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Principios profesionales de la comunicación institucional

Carlos Sotelo Enríquez

PRINCIPIOS PROFESIONALES
DE LA COMUNICACIÓN INSTITUCIONAL
Carlos Sotelo Enríquez
Departamento de Empresa Informativa
Universidad de Navarra
31080 Pamplona (España)
csotelo@unav.es

1. Introducción
Una tira cómica bien conocida entre los profesionales de la comunicación
institucional1 muestra a un relaciones públicas empotrado en la pared de su
oficina, como si se tratara de una manguera contra incendios. Detrás del cristal,
con su disfraz de ejecutivo y sonrisa de oreja a oreja, el individuo espera a que
algún directivo desesperado siga la leyenda que remata la vitrina: “En caso de
crisis, rompa el cristal”.

Da la impresión de que en el entorno social de esta actividad informativa se


piensa que las instituciones sólo deben practicarla cuando no queda más remedio;
o dicho de otro modo, cuando los errores cometidos o la falta de principios en
otras actividades reclaman que surjan las relaciones públicas para salvar la buena
imagen de la organización. De acuerdo con la premisa, parece lógico pensar que si
aspira a ser eficaz en estas ocasiones comprometidas, la comunicación
institucional no puede guiarse por principios muy elevados. E incluso, cabe admitir
que lo conveniente es que no esté encorsetada por ninguno de los principios
inherentes a las profesiones informativas.

La lógica de la argumentación es perversa, ya que cualquier actividad que


desee lograr el reconocimiento profesional de la sociedad, tiene que manifestar
una conducta enriquecedora para las relaciones humanas. Cuando algunos
autores y practicantes defienden que la comunicación institucional ha de
mantenerse al margen de los principios, hacen un flaco favor a la dignificación de
su tarea.

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En este trabajo se utilizarán indistintamente los términos ‘comunicación institucional’ y ‘relaciones
públicas’

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Sin embargo, la búsqueda y defensa de los principios profesionales de las


relaciones públicas no parece una tarea fácil. Como afirma el Profesor Grunig, la
comunicación institucional ha alcanzado en los últimos tiempos cierta repercusión
pública, pero este hecho no corre paralelo a su reputación. Para muchos
ciudadanos, y especialmente, para los periodistas, las relaciones públicas
despiertan una mezcla de temor, sospecha y antipatía. En opinión de Grunig, la
gente, alentada por los medios, piensa que los comunicadores trabajan para un
poder oculto cuyo objetivo último es manipular a la opinión pública y desvirtuar la
democracia.

Lo cierto es que la práctica de la comunicación institucional ha crecido de


forma sostenida durante los últimos cincuenta años en todas las democracias
liberales, y no parece que a costa de socavar los principios democráticos. En
alguna medida, gracias a las relaciones públicas ha aumentado el número de
ciudadanos, que bien a título individual o de manera organizada, participan en la
esfera pública y manifiestan su postura ante los asuntos generales. Su concurso
ha motivado también que mejore la transparencia informativa y la accesibilidad de
las instituciones tradicionalmente más poderosas, como gobiernos, partidos
políticos, sindicatos, entidades religiosas y empresas. Por ello, a los detractores de
la comunicación institucional se oponen estudiosos y profesionales para quienes
esta actividad mejora la salud de la democracia porque ayuda a que el ejercicio
del derecho universal a la información no quede en manos de una minoría. Por
ejemplo, los miembros de la Asociación Internacional de Relaciones Públicas
(IPRA), sostienen que su profesión, de acuerdo con lo promulgado en el Código de
Atenas (1965),

“debe establecer políticas y canales de comunicación que además de garantizar el libre flujo
de la información esencial, harán sentirse informado a cada miembro de la sociedad, y le
ayudarán a tomar conciencia de su compromiso, responsabilidad personal y solidaridad con
otros miembros de la comunidad”.

