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A lo largo de su propia vida, Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios vivo, no hizo otra
cosa que ponerse en las manos del Padre, no deseó otra cosa que cumplir Su
voluntad. Para ello su tarea fue tan sencilla como generosa: buscar en todo el
querer de Dios y, una vez hallado, no sólo llevarlo a la práctica, realizarlo, sino
amarlo con todas sus fuerzas, con todo su corazón, con toda su alma. Porque
Jesús de Nazaret es la revelación misma de un don de Dios tan grande que
podemos sentir y vivir cada uno de nosotros: Jesús se sabe Hijo de Dios, y nos
regala a ti y a mí esa filiación, nos injerta, por su cumplir y amar hasta el
extremo la voluntad de su Padre, en una vida plena, en una vida fecunda
sostenida y amplificada por la acción del Espíritu Santo.
Es desde esta perspectiva, desde donde hemos de intentar aunar el querer de los
hombres con la voluntad de Dios, sabiendo que en ese ejercicio de implicación
mutua el ser humano no pierde un ápice de su libertad, reconociendo que en esa
unión somos nosotros mismos los que obtenemos un bien mayor, porque
nuestras debilidades, nuestras flaquezas y nuestras miserias se verán
acompañadas de una fuerza superior que no reside en nuestras propias virtudes,
sino en la generosidad divina que pondrá luz donde sólo había oscuridad, que nos
hará seguir luchando allí donde antes todo parecía desplomarse. Ésa es la
ejemplaridad de la vida de Jesús, que no necesita ir al desierto para padecer
tentación, que no necesita ser injuriado y azotado para sentir dolor, que no cae
una y otra y otra vez con su cruz –cargada con nuestras faltas de amor- para
compadecer… Pero en los planes de Dios Padre no estaba quitarle ni el más
mínimo sufrimiento, porque en su providencia había confiado la Redención de los
hombres a la fidelidad de su Hijo.
Al ver a Jesús crucificado en lo alto del Gólgota no podemos sino caer en silencio,
aún más, caer de rodillas... La contemplación de la muerte de Cristo mueve las
entrañas de los hombres y de Dios mismo. Las de los hombres porque no
entienden, porque no queremos entender que la vida del Nazareno pueda tener
un final así, tan trágico: un final descabellado para una vida edificada sobre el
Amor. Ningún ser humano puede concebir tanto dolor… Es tan grande que no
podemos soportar seguir mirando, es tan profundo que rebosa nuestros
corazones empequeñecidos por el egoísmo y la tibieza. Tan sólo una mirada sigue
fija en la cruz, la mirada de su madre, de nuestra madre la Virgen María, porque
tiene un corazón tan puro, tan lleno de amor a la voluntad de Dios, que, una vez
más, sabe guardar silenciosamente tanta pena y seguir pronunciando un fiat tan
generoso como el de la Anunciación. A nosotros, el momento de la muerte nos
sobrepasa siempre, se nos escapa de las manos, no sabemos cómo afrontarlo, si
no nos ponemos, como la Virgen Madre, en las manos del Padre.
Pero las entrañas de Dios también se desgarran, como el velo del templo: es el
Hijo quien da cumplimiento a la voluntad del Padre, poniendo su vida y su muerte
a disposición, haciendo de su entrega absoluta redención plena. No caben medias
tintas, no vale mirar para otro lado cuando lo que está en juego es la salvación de
los hombres. En las mismas entrañas de Dios están nuestros pecados, y remediar
ese dolor está a nuestro alcance: con la ayuda de la gracia todo cambia, sólo
tenemos que dejar que el Espíritu actúe en nosotros. Si abrimos nuestro corazón
al Amor, Él se encargará de limpiar nuestras heridas, nos devolverá la luz, nos
arrancará de las tinieblas y la muerte. Los brazos del Crucifijo nos acogen si
hacemos propósito de enmendar aquello que nos separa de Dios: la mayoría de
las veces no serán grandes faltas, pero en otras ocasiones deberemos enmendar
nuestra poca correspondencia, nuestra falta de gratitud, nuestro amor propio que
casi siempre prefiere el querer humano a la voluntad divina.
Sólo nos queda adorar la cruz, hacer de esa adoración una forma cotidiana de
vida, para así poder ver más allá de la agonía, para así poder vencer la tentación.
Ver a Cristo muerto es una de las mayores tentaciones que el diablo nos
presenta. Por el miedo quiere hacernos dudar; por el dolor pretende que
rechacemos la profundidad del amor de Dios; por el sufrimiento nos quiere hacer
huir del escenario del dolor y dejar a Jesús completamente solo; por el
sentimiento de soledad quiere que olvidemos la Alianza.
Por eso Jesús nos enseña a rezar no nos dejes caer en la tentación... porque
vencerla es madurar la fe, como acto de entrega confiada, incluso cuando no
entendemos el sentido de los acontecimientos; porque vencerla es mantener la
esperanza, es mantenernos firmes, como María y Juan, a los pies de la cruz;
porque vencer la tentación es contemplar la caridad de Cristo, que mana de su
cuerpo como su sangre, en señal de amor al hombre y de fidelidad al Padre:
hágase tu voluntad...
Así, la muerte en la cruz es la imagen del mandamiento nuevo, y tiene que ser
tan sobrecogedora para que se cure nuestra falta de fe: líbranos del mal…
ilumínanos Señor, y muéstranos tu cruz como la única fuente de vida.