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Alberto Barrera Tyszka resultó ganador del Premio Herralde de Novela 2006 por su obra
La enfermedad
Al lirismo y la disolución, tanto argumental como estructural, que prevaleció en los años
setenta, siguió a mediados de los ochenta una vuelta a la anécdota. Esta fue potenciada
por la obra de Francisco Herrera Luque y posteriormente, por la de Denzil Romero. El
panorama literario parecía escindirse entre los autores cuyo proyecto estético se centraba
en una recuperación del hilo anecdótico de lo narrado, y otros a quienes les preocupaba
más la experimentación con el lenguaje y las maneras de abordar la historia.
En los años noventa esta escisión queda de lado. Muchos autores consiguieron mezclar
estas dos tendencias opuestas en sus obras logrando así una recreación poética de la
realidad sin caer en los extremos de la incomprensión y una recuperación de la anécdota
sin descuidar lo estético y lo literario. Estos escritores reconocen una línea directa de
influencias de Salvador Garmendia, Adriano González León, Alfredo Armas Alfonzo y las
propuestas del grupo EN HAA.
A partir de entonces han prevalecido como ejes temáticos lo rural: En virtud de los favores
recibidos (1987) de Orlando Chirinos; las sagas familiares: El exilio del tiempo (1991), de
Ana Teresa Torres; las memorias y la narrativa de los cambios petroleros, en Milagros
Mata Gil; la mirada sobre el mundo de la violencia y la marginalidad: Calletania (1992), de
Israel Centeno y Caracas Cruzada (2006), de Vicente Ulive-Schnell; la revisión de la
guerrilla desde una mirada contemporánea: Juana la roja y Octavio el sabrio (1991), de
Ricardo Azuaje; el conjunto de historias que atraviesa un mismo personaje en La Danza
del Jaguar (1991), de Ednodio Quintero; las relaciones con la música popular: Si yo fuera
Pedro Infante (1989) de Eduardo Liendo; las nuevas novelas históricas: La tragedia del
generalísimo (1983), de Denzil Romero; la mirada sobre el amor y la diáspora, El libro de
Esther (1999) , de Juan Carlos Méndez Guédez; la exploración del viaje hacia un norte
simbólico, El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004), de Juan Carlos Chirinos; la
revisión de la memoria del país: Falke (2005), de Federico Vegas; Qué bien suena este
llanto de Margarita Belandria (premio honorífico en el I Concurso de Narrativa Antonio
Márquez Salas, convocado por la Asociación de Escritores de Mérida, 2004); la
exploración en el miedo contemporáneo al dolor, La enfermedad (Premio Herralde de
Novela 2006), de Alberto Barrera Tyszka; la indagación paulatina en el fragor urbano
contemporáneo, Latidos de Caracas (2007) , de Gisela Kozak; la reconstrucción de la
infancia, El abrazo del Tamarindo (2008), de Milagros Socorro; la historia contemporánea
con conexión a la actualidad, El pasajero de Truman (2008), de Francisco Suniaga; la
búsqueda del padre en el subsuelo caraqueño, Bajo Tierra (2008), de Gustavo Valle; y el
exilio autoimpuesto, Blue label/Etiqueta Azul (2010), de Eduardo Sánchez Rugeles, entre
otros.
Gustavo Valle, ganó la III Bienal Adriano González León (2008) y el Premio de la Crítica
(2009) con Bajo tierra
Muchos de estos escritores han evolucionado, tanto en la temática como en la expresión
narrativa. Tal es el caso de Ana Teresa Torres, que ha explorado la novela erótica y la
novela policial, género que, aun cuando no es el más visitado en la narrativa venezolana
(el tópico de la violencia política ha prevalecido por encima de los tópicos del género
negro), tiene en su haber títulos relevantes como Los platos del diablo, de Eduardo
Liendo, Seguro está el infierno y No disparen contra la sirena, de José Manuel Peláez y
Tomás Onaindía, Cuatro crímenes cuatro poderes (que también se inscribe en la literatura
negra y de violencia política), de Fermín Mármol León, Colt Comando 5.56, de Marcos
Tarre, El discreto enemigo, de Rubi Guerra e, incluso, novelas policiales en clave de
comedia como El caso de la araña de las cinco patas, de Otrova Gomas, seudónimo del
humorista y escritor Jaime Ballesta.
Hay que señalar, además, que la narrativa breve ha incursionado en el género también
con resultados destacables. Milagros Mata Gil consigue en la autobiografía ficcionada y la
novela histórica el tono necesario para María de Majdala: otra versión del anathema, en la
cual mezcla profundos
Simón Bolívar
Sin embargo, entre los avatares de la revolución fue que el germen de una identidad
propia ensayó sus fueros humanísticos. La copiosa correspondencia de Simón Bolívar así
como los documentos oficiales de sus atribuciones republicanas, dilucidan no sólo el
mosaico colosal de su genio político, sino también la prolijidad de una pluma tan exquisita
como intensa. De gran belleza y profunda preocupación filosófica es Mi delirio sobre el
Chimborazo; una especie singular que le distingue de las contradicciones de su tiempo, y
en la que por etérea proporción discurre desde la clarividencia de un tribuno hasta la
humildad de un profeta señalado para un mundo naciente y por lo mismo promisorio.
Es también en Simón Rodríguez, filósofo y pedagogo caraqueño, cuando genuinamente
se ensayan fórmulas americanas muy bien meditadas para las incipientes repúblicas; su
obra, aunque dispersa por los giros de su singular vida, compila no sólo su preocupación
sociológica, sino también la urgencia de un código intelectual. Por auspicio de su célebre
pupilo (Simón Bolívar) alcanza parcialmente a aplicar algunas de sus ideas, muchas de
las cuales fueron difundidas después y ampliadas en un castellano auténtico y a veces
irónico como Voltaire. Además de sus peculiares publicaciones y de su correspondencia,
es célebre su defensa que hace de la gesta bolivariana, construida con un rigor lógico.