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Complejidad y dinámica en el mundo vivo

(§§ 63-70)
Miguel Escribano Cabeza

** Este trabajo será publicado en: Guía Comares de Leibniz (Monadología), Granada,
Comares, previsto para 2019.

1. Variaciones de la idea del infinitismo del mundo vivo


En los parágrafos 63 al 70 de la Monadología, Leibniz introduce y desarrolla brevemente su
pensamiento biológico. En estos parágrafos destaca una idea por encima de las demás: que Leibniz
concibe la mónada bajo el modelo, por decirlo así, del ser vivo. Este es un ejemplo de la relevancia
que el filósofo confiere en su pensamiento filosófico al desarrollo de las nacientes ciencias de la
vida. El interés de Leibniz por las investigaciones de los médicos, fisiólogos, anatomistas y
microscopistas de la época no dejó de acrecentarse a lo largo de su vida, penetrando poco a poco en
su pensamiento hasta convertirse en una pieza clave del engranaje teórico de su metafísica. Este
capítulo, sin embargo, no tiene por objeto la teoría de las mónadas1, sino la conocida imagen de los
jardines y los estanques a través de la cual Leibniz nos está exponiendo su idea acerca de la
complejidad del mundo vivo. En la Monadología la encontramos en el parágrafo 67:

Cada porción de materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas, como un estanque lleno
de peces. Pero cada rama de planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores es también
como ese jardín o ese estanque.

Existen asímismo otras formulaciones semejantes en multitud de textos del comienzo al


final de la vida del filósofo, por ejemplo:

Porque se ha de saber que, como observaron los famosos micrógrafos Kircher y Hooke, una persona
de vista muy aguda debería observar la mayoría de las cosas que percibimos en las cosas más grandes
con proporción en las cosas menores; si éstas continuaran al infinito – lo cual es ciertamente posible,
puesto que el continuo es divisible al infinito - cualquier átomo sería como un mundo de infinitas
especies y habría mundos en otros mundos al infinito. (Hypothesis Physica Nova 1671, AA VI,2,241-
242; OFC 8,43.)

De hecho, creo que en estas mismas masas se han de ocultar por todas partes máquinas de la
naturaleza, puesto que nada sin orden puede proceder del más sabio Autor, y que el interior en las
masas de las cosas desordenadas no es más confuso que aquel que es confuso en un estanque, aunque
aquí la masa de agua no sólo parece confusa sino también desordenada a los ojos de la persona que,
observando desde la distancia, ignora la multitud de peces que nadan en el agua. (Controversia con
Stahl 1709-1711, Dutens II, 133)

Otra manera como Leibniz expone este motivo es con la metáfora del teatro:

143. El teatro del mundo corpóreo nos muestra cada vez más en esta vida su elegancia gracias a la
propia luz de la naturaleza, en el tiempo en el que los sistemas del macrocosmos y del microcosmos
han comenzado a ponerse al descubierto a través de los inventos más recientes. (Teodicea, GP VI, 460;
OFC 10, 468)

El uso de esta metáfora del teatro está orientado a una explicación particular, la del
nacimiento y la muerte de los seres vivos, fenómenos de los que Leibniz afirma no son más que el
1 Véase en este volumen cap. R. Rovira.

1
tránsito desde a un teatro menor a uno mayor y viceversa. Leibniz concibe estos tránsitos a la
manera de una metamorfosis, siguiendo la teoría que desarrolla Swammerdam para el caso de los
insectos2. Este es el contexto en el que encontramos esta metáfora en la misma Monadología
(parágrafo 75) y en su obra “hermana” Principios de la naturaleza y de la gracia (los primeros
textos donde la encontraremos datan de los años 80 y pertenecen a la correspondencia con Arnauld).

Hay pequeños animales en las semillas de los grandes que, por medio de la concepción, toman un
nuevo revestimiento, del que se apropian, que les proporciona medio para alimentarse y crecer a fin de
pasar a un teatro mayor y producir la propagación del animal grande. […] Y así como los animales,
por lo general, no nacen enteramente en la concepción o generación, así tampoco perecen enteramente
en eso que llamamos muerte. Porque es razonable que lo que no comienza naturalmente no acabe
tampoco naturalmente en el orden de la naturaleza. Así, quitándose su máscara o sus harapos, vuelven
tan sólo a un teatro más sutil, en donde pueden ser, sin embargo, sensibles y estar tan bien regulados
como en el teatro mayor. Y lo que se acaba de decir de los animales grandes tiene lugar también en la
generación y la muerte de los animales espermáticos mismos, es decir, estos animales son los
acrecentamientos de otros animales espermáticos más pequeños, en proporción con los cuales pueden
pasar por grandes: pues todo progresa al infinito en la naturaleza. […] los animales son
inengendrables e imperecederos: tan sólo se desenvuelven, se envuelven, se revisten, se desnudan, se
transforman. (Principios de la naturaleza y de la gracia, Robinet 41-45; OFC 2, 346-347)