Los miembros de la IPRA asumen esta afirmación porque poseen un


concepto elevado de su trabajo al servicio la sociedad. Consideran que la
comunicación institucional alberga principios tan sólidos y plausibles como los de

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cualquier otra profesión aceptada socialmente como necesaria, y en particular,


como los de las demás profesiones informativas. En este capítulo argumentaré
sobre los presupuestos más adecuados para lograr, por una parte, que la
comunicación institucional se oriente al Bien Común, y por otra parte, que obtenga
el oportuno reconocimiento social. Primero, expondré los problemas a los que se
enfrentan las relaciones públicas en su búsqueda de estatuto profesional. En
segundo término, analizaré las distintas propuestas que se han formulado para
establecer los principios de la profesión. Y tercero, indagaré sobre los
fundamentos que debería tener la actividad para consolidarse como práctica en las
instituciones y entre los ciudadanos.

2. Problemas para hallar un estatuto profesional

La comunicación institucional es una actividad en alza. Los escasos datos que


se conocen sobre este mercado informativo nos indican que en los países
occidentales experimenta un crecimiento anual medio del veinte por ciento. El
porcentaje resulta llamativo porque pocas ocupaciones presentan tal incremento,
pero hay que recordar que su espacio entre las profesiones informativas es aún
estrecho; y por tanto, es lógico que el despegue sea acusado. Progresivamente,
comprobamos que empresas y administraciones públicas, y en menor medida,
otro tipo de entidades, añaden a su organigrama la función de comunicación.
No obstante, este fenómeno pasa desapercibido a la mayoría de la sociedad,
que en general, no alberga una idea precisa del objeto y fines de las relaciones
públicas. En la introducción ya he señalado que ni siquiera goza de la suficiente
estima por parte de otros profesionales de la información. Para los publicitarios,
las relaciones públicas son una técnica más de apoyo a las campañas de
publicidad, que consiste básicamente en generar noticias de interés para los
medios. A juicio de los periodistas, los comunicadores sólo se preocupan de que
los medios reflejen la cara más favorable de su organización, y a menudo, impiden
que la prensa pueda conocer a fondo las claves de la noticia. Las impresiones

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descritas son en alguna medida simplificadoras, ya que podemos encontrar


publicitarios y periodistas que estiman el papel de la comunicación institucional.
Pero su opinión no es la más extendida.
En cuanto a la sociedad, aunque el rechazo no sea la nota dominante,
impera el desconocimiento. Si se menciona la expresión relaciones públicas− más
aceptada en el área anglosajona que en la mediterránea− el saber popular asocia
el término al mundo del entretenimiento, y por extensión, al campo de aquellas
ocupaciones con cierta carga de frivolidad. Cuando se utilizan vocablos como
comunicación institucional o imagen corporativa, muchos ciudadanos no son
conscientes del contenido de la actividad.
Una de las razones de la ignorancia puede radicar en que no ha alcanzado
un estadio formativo similar al de profesiones liberales arraigadas, lo que también
tiene su consecuencia en las condiciones de acceso a la actividad y en las normas
por la que se rige. En muchos países, la formación en relaciones públicas tiene
rango universitario, pero no con el grado suficiente de autonomía. Por lo general,
esta disciplina se presenta asociada a otras como la Publicidad, el Periodismo, el
Marketing, y siempre con menor calado en los planes de estudio. En el caso de
España, los estudios de comunicación institucional tienen presencia escasa en las
Licenciaturas del área de comunicación: se limitan a una asignatura introductoria
en el primer ciclo de Periodismo, Comunicación Audiovisual, y Publicidad y
Relaciones Públicas, y apenas a dos asignaturas fundamentales durante el
segundo ciclo de esta última Licenciatura. En algunas facultades se han promovido
materias optativas sobre el área, pero aún así, se encuentra en desventaja frente
a la publicidad y la comunicación comercial. Estas deficiencias han intentado
paliarse con el desarrollo de cursos de post-grado específicos en comunicación
institucional, mas al tratarse de estudios sin categoría oficial, la calidad de las
ofertas es heterogénea.
Además de lo expuesto, hay que señalar una carencia de peso: puesto que
los estudios de comunicación en general y los de relaciones públicas en particular
no gozan del suficiente reconocimiento académico, no han sido incorporados a los
planes de estudios de otras disciplinas de Humanidades y Ciencias Sociales.

