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La construcción del cuerpo y la función del padre

Leonardo LEIBSON

“Hablo sin saber. Hablo con mi cuerpo, y sin saber. Luego, digo siempre más de lo

que sé.”

J. Lacan

Al tiempo que Freud descubre el inconciente, también se encuentra con un cuerpo

diferente al que la medicina conocía y que se tenía como el único posible. Freud, a

través de sus encuentros con “sus” histéricas principalmente, descubre ese cuerpo

que desconoce la anatomía. Ese cuerpo, inadvertido en la cultura en tanto

ignorado por la ciencia médica, que se caracteriza por estar desunido del instinto,

por lo que sus modos de satisfacción se rigen por leyes que no son las de la

homeostasis sino las del decir. Es, en fin, un cuerpo que habla, o, al menos, que

está tomado por el lenguaje. Es por eso que Lacan puede afirmar que “Freud nos

enseña que hay enfermedades que hablan” (LACAN 1950)

Ese cuerpo que el psicoanálisis pone en juego es efecto de una serie de

operaciones. Una construcción que no es dada desde el nacimiento sino que se

logra a través de sucesivos pasos y nunca concluye como tal. Esos pasos

suponen una secuencia de cortes: el que deslinda el goce, el que recorta la

imagen, el que desprende el objeto -secuencia lógica más que cronológica, por

más que ciertos tiempos de la adquisición del cuerpo pueden relacionarse con

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distintos momentos del sujeto. Teniendo en cuenta que se trata de cortes, cabe

preguntarse qué papel cumple el padre en la realización y efectuación de esos

cortes, lo que nos lleva a la pregunta acerca de qué es un padre y cómo éste

opera. El presente texto se desarrolla en el seno de estas preguntas.

1. El cuerpo del psicoanálisis, Otro

“El Otro, finalmente, por si no lo han adivinado, es el cuerpo”

J. Lacan (10/5/67)

Un cuerpo es aquello que ocupa un lugar en el espacio. Tiene una fuerte

vinculación con lo Uno. De ahí que el cuerpo se cuenta como uno, uno por uno. Lo

cual quiere decir que donde hay uno, no puede haber otro. Esto entra en tensión

con la dialéctica de lo especular, aquella en el seno de la cual la imagen del

cuerpo hace su aparición. Porque en esa dialéctica parece haber una sola imagen

para dos cuerpos: el del yo y el del otro.

El psicoanálisis nos enseña, con toda claridad, que no hay cuerpo desde el inicio.

El cuerpo debe ser construido, y también requiere ser apropiado. Para su

construcción se requieren varias operaciones. Se da una secuencia que podemos

llamar de corte y confección. Y en varios planos (así como en una prenda hay

entretelas, forros, ojales, frunces, etc.)

Se trata de una serie de cortes que afectan al cuerpo en varias dimensiones y en

distintos tiempos.

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Por un lado el corte que arranca al “ser viviente” de su medio natural. Este corte

consiste en el encuentro con un mundo de lenguaje en el cual la palabra no es la

cosa y el significante queda dislocado del significado. De ahí que se da una

separación que será desgarrada e irreversible. Desgarrada, porque el borde no

siempre es neto y claro, quedando colgajos e incluso pequeñas adherencias, que

si bien nunca alcanzarán a restituir ese supuesto estado originario, lo evocan (lo

equi-vocan). Irreversible, porque una vez transpuesta esa barrera no habrá

retorno. Como mucho, nostalgia de lo que nunca se tuvo.

Este primer corte tiene que ver con que el cachorro humano es recibido en un

mundo donde el lenguaje altera la necesidad obligándola a que se trace –a que

sea trazo-, estructurando una demanda y haciendo surgir un resto que es causa

de deseo. Y se trata, para ese cachorro, de encontrar (porque eso no lo busca) la

manera de dejarse localizar en esas coordenadas del deseo del Otro (una madre,

o alguien que haga sus veces). Para encontrar luego cómo se ubica allí mediante

las vicisitudes y los tiempos del Edipo. El efecto es que el cuerpo, además de uno,

es sexuado. Pero ahí ya se trata de otro corte, o de otra incidencia del corte.