Esta formulación de la idea del infinitismo biológico a través de la metáfora del teatro no
sólo recoge la imagen leibniziana de la complejidad del mundo vivo, también al mismo tiempo,
como se puede observar en la cita, uno de los modos como el filósofo entiende la dinámica
vinculada a esta imagen, que no es otra que aquella que explica el nacimiento, la muerte y toda otra
transformación que afecta a los cuerpos vivos.
A través de esta caleidoscópica visión del mundo de jardines y estanques Leibniz desarrolla
tres características del mundo vivo y de sus infinitos ordenamientos: 1) no existe el desorden en la
naturaleza salvo aparentemente; 2) el orden en la naturaleza deriva de los seres vivos que la habitan;
3) la naturaleza posee infinitos niveles de complejidad biológica o infinitos teatros. Por otro lado,
Leibniz hace acompañar la exposición de este motivo de tres problemas centrales vinculados a su
comprensión del mundo de la vida: 1) el problema de la génesis de los seres vivos, 2) el problema
de la distinción entre cuerpo vivo y artefacto3 y 3) el problema de la distinción entre los cuerpos
orgánicos y los cuerpos no orgánicos. Dentro de este último problema aparecen una serie de
cuestiones derivadas: la relación entre los seres vivos y las masas, la naturaleza de los agregados, el
estatuto de los cuerpos no orgánicos y su relación con la vida, etc.

2. La concepción leibniziana del cuerpo orgánico y su función representacional en la idea de


espejo viviente
El parágrafo 67 de la Monadología, donde Leibniz expone el motivo de los infinitos jardines y
estanques, necesita para ser comprendido de al menos los cuatro anteriores y los cuatro posteriores.
En ellos encontramos muchas de las ideas centrales de la concepción leibniziana de los seres vivos
y el mundo que habitan. Algunas de ellas son desarrolladas más extensamente en otros capítulos de
este volumen. En lo que respecta a este capítulo, su objetivo es explicar la manera como Leibniz
entiende el orden presente en los cuerpos orgánicos como derivado de la armonía entre un conjunto
de vivientes. Esta cuestión se entiende como un desarrollo de los sentidos que más arriba se
enumeran como características que Leibniz adscribe a su concepción de la complejidad biológica a
través del motivo de los jardines y los estanques.

2 Véase en este volumen cap. Semillas y preformacionismo.


3 Véase en este volumen cap. Pedro Silva.

2
En los parágrafos 63 y 64 Leibniz nos da los tres caracteres desde los que define el cuerpo
orgánico de los vivientes: las ideas de espejo viviente, de máquina divina y de autómata natural.

63. El cuerpo que pertenece a una mónada, la cual es su entelequia o alma, constituye con su
entelequia lo que se puede llamar un viviente, y con el alma lo que se denomina un animal. Ahora bien,
este cuerpo de un viviente o de un animal es siempre orgánico; pues toda mónada, por ser a su modo
un espejo del universo, y estar el universo regulado según un orden perfecto, es necesario que haya
también un orden en el sujeto que representa, a saber, en las percepciones del alma y, en consecuencia,
en el cuerpo, según el cual el universo está representado en ella (Teodicea, § 403).

La primera de estas ideas es, en realidad, una cualidad de la mónada, pero que hace
referencia a la existencia de un orden en el cuerpo del viviente según el cual el universo llega a ser
representado en el alma. A este orden del cuerpo del viviente es al que Leibniz denomina orgánico y
la mónada, en tanto es la entelequia de ese cuerpo, es comprendida como un espejo viviente del
universo. Para Leibniz, las mónadas no están en el espacio pero tampoco revolotean sin sentido por
el mundo, si no que, nos dice, tienen una suerte de posición en el universo gracias al cuerpo que les
pertenece. El cuerpo es el anclaje de la mónada al mundo que determina su lugar en él y con ello su
punto de vista. Además, gracias a que este cuerpo es orgánico, la mónada puede formarse una
representación del mundo desde tal punto de vista. Con esta idea de espejo viviente, Leibniz está
destacando una de las dinámicas que caracterizan la potencia de un cuerpo por ser orgánico y por
ser el cuerpo de un viviente que es su capacidad representativa: existe una determinada relación de
expresión entre la complejidad orgánica del cuerpo del viviente y el orden de su mundo entorno que
entra a formar parte de lo que comprende, esto es, de su punto de vista. Esta es, según Leibniz, la
base de la sensibilidad del animal a partir de la cual el alma se forma una representación del mundo.
En el siguiente fragmento de los Nuevos Ensayos Leibniz expone esta idea de forma clara:

[…] cuando el órgano y el medio están constituidos adecuadamente, los movimientos internos {en el
órgano} y las ideas que los representan en las almas se parecen a los movimientos del objeto {del
medio} que provocan el color, el calor, el dolor, etc., o lo que es lo mismo, lo expresan de acuerdo con
una relación bastante exacta, aun cuando dicha relación no se nos muestre distintamente. (Nuevos
Ensayos, libro II, VIII-21; ECHEVERRÍA, 143)

3. Máquinas divinas y autómatas naturales


Leibniz continúa con la definición del cuerpo orgánico como una máquina divina y un autómata
natural. Hay que decir que esta definición apunta a su diferencia con las máquinas artificiales. La
primera acepción, la máquina divina, hace referencia a la naturaleza de la complejidad orgánica del
cuerpo recogiendo la idea de que «los cuerpos vivientes son máquinas en sus mínimas partes hasta
el infinito». Dice así Leibniz:

64. Así, cada cuerpo orgánico de un ser viviente es entonces una especie de máquina divina o un
autómata natural, que sobrepasa infinitamente a todos los autómatas artificiales. Una máquina, en
efecto, construida según el arte humano, no es máquina en cada una de sus partes; por ejemplo, el
diente de una rueda de metal tiene partes o fragmentos que para nosotros ya no son algo artificial, y ya
no tienen nada que caracterice a la máquina respecto del uso al que estaba destinada la rueda. Pero las
máquinas de la naturaleza, es decir, los cuerpos vivientes, son también máquinas en sus mínimas
partes hasta el infinito. Es lo que constituye la diferencia entre la naturaleza y el arte, es decir, entre el
arte divino y el nuestro (Teodicea, §§ 134, 146, 194).

Y continúa Leibniz sobre la misma idea afirmando lo siguiente.

3
65. Y el autor de la naturaleza ha podido practicar este artificio divino e infinitamente maravilloso
porque cada porción de la materia no es solamente divisible al infinito, como han reconocido los
antiguos, sino porque incluso está subdividida actualmente sin fin, cada parte en otras partes, cada una
de las cuales tiene un movimiento propio: en caso contrario sería imposible que cada porción de
materia pudiera expresar todo el universo (Discurso preliminar a la Teodicea, § 70; Teodicea, § 195).

La segunda acepción con la que Leibniz caracteriza el cuerpo orgánico es la de autómata


natural. La mayor parte de las veces esta idea de autómata natural aparece en los textos
acompañando a la de la máquina divina, como si fueran equivalentes. Sin embargo, hay textos en
los que Leibniz le da un contenido diferente. Leibniz hace uso de este término de autómata natural
(o espiritual, para el caso del alma) para separarse del ocasionalismo de Malebranche. Frente a la
opinión del francés, Leibniz afirma que Dios ha introducido en las sustancias corporales una fuerza
que las hace capaz de actuar por sí mismas, y que no hay necesidad de que Dios esté continuamente
interaccionando con sus criaturas como si fueran marionetas. En el caso concreto de los cuerpos,
mejor aún, de cada porción de materia que conforma un mundo de seres vivos (parágrafo 66),
Leibniz dice que tienen un «movimiento propio» que les permite «expresar todo el universo» y
además, desde lo visto más arriba, les permite expresar el universo desde un punto de vista y en
función de una complejidad orgánica particular.
Esta idea es la base de la individualidad que singulariza todo cuerpo desde una dinámica
propia. La encontramos incluso en las explicaciones que Leibniz da acerca de la cohesión y unidad
de los cuerpos físicos; así, por ejemplo, dice:

[…] sostengo que no hay un cuerpo tal {en reposo}, y que los cuerpos, propiamente hablando, no son
empujados por los otros cuando hay un choque, sino por su propio movimiento o por su elasticidad,
que es un movimiento de sus partes interiores. (Finster, 297-8; OFC 14, 121)

Como vemos, incluso para el caso más sencillo del choque de dos cuerpos Leibniz defiende
que la razón del movimiento de cada uno de ellos no procede del exterior, y aunque es con ocasión
del choque que existe un cambio en el movimiento de ambos, la razón de ese cambio se encuentra
en un principio interno que no es otro que su estructura corpuscular (de la que depende la
elasticidad y otras propiedades físicas como la resistencia, la dureza…). Cada cuerpo tiene, por
decirlo así, su propia perspectiva del choque, que no es otra que la diferente respuesta que cada uno
de ellos ofrece a la perturbación y que depende de su particular naturaleza estructural, su
complejidad interna. Siguiendo esta idea Leibniz llega a decir en sus Nuevos Ensayos lo siguiente:

[…] si la cera derretida o blanquecina tuviera la capacidad de sentir, sentiría algo parecido a lo que
nosotros notamos cuando el sol nos calienta y, si pudiese, diría que el sol es caliente […] porque en la
cera hay movimientos que tienen una relación con los del sol que los provoca: su blancura puede
provenir de otra causa, pese a recibirla del sol, pero no así los movimientos que ha tenido. (Nuevos
Ensayos, libro II, VIII-24; ECHEVERRÍA, 143)

4. Cuerpos orgánicos y mundos de criaturas. El pez y el estanque


Pero, volviendo al caso que nos interesa, ¿cuál es la dinámica particular que individualiza o, para
ser más precisos, confiere cierta entidad a los cuerpos orgánicos en tanto que son considerados
como un «mundo de criaturas»?

