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El Hijo de Dios y su historia redentora


Curso 2020- 2021

A través de “LA VOCACIÓN DE SAN MATEO”


Michelangelo Merisi, Caravaggio (1571, Milán - Porto Ércole, Grosseto
1610) 1599-1602
Capilla Contarelli, Iglesia de San Luis de los Franceses de Roma

La historia de la salvación envía, pues, también a quien la


honra, hacia la historia profana, que sigue siendo oscura, sin
interpretar, inabarcable tarea, y le manda aguantar en ella,
probarse en ella, creer desde lo no interpretado en su sentido,
aceptar así precisamente a Dios como la salvación… El cristiano está obligado a la historia, tiene que hacerla
1 y que sufrirla. No puede encontrar lo eterno sino en lo temporal… y por tanto tiene el derecho y el deber
de relativizar la historia temporal y, a la vez, tomarla en serio, porque ya la sabe superada por medio de
Cristo. K. RAHNER, Historia del mundo e historia de salvación: Escritos de teología V (Madrid 1964) 130-133.
El corazón del Señor, es el conocimiento de Dios, el que reposa sobre él será teólogo (…) Si eres teólogo,
2 verdaderamente orarás, y si oras de verdad serás teólogo. EVAGRIO PÓNTICO, Obras espirituales, (Madrid 1995), A los monjes,
120. Tratado de oración, 61

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el
3 primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre
y le descubre la sublimidad de su vocación (…) El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el
hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer
pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad
sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos
de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros,
excepto en el pecado (…) Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de
buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación
suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu
Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual.
Gaudium et Spes (GS 22).

Si toda Religión presenta una revelación de Dios al hombre, en el cristianismo esta revelación no tiene lugar en
una realidad natural, como sucede en las religiones llamadas cósmico-biológicas, en las que el cuerpo
4 hierofánico fundamental está constituido por las diferentes partes del cosmos o la naturaleza; ni en un
acontecimiento histórico, como sucede en Israel que descubre la presencia de Dios en las maravillas que
ha realizado con su pueblo; sino en una persona histórica: Jesús de Nazaret, en el que reside corporalmente la
plenitud de la divinidad. Esto significa que en el cristianismo Jesús constituye el sacramento originario, ya que
en la visibilidad de su figura, sus palabras, sus acciones, sus actitudes y, en suma, su vida y su muerte, se hace
visible al amor salvador de Dios. J. MARTÍN VELASCO, El hombre y la religión (Madrid 2002), 48.

Volver a Jesucristo. Es lo primero y más decisivo: poner a Jesucristo en el centro de nuestra fe. Todo lo
5 demás viene después. ¿Qué puede haber más necesario y urgente para los cristianos que despertar en
1. INTRODUCCIÓN. El Hijo de Dios y su historia redentora (El Cristo en quien creemos y a quien seguimos)
Rosa Ruiz, rmi

nosotros la pasión por la fidelidad a Jesús? Ya no basta cualquier reforma o aggiornamento. Necesitamos
volver al que es la fuente y el origen de la Iglesia: el único que justifica su presencia en el mundo. Arraigar
nuestra fe en Jesucristo como la única verdad de la que nos está permitido vivir y caminar de manera creativa
hacia el futuro. Recuperar lo esencial del Evangelio, renacer juntos del Espíritu de Jesús.
Entrar por el camino abierto por Jesús. Los cristianos tenemos imágenes bastante diferentes de Jesús. No
todas coinciden con la que tenían de su Maestro querido los primeros hombres y mujeres que lo conocieron
de cerca y lo siguieron. Cada uno nos hacemos nuestra idea de Jesús. Esta imagen interiorizada desde niños a
lo largo de los años condiciona nuestra forma de vivir la fe. Desde esta imagen escuchamos lo que nos predican,
celebramos los sacramentos y configuramos nuestra vida cristiana. Si nuestra imagen de Jesús es pobre y
parcial, nuestra fe será pobre y parcial; si está distorsionada, viviremos la experiencia cristiana de manera
distorsionada.
No basta con decir que aceptamos todas las verdades que la Iglesia propone acerca de Cristo. La fe viva y
operante solo nace en el corazón de quien vive como discípulo y seguidor de Jesús. Es esencial e irrenunciable
confesar a Cristo como «Hijo de Dios», «Salvador del mundo» o «Redentor de la humanidad», pero sin reducir
nuestra fe a una «sublime abstracción». No es posible seguir a un Jesús sin carne. No es posible alimentar la fe
solo de doctrina. Necesitamos un contacto vivo con su persona: conocer mejor su vida concreta y sintonizar
vitalmente con él. Necesitamos captar bien el núcleo de su mensaje, entender mejor su proyecto del reino de
Dios, dejarnos atraer por su estilo de vida, contagiarnos de su pasión por Dios y por el ser humano. ¿Qué
podemos hacer?
Los cristianos de las primeras comunidades se sentían seguidores de Jesús más que miembros de una nueva
religión. Según Lucas, las comunidades están formadas por personas que han conocido el «Camino del Señor»
(Hch 18,25) y, atraídas por Jesús, han entrado por él. Se sienten «seguidores del Camino» (Hch 9,2). La carta a
los Hebreos precisa que es «un camino nuevo y vivo, inaugurado por Jesús para nosotros» (Heb 10,20). Un
camino que hemos de recorrer viviendo una adhesión plena a su persona, «con los ojos fijos en Jesús, el que
inicia y consuma la fe» (Heb 12,2). Más tarde, el evangelio de Juan lo resume todo poniendo en labios de Jesús
estas palabras: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
Por desgracia, tal como es vivida hoy por muchos, la fe cristiana no suscita «seguidores» de Jesús, sino solo
adeptos a una religión. No genera «discípulos» que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos
al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen mejor o peor sus obligaciones religiosas.
Muchos de ellos corren el riesgo de no conocer nunca la experiencia más originaria y apasionante el encuentro
personal con Jesús. Nunca han tomado la decisión de seguirle. Sin embargo, como ha dicho Benedicto XVI, «no
se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (DCE 1).
La renovación de la fe está pidiendo hoy pasar de unas comunidades formadas mayoritariamente por
«adeptos» a unas comunidades de «discípulos» y «seguidores» de Jesús, el Cristo. ¿Cómo entrar por ese camino
abierto por Jesús?
Volver a Galilea. Los relatos evangélicos han sido compuestos para ofrecernos la posibilidad de conocer ese
camino abierto por Jesús. Es lo que sugiere el mensaje que reciben las mujeres junto al sepulcro la mañana de
Pascua: «Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado. No está aquí». No hay que buscarlo en el
mundo de los muertos. ¿Dónde puede ser encontrado por sus seguidores? Hay que volver a Galilea: «El va
delante de vosotros. Allí lo veréis» (Me 16,7). Hemos de ir a Galilea, volver al inicio. Hacer el recorrido que
hicieron los primeros discípulos siguiendo la llamada de Jesús: escuchar de nuevo su mensaje, aprender su
estilo de vida al servicio del reino de Dios, compartir su destino de muerte y resurrección. J. A. PAGOLA, en Fijos los ojos
en Jesús, D. A LEIXANDRE – J. MARTÍN VELASCO – J. A PAGOLA, (Madrid PPC 2012), 141-144.

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