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Wagner aspiraba alcanzar la unidad interactiva de todas las

disciplinas individuales como la poesía, la música, la pintura, la


escultura y la arquitectura (estas tres últimas reunidas como
recursos esceno-lumínicos), e incluso incorporaba a la danza, per
se y como conductora de los movimientos de masas en el
escenario. Esa integración debería ser el fruto de la colaboración
entre los diversos responsables de cada aspecto de una misma
obra, para dar como resultado una idea plasmada en la
originalidad de cada producción, de manera tal de ofrecerla como
un evento irrepetible. Pero el ideal del compositor sobre la “obra
de arte total” suponía además una amalgama de los aspectos
estéticos con el espíritu político-filosófico encerrado en la palabra
y en la idea musical. Convencido que el control de todas las
facetas escenotécnicas debía estar concentrado en el autor,
Wagner fue el mentor del libreto y de la música de todas sus
óperas, y en varias de ellas se autorreferenció.

El “drama musical” wagneriano deriva al menos de dos


componentes perfectamente dominados por el compositor.  Por un
lado la “prosa musical”, una original simbiosis de poesía y
música, en donde cada sílaba, cada unidad fonética se apoya en un
sostén melódico que, en función de las características
conductuales, emocionales y circunstanciales del desarrollo de la
pieza, cuenta con un marco armónico que exalta el sesgo
romántico, ora melancólico, ora heroico. Por otro lado está el
recurso del “leitmotiv”, o sea ese evento melódico generalmente
corto, conciso y singular, ejecutado siempre que la trama lo exija,
que referencia a un sentimiento, a un personaje, a una idea o un
concepto. La identificación de cada uno de ellos genera en el
espectador esa múltiple percepción que se origina al mismo
tiempo en la palabra, en la composición musical y en la relación
del motivo en cuestión con lo ya observado en escenas previas de
la ópera, provocando la amplificación del fenómeno emocional.  

A mediados del siglo XIX, esa novedosa forma de concebir una


pieza, ese fluir continuo sin pausa, con varias líneas de
dramaturgia y pulsos psicológicos, yuxtapuestos y
conmocionantes, situaciones desequilibrantes, causó una
verdadera revolución.

La incursión de Wagner, influyó no sólo en sus contemporáneos


de mayor renombre, sino también en los de generaciones
posteriores, extendiéndose su presencia en otras disciplinas,
particularmente entre los artistas plásticos de las escuelas
impresionista y postimpresionista. Son muy conocidas las
reflexiones de Vincent van Gogh al respecto; en una carta dirigida
a su hermano Theo, el holandés expresa: “…ya que sentía de
manera muy intensa las conexiones que existen entre nuestro
color y la música de Wagner”  (Arles, 18 de Septiembre de
1888). Manet y Renoir, quien realizó un retrato del compositor en
Palermo, Italia, en 1882, también exteriorizaron su admiración
por el Maestro.
Un poco de lo esencial sobre “Tristán e Isolda”
El caso de “Tristán e Isolda” perturba ya desde su inicio, más
precisamente en el compás  Nro. 17, a tan solo un minuto y medio
del arranque de la ópera. El célebre “acorde de Tristán”, que
rompe la estabilidad de la resolución tonal, deja al oído y al centro
neurálgico de análisis y de procesamiento de los sonidos al borde
del precipicio. Formado del grave al agudo por las notas Fa, Si,
Re# y Sol#, luego de sonar al unísono estas se particionan, y las
dos primeras descienden estirándose lánguidamente, mientras que
las otras dos ascienden escalonadamente para converger con
aquellas, enmudeciéndose en silencios que Wagner coloca
inmediatamente a continuación de aquel acorde sísmico,
provocando en el espectador una tormenta emocional, de angustia
y opresión, apenas comenzado el preludio al acto primero. La
audiencia queda repentinamente descolocada y los silencios
prolongan la sensación de agonía y de insatisfacción; el Maestro
nos deja ansiosos por lo que vendrá.