66. Por lo anterior se ve que hay un mundo de criaturas, de seres vivos, de animales, de entelequias, de
almas, hasta en la más pequeña parte de la materia.

4
Cada cuerpo orgánico en que actualmente se divide al infinito la naturaleza es un mundo de
vivientes. En principio, Leibniz no nos dice nada acerca de que estos cuerpos orgánicos pertenezcan
a su vez a vivientes, basta con su descripción como «mundo de seres vivos» para hacer de cada una
de estas partes un espejo del universo, esto es, un mundo regulado según un orden que se encuentra
vinculado a otros mundos de criaturas a través de relaciones de expresión. También vale decir, que
se encuentra en armonía con ellos. Esta interpretación podría resultar problemática si, a la vista del
primer parágrafo comentado, se identifica expresión sólo con representación. Sin embargo, como
hemos visto, esto no es así para Leibniz, para quien la representación es sólo una especie de la
expresión (el que implica la presencia de un alma y que, por tanto, hace del cuerpo orgánico en
cuestión el cuerpo de un viviente). La expresión incluye otras especies como la sensación o el
entendimiento (por ejemplo: Nuevos Ensayos, ECHEVERRÍA 238 o GP II, 112; OFC 14, 126).
Leibniz nos ofrece en estos parágrafos una imagen de la naturaleza que consta de infinitos
mundos o sistemas de vivientes autónomos (tienen un movimiento propio) pero articulados según
relaciones de expresión, o también, en armonía. Por ahora dejemos de lado la cuestión del tipo de
expresión (vale decir, dinámica) que existe en el caso de la relación entre estos mundos de criaturas.
En el siguiente parágrafo de la Monadología Leibniz continúa con la descripción de la complejidad
que encontramos en estos mundos.

67. Cada porción de materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas, como un estanque
lleno de peces. Pero cada rama de planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores es
también como ese jardín o ese estanque.

Cada mundo o sistema orgánico que forma parte de la complejidad de la naturaleza consta
de una multiplicidad de vivientes que comparten un mismo entorno, en el ejemplo, un mismo jardín
o estanque, una misma gota o rama. A su vez, nos dice Leibniz, cada una de las partes en las que
podemos dividir estos entornos naturales es un nuevo mundo de criaturas, y así al infinito. Es fácil
que en una primera lectura se nos pase por alto la diferencia entre este parágrafo y el parágrafo 64
antes comentado, donde Leibniz expone la misma idea. El enfoque es, sin embargo, diferente. En el
parágrafo 64 Leibniz hablaba del cuerpo orgánico de un viviente que es un máquina orgánica en
cuyas partes encontramos vivientes que son a su vez máquinas orgánicas y así al infinito. Como se
trata en estos casos de los cuerpos de vivientes, esto es, vinculados a un alma, Leibniz decía que
estábamos ante espejos del universo: gracias a su cuerpo orgánico el alma era capaz de obtener una
representación del mundo, desde una perspectiva particular y que además abarcaba desde lo más
cercano, su propio cuerpo y aquello que se encuentra dentro de su potencia sensible, hasta todo el
resto del universo. Ahora, en el parágrafo 67 y los que siguen, Leibniz no parte del cuerpo orgánico
de un ser vivo, sino de una porción de materia que entiende como un entorno que comparten un
conjunto de seres vivos. La diferencia es significativa, pues ahora las partes de estos entornos no
son órganos de un animal, sino otros entornos donde conviven otras criaturas y así al infinito.
Leibniz, en los siguientes parágrafos nos dirá que aunque las partes de estos entornos no configuren
el orden orgánico del cuerpo de un viviente, no por ello carecen de orden.
Por tanto, toda parte del cuerpo orgánico de un ser vivo es un mundo de vivientes, pero no
todo mundo de vivientes constituye el órgano de un cuerpo vivo. Leibniz nos dice que todo en la
naturaleza está lleno de «cuerpos orgánicos animados» o seres vivos, pero que no por ello «cada
porción de materia está animada», es decir, está vinculada con un alma y es por tanto un ser vivo, y
continúa: «como no decimos que un estanque lleno de peces es un cuerpo animado, aunque el pez lo
sea» (GP VI, 539-540; OFC 8, 511).
Esta idea, presente también en el parágrafo 68, es importante para entender la concepción
leibniziana del orden presente en la naturaleza, pero también su concepción de los cuerpos

5
orgánicos de los vivientes como máquinas naturales. La idea del orden ligado a un mundo de
criaturas es la base de comprensión, nos dice Leibniz, de toda porción de materia en que se divide la
naturaleza, incluidos los cuerpos de vivientes. Cada parte de un ser vivo, cada órgano, cumple
ciertamente con unos criterios funcionales y estructurales en el contexto de la totalidad de la
máquina natural que es ese viviente; Leibniz afirma desde esta perspectiva que el cuerpo del
viviente es una máquina hidráulico-pneumático-pirotécnica.