Este desgarro de la Madre naturaleza (que es pura bondad porque no habla, por

ende no desea ni miente) implica el encuentro con una madre lenguajera que sí

habla y por ello desea (no pudiendo saber lo que desea), miente (a veces), se

angustia (y sólo entonces no miente), y además tiene un cuerpo. Esa madre

parlante es una (“madre hay una sola”), o pretende serlo: ser única (para el hijo),

ser la única para el hijo (lo que ya es muy distinto). Tanto es así que puede creer

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que el hijo le pertenece. Lo que esa madre ignora es que ese hijo, lo que

simboliza, es también otra cosa.

En ese encuentro con la madre, con su deseo -y lo demás-, el cuerpo surgente se

moldea en términos de cuerpo erógeno. Porque el lugar que encuentra –si todo

marcha más o menos bien- es el del objeto erótico.

Todo esto, indudablemente, hace aparecer un cuerpo. Pero eso no alcanza para

tener un cuerpo, o sea estar medianamente seguro y convencido de que el cuerpo

está vinculado a un nombre, a un yo (con toda la carga de ignorancia que eso

supone), y a un sujeto (si bien la vinculación entre cuerpo y sujeto es compleja:

porque el sujeto no es “anterior” al cuerpo, ni tampoco lo “tiene” en sentido

estricto; es una vinculación de cruce y desencuentro, de pasión/padecimiento y

también hecha de la posibilidad de pérdida vivificante, de descarga, de resonancia

y danza, de dejarse ir…)

Todo esto implica que los cortes se van produciendo y esto tiene consecuencias.

Por empezar, engendrar una superficie corporal que es superficie de escritura,

donde los trazos del Otro se inscriben ( LACAN 1966-67). Hay una historia que

marca el ritmo del cuerpo que se está haciendo. Y para que esto se dé tiene que

haber un espacio, un entre-dos. Este corte que la función del lenguaje produce, es

lo que retroactivamente se repite en las dos dimensiones del cuerpo: esas que

Freud llamó lo somático y lo psíquico en algunos de sus primeros textos (FREUD

1895; LEIBSON 2011).

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El cuerpo, dice Lacan, nace malentendido (LACAN 1980). En esta secuencia

encontramos que no podría ser de otro modo, porque se trata del encuentro de un

viviente con el lenguaje lo que engendra un cuerpo. Como dice en la “Conferencia

en Ginebra”: “El hombre piensa con ayuda de las palabras. Y es en el encuentro

entre esas palabras y su cuerpo donde algo se esboza” (LACAN 1975, 125). Pero

la historia no concluye allí. Más bien, recién comienza.

Porque otra dimensión y otra incidencia del corte es aquella que se dará entre la

madre y suhijo (dicho así, todojunto…) Tradicionalmente el psicoanálisis ubica allí

lo que ha dado en llamar la Función del Padre. Como interdictor del goce

(incestuoso), como el que prohíbe la consumación y realización del incesto (que

de por sí es imposible), como el que rivaliza con el niño por la posesión de esa

mujer que es la madre (porque aun en Freud, la madre es, por obra y gracia de la

existencia del Complejo de Edipo, una mujer… deseante y apasionada de goce).

Esa función del Nombre del Padre, en verdad, también está actuando en el primer

corte, el que desprende al viviente de la Naturaleza. Porque hay una conexión

entre la función del Nombre del Padre y el hecho de que el lenguaje entre en

funcionamiento. La pregunta, entonces, es cómo opera esto y, sobre todo, qué

accidentes pueden ocurrir en este proceso. “Toda clase de accidentes”, dice

LACAN (1955-56), pueden darse. De ellos derivan las diferencias clínicas, los

diversos modos de estructurarse un sujeto y un cuerpo, en sus encuentros y

desencuentros. Porque, como podemos ir infiriendo, no hay una normalidad más

que una Naturaleza. El accidente es la “normalidad”, el desvío es el camino recto.

Tenemos que mostrar cómo la función del Nombre del Padre (más exactamente,
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de los nombres del padre, y también del padre que nombra) está directamente

entrelazada con estos accidentes.

2. La incorporación del Padre

“[El Nombre del Padre] es el significante que significa que en el interior de este

significante, el significante existe”

J. Lacan (1957-58, 151)

Para Freud, el padre comienza siendo un rasgo que se in-corpora. El acto

canibalístico no sólo puntualiza un crimen –el asesinato del padre- sino que

también sella el pacto por el cual cada hermano tiene en su cuerpo un resto, un

fragmento del padre. Ese fragmento será el fundamento de una ley que antes no

existía y que regula que haya cuerpos prohibidos (endogamia) y, por

consecuencia, cuerpos permitidos (exogamia). El padre freudiano es un padre

cuyo cuerpo se des-hace en símbolo, temporalidad compleja de lo paterno,

cercana a lo absurdo de su función. El cuerpo de los hijos queda trastornado por

esa incorporación y eso es lo que Freud ubica en el fundamento de la

identificación (FREUD 1921, 99).

