
educa mediante el placer y el dolor, y también parece muy importante para la virtud moral encontrar
placer en las cosas convenientes y abominar de lo que corresponda, ya que estas disposiciones se
prolongan por toda la vida y tienen gran influencia en lo que hace a la virtud y la vida feliz, porque los
hombres prefieren las cosas placenteras y evitan las penosas.

O sea que de ningún modo podría aprobarse que omitiéramos esos aspectos, y teniendo en cuenta
sobre todo las muchas controversias que suscitan. Unos, efectivamente, identifican el placer con el
bien, en tanto que otros, al revés, lo declaran un mal en absoluto (1). Y de éstos, algunos quizás estén
convencidos de que así es, en tanto que otros piensan que es mejor para nuestra vida mostrar que el
placer es cosa mala aun cuando no sea cierto, porque, viendo que la mayoría se inclina por el placer
hasta esclavizarse, creen necesario llevados al extremo contrario, para que así vayan a dar en el
medio. Pero quizá se diga esto sin razón, porque respecto de pasiones y acciones los razonamientos
son menos convincentes que los hechos; y cuando los razonamientos se contradicen con los hechos
concretos, provocan desprecio y desacreditan la verdad. Porque si alguna vez se ve al censor del
placer procurar su goce, la multitud, que es poco proclive al buen discernimiento, podría interpretar
esta inclinación parcial como una aceptación general de toda especie de placer. Por consiguiente, los
argumentos verdaderos no sólo prueban ser muy útiles para el conocimiento sino también para la
vida, porque cuando concuerdan con los hechos son de lo más convincentes e inducen a quienes los
comprenden a vivir según ellos. Pero sea suficiente lo dicho sobre estos puntos; procedamos ahora al
análisis de las teorías sobre el placer que se han propuesto.

II En que se propone la opinión, de Eudoxo, de Platón y de otros acerca del deleite

Eudoxio pensaba que el placer es el bien supremo, porque lo desean todos los seres, tanto racionales
como irracionales, según podía ver, y argüía en consecuencia que el objeto del deseo es bueno, y lo
absolutamente deseable el mayor bien; y el que todos tiendan a lo mismo evidencia que esto es para
todos lo mejor, porque cada uno halla su bien particular como encuentra su alimento. Por ende, el
bien supremo es lo que es bueno para todos, y que todos los seres desean. Estas razones de Eudoxio
son menos convincentes que la virtud moral de quien las proponía, un varón conceptuado como
singularmente templado, por lo que no parecía decir lo que decía como amigo del placer, sino porque
las cosas son en verdad así.

También pensaba Eudoxio que existían pruebas contundentes a favor del principio contrario, puesto
que si el dolor es en sí un objeto de aversión para todos los seres, necesariamente su contrario debe
ser un objeto de elección. Y decía además que lo más digno de ser elegido es lo que no escogemos
por causa ni por alcanzar otra cosa; y que así es el placer, y se lo reconoce, ya que nadie se pregunta
jamás con qué fin goza, dando así a entender que el placer es de por sí apetecible. Y también argüía
que el placer agregado a otro bien cualquiera lo hace más deseable, como si acompaña a los actos de
justicia y moderación; pero el bien no se incrementa sino con el bien.

Respecto del último argumento, lo único que parece probar es que el placer es un bien, pero no que
sea un bien mayor que cualquier otro, porque todos los bienes son más deseables combinados con
otros. Con este razonamiento refutaba Platón (2) la doctrina de la identidad entre el bien supremo y
el placer, destacando que si es más deseable una vida placentera con prudencia que sin ella, y si el
compuesto es más valioso, entonces ya no podrá confundirse el placer con el bien supremo, puesto
que nada que se agregue al sumo bien puede tomarlo más apetecible de lo que ya es. En efecto,
queda claro que ninguna cosa podría tenerse como el bien supremos si puede hacerse más deseable
con el añadido de cualquier otro de los bienes intrínsecos. ¿Cuál será, entonces, semejante bien, y del
que además podamos nosotros participar? Algo de esta índole es lo que buscamos.

Dicen un sinsentido los que argumentan que no es un bien aquello que todos los seres desean.
Afirmamos que lo que todos aprueban es así: y el que rechaza esta creencia es muy difícil que pueda
expresar algo más creíble. Si sólo los seres irracionales deseasen los placeres, todavía tendría sentido
lo que aquéllos dicen; pero si los seres inteligentes hacen lo suyo ¿qué valor puede tener esa opinión?
Y hasta en las bestias inferiores debe de haber un instinto de la especie superior a los instintos
individuales, y que procura el bien de la especie toda.

Tampoco parecen acertar los que se oponen a Eudoxio con el argumento opuesto. Según ellos, no
porque el dolor sea malo el placer ha de ser un bien, porque el mal se opone tanto al mal como a lo
que no es ni bien ni mal. No está esto mal expresado, pero no es verdad respecto de lo que aquí
tratamos, porque si el placer y el dolor fueran malos ambos, necesariamente de ambos se apartarían
los hombres; y si fueran estados ambos moralmente neutros, los hombres no se apartarían de
ninguno de ellos o se apartarían por igual. Pero lo que sin duda vemos es que los hombres evitan uno
como un mal y escogen el otro como un bien. Y ésta, por lo tanto, es la naturaleza de la oposición
entre ambos.

III En que se prueba cómo el deleite es cosa buena, y que no se han de escoger todos los deleites, y se
satisface a las razones de los que tienen lo contrario

Pero el placer tampoco deja de ser un bien por el hecho de no ser una cualidad, puesto que tampoco
son cualidades los actos virtuosos ni lo es la felicidad. Se dice (3) que el bien está definido, mientras
que el placer, porque admite más y menos, es algo indefinido. Si por lo que así se juzga es por el
sentimiento del placer, lo mismo podría decirse de la justicia y de las demás virtudes, respecto de las
cuales afirmamos que unos las poseen más y otros menos, y que su actividad virtuosa es mayor o
menor (por ejemplo, unos son más justos y valientes que otros) y también es posible practicar más y
menos la justicia o la templanza. Pero si ese juicio se funda en los placeres mismos, y si es verdad que
de los placeres unos son puros y otros combinados, es de temer que la que se propone no sea la
verdadera causa.

Igualmente ¿qué impide que pase con el placer como con la salud, la cual, siendo cosa definida,
admite más y menos? No en todos los individuos la salud representa la misma proporción de
elementos, y hasta varía en la misma persona de un momento a otro, pero incluso relajada subsiste
hasta cierto punto, y difiere por tanto en más y en menos; lo mismo podría suceder con respecto al
placer.