5. Los límites del mecanicismo en la comprensión de la máquina natural


Sin embargo, como Leibniz no se cansa de repetir, las leyes de este mecanismo hidráulico-
pneumático-pirotécnico no son mecánicas (Por ejemplo: Dutens II, 131-132), es decir, que la
ontología desde la que Leibniz comprende al cuerpo orgánico no es mecanicista. Por un lado, para
Leibniz lo que define al ser vivo es la percepción y el apetito, que sólo podemos comprender desde
la unidad alma-cuerpo. Por otro lado, en relación con lo que venimos analizando, Leibniz
comprende la complejidad orgánica del viviente desde la idea de los mundos de criaturas, que
implica una concepción del orden, la que se extiende entre, o depende de, un conjunto de vivientes,
que no es mecánica.
Cuando Leibniz habla de que la máquina natural es máquina hasta el infinito, la imagen que
acompaña esta idea es la del estanque y los peces o la del jardín y las plantas. Esto es importante
para no reducir la posición de Leibniz a la de su contemporáneo F. Hoffmann. Leibniz está de
acuerdo con Hoffmann en la crítica a las posiciones vitalistas, pero, a diferencia de este último, no
funda la comprensión de la complejidad orgánica del cuerpo en el modelo mecánico, como hemos
visto. Para Hoffmann, la diferencia entre la máquina natural de un organismo vivo y la máquina
artificial que sale de las manos del hombre es sólo una cuestión de grado: que la máquina natural es
máquina en cada una de sus partes hasta el infinito. La imagen que Leibniz tiene en la cabeza
cuando hace esta descripción del mundo vivo es la que observa el microscopista, no la imagen que
tiene el relojero cuando diseña o construye un reloj.
La “vía Hoffmann” de interpretar las máquinas naturales leibnizianas se encuentra con una
dificultad: si pasamos por alto que el orden orgánico de los cuerpos se funda en la armonía entre un
conjunto de vivientes, que es lo que da al cuerpo orgánico su entidad, entonces podríamos pensar,
siguiendo algunas interpretaciones idealistas de la Monadología, que el entorno que comparte esa
multiplicidad de vivientes no es más que un epifenómeno derivado de la actividad representativa de
sus almas. Sin embargo, hay que recordar que Leibniz necesita de la realidad de los cuerpos para
poder explicar todo fenómeno presente en la naturaleza, comenzando por la actividad de
representación de esas almas, que, como hemos visto al comienzo, necesita del concurso sensible de
su cuerpo orgánico. Pero esto es válido también para el conjunto de los cuerpos, sean o no
orgánicos. Como vimos, la actividad de representación es sólo uno de los posibles modos de
expresión que caracteriza la relación entre los diferentes tipos de cuerpos presentes en la naturaleza;
no todos ellos tienen alma y, sin embargo, la actividad que les caracteriza es real (por ejemplo,
fenómenos como la gravedad, la dureza, el magnetismo o la vegetación en las plantas).

6. Orden y armonía entre los seres vivos


Esta problemática conecta con los parágrafos siguientes de la Monadología, el 68 y el 69. Dice
Leibniz:

68. Y aunque la tierra y el aire interpuestos entre las plantas del jardín, o el agua interpuesta entre los
peces del estanque, no sean en absoluto planta ni pez, sin embargo, los contienen también, pero la
mayor parte de las veces con una sutileza tal que para nosotros resultan imperceptibles.
69. Así pues, no hay nada inculto, ni estéril ni muerto en el universo; no hay, en absoluto, caos ni
confusión más que en apariencia; casi como podría parecer en un estanque colocado a una distancia

6
desde la que se viera un movimiento confuso y un hervor, por llamarlo así, de peces del estanque, sin
distinguir los peces mismos (Prefacio a la Teodicea).

