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El poeta, escritor, crítico de arte, profesor


universitario, periodista y estadígrafo Luis Vidales
(Calarcá,1900-Bogotá, 1990), Premio Nacional de
Literatura y fundador del movimiento vanguardista
c  , fue también, a lo largo de toda su
vida, un infatigable luchador político: socialista
revolucionario hasta 1923, fundador (junto con
Luis Tejada y José Mar) de los primeros grupos
comunistas colombianos a partir de 1923,
Luis Vidales
militante del Partido Comunista de Colombia a
Fotografía tomada en 1948
partir de 1930 y Secretario General de dicho
partido entre 1932 y 1934, mantuvo inalterable su ideología marxista hasta el día
de su muerte.

Cuarto hijo del maestro Roberto Vidales y de Rosaura Jaramillo de Vidales, nació
en la hacienda  
 , jurisdicción de Calarcá, el 26 de julio de 1904 según los
registros bautismales, pero al parecer en realidad cuatro años antes (1900) según
datos familiares (la     y el hecho de que sus padres fueran
liberales radicales y masones parece haber impedido su bautismo durante cuatro
años).

Los primeros años de su infancia transcurrieron en Honda, a donde la familia se


había trasladado al terminar la guerra civil. Sus estudios primarios fueron dirigidos
por su padre Roberto, de quien guardó siempre un recuerdo tierno y agradecido.
La familia decidió establecerse en Bogotá cuando los cuatro hijos (Silvia, Roberto,
Clara y Luis) llegaron a la edad de iniciar sus estudios secundarios. Luis Vidales
hizo los suyos en el Colegio del Rosario, de donde egresó con excelentes
calificaciones y una clara vocación literaria, a los dieciséis años de edad.
Participaba entonces en manifestaciones políticas en favor de los artesanos y
trabajadores, en tertulias literarias juveniles y en discusiones ideológicas con
liberales radicales, anarquistas y socialistas. Al mismo tiempo comenzó a trabajar
en el  c      como jefe de contabilidad, pese a su
extrema juventud. A partir de entonces su destino estuvo marcado por esta
circunstancia: era un político de extrema izquierda y un literato de vanguardia que
se ganaba la vida haciendo cálculos matemáticos y cuadrando cifras.

Estableció por aquellos años una amistad entusiasta y profunda con dos jóvenes
geniales: el inolvidable cronista c y el admirable caricaturista   
, con quienes compartió audaces aventuras intelectuales y una ruidosa
bohemia que sacudió y escandalizó las sombras estancadas de las noches
bogotanas. Tejada, Rendón y Vidales colaboraron en   de manera
regular y ocasionalmente en   , que publicó por aquellos años un
suplemento de homenaje a Charles Chaplin, dirigido por Vidales. Por esta época
se conformó el grupo intelectual de c  , en que se distinguieron como
fundadores y participantes Luis Vidales, Luis Tejada, Ricardo Rendón, León de
Greiff, José Mar, Moisés Prieto, Felipe y Alberto Lleras, Carlos Lozano y Lozano y
muchos otros brillantes escritores, poetas y periodistas. A fines de 1922 fue
fundado el diario matutino   bajo la codirección de José Vicente Combariza,
José Mar y Luis Tejada. En sus páginas colaboró asiduamente Luis Vidales, al
lado de Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay, León de Greiff, Alejandro Vallejo,
Carlos Lozano y Lozano, Nicolás Llinás Vega y otros escritores de vanguardia.

En 1926 publicó Vidales su primer libro de poemas y la más importante de sus


obras:  , original creación que causó estupor, admiración y
escándalo en los círculos intelectuales del país, todavía dominados por un
tradicionalismo decadente. La edición se agotó en tres días. El autor de esos
versos inverosímiles era agredido en plena calle por los defensores de la poesía
de rima y sonsonete. En actitud provocadora, el joven Vidales salía a pasear a la
carrera séptima llevando en la mano un bastón con empuñadura de plata que más
de una vez empleó como garrote para defender su concepto de la literatura.
Su amigo Luis Tejada había muerto en 1924. Vidales quiso ampliar su visión del
mundo. Viajó a Europa. Estudió ciencias políticas en la Escuela de Altos Estudios
de París, entre 1926 y 1929, con un intervalo de estadía en Italia (1928) durante el
cual se desempeñó como cónsul de Colombia en Génova. Renunció a su cargo a
raíz de la masacre de las bananeras y regresó a París, ciudad que fue la que más
amó en la vida, junto con su tierra natal de Calarcá.

De regreso en Colombia formó parte del grupo fundador del Partido Comunista
colombiano (17 de julio de 1930) y llegó a ser su Secretario General en 1932. Se
distinguió como agitador, organizador y propagandista. Dirigió varios periódicos de
combate, entre ellos "Vox Populi" de Bucaramanga (1931), que después de haber
sido un medio de expresión del socialismo revolucionario (1928-29) se sumó a las
fuerzas del comunismo. En él publicó muchos poemas de contenido social,
ensayando nuevas formas, como puede verse en estos fragmentos de La
costurera:

Vida y lino lo mismo ata la hebra.


Une noche y aurora el pedal, de tope a tope.
Miseria, son las ocho, grita el reloj
a los tristes de la tierra.
Una mujer en el silencio cose, cose, cose,
cumple mil años al volver la rueda.

Por el telégrafo del carrete


los telegramas del cansancio se detienen.
Mujer obrera, hecha de carne y llanto;
hecha de hambre, luz y manos,
y de sudor, rocío del hierro.

En 1932 asumió como jefe de redacción del periódico "Tierra", órgano oficial del
Partido Comunista bajo la dirección de Guillermo Hernández Rodríguez. Los
comunistas tenían entonces cordiales relaciones de amistad con amplios sectores
del liberalismo y la casa editorial de "El Tiempo", a través de Enrique Santos
Montejo (O  ) regalaba a los impresores de "Tierra" el plomo necesario para
fundir los tipos cada vez que la economía estrangulaba al periódico comunista.
Como redactor, Vidales desarrolló una enérgica campaña contra la guerra
colombo-peruana, llamando a los soldados de ambas naciones a confraternizar en
el frente y a "volver sus armas contra sus propios oficiales". Naturalmente, el
periódico "Tierra" fue atacado por las turbas patrióticas y sus instalaciones fueron
destruidas.

Fue también redactor del periódico   , tabloide fundado en diciembre de


1933 y que logró sobrevivir hasta 1939 bajo la dirección de Jorge Regueros
Peralta. Durante la primera mitad de la década de 1930, Vidales impulsó una
política de "revolución agraria", organizando y dirigiendo personalmente varias
insurrecciones campesinas en los departamentos de Boyacá, Tolima y Huila, lo
que le valió numerosos encarcelamientos y procesos. Esta política fue rechazada
por las directivas del Comintern (Tercera Internacional), que daban prioridad a la
organización de la clase obrera.

Las luchas internas en la Tercera Internacional condujeron a la marginación de


Vidales de las filas comunistas desde 1936 hasta 1964. Mantuvo sin embargo una
posición de izquierda militante, cumpliendo cabalmente con el compromiso público
asumido en 1935: !  "     #    
    $"    !.

Simultáneamente Vidales continuaba colaborando en   y   y


apoyando las corrientes más radicales del partido liberal. Aunque sus ideas
marxistas eran conocidas, sucesivos gobiernos liberales confiaron en su
capacidad técnica, llegando a nombrarlo Director Nacional de Estadísticas, puesto
que dejó en 1944. Fue catedrático de Historia del Arte y Estética en la Universidad
Nacional (Bogotá) y de ese trabajo resultaron su    y muchos de
sus trabajos científicos y literarios relacionados con la teoría del arte. Entre ellos
es necesario mencionar su    , colección de sonetos sobre los
grandes genios de la pintura universal, de la cual se han hecho publicaciones
fragmentarias y cuyo manuscrito completo fue robado de la casa del poeta según
se indica al final de esta biografía.

Su adhesión al caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán, a partir del momento en que
este líder ganó la jefatura única del partido liberal (1946), lo llevó a ocupar
importantes cargos en su movimiento, entre los cuales destaca el de columnista
del diario u , órgano del gaitanismo. Ese aguerrido periódico continuó
publicándose después de los hechos trágicos del 9 de abril de 1948, y en sus
páginas continuó jugándose la vida, día a día, el periodista Luis Vidales. Luego
vino un período de dura clandestinidad durante el cual colaboró activamente en las
redes de información y abastecimientos de la guerrilla liberal (1948-1952).

En 1952 se hizo cargo de la dirección de propaganda de los Censos Nacionales,


puesto que desempeñó hasta comienzos de 1953. Pero la situación política
derivada de c%  se había hecho insostenible para él y esto lo condujo
finalmente al exilio: en 1953 recibió asilo político, con su esposa Paulina y sus
hijos Luz, Carlos, Ximena y Leonardo, en Chile. Allí vivió durante once años,
trabajando en la Dirección Nacional de Estadística y dictando cátedra de Estética
e Historia del Arte. Desde el destierro continuó escribiendo en las páginas de  
 ,   , el  O   $  # & del Banco de la
República y otras publicaciones colombianas.

En 1956 ganó un concurso convocado para la producción de una biografía del


difunto presidente radical de Chile, Juan Antonio Ríos, pero su trabajo (u
   ' # & ) no pudo ser publicado, a pesar del
premio, debido a presiones de la poderosa familia Alessandri, que no salía muy
bien parada en la obra.

A su regreso a la patria, Vidales trabajó como experto en el Departamento


Nacional de Estadísticas (DANE).

Reintegrado finalmente al Partido Comunista, se mantuvo en sus filas hasta el día


de su muerte (14 de junio de 1990), a los noventa años de edad.
En 1982 le fue otorgado el °    °  (Colombia) y en 1985 la
Unión Soviética le concedió el °  c °
.

Obras publicadas:   (1926);    (1945); c


   (1948); c      (1973); ( 
 O  (1975); c)   (1978); °  
  *     c (1985). Una colección de su obra
inédita fue publicada en los O  +  &$c  de la Universidad de
Los Andes (Vol. V, núm. 3, Bogotá, julio-septiembre de 1982).

Muchos de sus trabajos inéditos se perdieron en el saqueo que algunos de sus


"amigos" y "compañeros" hicieron en su casa pocos días antes de su muerte,
aprovechándose de su vejez, confianza y hospitalidad.

En esta sección, que dedicamos a su memoria, iremos publicando algunos de sus


textos.

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Publicado en el diario "Jornada". Reproducido en el libro c 


 , -  ' ' ./, Editorial Iqueima, Bogotá, 1948,
págs. 11-13.
SE LES CAYÓ el muerto encima! Era pesado el cadáver, y cayó como el inmenso
cedro, dejando un gran boquete en la selva...

