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PRESENTACIÓN DE LA OBRA
“AUTOBIOGRAFÍA
Y “PRINCIPIOS DE ECONOMÍA POLÍTICA
DE JOHN STUART MILL”

Presentación del libro el 31 de marzo de 2008.


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Palabras del Excelentísimo


Sr. D. Sabino Fernández Campo

Muchas gracias a todos por vuestra presencia en este acto, cuando se pre-
senta en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas la obra titulada John
Stuart Mill. Autobiografía. Principios de Economía Política, producida por la Fun-
dación del Instituto de Crédito Oficial.

Un libro prologado y coordinado por nuestro compañero el Académico


Pedro Schwartz Girón, que a continuación va a intervenir para hablaros de aquél.

También tomarán la palabra Juan Velarde Fuertes, Aurelio Martínez Esté-


vez y Carlos Mellizo Cuadrado.

A todos éllos doy las gracias en nombre de este Real Academia y en el


mío propio por proporcionarnos esta colaboración a la labor de este Centro, que
desea promocionar y extender la cultura dentro y fuera de su sede.

Gracias, pues a todos.

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Palabras del Excelentísimo


Sr. D. Juan Velarde Fuertes

Mi interés por Stuart Mill se inició cuando, en los Ensayos en Biografía de


Keynes, en la edición original de 1933, que estaba en la biblioteca del Consejo
Superior Bancario leí, apasionadamente, hacia 1948, el referido a Alfredo Marshall,
y allí me encontré con tres referencias respecto a John Stuart Mill. La primera, el
camino hacia la economía desde la ética emprendida por Marshall, que ya me había
encontrado en el caso de Jovellanos, cuando éste en la tertulia de Olavide, se plan-
teó la cuestión de que, como Alcalde del Crimen en la Audiencia de Sevilla no
lograba comprender, del por qué de la mucha mayor abundancia de criminales
entre los pobres que entre los ricos. Olavide fue quien lo señaló que, para enten-
derlo, era preciso estudiar economía. Algo parecido relataba Marshall, según Key-
nes: “De la metafísica pasó a la ética y creí que a través de ésta sería difícil justifi-
car las condiciones existentes en la sociedad. Un amigo mío que había leído mucho
de lo que llamamos en la actualidad Ciencias Morales, decía constantemente: «¡Ah!
Si supiese usted economía política no diría eso». Entonces leí la Economía Política
de (Stuart) Mill, y me entusiasmé mucho con su lectura... Después —concluía Mars-
hall—, decidí estudiar tan a fondo como me fuera posible la economía política”.

En segundo lugar, Keynes sitúa a la Economía Política de (John Stuart)


Mill en el bloque científico que se inicia en 1848, precisamente el año del hambre
en Irlanda, que tanto preocupó a Mill hijo asunto ligado por otro lado a la gran cri-
sis que provocó las alteraciones políticas de las revoluciones de 1848, y las conmo-
ciones sociales, puestas de relieve en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels.
Ese ambiente de la ciencia económica no será modificado hasta 1871, fecha que
coincide con la 7ª edición de estos Principios, justamente cuando Jevons y Menger
anuncian la revolución del marginalismo.

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En tercer lugar estaba la referencia crítica a la obra de Mill que se inclu-


ye en el párrafo, bien conocido de los economistas, en que vemos a un Keynes
debelador de los Tratados y defensor de los ensayos científicos, de los folletos,
de las hojas volanderas, y en el que sostiene que Stuart Mill “al escribir, gracias
a sus dotes peculiares, un tratado de gran éxito, ¿no hizo más por la pedagogía
que por la ciencia y no terminó por sentarse como un viejo lobo de mar sobre
los Simbad viajeros de la siguiente generación?” Y eso lo apostilla Keynes al
escribir en una nota: “¡Como odió Jevons a Mill, porque le habían obligado a
dar conferencias sobre la Economía Política de éste, como si se tratara del Evan-
gelio!”

Naturalmente, dejé a un lado a Mill, durante mucho tiempo: Comprendí


que debía rectificar cuando leí en The American Economic Review, marzo 1949,
el discurso que, sobre Bentham y Stuart Mill pronunció Viner como presidente de
la American Economic Association, en el que casi presenta la crítica de Mill a Ben-
tham como un intento freudiano de “matar al dominante padre” que John Stuart
Mill había tenido, como queda bien claro en su Autobiografía. Pero Viner, des-
pués de hacer un juego de palabras con la obligación que tuvo de estudiar a Mill
y a la Political Economy de Walker, con aquello de que lo que se les daba era
“leche aguada” —milk and water—, puntualiza, reelaborando una proposición de
Tawney, que se trataba de “un economista agudo que conoce las fuentes de sus
propias premisas”. Y éstas, si eran firmes para el gran Viner, habían de tener en
cuenta —y él incluiría las propias suyas— que de Bentham y de Stuart Mill “varias
generaciones de economistas británicos y norteamericanos sobre todo, canadien-
ses y en alguna medida, los economistas “liberales” del continente europeo, deri-
varon gran parte de sus presuposiciones psicológicas, éticas, políticas y metado-
lógicas sobre las que han construido su análisis económico”.

Desde luego, sobre esta postura concreta de Stuart Mill, considero de


mucho interés el ensayo del profesor Manuel Escamilla Castillo, La utilidad y los
derechos. La pequeña revuelta de John Stuart Mill frente a Bentham, en el volumen
dirigido por el profesor Escamilla titulado John Stuart Mill y las fronteras del liber-
alismo, que en la página 28, ofrece este texto de H. L. A. Hart en Natural Rights:
Bentham and John Stuart Mill (Essays on Bentham, 1982): “La moralidad para Mill,
era un segmento especial de la utilidad, que se distingue de la mera conveniencia
y que no requiere a los hombres que realicen todo acto que pudieran maximizar
el bienestar general. En su lugar, sólo han de considerarse moralmente obligato-
rias aquellas acciones cuyo efecto sobre el bienestar general es tan considerable
que seguiría habiendo como buena razón, en términos de la utilidad general, para
castigar su falta de realización, incluso cuando se toman en consideración las des-
utilidades implicadas por la regulación y administración del castigo. “Las meras
reglas convencionales o sociales respaldadas por sanciones” no eran para Mill,
como lo fueron para Bentham, una formal moralidad o una fuente de obligacio-

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nes morales en cuanto tales, sino sólo hasta el punto en que sus requerimientos
puedan coincidir con los de la moralidad tal como la define Mill”.

Y he aquí que Pedro Schwartz me empujó hacia Bentham primero —en


un debate que fue desatendido por la Fundación Juan March y que motivó mi aban-
dono de su ámbito—, y hacia Stuart Mill, después como consecuencia de un artí-
culo suyo en Economica sobre este economista, preludio de su ensayo, que se
publicó por Tecnos en 1968, La nueva economía política de Stuart Mill, su tesis doc-
toral en la London School of Economics, y muy especialmente por haber estado yo
en el Tribunal de su cátedra de Historia de las Doctrinas Económicas de la Univer-
sidad Complutense y haber considerado, al estudiar esta aportación, que era bri-
llantísima, en discrepancia con algún otro miembro de ese Tribunal.

