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Situación de la mujer

(...) ¿Cómo viven las mujeres hoy? ¿Qué son para nosotros los hombres? Si la mujer pertenece a la clase
alta, es un sencillo objeto de lujo con unos derechos muy restringidos. Lectura, escritura, un poco de
historia y geografía, pintura, un par de idiomas, música, baile, unas nociones de costura y una gran dosis de
religión. De ahí no pasa. Con esto tiene suficiente para lucir en los salones de contratación de
matrimonios (...) se le perdonará que olvide lo poco que ha aprendido en la escuela, pero no se le
perdonará que deje de vestir a la última moda. De una gran señora se dice siempre: "viste muy bien", "es
muy elegante", pero pocas veces puede decirse que es inteligente (...). Es cierto que las leyes le dan el
derecho de heredar y poseer bienes, pero en muchos casos no puede disponer de ellos sin el
consentimiento del padre o el marido. (...)
Tristísima es la condición de la mujer obrera (...). Apenas acaba de salir de la cuna ya se ocupa de las
tareas domésticas o de ir al taller. (...) Y allí cose, teje, padece y se agota, y suda sangre y agua,
debilitando su organismo durante diez o más horas para llevar al final de la semana unas monedas que no son
suficientes ni para pagar al médico o al boticario, que curen las enfermedades contraídas durante el trabajo.
(...)
Añadid a todas estas miserias de orden económico las amarguras de su condición moral y el abandono
intelectual que padece, tanto si es pobre como rica, y no digamos si la mujer es esclava de un esclavo. (...)
Ella nada sabe de sus derechos, sobre ella sólo recaen deberes (...). Deberes de sumisión, deberes de
obediencia, deberes de resignación, deberes de hija, deberes de esposa, deberes de madre, siempre
deberes y más deberes.

"A las mujeres ". Conferencia de José F. Prat dirigida al Centro Obrero de Barcelona. (1903). Reproducido en
J. ARÓSTEGUI y otros, Historia. 2."Bachillerato, Barcelona, Vicens Vives, 2006, p. 216.

TIPO DE TEXTO

Fuente primaria. Fragmento de la conferencia titulada: “A las mujeres”, 1903 de Josep Prat.
AUTOR: Josep Prat (Barcelona, 1867 - 1932) fue un sindicalista español, considerado uno de los
configuradores del anarcosindicalismo.
Militó en el Partido Republicano Democrático Federal, pero se convirtió al anarquismo hacia el año 1890. En
1896, huyendo de la represión imperante en Barcelona durante el proceso de Montjuic, fue a vivir en Vigo a
casa de Ricardo Mella. Del 29 al 31 de julio de 1896 asistió a la Conferencia anarquista de Londres
representando los anarquistas españoles. En 1907 participó en la organización de Solidaritat Obrera en
Barcelona. Contrario al anarquismo individualista e intelectualista influido por Max Stirner y Friedrich Nietzsche,
procuró de hacer una crítica coherente del socialismo marxista y finalmente fue un decidido defensor y
configurador del anarcosindicalismo. Entre 1909 y 1910 recorrió diferentes localidades de Cataluña (Sant Feliu
de Guíxols, Tarrasa, Valls) exponiendo su concepción sobre el sindicalismo y el socialismo, insistiendo en la
necesidad que el Sindicalismo debía ser totalmente autónomo y que por lo tanto no podía estar sometido a la
dirección de ningún partido político.
Polemizó desde las páginas de Tierra y Libertad y de El Obrero Moderno con socialistas y lerrouxistas.
Colaboró con los periódicos El Productor (1901-1906), Tierra y Libertad (1906-09), La Publicitat, La Campana
de Gràcia, La Aurora Social (órgano de la Federación de Sociedades Obreras de Zaragoza) (1910) y
Solidaridad Obrera (1918).
Tradujo al castellano a Luigi Fabbri, Pietro Gori, Jean Grave, Piotr Kropotkin, Augustin Hamon, Errico Malatesta
y Elisée Reclus. Desde el 1911 se alejó de la militancia y no participó en más actos públicos
La conferencia fue impartida en un circulo obrero estos tienen una gran importancia en el periodo inicial del
movimiento obrero que se desarrolla de manera autóctona, sin apenas contactos ni influencias de otros países
europeos. Las escuelas y círculos obreros, además de los periódicos, tienen una importancia clave. En ellos
se van a formar los primeros militantes y a través de ellos se van a difundir las ideas de los primeros socialistas
europeos, los llamados socialistas utópicos: Owen, Cabet, Fourier. .. Aunque inicialmente esta influencia sólo
alcanza a un núcleo reducido de intelectuales, éstos se encargarán de difundir estas ideas entre la clase obrera
propagándose con la velocidad de la pólvora.
Dos círculos obreros destacan por su significación histórica, El Ateneo Catalán de la Clase Obrera fundado en
1861 en Barcelona y El Fomento de las Artes en 1847 en Madrid