Por otro lado (los mismos filósofos) (4) postulan que el bien es algo perfecto, mientras que los
movimientos y los procesos son imperfectos, tras lo cual intentan probar que el placer es movimiento
y proceso. Pero no parece correcto este razonamiento, ni tampoco lo es que el placer sea
movimiento, ya que todo movimiento tiene como cualidades propias la velocidad o la lentitud, si no
siempre con relación al mismo movimiento (como acontece en el movimiento del firmamento) por lo
menos con relación a otro cuerpo, y nada de esto encontramos en el placer. Sin duda podemos de
repente experimentar placer, como también montar en ira; pero la sensación placentera en sí misma
no es súbita, ni tampoco con relación a otra cosa. Pero sí se puede andar o crecer más rápido, o
realizar más rápido (que otros seres) todos los movimientos de este tipo. Entonces, podemos pasar
rápida o lentamente a un estado placentero, pero, no puede hablarse de velocidad en el acto del
placer considerado en sí mismo, es decir, en el sentimiento del placer, o sea, el gozar.

Por otra parte, ¿cómo podría ser el placer un proceso análogo a la generación, siendo que no se cree
que cualquier cosa pueda engendrar cualquier otra sino que toda cosa es engendrada de aquello
dentro de lo cual puede disolverse; y así el dolor sería la corrupción de aquello cuya génesis es el
placer?

Además se dice (5) que el dolor es la privación de lo que es conforme a la naturaleza, mientras que el
placer es su saciedad. Pero éstas son afecciones corporales. Si el placer fuese la saciedad de lo que la
naturaleza demanda, la parte que se sacia debería también gozar, y esto es el cuerpo. Pero no parece
ser así; y por lo tanto, la saciedad no es el placer sino que al producirse la saciedad podrá uno sentir
placer, como sentirá dolor con una operación quirúrgica. Esta opinión parece basarse en los dolores y
placeres relacionados con la nutrición, porque cuando hemos estado privados de alimento y sufrido
hambre, experimentamos placer al saciarnos. Pero no pasa lo mismo con todos los placeres. No hay
pena antecedente que se sacie con los placeres del conocimiento; y entre los placeres de los sentidos
están tanto los placeres del olfato, y muchos del oído y de la vista, no menos que los recuerdos y
esperanzas. ¿De qué cosa podrán estos placeres ser generación, si no hubo primero privación alguna
que ellos vinieran a saciar?

A los que para condenar el placer aducen que hay placeres reprobables se les puede responder que
éstos no son placenteros en verdad. Porque no hemos de pensar que porque produzcan el gozo de los
malamente dispuestos han de ser también placenteros para otros, así como no se tiene por sano o
dulce o amargo lo que es así para los enfermos, ni tampoco se piensa que sean blancas las cosas que
ven blancas los que padecen alguna oftalmia.
Podríamos agregar que los placeres son deseables, pero sólo si no provienen de ciertas fuentes; es de
ese modo, y no si, por ejemplo, ha de mediar la traición, que la riqueza es deseable, como también lo
es la salud, pero no a costa de comer cualquier cosa y sin medida.

¿Y no podríamos también distinguir específicamente los placeres? Porque distintos son según
provengan de cosas nobles o vergonzosas, y no se puede gozar el placer del justo sin ser justo, ni el
del músico sin ser músico, y así en los demás placeres.

La diferencia existente entre el amigo y el adulador parece también evidenciar que el placer no es el
bien, o que los placeres son distintos, porque el uno parece conversar con su amigo con el bien como
objetivo, y el otro, con el placer; y por esto uno es censurado, en tanto que el otro, en razón de sus
fines, es alabado.

Además, nadie elegiría vivir manteniendo toda su vida una mentalidad infantil, por más placer que
recibiera de las cosas que hacen dichosos a los niños; ni tampoco, y aunque no tuviera que sufrir por
ello, querría gozar realizando las acciones más indignas. Por el contrario, nos afanaríamos por muchas
cosas de las que no proviene placer alguno, como ver, recordar, conocer, poseer las virtudes. Y no
importa que necesariamente haya placeres correspondientes con tales cosas, porque aunque no
resultase ningún placer de ellas las elegiríamos igual.

En conclusión, parece evidente que ni el placer es el bien supremo ni todo placer es deseable, y
también que algunos placeres son deseables por si mismos, y que los placeres son de clase y origen
muy diferente. Y sea suficiente con lo que hemos dicho sobre las opiniones corrientes sobre el placer
y el dolor.

IV En el cual se declara qué cosa es deleite y cómo perfecciona todo ejercicio

Si retornamos la cuestión desde el principio quedará más claro qué es el placer según su esencia o sus
cualidades esenciales.

Es comúnmente aceptado que el acto de ver es completo en cualquier momento de su duración,


porque no carece de ningún elemento que deba añadirse posteriormente para completarlo. Pues algo
así parece ser el placer, en tanto que, en cierto sentido, constituye un todo, y puesto que en ningún
momento de su duración podría encontrarse un placer que por durar más completase su forma
específica. Por lo cual tampoco es movimiento, porque todo movimiento se da en cierto tiempo y en
función de un fin (por ejemplo, la construcción de una casa) y es completo cuando ha terminado de
hacer lo que se proponía, es decir, cuando se lo considera en la totalidad de su duración o en su
momento final. Por lo contrario, todos los movimientos son incompletos en sus partes y en el tiempo,
y estos segmentos son específicamente distintos del conjunto y entre sí. Por ejemplo, la colocación de
las piedras es un movimiento distinto del acanalado de la columna, y ambos, a su, vez de la erección
de la columna, y ésta, de la edificación del templo completo. Y así como ésta es en sí un movimiento
completo (porque nada le falta relativo al fin propuesto), la construcción de la base y el labrado del
triglifo son incompletos, porque ambos son sólo una parte del todo. Por lo tanto, dífieren
específicamente; y no es posible en una fracción de su duración encontrar un movimiento perfecto en
su forma específica: si se quiere esto, ha de tomarse la totalidad del tiempo. Igualmente pasa con el
andar y los demás movimientos. Aunque la traslación es un movimiento de un lugar a otro, tiene
también diferencias específicas, como el vuelo, la marcha, el salto y otras semejantes. Y además de
esto, en la marcha misma hay diferencias específicas; así, por ejemplo, difiere el ir de un lugar a otro
cuando se trata de recorrer todo el estadio o sólo una parte, así como no es indistinto recorrer una
parte u otra; ni tampoco es lo mismo atravesar esta o aquella línea, puesto que no sólo se cruza una
línea sino una línea trazada en el lugar, y esta línea está en lugar diferente del de aquélla. Ya hemos
tratado detalladamente este tema del movimiento en otros libros (6), y de nuestras consideraciones
parece extraerse como conclusión que ningún movimiento es completo en cualquier instante de su
duración sino que está compuesto de múltiples movimientos incompletos que difieren
específicamente, si es que sus puntos de partida y de llegada constituyen su especificidad.

