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Resumen:
Hubo en el Renacimiento un nuevo modo de concebir la música que abrió el
camino a la búsqueda de perfección musical basada no ya en una cuestión de relación
con la deidad (la música como vínculo entre Dios y el hombre) sino en las propiedades
de la música en sí misma (escindida de su relación con lo divino) y por ende se creyó en
la posibilidad de ajustar el lenguaje musical a un estado de cosas. Es decir, existiría un
«estado emocional» que podría afectar a quien presencie la puesta en acto de la obra
musical, siempre y cuando fuese representado por el nuevo lenguaje de la música
(elaborado y reglado por el compositor, autor – tratadista). A partir de entonces se pensó
que era posible lograr una correcta representación, transparente, adecuada del afecto en
cuestión. ¿Cómo fue esto posible? Sólo a partir de “conocer” la «esencia de las
pasiones» el músico podía adecuar el modo de representarlas para que fuese lo más
ajustada posible, lo más fiel, lo más verdadera posible.
En este sentido nos preguntamos ¿cómo fue posible que surgiera esta inquietud
por representar los afectos en la música ? ¿cuándo fue el momento en el que se supuso
no sólo la existencia de la esencia de las pasiones humanas, sino su estrecha relación
con la música?
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“LENGUAJE Y REPRESENTACION. UNA ENTRADA A PARTIR DE LA
TEORIA DE LOS AFECTOS EN LA MUSICA DEL BARROCO”.
Hacia el año 387 d.C. San Agustín comenzó a redactar el tratado Sobre la
música. En Confesiones advertía respecto de los placeres y peligros de la música:
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utilidad de esta costumbre. De esta suerte, vacilo entre el peligroso
placer y la pureza a que aspiro y antes bien me inclino (aunque no
pronuncio una opinión irrevocable acerca de este asunto) a aprobar el
uso del canto en la iglesia, pues de ese modo, en virtud de las delicias
del oído, las mentes más débiles pueden sentirse estimuladas hacia un
marco de devoción. Sin embargo, cuando ocurre que me siento más
conmovido por el canto que por lo que se canta, me confieso a mi
mismo que he pecado de una manera criminal y entonces quisiera no
haber oído ese canto. ¡Ved ahora en qué situación me hallo! Llorad
conmigo y llorad por mí, vosotros que reguláis vuestros sentimientos
internos de modo que sus resultados sean buenos. En cuanto a
vosotros, que no obráis así, estas cosas no os conciernen. Pero Tú, oh
Señor, Dios mío, presta oídos, mira y ve y ten piedad de mí y sálvame;
Tú, en cuya contemplación me he convertido en un enigma para mí
mismo; y ésta es mi dolencia.
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La distinción entre dos dimensiones: “el canto” y “lo que se canta” resulta
crucial para establecer una diferenciación sobre la forma, y el contenido. La forma bien
puede ser bella y seductora y por ello resulta potencialmente peligrosa ante la mirada
eclesiástica.
Si volvemos a las palabras de San Agustín, observamos que se debate entre lo
peligroso de la práctica musical (la forma del canto) y aquello a lo que refieren las
palabras, respecto de lo cual no debe desviarse el pensamiento. Y luego concluye en
favor del uso de la música vocal en las iglesias, pero sólo en tanto instrumento para la
evangelización de las “mentes débiles” de los fieles.
Desde esta óptica la música es concebida como elemento que vehiculiza estados
emocionales, los cuales son calificados como puros o impuros; por ende es necesario –
según San Agustín- atender al poder instrumental que tiene la música (la buena música,
“cuando se canta con una voz clara y hábilmente modulada”) de convertir a la masas
infieles.
Desde esta mirada la forma de la música debía estar subordinada al contenido de
las palabras, de lo contrario significaría estar condenado al pecado y al desconocimiento
de la verdad de Dios, considerado éste como fuente de verdad y justicia.
Por lo tanto, aquello que de-signa lo correcto en la música religiosa católica
desde tiempos de la Edad Media, es la “palabra de Dios”. Esta palabra “revelada” está
atestiguada en la Biblia y es la ley escrita que, leída e interpretada por el intermediario
sacerdotal, se hará “Verdad Revelada” en las mentes de los miembros de la comunidad
que participan del oficio religioso. Por añadidura, toda aquella expresión musical que no
estuviera supeditada a la palabra de Dios, sería considerada incorrecta y pecaminosa.
El canto considerado correcto es visto como producto de la acción de la
autoridad divina, y sólo en virtud de dicha procedencia extra – mundana, el canto es
verdadero y cobra la especificidad de ser el único modo capaz de desarrollar “gusto y
edificación” en quienes lo cantan y quienes lo escuchan. La verdad es entonces Verdad
de Dios, y la música cobra significado en aquel contexto de relación lejana con la
deidad. Allí la forma del diálogo entre Dios y los hombres debe purificarse a través del
canto. Hacia 1892 Inama y Less decían:
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“(…) el canto gregoriano es comandado, pues se lo produce y se lo da a
la luz por la competente autoridad establecida por Dios en la tierra para
transmitir su voz, y por ella es designado como verdadero y propio del
canto litúrgico, y que debe, por consiguiente, ser cultivado con
preferencia sobre cualquier otro, estudiándolo y ejecutándolo, de forma
que el coro y el pueblo desarrollen con él su gusto y edificación
(…)”(En Castagna; 2000 p. 2)
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devoto, y bien ordenado”- porque de lo contrario pueden ingresar sonoridades ajenas,
extrañas y por ende peligrosas para el oficio religioso en cuestión.
En esta misma línea de interpretación de la “peligrosidad” de la música,
Benedicto XIV, en la Epístola Encíclica de 1749 se refiere a un Breve de 1571 de Pio V
dedicado a prohibir “conciertos formados de toda especie de voces y de instrumentos”
en la catedral de Luca (Italia). Allí se relata:
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del alma habitaban el cuerpo y era preciso devolverlos al estado de gracia anterior a
la caída por el pecado.
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teóricos y compositores de ver en la música una gran fuerza capaz de mover y sacudir
los afectos del auditorio”.
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BIBLIOGRAFÍA