ANÁLISIS DEL DOCUMENTO


El autor distingue entre las mujeres de clase alta y las mujeres obreras. Sintetiza, en primer lugar y a
grandes trazos, un esquema del modelo femenino burgués: ligero barniz cultural, matrimonio, maternidad y
elegancia en el vestir como ostentación del poder económico del marido. La mujer obrera, vuelve a sintetizar,
ligada al trabajo manual durante largas jornadas, mal pagada, mal alimentada y en riesgo siempre de caer
enferma.
Ambos prototipos de mujer sufren por igual “el abandono intelectual”, es decir, la no conciencia de sus
derechos, que no puede aflorar en ellas por la carga moral, instalada en sus conciencias desde la niñez, de una
larga lista de deberes

COMENTARIO DEL DOCUMENTO

CONTEXTO HISTÓRICO
Alfonso XIII accede al trono en 1902, Los partidos dinásticos, tras la desaparición de sus dos grandes líderes,
vivieron crisis por las disputas internas y la ausencia de liderazgo fuerte.. A pesar de todo, el sistema de turno
se mantuvo, Una nueva generación de políticos, influida por el regeneracionismo, impulsó los más importantes
proyectos de reformas desde el interior del sistema, aunque el miedo a aceptar los riesgos de una verdadera
participación democrática mantuvo el turno dinástico y el falseamiento electoral, imposibilitando así la
democratización real del régimen. En 1903 estaba en el gobierno el partido conservador y en este gobierno se
hace una reforma de la ley electoral y se adoptan medidas económicas

COMENTARIO
La mujer en España no fue nunca contemplada como una persona y una ciudadana independiente
antes del último cuarto del siglo XX, con un breve paréntesis en la Segunda República. Su dependencia
y desigualdad respecto al varón abarcaba el plano jurídico, el político, el social, el laboral y el educativo.
Desde un punto de vista jurídico, el Código Civil de 1889, que recogía algunos de los principios del
de 1851 sobre los derechos de las mujeres, no la consideraba completamente persona jurídica aunque
distinguía entre casadas y solteras. La mujer casada no podía ni comprar ni alquilar ni vender sin permiso
del marido, aunque los bienes fueran de su propiedad. Tampoco podía ejercer una profesión ni declarar ante la
justicia sin permiso marital. A la soltera, sin embargo, aunque en otros aspectos sufría más discriminaciones
que la casada, se le permitía libertad mercantil para gestionar su patrimonio. El Código Civil establecía también
otras diferencias significativas: la infidelidad femenina era considerada como adulterio y estaba penada; la
masculina, si se producía sin escándalo, era permitida legalmente. El Código establece una pena de cadena
perpetua para la mujer que cometa un crimen pasional pero si el crimen es cometido por un hombre, su castigo
es sólo el exilio, entre seis meses y seis años.
En el plano de los derechos políticos, la mujer no fue considerada ciudadana hasta 1931, en que la
Constitución de ese año estableció el sufragio universal permitiendo que, por primera vez, más de seis millones
de españolas votaran en las elecciones de 1933.
Desde un punto de vista social, la mujer era considerada como un ser mas débil que el varón. Se
pensaba que no estaba, por naturaleza, dotada para tareas especulativas que requirieran usar la inteligencia
abstracta o la reflexión. Estos “defectos” los compensaba con su sensibilidad, abnegación y capacidad de amor
a sus semejantes. Con estas premisas se había construido la división sexual de las funciones sociales: los
hombres debían ocuparse del mantenimiento económico del hogar; las mujeres, de la educación de los hijos y
de los asuntos de organización doméstica. La autoridad en el hogar, según el Código Civil, la detentaba el
marido, cuyas órdenes no podían ser desobedecidas por la mujer bajo pena de cárcel de entre 5 y 15 años.
El papel de la mujer en la sociedad española del siglo XIX venía determinado por el predominio de
los valores burgueses, unido a la tradicional concepción católica y conservadora. Se esperaba de ellas
que se casaran, que fueran madres y esposas, y que limitasen sus actividades al hogar y a las relaciones
sociales familiares. Su educación era acorde con esas expectativas: un pequeño barniz cultural, conocimientos
de las tareas domésticas y una estricta moralidad A partir de 1868, aumentaron las demandas de mayor
acceso a la educación para las mujeres, pero, en general continuaron alejadas de universidades y empleos.
Por supuesto, todo ello afectaba sólo a las jóvenes de clase alta o media. Las obreras, las campesinas y las
jornaleras eran fuerza de trabajo como sus hijos y sus maridos, aunque una profunda hipocresía extendía el
ideal de familia burguesa al conjunto de la sociedad.
Laboralmente se consideraba que trabajar a cambio de un sueldo era propio de la clase obrera por lo que,
entre mujeres de la burguesía, no se planteaba la cuestión salvo en caso de extrema necesidad, que se
procuraba remediar encontrando a un marido que les evitase el trabajo fuera del hogar. Las mujeres de las
clases económicas inferiores, sin embargo, habían trabajado siempre. Pues no existía el concepto de salario
familiar. Antes de la industrialización colaboraban en el campo con los hombres, se ocupaban en exclusiva del
hogar, del cuidado de los niños y además eran las encargadas de elaborar los productos domésticos que aún
no se comercializaban: pan, jabón, ropa, etc. La industrialización cambió la vida de mujeres y hombres de
la clase obrera: largas jornadas de trabajo, hogares sin condiciones de habitabilidad y sueldos que sólo
permitían cubrir las necesidades básicas. Se consideraba, sin embargo, que la mujer no tenía las mismas
capacidades que el hombre y, por lo tanto, su trabajo era considerado complementario y se pagaba peor, entre
un 50% y un 60% menos. Bien es cierto que la no mecanización de determinadas tareas requería aún una gran
fuerza física, pero también lo es que, al querer reproducir la clase obrera el patrón burgués, el ideal femenino
obrero era no trabajar fuera del hogar y, por tanto, las mujeres no se preocuparon por su promoción profesional
y se resignaron a las tareas industriales más secundarias. Otro campo laboral copado prácticamente por la
mujer obrera fue el trabajo doméstico en casas de la burguesía, donde además de tener la manutención
asegurada obtenían un pequeño sueldo a cambio de jornadas con horarios interminables.
La presencia femenina en otros terrenos laborales era prácticamente nula pues no hubieran sido fiables
mujeres médicas o abogadas, por ejemplo. Por ley tenían prohibidas determinadas profesiones como la de juez
o notario. Tan sólo el magisterio era una profesión aceptada socialmente para ellas por cuanto se relacionaba
con la educación de los hijos y la transmisión de valores tradicionales.
La escolarización de los hijos de la clase obrera fue una cuestión que no se planteó hasta bien entrado el
siglo XIX, y menos la de las niñas, que se consideraba una cuestión secundaria. El avance más importante
del siglo XIX fue la Ley Moyano de 1857, que establecía la obligatoriedad de acudir a la escuela para todos
los niños y niñas entre 6 y 9 años pero, en la práctica, la escolarización total no se llevó a término. Todavía en
1930 el analfabetismo de las mujeres fue un 15% más elevado que el de los hombres, y a nivel de toda España
en las escuelas de primaria había cuatro niños por cada niña escolarizada.