En cambio, la forma específica del placer es completa en cualquier momento de su duración, lo cual
demuestra, pues, que placer y movimiento son diferentes, y que el placer es una cosa total y
completa. Prueba de esto es el hecho de que sólo es posible moverse en el tiempo, mientras que sí es
posible gozar sin que se dé este requisito (siendo un todo completo lo que se cumple en un instante).
Y también se evidencia la equivocación de quienes afirman que el placer es un movimiento o un
proceso generativo, siendo que estos términos no son predicables respecto de todas las cosas sino
sólo de las divisibles y que no constituyen un todo. Y, así como no hay generación del acto de ver ni
del punto ni de la unidad, ni ninguna de esas cosas es movimiento productor o generación, tampoco
hay nada de eso en el caso del placer, que es un todo.

Puesto que cada uno realiza su acto hacia un objeto sensible, y que ese acto es perfecto cuando el
sentido está bien dispuesto con respecto al más noble de los objetos que caen bajo ese sentido
(siendo en verdad este el acto perfecto; y nada importa que se diga que es el sentido el que está en
acto o el viviente en que reside), entonces la actividad óptima de cada sentido es la del sujeto que
está lo mejor dispuesto respecto del más elevado de los objetos que le corresponden al sentido en
cuestión. Y ese acto, al ser el más completo, será también el más placentero, porque como a toda
sensación (y también al pensamiento discursivo y a la contemplación) corresponde un placer, la
sensación más placentera es también la más completa, y la más completa es la del sujeto que está
bien dispuesto con respecto al objeto más excelente de los que caen específicamente bajo cada
sentido. De esta manera el placer perfecciona el acto, aunque no lo perfecciona tal como lo hacen el
objeto sensible y el sentido cuando ambos están en buenas condiciones, como tampoco la salud y el
médico son igualmente causa de que estemos sanos.

Es evidente, puesto que ciertas imágenes y sonidos resultan placenteros, que a toda sensación le
corresponde un placer, como también que el placer de esas sensaciones será mayor cuanto más
excelentes son el sentido y los objetos. Si tal es la condición del objeto sensible y del sujeto que
siente, entonces siempre habrá placer, ya que existen tanto un objeto que lo produzca como un
sujeto que lo experimente.

O sea que el placer perfecciona el acto, pero no como una disposición inmanente al agente sino como
un fin, como la flor de la juventud en los que se hallan en su apogeo vital. Así que habrá placer en el
acto mientras el objeto inteligible o sensible sea lo que debe ser, y también lo sea el sujeto que
percibe o contempla, porque si paciente y agente siguen iguales manteniendo la misma relación,
naturalmente habrá de producirse lo mismo.

Pero, entonces, ¿por qué no podemos gozar continuamente? ¿Porque nos cansamos? Efectivamente,
todo lo humano es incapaz de actividad continua, y como el placer acompaña al acto, no puede ser
continuo. Aquello que nos entusiasma en un momento deja de hacerlo en cuanto no es novedad. Y el
pensamiento también en un principio es estimulado y actúa intensamente respecto de esos objetos
(por ejemplo, la mirada escudriñadora en el caso del sentido de la visión); pero después se relaja y ya
no la misma actividad, desvaneciéndose consiguientemente el placer.

Es razonable pensar que todos tienden al placer porque todos desean vivir. La vida es una actividad, y
cada uno se orienta hacia las cosas y con las facultades que más ama (así, el músico disfruta de
escuchar melodías, y el estudioso, de especular con el pensamiento, etcétera), y como el placer
perfecciona los actos, y por ende la vida de todos deseada con razón, entonces todos tienden al
placer para perfeccionar su vida, lo cual es deseable. Dejemos por el momento de lado definir si
deseamos vivir por el placer o el placer por el vivir, cosas las dos que parecen unidas e inseparables,
ya que sin acto no hay placer, y el placer perfecciona todo acto.

V En que se muestra cómo los deleites difieren en especie

Por la misma razón, parece que existen diferencias específicas entre los placeres; efectivamente,
creemos que diferentes especies deben hallar su perfección en cosas diferentes, como resulta
evidente en los organismos naturales y en las obras de arte, por ejemplo animales, árboles, cuadros,
estatuas, casas, muebles. De igual modo, actos específicamente diferentes sólo pueden ser
perfeccionados por causas específicamente diferentes. Así, los actos intelectuales se diferencian
genéricamente de los actos sensibles, y como además hay diferencias específicas entre la actividad de
la inteligencia y la de la sensibilidad, los placeres que las perfeccionan difieren también entre ellos.

Otra prueba de lo mismo la constituye la afinidad existente entre cada placer y el acto que
perfecciona: en efecto, el placer propio de cada actividad incrementa ésta. Los que disfrutan de una
actividad logran mayor discernimiento y exactitud en los detalles: los que gustan de la geometría
acaban siendo geómetras y comprenden mejor cada proposición de su ciencia; lo mismo los que
aman la música o la arquitectura o las demás artes, que todos progresan en el trabajo que les es
familiar, porque se complacen en él. O sea que los placeres aumentan la actividad, y para hacer
aumentar una cosa hay que serie afín; por lo tanto, siendo los actos humanos específicamente
diferentes, los placeres que les corresponden también deberán ser específicamente diferentes. Más
claridad aún hecha sobre el asunto el hecho de que los placeres que provienen de otras actividades
pueden constituir un obstáculo. Por ejemplo, los aficionados a tocar la flauta son incapaces de prestar
atención a cualquier razonamiento si escuchan a algún flautista, pues obtienen más placer de esa
música que de la actividad que de momento los demanda, de modo que el placer de la flauta destruye
el ejercicio de la disputa intelectual. Análogamente, en todos los casos en que uno quiere dedicarse
simultáneamente a dos actividades diferentes, la actividad más placentera ha de desplazar a la otra; y
más cuanto mayor sea la diferencia de placer, hasta al extremo de no poder continuarse con la
actividad menos placentera. Por eso cuando disfrutamos intensamente de algo con dificultad
podemos aplicamos a otra cosa; en cambio, sí podemos hacer cosas distintas cuando nos complacen
menos o más o menos igual, como los que comen golosinas en el teatro, y más comen en los
momentos en que los actores desempeñan mal su papel. Por consiguiente, puesto que el placer
propio de cada actividad intensifica su ejercicio, haciéndola más durable y mejor, mientras que los
placeres extraños la arruinan, está claro que entre unos y otros placeres media una gran distancia. Los
placeres extraños a una actividad tienen sobre ella el mismo efecto que las molestias que le son
anexas, que la destruyen. Por ejemplo, si escribir es para uno desagradable y hasta penoso, y para
otro lo es el calcular, el primero no escribirá y el segundo no calculará. Los placeres y las penas
propios de los actos (es decir, que sobrevienen a la actividad por razón de su propia naturaleza) los
afectan de maneras contrarias. Los placeres extraños, por su parte, tienen un efecto parecido a la
pena, porque llegan a destruir una actividad, aunque no del mismo modo.