Con esos antecedentes, pasé a trabajar los Principios de Economía Políti-


ca, en la ya veterana edición del Fondo de Cultura Económica, de 1951 y sobre
todo, me encontré con que era el enlace obligado entre los tres grandes principa-
les de la Ciencia Económica —Adam Smith, Ricardo y Malthus—, y los marginalis-
tas y Alfredo Marshall. Al leerlos me encontré con que era Stuart Mill dueño de un
buen sentido victoriano, ese, indudablemente, que en la literatura moderna apare-
cía más de una vez. Igualmente que era preciso, de modo continuo, separar el gra-
no de lo permanente, de la paja de otras afirmaciones, y sobre todo, de las que se
derivaban de la época en la que se publicaba y, por supuesto, de lo que provenía
de ser un preludio de una ciencia que, más adelante, iba a perfeccionarse notable-
mente. Pero, aun así, quedaba tal cantidad de grano, incluso en las zonas en que
la paja más abundaba, por ejemplo en el capítulo XIII del libro II, titulado Conside-
raciones sobre los remedios para los bajos salarios muy influido por el Malthus de
Ensayo sobre la población, no por el Malthus crítico de la Ley de Say. En ocasiones,
ni rastro de la paja. Por ejemplo, en la crítica al bimetalismo, tal como se expone
en el capítulo X de libro III. O la curiosa alusión al análisis del norteamericano Rae
y sus New Principles of Political Economy, el crítico de Adam Smith al observar lo
que sucedía con los indígenas en Norteamérica, que a mi juicio sigue teniendo vali-
dez por lo que se refiere a los impulsos que llevan a ahorrar, y que se muestra en
el capítulo XI del libro I de Stuart Mill. Cuando después leí lo que sobre eso seña-
la Schumpeter, me ratifiqué en mi admiración por la perspicacia de Mill al destacar
lo que sí era —no otras partes de su libro— una aportación de Rae.

Y me he movido, hasta ahora, absolutamente al margen de lo que para mi


es el prontuario de las mejores aportaciones de Stuart Mill al pensamiento econó-
mico, que efectúa con maestría el profesor Schwartz en las diez cuestiones que
plantea en las páginas 26 27 de esta edición que hoy se presenta de los Principios
de Economía Política de John Stuart Mill. Pero creo que con lo expresado queda
claro que era lógico que yo propusiese a nuestro querido colega, el profesor Mar-
tínez Estévez, presidente de la Fundación del ICO, que ésta patrocinase esta edi-

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ción, y que fuese el profesor Schwartz, el que la dirigiese. Aurelio Martínez Estévez
lo apoyó calurosamente, y así prosiguió esa serie de grandes economistas —basta
citar a Schumpeter y a Marsall— que, a través de la Fundación ICO, pasan a estar
a disposición de los estudiosos. Nunca agradeceremos bastante a la comprensión e
inteligencia de Martínez Estévez el que esta colección, contribuya de modo admi-
rable, a la cultura económica en español. Y ya que he citado a Schumpeter, no pue-
do por menos de reproducir aquí estas palabras suyas: “John Stuart Mill (1806-1873)
fue... uno de los principales personajes intelectuales del siglo XIX... Casi todo lo
que los economistas deben saber acerca de Mill ha sido admirablemente dicho por
sir W. J. Ashley en la introducción a su edición (1909) de los Principios, edición que
espero esté en manos de todo estudiante”. A continuación llama la atención Schum-
peter sobre el apéndice a esa edición que, dice, expone “con apreciable éxito, bas-
tantes temas de la doctrina de Mill en relación con la contemporánea suya, la ante-
rior e, incluso, el pensamiento posterior: vale la pena estudiar cuidadosamente el
apéndice”. Y aun más cuando saltamos al más reciente libro de Samuel Hollander,
The economics of John Stuart Mill (Basil Blackwell, 1985), donde se puntualizan
magníficamente las profundas vinculaciones de éste con Ricardo, y cómo resplan-
dece un profundo mensaje antikeynesiano en esta obra que hoy se presenta.

Y he aquí que esta edición de la Fundación ICO presenta el apéndice de


Ashley (pp. 118-1145) y, además, un Prólogo (pp. 21-30) de un interés por encima
de todo lo imaginable, del profesor Schwartz, a más de una Introducción especial-
mente valiosa, me atrevería a añadir que fundamental, de Ashley (pp. 31-40). Se ini-
cia con una referencia de éste a la Autobiografía de Stuart Mill, que la munificencia
de la Fundación ICO, en volumen adicional, nos ofrece juntamente con los Princi-
pios. Añádase una sabrosa colaboración de John Stuart Mill. Aprecio y crítica de un
gran pensador, que se debe asimismo al profesor Schwartz con referencias tan valio-
sas como lo que ofrece de Harriet Taylor, una relación también estudiada por Hayek
y, entre nosotros, por el profesor Mellizo, por nuestro compañero Fabián Estapé en
un artículo en Moneda y Crédito, y por Juana María Gil Ruiz y Esperanza Guisán, en
sendos ensayos en la obra citada dirigida por el profesor Escamilla. Fue una relación
que “contribuyó a reafirmar... —a Stuart Mill— en las opiniones radicales, románti-
cas e individualistas que habían ido formándose —dice Schwartz— en él desde que
saliera de su depresión”. Así se explica, en parte, la definición perfecta que de Stuart
Mill hace el profesor Martínez Estévez en la Presentación de la Autobiografía, pági-
na X: “John Stuart Mill es un producto de su época. Pero un producto que hoy cali-
ficaríamos como de un reformista radical (Mellizo lo llama disidente y Pedro
Schwartz, .... izquierdista radical, eso si, de una manera matizada)”. Todo esto enla-
za con lo que Schwartz señala en la página 25 de su Prólogo a los Principios, al indi-
car que “la idea de Mill de que es posible una sociedad en la que la producción obe-
dezca a la lógica capitalista y la distribución se rija por criterios igualitarios, es el
centro de las propuestas socialdemócratas y del socialismo de mercado”. O si se pre-
fiere, en palabras también de Schwartz, en la página XVII de la Autobiografía “con

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Mill empezó la transformación del liberalismo clásico del siglo XVIII y primera mitad
del XIX, en algo que paulatinamente fue convirtiéndose en la socialdemocracia per-
misiva del día de hoy”. Esto sitúa perfectamente a Mill, tal como lo coloca Schwartz
en la página 29 de su Prólogo a los Principios: “Siempre habrá quien se duela de la
«injusticia» del capitalismo, a pesar de la capacidad del sistema de mercado de hacer
progresar a la Humanidad como ningún otro antes. Para estas personas de buen
corazón, Mill no dejará nunca de ser una inspiración”.

Nos recuerda nuestro compañero Dalmacio Negro Pavón en su estupen-


do ensayo La idea de civilización en John Stuart Mill —incluida en la citada obra
dirigida por el profesor Escamilla— que era Stuart Mill “el quinto de los grandes
economistas..., el sexto sería Marx, según Schumpeter”. Esto es especialmente
importante, porque el profesor Estapé nos ha señalado que “Schumpeter solía decir
que la Ciencia Económica viene a ser una especie de autobús singular, con plazas
limitadas, en el cual algunos —muy pocos— tienen asiento reservado para la eter-
nidad”. John Stuart Mill es, desde luego, uno de ellos.