Si la patria está rota, no la desportillaron sus edades, que es aún joven y hermosa.
Los bocados que muestra en su estructura son la huella del gigante, al caer sobre
la estatua de su propio cadáver...

"Asesinemos en él al pueblo", dijeron los bandidos, los de siempre, los que nos
acompañan de mala gana a forjar nuestra historia. Los mismos! Los que odian a
la plebe. Los que odian a la chusma. Los mismos! Los que hace veinte siglos
escupieron y crucificaron a Cristo. "Asesinemos en él al pueblo", dijeron otra vez,
como entonces, como siempre que surja un apóstol de la pobrería, mientras tenga
aliento de serlo. "A él, al defensor de los haraposos! Al que prentende menguar la
bolsa de nuestras rapiñas y nuestras exacciones"... Así dijeron los protervos, que
creyeron que en él asesinaban al pueblo. Pero mientras el pueblo en su conjunto
no pierda la vida -lo cual es imposible- subsiste la posibilidad de victoria.

Y he aquí que el apóstol está ahora más vivo que nunca. Está en el aire de la
patria. Su voz se quedó resonando para siempre en las aldeas, en las
hondonadas, en los picachos andinos. El susurro de nuestras brisas la lleva. Está
más adentro, en el alma del pueblo. Sobre el Nevado del Tolima el viento resuena:
    Y sobre El Ruiz y Santa Isabel, y el Puracé y el Galeras, grita el
profundo corazón de Colombia:     Y las palmeras, y los platanares y los
trigales, modulan unísonamente:     Y lo que dice el Magdalena en su
hondo rumor, es:     

Los asesinos que en él quisieron matar al pueblo no podrán ultimar al aire, a la


atmósfera, al cielo de Colombia, allí donde él quedó vivo, y en permanencia
perenne, ya librado de toda fugacidad y transitoria envoltura. Vedle ahí, cerca de ti
y de mí, en nuestro hogar, junto a nuestra meditación, cerca a la lumbre, o a
nuestro lado en la calle. El está aquí, con nosotros porque él es el pueblo, y el
pueblo es eterno. En este barro heróico está él redivivo. Y por eso, en medio de la
confusión en que nos deja su muerte, oímos una voz clara, firme y rotunda, que no
sabemos si es de él o del pueblo, que nos dice, con modulación persistente: 
               
    .

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Publicado en el diario "Jornada". Reproducido en el libro c 


 , -  ' ' ./, Editorial Iqueima, Bogotá, 1948,
págs. 15-38. El autor hizo ligeros cambios de forma en 1989, los cuales se
incluyen en esta publicación.



NO HAY DÍA que no me sienta asombrado del inexhausto poder de resistencia del
hombre ante la miseria invasora. Se diría que nada le importa si la desventura lo
acosa. Nunca será lo suficientemente inevitable la ruina a sus ojos. En el peor de
los casos, en el más grave, cuando parece que ya no puede apelar a sus reservas
espirituales, siempre tendrá una justificación interior para esperar "algo" de la vida.
Oh, ese terrible "algo"! Tal vez allí reside el principio escondido del retardo de las
revoluciones. O, acaso, que aquellas que maduran en el devenir de los pueblos,
pasan, sin ser a veces advertidas siquiera. Porque siempre es indispensable que
se presente un momento de tan solemne gravedad, de tan tremenda evidencia,
ante el cual pueda ver el hombre la muerte ²su muerte² como cosa
insignificante, inferior en todo caso a su propia desgracia. En este "tempo" preciso,
las insurrecciones deben, seguramente, ganar sus soldados.

Hace tiempo que nosotros estamos en este momento, casi sin darnos cuenta de
ello. Hace años que nuestra gente está decidida a solucionar de una vez el
problema. Tanta acumulación de abandono y miseria ha caído sobre ella! ¿Y
sabéis lo que hacía Gaitán?

Atemperaba esa masa, la ponía ²casi nada!² al ritmo del clima histórico
colombiano. Ni muy atrás que se apagara; ni muy adelante que se incinerara. la
mantenía en la tónica justa, la propia al estado del progreso nacional. Le avivaba
su viejo dolor, es cierto, porque así la dotaba de la espuela mística. Pero la retenía
en los términos de la vieja revolución liberal.

No. Ni siquiera en los términos de esa vieja revolución, porque a la guerra civil, a
la guerrilla insurgente por nuestros riscos, de que llenamos tramos enteros de
nuestro siglo XIX, él anteponía la guerra civilista, la contienda ciudadana y política,
algo así como una "guerra en frío", de que ahora se habla, aunque en efecto fuera
"caliente". Al vivac de ayer, oponía la urna, en la que tenía fe absoluta.

El esquema de la historia nacional le daba la razón incontrovertible. Nos habíamos


desarrollado sobre un plano único de conquistas políticas y filosóficas. Por ellas
cruzamos la espada en la centuria anterior, para afianzar la democracia y hacer de
la república la morada común. Pero dejamos intocado el mejoramiento económico
de las gentes de abajo. Les dijimos: "Vosotros, los pobres, podéis libremente
razonar, leer y oír, opinar y votar, si os place, enteramente a vuestro talante". Pero
la república no acompañó su monserga filosófica, concretamente, con hechos
como los de Cristo en la misa: "Comed y bebed, este es mi cuerpo". Francamente,
la república carecía de cuerpo para tanto, porque la nación se había convertido en
patria prematuramente.
Y he aquí lo que Gaitán quería: completar esa transformación. A las libertades
política y filosófica que ya tenían, como herencia de la gesta emancipadora,
Gaitán buscaba ponerles ahora la gran libertad moderna: la libertad económica,
que ya era el objeto de sus luchas profundas.

Jamás, nunca, en ningún momento de su vida política, ni en el más fugaz siquiera,


consideró que para hallar la libertad económica del pueblo fuera necesario recurrir
a la revolución armada. Tenía plena confianza en los instrumentos de la lucha
democrática de tiempos de paz. Se asentaba esa confianza en el sólido suelo de
que el liberalismo era la mayoría en Colombia. Cuando habló de "paro nacional",
había que entenderle que hablaba de prevenir ²y castigar² el posible
desconocimiento de la realidad democrática. En forma similar marchaba al
implantamiento del programa de la oposición, que había estudiado con sumo
cuidado, para detener las masacres y aproximar la realidad de la reconquista,
cuando este acto le fue significativamente paralizado, al troncharle la vida.

Pero hay que repetirlo. Nunca, en ningún momento de su vida política, jamás
abrigó el pensamiento de un golpe de fuerza. Cuatro días antes de ser inmolado,
tuve de sus labios la explicación de esta invariable conducta. Sabido es que en las
zonas públicas ²creo que en las militares incluso² se hablaba con frecuencia de
esta posibilidad, ligada al nombre de Jorge Eliécer Gaitán. "Mi rechazo a una
salida de esta índole, me dijo, se basa en una profunda convicción. Creo que en la
mayoría de los países de América Latina, el golpe de cuartel y el golpe de Estado
sólo han podido convertirse casi en leyes históricas debido a la ausencia de
partidos tradicionales, de un hondo legado histórico y de peso realmente
especifico en la vida nacional. Por lo mismo, entre nosotros no prospera esta
forma violenta de alternabilidad en el mando. Nuestros partidos, con un pasado de
cien años, serán siempre, una valla a esas pretensiones. Gobiernos surgidos de
tal cuna, no son capaces de afrontar a la opinión en Colombia. La nación los
tumba a sombrerazos".
Es de este hombre, de este mismo hombre, de quien se han atrevido a decir que
preparaba una revolución con los comunistas! ¿Qué se pretende con esa
leyenda? ¿Qué cosa se esconde en este asesinato? Porque no esperarán ²
supongo² que el pueblo acepte el infundio. Al contrario. A mucha gente le viene
pareciendo que este asesinato se sitúa históricamente dentro de los que suelen
cometerse en vísperas de guerra mundial. Es decir, en el preciso instante en que
fue asesinado Rafael Uribe Uribe; en el mismo en que cayó Jaurés en el ³Café
Croisant", en París. En el mismo... Pero no sigamos la lista. Hay asesinatos en la
historia, de un tipo específico inocultable!



ERA UN PENSADOR, no solamente por cuanto su profesión de penalista lo había


conducido a ahondar en el alma humana. Quienes le acusaban de demagogo, lo
veían lateralmente por el aspecto del orador tumultuoso. Fue el más grande
agitador de Colombia! Pero sus ideas, sus tesis, sus puntos de vista, eran
sorprendentes de originalidad y de hondura. Buceaba en las cosas, taladraba con
el berbiquí del análisis, cortaba con el bisturí del cirujano, con precisión
asombrosa.

Su honda meditación, que en el ultimo tiempo de su vida lo abstraía en una fijeza


muy parecida a la de algunos de los retratos de Bolívar, lo mostraba poseedor de
un sutil instrumento de observación. Daba la impresión de algo así como un
poderoso telescopio tras el cual se hacía luz cenital el universo de los objetos y los
objetivos, como si fuera un cosmos subterráneo. Todo lo relativo a Colombia
giraba en su torno con pasmosa precisión, como si fuera una "patria doméstica".

Su idea de la "mecánica política", por ejemplo, era el producto de reflexiones muy


hondas sobre la sociología nativa. Veía en esta "mecánica" uno de los rasgos
distintivos de nuestra incipiente estructuración nacional. La política, pero la política
en su expresión electorera, de arribismo y preeminencias sin respaldo personal, lo
era todo. Quien triunfaba dentro de ese engranaje aparecía como el "tipo de
hombre", el representativo máximo del colombiano. A él los honores. A él los
aplausos. A él los puestos de excepción en la consideración nacional. Era el
epicentro de la atención pública. El héroe. El prototipo al que los demás querían
parecerse. En Rusia, solía decir, el "tipo nacional de hombre" es el trabajador. En
los Estados Unidos el "rey del jabón", el "rey de los palillos de dientes", en suma,
el héroe industrial. En Francia, en cambio, es el hombre de letras. Si André Gide
entra a un lugar, la gente se agita; la respiración de Francia se paraliza por unos
minutos. Si el presidente de la república, en cambio, sale del "Elíseo", el
ciudadano francés casi no se da cuenta del hecho. Entre nosotros, decía, la
deficiente densidad cultural hace que el poeta, el escritor, se vean obligados a
ingresar en esa "mecánica" para poder sobresalir. Su simple oficio no le acarrea
los atributos del éxito. Pero si ha sido representante, senador o candidato a la
presidencia, adquirirá gran prestigio, y lo curioso es que lo obtendrá como poeta.
Aquel que no haya pasado por ese mundo de las bielas y los tornillos y los
cigüeñales de la máquina politiquera, podrá ser un gran poeta ²incluso un
inmenso poeta², pero permanecerá poco menos que ignorado por el país. Habrá
siempre una elisión de su vida, porque solo hay entre nosotros verdadero triunfo
en política. Esos son los casos, solía agregar, de Guillermo Valencia y de Porfirio
Barba-Jacob.

