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Nosotros somos sabios cuando Dios nos da a conocer el misterio de la piedad: Dios fue
manifestado en carne, ya que Dios “hizo sobreabundar para con nosotros en toda
sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su
beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo,
en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como
las que están en la tierra” (Efesios 1:8-10).
Como hemos visto, todos los verdaderos cristianos tenemos la sabiduría que viene de lo
alto, “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos
abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada;
porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y
echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del
Señor. (Santiago 1:5-7).
Sin embargo, aunque todos los miembros de la iglesia gozan de la sabiduría que viene de
lo alto, Dios ha dado el don de Palabra de Sabiduría, para revelar a sus hijos la mejor
forma de proceder ante una necesidad particular. Dios puede revelar esta palabra de
sabiduría directamente al creyente necesitado, por ejemplo cuando Dios le mostró por
visión al apóstol Pablo que fuera a Macedonia en lugar de ir a Bitinia, dando por cierto que
Dios los llamaba a anunciar el evangelio en ese lugar (Hechos 16:6-10).
En otras ocasiones, Dios da la palabra de sabiduría a un creyente para que este aconseje
a otro u otros, por ejemplo el apóstol Pablo (quien no era un marinero profesional) les
declaró a unos experimentados marineros que no era aconsejable continuar su viaje
porque de seguro les iba a venir grande ruina. Ellos no hicieron caso de esta palabra de
sabiduría y fueron víctimas de un naufragio (Hechos 27).
Uno es el conocimiento que los hombres han adquirido por el esfuerzo humano y otro es
el conocimiento que proviene de Dios.
El hombre se esfuerza por adquirir conocimiento, pero a pesar de todo su empeño, debe
reconocer que todo su conocimiento es incompleto y que incluso puede ser vano. “Hay
camino que al hombre le parece derecho; Pero su fin es camino de muerte” (Proverbios
14:12).
El hombre debe anhelar el conocimiento que proviene de Dios. “Así dijo Jehová: No se
alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en
sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y
conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque
estas cosas quiero, dice Jehová” (Jeremías 9:23-24).
El Don de Fe
Tenemos confianza en la Palabra de Dios por las profecías que se han cumplido, y
sabemos que lo que aún falta por cumplirse se cumplirá, porque fiel es el que lo prometió
(Hebreos 10:23, 11:11, 2. Corintios 5:7, Apocalipsis 21:5). El cielo y la tierra pasaran, pero
no la Palabra de Dios (Mateo 24:35, Marcos 13:31, Lucas 21:33).
La fe genuina está basada en el Dios que se ha revelado en la Santa Escritura, y por eso
la fe del cristiano se perfecciona en el conocimiento y asimilación de la Palabra de Dios.
De ahí que la fe venga ya sea por oír la Palabra de Dios (Romanos 10:17) y/o por
escudriñar la Santa Escritura que es la que da testimonio de aquel Dios de amor que fue
manifestado en carne como Jesucristo (Juan 5:39).
Todos los verdaderos creyentes tenemos fe en Dios. Primero, tenemos esa fe salvadora
que nos ha llevado a conocerle y aceptarle como nuestro salvador, y aunque sabemos
que todavía no estamos en la morada eterna de los redimidos (la Nueva Jerusalén), lo
damos por hecho, porque por fe andamos no por vista (2. Corintios 5:7, Romanos 1:17,
Gálatas 3:11). Sabemos que nuestra salvación no es por obras de justicia que nosotros
hubiéramos hecho sino por la misericordia del Señor Jesús, por el lavamiento de la
regeneración [el bautismo en el nombre de Jesús], y por la renovación en el Espíritu
Santo [el bautismo del Espíritu Santo] (Tito 3:5). Pero también sabemos que la verdadera
fe produce obras de justicia, pues la fe sin obras es una fe muerta (Santiago 2:26). Los
creyentes tenemos esta confianza en Dios, que si pedimos alguna cosa conforme a su
voluntad, Él nos oye (1. Juan 5:14).
Después de esta reflexión sobre la fe, podemos pasar a definir el don de fe, como una
medida extraordinaria de fe que opera un creyente (o un grupo de creyentes) para una
necesidad especifica, en la cual la naturaleza o las posibilidades humanas no tienen
ninguna oportunidad, y solo se puede esperar una acción sobrenatural de parte de Dios.
Es una fe que permite obtener la victoria a pesar de que todas las circunstancias sean
adversas.
Por ejemplo, el apóstol Pablo, tuvo fe para ser librado de la muerte, luego de ser mordido
por una víbora muy venenosa, y no padeció daño alguno (Hechos 28:3-6).