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Palabras del Sr. D. Carlos Mellizo

En primer lugar, quisiera dar las gracias a la Real Academia de Ciencias


Morales y Políticas y al Instituto de Crédito Oficial por la generosa atención que han
dispensado a mi trabajo sobre Mill y por su amable invitación a compartir hoy con
ustedes la presentación de uno de mis libros preferidos —la famosa Autobi-
ografía—, memorable por tantas razones. Se trata de una obra múltiple, aplicable a
diversos órdenes de la conducta y del pensamiento, e inspirada siempre por la idea
liberal. En las páginas finales del libro, al dar cuenta de sus publicaciones, dice Mill
refiriéndose a Sobre la libertad (según su propio testimonio obra escrita en estre-
cha colaboración con Harriet Taylor), que se trata de “un filosófico libro de texto
en el que se expone una sola verdad que los cambios efectuados progresivamente
en la sociedad moderna tienden cada vez más a poner de manifiesto con mayor
vigor: la importancia que para el hombre y para la sociedad tiene el hecho de que
exista una gran variedad de tipos de carácter, y la importancia de dar completa
libertad para que la naturaleza humana se expansione en innumerables, opuestas
direcciones” (capítulo VII).

Mill estimaba que lo que distingue al ser humano del resto de la naturale-
za no es su pensamiento ni su dominio sobre la naturaleza misma, sino la libertad
de escoger y experimentar. Esta guía condicionó hasta tal extremo su doctrina polí-
tica, moral y social , así como su conducta hasta el fin de sus días, que podría con-
siderarse como eje y motor de todo lo “milleano”. El pleno desarrollo del individuo
en todos sus aspectos es un ideal romántico al que Mill se adhirió con entusiasmo
invariable. Fue su propósito abrir a hombres y mujeres nuevas sendas de desarro-
llo hasta entonces nunca experimentadas. Es, en definitiva, la lucha contra la inmo-
vilidad devastadora del prejuicio el afán que preside sus escritos fundamentales de
filosofía práctica.

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Mill dedicó buena parte de su obra a proteger los derechos del individuo
frente a posibles y actuales abusos de la autoridad establecida, de lo que él llama
abusos de “la tiranía del magistrado”. Mas ésta, aun siendo perniciosa en extremo
para el buen desarrollo de las potencialidades de la persona, es de condición
incomparablemente menos virulenta que la tiranía que puede ser impuesta por la
sociedad misma. Cuando la sociedad es el tirano, sus medios de opresión no se
limitan a los actos que pueden realizar los funcionarios públicos en cumplimiento
de la normativa legal vigente. La sociedad —viene a decir Mill— puede pronunciar,
y de hecho pronuncia, sus propios decretos. Y cuando lo hace sobre cosas en las
que no debería mezclarse ejerce una tiranía social más formidable que muchas de
las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas
tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los
detalles de la vida y llega a encadenar el alma. No basta, pues, con protegernos
frente a la tiranía del magistrado, es decir, de aquél o aquéllos que oficialmente
ostentan el poder. Es también preciso buscar protección contra la tiranía de la opi-
nión y el sentimiento prevalecientes, contra la tendencia de la sociedad a imponer,
más allá de las órdenes contenidas en las leyes civiles, sus propios prejuicios. De
todos ellos vamos a fijarnos esta tarde, a título de ejemplo, en el que denuncia Mill
en El sometimiento de las mujeres, texto de importancia fundamental al que Mill se
refiere con detalle en la Autobiografía, que ayudará a perfilar sus intenciones —en
tantas cosas adelantadas a lo que ya es sentir común de nuestro tiempo. La autoría
de ese escrito singular también es en buena parte atribuida por Mill a Harriet Tay-
lor y a Helen, hija de Harriet y de su primer marido, John Taylor. Recordemos que,
desde muy pronto, Mill adoptó a Helen como hija suya y sintió hacia ella afecto de
una intensidad semejante al que lo unió con Harriet. Leemos en la Autobiografía:
“[el libro El sometimiento de las mujeres] fue escrito por sugerencia de mi hija para
dejar constancia de las que eran mis opiniones sobre esta gran cuestión, expresa-
das de la manera más completa y conclusiva de que yo fuese capaz. Mi intención
era dejar este trabajo entre otros manuscritos no publicados, e irlo mejorando pau-
latinamente si ello me era posible, a fin de publicarlo cuando su aparición parecie-
se ser más útil. Tal y como fue hecho público en última instancia, contiene impor-
tantes ideas de mi hija y pasajes de sus propios escritos que enriquecen la obra.
Pero lo que en el libro está compuesto por mí, y contiene los pasajes más eficaces
y profundos, pertenece a mi esposa y proviene del repertorio de ideas que nos era
común a los dos y que fue el resultado de nuestras innumerables conversaciones y
discusiones sobre un asunto que tanto ocupó nuestra atención” (capítulo VII).

El sometimiento de las mujeres se propone denunciar los fundamentos de


una opinión fuertemente enraizada en el alma de prácticamente la totalidad del
género humano, según la cual las personas de sexo femenino han de ocupar un
lugar secundario y sometido en la organización y funcionamiento de la sociedad.
Se trata, efectivamente, de explicitar los orígenes y permanencia de un prejuicio
engendrado en el hábito y la costumbre. Pero Mill no se limita al caso concreto de

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la discriminación contra las mujeres; el ámbito de sus reflexiones se extiende mucho


más allá y nos presenta un análisis de los procesos de formación y establecimiento
de todo “prejuicio”, término que en el texto milleano es sinónimo de “opinión” y de
“creencia” en el sentido que quisiera aclarar en los minutos que me quedan.

La distinción entre el orden de lo pensado, es decir de aquello que es resul-


tado de un proceso lógico-racional, y el orden de lo creído quedó entre nosotros
explicitada por Ortega en el ensayo Ideas y creencias (op. cit., vol. V. pp. 379-405).
Es allí donde Ortega recomienda que prescindamos del vocablo “idea” cuando esta-
mos refiriéndonos a esos otros contenidos de conciencia que no son producto de
nuestra ocupación intelectual. Pues no llegamos a las creencias “tras una faena de
entendimiento, sino que operan ya en nuestro fondo cuando nos ponemos a pen-
sar sobre algo” (p. 384). De ahí que haya en toda “creencia” una íntima condición
de “supuesto”, de algo que estaba ya en nosotros, pero no de modo consciente, sino
como implicación latente de nuestra conciencia o pensamiento. En cuanto al origen
mismo de las creencias, recordemos las consideraciones de Hume y de Mill. Para el
primero, la creencia (belief) es un sentimiento y una modalidad de concebir ideas,
si quisiéramos decirlo así. Las creencias humanas son “ideas” especialmente persua-
sivas, precisamente, y ello es lo paradójico, porque ni demuestran propiamente nada
ni son ellas mismas propiamente demostrables. Las características de lo que verda-
deramente creemos le son dadas a la cosa creída por la subjetividad del que cree,
mediante la proyección de un sentimiento persuasivo creado en éste por la repeti-
ción de experiencias pasadas. Hume (como más tarde Ortega) denuncia la insufi-
ciencia de toda filosofía estrictamente racional, al detectar en ella una radical inca-
pacidad para dar cuenta de los resortes íntimos que dan impulso a nuestros
comportamientos. Tanto para uno como para otro, es falso que el orden de lo plena-
mente consciente sea lo más eficaz en la vida humana. Como Ortega repite con igua-
les o parecidas palabras en múltiples ocasiones, “la máxima eficacia sobre nuestro
comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual,
en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos”
(op. cit., vol. V, p. 387). Paralelamente, Hume otorga a la fuerza de la costumbre un
papel de importancia fundamental, y casi única en el desarrollo de nuestra conduc-
ta. Es la costumbre, nos dice, “la gran guía de la vida humana”, lo cual no es en la
mayoría de los casos motivo de alegría, sino más bien evidencia melancólica de
nuestras limitaciones.