Discurría sobre filosofía, ciencias y literatura con propiedad asombrosa. Hacía la


disección de un libro, como experto lector que era, con destreza de crítico. Estaba
al día en infinidad de cosas graves y abstrusas. Solía estar de acuerdo con sus
juicios, y únicamente en arte guardábamos cierta distancia que no era solamente
de gustos. En nuestra vida de París algún día llegamos acompañados de Moisés
Prieto, al "Cine de las Ursulinas", un modesto teatrico en una calle escondida,
donde se daban las películas más sorprendentes sobre los experimentos de
Picabia y de otros, que querían demostrar que el cinematógrafo es ²en su
esencia² movimiento y ritmo. La película que se pasaba esa noche mostraba una
serie de formas geométricas que se agitaban produciendo las más extraordinarias
sugerencias de cosas vividas por el espectador. Pero de pronto, la tremolina se
armó en la sala. Medio teatro comenzó a silbar y patear. El otro medio compuesto
de fanáticos del arte nuevo, aplaudía y vivaba con ardor increíble. Gaitán era de
los impugnadores. Yo de los defensores. En la platea se habían ido a las manos.
El espectáculo fue suspendido. Y Gaitán y Prieto salieron debatiendo conmigo
sobre los nuevos destinos del arte. Pocos días antes de su muerte, aquí en
"Jornada", me recordó el episodio, en todos sus detalles, con memoria realmente
feliz. Después de veinte años, Gaitán no había cambiado su punto de vista. Y yo,
el mío, tampoco.

Tenía ciertos rasgos definitivamente de genio. Cuán equivocados estaban


quienes lo creían mal político! En los últimos tiempos había aprendido ese paso de
gato, esos pies de lana, que es la política. Y, de todas maneras, había algo grande
en su fondo. A veces adoptaba una actitud silenciosa en la que se posaba un
vasto horizonte, como de presagios o de esas cosas interiores que los
meditadores ven a distancia. Una especie de ensanchadura histórica lo rodeaba
entonces casi físicamente como un halo. Jamás se lo dije. Pero para mí, mudo
también frente a él, era un hecho objetivo. Mas cuando discurría le pasaba lo
mismo. Era este el Gaitán maduro. La versión de un Jorge Eliécer Gaitán, que yo
conocí y observé con asiduidad silenciosa, en la última etapa de su prodigiosa
existencia.



COMO EN TODO gran hombre ²o todo verdadero poeta² en él había mucho de


niño. Era muy fuerte el contraste entre su personalidad tajante, rotunda, de hondo
pensador político o de líder tocado del golpe seco del mando, autoritario y violento,
con aquel aspecto infantil, candoroso, de acusadas suavidad y dulzura, que en
ocasiones lo visitaba. Pero no era solamente la ternura. Era algo de travesura de
chico, afanado por sorprender con pilatuna inocente. "Voy a llevar a Rómulo
Betancourt, me decía, a que observe nuestro movimiento liberal en algunas
ciudades. A que conozca a este gran pueblo nuestro. Pero quiero que todo sea
desprevenido. Sin que lo sepa, concertaremos las recepciones. Se va a llevar una
sorpresa! No se sueñan en el exterior lo que tenemos aquí". Y esas dos
personalidades alternaban en él ²jefe y niño, niño y jefe² en un cabrilleo
dialéctico que le prestaba una irresistible atracción. Ahora lo veo en las dos
posiciones de su grande alma, con claridad que su misma presencia no me
permitía fijar. Y sé que solo se comprende lo que ha existido; más aún: lo que ha
dejado de existir.

Amaba al pueblo con amor entrañable, sincero. Su inteligencia, su viveza mental,


su chispa de humor, su rápido sentido de orientación, el ánimo dispuesto a la
defensa de sus derechos más caros... Qué no decía Gaitán de su pueblo! Lo
llevaba en el alma. Era el más grande pueblo de América.

De esta profunda compenetración surgió para mí el Gaitán más conmovedor, más


grande y más puro. Era un espectáculo verlo. Estaba galvanizado, incinerado,
fundido ²no sé como decirlo² en su pueblo. Casi no era ya un jefe de partido.
Amaba el liberalismo, era hijo auténtico de la gran tradición liberal. Pero se salía
de los marcos estrictamente banderizos. Gaitán ya era más que eso, si cabe
decirlo. Era, en la última etapa de su vida, un gran líder social. ¿Me explico?
Amaba al pueblo, al liberal y al conservador, ya sin distinciones de bandera
política. "Aquí si es cierto que las fronteras se acaban, solía exclamar. Tanto,
como entre los oligarcas". Sus frases: "El hambre no tiene color político", "las
enfermedades no son conservadoras ni liberales", respondían a su íntimo
sentimiento sobre nuestra lamentable realidad nacional.

Es así como había penetrado a un punto de partida ²más histórico y sólido,


realmente² desde el cual dominaba una concepción infinitamente más vasta y
mucho más generosa de su tarea política. Sus discursos están saturados de este
espíritu eminentemente social. Pero es en las conversaciones donde esta
personalidad de la etapa final de su vida resplandece con más intenso fulgor. Era
de ver el asombro que le causaba la frialdad de la opinión dirigente, y de los
propios jefes liberales, por las masacres de cuño oficial. "Desangran al partido,
decía, mutilan hogares humildes y honrados, y nadie se conmueve por ello.
Colombia está atravesando, definitivamente, por una crisis profunda. Todos los
valores morales están subvertidos. De ahí nace el asco que me da la política.
Cada vez más me invade la repulsión ante esta cosa viscosa, ante esta política
que sólo entiende de vilezas, emulaciones bastardas y engaños groseros. No soy
yo para esto. A mí solo me interesa lo grande, lo humano. Y es que lo humano es
lo único permanente, lo único no transitorio. Todo lo demás puede pasar: partidos,
hombres, instituciones. Sólo lo humano queda".

A esta concepción en que su personalidad se demoró en la fase final de su vida, le


daba Gaitán su característico fervor y el caluroso entusiasmo que solían distinguir
sus empresas. A mí, este nuevo Gaitán, forjado en la lucha, en la ardida
experiencia ²la más dura y difícil que político alguno haya tenido en Colombia²
me acercaba entrañablemente a su pensamiento. Si eso mismo había sentido yo
toda la vida! Porque al cabo, ¿qué vale esa gritería de nuestro mundo moderno ²
y de nuestro colombiano universo contra lo "comunista", contra "lo liberal", contra
"lo conservador" o viceversa, si por debajo de este debate se deja intacto el
grande infierno en que el pueblo, que todo lo forja, se agita sin esperanzas de
redención? Sí. Lo importante es saber qué intereses se defienden en ese debate.
Porque hoy, más que nunca, solo son sagrados los intereses del pueblo!




ES DIFÍCIL LLEGAR a la comprensión plena de lo que ocurría entre el orador y la


masa cuando Gaitán hablaba. Era una intimidad profunda, una estrecha alianza,
cuyos términos precisos no son susceptibles de reducir a cifras de análisis
ortodoxo ninguno. La filosofía tradicional solo le concede al hombre aisladamente
considerado los atributos del honor, el deber y la responsabilidad. Es cosa de ver
a los más grandes filósofos cuando se refieren a lo colectivo. La masa para ellos
es torpe e inconsciente. No le conceden la menor importancia. Solo ahora, con los
nuevos estudios de la sociología, la psicología colectiva está siendo vindicada del
ataque cerrado que sobre ella lanzó la teoría del conocimiento "renacentista", esto
es, basada en la exaltación única de lo individual.
En Gaitán había una fusión conmovedora entre individuo y masa. Esa alianza de
contrarios, ese conjunto de términos antagónicos fundidos en una poderosa fuerza
análoga, era en Gaitán, el orador popular, de una presencia emocional intensa. El
pueblo y él, eran una sola entidad vibrante. ¿Qué pasaba entonces? Nunca se
sabrá suficientemente. Pero prendía la chispa escondida del alma humana, como
nadie lo haya hecho en Colombia. Parecía que removía sedimentos de siglos que
yacían aparentemente muertos en el cotidianismo del alma del pueblo y los ponía
a operar como una avasalladora fuerza en marcha. Pero donde quiera que
hablara, no solamente en Colombia, su palabra solía quemar la desuetud del
tiempo en la vida del pueblo para incorporarlo hacia el paraíso de la pobrería.
Qué poder! Qué íntimo conocimiento del duro sueño del pobre! Me cuentan que
en Caracas, cuando Gaitán habló ante sesenta mil manifestantes en la Plaza de
"El Silencio", se cumplió con fidelidad asombrosa el milagro. El milagro que solo él
sabía producir. Y eso que habló después de dos grandes oradores colombianos.
Nada menos que Carlos Lozano y Silvio Villegas. Tan solo ocupó diez minutos.
Pero suficientes para que esa masa, ardida de entusiasmo, se alzara como un
solo ser poderoso y terrible, moldeado a su amaño por el taumaturgo de nuestra
oratoria. Y es lo interesante que era solo por el sentimiento que movía a la gente.
A veces, a base de simple raciocinio ²tan poderoso en él!² causaba idéntico
efecto en el pueblo.

Su idioma ²eso sí² era exactamente el vehículo preciso de sus victorias


gigantescas de orador popular. Había suprimido la excrecencia de las palabras de
parapetaje retórico. El adorno gramatical, el brillo literario, la perfección de la
forma aparecían en él reducidos a su máxima expresividad esencial. En el último
tiempo de su vida había llegado, a este respecto, a una maestría y un dominio
perfectos. Su oratoria era una arquitectura móvil, flexible, bella, todo por la
desnudez que la enseñoreaba. Por eso era un orador eminentemente moderno,
con esa modernidad que en arquitectura está representada en el muro liso. Como
cualquier gran orador de la hora mundial (como ocurre en Roosevelt, Stalin,
Churchill) atendía a la estructura, dejando para el forraje flores gramaticales y
hojillas de acanto. Era un anti-grecolatino. Y lo más importante es que ello
respondía en él a un claro criterio teórico. Despreciaba el recargo de la prosa de
que está saturada ²aún a estas alturas² la cultura provinciana en Colombia.
Toda cultura, como todo creador, pasa por dos períodos específicos. Uno,
afanoso, fatigante, en que el atropello por decir todas las cosas no permite la
respiración tranquila. Y otro, en que el dominio conduce a la expresión sosegada.
En todo escritor, en todo pintor, en todo poeta, esas dos etapas señalan la del
aprendizaje y la de plenitud de su arte. Y efectivamente en Colombia la cultura se
encuentra en la primera clase de esas etapas. De ahí el "grecolatinismo". El
floripondio vacuo. La adjetivación enfermiza. Y toda esa expresión sobrada, a la
que se le atribuye el valer y lo hermoso en cultura. Pues bien. Gaitán estaba lejos
de eso. Había llegado a un sosiego perfecto de su expresión, a una respiración
natural de su discurso. Se reía cuando se le acusaba de que "cien palabras
formaban todo su léxico". "Ni quiero, ni necesito más", solía decir. "El vestido
idiomático, como lo usan aquí, es un estorbo pedante. Solo deseo machacar las
ideas con las expresiones que elegí para que cumplan un objeto preciso. Repetir
las cosas, inferirlas, encarnarías en el alma del pueblo. No soy un expositor de
estética. Soy un político".