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Ciencias como la Historia, la Economía, el Derecho, la Sociología, etc., han


penetrado en muchas carreras universitarias. Aún no ha ocurrido lo mismo con la
Comunicación, a pesar de que hoy día sea indiscutible su relevancia social y
utilidad como área formativa. Mientras los futuros profesionales de otras
disciplinas desconozcan el papel, en este caso, de la comunicación institucional, es
difícil que comprendan que se trata de una función necesaria en la vida de las
organizaciones.
Si examinamos la formación de quienes hoy trabajan como comunicadores
en España, descubrimos que la mayoría no cuenta con formación específica en
Relaciones Públicas. Según un estudio realizado por la Asociación de Directivos de
la Comunicación en el año 2000, sólo el diez por ciento de los responsables de
comunicación de las empresas posee una Licenciatura en Publicidad y Relaciones
Públicas. Un mayor porcentaje se ha formado en Periodismo (29%), Ciencias
Económicas y Empresariales (13%) o Sociología (11%). En el caso de los
organismos públicos, el porcentaje de periodistas se eleva al 66 por ciento, y
solamente un tres por ciento de los comunicadores ha estudiado Publicidad y
Relaciones Públicas.
En las tareas de comunicación institucional se tiene muy en cuenta el ámbito
periodístico, pero no se trata del campo exclusivo de acción. En la medida en que
la práctica de las relaciones públicas se basa en la naturaleza concreta del
fenómeno, el papel de los medios de comunicación en la estrategia informativa es
mucho menor. Y cuando las relaciones públicas se conciben esencialmente desde
la óptica del periodismo, no se asumen todas las dimensiones de la comunicación
en las organizaciones. En consecuencia, aumenta el riesgo de ejercer la actividad
con deficiencias.
Por ejemplo, los comunicadores con bagaje periodístico piensan que cabe
resolver cualquier problema informativo con un programa de relaciones con los
medios. Creen que así llegarán a todos sus públicos, cuando en realidad, sólo
alcanzarán a los externos, y de forma indirecta. Si, en su caso, el problema es de
raíz interna, el asunto quedará sin solucionar, ya que el programa no se dirige en

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concreto a los miembros de la entidad, a quienes el comunicador está


considerando como un público externo más.
Los partidarios de la comunicación institucional sostienen que garantiza la
participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, ya que les proporciona la
facultad informativa, tanto para recibir como para difundir información. No
obstante, la experiencia de las relaciones públicas muestra que, de hecho, no
todos los sujetos disponen del mismo poder efectivo de informar. Esta evidencia
permite a los críticos afirmar que la comunicación se pone al servicio de los
poderosos, pues sólo las grandes organizaciones poseen los recursos suficientes
para desarrollar programas informativos. Por eso, en muchas ocasiones, dichos
programas no favorecen la discusión plural y abierta en la esfera pública, sino que
sirven para imponer la visión del mundo de los líderes sociales sobre la
ciudadanía.
Las acusaciones deterioran el buen nombre de la profesión, ya que extiende
la creencia de que una buena parte de los relaciones públicas no trabaja para toda
la sociedad. Y no faltan casos paradigmáticos que apoyen esta tesis. La última
investigación de Sheldon Rampton y John Stauber, recogida en su libro Trust Us,
We’re Experts: How Industry Manipulates Science and Gambles With Your Future,
expone la estrategia de comunicación promovida por varios grupos empresariales,
que ha intentado cuestionar durante años las investigaciones científicas sobre el
posible impacto de algunas industrias en el cambio climático. Su propósito, más
que establecer un debate serio sobre el asunto, consistía en evitar que surgiera
una opinión mayoritaria que considerara a algunas empresas culpables del
calentamiento de la Tierra. Este caso se suma al de campañas anteriores como la
de las compañías tabaqueras o la de la Guerra de Golfo, ejemplos ya históricos de
comunicación al servicio exclusivo del poder y los intereses privados. O dicho de
otro modo, como muestra de que el desequilibrio en la capacidad de informar
convierte la comunicación institucional en propaganda.
Quizá el problema de fondo que deben solventar las relaciones públicas para
hallar el preciado estatuto profesional reside en determinar su deber hacia lo
privado y lo público. Salvo que trabajen en instituciones representativas, en las