Fijémonos ahora en el sesgo particular que el asunto adquiere en Mill cuan-


do éste se refiere a él precisamente en el contexto de sus consideraciones sobre la
naturaleza y el origen de los prejuicios. Aunque entre las palabras “creencia” y “pre-
juicio” haya una marcada diferencia de matiz —más noble la primera, menos presen-
table y admisible la segunda—, estimo que ambas pertenecen a la misma familia y
están estrechamente emparentadas. Centrándonos pues en la naturaleza del prejui-
cio, es éste, cuando ha llegado a generalizarse, una masa de sentimiento que, al no

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apoyarse en una convicción racional, nos presenta escollos prácticamente insalvables


cuando tratamos de combatirlo. Sería un error, por tanto, suponer que la dificultad
del caso tiene que residir en los fundamentos racionales sobre los que descansa
nuestra convicción en contra de un prejuicio. La dificultad es esta otra: que siempre
que una opinión general está enraizada en los sentimientos GANA ESTABILIDAD, en
lugar de perderla, cuando se presentan argumentos preponderantemente lógicos en
contra de ella, por objetivamente válidos que éstos sean. Pues si dicha opinión fue-
se aceptada como resultado de un argumento, la refutación de éste podría debilitar
la solidez de la opinión; mas cuando ésta se apoya únicamente en el sentimiento,
cuanto peor preparada está para una disputa argumentativa, tanto más persuadidos
estarán sus partidarios de que su sentimiento ha de tener una raíz todavía más pro-
funda, fuera del alcance de los argumentos. El efecto de la costumbre, nos dirá Mill,
es tanto más completo cuanto sobre este asunto no se cree necesario dar razones ni
a los demás ni a uno mismo. Nos guste o no, acostumbramos a creer que nuestros
sentimientos valen más que las razones y hacen a éstas innecesarias. Ciertamente, es
ardua la tarea de quienes atacan una opinión casi universal. Tendrán que ser muy
afortunados, así como extraordinariamente capaces, si consiguen hacerse oír en
absoluto (La sujeción de las mujeres, capítulo I). En todos los otros casos en los que
tiene lugar una acusación es del acusador la responsabilidad de aducir pruebas para
confirmar la culpa del acusado. Mas en el caso de los prejuicios —dirá Mill— ocu-
rre justamente lo contrario: los acusadores, es decir, quienes mantienen la doctrina
de que las mujeres están bajo la obligación de obedecer y que los hombres tienen
el derecho a mandar, o cualquier otro prejuicio, no se consideran en la necesidad de
probar su aserto. Y, lo que es todavía más grave, aun en la circunstancia de que yo
pudiera producir una serie de pruebas poderosas en contra suya y dejara a la fac-
ción contraria con una pila de argumentos míos irrefutados y sin uno solo de los
suyos sin refutar por mí, se pensaría que yo había hecho muy poco; pues una cau-
sa que está apoyada de un lado por la costumbre universal y del otro por tan gran
preponderancia del sentimiento popular se supone que cuenta con una fuerza más
poderosa que la que cualquier apelación a la razón tendría el poder de producir en
cualquier intelecto, excepto en los de condición excepcional.

Una de las características fundamentales de la reacción del siglo XIX con-


tra el siglo XVIII —reacción que me pregunto si continuará todavía vigente en los
inicios del siglo XXI— es la de atribuir a los elementos irracionales de la naturale-
za humana la infalibilidad que, supuestamente, el siglo XVIII había atribuido a los
elementos racionales de la misma. Cito a Mill: “Hemos sustituido la apoteosis de la
razón por la apoteosis del instinto; y llamamos instinto a todo lo que hallamos den-
tro de nosotros mismos sin que podamos darle un fundamento racional (Sujeción
de las mujeres, capítulo I). En el caso de los prejuicios, la fuerza de ese instinto sería
perfectamente aceptable si viniese avalada por la experiencia, o fuese “el resultado
de una deliberación, o de una pre-meditación, o de ideas sociales, o de alguna
noción acerca de lo que pudiera ser conducente al beneficio del género humano o

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al buen orden de la sociedad” (Ibíd). Mas no es ello así. Los prejuicios no surgen
ni de cuidadosas experiencias ni de rigurosas y previas meditaciones, sino de comu-
nes situaciones de hecho. El prejuicio, por ejemplo, que durante siglos ha existido
contra el género femenino surgió, lisa y llanamente, del hecho de que desde los
primeros albores de la sociedad humana, “cada mujer (debido al valor que le asig-
naban los hombres, junto con el hecho de su inferioridad en fuerza muscular) se
encontró en un estado de esclavitud con respecto a algún hombre” (Ibíd). Es esa
radical disparidad entre razonamiento y “opinión”, ya se hable de la sujeción feme-
nina, de la esclavitud, de la discriminación racial o de cualquier otro asunto de este
orden, lo que resulta inquietante y lo que Mill observó con especial intensidad. Tal
es el mensaje que, según pienso, debemos hoy empeñarnos en comunicar una y
otra vez a las jóvenes generaciones con quienes tenemos responsabilidades de
orientación. La justificación de mantener vivos en el recuerdo algunos grandes
nombres de la historia de la filosofía no es de carácter puramente ornamental ni
culturalista. Es, o debería ser, una justificación basada en la necesidad de perpetuar
e inculcar verdades (algunas veces impopulares y dolorosas) no suficientemente
entendidas o asimiladas por los de nuestra especie.

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CELEBRACIÓN Y CRÍTICA
DE JOHN STUART MILL

Palabras del Excelentísimo


Sr. D. Pedro Schwartz Girón

Señor presidente del Instituto de Crédito Oficial, estimadas autoridades,


querida directora de la Fundación del ICO, compañeros académicos, amigas y ami-
gos. Mis primeras palabras son de agradecimiento al Instituto por haberme encar-
gado esta reedición de dos obras fundamentales del gran pensador liberal británi-
co John Stuart Mill: la Autobiografía y los Principios de economía política, con
algunas de sus aplicaciones a la filosofía social. Tras cumplida investigación, deci-
dí proponer que la traducción de la Autobiografía fuera la otrora realizada con
especial acierto para Alianza Editorial por el profesor don Carlos Mellizo, de la
Universidad de Wyoming e incluir la corta biografía de Mill con que Mellizo enca-
bezó dicha Autobiografía, un comentario del lado humano de Mill difícilmente
superable, especialmente por lo que se refiere a sus amores con Harriet Taylor. El
texto de los Principios elegido para esta edición es el editado por Ashley en 1909
y publicado por el Fondo de Cultura Económica.

Pasados apenas cien años del nacimiento de John Stuart Mill (1806-1873),
cumple a los economistas de nuestro siglo volver la vista hacia su figura, por la
marca indeleble que dejó en la evolución de la teoría y la política económicas. En
el campo analítico fue Mill un notable innovador, pese a que presentó muchos de
sus avances teóricos como meras correcciones de pequeños errores de sus maes-
tros, lo que redujo su influencia teórica e incluso limitó su audacia inventiva. En
cuestiones de política económica y social, en cambio, pregonó a los cuatro vien-
tos sus críticas del sistema social de sus mayores, y buscó reconducir la economía
por caminos más cercanos a los del socialismo de su tiempo, con lo que, para bien
o para mal, su influjo ha sido mucho mayor.