Y con los placeres pasa lo que con los actos, en cuanto a que, siendo diferentes por su honestidad y
malicia, deben preferirse unos, evitarse otros y todavía sernos indiferentes otros. Todo acto lleva
aparejado un placer que le es propio (un acto virtuoso conlleva un placer honesto; un acto malo, uno
perverso; los deseos de cosas nobles son dignos de alabanza, y los de cosas vergonzosas,
censurables), más propio aún que los deseos de tales actos, porque los deseos se distinguen de los
actos tanto por el tiempo como por su naturaleza, mientras que los placeres están tan estrecha e
inseparablemente ligados a los actos que casi podría decirse que son lo mismo. En cambio, sería
absurdo creer que el placer es pensamiento o sensación; esto lo parece por la dificultad de separados.
Así, pues, puesto que los actos son distintos, también lo serán los placeres, y así como la vista supera
al tacto en pureza, y el oído y olfato al gusto, del mismo modo son superiores los placeres
correspondientes, y más que éstos, los placeres de la inteligencia; y dentro de cada orden, además,
unos placeres son superiores a otros.

Parece que cada ser tiene un placer que le es propio, como también un acto propio, de cuya ejecución
viene aquel placer. Esto le resultará evidente a quien considere a cada viviente en particular: así,
difiere el placer del caballo del placer del perro y del que es propio del hombre. Como dice Heráclito:
El asno prefiere la paja al oro (7) porque para los asnos es más agradable su alimento que el oro. O
sea que los placeres de las diferentes especies difieren también especificamente. Por lo contrario,
parece razonable pensar que los placeres en individuos de la misma especie deberían parecerse; sin
embargo, existe una gran diversidad de placeres entre los hombres, siendo las mismas cosas para
unos fuentes de alegría, para otros de tristeza. Lo que para unos es aflictivo y odioso, para otros
puede ser placentero y amable, como pasa con las cosas dulces, que, siendo las mismas, no siempre
parecen tener el mismo sabor para el que tiene fiebre que para el que está sano; ni lo caliente parece
igual al débil que al que está en buena condición, y lo mismo respecto de otras sensaciones. En todos
estos casos debe tomarse como medida de lo real lo que le parece tal al hombre bueno; y si lo dicho
es justo, como lo parece, y si la medida de todas las cosas es la virtud, y el hombre bueno en cuanto
tal, entonces los placeres reales serán los que le parezcan a un hombre así, y placentero será aquello
en lo que él se complace, sin que deba extrañarnos que para este hombre sean molestas cosas que a
otros agradan, porque muchos son las corrupciones y los vicios de los hombres; de modo que estas
cosas no son realmente agradables sino para los hombres dispuestos de tal manera. En consecuencia,
no debemos declarar placeres los placeres reconocidamente vergonzosos, a no ser para los
corrompidos.
Pero entre los placeres merituados como honestos, ¿qué clase de placeres o qué placer en particular
es propio del hombre?

Y puesto que los placeres siguen a los actos, ¿no es evidente que el placer resulta de las acciones
propias del hombre? Sea un acto solo o varios actos propios del hombre bueno y dichoso, los placeres
que perfeccionen estos actos serán, propiamente dichos, los placeres del hombre; y los demás
placeres, como los actos a que corresponden, vendrán en segundo lugar y muy menor grado.

VI De la felicidad

Habiendo ya hablado de las virtudes, las amistades y los placeres, sólo nos queda por tratar de la
felicidad, puesto que la colocamos como fin de los actos humanos. Nuestro discurso será más conciso
si recapitulamos lo que hemos dicho antes. Dijimos que la felicidad no es una disposición habitual,
porque entonces podría poseérsela en sueños, vegetando o inmerso en las mayores desventuras.
Como esa tesis no nos satisface, sino que adscribimos la felicidad a cierta actividad; y si, además, unos
actos son necesarios y deseables en razón de otras cosas, mientras que otros son deseables por sí
mismos, entonces es obvio que debemos ubicar la felicidad entre los actos deseables por sí mismos y
no por otra cosa, puesto que la felicidad se basta a sí misma y no necesita de otra cosa. Ahora, los
actos deseables en sí mismos son aquellos fuera de los cuales nada hay que buscar; como son las
acciones virtuosas, porque hacer cosas bellas y buenas es en sí mismo deseable. También parecen ser
deseables en sí mismas las diversiones, porque no las buscamos como medio para otros fines, y
además, cuando por ellas descuidamos nuestro cuerpo o nuestro patrimonio, incluso recibimos de
ellas más daño que provecho. Más aún: la mayoría de los hombres considerados felices recurre a
semejantes pasatiempos, razón por la cual los ingeniosos son muy favorecidos por los tiranos, porque
saben hacerse agradables en las cosas que sus amos desean, y éstos, por su parte, necesitan de tales
entretenimientos. Y como que los poderosos disfrutan de esos pasatiempos durante sus ocios, se cree
que estas diversiones contribuyen a la felicidad.

Tal vez la conducta de estas personas no sea suficiente prueba, porque la virtud y la inteligencia no
residen en el ejercicio del poder sino que proceden de los actos esforzados. Por eso, que estos
hombres incapaces de disfrutar de un placer puro y digno se refugien en los placeres del cuerpo no
hace preferibles éstos. También los niños se imaginan que lo que ellos más quieren es lo más valioso
de cuanto hay. Y así como para los niños y para los hombres los valores de estimación son distintos, es
lógico que lo mismo pase con los malos y con los virtuosos. Así, hemos dicho: como lo valioso y lo
agradable es lo que así considera el hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto más
deseable es el que se corresponde con la propia disposición del sujeto, en consecuencia, para el
hombre virtuoso el acto más deseable será el acto conforme a la virtud.

De esto se sigue que la felicidad no puede estar en los pasatiempos, y sería absurdo hacer de la
diversión nuestro fin, y esforzarnos y sufrir la vida entera por divertimos; dicho de una vez, salvo la
felicidad, elegimos todas las cosas con la mira en otra, que es un fin. Es evidentemente insensato e
infantil fatigarse y sufrir penas para divertirse, cuando mejor parece lo que indica el lema de Anacarsis
(8): Diviértete para que puedas luego ocuparte de cosas serias. Efectivamente, la diversión es una
clase de descanso, del cual tenemos necesidad en razón de nuestra incapacidad para trabajar sin
parar. Por ende, el descanso no es un fin, ya que se toma en función del acto posterior.

