Sei sulla pagina 1di 5

La literatura en Venezuela

La primera referencia europea escrita que se posee con respecto a Venezuela es la


relación del tercer viaje de Cristóbal Colón en 1498, durante el cual descubrió Venezuela.
En esa epístola (31 de agosto de 1498) se denomina al país como la «Tierra de gracia».
Pero poco a poco aparecen escritores más literarios, desde los días de las rancherías en
la Isla de Cubagua. De ellos ha llegado el nombre y el poema de Jorge de Herrera y las
Elegías (1589) de Juan de Castellanos.
Durante los tres siglos coloniales la actividad literaria será constante, pero los textos que
se conservan en la actualidad son escasos, debido a la tardía instalación de la imprenta
en el país (1808), lo cual impidió a muchos escritores editar sus obras. Pese a ello, de
1723 es la Historia de José de Oviedo y Baños, con un estilo clásico y realista cuenta la
conquista y población de la Provincia de Venezuela. De las últimas décadas del siglo XVIII
procede el Diario (1771-1792) de Francisco de Miranda, la mayor obra en prosa del
periodo colonial.
De fines del mismo siglo es la obra poética de la primera mujer escritora del país de la
que se tiene noticia: sor María de los Ángeles (1765-¿1818?), toda ella cruzada por un
intenso sentimiento místico inspirado en Santa Teresa de Jesús. Pese a que se puede
nombrar a varios escritores de este periodo, los rasgos más notables de la cultura colonial
hay que buscarlos más que en la literatura en las humanidades, en especial en el campo
de la filosofía y de la oratoria sagrada y profana, en las intervenciones académicas y en el
intento llevado a cabo por fray Juan Antonio Navarrete (1749-1814) en su Teatro
enciclopédico.
La literatura de inicios del siglo XIX no es muy abundante, los intelectuales y políticos
estaban ocupados en las guerras libertarias. Sin embargo, surge la oratoria como forma
alternativa para propagar las ideas independentistas y cuya belleza retórica y estilística
hace que se le ubique dentro del espectro literario. En este período sobresale también la
producción poética de Andrés Bello, primer poeta en proponer la creación de una
expresión lírica americana.
Su poesía es considerada como precursora de la temática latinoamericana en la lírica
continental, tal como se puede observar en Alocución a la poesía (1823) y en Silva a la
agricultura de la Zona Tórrida (1826). En vísperas de la independencia, llega la primera
imprenta a Caracas (1808) y con ella surgen importantes periódicos, entre los que
destaca El Correo del Orinoco, a través de los cuales se difunden las ideas libertarias. Sin
embargo, antes de la aparición de los primeros periódicos, estas ideas eran
principalmente difundidas a través de la oratoria, pues las imprentas españolas
difícilmente acceden a la publicación de ideas que atenten en contra de su hegemonía.
Muchos autores coinciden al afirmar que la novela venezolana surge a mediados del Siglo
XIX, tras la publicación de Los mártires, de Fermín Toro en 1842. Las primeras novelas
venezolanas siguen los postulados de las corrientes literarias que para la época
prevalecían en el ámbito mundial. A excepción de las inscritas en el marco del
modernismo, movimiento literario de origen latinoamericano.
En el tardío romanticismo venezolano, tuvieron gran aceptación las novelas de carácter
histórico que se adaptaban al espíritu romántico, como Blanca de Torrestella (1868), de
Julio Calcaño. Bajo estas influencias románticas se escribieron muchas novelas de tono
sentimental, así como también novelas de denuncia: Zárate (1882) de Eduardo Blanco y
Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero García. En la mayoría de los casos, las
primeras novelas venezolanas funcionan como tribunas para denunciar las injusticias
sociales, o como instrumentos pedagógicos o de construcción de la identidad nacional.
A partir de los inicios del siglo XX, estas preocupaciones se irán relajando: el valor literario
y estético cobrará mayor importancia, sobre todo tras el surgimiento del modernismo, en
el que prevalecía el cuidadoso lenguaje y el adorno retórico. Son piezas claves para
comprender la producción de este período las novelas de Manuel Díaz Rodríguez quien
publica en 1901 su primera novela: Ídolos rotos, sátira política y social de la sociedad de
la época, evidenciando una problemática lucha entre lo nacional y lo mundial. A través de
esta novela y del resto de su producción, Sangre patricia (1902) y Peregrina (1922),
percibimos una fina sensibilidad que idealiza la naturaleza venezolana, cruzada por tipos
y costumbres; sensibilidad plasmada en las páginas a través de un lenguaje cuidado y
extremadamente culto.
El año de 1910 se toma como punto de partida de nuevas experiencias estéticas que
reaccionan en contra del modernismo e intentan escribir acerca de la vida común. De
manera que se perfila una nueva expresión literaria de carácter realista, en la que
reaparecen viejas esencias del costumbrismo. En este momento de la trayectoria de la
novela venezolana son relevantes los nombres de José Rafael Pocaterra, Teresa de la
Parra y Rómulo Gallegos, entre otros. Política feminista, es la primera novela publicada
por Pocaterra, cuya obra ha sido enmarcada dentro del realismo. En La casa de los Abila
(1946) este autor logra reflejar con extrema agudeza la decadencia y descomposición
social y política de la realidad que lo circunda.