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Mas antes de entrar en las aportaciones de Mill a la economía política, es


indispensable considerar la totalidad de su carácter y su pensamiento.

EXTRAORDINARIA EDUCACIÓN

Nació Mill en Londres el 20 de mayo de 1806 y murió en Avignon el 7 de


mayo de 1873. Era hijo del economista e historiador James Mill (1773-1836), quien
le educó personalmente sin enviarle a ninguna escuela ni colegio ni universidad.
Contó para ello Mill padre con el apoyo del gran filósofo utilitarista Jeremy Bentham
(1748-1832), pues ambos tenían la intención de convertir al niño en el príncipe de
la nueva escuela radical y democrática que buscaron fundar. James Mill partía de la
idea de que la mente humana era una tabula rasa, cual las tablillas cubiertas de cera
de los romanos: en ellas podían los educadores inscribir, por el método de premio
y castigo, los conocimientos y procedimientos que deseasen, sin verse limitados por
las capacidades innatas del pupilo. Sin embargo de lo que Mill dijo de sí mismo, es
evidente que era un niño prodigio, que además conservó sus extraordinarios pode-
res intelectuales durante toda la vida, lo que muchas veces no ocurre. Mill ayudó a
su padre a educar a sus dos hermanos y dos hermanas, que nunca dieron muestra
de las cualidades intelectuales del mayor. La lectura de lo que aprendió en ocho bre-
ves años, sobre todo por lo que se refiere a métodos de trabajo y modos de expo-
sición literaria, ha sobrecogido a todos los lectores de la memoria que publicamos:
no recordaba el tiempo en que empezó a aprender griego —luego le dijeron que a
los tres años; enseguida, a leer y escribir correctamente; el latín y la aritmética los
comenzó a los ocho años; al mismo tiempo, amplias lecturas de historia, inglesa y
universal. Terminó sus estudios formales a los trece años ¡con el aprendizaje de la
lógica y de la economía política! De las lecciones de su padre durante los paseos de
la mañana en materias económicas, que el niño resumía cuidadosamente, salió el
libro firmado por James Mill, Elementos de economía política (1819).

Después pasó unos meses felices en Francia con la familia de Sir Samuel
Bentham, el hermano de su mentor Jeremy. De vuelta a Inglaterra, se dedicó con
más intensidad a leer al gran Benrham, lo que hizo de él un “utilitarista” puro,
imbuido de la misión de reformar las instituciones de su tiempo en busca de “la
mayor felicidad para el mayor número”, como rezaría el lema de la escuela.

Un capítulo de la Autobiografía que se ha hecho justamente famoso es el


que relata su crisis mental, que tan profundas consecuencias tuvo para el desarro-
llo de sus convicciones posteriores.

Era el otoño de 1826. Me sentía en un estado de apagamiento nervioso. […]


En esta situación mental se me ocurrió preguntarme directamente a mí
mismo: “supón que todo los objetivos de tu vida se hiciesen realidad; que

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todos los cambios en las instituciones y las opiniones que tú anhelas ocur-
riesen en este mismo instante; ¿sería esto una gran alegría y felicidad para
ti? Y una voz interior irreprimible contestó claramente:¡No!” Con esto el
corazón se me hundió en el pecho y las bases sobre las que estaba constru-
ida mi vida se derrumbaron

Quizá se debiera esa depresión a la educación tan seca y exigente que le


había recibido de su padre, o a la falta de amor y ausencia de cultivo de los senti-
mientos características de su hogar, aunque no del de Samuel Bentham en la cáli-
da Provenza. Debió de influir también la tremenda carga de trabajo durante los años
de 1824, 25 y 26, en los que añadió al trabajo de su flamante puesto en la Casa de
la India, una agobiadora carga de tareas literarias y políticas, en especial la edición
en cinco volúmenes de The Rationale of Judicial Evidence, los manuscritos de Ben-
tham sobre la prueba procesal. Sea como fuere, ahí empezó para Mill una revolu-
ción psicológica e ideológica que le llevaría a alejarse del benthamismo y acercar-
se al romanticismo típico de la primera mitad del XIX, a seguir con pasión e in situ
la Revolución francesa de 1830, interesarse por los movimientos socialistas del Con-
tinente… y a enamorarse.

LA MUJER DE SU VIDA

La Autobiografía, así como la introducción del doctor Mellizo basada en


el fascinante libro de Hayek, John Stuart Mill and Harriet Taylor (1951), presentan
con radiante claridad lo que esa joven e inquieta mujer casada significó para Mill.
El comportamiento del marido John Taylor y de los dos enamorados fue impeca-
ble, pero ello no evitó que fueran objeto de maledicencias y críticas, y crearon una
mayor distancia aún entre Mill y su padre. Cuando, tras el fallecimiento del mari-
do, por fin pudieron casarse, la felicidad de su unión sólo duró siete años. Harriet
murió inesperada y tempranamente en 1858, justo cuando Mill iba a poder gozar
con ella de un retiro generosamente remunerado por la Administración de la India.

Desde el punto de vista ideológico y político, la relación con Harriet Tay-


lor contribuyó a reafirmarle en las opiniones radicales, románticas e individualis-
tas que había ido formándose en él desde que saliera de su depresión mental. La
contribución de Harriet a su filosofía social fue sin duda decisiva, aunque el reco-
nocimiento de Mill de la influencia su ninfa egeria en su obra intelectual fuera qui-
zá excesivo. Harriet le inclinó a considerar los experimentos socialistas de 1848 en
Francia con ojos mucho más favorables que los demás radicales del círculo de
Bentham, como ello pudo verse sobre todo en la tercera edición de sus Principios,
la de 1852. Su ensayo sobre la Libertad lo había discutido y corregido en detalle
con ella, cuando ella murió antes de darle la última mano. Naturalmente, la per-
sonalidad y convicciones de Harriet reforzaron el feminismo de Mill hasta hacer de

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él un campeón de los derechos individuales y políticos de las mujeres, en una épo-


ca y sociedad poco dispuestas para ello. Mill se había implicado de cuerpo y alma
en la agitación a favor de la gran Reforma parlamentaria británica de 1832, con la
que comenzó el proceso de extender paulatinamente el derecho de voto a las cla-
ses medias e incluso obreras de la población. Pero la relación de Mill con esa
mujer de refinados sentimientos y cultura, y el ostracismo social al que la pareja
se vio sometida, sin duda contribuyeron a que Mill subrayara en escritos como
Gobierno representativo el peligro de opresión de las minorías en todo sistema
democrático.

Incluso cabe decir sin miedo a equivocarse que el trato con Harriet, mujer
de refinado elitismo, reforzó el alejamiento de Mill de la filosofía utilitarista apren-
dida de Bentham y de su padre. En todo caso, propuso dos cambios sustanciales
del credo de la mayor felicidad para el mayor número: una, la que recogió en una
contundente frase de su ensayo Utilitarismo, que resumo así: “mejor ser un Sócra-
tes insatisfecho que un cerdo satisfecho”; y la otra, la reflejada en su Autobiografía,
cuando dijo que la felicidad personal no puede perseguirse directamente, sino olvi-
dándose de uno mismo, filosofía de la vida cuya formulación atribuyó a Carlyle. Es
ésta una filosofía política y ética alejada del utilitarismo ortodoxo: sobre esa base,
no cabe sumar las utilidades de los individuos para calcular el máximo de felicidad
social, pues unas son mejores que otras; ni es aconsejable que los individuos bus-
quen egoístamente su propia felicidad, porque de esa forma no la encontrarán. Un
crítico hostil acusaría al utilitarista Mill de haberse contradicho; un crítico indulgen-
te se felicitaría de que el romántico Mill hubiera reconocido que hay algo más allá
que el puro hedonismo personal.