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que por principio no cabe la disyuntiva entre lo particular y lo general, los


comunicadores han de servir al objeto y fines de una entidad privada. A menudo,
parece que esta obligación entra en conflicto con la necesidad de atender al
mismo tiempo al Bien Común. Mientras el objeto de discusión entre la entidad y
sus públicos entra en el ámbito de lo opinable, el comunicador puede defender sin
reparos las tesis de su organización. Pero cuando la realidad se pone de parte de
los ciudadanos− por lo general, en las ocasiones en que la institución ha actuado
de forma improcedente−, el responsable de comunicación ha de velar por que la
defensa de la organización no dañe el interés general. En este caso, se trata de un
compromiso difícil: por una parte, a corto plazo sólo se piensa en salvar a la
entidad de cualquier modo. El relaciones públicas tal vez no valora las
consecuencias de su acción en el largo plazo, ni el perjuicio que puede causar a la
comunidad. Y por otra parte, aún son minoría los directivos que en momentos
críticos estén dispuestos a subordinar los intereses de su organización a la
responsabilidad social.
Esta última actitud genera consecuencias sobre el respeto que la
comunicación demuestre hacia la verdad, ya que ella conduce a la senda de la
responsabilidad corporativa. Cynthia Kemper, en un número reciente de la revista
Communication World, afirma que entre los comunicadores está aumentando la
“indiferencia ante la verdad”. Crece la opinión de que cada relaciones públicas
debe contar la “verdad” de su organización, sin preocuparse de que se
corresponda con la realidad. Los partidarios de tal creencia consideran que como
ninguna de las opiniones expuestas en la esfera pública es necesariamente
verdadera, lo que importa es conseguir que su versión se imponga sobre las
demás, o al menos, permita a la organización sobrevivir sin problemas.
A corto plazo, parece que esta visión mercenaria de la comunicación
institucional elude el enfrentamiento con los problemas, pero a largo plazo,
deteriora el concepto que la sociedad tiene de esta actividad, ya que vendida al
mejor postor, termina por no ser fiable para nadie. Valga el siguiente ejemplo: a
comienzos de los años noventa, Hill & Knowlton, que entonces pasaba por ser la
primera agencia de relaciones públicas del mundo, recogió los frutos de la

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desconfianza. Realizó una campaña de propaganda a favor de la intervención


norteamericana en la Guerra del Golfo, para la que no dudó en engañar a muchos
ciudadanos del mundo occidental. Difundió la supuesta noticia de que los iraquíes
habían asesinado a niños de Kuwait recién nacidos en hospitales al sacarlos de sus
incubadoras. La información, debidamente canalizada a través de portavoces
oficiales y medios de comunicación, tuvo un efecto inmediato sobre la opinión
pública estadounidense, que mitigó su resistencia a la participación en la
contienda. Pero cuando tiempo después se descubrió la mentira y la
responsabilidad directa de la agencia, el hecho influyó en que Hill & Knowlton
perdiera algunas cuentas y redujera su volumen de negocio. A buen seguro,
muchos de sus clientes creyeron que la falta de principios de la compañía no les
garantizaba un buen servicio profesional.
Aunque la práctica profesional diaria a veces no logre evitar la tentación del
relativismo, quienes tratan de descubrir las raíces de la legitimidad de esta
profesión intentan hallar fórmulas que hagan compatible lo privado con lo público,
el respeto a la verdad con el derecho a exponer sin trabas la propia visión de la
sociedad. A continuación, examinaremos las distintas opciones que se han
propuesto para resolver estos problemas.