Un punto de referencia dentro de la novelística nacional lo constituye Rómulo Gallegos,
quien publicó diez novelas ambientadas en distintos espacios de la geografía venezolana,
conectadas con las concepciones positivistas y de un profundo realismo social. Reinaldo
Solar (1920), fue su primera novela, a la que siguieron La trepadora (1925), Doña Bárbara
(1929), Cantaclaro (1934), Canaima (1935), Pobre negro (1937), El forastero (1942),
Sobre la misma tierra (1943), La brizna de paja en el viento (1952) y Tierra bajo los pies
(1971).
Características comunes de estas obras serían su alto sentido pedagógico, la lucha entre
civilización y barbarie como temática recurrente, además de la interpretación de aspectos
controversiales de la sociedad. Algunos autores afirman que Gallegos, quien llegó a ser
Presidente de la República, trazó su ideología política a través de la escritura de sus
novelas. Ifigenia publicada en París en 1924, fue la primera novela de Ana Teresa Parra
Sanojo, mejor conocida por su seudónimo Teresa de la Parra. Esta novela, que relata las
preocupaciones de una mujer moderna, ganó en París el «Concurso de novelistas
americanos» el mismo año de su publicación. Memorias de Mamá Blanca, publicada
también en París en 1929, representa el criollismo universalizado.
Con una abundante producción literaria, no sólo dentro del plano de la novela sino
también en otras categorías genéricas, destaca la labor de Arturo Uslar Pietri y Miguel
Otero Silva. Estos autores se consideran como pertenecientes al canon literario
venezolano y se constituyen en autores clásicos del Siglo XX. Arturo Uslar Pietri, quien
ganó el Premio Príncipe de Asturias en España (1990) y el Premio Rómulo Gallegos
(1991) en Venezuela con su novela La visita en el tiempo, se ha constituido en un punto
de referencia dentro de la producción novelística nacional. Es uno de los autores de
mayor difusión dentro y fuera del país e incursionó en diversos géneros, siempre de
manera destacada.
Sus novelas se caracterizan por una estructura anecdótica de marcada influencia
vanguardista y por una recurrente temática histórica, que algunos estudiosos de su obra
han visto como señal de una búsqueda de las raíces de la venezolanidad, desde una
perspectiva universal, no obstante, enfocada también hacia la búsqueda de lectores
ajenos a la idiosincrasia nacional. Debido a su abundante producción de alta calidad
literaria, Uslar es un autor indispensable para el estudio de las letras venezolanas. De
igual manera ocurre con Miguel Otero Silva, quien tras una ardua labor periodística en
Venezuela, se dedica a la creación literaria. Fundador del diario El Nacional, este
importante novelista se vale de una visión aguda y crítica para abordar la realidad del país
a través de sus obras. Tal como sucede en Casas Muertas (1955) o en Cuando quiero
llorar no lloro (1970).
Enrique Bernardo Núñez y Guillermo Meneses proponen otras maneras de abordar la
novela al elaborarlas desde perspectivas novedosas en las que la realidad se ve asediada
por la interioridad de los personajes y por elementos imaginativos y fantásticos. Aunque
diferentes entre sí, la obra de estos autores constituye un precedente importante en la
evolución de la novela contemporánea. Otra manera de abordar la realidad, en la que se
observa una mayor riqueza imaginativa, se hace patente en las novelas de Bernardo
Núñez, quien a pesar de centrar su atención en lo histórico, problematiza las nociones de
verdad y ficción al hacer «historias noveladas». Su primera novela Sol interior (1918)
aborda esta temática, pero es en Cubagua (1932), considerada su obra capital, en la que
logra superar a todas sus novelas anteriores.
Enrique Bernardo Núñez y Guillermo Meneses han sido considerados como unos de los
precedente fundamentales de la novela venezolana contemporánea. En la obra de
Guillermo Meneses se tejen temáticas complejas con estructuras discursivas finamente
elaboradas. Siendo la cúspide de su producción novelesca El falso cuaderno de Narciso
Espejo (1952), novela profunda de grandes ambiciones, en la que se observa el cruce de
simbologías y la representación de las zonas interiores de los personajes.
La misa de Arlequín (1962), la última novela de Meneses ha sido considerada como una
continuación de la temática y los logros discursivos alcanzados por su novela anterior.
Otros autores a tener en cuenta serían Antonia Palacios, Pedro Berroeta, Mario Briceño
Iragorry, con su única novela Los Ribera (1957), Gloria Stolk, Antonio Arraíz, Lucila
Palacios o Ramón Díaz Sánchez, este último con Mene (1936), novela referida a la
explotación petrolera en Venezuela, tema que sería tratado por primera vez en la
novelística venezolana por Miguel Toro Ramírez con Señor Rasvel (1934).
A partir de 1958 hasta ahora muchos cambios históricos, culturales y sociales se han
sucedido afectando de manera significativa la producción literaria en Venezuela. Dos
temáticas fundamentales prevalecen en este período permitiendo la aparición de nuevos
tipos de novelas: novela de la violencia y la novela de la interioridad. En este año es
derrocada la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y se instaura un régimen democrático,
que va a estar asediado por grupos de oposición con claras vinculaciones marxistas e
influenciados por la revolución cubana liderizada por Fidel Castro.