Se considera, por otra parte, que la vida feliz es conforme a la virtud, y que es en serio y no en broma;
y declaramos que las cosas serias son mejores que los chistes y diversiones, y que en todas
circunstancias es más serio el acto de la parte superior del hombre o del hombre superior; pero el
acto de lo que es mejor es por sí mismo superior y contribuye más a la felicidad. Además, cualquier
hombre puede gozar de los placeres del cuerpo, tanto el esclavo como el hombre superior; y sin
embargo, nadie concedería a un esclavo la felicidad sino en la medida en que le atribuya también vida
humana. Por lo que, como antes establecimos, no está en esos pasatiempos la felicidad sino en los
actos conformes con la virtud.

VII De la felicidad contemplativa

Entonces, si la felicidad es la actividad conforme a la virtud, es razonable pensar que ha de serlo


conforme a la virtud más alta, y ésta ha de ser la virtud de la mejor parte del hombre, sea ésta la
inteligencia o alguna otra facultad a la que por naturaleza se adjudica el mando y la guía y el
conocimiento de las cosas bellas y divinas. Y ya fuera eso mismo algo divino o lo que hay de más
divino en nosotros, en todo caso la felicidad perfecta será la actividad de esta parte ajustada a la
virtud que le es propia, actividad que, como hemos dicho, es contemplativa.

Esto parece concordar con lo dicho en los libros anteriores y con la verdad. Efectivamente, la actividad
contemplativa es la más excelente de todas (puesto que la inteligencia es lo más alto de cuanto hay
en nosotros y está en relación con las más excelentes de las cosas cognoscibles), además de ser la más
continua, porque contemplar podemos hacerlo con mayor continuidad que cualquier otra cosa. Y
además, pensando que el placer debe ir mezclado con la felicidad, y vemos que todos reconocen que
el ejercicio de la sabiduría es el más placentero de los actos conformes con la virtud. La filosofía
encierra goces extraordinarios por su pureza y firmeza; y tiene sentido admitir que el goce de lo
aprendido es mayor aún que el de su mera indagación. Por lo demás, la autosuficiencia o
independencia de que hemos hablado se encuentra sobre todo en la vida contemplativa, ya que, si
bien tanto el filósofo como el justo tienen que solventar las necesidades vitales lo mismo que los
demás hombres, en cuanto el justo está suficientemente cubierto al respecto, necesita además de
otros hombres para practicar en ellos y con ellos la justicia (y lo mismo respecto de la templanza, la
valentía y las demás virtudes morales), mientras que el filósofo es capaz de contemplar, aunque esté
solo y tanto más cuanto más sabio sea, y aunque sería mejor para él tener colaboradores, en
cualquier caso es el más independiente de los hombres. También puede sostenerse que la vida
contemplativa es la única que se ama por sí misma, porque de ella no resulta nada fuera de la
contemplación, mientras que en la actividad práctica nos esforzamos en mayor o menor medida por
algún resultado extraño a ella.
Viendo que trabajamos para descansar y peleamos para vivir en paz, parece que la felicidad consiste
en el reposo. Pero los actos de las virtudes prácticas tienen lugar en la política o en la guerra, y son
penosos. Los de la guerra absolutamente, puesto que nadie escoge pelear ni prepara la guerra sólo
por guerrear (quien convirtiese en enemigos a sus amigos sólo para que hubiese combates y
matanzas sería considerado un homicida consumado); pero también la vida del político no tiene
descanso, y en ella se busca, además de la mera actividad política, más cosas, como puestos de
mando y honores, además la felicidad para uno y para los conciudadanos; una felicidad distinta de la
actividad política, y que todos buscamos como algo diferente. Es decir que, no obstante que
aventajan en brillantez y magnitud a las otras acciones virtuosas, de hecho las acciones políticas y
bélicas están faltas de todo placer y tienden a un fin ulterior, no siendo deseadas por sí mismas. Por
su lado, la actividad intelectual parece más importante que las demás (porque radica en la
contemplación y no tiende a otro fin fuera de sí misma, y contiene además como propio un placer que
acrecienta la actividad); si, por ende, y en cuanto todo esto es posible al hombre, la independencia, el
reposo y la ausencia de fatiga y todas las demás cosas que acostumbran atribuirse al hombre feliz se
hallan en esta actividad, se concluye entonces que la actividad intelectual puede constituir la felicidad
perfecta del hombre, siempre que abarque la completa extensión de la vida (porque en lo
concerniente a la felicidad nada puede ser incompleto).

Empero, una vida así podría quizá estar por encima de la condición humana, porque en ella no viviría
el hombre en cuanto tal sino en cuanto lo divino que hay en él, y la actividad de esta parte divina del
alma es tan superior al compuesto humano. O sea que si la inteligencia es algo divino con relación a
hombre, la vida según la inteligencia será también una vida divina con relación a la vida humana. Sin
embargo, no debemos escuchar a quienes, con la excusa de que somos hombres y mortales, nos
aconsejan que no pensemos en las cosas humanas y mortales (9) sino que, en cuanto podamos,
debemos inmortalizamos y hacer todo para vivir de acuerdo con lo mejor que hay en nosotros, lo
cual, por pequeño que sea, es muy superior al resto en poder y dignidad. Tanto, que aun podría
sostenerse que este principio o elemento, siendo la parte dominante y superior, es el verdadero ser
de cada uno; por lo que sería absurdo que el hombre escogiese lá vida de otro ser, en vez de la de sí
mismo.

Todo lo dicho antes se vuelve coherente: que lo que es lo propio de cada ser por naturaleza es para él
lo mejor y lo más placentero. Y lo mejor y más placentero para el hombre es la vida según la
inteligencia, porque esto es principalmente el hombre; y esta vida será, en consecuencia, la vida más
feliz.

VIII En que se prueba que el sabio es el mejor afortunado

La vida en consonancia con otra virtud es apenas feliz en grado secundario, porque los actos de esta
virtud son humanos. En efecto, en las relaciones sociales practicamos los actos de justicia y valentía (y
los otros correspondientes a las distintas virtudes) a propósito de transacciones y servicios mutuos y
acciones de todo género, y lo mismo en las pasiones, observando lo debido en cada circunstancia,
cosas todas que obviamente constituyen la vida humana. En algunos casos la virtud moral parece
inclusive relacionarse con la constitución del cuerpo, y en otros mantiene estrecha afinidad con las
pasiones. También la prudencia está unida con la virtud moral, puesto que sus principios están en
consonancia con las virtudes morales y la rectitud en lo moral depende a su vez de la prudencia.
Entonces, así como están ligadas las virtudes morales con las pasiones, también deberán estarlo con
el compuesto humano. Y como las virtudes del compuesto son simplemente humanas, por
consiguiente también lo serán la vida que es conforme a ellas y la dicha respectiva.