Valoración
Precedentes y consecuencias
Los primeros planteamientos de la doctrina que hoy conocemos como Feminismo se dieron en el
pensamiento de los filósofos y de las mujeres de letras del siglo XVIII. Así, durante la Revolución
Francesa aparecen asociaciones de mujeres que demandan que la libertad, la igualdad y la fraternidad se
apliquen sin distinción de sexos. Estas ideas fueron desatendidas cuando se impuso en Europa el modelo
de Código Civil de Napoleón, que consagraba jurídicamente la dependencia de la mujer a la autoridad
del padre o el marido y su influencia abarcó todo el siglo XIX.
En el siglo XIX y primeros años del siglo XX todas las mujeres sufrían una desigual situación frente a los
hombres en varios aspectos de sus vidas pero la mujer obrera padecía una triple discriminación: la misma
explotación que los hombres en el trabajo, menor sueldo por la misma dedicación y la exclusividad de las
tareas domésticas que recaían sobre ella. A estas tres discriminaciones hay que añadir todas las que también
padecían las mujeres de las clases acomodadas
Las primeras protestas femeninas aparecieron en Inglaterra y en Francia, cuando el denominado
movimiento Sufragista luchó por conseguir el derecho al voto para la mujer. Sin embargo, el movimiento
sufragista no tuvo en España la misma trascendencia que en estos países europeos. Las primeras
mujeres que destacaron en la defensa de la mujer, como Dolors Monserdà, Teresa Claramunt o María de
Echarri centraron sus reivindicaciones en el terreno de las mejoras laborales y no tanto en la demanda del
derecho político al sufragio. Fue a partir de 1918, y con la generación próxima a la Segunda República,
cuando se exigió el voto femenino como derecho incuestionable. Destacaron en este sentido Clara
Campoamor o Victoria Kent.
La equiparación de los sexos no llegó a España hasta 1931, pero, tras el breve paréntesis republicano, el
franquismo retornó al Código Civil de 1889 y se volvió a consagrar la inferioridad jurídica de la mujer.
La Constitución de 1978 establece la igualdad de sexos en todos los ámbitos, como símbolo del
sistema democrático.

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