3. Propuestas de definición de la profesión


Como hemos señalado, investigadores y profesionales son conscientes de
que la comunicación institucional necesita dotarse de unos principios básicos, que
demuestren su compromiso con el servicio a la comunidad y les otorguen el
debido reconocimiento social. Tanto desde la academia como desde los foros
profesionales se han ofrecido diversas ideas para articular la actividad. Vamos a
considerar aquí las más relevantes: en el plano profesional, destacan las
propuestas formuladas a través de códigos de conducta, que han sido difundidos
por asociaciones de practicantes. En principio, tales códigos afectan solamente a
los miembros de las asociaciones, pero también han servido para extender entre
el gran público los caracteres de la profesión.

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En cuanto al ámbito doctrinal, hablaremos de dos propuestas principales: la


que mantiene un concepto idealista del trabajo de los comunicadores, expresado
en ideas como buena voluntad y comprensión mutua; y la que defiende una visión
más pragmática de la profesión, al entender que la comunicación institucional
sirve solamente para resolver conflictos en el entorno social, habida cuenta de que
es imposible llegar a la verdad pública.
Una de las notas básicas que ha caracterizado el devenir profesional de las
relaciones públicas es el pronto interés por constituir asociaciones de
comunicadores que den amparo corporativo a la actividad. En algunos países se
dio incluso el hecho de que las primeras experiencias profesionales consistieron en
crear asociaciones, a través de las que se anunciaba la existencia de la nueva
actividad a clientes potenciales y líderes de opinión. Cabe afirmar que las
principales asociaciones existentes hoy día ya estaban consolidadas en los años
sesenta del siglo pasado. Entre ellas, cabe destacar la Public Relations Society of
America, la International Association of Business Communicators, ambas
norteamericanas, y el Institute of Public Relations y la International Public
Relations Association, las dos de origen europeo.
Todas estas agrupaciones de profesionales han emitido sus correspondientes
declaraciones de principios y códigos de conducta, mediante los que pretenden
garantizar el buen cumplimiento de la actividad por parte de los asociados. En sus
principios reconocen un alto valor al trabajo de los comunicadores, ya que
entienden que la práctica de la comunicación institucional es garante del derecho
universal a la información y ayuda a respetar otros derechos humanos. Asimismo,
los códigos recuerdan la primacía de la verdad en todas las relaciones
informativas, y advierten de la necesidad de conciliar los intereses personales,
profesionales y corporativos con el interés público.

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Cuestiones que generalmente abordan los códigos profesionales

1. Compromiso con una conducta ética


2. Respeto a la legislación
3. Conflictos de intereses
4. Soborno de periodistas o de terceros
5. Veracidad de las informaciones difundidas
6. Uso correcto de los recursos económicos
7. Medidas anti-monopolio informativo
8. Relaciones con la competencia
9. Protección de la información confidencial
10. Manejo de información privilegiada
11. Influencia política
12. Veracidad en los anuncios publicitarios
13. Calidad y seguridad de los productos
14. Seguridad de los empleados
15. Condiciones de contrato de agentes, representantes y consultores
16. Protección al medio ambiente
17. Relaciones con distintos públicos: Administración, comunidad local, proveedores y distribuidores
18. Protección de los derechos de los accionistas

Fuente: McElreath, M., Managing Systematic and Ethical Public Relations, WCB, Dubuque, 1993, p.
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Si uno examina en abstracto los contenidos de dichos códigos, podría extraer


la conclusión de que son suficientes para preservar la honorabilidad y mostrar el
sentido social de la profesión. Sin embargo, el problema clave de estos
reglamentos quizá radica en su escasa implantación en la esfera social. Por una
parte, como los principios descritos en los códigos se antojan tan elevados, resulta
difícil hallar su expresión concreta en las acciones cotidianas de un relaciones
públicas. No hay que olvidar que la lista de preceptos surge de un frágil consenso
por el que se prefieren las ideas abstractas y amplias, puesto que así todos las
aceptarán con más facilidad. Y además, la idea de consenso, a veces amparada en
un concepto equivocado sobre el diálogo, arraiga entre muchos comunicadores: se
cree que en cualquier circunstancia es preferible el acuerdo, sobre todo cuando la
posible defensa de la verdad- al fin y al cabo, a juicio de muchos, tal defensa
constituye otra opinión particular-, puede desbaratar el equilibrio de fuerzas. En
consecuencia, la operatividad de los principios es escasa.
Además de la falta de operatividad de los preceptos, en la poca influencia
real de los códigos profesionales también incide la inexistencia de órganos
oficialmente reconocidos con poder para juzgar y castigar las conductas