Adriano González León en los años 50


Se trata de grupos armados de oposición al régimen político prevaleciente, la llamada
«guerrilla», la cual va a ser fuente de anécdotas para los escritores de entonces, muchos
de los cuales militaron dentro de sus filas. De manera que la literatura de esta época está
caracterizada por un fuerte compromiso político. Como novelas de la violencia ha sido
estudiada la producción de José Vicente Abreu, Se llamaba SN (1964) es un caso
paradigmático.

Carlos Noguera, autor de la novela Historias de la calle Lincoln (1971)


A finales de los sesenta y principio de los setenta la novela de la guerrilla define sus
postulados a través de obras fundamentales como Historias de la calle Lincoln (1971) de
Carlos Noguera y País Portátil (Premio Biblioteca Breve 1968) de Adriano González León,
quien abordó las preocupaciones sociales y políticas que vivía Venezuela en esa época,
pero supo rebasar el esquema testimonial para dar una dimensión más profunda y literaria
al tema de la guerrilla urbana. También destacan en este período la llamada «novela de la
interioridad», cuyo precursor sería Salvador Garmendia con su novela Los pequeños
seres (1959) en la que prevalece la introspección de los personajes.
El humor, aunque no muy abundante en la creación literaria de este momento, encuentra
su máximo exponente en Renato Rodríguez, con Al sur del Ecuanil (1963). La novela que
experimenta con nuevas estructuras narrativas y lenguaje lúdico se hace presente a
través de la obra de José Balza, Oswaldo Trejo y Luis Britto García. Un tema poco usual
como lo es el de los avatares de la juventud atraviesa las páginas de Piedra de mar
(1968) de Francisco Massiani.
Novela contemporánea