LA OBRA DE UN ASOMBROSO POLÍGRAFO

En sus primeros años, Mill escribió mucho en forma de artículos y ensa-


yos, cuyo objeto era la reorganización democrática y racional de la sociedad: su
actividad se centró en ayudar a la creación de un movimiento “filosófico radical”,
con ambición de convertirse en un tercer partido a lado de los Whigs y los Tories.

Su primer gran éxito editorial fue, para sorpresa de todos, el Sistema de


lógica (1843), porque, evitando toda apelación a verdades inmanentes o intuicio-
nes metafísicas, partía de bases sólidamente empíricas, lo que armonizaba con el
espíritu de la época. Ese éxito le permitió publicar sus Ensayos sobre algunas cues-
tiones disputadas de economía política (1844), en los que presentó algunas de sus
más agudas innovaciones científicas en la materia luego recogidas en su gran
manual de economía.

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EL SANTO PATRÓN DEL RACIONALISMO

A partir de entonces, consiguió que sus libros alcanzaran muchas ediciones


—en el caso de los Principios, siete en formato de biblioteca de dos volúmenes (1848,
1849, 1852, 1857, 1862, 1865, 1871), más una edición popular a dos columnas muchas
veces reimpresa. El año de 1859, que siguió al fallecimiento de su esposa, fue muy
fecundo en la publicación de trabajos que había preparado con ella: así, De la liber-
tad; así, la colección de sus artículos que tituló Disertaciones y discusiones; y también
los Pensamientos sobre la reforma del Parlamento —un comentario crítico del modo
de sufragio traído por el primer ministro Tory Benjamín d’Israeli, que amplió en 1861
con sus Consideraciones sobre el gobierno representativo. En todos ellos recordó la
necesidad de que todas las minorías y las grandes personalidades del país tuvieran
cumplida representación parlamentaria, gracias a un sistema proporcional, con correc-
ciones semejantes al hoy vigente en España.

En 1863 recogió en forma de libro los artículos sobre Utilitarismo. En ese


mismo año de 1863 dio a conocer El sometimiento de las mujeres, obra cuyos prin-
cipios había discutido en detalle con Harriet y que justificadamente se ha converti-
do en una de las defensas clásicas de la igualdad entre los sexos.

Hemos visto que Stuart Mill combinó la labor intelectual con la política
durante toda su vida. Muestra notable de ello fue que, en 1866 resultara elegido
diputado por el distrito de Westminster de Londres. El curioso carácter de su parti-
cipación en los trabajos de la Cámara de los Comunes durante sus dos años de per-
manencia queda bien descritos en la Autobiografía. Se interesó por diversas causas
perdidas, como la reforma de la propiedad de la tierra en Irlanda a favor de los
arrendatarios de aquella desgraciada isla; o la denuncia ante los tribunales de un
gobernador de Jamaica por la dureza de la represión de una revuelta negra; —en
algunos casos con cierto éxito, como fue su moción para pedir el derecho de sufra-
gio femenino, para la que cosechó nada menos que 73 votos.

A su muerte quedaron algunos escritos que la hija de Harriet Taylor dio a


la prensa en seguida. Se trata no sólo de la Autobiografía, sino también de Tres en-
sayos sobre religión (1874), en los que defendía la idea de un Dios omnisciente pero
no omnipotente para poder explicar el mal reinante en el mundo; y los póstumos
Capítulos sobre socialismo (1879), en los que Mill se mostró más escéptico que en la
tercera edición de los Principios.

Mill fue un izquierdista radical, aunque distante de lo que hoy se conside-


raría como tal. Convencido de los beneficios y necesidad de una educación al
alcance de todos, sin embargo temía que el Estado se ocupara de suministrarla, por
el peligro que ello supondría para la libertad. Esperaba que los principios de estric-
ta moralidad y refinamiento que habían caracterizado su vida y la de su círculo fue-

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ran seguidos por toda la población, hasta el punto de mostrarse en exceso pater-
nalista. Defensor del sufragio popular, que quería se extendiese a las mujeres, sin
embargo propuso medidas para evitar la opresión de las minorías por las mayorí-
as. Simpatizante de sindicatos y cooperativas obreras, defendió la necesidad de que
se desenvolviesen en un mercado competitivo, para evitar la búsqueda de rentas de
monopolio típica de estas organizaciones.

Son dos las razones por las que la gran obra de Mill sobre economía polí-
tica tiene interés actual. La primera es de tipo analítico: contiene adelantos teóricos
notables, a veces pasados por alto por el propio autor e incluso por economistas
posteriores, olvidos que dieron lugar a errores evitables. La segunda fuente de inte-
rés se encuentra en la dimensión socio-política del tratado, pues en él formula Mill
la primera versión coherente de la doctrina que hoy se conoce como “social-demo-
cracia” en Europa y “American liberalism” en EEUU.

Desde el punto de vista teórico o analítico, llama la atención la fidelidad


fundamental de Mill al modelo de David Ricardo (1772-1823). Pretendió mantener
(y mejorar en la medida de lo estrictamente necesario) ese modelo, al tiempo que
transformaba su carácter en la práctica. Eso tuvo dos consecuencias. Por un lado,
contuvo el progreso de la ciencia, al disimular la importancia de lo que eran fallos
fundamentales de la primera escuela clásica. Por otro lado, dificultó que se recono-
ciera debidamente su propia originalidad.

Pueden señalarse las siguientes contribuciones de Mill al análisis económi-


co, que hacen de él uno de los economistas teóricos mas inventivos del siglo XIX1:

— Una exposición de la teoría del capital humano (Principios, I, ii, p. 7)


mucho más completa que la de Adam Smith en el capítulo sobre las
diferencias de salarios (1776, I, x, b).

— El análsis de las proposiciones fundamentales de la teoría del capital,


en especial la idea de que “la demanda de bienes no es demanda de
mano de obra” (Principios, I, v, p. 9), castigando el error que cometen
quienes sostienen que el consumo es un factor del crecimiento econó-
mico.

— La economía de la empresa expuesta coherentemente con el papel del


empresario (Principios, I, ix).

1
Algunas de estas notas las he recogido de Stigler (1955), pp. 296-299, quien comentó que la lista de con-
tribuciones era muy respetable. “Pero también es una lista peculiar: Cualquiera de esas contribuciones podría haberse
hecho independientemente de todas las demás. Mill no intentaba construir un nuevo sistema, sino sólo realizar mejo-
ras aquí y allá en el sistema ricardiano.”

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— Grupos no competitivos en el mercado de trabajo, que explican ciertas


limitaciones de la competencia entre trabajadores en el libre mercado
(Principios, II, xiv, p. 2).

— Determinación del precio de productos conjuntos, o de un producto y


sus subproductos fabricados en proporciones técnicamente fijas (Prin-
cipios, III, xvi, 1), en lo que Mill se adelantó claramente a la exposi-
ción de Marshall (1890, V, vi, p. 4).

— La correcta reformulación de la teoría de la renta cuando las tierras son


susceptibles de usos diversos, o teoría del coste de oportunidad (Prin-
cipios, III, v, p. 3).