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improcedentes. Como las asociaciones carecen de estatuto público, no disponen


de la posibilidad de controlar el acceso a la profesión, y por tanto, tampoco
pueden inhabilitar a aquellos miembros de la corporación que conculquen el
reglamento. Aunque puedan expulsarlos de la entidad, nada impide que los
desterrados continúen desempeñando su tarea.
Conviene apuntar que debido a su cercanía a la práctica diaria, los códigos
de conducta sirven sobre todo para marcar el camino correcto en las situaciones
concretas. Pero tal vez no posean la fuerza necesaria para enraizar valores e ideas
profundas acerca de la responsabilidad social en la mente de los comunicadores.
La transmisión de estos valores corresponde más bien al ámbito de la formación
universitaria, que es la que otorga la legitimidad en el largo plazo. Por ello, hay
que prestar atención a los planteamientos doctrinales subyacentes en los
programas educativos de relaciones públicas.
Como hemos señalado antes, hablaremos de dos doctrinas básicas. En el
presente texto asumimos conscientemente una visión muy sintética de la teoría de
comunicación institucional, ya que no podemos examinar con detalle todas las
configuraciones doctrinales. A la hora de entender el sentido último de la
profesión, la teoría más extendida es la que defiende un concepto idealista de las
relaciones públicas. Esta visión comenzó a cristalizar después de la Segunda
Guerra Mundial y se consolidó como teoría dominante a partir de los años ochenta
del siglo XX. Nació como respuesta a las acusaciones fundadas de que las
relaciones públicas poco tenían que ver con la comunicación democrática y mucho
con la propaganda totalitaria. Y asimismo, entroncaba con el espíritu filantrópico
que tras el conflicto bélico llevó a la promulgación de la Declaración Universal de
Derechos Humanos.
La visión idealista de las relaciones públicas se ha plasmado en dos ideas
básicas: goodwill o buena voluntad y comprensión mutua. La primera, recoge de
algún modo el concepto de Bien Común y entiende que las organizaciones
practican la comunicación para demostrar públicamente que trabajan al servicio de
la sociedad. Al justificar dicho servicio, logran la buena voluntad de los
ciudadanos, quienes le reconocen su responsabilidad social. Para explicar de

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forma sencilla sus postulados, los promotores de esta filosofía de relaciones


públicas resumen su esencia en la siguiente máxima: “Hacerlo bien y hacerlo
saber”.
La noción de buena voluntad ha hallado amplio acomodo en la academia y
también en el mundo profesional, pero más como tópico o meta inalcanzable que
como imagen fiel de la realidad. Por eso, posteriormente se ha intentado darle una
mayor entidad científica, y se ha justificado el encuentro de la organización con la
sociedad a través de la teoría general de sistemas. El promotor de este concepto,
James Grunig, ha conseguido convertirlo en la teoría de relaciones públicas más
aceptada en el plano académico y profesional. Sostiene que toda organización
tiene que llegar al equilibrio con el entorno social mediante el intercambio de
información, ya que es el único modo de lograr su supervivencia. El equilibrio, en
términos informativos, se traduce en la llamada comprensión mutua: la
organización y sus públicos entienden que el objeto y fines de la primera son
compatibles con los del conjunto de la sociedad, y ayudan a satisfacer el interés
general.
De acuerdo con esta teoría, las relaciones públicas se convierten en una
actividad necesaria, ya que es la función organizativa que logra armonizar los
intereses particulares con los generales. Para que este objetivo se cumpla, el autor
sostiene que la profesión de comunicador tener en cuenta varios principios.
Enumeremos los más relevantes:

a) Integridad. Todas las instituciones sociales están interrelacionadas


formando el sistema social. Por tanto, cualquier cambio, positivo o negativo, en
una organización, influye sobre toda ciudadanía. Ello obliga a considerar la
responsabilidad social de las acciones.
b) Igualdad. Todas las personas deben ser tratadas y respetadas como
seres humanos iguales. Aplicado esto al derecho a la información, se entiende que
las organizaciones han de velar porque los públicos compartan la información que
ellas poseen acerca de lo que afecta al conjunto de la sociedad.
c) Resolución de conflictos. En sociedad, conviene resolver los conflictos
mediante la negociación, la comunicación y el compromiso, no con el uso de la