El argumento de “Tristán e Isolda” es el de una típica historia


romántica medieval. En el primer acto, Isolda, hija del rey de
Irlanda, refiere haber sido la prometida de Sir Morold, un
caballero también irlandés, a quien Tristán había dado muerte en
combate luchando por Cornualles, otra nación celta de Gran
Bretaña, en una disputa por el pago de tributos. En dicha pelea
Tristán había quedado seriamente herido, y fue llevado
casualmente a la casa de la madre de Isolda para ser curado; llega
allí bajo el seudónimo de Tantris (curiosa inversión silábica), y
por ciertas coincidencias, ella descubre que el joven es quien mató
a su amado y decide asesinarlo en el lecho de convalecencia.
Justo cuando Isolda está a punto de clavarle la espada, se cruzan
las miradas y ambos quedan confusa y mutuamente prendidos, sin
explicación.
Todo esto no ocurre durante la ópera, sino que es confiado por
Isolda a su dama de compañía, Brangania, como eventos que
sucedieron previamente; un flash back. Ahora, en pleno acto
primero, a bordo del navío que se dirige desde Irlanda a
Cornualles, Tristán ya repuesto, está escoltando a Isolda a quien
raptó para entregársela como tributo y esposa a su tío, el anciano
rey Marke. Isolda, cargada de rencor, odia su presente, a su futuro
cónyuge y especialmente a Tristán, a quien está decidida a
asesinar esta vez utilizando un “filtro de la muerte”, un veneno
que le había entregado su madre. Por esas cosas que tiene el
ingenio romántico, resulta que Isolda también tenía entre sus
pertenencias legadas por su madre, un “filtro del amor”, o sea una
pócima mágica que a quienes la bebían juntos los enamoraba
perdidamente y para toda la eternidad a uno del otro. Brangania,
encargada de administrarle el veneno mezclado con vino a
Tristán, troca los filtros (¿involuntariamente?), y en lugar de usar
el brebaje letal dosifica el extracto idílico. Tristán, quien ya
sospecha el final fatal que le espera, bebe el vino supuestamente
envenenado, e Isolda le arrebata la copa y decide morir también
para escapar al destino que le espera.  Hete aquí, que ambos
beben el filtro del amor sin saberlo, y quedan eternamente
enamorados. Y colorín, colorado…, el acto primero se ha
acabado.
Esta es una apretada síntesis de la hora y cuarto que dura esta
primera parte.
Pero Richard Wagner le puso a esta historia el libreto, el cual es
una bella poesía en sí misma, y una música que excede todos los
calificativos imaginables de admiración, y le añadió una carga
psicológica a la pareja que, con la ayuda de la interpretación que
brindan los postulados de un tal Freud que por ese entonces usaba
pañales, convirtió un cuentito perimido y falto de originalidad, en
una de las obras de arte más gigantescas del género lírico. Aquel
cruce de miradas que sucede antes de que se levante el telón
gatilla una pulsión erótico-libidinal que los jóvenes reprimen y
que va carcomiendo sus respectivos subconscientes. El filtro pasa
a ser el desinhibidor de la fantasía prohibida, del peso no deseado
del cumplimiento de la obligación impuesta por el exterior, siendo
quizá Brangania el torpe vehículo que confundió los frascos, o tal
vez la fiel y sensible guardiana de la felicidad de su ama que
prepara las cosas para que se den “por casualidad”. Los recónditos
laberintos de la mente romántica dejan abiertas cuantas puertas
queramos encontrar; y ahí está la Gesamtkunstwerk del genio.
 El acto segundo es un monumento dramático-musical, hito
operístico que hará torcer el rumbo de todo lo nuevo que
vendrá en el siglo XX. Se desarrolla en el castillo del rey
Marke en Cornualles, y el misterioso y fantástico promotor
del amor aparece con todo su poder, transformando aquel
relato infantil en uno de los más apasionados, conflictivos y
movilizantes momentos del género lírico. Tristán e Isolda
son plenamente conscientes que tras esa noche inacabable
de amor despuntará el día, con todas las imposiciones
morales, las renovadas represiones psicológicas, los
mandatos del honor y la hipocresía de las apariencias. La
heroína de la historia es Isolda, quien lleva la  iniciativa,
contra las recomendaciones de la prudente Brangania que
sospecha que el rey Marke, asesorado por Melot, el
envidioso y otrora amigo de Tristán, advertido de la
atracción que existía entre los jóvenes, le propone al rey
simular una expedición de cacería a fin de sorprenderlos in
fraganti. Siendo esta sucesión de escenas la que desata el