En cambio la felicidad de la inteligencia es otra cosa, pero baste lo dicho en relación con ella, porque
abundar en este punto nos desviaría de nuestro actual propósito. Con todo, parecería que la felicidad
de la vida intelectual necesita poco de recursos exteriores, o en todo caso menos que la felicidad
propia de la vida moral: si ambas necesitan por igual satisfacer las necesidades de la vida biológica
(pues aunque el político se afana más por el cuidado de su cuerpo y cosas así, poca diferencia hace
esto), difieren mucho en lo concerniente a los actos mismos. Por ejemplo, mientras el hombre liberal
necesita de bienes económicos para ejercitar la liberalidad, y el justo también, para poder retribuir los
bienes que le dieron otros (porque las intenciones son invisibles, y hasta los hombres injustos fingen
querer practicar la justicia); el hombre valiente, por su lado, necesitará de vigor corporal si ha de
realizar actos conforme a la virtud que le distingue; y hasta el templado debe tener oportunidad de
desenfreno para poder demostrar lo que es él mismo. Y así el sujeto de cualquiera otra de las
virtudes. Sin duda es discutible si lo principal en la virtud es la intención o los actos, ya que de ambas
cosas consiste; y también está claro que si es completa ha de encontrarse en ambos extremos; pero
en lo que concierne a los actos, la virtud moral necesita muchas cosas, y tantas más cuanto sean más
grandes y hermosos sean los actos. El hombre contemplativo, aunque ninguna necesidad tiene de
tales cosas para su acto (que incluso podrían constituirse en estorbo para la contemplación), en la
medida en que vive en cuanto hombre y convive con los demás, también deberá optar por practicar
los actos correspondientes a la virtud moral, y en consecuencia ha de menester aquellos bienes para
vivír según su condición de hombre.

Por lo que sigue podrá verse también que la felicidad perfecta consiste en cierta actividad
contemplativa. Nos representamos a los dioses como sumamente bienaventurados y felices; pues
bien ¿qué actos debemos atribuirles? ¿Acaso los de justicia? Pero se verían ridículos haciendo
contratos, devolviendo depósitos y otras cosas de este género. ¿O bien habrá que atribuirles los actos
propios de los hombres valientes, es decir, representárnoslos afrontando terrores y peligros por
motivo de honor? ¿O les reconoceremos actos de liberalidad? ¿Y a quién otorgarían sus dones?
Absurdo sería que entre dioses se manejaran con moneda o algo semejante. ¿Y cuáles serían sus
actos de templanza? ¿No sería rebajarlos elogiarlos por su moderación, siendo que los dioses no
tienen malos deseos? Y si recorriéramos todas las virtudes, veríamos que todo lo concerniente a la
acción moral es mezquino e indigno de los dioses. Aun así, todos creen que los dioses viven y obran,
no que estén dormidos como Endimión. Pero si a un viviente se le quita el obrar, y más aún el hacer
¿qué otra cosa le queda fuera de la contemplación? De manera que el acto de Dios, acto de
incomparable bienaventuranza, sólo puede ser un acto contemplativo. Y el más dichoso de los actos
humanos será entonces el más próximo a aquel acto divino.

Otra prueba de lo dicho es el hecho de que los demás seres vivientes no participan de la felicidad
porque están totalmente privados del acto de la contemplación. Porque, así como para los dioses su
vida entera es bienaventurada, y para los hombres lo es en la medida en que realizan alguna actividad
semejante a la actividad divina, en cambio, de los demás vivientes, ni uno solo es feliz, porque no
participan de la contemplación. Es decir que la felicidad, es coextensiva a la contemplación; y los seres
en que más se ejercitan en la contemplación son también los más felices Y esto no es accidental sino
algo inherente a la contemplación, ya que la contemplación es digna de respeto por sí misma.

Por consiguiente, la felicidad es una forma de contemplación.

Sin embargo, el hombre contemplativo, en tanto que hombre, necesitará de cierto bienestar exterior,
ya que la naturaleza humana no se basta a sí misma para contemplar sino además el cuerpo debe
estar sano y necesita alimento y otros cuidados; pero que no sea posible la felicidad si se carece de
bienes exteriores, no debe inducir a pensar que se han de necesitar de muchos y grandes bienes para
ser feliz, ya que ni la independencia ni la actividad humanas están en el exceso. Si puede el hombre
realizar bellas empresas sin dominar la tierra y el mar, puede entonces, con recursos mediocres, obrar
según la virtud. Esto se aprecia con claridad en el hecho de que los particulares, como es reconocido,
ejecutan incluso más (y no menos) acciones virtuosas que los potentados. O sea que al que obra
conforme a la virtud le alcanza con tener los módicos recursos que hemos mencionado. Sin duda
Solón (10) mostró con acierto la condición del hombre feliz cuando dijo que, en su opinión, lo son los
que, medianamente dotados de bienes exteriores, han ejecutado las más bellas acciones y vivido con
moderación. Por lo tanto, un hombre de mediana fortuna puede hacer todo lo que conviene.
Anaxágoras (11) tampoco parece haber creído que el hombre feliz era el más rico o el poderoso, al
decir que no le sorprendería que a los ojos de la multitud el hombre feliz pasase por extravagante,
porque el vulgo juzga por las cosas exteriores, que son las únicas que percibe. Las opiniones de los
sabios, entonces, parecen estar de acuerdo con nuestros argumentos.

Por cierto, todas estas teorías tienen alguna credibilidad; empero, en las cosas prácticas la verdad se
comprueba por los hechos y por la vida (que son el criterio determinante en este dominio), por lo que
debemos examinar las anteriores doctrinas refiriéndolas a los hechos y a la vida, aceptándolas si están
en armonía con los hechos, y considerándolas palabras vacuas si se hallan en discordancia con ellos.

Ha de creerse que el hombre que despliega su energía espiritual y desarrolla su inteligencia es a la vez
el mejor dispuesto de los hombres y el más amado por los dioses. Si, como se cree, los dioses se
preocupan de las cosas humanas, parece razonable que se alegren de lo que es mejor en el hombre y
lo más próximo a ellos (la inteligencia), así como que recompensen a los hombres que aman y honran
este divino principio por sobre todo, puesto que estos hombres cuidan lo que los dioses aman, y se
conducen con rectitud y nobleza. No es difícil ver que todos estos atributos se hallan especialmente
en el filósofo, por lo que él es el más amado de los dioses y, por este concepto, el filósofo será el más
feliz de los hombres.