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fuerza, el mandato o la manipulación. El recurso a la comunicación favorece que el


resultado pueda beneficiar a todas las partes.
d) Democracia. Frente a quienes propugnan el dominio del poder público, o
en el otro extremo, la supremacía de la iniciativa privada, es preferible entender la
democracia como una competición abierta entre grupos de personas reunidas en
torno a la defensa de un asunto, cuya resolución interesa a toda la sociedad.
Pese a que en algunos de los principios citados subyace un cierto
pragmatismo, a una parte de la academia la propuesta de la comprensión mutua
les resulta demasiado idealista, y por tanto, irreal. A su juicio, la meta más alta
que puede plantearse un comunicador es la de resolver conflictos, llegar a
acuerdos que garanticen que la defensa de posturas dispares no disuelva la buena
vecindad social. Desde esta tesis, se concibe que la democracia constituye un fin
en sí misma, no un medio para lograr el Bien Común.
Sus partidarios entienden que el régimen democrático es positivo por cuanto
ofrece un marco de convivencia aceptable dentro del que cada persona u
organización busca su propia realización. No les cabe pensar que existan
realizaciones mejores o peores, o incluso que podría lograrse una finalidad más
elevada si los ciudadanos se unieran a la búsqueda de un bien superior a sus
bienes particulares.
De acuerdo con esta concepción, aceptan que la comunicación institucional
desempeña un papel relevante en el mantenimiento de la convivencia y la
igualdad de condiciones de partida, siempre que no traspase las fronteras del
consenso. Por tanto, es preferible que las relaciones públicas se preocupen antes
por la paz social que por transmitir ideas u opiniones próximas a la verdad o a la
justicia. Si defienden con convicción su postura a costa del acuerdo, corren el
riesgo de ser tildados de propagandistas, en el sentido negativo del término.
De todas las propuestas analizadas, ninguna realiza una apuesta clara por
llenar la profesión de moralidad. Desde la óptica profesional, interesa el
reconocimiento en la medida en que favorece el desarrollo de la actividad, pero no
parece que los comunicadores quieran anteponer los principios a la libertad de
acción. Se conforman con abstractas declaraciones que carecen de proyección

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operativa. En el campo doctrinal, la teoría de Grunig, más ambiciosa que las


demás en su búsqueda de la legitimidad social, aún no ha resuelto cómo
deshacerse de las limitaciones de la teoría general de sistemas. El concepto de
equilibrio o comprensión mutua no siempre resulta adecuado para solucionar las
divergencias entre la organización y sus públicos. Utilizando una idea de Alejandro
Llano, la noción de comprensión mutua- que tal vez no sea sino un modo más
ampuloso de referirse a la palabra acuerdo- se inscribe en la creencia de que, en
democracia, lo políticamente correcto es preferible a lo metafísicamente bueno.
La conclusión que se obtiene de este examen provisional de las distintas
propuestas es que en ellas domina una ética mínima. Parecen incapaces de
convencer a la ciudadanía de que en el ethos de la comunicación institucional
existe un compromiso con el bien social equivalente al de otras profesiones
liberales. En el último apartado de este capítulo argumentaremos sobre las
condiciones que las relaciones públicas deberían ofrecer a los ciudadanos para que
éstos reconozcan el deber social de la actividad.

