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HISTORIA | TERRORISTAS CRISTIANOS

Hemos crecido con la imagen de un Nerón pirómano cantando mientras Roma


ardía. El historiador Gerhard Baudy, de la Universidad alemana de Constanz,
establece que fueron los cristianos los autores de la quema y de la leyenda
antineroniana

Yo digo que Nerón no quemó Roma


GERHARD BAUDY

En la memoria cultural del mundo occidental Nerón representa la


encarnación del mal. El César romano debe su papel fundamentalmente
al hecho de ser el el primer persecutor de cristianos. Según Tácito,
utilizó a los que se declaraban seguidores de Jesús como cabezas de turco para
exculparse del incendio provocado. El propio Tácito deja la cuestión sobre la
culpabilidad del emperador sin resolver. Sin embargo, otros autores menos fiables
afirman saberlo. Para Suetonio y Casio Dio no cabe duda de que fue Nerón quien
ordenó prender fuego a la ciudad porque necesitaba una superficie libre para llevar
a cabo sus ambiciosos proyectos de obra.

Desde entonces se ha grabado en la tradición literaria europea la imagen de un


monarca enloquecido que llegó a entonar su propio poema sobre el hundimiento de
Troya ante la ciudad en llamas. La novela de Sienkiewicz Quo Vadis y la película
que en ella se basaba (con Peter Ustinov en el papel de Nerón) afianzaron la mala
imagen del soberano.

Pero como hoy se sabe, la memoria cultural no es precisamente un depósito fiable


para la memoria histórica. Sobre ella actúan todo tipo de tendencias deformadoras
y es uno de los deberes del historiador desenmascarar su fuerza mitificadora. En
este sentido, la investigación de los últimos 100 años ha rehabilitado a este
soberano romano en muchos sentidos.

Para empezar, la imagen de su persona aportada por el estudio crítico se ha


disociado de la del personaje carnavalesco y bruto que todavía suelen representar
los libros de escuela: es sencillamente inverosímil que el César —que no estaba en
Roma cuando se desencadenó el fuego y que acudió a la ciudad en cuanto supo la
noticia para organizar los trabajos de apagado— ordenara el incendio de los tejados
de sus propios súbditos. De hecho, su mayor deseo era ser amado por el pueblo. Y
la gran veneración que le demostraron las clases sociales más humildes y que
Nerón disfrutó hasta más allá de la muerte, hace muy dudosa la afirmación de los
historiadores romanos de que la plebe sospechó inmediatamente de su culpabilidad
como incendiario.

CONSPIRANDO CONTRA CÉSAR

Este rumor fue más bien difundido por los miembros de la llamada conspiración
pisónica, empeñados en crear un mal ambiente en torno al César. Se trataba de la
aristocracia senatorial hostil al emperador y de ellos extraían sus informaciones los
historiadores difamadores de Nerón.

Pero, si no fue Nerón el incendiario, entonces ¿quién quemó Roma? Hasta ahora la
investigación no contesta a esta pregunta y adjudica la catástrofe a una causa
accidental. Personalmente no considero una casualidad que la ciudad eterna
estuviera en llamas justamente un 19 de Julio, día en que invasores galos ya
habían destruido la ciudad de la misma manera en el año 390 o 387 a.C. Los
romanos del 64 d.C., la fecha que nos ocupa, relacionaron de inmediato ambos
acontecimientos. Una consulta documentada realizada oficialmente a los oráculos
sibilinos demuestra la preocupación religiosa que desencadenó la nueva desgracia
como repetición de la anterior.

Para mayor abundamiento, los partidarios de la hipótesis del incendio casual


despreciaron el valor que la fecha del 19 de julio tenía en el mundo antiguo y que
se debía a que, en un día semejante, fue vista en Egipto la estrella fija más clara en
el Oriente celestial: Sirio. Su aparición marcó el día del año nuevo ideal y,
guiándose por ella, Julio César introdujo, en el 46 a.C., el calendario juliano. A
partir de ese momento el 19 de julio fue considerado el día del "cumpleaños del
cosmos", momento en el que una y otra vez se fecharon catástrofes periódicas que
renovarían supuestamente el mundo, diluvios e incendios mundiales.