Pasados en su vida los años de la insurgencia verbal, el poder razonador se había


hecho en Gaitán robusto e invencible. El despliegue de su discurso en la plaza, en
la tribuna, en el parlamento, no difería de la disposición ejemplar en que un
general coloca a sus tropas. Era pura artillería pesada. A ese campo mortífero no
entraba impunemente ningún enemigo. Pulverizaba al antagonista. Lo volatizaba.
Y todo con una elegancia y una finura de profesor de academia. Cuando Alzate
Avendaño vino al Senado, sus amigos nos advirtieron que le había llegado el
momento a Gaitán. Alzate lo iba a meter en solfa. Alzate no dejaría de Gaitán ni el
recuerdo. Nos lo decían Carranza y todos los jóvenes derechistas con él. Pero se
enfrentaron Y bastó un capeo, dado así, como sin gran trascendencia, para que el
señor Alzate quedara como no digan dueñas. Si dicen ahora, hasta sus
partidarios, que el fracaso del líder azul como parlamentario es definitivo. Pero
bueno... siquiera triunfó como periodista! ¿O tampoco?


HAY UN RASGO estelar en la vida de Gaitán, que lo define y distingue de todos


los demás políticos colombianos. Sus victorias así fueran parciales, producían
efectos mortíferos de victorias definitivas. Hecho tan espectacular en la política
colombiana se debía, creo yo, a que ellas eran el resultado de su único esfuerzo,
contra el querer de fuerzas poderosas. Si algún político se hizo solo en Colombia,
en medio de la lucha más feroz e inhumana por impedírselo, ese fue Jorge Eliécer
Gaitán. Quizás por eso mismo, un éxito de su parte, forjado a costa de tanto
sacrificio, aparecía siempre como mayor al de su valor intrínseco. Era tan pertinaz,
tan constante, tan vigoroso en su inconcebible capacidad de trabajo e iba tan
directamente a su objetivo, que cuando lo lograba dejaba una estela de estupor,
aun en el campo de su enemigo tradicional: las oligarquías. Sus triunfos eran ²
naturalmente² avances contra los poderes pretendidamente invencibles, y acaso
por ello, aun no siendo totales le prestaban ese halo de vencedor, que lo distinguía
a la legua de todos los demás políticos. De esa manera la alarma oligárquica
contribuía ²acaso sin saberlo² a darle un contenido virtual a sus éxitos. En la
última batalla presidencial, Gaitán obtuvo menos votos que los demás candidatos.
Pero bastó que pusiera más de los que se le calculaban, para que todo el país, sin
distingos, lo señalara como el ganador de una singular victoria. Y así fue. Porque
acaso lo fundamental de estos éxitos se debía a la expresión intrínseca de su
movimiento. Con él era el pueblo el que avanzaba. El pueblo adquiría con él un
contorno específico en la vida política nacional. Cuando él hacía un triunfo era el
pueblo ²el pueblo raso² el que aparecía acercándose al logro de sus propias
conquistas. Y que el pueblo raso se acerque a su liberación, es algo que siempre
asombra, en primer término a quienes lo miran con desprecio.

Fue así ²de esta manera² como Jorge Eliécer Gaitán, el jefe de facción, el
director de la UNIR y del "gaitanismo", sobre quien recayó constantemente la
acusación de haber abandonado las toldas de su partido, se hizo Jefe Único del
Partido Liberal colombiano. Fue así ²de esta manera, con estos métodos² como
Jorge Eliécer Gaitán unificó en torno suyo al partido liberal colombiano. Qué
lección tan poderosa entraña este hecho sorprendente! Qué herencia táctica tan
honda se encarna allí! Mientras se le estaba acusando de que había abandonado
al partido, él, impertérrito, como un estratega consumado, estaba haciendo
precisamente la unión del partido por el único método fecundo: por el método de la
antinomia y de la diferenciación de las fuerzas. Había que diferenciarse para
poderse juntar. Era necesario consolidar primeramente el bloque unitario
constituido por sus prosélitos y por él, en una sola masa pensante, para que
pudiera operar dentro de su signo político la consolidación de todo el liberalismo. Y
a fe que lo consiguió. Quizás no fuera un dialéctico en la teoría. Pero era un
maestro de la sagacidad casi enojosa en la dialéctica práctica. No se le escapaba
un detalle! Tal es la lección, la más sorprendente de la política colombiana de los
últimos tiempos, que nos deja este experto piloto político. Desde su tumba parece
gritar: "A aplicarla!".

En realidad, tuvo que hacer todo esto con un ejército imperfecto, como es el
partido liberal colombiano. Claro que posee su organización específica. Que la
tiene, lo revela el despliegue electoral, llamativo por su organización. Pero carece
de estructuración moderna, lo que no le permite moverse unitariamente en
momentos que no sean propiamente los electorales. Gaitán dejó precisamente el
esquema de esta organización, de este "acuartelamiento" de las fuerzas liberales.
Y ella debe hacerse, porque se necesita hoy más que nunca y como el mayor
homenaje a la memoria del gran táctico desaparecido.

Libró sus más recias batallas con dos elementos: la masa y él. Y las libró contra
todos los opositores a la preponderancia. popular dentro de su partido. Y contra
todas las oligarquias. En estos combates, que a veces revestían caracteres
violentos, la táctica de la ofensiva y la contraofensiva era perfecta en Gaitán.
Sabía suavizar las palabras al oído del enemigo o lanzarse encima de él con
ardiente ánimo de cruzado, según el momento y la circunstancia política. Atraía o
repelía con sabiduría consumadas, según lo exigieran las conveniencias de su
movimiento.
No dejaba nada a medias. A cada cosa le daba el giro decisivo. Hasta cuando
dejaba algo a medias, estaba en esa forma situándolo exprofeso en su fase final.
Era suave y rudo, dulce y bronco, terciopelo y alambre de púas. Y en ambas fases
era oportuno. Conocía a los hombres y sabía tratarlos de conformidad con estas
dos alas de su personalidad. Acaso el estrado judicial, donde es preciso conseguir
la absolución con guante de seda ²y donde cosechó los más íntimos triunfos de
su vida² le dio la suavidad y le afinó la exquisita delicadeza que solía exteriorizar
en ocasiones. El rudo estruendo del ágora le prestó el acento marcial.

El poder de concentración sobre sí mismo era en él absoluto. Aquí residían en


gran parte sus éxitos. Su poderosa actividad era eficaz, sin duda. Su energía, su
voluntad, su capacidad de lucha, verdaderamente monstruosas. Tenía rango de
faro. Siempre despierto, siempre alumbrando pasionalmente las vastas zonas
oscuras, atento siempre a los movimientos más sutiles en torno. Poseía un olfato
tremendo, como el de todo zorro político. Pero, a pesar de todo, en la manera de
reconcentrarse en sí mismo veía yo su mejor cualidad de político. Permanecía
algún tiempo así ausente del mundo circundante. Quien lo veía y no lo conocía
juzgaba que aquello era fingido. Mentira! En Gaitán no había nada de pedante.
Era más bien un hombre llano. Gaitán concentraba su pensamiento y siempre, de
allí, salía un camino a seguir.

Nunca dudó de su estrella. Y a fe que tenía razón. Cuando lo sorprendió la


muerte, iba procelosamente hacia una de las batallas decisivas del liberalismo
colombiano. El programa de la oposición que Gaitán había planeado hubiera sido
suficiente, en su aplicación, para poner sobre la víspera de la reconquista de 1950
al partido liberal. Pero había quienes no podían esperarse a semejante prueba. Y
ellos se jugaron el todo por el todo. "Es el comunismo!, Es el comunismo!",
dijeron. Pero no consultaron a la opinión para su juicio. El pueblo supo que esa
acusación era una finta. Otros, ante el terror de la derrota obraron como
aventureros desesperados. La conciencia del país los conoce!
Lo mataron. Pero hoy, un Jorge Eliécer Gaitán, el más grande líder de la gleba
colombiana, es el que alienta en la conciencia del pueblo. ¿Alcanzaría a
descubrirlo el propio Gaitán? A veces me detengo a pensar que si lo hubiera visto
en su inmensidad soberana, se habría aterrado. Tan descomunal es su propia
proyección sobre el alma de los humildes. Sobre el estero de la historia nacional,
esa figura marcha hacia la conquista popular. Lo vemos a él, alto como el cielo,
grande como el cuerpo de la República. El asesinato lo trasladó a esa vida infinita
en la que ya no lo puede alcanzar la muerte. En muchas casas de pobre, en la
Colombia lejana, a estas horas están alumbrando en la pared su retrato. Y está
haciendo milagros! El fue quien dijo: "Yo no soy un hombre; yo soy un pueblo".
Ahora el pueblo le dice: "Yo no soy solamente un pueblo; yo soy Jorge Eliécer
Gaitán".

Si. Nos hallamos en uno de esos períodos en que solo florece la muerte, como la
ofrenda más tímida que podamos hacer, en aras de quienes vienen detrás de
nosotros. Con ser la más valiosa de todas, Gaitán dio la suya. He aquí el
significado profundo de su muerte gloriosa. Y es ese su ejemplo. Estas palabras
parecen ascender de su tumba...

o
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Publicado en el diario "Jornada". Reproducido en el libro c 


 , -  ' ' ./, Editorial Iqueima, Bogotá, 1948,
págs. 77-82.
Uno de los capítulos más fecundos de la alucinante doctrina de Segismundo Freud
es, sin duda, el de la asociaciones de ideas. Por los caminos más sutiles de esa
especie de "caneca de la basura espiritual" que es el subconsciente, un objeto,
una palabra una idea revelada de pronto por el contorno presente del sujeto, lo
traslada a viejas cosas vividas, especialmente en la infancia, en la que según el
judío vienés, quedaron para siempre grabados los rumbos del destino del hombre.