Lacan partirá de ese mito para hacer retornar la pregunta: ¿cuál es esa función del

Padre? ¿Qué es lo que habilita a ese personaje a cumplirla? Padre, en principio,

es el portador y transmisor de la ley. Pero, ¿cuál ley? La de prohibición del

incesto, respondemos con Freud. Pero también, y en un paso lógicamente

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anterior, la ley del lenguaje, dirá Lacan (LACAN 1957-58). Ley del lenguaje que no

es otra que la ley del malentendido, del equívoco, del significante en suma. O sea

la ley que indica (porque en rigor no lo manda) que hay distancia entre el

significante y el significado. Que el sentido no es único ni unívoco, o al menos

puede no serlo. Que las palabras y las cosas están tan separadas que podemos

hablar sin angustiarnos de palabras y de cosas. Que no hay relación posible

(lógicamente hablando) entre significante y significado, sino distancia irreductible.

Que por más cercanía que pueda haber, no hay soldadura.

La ley está hecha de lenguaje y sus efectos. Especialmente dos: la imposibilidad

de hacer coincidir la palabra con la cosa, y lo inevitable del equívoco y el

malentendido. O sea, la función del padre es transmitir la ley que hace del

lenguaje algo que no se reduce a un medio instrumental de comunicación (como la

danza de las abejas) hecho de puros signos, sino algo que permite la metáfora, el

juego, el chiste, la poesía: y, así, el goce que se asocia a estos modos de la

lengua.

Esto no es un fenómeno comunicativo de un sistema de signos. Es un efecto

lenguajero de un enjambre significante.

Esa ley es la ley del desencuentro fundamental. Entre palabras y cosas. Y entre

cosas engendradas por palabras. Por ejemplo, una madre y suhijo.

Por otra parte, sabemos que el sujeto siempre queda por fuera de sí. El sujeto es

un exiliado en tanto extraído de su lugar de origen: el viviente, al ser tomado por el

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lenguaje, pierde esa vida y ese lugar. Pierde la orientación que da el instinto.

¿Cómo se ubica y desplaza en el mundo a partir de allí?

La constitución del sujeto es una operación delicada, sutil y compleja, aunque

abarque también algo no sutil: el cuerpo en su materialidad, presencia e

impenetrabilidad, en su urgencia -porque lo que se pierde es el instinto como

conducta pero no la necesidad como tal que persiste como resto en cuyo margen

desgarrado se engendra el deseo.

En esa operación, decíamos, pueden “ocurrir toda clase de accidentes”. En

verdad, sólo hay accidentes, porque sólo hay algo logrado en tanto fallido, en tanto

la función de la falla se pone en juego. Las diferencias estructurales no se definen

por si hubo o no accidente sino por qué forma y qué alcance adquiere en cada

caso. (LEIBSON 2012)

La función del padre se efectúa allí: en el cruce entre el lenguaje y el cuerpo. Una

función que se articula con la figura del papá (ese de la realidad) pero no es su

equivalente. Corresponde al símbolo del NP (Nombre del Padre), pero ese

símbolo nunca puede encarnarse plenamente, ningún cuerpo (ni siquiera el

cadáver) está enteramente a la altura de un símbolo. Implica una presencia en

palabra y en acto, aunque se nutre de resonancias y repercusiones de esa

presencia, en un après coup repetido y repetible -es cada vez, es muchas veces.

Según Lacan, debemos distinguir lo imaginario del padre (ideal, terrible, fracasado,

etc.) de la función (simbólica) del Nombre del padre. También diferenciable de lo

que le da un soporte real.

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Además, no hay un nombre del padre sino los nombres del padre: no sólo distintas

figuras sino diversas incidencias y modos de aparición. Reprimido, forcluido,

denegado. Declinaciones (en el sentido gramatical) del nombre del padre y sus

figuras.