nudo argumental y dispara el conflicto y la significación
basal que encierra “Tristán e Isolda”, permitámonos
interrumpir brevemente la descripción cronológica de la
trama para introducirnos en el sesgo filosófico que
caracteriza a la obra del Maestro; cabe preguntarse ¿quién es
la Isolda wagneriana? Notaremos un fuerte contraste con la
muchacha del simple relato medieval de Gottfried von
Strassburg, en quien está basado el libreto.
En la profusa literatura alrededor de esta ópera, se ha abundado
sobre la influencia que el pensador alemán Arthur Schopenhauer
tuvo sobre Wagner. Sin embargo, el Maestro parece traicionar la
doctrina del filósofo cuando propone que la pareja no renuncie a
la sexualidad al aceptar el adiós a la vida; ellos no podrán
continuar satisfaciendo el impulso erótico con el objeto de
procrear, tal cual lo establece la teoría schopenhauereana.
Algunos podrán referir a lo avanzado de los criterios de Wagner
para aquellos años; otros resaltarán su idealismo extremo
alrededor de la necesidad de que el amor romántico sea
decididamente trágico. La muerte está descripta por el
compositor a través de un tratamiento orquestal sublime, con
acordes que perduran y se van entremezclando en un crisol
cromático no solo inimaginable para aquellos años, sino que
aún hoy despiertan la admiración y la sorpresa de la
audiencia, habiendo hecho estragos en todos los cánones
musicales imperantes en Occidente desde aquellos años hasta
bien entrado el siglo XX.
Un fortuito acontecimiento, como suele suceder generalmente
previo a grandes descubrimientos o inventos, fue el antecedente
germinal de esta ópera maravillosa. En 1848 se desataron una
serie de movimientos revolucionarios en Europa, comenzando en
Francia y dispersándose por todos los estados alemanes, los
cuales se caracterizaron por las manifestaciones nacionalistas y
por la aparición de las primeras muestras de  organizaciones
obreras. Wagner era por aquel entonces Kappelmaister en la corte
real sajona, y simpatizaba con las tendencias protestatarias; había
escrito encendidos artículos en el periódico
popular Volksblätter de Dresde para incitar al pueblo a la
rebelión, y al momento del estallido de los enfrentamientos entre
los rebeldes y las tropas imperiales llegó a tomar  parte muy
activa, haciendo de centinela y fabricando granadas de mano,
hechos que finalmente lo obligaron a escapar y exiliarse en Suiza.
Volviendo al discurso argumental, en pleno acto segundo nos
encontramos con el “Dúo de Amor”, y al final del mismo cuando
las voces de Isolda y Tristán se empastan en una cadencia
narcotizada por las repeticiones instrumentales que aluden a la
consumación pasional y que proyectan el éxtasis mediante el
escalonamiento en crescendo y accelerando hacia el La bemol
agudo que extralimita la expresividad musical, se respira el
presagio de que la muerte que tendrá lugar en el acto próximo
será apoteótica. La partitura wagneriana ofrece un plano
musical que alcanza un extremo casi inimaginable de
complejidad; no es solo el acorde famoso el que mueve las
estanterías del establishment musical de la segunda mitad del
siglo XIX, sino el remolino de modificaciones de tonos, modos
y métricas a lo largo del extenso pasaje.
Como hemos señalado Wagner desarrolló una red armónica
con continuos cambios tonales en un determinado fragmento
apelando al cromatismo; la utilización de alteraciones
accidentales unida a la inserción recurrente
del leitmotiv derivó en el efecto denominado “melodía
infinita”, esto es el fluir músico-dramático sin solución de
continuidad. Así es como Isolda y Tristán modulan para llegar al
clímax del dúo, alternando en diferentes tonalidades y modos (a
partir de las armaduras de clave se observan La bemol menor, Do
Mayor, Sol Mayor, La Mayor, Sol menor, Si Mayor entre otras).
Se suma a esto la diversidad de pulsos rítmicos y acentos, además
de las variantes indicadas por los tiempos agógicos (al menos se
pueden identificar 3/2, 3/4, 4/4, 9/8). Tal vez estos elementos
técnicos de la teoría musical nos ayuden a entender los “por qué”
de los comentarios y juicios emitidos por musicólogos, directores
de orquesta y compositores en el sentido de que Wagner rompió
la concepción tonal que venía arrastrándose y que derivaría en la
revolución de la Segunda Escuela de Viena con Arnold
Schönberg a la cabeza, seguido por Alban Berg y Anton Webern.