Algo parecido me ha ocurrido en estos días, con el solo anuncio, leído en la


prensa. de que entre los escombros del palacio arzobispal fue hallado un libro que
ardía misteriosamente desde el 9 de abril: la "Historia de los Padres de la Iglesia".
La obra humeante aún, en condiciones que el periódico parece atribuir a un
milagro, me trasladó a algo que en mí grabó su impronta con el sello de otro
tiempo. Entre el 9 de abril y los Padres de la Iglesia parecía surgir en mí una
asociación extraña, de esas que como chispas iluminan un minuto la conciencia y
nos trasladan a cosas ya vividas. Yo era algo así como la sirvienta de los clérigos,
que durante treinta años estuvo oyéndoles sus latines y de pronto, una mañana,
irrumpió a hablar en el correcto idioma de los "clercs", como un dulce Virgilio de
cocina.

Y se hizo en mí la luz. Era como si la "Historia de los Padres de la Iglesia", de par


en par abierta ante mis ojos, me invitara a la lectura. Y comenzó el hojeo de las
páginas.

Aquí, en ésta, estaba San Justino el Mártir, que me decía con su tibia voz de
agonizante: "Nosotros traemos a la comunidad cuanto poseemos y lo repartimos
con quien lo necesita". Más adelante, la hoja del libro se abría para San Ambrosio,
con estas palabras suyas: "No es la naturaleza la que ha creado el derecho de la
propiedad privada".

Y no bien había pasado cinco páginas, cuando di de manos a boca con el propio
San Agustín y sus palabras de fuego: "Poseemos demasiadas cosas superfluas.
Contentémonos con lo que Dios nos ha dado y tomemos solo aquello que
necesitamos para vivir, porque lo necesario es obra de Dios y lo superfluo, obra de
la codicia humana. Lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Quien
posea un bien superfluo, posee un bien robado".

La cuestión, como se ve, estaba cobrando suma gravedad. Sátiras, indirectas,


flechas sardónicas arrojaban los Padres de la Iglesia... ¿Contra quién? Es lo que
yo no sabía con justa precisión. Pero como entonando en el coro de los doctores
de nuestra santa madre, etc., San Ambrosio volvió a la carga (siempre a la
carga!), para decir: "La Naturaleza da todo para todos. Dios ha creado los bienes
de la tierra para que los hombres los disfruten y para que sean propiedad de
todos". Cómo así!, exclamé yo, fuera de mí, ya maliciando con quiénes se las
había mi memoria freudiana. Cómo así! Mucho cuidado con nuestro 9 de abril!
Pero al punto San Agustín volvió a tornar en sus manos la metralla cristiana y
exclamó, ya con más ira en la voz: "No por virtud del derecho divino, sino por
virtud del derecho de guerra, alguien puede decir: Esta casa es mía, esta es mi
villa. este criado es mío. La propiedad privada provoca disenciones. guerras,
matanzas, insurrecciones, pecados mortales y veniales. Por eso, si no nos es
posible renunciar a la propiedad en general, renunciemos, cuando menos, a la
propiedad privada".

De aquí en adelante, los Padres de la Iglesia entonaron tremenda grita. Uno


alzaba la voz y más allá otro se unía al coro, hasta formar una orquesta de
denuestos, regaños, acusaciones, condenas. Ordenando sus palabras. fueron
éstas las más significativas: San Clemente de Alejandría: "Todas las cosas son
comunes. No existen para ser adquiridas únicamente por los ricos".

San Barnabás de Chipre: "Tendrás todo en común con tu prójimo. No deberás


poseer nada en propiedad. Porque si posees en común lo que es eterno, ¿con
cuánto más motivo no debes poseer en común lo que no lo es?".

San Jerónimo: "Quien quiera que posea más de lo necesario para vivir, deberá
dárselo a otro, y considerarse deudor de tanto como da".
San Cirilo de Alejandría: "Ni la Naturaleza ni Dios conocen ninguna diferencia
social de las que ha introducido la codicia humana".

Tertuliano: "Nosotros, los cristianos, somos hermanos en lo que concierne a la


propiedad, que origina entre vosotros tantos conflictos. Unidos de corazón y de
alma, estimamos todas las cosas como pertenecientes a todos. Compartimos
todo, excepto nuestras mujeres. Entre vosotros, por el contrario, es lo único que
poseéis en comun". San Juan Crisóstomo, Patriarca de Constantinopla: "Imposible
enriquecerse honestamente".

San Basilio, el Grande: "¿Podemos ser más crueles que los animales, nosotros
que estamos dotados de razón? Porque ellos consumen en común los productos
de la tierra. En el mismo rincón de la montaña pacen los rebaños de carneros y
caballos. Pero nosotros nos apropiamos los bienes que deben pertenecer a todos.
El pan que te apropias es del que tiene hambre, del que está desnudo la vestidura
que guardas, del que va descalzo los zapatos de tu armario, del que no posee
nada el dinero que escondes".

Un último respiro, una pequeña mota de silencio, y con más furia golpeó el aire
como un alfange de filo la tremebunda voz de Santiago, ruda, fulminante, desde el
fondo de su Epístola:

"Llorad por la miseria que os aguarda a vosotros los ricos! Vuestras riquezas han
entrado en putrefacción! Vuestros lujosos trajes están roídos por los gusanos!
Herrumbosos están vuestro oro y vuestra plata! Habéis acumulado tesoros,
mientras guardábais en provecho vuestro el trabajo de los obreros que segaron
vuestros campos. La querella de los segadores ha subido a los oídos de Dios".

Llegado a este punto, la cosa para mí se hizo cíarísima. El coro de los santos
doctores se estaba refiriendo ²quién lo creyera!² al 9 de abril. Sí señores! Yo
había descubierto, sin saberlo, por una simple reminiscencia freudiana, a los
autores intelectuales del 9 de abril. Con qué saña los oí referirse a los
especuladores, a los de los dólares al 175, a los de las ganancias del 400 y el 500
por ciento, a los... Bueno! Ya no me queda más camino que darle traslado de mi
hallazgo a los de Scotland Yard. Que sigan por esa pista!

Mientras tanto, la obra de la "Historia de los Padres de la Iglesia" continúa


ardiendo milagrosamente desde el 9 de abril entre los escombros del palacio
arzobispal de Bogotá. Y después, hay quienes no creen en milagros!


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Publicado en el semanario "Sábado", 10 de noviembre de 1945. Reproducido en la
revista +   N° 6, Universidad de Antioquia, Colombia.

Por el año 20 el único café que existía en Bogotá era el Windsor. Era aquel un
típico café de una ciudad feudal. Así como no existía sino un café, sólo había tres
bancos, El Colombia, El Central y El Bogotá. La capital era una aldea. La chistera
y el levitón no habían aún desaparecido. Las mujeres usaban la mantilla y no
había para que pensar en que alguna, así fuese la más innovadora, tocase su
cabeza con la pastora que vino después a complementar la nueva silueta
femenina. Vestir de color hubiese sido un signo de rastacuerismo; todo el mundo
se ataviaba de negro. El tranvía de mulas, con su tintineo, su tropel de cascos y
los silbidos característicos del postillón, pasaba por la Calle Real como una
verdadera arriería metida entre rieles. La plaza de Bolívar, todavía empedrada, era
la estación principal de los coches de punto. Allí, sobre el pescante de las victorias
y las berlinas, los cocheros, de chistera y casaca, cabeceaban con sus largos
látigos en la mano, como practicando el rito de una pesca imposible, según decía
Tejada. No había entonces un sólo automóvil de servicio público. En la calle 13,
entre carreras 7ª y 3ª, entre el Windsor y el caserón colonial de los correos, los
chalanes hacían caracolear los magníficos caballos traídos de las haciendas de la
sabana. Aquel trayecto de ochenta metros escasos era lo que hoy es la esquina
de la carrera octava con la calle catorce. El vértice de la vida bursátil. Sólo que
entonces no había bolsa negra. Todos los negocios de la economía de aquel
tiempo (venta de bestias, de cosechas, transacciones de índole campestre) tenían
su mercado libre en este sector. Y en el Windsor, naturalmente, se festejaba el
cierre de los negocios. Generalmente, en torno al café tinto, al que tanto le debe la
economía nacional, se verificaban estos lazos de unión que luego se sellaban con
el famoso brandy Hennessy tres estrellas, compañero de los triunfos durante las
guerras civiles en Colombia. Era el licor chic, en todas nuestras aldeas. El whisky
no había aparecido todavía.

En aquel ambiente del Windsor, al lado de los hacendados y los negociantes


comenzó a aparecer un nuevo tipo de hombres. Empezaron a ocupar diariamente
las mesitas, sin acuerdo previo, sin una reunión anterior por medio de la cual se
declarara fundada con estatutos y reglamento, la nueva generación colombiana.
Iban apareciendo allí nuevas caras, trayendo el aporte de su propio mensaje, y sin
saberse cómo ni cuándo quedó establecida una nueva generación colombiana, sin
mensajes ni manifiesto al país, movida indudablemente por la misma fuerza
espontánea que le quitaba al país su cáscara del siglo XIX y lo incorporaba, al
transformarlo en el XX, que llegaba retrasado a Colombia, en todos los órdenes.

Indudablemente, algunos factores que nada tenían que ver con la transformación
que se operaba en Colombia, contribuyeron a aproximarnos unos a otros. Carlos
Pellicer, el poeta mexicano, había sido enviado a estudiar en Colombia por la
federación de estudiantes de México, en un rasgo de aproximación americanista,
que por supuesto a nosotros se nos hacía insólito y que quedó sin reciprocidad
como era lógico que ocurriera en el ambiente de un gobierno conservador que ni
siquiera se dio cuenta de la presencia de Pellicer. Entre los estudiantes
desorganizados y sin aspiraciones, el significado de la presencia de Pellicer entre
nosotros pasó igualmente inadvertido, de modo que su misión tuvo su cabal
cumplimiento entre los grupos de intelectuales que por entonces comenzaban a
aparecer en Colombia. Pellicer, naturalmente no nos influenciaba con su poesía
porque él se hallaba en el mismo período de iniciación que nosotros. Pero sus
habitaciones, en el tercer piso del edificio Liévano, fueron antes que el Windsor,
nuestro lugar de reunión habitual, cuando Tejada aún no había llegado a la capital.
Allí sellamos amistad con León de Greiff, Rafael Maya y Rafael Jaramillo Arango,
que ya tenían obra y habían publicado versos. Con Germán Pardo García, Pérez
Amaya y Octavio Amórtegui. Con José Enrique Gaviria y Alejandro Navas, Rafael
Vásquez, José Silva y yo íbamos ligados por una indisoluble amistad. De esa
misma época data la amistad de algunos de nosotros con el poeta Eduardo López,
que ya por entonces había escrito unos de sus más populares versos. Eduardo
López editaba por esa época su famosa e insuperable obra "Almanaque de los
hechos colombianos", que recogía en no menos de dos mil páginas un verdadero
compendio de la república en todas sus actividades. Y allí nos publicó Eduardo
López a Rafael Vásquez y a mí nuestras primeras producciones poéticas. Era
aquel para mí un período primerizo en que difícilmente me debatía con la
influencia parnasiana. Recuerdo que mi publicación en el "Almanaque" era un
soneto alejandrino intitulado "Cleopatra", en el cual, como es lógico, figuraban la
trirreme y Marco Antonio, y en el que sostenía muy heredianamente, que las
palmas de la mano de la egipcia llevaban en la M la inicial del amante latino.

