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L.·. I.·. F.·.

Masonería en la Sociedad del Espectáculo

En 1967, cuando aún no se intuía Internet, ni las comunicaciones globales, ni la telefonía


móvil, ni el capitalismo sin frenos que marca nuestra agenda diaria, el pensador francés Guy
Débord predijo que el siguiente paso de la sociedad capitalista era convertirse en Sociedad del
Espectáculo: «todo aquello que antes se vivía», afirmó, «se ha convertido en mera
representación». Según Débord y gran parte de la crítica situacionista la premisa característica
de esta nueva sociedad es que se dejan de vivir o experimentar los acontecimientos para
presenciarlos a través de espejos y lentes superpuestas, los medios de comunicación. Así, los
actores se convierten en espectadores; lo activo se convierte en pasivo y miles de millones de
personas caen bajo el control de las grandes corporaciones como los protagonistas de Un
mundo feliz, dependientes de la droga y la fiesta-espectáculo continuos.

El «soma» de nuestros días es la televisión, dios indiscutible de cada casa. El espacio antaño
dedicado al hogar de leña, donde la familia se reunía para explicarse historias a la lumbre, se
reserva ahora a los rayos catódicos. Es más: Internet, que debía ser la gran esperanza
democratizadora de la comunicación de masas, corre el riesgo de convertirse en un nuevo
impuesto a la realidad: las cosas y las personas no son de manera oficial hasta que no lo
refrendan públicamente las redes sociales.

La sociedad del espectáculo no es sino una consecuencia lógica de la mercantilización de


todo: lo que Marx llamara «fetichismo de la mercancía» llega hasta cada uno de nosotros
gracias al efecto multiplicador de una sociedad de masas. Somos mercancía, y como tal,
somos mercancía mesurable, comparable y descartable. La realidad entera nos llega
mediatizada por el show que se nos ofrece como tal, y los debates de todo tipo (ideológicos,
sociales, económicos, simbólicos) vienen predeterminados por un proceso de creación de la
historia (noticias, propaganda, publicidad) en la que el consumo, la parte final del proceso, es
el corolario necesario para su realización. La realidad es, por tanto, ilusoria, y tan sólo válida
en tanto los medios la reconozcan y difundan como tal. Nuestra sociedad prefiere la
simulación a lo real.

En esta sociedad del espectáculo se exige que todo sea público: es el fin de la privacidad
como valor individual. Hace tiempo que se cruzó la fina línea que separa transparencia de
invasión. Sólo hace falta un mero ejercicio de análisis de producción cultural para cerciorarlo.
Fíjense en las últimas 50, 100 o 150 películas que hayan visto emitidas por TV. En gran
cantidad de ellas, el desenlace final (amoroso, de acción, de intriga) tiene lugar ante cientos de
espectadores que aplauden finalmente a los héroes. Es la situación idealizada de la sociedad
del espectáculo: el bien gana al mal, o los amantes se reúnen, o el asesino es descubierto, ante
miles de espectadores (millones, en las escenas que ficticiamente se transmiten por TV) que,
con su aplauso, dan el marchamo de oficialidad al desenlace. En nuestra sociedad, no es
importante «ser», sino «parecer»: somos a través de la aprobación externa, es decir, somos
porque los demás nos aprueban. Y en la sociedad de masas, somos, por tanto, espectáculo. O
aspiramos a serlo, que es lo mismo. El mundo, pues, es real en cuanto a que existe, pero irreal
e ilusorio por cuanto tan sólo lo que se emite por los medios existe en el consenso social.

Este fin de la privacidad, que obtiene su certificado masivo a través de los «reality shows» y
de la localización constante a través de teléfonos móviles o Internet, implica la sospecha
automática ante toda situación, individuo o grupo que impida el paso de los medios de
comunicación o que defienda su derecho, cada vez más vulnerado, a la intimidad. Por
carambolas del destino, el capitalismo avanzado y el estalinismo coinciden en la preferencia
del «bien común» (espectáculo de masas, seguridad) ante los derechos individuales.

No hace falta ser filósofo ni haber leído a los situacionistas para ver el enorme abismo que
separa la visión del mundo de la Francmasonería con respecto a esta nueva i-realidad
impuesta por el capitalismo moderno. En efecto allá donde la Orden defiende la esencia, se
opone a la apariencia; allá donde defiende la introspección, se opone al espectáculo; allá
donde defiende el diálogo, se opone a la pasividad; allá donde exige su discreción, se opone al
fin de la intimidad. La Francmasonería es hija de una época de Ilustración y progresos no sólo
técnicos, sino también humanistas. Y está, hoy en día, inserta en una sociedad de lo aparente,
una sociedad de la mercancía como bien máximo por sí mismo, y, por tanto, hostil a los
valores de Rousseau, Montesquieu o Newton.

Ante este divorcio entre los intereses mayoritarios de sociedad y las características esenciales
de nuestra Orden se plantean serias dudas acerca de nuestro papel en la actualidad.

La Masonería, un reducto de lo real


Como hemos dicho, la Masonería es ante todo vivencial. Vivencial, que no representacional:
el misterio iniciático es algo tan íntimo que difícilmente se puede comunicar con imágenes, y
mucho menos simular. La representación, lo irreal, no tiene lugar en una experiencia personal
e intransferible. La experiencia vivida en la iniciación, pues, queda separada de la norma
profana de la representación.