El pasaje de las advertencias de Brangania rogándoles que tengan


cuidado, señalando que la noche está cediendo ante el inexorable
nacimiento de la luz, muestra un acompañamiento maravilloso
producido  por múltiples voces en las cuerdas, que forman una
retícula de una belleza sonora a la que nadie puede abstraerse.
Esos acordes se prolongan en giros cromáticos proyectándose
hacia una espiral que encierra la fusión de las almas y de los
cuerpos ardientes de los amantes en la unicidad para la cual
las palabras no alcanzan. Escuchar ese fragmento es, a mi
juicio, indispensable para que cualquier melómano conozca el
goce extremo y aprehenda el éxtasis. Como alguna vez
leí: “Tristán e Isolda están en silencio; cantan a través de la
orquesta”.
Y de repente, el drama a la enésima potencia: Wagner nos
cachetea con el contraste del monólogo del rey Marke, ese salto al
vacío en las tramas musical y dramática, un estremecimiento
indescriptible, un sacudón a la descripción orgásmica orquestal
que implosiona de una manera desgarradora. El noble rey está
defraudado, pero no tanto por el adulterio explícito o porque su
honor o su “machismo” estén devaluados, sino por el corte
irreparable de la fidelidad y lealtad. El motivo del clarinete bajo
refuerza el concepto anterior: a Marke no lo daña tanto la traición
de su sobrino sino “contra quién” la ha realizado, contra él, contra
quien asumió el papel de padre habiendo resignado la posibilidad
de tener un hijo propio, contra quien lo amaba como nadie en el
mundo. La angustia está a flor de piel mientras se entrecorta el
tema instrumental con silencios que dicen más que las notas, y se
acentúa el canto pronunciando repetidamente el nombre de
“Tristán”, mientras el joven está como ido, sin reconocer lo que
está sucediendo, tan solo maldiciendo el despuntar del día. Él ya
quiere regresar a la noche y protegerse en su muerte.
El discurso declamativo del rey cambia el foco de sus
interrogantes, y evocando su entrega a Isolda, es ahora sostenido
por algunos oboes, transformando aquel recitativo en un
fragmento muy “cantabile”.  Pero ante este fugaz alivio a la
angustia con que Wagner aminora la tensión dramático-musical
sobre la audiencia, el clarinete dibuja un nuevo motivo oscuro,
devastando al personaje en una confesión inconfesable, ahora
interpretada con el trémolo de las cuerdas: “Así mi confiado
corazón se llenó de sospechas hasta el punto que, en secreto, en
medio de la noche oscura vengo a acechar y sorprender al amigo
que puso fin a mi honor.” Todo este sentido pasaje en la tonalidad
de Re menor se rompe con líneas melódicas descendentes que
hacen desaparecer cualquier atisbo de respuesta a la consternación
de Marke, que trasunta su total desesperanza: “Si ningún cielo
puede redimirme, ¿por qué crearme tal infierno?”
Ahí está el genio de Wagner sublimado con todo su esplendor;
tras el largo “Dúo de Amor” que transcurre fluidamente
ofreciendo uno de los fragmentos más expresivos y bellos del
género, y por cierto más extenuante para los cantantes, irrumpen
casi veinte minutos de desolación interna de un personaje que
trastoca la valoración ética de los héroes románticos; ahora
Tristán e Isolda son despreciables traidores, vulgares y
desaprensivos “ventajeros” que se aprovechan y se ufanan de la
bondad y nobleza del rey. En un rapto expeditivo, Tristán se deja
herir mortalmente por Melot  para salvarse del castigo por la
bajeza que ha perpetuado. Cae el telón tras otra hora y cuarto del
más acabado teatro con música del que se pueda gozar (claro está,
si se cuenta con los intérpretes capacitados para esos roles
suprahumanos, y un director de orquesta que domine una partitura
antológica). Y pensar que el Maestro caracterizó a este
monumento a la institución “La Ópera” como “acción”, en lugar