El lector debe notar que Leibniz no afirma que el medio que contiene a los vivientes sea algo
aparente, sino que lo que es aparente es el desorden que observamos si no prestamos la debida
atención sobre la masa de agua del estanque o sobre la masa forestal del jardín. Dejando de lado el
problema experimental que nos plantea la observación y el análisis de estos entornos de relación
que contienen un conjunto de vivientes, lo cierto es que para Leibniz son algo real y diferente a los
vivientes que contienen, pero al mismo tiempo en relación con ellos, dado que, nos dice, su orden es
una función de la actividad de esos vivientes.
Existe por tanto una relación entre el viviente y el medio entorno que lo contiene y que,
como nos decía Leibniz en el primer parágrafo comentado, se encuentra mediada por el cuerpo de
ese viviente y por la actividad de representación del alma vinculado a él (ese medio entorno que
afecta o puede afectar al cuerpo del viviente configura en la relación de representación que guarda
con el alma, su mundo de percepción). A su vez, este viviente y cada uno de los vivientes que
comparten un mismo mundo, entran en relación de expresión recíprocas, o en armonía. Para
Leibniz, como nos dice al comienzo de la Monadología, los vivientes, las mónadas, no tienen
ventanas, esto es, no hay una comunicación directa de sustancia a sustancia. Las relaciones de
expresión o de armonía que se establecen entre ellos (y, no olvidar, que son constitutivas, esto es,
que determinan su actividad) vienen mediadas en primer lugar por el cuerpo que corresponde a cada
uno de esos vivientes y, en segundo lugar, por el entorno que comparten. Estamos de nuevo ante la
cuestión que planteábamos más arriba sobre el tipo de expresión o de armonía al que Leibniz se está
refiriendo en el caso de los vivientes que comparten un mismo entorno.
Quizás la cita más representativa de la idea que Leibniz tiene de la armonía y el orden que se
extiende entre los seres vivos la encontramos en su controversia con Stahl. Una de las principales
ventajas de recurrir a esta controversia es que en ella Leibniz hace un esfuerzo por explicar la
naturaleza de la máquina que es el cuerpo orgánico de todo ser vivo. Leibniz afirma que el cuerpo
orgánico de todo ser vivo es una máquina dispuesta para cumplir ciertas operaciones: vegetación,
nutrición y reproducción. A través de estas funciones los cuerpos orgánicos de los seres vivos puede
«preservarse a sí mismos y producir una copia de sí» (Dutens II, 132). Lo cual, nos dice Leibniz, es
el fin particular para el cual los cuerpos orgánicos de los seres vivos están dispuestos. Ahora bien,
añade Leibniz, para que se cumplan estos fines y para que el viviente pueda desarrollar sus
funciones hace falta que concurran una serie de cosas externas que el alma se representa como
medios (a través de los órganos de su cuerpo). Esto es, en el cumplimiento de tales fines
particulares o propios el viviente se encuentra adaptado a, en relación o en armonía con, un medio
(y viceversa); dice Leibniz que «en cualquier cuerpo concurre el estado de las cosas circundantes
con su propio estado» (Dutens II, 132).

En efecto, al igual que la Respuesta {de Stahl}, recurriendo a explicaciones rigurosas, niega que la
llama subsista por sí misma, se nutra, se propague, se mantenga y requiera una afluencia de aire; si del
mismo modo se llegara a negar que un animal realiza esto por sí mismo, entonces, sin la afluencia
continua del ambiente y sin su comunicación al interior, no sólo la respiración no se llevaría a cabo,
sino que de este modo cesarían el calor y la fluidez de los humores, como se desprende de la
experiencia con un frío intenso. Por no mencionar además la fuerza elástica y el movimiento tónico
(que creo que no es otra cosa que el ejercicio de la fuerza elástica), que es evidente que derivan del
movimiento de estos tránsitos {entre el exterior y el interior del cuerpo}. También sabemos por la
experiencia con la bomba neumática que gracias a la presión del aire ambiente la sangre y otros
líquidos en general se mantienen en su consistencia adecuada, y que cuando se eleva {la presión} se
convierten {los líquidos} en espuma y los vasos estallan o, como es conveniente, no circulan. A esto
hay que añadir la transpiración continua, y hay muchos otros indicios que muestran que los cuerpos de

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los animales no sólo requieren de alimento a intervalos sino en flujo continuo como un río. (Dutens II,
146-147)

Pero esta concurrencia no sólo implica la alimentación, sino que se extiende como requisito
para el cumplimiento del resto de funciones, en lo que incluye la necesidad de que concurran otros
vivientes. Leibniz recoge esta idea cuando dice que los fines particulares de cada uno de los
vivientes se encuentran vinculados a un fin general que no es otro que la armonía que enlaza a todas
las cosas como una «preciosa cadena» (Dutens II, 132-133). La conformidad en la que se
encuentran unos vivientes con otros en un determinado medio se encuentra articulada a través de la
representación/expresión donde todo pasa por un cálculo de medios bajo los fines de la preservación
y de la reproducción4. Citemos a continuación el fragmento de la controversia con Stahl donde
Leibniz plasma esta idea de la armonía entre los vivientes:

[…] las máquinas tienen sus fines y efectos {se refiere a los particulares o propios} a través de la
fuerza de su estructura {la dinámica de su cuerpo orgánico}, pero los fines y los efectos de los
agregados {es decir, de un conjunto de vivientes que comparten en armonía un mismo medio entorno}
surgen a partir de una serie de cosas concurrentes y en realidad también a partir del encuentro de las
diversas máquinas, que, a pesar de que siguen una destinación divina, sin embargo, están provistas de
una coordinación más o menos manifiesta. De este modo, el fin del gusano de seda y su función
propia es la producción de seda, aunque para que nazcan otros gusanos de seda es necesaria la reunión
de un macho y una hembra, y ciertamente también la combinación de un animal con alguna otra cosa
externa […] tales como el calor del sol, la nutrición de las hojas de morera y otras cosas de este tipo.
(Dutens II, 135-136)

Como se puede observar, Leibniz concibe cada porción de materia o cuerpo orgánico de la
naturaleza como un ordenamiento determinado por y para el cumplimiento de las funciones vitales
(vegetación, nutrición y reproducción) de los seres vivos contenidos en dicho cuerpo 5. Para Leibniz
en estos ordenamientos se encuentran ligados los tres reinos naturales (además de la cita anterior,
ver: Dutens II, 149).

7. Finalidad y dominación en los agregados de vivientes


Podría afirmarse entonces que en tales ordenamientos los vivientes se encuentran vinculados
sustancialmente6. Este vínculo es aquello que otorga realidad al agregado de cuerpos que es el
medio entorno, el mundo, que contiene ese conjunto de criaturas: «la continuidad real no puede
nacer más que del vínculo substancial» (GP I, 517; OFC 14, 462). Dice Leibniz de este modo que
los cuerpos orgánicos resultan, o son, sustanciados por ese vínculo, y a los agregados de vivientes
los denomina «semi-sustancias naturales dotadas de cohesión» (GP II, 506; OFC 14, 449). Este
vínculo sustancial hace referencia a las «dependencias naturales» (GP II 458, 495-496; OFC 14,
387, 436) que se establecen dentro de un conjunto de seres vivos en la existencia 7. Un modo de

4 Recordemos que aquí sólo estamos considerando al individuo bajo sus determinaciones de especie, esto es, en
palabras de Leibniz, aquellas que lo ligan con otros individuos a través de una misma línea reproductiva (por ejemplo,
Finster 73-74; OFC 14, 33).
5 Aunque no sólo, por ejemplo, los entornos de relación humanos incluirían otros fines como los del mundo moral.
6 La idea del vínculo sustancial no aparece más que en un momento muy concreto de la correspondencia entre Leibniz
y el padre Des Bosses. El vínculo sustancial «constituye formalmente la sustancia compuesta» o corpórea (GP II, 474;
OFC 14, 404); «no se añade de un modo cualquiera a las mónadas […] sino que es suficiente {para} hacer una unidad
de las mónadas que están bajo el dominio de una sola o las que hacen un cuerpo orgánico, es decir una máquina de la
naturaleza» (GP II, 439; OFC 14, 362). Sin el vínculo sustancial el cuerpo orgánico de un viviente no serían más que un
mero fenómeno (GP II, 435; OFC 358). En las últimas cartas Leibniz parece retractarse de esta idea debido a que los
problemas que crea son más que los que soluciona. Véase en este volumen el cap. Leticia Cabañas.
7 «Aunque el pan y el vino no sean vivientes, son como todos los cuerpos agregados de vivientes, y los vínculos
substanciales de los vivientes singulares que los componen, componen su substancia» (GP II, 485; OFC 14, 415).
Leibniz considera el pan y el vino, como en otros ejemplos similares en los que habla del sílice y de un pedazo de

8
afrontar la explicación de estas relaciones podría ser en base a los criterios biológicos antes
mencionados8.
Bajo tales relaciones se cumple que los vivientes se expresan unos a otros (recordar que, en
rigor, no existe para Leibniz influjo o comunicación entre sustancias). Esta coodinación o armonía
natural entre los seres vivos es explicada por Leibniz como cambios en su grado de perfección: en
tanto pasa a una mayor perfección (mayor distinción en su mundo de percepción) entonces actúan,
en caso contrario padecen (ver parágrafo 49 de la Monadología). Esta graduación en la perfección
que liga a los vivientes en su expresión mutua es la base de la dominación que dice Leibniz tiene
lugar entre ellos: «no sólo hay vida por doquier, unida a los miembros u órganos, sino que también
hay una infinidad de grados en las mónadas, al dominar más o menos unas sobre las otras» (GP VI,
599; OFC 2, 345).