Y si esto ocurre en una sola ceremonia, ¿qué decir de la vivencia continuada, regular,
habitual, de la vida en Logia? A fuerza del continuado contacto con los Hermanos y
Hermanas, llegamos a conocerlos en una manera mucho más profunda e intuitiva de lo que
llegarán a conocerlos sus compañeros de trabajo o sus vecinos. Porque en Logia no cabe la
representación, y porque ninguna simulación podría pasar el largo escrutinio de una vida en
común.

Por otra parte, cada Logia, cada taller, se define como un espacio abierto al diálogo entre
pares, y, por tanto, un espacio en el que la norma unívoca del mundo profano (millones de
espectadores, escasos emisores) no rige. Como hemos anticipado, donde hay diálogo,
pluralidad, libre pensamiento, no puede haber pasividad. Cada hermano o hermana es
imprescindible, cada hermano o hermana aporta y aprende, a lo largo de un diálogo que se
extiende más allá de las puertas de cada templo. Lo que hagas, te hará, es uno de los lemas de
nuestra Orden. Cada uno escoge y talla su piedra, en lugar de permitir que otros la tallen por
él.

¿Qué caminos puede emprender la Masonería ante esta omnipresente Sociedad del
Espectáculo, y qué peligros encierra cada uno?

• La presencia en sociedad Sin duda, una de las metas que la Orden ha intentado
cumplir en los últimos tiempos podría definirse como una «presencia normalizada» en
la Sociedad. Explicar a las fuerzas que componen el mundo en que vivimos que somos
una organización civil, iniciática, racionalista, preocupada por los problemas vigentes
de nuestro entorno desde una defensa absoluta de los Derechos Humanos y la justicia
social. Se trata de una tarea ingente, por cuanto los viejos temores y leyendas
propagados por ideologías totalitarias y dogmáticas perviven en la sociedad menos
informada y, sobre todo, se nutren de la desinformación proveniente de minorías muy
ruidosas o de auténticos especialistas de la conspiranoia, siempre muy vocales a la
hora de propalar sus «descubrimientos» sin fundamento. Sin embargo, los peligros de
una exposición poco cuidada a los medios de comunicación son graves: la
banalización a la que incluso medios serios tienden, por razones de mercado, puede
acabar deformando la imagen que ofrecemos: es decir, en palabras de Débord, puede
acabar ofreciendo una simulación o espectáculo de la Masonería. En este campo, pues,
nuestra tarea debe ser, ante todo, didáctica, pedagógica, incansable.

• La conservación de la Modernidad Uno de los logros del sistema capitalista


avanzado es su aparente «superación» de los conceptos que caracterizan la
modernidad. Se trata del «fin de la Historia» que tan atrevidamente propuso Francis
Fukuyama. En este aparente «todo vale» preconizado por los ideólogos del
posmodernismo, las bases en que se asienta la Masonería, y toda lucha por un mundo
socialmente justo y solidario, pierden solidez ante el todopoderoso mercado que se
autorregula. Sin embargo, justamente en esta separación radica nuestro valor más
importante y caro: somos los portadores de la llama de la modernidad. Somos los
herederos, y por tanto los encargados de mantener intactos, de los valores de Libertad,
de Equidad, de Fraternidad, de Solidaridad, de Justicia social. Cada Masón, cada
Logia, cada Obediencia, es depositaria viva de una manera de entender el mundo que
dio a luz a la democracia, que acabó con tiranías seculares y que lucha contra la
superstición y la ignorancia allá donde éstas atenazan al Ser Humano. Ésta es nuestra
característica única, la piedra angular sobre la que construimos nuestro Edificio, y
nuestro deber es cuidarla y mimarla para que, como la semilla que se nos presenta en
la Cámara de Reflexión, perviva en las generaciones venideras. La labor es, pues, de
conservación. Pero no al estilo de un museo, en que las piezas expuestas carecen de
vida y son, por ello mismo, reflejos o representaciones de lo que fueron. Nuestra
conservación es la de valores vivos, la de especímenes que respiran y crecen más allá
de nuestros templos, por la propia esencia de la Masonería: llevad afuera la Luz
recibida.

• Una voz común De las dos tareas anteriores se desprende, pues, una necesaria
intervención en sociedad, en la medida en que cada Masón, cada Logia o cada
Obediencia pueda y estime necesario hacerlo. Justamente porque nos encontramos
nadando a contracorriente en una sociedad que, momentáneamente, adora la
representación, es nuestro deber intentar cambiar este estatus quo. Y eso sólo lo
podemos hacer desde la autenticidad que presupone la actividad cotidiana en los
talleres: el debate, el intercambio riguroso y fraternal de ideas y puntos de vista, la
reunión fraternal de Hermanos y a la vez amigos. Y la defensa pública de los valores
que nos caracterizan, pese a quien pese, de una manera unívoca e inequívoca. La tarea
es, en este caso, la de lograr una voz común y coherente que siente las bases comunes
a toda la Masonería adogmática. En ese sentido, nunca como ahora ha sido tan
necesaria la tarea de organismos interobedienciales como CLIPSAS, prestos a reunir
aquello que está disperso, como dice nuestro Ritual, en un mundo que tiende a la
dispersión, la fragmentación y la simulación.

He dicho.

Jordi Farrerons
S∴G∴M∴
Gran Logia Simbólica Española

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