Sobre la base de estas observaciones, hace 10 años defendí la tesis de que el


incendio de Roma del año 64 pretendía causar un cambio escatológico. Quien lo
provocó quería desencadenar la rebelión las provincias reprimidas, sobre todo las
del Imperio Romano del Este. Se trataba de un atentado terrorista para el que se
eligió un día con significado apocalíptico.

El hecho de que en aquellos tiempos únicamente se culpara y condenara a los


cristianos, aunque hasta entonces los romanos no los diferenciaran en absoluto de
los judíos, presupone que ya existía una división: unos confesaban su fe en
Jesucristo —a quien los romanos habían crucificado como el "rey de los judíos"— y
otros esperaban su pronto retorno, según la tradición hebrea. En ambos casos, sin
embargo, al César romano se le reservaba el papel de jugador final contrario a
Cristo. Sobre este "Anticristo", como se le llamó después, se descargaría un juicio
de fuego celestial para que sobre los escombros del Imperio Romano pudiera
erguirse un estado teocrático totalitario.

Los judíos leales a Roma siempre se habían distanciado de este tipo de agitación
mesiánica, entregando a los misioneros del reino de Dios en la tierra (los cristianos)
a las autoridades romanas. Así se explica que, después del incendio de Roma del
año 64, ellos quedaran intactos y, sin embargo, se culpabilizara a los seguidores
radicales de Jesús. De hecho, a estos cristianos primeros, de origen judío, se
asociaron enseguida en la diáspora paganos de la oposición política al Imperio
Romano, porque una adhesión al invisible y por tanto inaccesible golpista Cristo
suponía una posibilidad atractiva para desafiar de forma eficaz las pretensiones
imperiales de poder. Esto explica el increíble éxito del cristianismo.

Tenemos que tener claro que bajo el Imperio no existía ninguna forma legal de
oposición. Los partidos, tal y como nosotros los conocemos, no existían. Las
transformaciones de poder sólo se conseguían mediante la vía de la conspiración o
de la rebelión abierta. Hasta la llegada del cambio constantiniano, el movimiento
cristiano era ante todo un receptáculo para los insatisfechos políticos, quienes bajo
el augurio religioso, se organizaban como estado dentro del estado, encontrándose
por ello constantemente bajo la amenaza de ser sancionados. Y es que los órganos
de justicia romanos no se dejaban engañar por la afirmación apologética de que el
reino de Dios no era de este mundo: aunque este reino fuera de origen celestial,
según la visión apocalíptica de los cristianos, debía de descender del cielo a la
tierra. Y, además, la coexistencia entre el reino de Dios y el estado romano sólo
estaba prevista hasta el llamado "día del Señor".

CREYENTES REVOLUCIONARIOS

El hecho de que los romanos valoraran a los cristianos y sus seguidores de manera
muy distinta a la actual, despolitizada, y el que los percibieran como guerrilleros e
incendiarios, se tiende a considerar hoy como un malentendido. Sin embargo, los
cristianos del primer siglo formaban un partido revolucionario surgido del judaísmo,
al cual seguían ligados, que esperaba la señal celestial para dar el golpe.

Los que vivían en la diáspora romana se solidarizaron con sus patrias lejanas,
sometidas por Roma, que les obligaba a pagar tributos, y tenían interés en
animarlos a rebelarse mediante una señal: en el día secreto señalado, "el día del
Señor", el estado de Dios se convertiría en una realidad mediante un acto
revolucionario y al mismo tiempo el Imperio Romano se hundiría.

Si la justicia romana buscaba cristianos de forma muy concreta después del


incendio de Roma del 19 de julio es porque tenía un motivo preciso de sospecha. Y
ésta, probablemente, la aportó una profecía apocalíptica que se había puesto en
circulación, que predecía la caída de la metrópolis romana a través del Cristo que
se revelaba en el fuego de Sirio. La profecía se cumplió con el incendio de Roma
dejando una huella significativa en la tradición antigua. Una doctrina herética y
juzgada por Hipólito equipara al Cristo que regresa a la estrella del Can Mayor
(Sirio).

El incendio no quedó sin consecuencias. La reconstrucción de Roma costó tanto


dinero que la explotación financiera de la provincia se intensificó, lo que a su vez
desencadenó muchos levantamientos. Dos años más tarde Judea se levantó contra
el dominio romano y, después de la represión de la revuelta en el año 70, los judíos
que vivían en Egipto también tomaron las armas.

http://www.elmundo.es/cronica/2001/322/1008590928.html

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