4. Principios básicos que deberían guiar la práctica profesional


A lo largo de este texto se ha dado a entender que la comunicación
institucional ha tenido problemas para justificar su moralidad. Las actuaciones
impropias, la debilidad doctrinal y el desconocimiento sobre el objeto y fines de las
relaciones públicas que todavía impera en amplios sectores sociales, han influido
en la percepción negativa. Al mismo tiempo, progresivamente se reconoce la tarea
de los comunicadores en la vertebración del mercado informativo, y por extensión,
de la sociedad y la democracia.
Esta aparente contradicción sugiere que es posible obtener la legitimidad
ciudadana. La aprobación pública depende en gran medida de que teóricos y
profesionales descubran y defiendan que la sociedad no es una entidad
instrumental de la que personas físicas y jurídicas nos servimos para colmar
nuestros intereses privados. La sociedad constituye un ente esencial, en el que los
seres humanos, individualmente o agrupados en instituciones, buscamos nuestro
enriquecimiento material y espiritual. Como miembros del todo social podremos

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alcanzar tales objetivos, pero al margen de la sociedad es imposible lograrlos,


pues la sociabilidad es una condición innata de la humanidad.
La pertenencia necesaria a la comunidad obliga a participar en su
sostenimiento. Por tanto, cualquier acción humana no puede ser ajena a este
mandato. Y, en ese sentido, la comunicación institucional tendría que ampararse
bajo el principio de sociabilidad, en su tarea el facilitar el acceso de los ciudadanos
a las instituciones, y viceversa.
Los comunicadores habrían de considerar también el principio de veracidad.
Afirma Brajnovic que la verdad se erige en causa material de la información, y en
consecuencia, su búsqueda es ineludible en toda profesión informativa que aspire
a legitimarse socialmente. El hecho democrático, articulado en la diversidad de
opiniones de los actores sociales, parece llevar, como argumenta Llano, a la
conclusión de que es imposible llegar a la verdad por la vía práctica; y por tanto,
de que debemos conformarnos con que las relaciones sociales no aspiren más que
a garantizar que el libre juego de opiniones e intereses particulares convivan en
orden, sin que puedan conducirnos al Bien Común.
Esta negación de la verdad, llevada al extremo, acaba liquidando las
condiciones mínimas de partida y desvirtuando el papel de los individuos y las
entidades en el todo social, ya que cada vez se deja menor espacio a lo veraz y se
reclama que toda la realidad caiga bajo el imperio de lo opinable. Cuando así
ocurre, las palabras comunicación y democracia ceden el sitio paso a propaganda
y totalitarismo.
Por último, cabe hablar del principio de la responsabilidad. Desde hace
tiempo, en el campo de la empresa se ha llamado la atención sobre la dimensión
social de las compañías. Esta idea, trasladable a otras organizaciones, representa
el intento de contrarrestar los principios materialistas que –sobre todo en el corto
plazo– guían el comportamiento de muchos directivos. Bajo la noción de
ciudadanía corporativa se quiere recordar que con independencia de su objeto
específicos, la actuación de las empresas y otras entidades tiene repercusiones
serias sobre el devenir de las sociedades.

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Esto les obliga a meditar la responsabilidad de sus acciones, y no tanto


porque puedan ser castigadas, sino porque están necesariamente comprometidas
con el bien de la sociedad, habida cuenta de su notable cuota de participación. La
ciudadanía corporativa se ejerce a través de la comunicación: las instituciones han
de establecer y mantener relaciones informativas con todos sus interlocutores, con
el objetivo de que sus decisiones estén ponderadas por el interés general. El
reconocimiento de la ciudadanía corporativa comporta dejar de considerar a los
públicos como receptores pasivos. Hay que tenerlos en cuenta como sujetos
activos con influencia sobre el objeto y fines de la organización.
Además de los tres principios, tantos los académicos como los
comunicadores han de trabajar por que aumente la profesionalidad de esta
actividad informativa. La mejora de los programas de formación, la extensión del
asociacionismo, y la reivindicación de un reconocimiento expreso a los relaciones
públicas por parte de la Administración son también pasos necesarios para lograr
el oportuno reconocimiento social. No se trata de aspectos exclusivos de la
comunicación institucional, sino que afectan asimismo a las demás profesiones
informativas.

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