No veo tampoco que la Mónada dominante les quite existencia a las otras mónadas, ya que en realidad
entre ellas no hay ningún comercio sino tan sólo consenso. Igualmente, la unidad de la substancia
corpórea en el caballo no nace de ninguna refracción de las mónadas, sino del vínculo substancial
sobreañadido que nada cambia en las mónadas mismas. Un gusano puede ser parte de mi cuerpo y está
bajo mi mónada dominante, y él mismo puede tener otros animales más pequeños en su cuerpo bajo su
mónada dominante. La dominación y la subordinación de las mónadas, considerada en las mismas
mónadas, no consiste más que en los grados de perfección. (GP II, 451; OFC 14, 378)

En las «semi-sustancias naturales dotadas de cohesión» estas relaciones de dominación


determinan los cambios en el agregado de vivientes y en el medio entorno que comparten (y
sustancian). Pero, ¿qué ocurre en el caso de esos agregados de vivientes contenidos en el cuerpo
orgánico de otro viviente superior? En estos casos, existe una sustancia que se apropia de las
relaciones de dominio que vincula el agregado de vivientes con un fin concreto: constituir un ser
vivo superior. Esto es lo que ocurre, dice Leibniz, durante la génesis o nacimiento de los seres
vivos. A esta sustancia la denomina Leibniz «mónada dominante», que se convierte en el alma o
forma sustancial del nuevo viviente, en la ley inherente que da razón y es principio del cuerpo
orgánico.

70. Según esto, puede verse que cada cuerpo viviente posee una entelequia dominante, que es el alma
en el animal; pero los miembros de este cuerpo vivo están llenos de otros seres vivientes, plantas,
animales, y cada uno de ellos tiene a su vez su entelequia o su alma dominante.

La relación existente entre el vínculo sustancial y la mónada dominante permanece


invariable en el ser vivo, no así los vivientes subordinados o el cuerpo orgánico, que cambian
continuamente. Los vivientes o mónadas subordinados son requisitos del cuerpo orgánico. Al
vincularse, sus formas sustanciales no cambian. A las formas sustanciales de estos vivientes que
forman parte de un ser vivo superior las denomina Leibniz «formas asistentes» que tienen el poder
de transformar el cuerpo al que están ligadas. A la forma sustancial de la mónada dominante la
denomina «forma inherente o animante» y su poder está limitado a unificar el agregado de vivientes
que sustancian el cuerpo orgánico del animal superior con el fin, dice Leibniz, de que «el conjunto
se comporte según el orden natural». Sólo la forma inherente está fijada al cuerpo orgánico, en
concreto, al vínculo sustancial. Las formas asistentes, los vivientes agregados a la sustancia
corporal, aunque unidos al cuerpo orgánico, pueden separarse de él (GP II, 320; OFC 14, 194-195).

queso, como entornos que comparten un conjunto de vivientes. Un problema diferente es el de la entidad material de
estos cuerpos. Ciertamente, los vivientes presentes en estos tipos de cuerpos pueden alterar su estructura material y su
composición, pero no son responsables de ella, como pasa en el caso de los vivientes vinculados al cuerpo orgánico de
un ser vivo superior.
8 Podrían ser otros, por ejemplo, en las sociedades humanas.

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La sustancia, afirma Leibniz, el ser vivo o el animal es eterno, mientras que el sustanciado, el
cuerpo orgánico, puede nacer o morir y sufrir cambios durante su existencia.

Lecturas recomendadas
Duchesneau, F. (2010) Leibniz le vivant et l'organisme, Paris: Vrin.

Fichant, M. (2003) “Leibniz et les machines de la nature”, Studia Leibnitiana, 35, pp. 1-28 (existe
una traducción al portugués: “Leibniz e as máquinas da naturaleza”, Curitiba, São Carlos, vol. 2, n.
1, pp. 27-51, outubro, 2005).

Nachtomy, O. (2014) “The Role of Infinity in Leibniz´s Theory of Living Beings”, en: The Life
Science in Early Modern Philosophy, O. Nachtomy & J.E.H. Smith (eds.), New York: Oxford
University Press, pp. 9-29.
----------------- (2011) “Leibniz on Artificial and Natural Machines: Or What It Means to Remain a
Machine to the Least of Its Parts”, en: J.E.H. Smith, O. Nachtomy (eds.), Machines of Nature and
Corporeal Substances in Leibniz, The New Synthese Historical Library 67, Springer.

Nicolás Marín, J.A. (2013) “Leibniz: de la biología a la metafísica vitalista” en Leibniz y las
ciencias, J. Arana (ed), Plaza y Valdés, pp. 179-211.

Pasini, E. (2011) “The Organic Versus the Living in the Light of Leibniz’s Aristotelianisms”, en:
Machines of Nature and Corporeal Substances in Leibniz, J.E.H. Smith, O. Nachtomy (eds.),
Dordrecht: Springer (Synthese New Historical Library 67), pp. 81-94.

Phemister, P. (2016) Leibniz and the Environment, London & New York: Routledge.

Smith, J.E.H. (2011) Divine machines: Leibniz and the sciences of life, New Jersey: Princeton
University Press.

Wilson, C. (1995) The Invisible World: Early Modern Philosophy and the Invention of the
Microscope, New Jersey: Princeton University press.

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