IX Del saber y de la práctica en esta filosofía

Habiendo ya disertado con amplitud sobre estas cuestiones, y también sobre las virtudes, la amistad y
el placer en sus aspectos más generales, ¿ha alcanzado su término nuestro propósito? ¿O acaso,
como dijimos, en lo referente a la práctica, el término final es hacer las cosas, y no el contemplarlas y
conocerlas todas y cada una? Si esto es así, no basta el saber teórico de la virtud sino que hay que
afanarse por poseerla y usarla, o intentar de algún otro modo llegar a ser hombres de bien.

Si los discursos alcanzaran para hacernos virtuosos, serían con justicia objeto de muchos y grandes
premios, como dice Teognis (12), y no sería menester sino acopiarlos. Pero, en la realidad, las teorías,
aunque tienen el poder de inclinar y excitar a los jóvenes dotados de un alma libre (contribuyendo a
que la virtud se posesione de un carácter bien nacido y verdaderamente amante de lo bello), son
incapaces de inducir a la multitud a la belleza moral. Porque la mayoría de los hombres no ha nacido
para obedecer al honor sino al temor, ni está en su condición apartarse del mal por que éste sea
deshonroso sino por el castigo que conlleva. Viviendo por la pasión, como viven, buscan procurarse
los placeres que se acomodan a su naturaleza y recursos, evitando las molestias contrarias, pero sin
tener noción de lo bello ni de lo verdaderamente placentero, que por otra parte son incapaces de
disfrutar. ¿Qué razonamiento podría reformar los impulsos vitales de esas personas? Es, si no
imposible, por lo menos difícil mediante la razón influir en hábitos tan antiguos y arraigados en el
carácter. Y hasta hemos de contentarnos si logramos participar de la virtud en aquellas ocasiones en
que logramos disponer de todas las cosas necesarias para ser buenos.

Algunos opinan que los hombres llegan a ser buenos por naturaleza, otros, que por costumbre, otros,
que por la enseñanza. Está claro que el buen natural no depende de nosotros sino que por alguna
causa divina se encuentra en los que llamamos con razón afortunados. Respecto de la palabra y el
magisterio, es de temer que no tengan la misma fuerza en cualquiera sino que se debe previamente
haber cultivado con hábitos el alma del discípulo (como se hace con la tierra que ha de nutrir la
semilla) para que proceda rectamente en sus placeres yen sus odios. De otro modo, el que vive según
sus pasiones no comprenderá (ni siquiera escuchará) los argumentos que traten de apartado de ellas;
y ¿cómo sería posible reformar a quien está así dispuesto?

No parece en general que la pasión pueda ceder a la razón sino a la fuerza. En consecuencia, es
preciso preparar de algún modo el carácter familiarizándolo con la virtud y enseñándole a amar lo
bello y abominar de lo vergonzoso. Pero, sin haberse criado bajo leyes adecuadas, es difícil recibir
desde la adolescencia una recta dirección orientada a la virtud, porque no es agradable al vulgo, ni
menos a los jóvenes, vivir moderada y austeramente. Por consiguiente, las leyes deben normar la
educación y los oficios juveniles, que, una vez que se hayan vuelto habituales, dejarán de ser penosos.
Pero tampoco, sin duda, es suficiente que los jóvenes reciban una educación y una disciplina
adecuadas sino que es necesario que al llegar a la madurez pongan en práctica esos preceptos y se
habitúen a ellos; para lo cual también hacen falta leyes, como en general para toda la vida, porque los
hombres obedecen más a la coacción que a la razón, y al castigo más que al honor. Y por esto piensan
algunos (13) que, así como los legisladores deben exhortar a la virtud e incitar a ella por la sola
consideración del bien, suponiendo de que obedecerán los que hayan sido ya inducidos a hábitos
virtuosos, así también deben penar y sancionar a los desobedientes y de mala condición; y en cuanto
a los incurables, desterrarlos en absolutO (14). Porque, arguyen, el hombre honesto y que vive para el
bien se sujeta a la razón; pero al malo que va tras el placer hay que castigarlo como a una bestia de
carga. Y por esto agregan que deben aplicarse las penas que más se opongan a los placeres favoritos.

Así, pues, si, como hemos dicho, son necesarios la buena crianza y los buenos hábitos para llegar a ser
hombre de bien, y que pueda vivir en quehaceres honestos sin hacer el mal ni voluntaria ni
involuntariamente, todo esto no podrá alcanzarse si los hombres no son apremiados por cierta razón
y mandamiento recto investidos de fuerza. Fuerza de la que carece la patria potestad, así como en
general la autoridad de un hombre solo, a menos que sea rey o algo semejante. Sólo la ley tiene el
poder coercitivo necesario, puesto que es la expresión de una peculiar prudencia y razón. A los
hombres que se oponen a nuestros impulsos, aunque procedan rectamente, los consideramos
enemigos; en cambio la ley no es odiosa cuando prescribe lo justo. Pero sólo en la ciudad de Esparta,
y algunas pocas más, la legislación se preocupa por la educación y los quehaceres de los ciudadanos,
mientras que en la mayoría de las ciudades estos asuntos son vistos con desprecio, viviendo cada uno
como le da la gana y gobernando a su mujer y a sus hijos a la manera de los cíclopes (15). Lo mejor
sería que en esto hubiese una adecuada asistencia pública, pero cuando la comunidad no se interesa
por esto, puede admitirse que cada uno asista a sus hijos y amigos en la práctica de la virtud, con las
facultades necesarias para llevarlo a cabo o por lo menos para intentarlo. Sin embargo, por lo que
hemos dicho, parece que quien mejor podrá hacer esto será el hombre que llegue a ser legislador
animado de tales propósitos, puesto que si los reglamentos comunes son establecidos por las leyes,
los reglamentos satisfactorios son los debidos a las buenas leyes (sin que importe que se trate de
leyes escritas o no; ni que mediante ellas se eduque a uno solo o a muchos, ni tampoco que se trate
de música o gimnástica u otros ejercicios). Porque así como los preceptos legales y las costumbres
tienen vigencia en las ciudades, así también las palabras y los hábitos paternos prevalecen en los
hogares, más aún por cuanto intervienen el parentesco y los servicios, como quiera que los hijos están
naturalmente dispuestos a amar y obedecer a sus padres.