Tejada llegó a Bogotá ya bien avanzados los fenómenos que nos arrojaban por los
caminos de una nueva promoción de literatos y artistas, aunque es bueno advertir
que esos profundos hechos no nos dábamos cuenta, y sólo ahora se nos
presentan con la claridad que jamás tuvieron para nosotros. Nada sabíamos de la
conexión existente entre el palpitar angustioso del mundo de la postguerra y
nuestra aparición en la escena colombiana. Aún hoy mismo no ha sido estudiado
en qué forma aquel período de ansiedad universal vino a perturbar la tranquilidad
de muerte de la vida nacional, arremansada en siglos pretéritos. Aún hoy mismo
no se han analizado esos resortes ocultos que sacaron al país de su marasmo y lo
colocaron desde entonces en la línea de progreso que lo llevó a la transformación
política del año 30. Pero nosotros (hoy lo comprendemos) veníamos como nuncios
de esos hechos. Fuimos la generación, que a pesar de carecer del idioma político
apropiado, vaticinamos con nuestra sola actitud de iconoclasticismo literario la
ruina de la hegemonía. Quizá ninguno de nosotros hubiera podido explicar en qué
momento los fenómenos de la postguerra nos colocaban ante una tarea, que
solamente podíamos resolver en el campo estrictamente literario.

A raíz de la clausura de la guerra, el país adquirió como otros, una importancia de


mercado para el reinicio de la producción industrial de los pueblos avanzados que
necesitaban expandir su radio de acción económica, en previsión de la crisis, que
al fin llegó, señalada por vastos sobrantes de mercancías. Fue entonces cuando
llegaron, en equipos de ferrocarriles y en instrumental para carreteras, no menos
que en pianolas, en ortofónicas y en toda clase de chucherías, los veinticinco
millones de indemnización por Panamá. Fue entonces cuando se abrieron
infinidad de bancos y algunas de las principales industrias, especialmente las
textiles. El país se puso en marcha. La actividad nacional se multiplicó y se
diversificó. El trabajo tomó nuevos cauces de infinidad de labriegos convertidos en
peones de carretera y de ferrocarril comenzaron a buscar en las ciudades las
oportunidades de absorción de su trabajo atraídos por los salarios urbanos y ya
para siempre zafados de la órbita del campo que eternamente los había
constreñido a salarios de hambre. Los problemas sociales comenzaron a cobrar
volumen en el país. La intranquilidad social, las huelgas, iniciaron su labor invisible
de socavamiento del viejo angarillaje feudal de la hegemonía. Con todas las
dificultades presentadas por las circunstancias; con la inmadurez de nuestros
procesos acumulativos; con las limitaciones e interferencias que se quiera, pero
allí había ya dos economías en pugna, la una gastada e incapaz de la campiña, y
la otra más avanzada, más liberal, en las ciudades y en las obras públicas. Y ese
fue, indudablemente, el telón de fondo sobre el cual se proyectó la actividad de
nuestra generación, la misma que ahora está llegando al poder.
Cuando Tejada vino a Bogotá, ya traía ese característico sello de vagabundaje
que lo hacía pasar absorto, por la Calle Real, como si en vez de casas y gente
hubiera allí palmeras, y en vez de Calle Real hubiese allí un camino real. Era un
hombre rodeado de paisaje por todos los lados, y en sus ademanes y en su andar
se sentía la presencia de parajes arbolados y rumorantes ríos. Ya por entonces
Tejada tenía ese chaplinismo inconfundible de hombre que había pasado por
muchos apuros y por muchos horizontes. Iba siempre con los pantalones de pasar
el río. Cuando yo le conocí, ya era el expulsado de la Normal de Medellín, ya
había sido polizón en los barcos del río Magdalena, ya había escrito sus "Gotas de
Tinta" en algún periódico de la capital antioqueña, ya había estado de aventura y
bronca por la Costa Atlántica y ya había visto la llamita fulgurante de los
revólveres rastrillados en la oscuridad de la noche, de que habló después en una
de sus crónicas. Ya estaba instalado en "El Espectador" de Bogotá, ya había
descubierto el calor de los periódicos, que recomendó siempre como lecho
insustituible para el abrigo nocturno, y ya había hecho el invento de los cigarros de
hojas de eucaliptus, que elaboraba bajo los árboles del parque del Centenario, y
que fumaba con delectante y ensoñadora actitud, sosteniendo que todo estaba en
la naturaleza al alcance de la mano y que era absurdo creer que se necesitaba
dinero para vivir. Ya era el filósofo y el teórico de todas las cosas habidas y por
haber que fue la característica central de Tejada.

Confieso que cuando le ví la primera vez sentí cierta repulsión hacia su facha
estrambótica. Iba arrebujado en un abrigo negro, con el brazo izquierdo colgado
de un pañuelo, también negro, de cuyo trapecio salía, no una mano, sino un atado
de trapos. El gran tirolés negro, tragado hasta los ojos, no conseguía cubrir del
todo los vendajes que le ceñían la frente y le cruzaban el ojo izquierdo. Acababa
de salir de la clínica. Unos carniceros lo habían atacado una noche de juerga, por
haberse interpuesto para defender a un amigo, y lo habían dejado tendido en el
suelo, completamente tasajeado a cuchillo. Jamás se le oyó la menor
recriminación contra sus amigos ni contra sus atacantes.
Al día siguiente de mi primer encuentro con él, estaba yo sentado a mi mesa en el
Windsor, cuando vi entrar a Tejada. Pensé que la presentación fugacísima del día
anterior y mi ninguna prestancia intelectual pues yo estaba inédito y él no conocía
mis versos, no le permitirían saludarme con deferencia, y fingí no verlo. Pero
Tejada se llegó hasta mi mesa y me saludó con el cariño y la familiaridad más
asombrosos, como si hiciera años que alimentáramos la más perfecta amistad. Su
naturalidad desarmó mi aprensión. Esa fue la primera admiración que me causó
este hombre, y desde entonces la más profunda y noble amistad nos envolvió
hasta su muerte.

Tejada tenía un poder magnético enorme. De su ser emanaba un fluido atrayente,


verdaderamente maravilloso. Una atmósfera casi tangible lo circundaba y dentro
de ella quedaban como alelados los que se hallaban en torno. Hacia él refluían,
completamente absortas y como desarmadas, las personalidades de todos, sin
esfuerzo ninguno, como un placer que se reflejaba en los rostros. No era una
tiranía lo que ejercía. No era la fuerza, casi siempre tirante, del líder; el dominio
violento del jefe. Era una suave onda, una luz amable, brillante y cálida, que lo
conducía a uno a estar pendiente de él, de su extraordinaria palabra, de su
discurrir por un mundo de esféricas formas, de amor, entre todas las cosas, de
exactitud de misterio, de humor y de inmemorial sencillez a un mismo tiempo, que
él iba pintando como si se tratara de un sueño con los ojos abiertos. El era el
centro de nuestra generación, el jefe nato, nuestro núcleo rumorante e inquieto.

Pocos días después de haberse iniciado nuestra amistad, Tejada desapareció de


Bogotá. Había ido a casarse. Me dijeron que con una muchacha Gaviria Jaramillo,
de Pereira, hija de don Juan y de doña Dolores. Para mí, aquello era una
coincidencia, entre extraña y curiosa. Cuando ya de regreso, me lo encontré en el
café, le ofrecí visita y le envié saludos a su esposa. Tejada me miró con cierta
sorpresa, como quien no veía bases en mi modo de ser para esta clase de
cumplidos sociales. Se habían hospedado en un hotel de la calle doce, arriba de la
séptima. Cuando me oyó tutear y estrechar efusivamente a Julieta, su asombro
fue aún mayor. Los dos le explicamos los vínculos de familia que nos unían. Y
esto contribuyó a hacer más fuerte mi unión con Tejada, Tejada era mi pariente
lejano por lo Córdoba y Julieta lo era más próxima por la rama de los Jaramillos;
de modo que el traslado a mi casa paterna, que yo les propuse, era una cosa
lógica. Allí vivieron dos años.

Fue esta la época de ³El Sol´, periódico que tenía por directores a Luis Tejada y
José Mar, y que se editaba en una imprenta situada en la planta baja del edificio
Montaña, frente a la plaza de mercado de Las Nieves. Este periódico, cuatro años
anterior a la revista de ³Los Nuevos´, fue el primer órgano de la nueva generación
colombiana. Allí aparecimos algunos de los poetas y escritores que después, ya
muerto Tejada, hicimos parte de la agrupación de ³Los Nuevos´. El períodico de
³El Sol´, que no tuvo una vida larga, fue también el período socialista de Luis
Tejada. Era un socialismo que no se atrevía a separarse del partido liberal y que
encontraba asidero para esta actitud en el propio pensamiento de Benjamín
Herrera, para quien el socialismo, como lo dijo públicamente en varias ocasiones,
era algo consubstancial con la entraña misma del liberalismo colombiano. Tejada
no estaba muy convencido de ello; él creía que era necesario la aparición de un
partido independiente, pero aceptaba de buen grado la simpatía que Herrera
mostraba por el periódico, y la deferente atención que el gran caudillo ofrecía al
movimiento juvenil que pugnaba por cristalizar en ³El Sol´. No fueron pocas las
veces que vimos al general Herrera preferirnos en el trato frente a líderes
connotados del liberalismo, y en una o dos ocasiones su interés por nosotros se
mostró en ayuda monetaria para el periódico. De aquella época, guardo todavía
como recuerdo imborrable la figura magnífica de este extraordinario ejemplar
humano, poderoso y terrible, inconmovible y como tallado en piedra berroqueña,
ante el cual los grandes se veían pequeños. Herrera era un hombre de tan
acendrado dominio, de una tan increíble concreción de personalidad, que más que
un hombre parecía un mito. Lo primero que se sentía ante Herrera, por reflejo, era
el orgullo de ser colombiano, porque en él se hacía tangible la comprensión de un
pueblo grande hoy y mañana y siempre. Pueblo que produce esta clase de
hombres es un gran pueblo. Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía
que nuestros amigos me llamaran "l¶enfant gáte" de Tejada. Por las tardes siempre
nos citábamos para irnos a casa. El trabajaba en El Espectador y yo en el Banco
de Londres. Una tarde, mientras yo lo esperaba en la esquina de la catorce con la
séptima, salió del periódico y se vino precipitadamente a mi encuentro, diciéndome
sin saludarme: "Aquí en esta casa está en este momento un ruso que quiere
hablar con nosotros. Ahí hay una reunión de obreros liberales, que lo han citado
para que los oriente sobre la posición de los trabajadores en las próximas
elecciones. Subamos. Cuando termine nos vamos con él y charlamos. Esto puede
ser muy interesante". La casa de que hablaba Tejada era la misma en que hoy
está "La Cigarra". El ruso no era otro que Silvestre Sawinsky.