de “drama musical”, aludiendo a la caótica actividad emocional
que corre por el interior de los personajes, y que despierta en el
espectador ¡Wagner en estado puro!
En el acto tercero, Tristán es llevado a Kareol, el que otrora fuera
un orgulloso castillo propiedad de la familia en la Bretaña, por su
entrañable amigo Kurwenal. El breve preludio que por momentos
tiene un cierto aire verdiano al apreciar la construcción armónica
de las cuerdas, ya preanuncia el final trágico y se disuelve en la
melancolía que emerge del corno inglés que sugiere el curso de la
acción, anunciando la ausencia o la llegada de Isolda. El corazón
de este acto es el colosal monólogo agónico de Tristán; el héroe
malherido reflexiona sobre la muerte de sus padres, inundado de
tristeza afirma la inutilidad de su propia existencia e insiste en
rechazar la luz, el sol, la vida (“¡Maldito sea el día y sus
resplandores! ¿Aumentarás para siempre mi martirio?”).
Recurre al latente recuerdo de Isolda y ante la desesperanza,
Tristán tensa la acción dramática y musical y la eleva con
el leitmotiv de la “Maldición del Amor”,  concluyendo en un
momento de máxima agitación en contra del “filtro del amor”
(“¡El filtro! ¡El filtro! ¡El fatal filtro! ¡De mi corazón a mi
cerebro traspasó su terrible influjo! Ahora no hay remedio, ni
dulce muerte que pueda librarme de la tortura del deseo”). A lo
largo de todo este prolongado y arduo delirium  Wagner nos
muestra el contraste entre la Pasión (cristiana) del
desfallecimiento en este acto tercero con aquella otra pasión
(erótica) del amor en el acto segundo. La densa orquestación
apela a retomar las notas determinantes del célebre acorde de
Tristán de diferentes maneras, con pequeños arreglos cromáticos,
disminuyendo una u otra tonalidad, en breves escalas ascendentes,
con sutiles variaciones polifónicas.
La salida a escena de Isolda coincide con las últimas palabras y
muerte de Tristán. Ella se presenta reanimándolo para morir con
él (“Isolda te llama, Isolda ha llegado, ¡para unirse con Tristán
en la tumba!”), pero el joven se anticipó en la partida; esto abre la
herida, el dolor transformado en despecho y rencor en la heroína
por no haberle permitido morir junto a él (“¡Hombre cruel! ¿Así
me castigas con el más duro exilio, sin piedad, por mi dolorosa
culpa?¿Ni siquiera mis sufrimientos podré comunicarte?”). Tras
una acelerada escena en la que ingresan todos los personajes,
Melot lucha con Kurwenal muriendo ambos, el rey reconoce la
inocencia de la pareja debido a confidencia de Brangania sobre la
interdicción del filtro, y Marke manifiesta su noble
consentimiento para que los jóvenes se hubieran unido en
matrimonio.
Isolda entra en trance, se transfigura, y se une al espíritu de
Tristán, a quien solamente el alma de nuestra heroína es capaz de
ver; en ese estado “meta-real”, en el que el sistema límbico le
permite ver a su amado sonriéndole suave y dulcemente,
entreabriéndole los ojos con ternura, arranca la célebre escena
bautizada por Franz Listz como “Muerte de Amor” (“Liebestod”).
La arquitectura melódico-armónica nos remonta al final del dúo
del acto segundo, pero la transformación psicológica de Isolda
hace que aquellas frases exultantes y pasionales se trastoquen en
un descenso de la intensidad emocional, y que con la mayor
serenidad conduzcan al reposo dramático del final y al equilibrio
tonal en una construcción armónica perfecta que se apoya en la
tríada completa del acorde de Si Mayor en posición fundamental.
Wagner nos invita a conservar un opresivo silencio, y pone a
nuestra disposición la posibilidad de que disculpemos a los
amantes y nos reconciliemos definitivamente, a pesar de su
conducta, con Isolda y con Tristán.  

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