José Balza, narrador y ensayista. Premio Nacional de Literatura 1991

Alberto Barrera Tyszka resultó ganador del Premio Herralde de Novela 2006 por su obra
La enfermedad
Al lirismo y la disolución, tanto argumental como estructural, que prevaleció en los años
setenta, siguió a mediados de los ochenta una vuelta a la anécdota. Esta fue potenciada
por la obra de Francisco Herrera Luque y posteriormente, por la de Denzil Romero. El
panorama literario parecía escindirse entre los autores cuyo proyecto estético se centraba
en una recuperación del hilo anecdótico de lo narrado, y otros a quienes les preocupaba
más la experimentación con el lenguaje y las maneras de abordar la historia.
En los años noventa esta escisión queda de lado. Muchos autores consiguieron mezclar
estas dos tendencias opuestas en sus obras logrando así una recreación poética de la
realidad sin caer en los extremos de la incomprensión y una recuperación de la anécdota
sin descuidar lo estético y lo literario. Estos escritores reconocen una línea directa de
influencias de Salvador Garmendia, Adriano González León, Alfredo Armas Alfonzo y las
propuestas del grupo EN HAA.
A partir de entonces han prevalecido como ejes temáticos lo rural: En virtud de los favores
recibidos (1987) de Orlando Chirinos; las sagas familiares: El exilio del tiempo (1991), de
Ana Teresa Torres; las memorias y la narrativa de los cambios petroleros, en Milagros
Mata Gil; la mirada sobre el mundo de la violencia y la marginalidad: Calletania (1992), de
Israel Centeno y Caracas Cruzada (2006), de Vicente Ulive-Schnell; la revisión de la
guerrilla desde una mirada contemporánea: Juana la roja y Octavio el sabrio (1991), de
Ricardo Azuaje; el conjunto de historias que atraviesa un mismo personaje en La Danza
del Jaguar (1991), de Ednodio Quintero; las relaciones con la música popular: Si yo fuera
Pedro Infante (1989) de Eduardo Liendo; las nuevas novelas históricas: La tragedia del
generalísimo (1983), de Denzil Romero; la mirada sobre el amor y la diáspora, El libro de
Esther (1999) , de Juan Carlos Méndez Guédez; la exploración del viaje hacia un norte
simbólico, El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2004), de Juan Carlos Chirinos; la
revisión de la memoria del país: Falke (2005), de Federico Vegas; Qué bien suena este
llanto de Margarita Belandria (premio honorífico en el I Concurso de Narrativa Antonio
Márquez Salas, convocado por la Asociación de Escritores de Mérida, 2004); la
exploración en el miedo contemporáneo al dolor, La enfermedad (Premio Herralde de
Novela 2006), de Alberto Barrera Tyszka; la indagación paulatina en el fragor urbano
contemporáneo, Latidos de Caracas (2007) , de Gisela Kozak; la reconstrucción de la
infancia, El abrazo del Tamarindo (2008), de Milagros Socorro; la historia contemporánea
con conexión a la actualidad, El pasajero de Truman (2008), de Francisco Suniaga; la
búsqueda del padre en el subsuelo caraqueño, Bajo Tierra (2008), de Gustavo Valle; y el
exilio autoimpuesto, Blue label/Etiqueta Azul (2010), de Eduardo Sánchez Rugeles, entre
otros.
Gustavo Valle, ganó la III Bienal Adriano González León (2008) y el Premio de la Crítica
(2009) con Bajo tierra
Muchos de estos escritores han evolucionado, tanto en la temática como en la expresión
narrativa. Tal es el caso de Ana Teresa Torres, que ha explorado la novela erótica y la
novela policial, género que, aun cuando no es el más visitado en la narrativa venezolana
(el tópico de la violencia política ha prevalecido por encima de los tópicos del género
negro), tiene en su haber títulos relevantes como Los platos del diablo, de Eduardo
Liendo, Seguro está el infierno y No disparen contra la sirena, de José Manuel Peláez y
Tomás Onaindía, Cuatro crímenes cuatro poderes (que también se inscribe en la literatura
negra y de violencia política), de Fermín Mármol León, Colt Comando 5.56, de Marcos
Tarre, El discreto enemigo, de Rubi Guerra e, incluso, novelas policiales en clave de
comedia como El caso de la araña de las cinco patas, de Otrova Gomas, seudónimo del
humorista y escritor Jaime Ballesta.
Hay que señalar, además, que la narrativa breve ha incursionado en el género también
con resultados destacables. Milagros Mata Gil consigue en la autobiografía ficcionada y la
novela histórica el tono necesario para María de Majdala: otra versión del anathema, en la
cual mezcla profundos

Simón Bolívar
Sin embargo, entre los avatares de la revolución fue que el germen de una identidad
propia ensayó sus fueros humanísticos. La copiosa correspondencia de Simón Bolívar así
como los documentos oficiales de sus atribuciones republicanas, dilucidan no sólo el
mosaico colosal de su genio político, sino también la prolijidad de una pluma tan exquisita
como intensa. De gran belleza y profunda preocupación filosófica es Mi delirio sobre el
Chimborazo; una especie singular que le distingue de las contradicciones de su tiempo, y
en la que por etérea proporción discurre desde la clarividencia de un tribuno hasta la
humildad de un profeta señalado para un mundo naciente y por lo mismo promisorio.
Es también en Simón Rodríguez, filósofo y pedagogo caraqueño, cuando genuinamente
se ensayan fórmulas americanas muy bien meditadas para las incipientes repúblicas; su
obra, aunque dispersa por los giros de su singular vida, compila no sólo su preocupación
sociológica, sino también la urgencia de un código intelectual. Por auspicio de su célebre
pupilo (Simón Bolívar) alcanza parcialmente a aplicar algunas de sus ideas, muchas de
las cuales fueron difundidas después y ampliadas en un castellano auténtico y a veces
irónico como Voltaire. Además de sus peculiares publicaciones y de su correspondencia,
es célebre su defensa que hace de la gesta bolivariana, construida con un rigor lógico.

Potrebbero piacerti anche