Esto se pone en juego en el dispositivo analítico: no escuchamos lo que el

paciente dice sólo como signo sino también como significante. No nos detenemos

sólo en lo que eso significa sino en lo que la palabra provoca y resuena. El

psicoanálisis es una de las pocas instancias de la cultura que hace lugar a estos

modos del lenguaje dentro de una práctica no limitada a artistas ni a especialistas

(v. gr., filósofos y aledaños). También el psicoanálisis es uno de los pocos

dispositivos que alojan a un cuerpo no reductible a una máquina homeostática-

instintiva sino un cuerpo “que está hecho para gozar, para gozar de sí mismo”

(LACAN 1966).

En este sentido, y de un modo casi paradojal, es lo que el padre transmite lo que

le permite al sujeto/exiliado-náufrago orientarse en su deriva, encontrar un nuevo

lugar (o un lugar y luego otro y luego…algún lugar vivible), darse una legalidad en

la que sostenerse a pesar de las fronteras y los impedimentos.

La psicosis nos muestra estos movimientos y estas luchas de manera más notoria

y descarnada. Porque allí lo que hace las veces de función del nombre del padre,

al encontrarse forcluida en lo simbólico, se impone en lo real y el camino hacia la

metáfora es, en varios sentidos, más tortuoso. En correspondencia con esto, la

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posesión del cuerpo y el poder hacer algo con el goce que allí se juega, implican

una construcción sobre la cual el sujeto no puede engañarse: el cuerpo no le

pertenece, debe encontrar una manera de apropiárselo, aunque sea parcialmente.

(LEIBSON 2013)

Digamos entonces que el padre, aún, participa de lo absurdo: opera fallando;

transmite una ley desfondada; juega con el espejismo de la culpa en el cual se

refleja, deformado, el lugar de la falta; responsabiliza y sanciona con su silencio un

decir.

3. La hechura paterna del cuerpo

“El cuerpo en el significante hace rasgo y rasgo que es un Uno.”

J. Lacan (1975, 139)

“Así, el afecto llega a un cuerpo cuya peculiaridad consiste en habitar el lenguaje

(…)” J. Lacan (1974, 109)

Retomando la pregunta inicial por la vinculación de los nombres del padre con los

cortes que hacen cuerpo, vemos que la cuestión se abre en varias direcciones.

Elegimos partir del encuentro con algunas –otras- precisiones que encontramos

en la enseñanza de Lacan respecto del cuerpo. Por ejemplo, en Radiofonía dice:

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“Vuelvo en primer lugar al cuerpo de lo simbólico que de ningún modo hay que

entender como metáfora. La prueba es que nada sino él aísla el cuerpo tomado en

sentido ingenuo, es decir aquel cuyo ser que en él se sostiene no sabe que es el

lenguaje que se lo discierne, hasta el punto de que no se constituiría si no pudiera

hablar” (…) “El primer cuerpo hace que el segundo ahí se incorpore” (…) (LACAN

1970,18)

Encontramos aquí la noción fecunda de que el cuerpo no es en una sola

dimensión ni en un único tiempo. Y que tampoco es definitivo, aunque la ilusión

del yo así lo crea. La experiencia analítica nos muestra cuerpos en transformación,

dado que el síntoma, en sus variantes e incidencias, implica siempre alguna

alteración del cuerpo.

Pero, agrega Lacan, el cuerpo está marcado y sostenido por una falta: “De ahí lo

incorporal que deja marcar el primero, del tiempo posterior a su incorporación.

Hagamos justicia a los estoicos (por) rubricar en qué lo simbólico aspira al cuerpo:

lo incorporal. (…) Incorporal es la función, que hace realidad de la matemática (…

topología…análisis en sentido lógico…) (…) Pero es incorporada que la estructura

produce el afecto, ni más ni menos, afecto solamente a considerar de lo que del

ser se articula, no teniendo más que ser de hecho, o sea de ser dicho desde

alguna parte. (…) Por lo que se comprueba que para el cuerpo, es secundario que

esté muerto o vivo. (…) el cuerpo muerto guarda lo que al viviente otorgaba el

carácter: cuerpo (corps). Cadáver (corpse) queda, no se torna carroña, el cuerpo

que habita la palabra, que el lenguaje cadaveriza (corpsifiat).” (LACAN 1970, 18-

19)
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El cuerpo puede ser cadáver pero no carroña. Los rituales funerarios así lo

demuestran. Por la negativa, la afrenta que supone para un muerto no poder

recibirlos. La tragedia de Antígona se teje alrededor de este hecho. No es la

muerte lo más terrible. Si el cuerpo se transforma en carroña, si no recibe las

honras fúnebres, algo ahí se convierte en menos que polvo.