— Exposición acertada de la ley de la demanda y la oferta2, aunque no de


la función de la demanda misma (Principios, III, ii, p. 4).

— Notable discusión de la teoría del dinero, la banca y el crédito (Princi-


pios, III, vii a xiii).

— Correcta exposición de la Ley de Say (en sus Ensayos de 1844 y en III,


xiv, p. 3 de Principios, “De la sobre-producción”).

— Introducción del concepto de elasticidad de la demanda en la deter-


minación de la relaciones reales de intercambio, o terms of trade, del
comercio internacional (en sus Ensayos de 1844 y en Principios III,
xviii, p. 2). Quizá fruto de su precipitación fuera el que no viera la
posibilidad de aplicar esta teoría de la demanda a los valores domés-
ticos.

El subtítulo de este tratado (“con algunas de sus aplicaciones a la filosofía


social”) no era en balde. En efecto, Mill quería modificar el enfoque de la ciencia
económica para poder tratar todas aquellas cuestiones de filosofía social que impor-
taban a los trabajadores y a las personas de clase más alta preocupadas por la pobre-
za o la explotación. El impulso era generoso. Mill consiguió publicar varias edicio-
nes: la tercera edición, la del 52, es la que sufrió más modificaciones, sobre todo en
la parte referente a filosofía social.

El Libro II sobre distribución refleja esta nueva ilusión en su análisis y


propuestas. En primer lugar, Mill propuso una reforma de la propiedad privada

2
Señala Stigler que la exposición de Mill era menos precisa que la de Cournot en 1838, (Stigler, 1955,
1965, p. 9).

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que la hiciese más fiel a su justificación por el trabajo. En especial se extendió


sobre la tenencia de la tierra y la herencia al modo inglés, que encontraba injus-
to. Especial interés tuvo su estudio de las propuestas de diversos grupos socialis-
tas. Ningún economista ortodoxo las había discutido en serio hasta entonces.
Sopesó los argumentos de Owenitas, Sansimonianos y Fourieritas y, si a fin de
cuentas los rechazó por inviables, lo hizo mostrando comprensión de sus críticas
y coincidencia en sus fines. El que, desaparecida Harriet, mostrara Mill en los Capí-
tulos póstumos sobre socialismo (1879) más escepticismo que en la edición de 1852
no quita para que abriera un nuevo capítulo en la filosofía social. Incluso cuando
Harriet vivía consideró que las propuestas socialistas eran prematuras, pues la
naturaleza humana habría de transformarse por la educación y el ejemplo, antes
de que fuera posible dejar atrás el incentivo del egoísmo estrecho en el funciona-
miento de las sociedades. Hubo una forma de socialismo que rechazó sin lugar a
dudas, la revolucionaria:

Los que quieren jugar a este juego [de la revolución] sobre la base de su
opinión privada, no confirmada por la verificación experimental —que pri-
varian por la fuerza a todos los que ahora tienen una existencia material
confortable de sus medios presentes de preservarla y arrostrarían el espan-
toso derramamiento de sangre y sufrimiento que se seguirían si el intento
fuese resistido—, deben poseer, por un lado, una serena confianza en su
sabiduría, y por otro, una indiferencia ante los sufrimientos de los demás,
con las que Robespierre y Saint Just, hasta el momento los ejemplos típi-
cos de esos atributos unidos, a duras penas podrían rivalizar. (“Cap. Póst.”)

Otras importantes modificaciones de la filosofía social ortodoxa aparecen


en ese mismo Libro II, en especial su actitud ante los sindicatos. Para no extender-
me en demasía, me contentaré con decir que Mill era un cooperativista, pero con
una nota diferencial muy importante: sostenía que todos esos experimentos habían
de desenvolverse en un marco de competencia, para que las formas de organiza-
ción resultante probaran su eficiencia en el marco de una economía libre. “El estar
protegido contra la competencia [dijo] es estar protegido en la pereza y la inercia
mental” (IV, vii, 7).

Los años de 1820 a 1848 fueron especialmente duros para los trabajado-
res británicos atrapados por el mecanismo productivo del capitalismo. Podemos
comprender que un alma sensible como la de Mill se doliera de la situación de las
clases trabajadoras y buscase en la ciencia económica medios de aliviarla. Sin embar-
go, es irónico que, precisamente cuando esa situación empezó a mejorar rápida-
mente, como ocurrió en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX, fuera cuando
Mill y muchas personas pertenecientes las clases acomodadas del país empezaran
a preocuparse por la ‘cuestión social’ y a poner trabas al sistema que estaba sacan-
do a grandes números de seres humanos de la pobreza.

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Siempre habrá quien se duela de la ‘injusticia’ del capitalismo, a pesar de


la capacidad del sistema de mercado de hacer progresar la Humanidad como nin-
gún otro antes. Para estas personas de buen corazón, Mill no dejará nunca de ser
una inspiración.

LIBERALISMO ROMÁNTICO Y LIBERALISMO CLÁSICO

Mill fue el gran profeta de la libertad individual en el siglo XIX pero tam-
bién quien puso esa semilla de transformación en el liberalismo, que, para algunos,
lo ha convertido en una ética pública de derechos sin obligaciones y una moral per-
sonal de tolerancia sin límites. El texto que conviene estudiar críticamente para
redondear el retrato intelectual de Mill es De la libertad (1859).

Los principios de los que parte este último ensayo son dos: el primero,
que la libre discusión de todas las doctrinas resulta esencial para descubrir el error
o reafirmarse en la verdad; el segundo, que los adultos deben poder actuar según
sus deseos y convicciones en todo lo que concierne a ellos solos. Dichos así, ambos
principios parecen equilibrados, como los dos platillos de una balanza bien centra-
da pero una atenta mirada quizá lleve a otra conclusión.

Por lo que se refiere a la libertad de pensamiento y expresión, la doctrina


de Mill era fiel a la filosofía liberal clásica. Defendió esa libertad en el capítulo II
con tres razones: 1) una opinión silenciada a la fuerza puede ser verdadera, seamos
conscientes de ello o no; 2) aunque una opinión acallada sea errónea, puede con-
tener y normalmente contiene una porción de verdad; 3) incluso si la opinión reci-
bida contiene toda la verdad, a menos que se la someta a dura crítica pronto se
convertirá en un mero prejuicio, sin que los que la adoptan de las razones que la
apoyan. Esas tres razones me parecen incontestables.

En cambio, cuando Mill reclamó la plena autonomía personal en el capí-


tulo III sobre la “Individualidad” y el IV sobre “Los límites de la autoridad de la
sociedad sobre el individuo”, cabe decir que fue más lejos, a consecuencia de su
rebelión juvenil contra el utilitarismo y la influencia de Harriet Taylor.

En el frontispicio de su ensayo sobre la libertad colocó Mill una frase del


romántico libro de Wilhelm von Humboldt, Los límites de la acción del Estado, cuya
traducción al inglés había sido publicada cinco años antes.

El gran principio conductor hacia el que converge directamente cada argu-


mento desarrollado en estas páginas, es la absoluta y esencial importancia
del desarrollo humano en toda su diversidad.

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Así dicho, tal principio podría ser generalmente aceptable para todos los
liberales. Sin embargo, Humboldt, para satisfacción de Mill, fue mucho más allá en
su interpretación del pleno desarrollo individual.