Además, la educación particular es superior a la colectiva, como pasa en la medicina. Al calenturiento


generalmente le vienen bien el reposo y la abstinencia, pero a una persona concreta puede no serle
de provecho; y por cierto que el maestro de pugilato no propone el mismo estilo de lucha a todos sus
discípulos. Por lo tanto, puede admitirse que la asistencia individual alcanzará mejores resultados en
cada caso particular, porque cada uno logra entonces lo que más le conviene; sin embargo, los
mejores cuidados, aun en casos individuales, podrá prestarlos el médico, el maestro de gimnástica y
otra persona cualquiera que tenga conocimiento general de lo que conviene a todos o a cierta clase;
las ciencias, en efecto, son de lo universal, como sus nombres lo indican. Nada impediría, incluso a un
hombre privado de la ciencia, tratar convenientemente un caso particular, bajo la condición de
haberlo observado empíricamente y con todo cuidado; y es así como algunas personas parecen ser
para sí mismas los mejores médicos, aunque serían incapaces de ayudar a otros. Con todo, debemos
convenir en que todo el que quiera ser experto en algún arte o ciencia ha de remontarse al principio
general y conocerlo tanto como pueda, porque, como dijimos, éste es el objeto de las ciencias. Y así
también conjeturamos que todo el que quiera mediante la educación mejorar a sus semejantes, ya se
trate de muchos o de pocos, debe esforzarse por convertirse en legislador, si es por las leyes como
podemos hacernos hombres de bien; porque no cualquiera es apto para conformar bien el carácter
del primero que se le confíe. Esto es prerrogativa, (si es que de alguno) del que sabe, trátese de la
medicina o de cualquier otras disciplinas que requiera para su ejercicio de cierto tratamiento y
prudencia.

Después de lo que hemos dicho ¿no debemos considerar de dónde o cómo podrá uno hacerse
legislador? ¿Será como en las otras ciencias, es decir, recibiendo esta disciplina de los políticos,
puesto que, según veíamos, la legislación es una parte de la política? ¿O existe una diferencia notable
entre la política y las demás ciencias y facultades? Efectivamente, en estas otras se ve que los que
imparten una facultad y los que la practican, como es el caso de los médicos y los pintores, son los
mismos, mientras que en política los sofistas hacen profesión de enseñada pero ninguno la practica,
sino que quienes lo hacen son los políticos. Y éstos, a parecer, la practican más bien que por un
razonamiento abstracto, por cierta facultad natural y con ayuda de la experiencia. Aunque sería más
bello que pronunciar arengas ante los tribunales y el pueblo, no vemos a los políticos escribir ni hablar
sobre estos temas, ni vemos tampoco que hayan hecho hombres de Estado a sus hijos o a algunos de
sus amigos. Sin embargo, es lógico pensar que de haber podido lo hubieran hecho, porque habría sido
el mejor legado para su ciudad, y nada mejor que la competencia política para sí mismos o para los
seres que les son más queridos podrian haber deseado. Aparte, está claro que mucho contribuye la
experiencia; si no, no se formarían los políticos por la familiaridad con la política, como de hecho se
forman; por lo que no puede dudarse que quienes aspiran a la ciencia política también necesitan de la
práctica. Pero los sofistas, que hacen profesión de enseñar esta ciencia, están muy lejos de hacerlo,
porque no saben en absoluto ni qué es ni a qué cosas se aplica; si así no fuese, no la hubieran
confundido con la retórica o inclusive supeditado a ella (16), ni se imaginarían que es fácil promulgar
una legislación con sólo elegir las mejores de entre las leyes que se han aprobado, como si la
selección, lo mismo que en las obras musicales, no fuese ya una obra de comprensión, y el recto juicio
el punto capital. Los que pueden apreciar correctamente sus producciones y entender los medios y el
método para alcanzar en ellas la perfección, y cuáles elementos armonizan con cuáles otros son los
expertos en cada arte. En cuanto a los aficionados inexpertos, deben contentarse con que no se les
escape si la obra ha sido bien o mal ejecutada, como, por ejemplo, en pintura. Ahora bien, las leyes
son, por decido así, las obras de arte política. ¿Cómo, pues, por la sola colección de ellas podrá uno
hacerse legislador o siquiera juzgar cuáles son las mejores? No vemos que los médicos se vuelvan
hábiles estudiando sólo los recetarios. Sin embargo, se busca en éstos no sólo indicar la terapéutica
general sino también métodos de curación y tratamientos adecuados a casos particulares,
distinguiendo los diversos temperamentos; y esto, que puede ser provechoso para los expertos, es
absolutamente inútil para quienes no poseen la ciencia. Del mismo modo, las compilaciones de leyes
y constituciones son de gran utilidad, sin duda, para los que ya están aptos para estudiarlas y apreciar
en ellas lo que está bien o lo que está mal, así como cuáles leyes son aplicables en determinadas
circunstancias. En cambio, los que recorren tales compilaciones sin poseer previamente estos hábitos
no están en condiciones de juzgar acertadamente, salvo por instinto, aunque quizá puedan aguzar un
tanto su inteligencia política con dicho estudio.

Por consiguiente, como nuestros predecesores han omitido explorar el dominio de la legislación,
quizá tenga algún valor que nosotros mismos lo consideremos, junto con toda la materia de la
constitución política, para, en cuanto nos sea posible, llevar así a su fin la filosofía de lo humano. En
primer lugar, nos afanaremos en revisar todo lo que dijeron nuestros precursores, que, aunque
fragmentario, tiene sus aciertos. Luego, trataremos de distinguir entre las constituciones que hemos
reunido (17) cuáles instituciones pueden conservar y cuáles destruir las ciudades y producir efectos
semejantes en las constituciones en particular; y por qué causas unas ciudades están bien
gobernadas, y otras no. Una vez consideradas estas cuestiones, discerniremos cuál es la mejor
constitución, y cómo debe implantarse cada una en particular, y a qué leyes y costumbres se ha de
recurrir. Empecemos, entonces, a hablar de esto ...

NOTAS

(1) Los antagonistas son Eudoxio y Espeusipo, así como las escuelas por ellos fundadas.
(2) Fílebo, 60 B-E.

(3) Ibid., 24 E, 31 A.

(4) Ibid., 53 C-54 D.

(5) Ibid, 31 E-32 B

(6) Física, VI-VIII.

(7) Fr. 9, Die1s.

(8) Principe escita que viajó por Grecia, y a quien se atribuyen numerosos aforismos.

(9) Los comentaristas ven una alusión a Eurípides (fr. 1040) Y a Pindaro (Istmicas, 4, 16).

(10) Herodoto, 1, 30-32. En su conversación con Creso, Solón menciona a Tello el Ateniense como el
hombre más feliz que ha conocido por reunir esas condiciones de próspera medianía dentro de las
cuales todo le ha sucedido bien.

(11) Diels, 46 A.

(12) Fr. 432

(13) Platón: Leg., 722 D.

(14) Platón: Prot., -325 A.

(15) Homero: Od., IX, 114.

(16) Isócrates: Antidosls, 80.

(17) La colección de 158 constituciones de ciudades griegas que compiló o hizo compilar Aristóteles, y
de las cuales sólo se ha podido descubrir la constitución de Atenas.

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