Sawinsky vivía en la vieja y amplia casa que queda inmediatamente después de lo


que hoy es la plaza de San Martín hacia el norte. Allí entramos. Recuerdo que en
el vasto corredor nos llamó la atención ver numerosos cueros colgados, y
Sawinsky nos dijo que se había dedicado a la curtiembre, para ganarse la vida.
Nos presentó a su esposa y nos instalamos en la amplia sala ante una gran mesa,
cubierta con una gruesatela de terciopelo verde, y sobre la cual una caparazón de
tortuga con una caja de metal incrustada servía de cenicero de agua. Pronto
comenzamos a menudear las tazas de té, de las cuales tomamos como diez, a la
manera rusa, mientras planeábamos el nuevo partido. Como a las nueve de la
noche salimos de allí, después de haber dejado un cerro de colillas dentro del
recipiente de la tortuga. Habíamos trazado el esquema para la formación del
partido comunista en Colombia. Llevábamos la lista de los nuestros, que se
redactó de mi puño y letra, y a la cual habíamos agregado algunos nombres que
juzgábamos adictos a nuestra causa, entre otros, Luis Cano, Armando Solano y
Alfonso Villegas Restrepo. Digo esto, porque nadie sabía cómo se fundó el partido
comunista de entonces, es decir de dónde partió la idea, y he oído muchas
versiones contrarias a la realidad, de gentes que desean hacerse pasar por
   (el subrayado es mío). No. Aquella noche no estábamos
presentes sino Sawinsky, Tejada y yo. De allí convocamos a una reunión, en la
cual quedó constituído el nuevo partido. No está por demás decir que ni Luis
Cano, ni Armando Solano, ni Alfonso Villegas Restrepo concurrieron nunca a
ninguna de nuestras reuniones.
Pronto nuestro partido se encontró con muy serios problemas que nosotros no
sabíamos cómo resolver. La cuestión orgánica y nuestra conexión con las masas
eran cosas al rojo blanco sin la solución de las cuales podríamos subsistir. Ni
Sawinsky ni nosotros sabíamos nada en cuanto a los procedimientos.
Ignorábamos por completo cómo se hacía un partido comunista. Era aquella una
época en que el resplandor de la revolución rusa iluminaba el universo, y todos los
hombres libres del mundo querían ir por esa senda, lo que no significaba
necesariamente que quienes así pensaran fuesen teóricos consumados. El
conocimiento de Marx y de los métodos revolucionarios de los rusos no se habían
generalizado. En la prensa todavía se leía que el general Soviet se había tomado
al sur de Rusia una importante ciudad llamada Lenin. En estas circunstancias,
nosotros resolvimos como mejor pudimos nuestros embarazantes problemas. Le
dimos al partido, por proposición de Moisés Prieto, una secreta organización tipo
masónico, por grados, con sus signos, sus convenciones, sus palabras claves
para los momentos de peligro. Y en cuanto a programa, yo traduje con Sawinsky
el programa del P.C. ruso y echamos diez mil copias en mimeógrafo, que fueron a
parar al río Magdalena, a los cuarteles, a las organizaciones obreras, etc. Su
distribución fue tan completa, que todavía se acuerdan de haberlo recibido los
obreros de muchos lugares del país. No abandonamos tampoco el trabajo en el
ejército, y fue por nuestra labor de hojas sueltas, al frente de la cual estaba
Sawinsky, que el buen ruso, más terrorista que bolchevique y más niño que
hombre terrible fue expulsado del país.

Un día me llamó Tejada con mucho sigilo para decirme que habían inventado un
grado superior, el último al que sólo tenían acceso los elegidos, pues había ciertas
cosas que no se podían tratar delante de algunos camaradas, en los cuales no se
tenía la suficiente confianza. Me advirtió que mi iniciación allí se había fijado para
una sesión especial, como en efecto ocurrió. Por entonces Tejada ya vivía en una
casa de la calle doce, casi contra el paseo Bolívar. En un cuarto oscuro, iluminado
apenas por una vela de sebo, se efectuó la ceremonia de mi ingreso al más alto
grado. De pie, en torno de una mesa, se hallaban Tejada, Sawinsky, José Mar,
Moisés Prieto y Diego Mejía. Sobre la mesa reposaban los símbolos de la
purificación y la fe del comunista, consistentes en la constitución rusa, el programa
del partido y, encima, una pistola, alegoría de la violencia revolucionaria y a la vez
del castigo que esperaba al traidor. El juramento consistía en un largo
interrogatorio escrito, que Sawinsky leyó aquella noche, con su particular acento
ruso. Se hablaba en voz baja. Tejada se transfiguraba por completo, y a la escasa
luz de la vela se le veía poseído de la más intensa emoción. A Sawinsky le
temblaba levemente el labio inferior. La respiración de todos parecía contenida. El
interrogatorio llegó a aquello de "jura usted no hacer diferencia de razas?", y yo
respondí : lo juro; "jura usted no hacer diferencia de nacionalidades?", y yo
respondí lo juro. Pero cuando se me dijo: "Jura usted no hacer diferencia de
sexos?", dí inmediatamente el grito, separándome del grupo. "No, me es imposible
jurar eso", exclamé. La estupefacción se apoderó de todos. Tejada me miraba con
angustia escrutadoramente. "Por qué no juras?", me dijo con un tono de ruego. Yo
les dije "Lo de la supresión de la diferencia de sexos no lo juro, porque por
pepiciego que uno esté siempre sabe quién es hombre y quién es mujer". Todavía
oigo las carcajadas de José Mar y las recriminaciones de Tejada, que no concebía
que se llevara ningún espíritu ligero a semejante ambiente de solemnidad y de
misterio.

La conexión con los obreros es capítulo aparte. Este se tornó muy pronto en
nuestro insoluble problema central. Habíamos conseguido a un obrero de la
construcción, Manuel Avella, y a Lozada, un maquinista del ferrocarril. Pero
necesitábamos las grandes masas. Una comisión compuesta por José Mar y
Prieto, que enviamos a Girardot, meca entonces del socialismo, había fracasado.
Entonces resolvimos todos salir a la conquista de las masas. Se nos había dicho
que en el paseo Bolívar por las tardes, se reunían muchos obreros, pues allí se
hacía una venta de comestibles calientes y era el mejor sitio para encontrarlos en
conjunto. Hacia allá nos dirigimos, pasando por el barrio de Las Aguas siempre en
busca de obreros, que no hallamos por el camino. Arriba, evidentemente, se
agitaba una muchedumbre desharrapada, en una especie de feria o de fiesta, en
torno a las ollas humeantes. Al frente teníamos el espectáculo de la ciudad, con su
rumor de órgano, y más allá, hasta el confín verde de la sabana. Nos acercamos a
los trabajadores, pero no sabíamos cómo abordarlos, qué decirles, cómo entrar en
conversación con ellos. Casi ni nos miraban. Estaban muy atareados en su
comida, comprando aquí y allá centavos de cosas. Entonces, cuando ya íbamos a
fracasar del todo, Tejada se acercó a nosotros diciéndonos: "Bueno, bueno
hagamos una colecta para esta gente". Y vaciamos nuestros bolsillos, para que los
obreros pudieran comer un poco mejor aquella tarde. Después, descendimos del
paseo Bolívar, sin haber podido hablar ni una sola palabra con aquellos obreros
sobre nuestros propósitos, pero felices de haberlos ayudado en algo. Sólo oímos
que uno de ellos rezongó algo sobre los electoreros que van a buscarlos con
obsequios cuando quieren sus votos. Juro que esta escena me ha ayudado
extraordinariamente a comprender a Charlot.

Pacho de Heredia, el famoso líder socialista que murió quemado en el incendio de


un hotel de Costa Rica, había convocado al tercer congreso socialista de
Colombia, que se reunió en un largo salón del tercer piso del edificio Liévano, en
la plaza de Bolívar. De Heredia se peleaba con nosotros, pero eso no fue óbice
para que nos enviara a todos credenciales de organizaciones obreras que ni
siquiera conocíamos, para que asistiéramos como delegados al congreso.
Recuerdo que a mí me correspondió representar a los obreros de la Zona
Bananera. Allí, en aquel congreso, nuestra actividad fue feroz contra el socialismo.
Y, como era natural, nuestras baterías iban dirigidas contra el socialismo de
Girardot, que gobernaba la ciudad desde el concejo y que, según nosotros, se
había pervertido en el reparto de las preeminencias y del presupuesto. Nosotros
hicimos declarar aquel congreso: Primer Congreso Comunista de Colombia. El
mono Dávila, que representaba al socialismo fue nuestra víctima propiciatoria, y se
defendía de todos muy airosamente. Sólo una vez que el loco Zambrano (un
muchacho enviado por los obreros de Boyacá, que en el congreso se declaró
comunista y marchó con nuestras tesis) le acusó de prestar plata al diez por
ciento, el mono perdió los estribos, y exclamó: "A quien me vuelva a decir esa
impostura, o lo desafío, o lo condeno al desprecio de mis conciudadanos". Y el
loco le replicó con toda calma: "Vea camarada: yo prefiero lo segundo". Allí mismo
nos encontramos con Alejandro Vallejo, que desde entonces formó parte de
nuestra agrupación. Una noche, Vallejo hacía el ataque más violento al programa
socialista de Heredia, que había sido promulgado en años anteriores en Honda.
Vallejo duró cerca de una hora descuartizando el programa de Honda. Ese
programa era una basura; ese programa no valía nada. De pronto Heredia le
preguntó al orador: "Dígame una cosa: usted conoce el programa de Honda?"; a lo
cual replicó el orador, impertérrito: "Yo no conozco el programa de Honda". La
carcajada fue general. Pero era que nosotros señalábamos con anterioridad
quienes debían intervenir en los debates no por el conocimiento que tuvieran de la
materia, sino por el grado de capacidad para hablar.