La aniquilación del cuerpo se corresponde con la aniquilación del sujeto, la pérdida

del nombre, su transformación en un número que puede registrarse pero no

recordarse. No se puede hacer el duelo de un número. Se requiere de un nombre

para eso y el nombre está, indefectiblemente, ligado a un cuerpo.

Por eso agrega Lacan: “El cuerpo, si se lo toma en serio, constituye en primer

lugar todo lo que puede llevar la marca apropiada para ordenarlo en una serie de

significantes. De esta marca, él es soporte de la relación, no eventual sino

necesaria, puesto que sustraerse a ella es todavía soportarla” (LACAN 1970, 18-

19).

En otras palabras, estas son las operaciones que dan a la imagen del cuerpo un

borde más o menos neto a la vez que habilitan la identificación de un sujeto

(status nascendi) con un yo y un cuerpo (y una realidad).

Estas operaciones que Lacan desplegó a lo largo de varios años, tienen que ver

con el estadio del espejo y el esquema óptico (o los esquemas, dado que hay una

serie de versiones de este modelo). Allí queda claro que la imagen del cuerpo se

constituye a partir de dos cosas: por un lado, lo más evidente y manifiesto, el

punto de vista que el sujeto necesita tomar para poder captar esa ilusión que es la

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imagen de un cuerpo total, capaz de abarcar la totalidad pulsional, dispersa y no

centralizada. Ese punto de vista es dado por la existencia de una instancia que

Lacan nombra como Ideal del Yo, un rasgo ideal del Otro que le brinda al sujeto un

punto de vista, una cuestión de perspectiva, una inclusión en la zona en la que el

fenómeno (de constitución de la imagen llamada real) se produce.

Ese punto ideal está conectado, también, a la presencia de lo paterno. Son los

“blasones del padre” dirá Lacan. Un padre que da un punto de vista ¿no implica

acaso que lo da porque podría haber otros? O sea, que la imagen puede estar o

no, aunque es mejor que esté. ¿Para qué? Para que el cuerpo del hijo sufra una

repetición del desgarrón inicial y se desprenda del cuerpo de la madre. Ya no de la

madre naturaleza sino de la madre erógena, mucho más compleja que aquella

porque, como vimos, es una madre que sí puede hablar (aunque no siempre lo

haga), o sea puede ordenar, imponer y también responder.

Ese paso de la identificación especular que da un borde a la posibilidad de

encontrarse de un solo lado del espejo, sin mayores confusiones, al menos en la

cotidianeidad, implica algo más: que el cuerpo, en tanto superficie, sea una

superficie agujereada. O sea, que esté en falta. Que no se trate de una esfera

completa, un huevo redondo, un amor perfecto.

El cuerpo es cuerpo porque tiene agujeros (LACAN 1975-76). Le llevó no menos

de diez años a Lacan encontrarse con este “detalle”. Y algo más: esos agujeros le

agregan algo que no pasa al otro lado del espejo, algo propiamente no

especularizable, no simétrico de su imagen (LACAN 1962-63). Lo que falta en la

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imagen deseada se plantea en dos vertientes: el falo imaginario (que hace a ese

cuerpo deseable), y el objeto caído como añico del cuerpo (especialmente, para lo

que nos interesa ahora, la mirada y la voz, en tanto en esos agujeros algo

resuena: la voz del Otro, y ahí se engendra la pulsión)

Es notable cómo, partiendo de la suposición de un cuerpo acariciado, tocado, pero

también violentado, en algún sentido, por el Otro (por algo la fantasía de

seducción es universal), Lacan termina desplegando con los años este otro modo

de la implantación del significante en el cuerpo: la voz del Otro, sus resonancias.

No lo que dice sino el hecho mismo de que el cuerpo sea dicho, de que ahí se lo

diga. (LACAN 1975-76).

Para concluir: la función de los nombres del padre, que se articula con la función

del padre que nombra -o sea, la función de la nominación-, es lo que transmite la

castración, lo que hace agujero en lo real. En ese agujero, o más exactamente

alrededor de él, un cuerpo, que nunca es solo, se modela, se construye, se pierde

y se reencuentra. Entre la palabra y el goce, entre la imagen y su dialéctica, entre

el síntoma y sus modos de decir. Ese es el cuerpo que la experiencia analítica

alberga y hace hablar.

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