La razón no puede desear para el hombre ninguna otra condición que


aquella en la que cada individuo no sólo goza de la más absoluta libertad
de desarrollarse por sus propias energías, en su perfecta individualidad,
sino también aquella en la que la naturaleza externa no quede moldeada
por ninguna agencia humana, pero sólo reciba la impronta que le dé cada
individuo, por sí mismo y por su libre albedrío, a medida de sus deseos e
instintos, restringido solamente por los límites de sus poderes y derechos.

Este pasaje se inscribe en el universo romántico de Rousseau, en sus dos


elementos, la absoluta autonomía de la voluntad y la ilimitada espontaneidad natu-
ralista. Rousseau creía que había de considerarse buena en sí misma toda elección
espontánea y libre de los seres humanos antes de que los hubiera corrompido la
civilización.

Incluso cuando Humboldt y Mill avisaban que el fin del hombre no es el


“seguir deseos vagos y pasajeros” sino “el máximo y armonioso desarrollo de sus
capacidades hasta alcanzar un todo completo y coherente”, no hacían referencia a
un fin fuera de la persona, a una obra valiosa en sí misma: todo valía por referen-
cia al ego del político, el artista o el pensador. Aquí está en potencia la inclinación
actual por la sinceridad, la espontaneidad, la auto-realización, que, al no ponerse
al servicio de un fin distinto o superior a la propia persona, acaba en el vicio o en
el vacío.

Se quejaba Mill de que “la espontaneidad individual apenas se reconoce


[…] como algo que tenga un valor intrínseco”. La costumbre no significaba tanto para
Mill la formación desde la infancia en hábitos personales que pudieran conducirnos
a la virtud, sino que la presentaba como una práctica social inmutable y ciega que
cierra el paso a la espontaneidad. “El despotismo de la costumbre es en todos sitios
un obstáculo permanente del progreso humano.” (p. 272) El individuo que deja que
la sociedad elija el camino que ha de seguir no daba muestras sino de una simiesca
capacidad de imitación no tenía mucho valor como ser humano.

Es interesante notar que Mill creía que el Estado había dejado de ser en su
tiempo el principal enemigo de la libertad personal. Más lo era “la coerción moral
de la opinión pública”, la tiranía social de la mayoría (p. 223). “Precisamente porque
la tiranía de la opinión es tal que hace de la excentricidad un reproche, es deseable,
para romper con esa tiranía, que la gente sea excéntrica.”(p. 269) Mill partía de la
idea cierta de que toda coacción, incluso legítima, es en principio un mal, pues
supone una invasión de la esfera íntima de la persona. Pero por otro lado amplió

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este concepto de esfera íntima protegida clamando por un ambiente sin restriccio-
nes sociales que permitiese el florecimiento de personas de carácter crítico, original,
imaginativo, independiente, no-conformista hasta la excentricidad. Sin duda era éste
el tipo de carácter que Mill aprobaba, pero no estaba justificado que quisiera hacer
de él una pauta universal.

Ha dicho Thomas Sowell (On Classical Economics, Yale, 2006) que la pos-
tura de Mill sobre la individualidad adolecía de dos asimetrías formales y de una
carencia material que la desequilibraban. La primera es que Mill no trata los modos
de vida al igual que las ideas: las ideas habían de someterse a la crítica y contraste
más duros para discernir la verdad del error y para vivificar las verdades recibidas;
pero los distintos modos de vida habían de estar libres de cualquier rechazo severo.

La segunda asimetría tiene su origen en un cierto paternalismo intelectual


que le venía de lejos pero se le reforzó por influencia francesa. Para Mill, mientras
las personas corrientes no debían imponer sus modos de vida a las elites innova-
doras, éstas sí desempeñaban el papel de guías o modelos en formas de vivir más
libres y más extravagantes.

Las personas geniales [...] si rompen sus cadenas, se convierten en un


modelo para las sociedades que no han conseguido reducirlas a la vulga-
ridad. [...] La originalidad es precisamente lo que las mentes faltas de ori-
ginalidad no entienden para qué sirve. (p. 268)

El individualismo de Mill a veces parecía no entender que los modelos


morales exhibidos por los extravagantes no han de apreciarse por ser excéntricos
sino porque derivan de una vida de esforzada creación de valor: la bohemia de pin-
tores o poetas incipientes puede ser coherente con la obsesión por su obra y la
limitación aceptada de sus medios económicos, pero el imitarla sin ser artista es una
afectación o una irresponsabilidad. Frente a la manera inconforme de ser y com-
portarse, que Mill consideraba un ejemplo acreedor de respeto absoluto, es posible
concebir otros modos de ser al menos tan válidos como el de su liberalismo pro-
teico. El investigador constante y respetuoso de la ética científica; el empresario cre-
ador de negocios y cuidadoso administrador; la madre de familia responsable, aho-
rradora, educadora de sus hijos; el militar disciplinado, valiente y conocedor de su
oficio; la misionera caritativa y sacrificada: he aquí diferentes modos de ser y pla-
nes de vida al menos tan respetables como los de los artistas románticos y bohe-
mios. Está bien ser inconforme cuando uno carga con las consecuencias de la vida
que ha elegido en aras de algún ideal, pero no cuando el Estado de Bienestar le da
a uno rentas que le permiten ser irresponsable.

Hoy día, las masas, imitando a los malos artistas, han aprendido a pedir
que se les dé gratis todo lo que no saben ganarse con su esfuerzo y a rechazar cual-

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quier responsabilidad por los malos efectos de sus actos. El eslogan de la sociedad
social-liberal podría ser: ‘toda necesidad es un derecho’ o incluso ‘todo deseo es un
derecho’. En una sociedad libre con una economía de mercado sin interferencias,
los fuegos fatuos del liberalismo romántico carecerían de subvenciones públicas y
serían disciplinados por la competencia, con lo que sólo arderían las verdaderas lla-
mas del ingenio.

REFERENCIAS

HAYEK, F.A. (1951), John Stuart Mill and Harriet Taylor. Their Correspondence and Subse-
quent Marriage.
HUMBOLDT, WILHELM VON (1852), Ideen zu einem Versuch, die Grenzen der Wirksamkeit des
Staats zu bestimmen. J.W. BURROW, ed., The Limits of State Action, Liberty Fund,
Indianápolis 1993.
SOWELL, THOMAS (2006), On Classical Economics, Yale University Press.

Las obras de Mill citadas en esta presentación han sido editadas todas en The Collected Works
of John Stuart Mill, University of Toronto Press y Routledge & Kegan Paul.

BENTHAM, JEREMY y MILL, J.S. como editor (1827), The Rationale of Judicial Evidence, Specially
Applied to English Practice.
MILL, J.S. (1843), A System of Logic, Ratiocinative and Inductive. Being a Connected View of
the Principles of Evidence and the Methods of Scientific Investigation.
— (1844), Essays on Some Unsettled Questions of Political Economy.
— (1848), Principles of Political Economy, with Some of Their Applications to Social Philo-
sophy. [De las siete ediciones en vida de Mill, las dos más importantes son la pri-
mera y la tercera de 1852].
— (1859, 1867, 1875 póstuma), Dissertations and Discussions.
— (1859), On Liberty.
— (1861), Considerations on Representative Government.
— (1863), Utilitarianism.
— (1869), The Subjection of Women.
— (1865), Auguste Comte and Positivism.
— (1865), An Examination of Sir William Hamilton’s Philosophy.
— (1873 póstuma), Autobiography.
— (1874 póstuma), Three Essays on Religion.
— (1879 póstuma), Chapters on Socialism.

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