En aquel congreso conocimos a Raúl Eduardo Mahecha, a quien llevamos a


nuestra organización una noche para conocerlo y saber de quién se trataba.
Confieso que nos causó pésima impresión. Mahecha se vanagloriaba de sacarles
dinero a los yanquis de Barrancabermeja, de amenazarlos con huelgas si no le
suministraban la plata y de otras lindezas por el estilo. Lo decía con tal naturalidad
como si estuviera convencido de que esa era la esencia el alfa y el omega del
movimiento revolucionario. Mostraba esos actos suyos, como grandes triunfos de
sagacidad revolucionaria. Al propio congreso había venido con sueldo de la
empresa petrolera y con aire de victoria nos mostraba los telegramas en que le
anunciaban los giros. A mí me pareció, perdóneseme que lo diga, un criminal nato,
inconsciente. Y ese era el presidente del congreso obrero. Pedí que lo
derrocáramos, pero la oportunidad de hacerlo parece que no se presentó.

Después hicimos Tejada y yo un viaje al Quindío, siempre con la idea fija de


buscar obreros auténticos. En un hotelito de Cajamarca redacté el primer
manifiesto que yo hacía destinado a los obreros del Quindío, que publicamos en
Calarcá, mi ciudad natal. Tejada se mostró sorprendido de mis estilo
revolucionario y alabó con mucho entusiasmo mi manifiesto. En Calarcá salieron
algunos obreros a recibirme. Tejada estaba optimista. ¿Ves?, me decía; los
obreros son muy inteligentes y acabarán por responder a nuestros llamados.
Vamos a hacer un gran partido. Pero en Pereira, fin de nuestro viaje, ya no vino
nadie a vernos. Allí iniciamos a Fortunato Gaviria, hermano de la mujer de Tejada.
La iniciación que se hizo con la solemnidad de la mía, de que ya he hablado, no
surtió su efecto de misterio y de sigiloso secreto. La casa tenía una acústica
endemoniada; todo el mundo, en la planta baja, de almacenes y tiendas, se dio
cuenta de todo cuanto dijimos e hicimos. Y al día siguiente todo Pereira sabía que
habíamos ido a la ciudad.

Tejada era un comunista convencido. Indudablemente, nuestro movimiento, en el


fondo, era un movimiento liberal, como lo fue en gran parte, años después el
         (el subrayado es mío). El partido liberal, con
la pesada herencia del fracaso de la guerra civil iba de mal en peor. Nadie creía ya
en que pudiera levantarse de la postración en que se encontraba. Y en estas
condiciones, se buscaban sustitutos, otras formulaciones y otros medios que
suponían más eficaces para el derrocamiento del conservatismo. Mucho de eso
había en nuestro movimiento. Pero no en Tejada. Tejada era comunista, con la
visión de una sociedad mejor y más equitativa para la humanidad. De ahí que yo
no juzgue a Tejada como obligadamente lo juzga la gente: como un cronista que
ha producido Colombia; el mejor, en una abarcadura más ancha, del habla
española, que aún no ha sido superado ni igualado aquí ni fuera del país. Porque
Tejada era más que eso. Tejada era un apóstol, un líder incomparable del
proletariado. Murió en el momento en que se estructuraba ideológicamente en el
marxismo, cuando antes sus ojos de visionario la escritura del viejo alemán le
abría las puertas de un mundo amable para todos, en el cual había soñado
siempre. Amó a la humanidad con un amor entrañable. Amó a los humildes, y
supo con toda claridad que ellos serán poseedores de un paraíso aquí en la tierra.
Por hacer más próximo ese paraíso, luchó hasta su último aliento.


^

c

%#  +


Tengo el gusto de comunicar a mis biógrafos que vivo en el único cuarto alto que
hay en mi casa. Una casa con sólo una habitación de segundo piso es harto rara
si pensamos que apenas habrá dos de éstas en toda la ciudad. No voy a describir
lo que hay en mi cuarto. Me limitaré a decir que todo en él es pobre. Un ropero
pendiente de un clavo, oblicuo por esto en la pared, donde todas las noches, al
regresar, cuelgo mi sobretodo que ya empieza a tener parecido conmigo. Una
cama, una cama dormida como cualquier otra cama del mundo. Y además de
muchos objetos insignificantes, una mesa vulgar y coja sobre la cual hay varias
hileras de libros. Encima de una de estas hileras, un reloj que anda al estricote,
maltrata las horas de un modo doloroso.

Todo, excepto los libros, a los que amo con un amor humano, como si fueran
personas, vale muy poco o no vale nada. Iba a decir de la escalera, que está ahí,
detrás de la puerta, y que es como la cola de mi cuarto; iba a decir lo que hace
mucho viene mortificándome y que años ha tuve la intención de someter a una
encuesta: ² ¿Cree usted que las escaleras tienen la intención de subir o la de
bajar? Yo lo iba a decir, pero Ramón, el más ilustre de los Ramones que en el
mundo han sido, según cálculo aproximado, pero no promedial, se ha apoderado
de la idea antes que yo. A veces también tengo ideas y, sin embargo, no soy un
escritor. No me acuerdo haber urdido nunca una mentira. Lo que ahora voy a decir
es tan cierto, tan cierto pero inverosímil como, por ejemplo, la muerte del infalible
pontífice.

Si dije al principio dónde vivo y cómo es mi cuarto, lo hice porque así lo necesito
para mi historia. Confieso que me he distraído en cosas que no vienen a cuento y
que todo lo anterior se podría suprimir, lo que no hago, sin embargo, porque creo
que fue Stendhal quien me pidió que le pusiera este marco a mi narración.

Desde mi cuarto se ve el patio de la casa vecina. La pared en la que está


incrustada la puerta de mi cuarto forma ángulo recto con un tramo del tejado de la
otra casa. De suerte que desde la puerta, apoyando las manos en el tejado, es
fácil divisar el corto corredor, al otro lado del patio.

Una personita encantadora atravesaba en ocasiones por este corredor. Nadie


más pasaba por él, como si estuviera destinado exclusivamente para ella. Se oían
voces en la casa, pero jamás vi a los dueños de esas voces. Esa bella persona
carecía totalmente de personalidad. A primera vista se le comprendía y lo acabé
de comprobar una mañana que ella, buscando el sol, había arrastrado su pequeño
asiento hasta el corredor y se había puesto a hacer un tejido de crochet, moviendo
la aguja entre los ágiles dedos.

A veces, por breves instantes, dejaba su labor para mirar a un punto determinado,
invisible para mí, y entonces, con extraordinaria claridad descubrí que su rostro
reflejaba la expresión de la persona que yo no veía. Esto determinó en mí una
invencible curiosidad: la de estudiar a las personas de la casa a través de ese
rostro, en el cual se veía todo como en un espejo.

Por este medio supe que allí había un hombre severo y pronto pude darme
cuenta de que era su marido, porque en el rostro que ella copiaba se advertía la
expresión de la posesión, pero de la posesión desdeñada. "Te poseo y por eso te
desprecio", decía aquel rostro severo. Al contrario de éste, el otro rostro que
conocí aquella mañana de sol era el de un hombre dulce y joven, un tanto triste,
cuya expresión, de un sentimentalismo semi-risueño, decía claramente: "Te amo".

Así, durante meses, asomado por momentos a la puerta de mi cuarto, con los
codos en el tejado vecino, acumulé paulatinamente detalles, gestos, rictus de
amor y de odio, rasgos de cara melancólica, sonrisas, recriminaciones, todo el
cúmulo de sentimientos que pasaba alternativamente por la faz hermosa de la
mujer. En un cuadernillo llevé nota minuciosa de todo esto por separado; es decir,
que cuando uno de estos caracteres era severo se lo apuntaba al marido y cuando
era dulce iba a completar la personalidad del otro hombre. Llegué a definirlos con
tal exactitud que pude saber hasta su estatura. Por una relación entre el piso y la
mirada de ella calculé que su marido tenía aproximadamente un metro con setenta
centímetros y que el joven no pasaba de un metro con sesenta.

Como me ciño estrictamente a la verdad, esta historia aparece trunca e


incompleta constantemente, pues rara vez se daba la casualidad de que ella
estuviera en el corredor y de que uno de los hombres se hallara en la casa. En el
transcurso de ese tiempo los dos hombres no llegaron a estar simultáneamente en
la casa. Lo que sí sucedía con frecuencia, y hasta por ocho o diez días, era que en
el rostro de la mujer no aparecía sino la faz del hombre dulce, por lo cual colegía
yo que el otro estaba ausente de la casa, quizás en misiones de su oficio.

En una de esas ausencias tuvo lugar algo que clausuró definitivamente mi libreta
de apuntes. Era una noche clara, como ha habido pocas en el mundo. Por sobre
los tejados ²lejos² se veían las copas de los árboles y en la rama de un
eucaliptus recortábase la luna. Sobre el patiecillo vecino la sombra de una palma
era una araña enorme, negra, que movía las patas. Serían las dos de la mañana.
Reinaba un silencio de sombras. Yo subía la escalera, de regreso de mi paseo
nocturno, y ya iba a entrar a mi cuarto cuando oí voces en la casa vecina. Por un
instante volvió la calma en la que se sentía la respiración de la noche. Pero luego,
un grito bestial hizo trizas el reposo. Se oyó una carrera precipitada y la mujer, en
bata de dormir, llegó hasta el extremo del corredor. Estaba desgreñada. En su
rostro pude ver alternativamente al agrio marido y al amante romántico.

Las anotaciones de mi libreta me permitían esperar, por una lógica común y


corriente ²y tal vez también por el ansia de espectáculo que atosiga a los seres²
el desarrollo y culminación del drama que ocurriría ante mis ojos. Me dispuse a
presenciar en el rostro de la mujer la lucha de los dos hombres y hasta me
adelanté a imaginar cuándo el uno, momentáneamente, triunfaba sobre el otro;
cuándo los dos rodaban por el suelo; cuándo cejaban en el duelo para tomar
aliento; cuándo volvían a trenzarse en la lucha. Pero la escena, esperada por mí
durante meses enteros, no se presentaba.

De pronto hubo un silencio, grande como una piedra. Creí llegado el momento. La
mujer palideció, sus facciones se desencajaron y las pupilas, desmesuradamente
abiertas, se inmovilizaron en el blanco. Esto solo duró un segundo y pensé que la
partícula de tiempo era más que suficiente para comprender que aquello era el
reflejo de la cara del muerto.

Pero no fue así. Las expresiones de los dos hombres se refractaron en la suya,
con sus características propias; y en los días siguientes volvieron a pasar por el
rostro de la mujer hermosa la faz severa del marido y la dulce del hombre
melancólico. Me veo en la necesidad de consignarlo así en honor a la verdad. Tal
vez esto desaliente al lector. A mí me ocurrió lo mismo. Lancé al aire las páginas
de mi libreta de apuntes, que volaron como hojas de un calendario, y no volví a
fisgonear hacia el patio de la casa vecina. ¿Para qué? Pero... ¿qué espectáculo es
capaz de mantener nuestra curiosidad ²vulgar o no² durante meses enteros? Si
algo de esa curiosidad he podido transmitir al lector, me sentiré pagado por el
fracaso de este relato.

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