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V durante el año (B)

Jb 7, 1-4.6-7; 1 Co 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39


1. El breve relato del Evangelio según San Marcos que acabamos de escuchar está repleto de
una doctrina muy alta que trataremos de penetrar con nuestra reflexión. Ante todo, debemos advertir
que nos describe en unos pocos versículos cómo debía ser cada día en la vida de Nuestro Señor
Jesucristo: largo tiempo de oración, apostolado incansable llevando el Evangelio a todos los
hombres, compasión por los enfermos y menesterosos procurando la salud física y espiritual para
tantos de ellos…

De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y
allí se puso a hacer oración (Mc 1, 35). Este delicioso versículo nos introduce en la intimidad de la
vida de Cristo y de su relación con Dios Padre. ¡Cómo debía ser la oración de Nuestro Señor! ¡Qué
fuego de amor divino abrasaría ese corazón humano y a la vez divino del Verbo encarnado!
Sentimos la tentación de reprochar al Espíritu Santo que haya inspirado al Evangelista habernos
legado palabras tan escuetas... Sin embargo, ellas tienen una elocuencia que nos descubren lo que
necesitamos para nuestro provecho. En efecto, vemos aquí a Cristo en persona dándonos un ejemplo
patente de cómo cumplir el primer Mandamiento de la Ley: amar a Dios sobre todas las cosas.
Cristo, con su misma vida, nos está enseñando la primacía de lo sobrenatural sobre las cosas de
este mundo.

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Cuentan que, cansado del agobiante día de trabajo, regresaba un cazador a su hogar. Como era
largo el trayecto, se detuvo en un pobre hospedaje para tomar allí algún alimento. Pero antes de
sentarse a la mesa hizo la señal de la cruz y rezó a Dios. Algunos bromistas presentes le dijeron en
tono despectivo: “Eh, cazador, ¿en tu casa todos hacen como tú antes de comer?”. “No todos”,
respondió el cazador. Y continuó, pensativo: “El perro y el cerdo que tengo en casa no rezan nunca,
ni antes ni después de comer…” 1.

“Es por la oración por la que todos los santos no sólo se han salvado, sino que han llegado a ser
santos. Los condenados se han condenado por no haber orado; si hubieran orado no se habrían
condenado” 2. Aprendamos del ejemplo que el mismo Cristo nos da y apliquémonos a la oración.

2. El Evangelio continúa diciendo que los Apóstoles fueron a buscar a Jesús. Y cuando lo
encontraron le dijeron: Todos te buscan… Ante lo cual, el Señor replicó: Vayamos a otra parte…
(Mc 1, 36-38). “¿Cómo se explica esto: todos buscan a Cristo, pero Él huye de los que lo buscan?”,
podríamos preguntarnos. Y podemos respondernos recordando las palabras de Cristo en el Evangelio
de San Juan: cuando la multitud encuentra a Cristo a quien buscaba, el Señor responde: En verdad,
en verdad os digo, vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido
de los panes y os habéis saciado (Jn 6, 26). Es verdad que todos buscaban a Cristo; pero, ¿por qué
razón? El Evangelio de hoy comienza con los relatos de las numerosas curaciones que hizo el Señor;
es evidente, entonces, que muchos venían a buscar a Jesús para que los aliviase de sus enfermedades;
1
MORTARINO, La Palabra de Dios, pág. 270, ejemplo adaptado.
2
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Del gran medio de la oración.
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y esto es bueno, al punto que el Evangelio abunda en relatos de las curaciones obradas por el
Salvador. Pero la salud física no lo es todo; más aún, no es lo más importante; no es la razón primera
por la cual hay que buscar a Cristo. «Jesucristo no es un demagogo, ni un sanador, ni un curandero.
Alivió, sí, a muchos, cuando lo vio conveniente. Pero la salud verdadera que el Señor siempre
procuró es la del alma. Para esto se debe buscar a Cristo: para encontrar en Él la salud
espiritual y la salvación eterna.

Por esa razón, ante el reclamo de los Apóstoles, Cristo continúa diciendo en el Evangelio de
hoy: Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he
venido (Mc 1, 38). Nuestro Señor tiene muy claro cuál es la finalidad para la cual Él se ha hecho
hombre y cuál es la Voluntad de Dios Padre: la salvación de los hombres. Para esto vino Cristo y
para esto instituyó la Iglesia. Si el Señor ha sanado las dolencias físicas de muchos, ha sido sólo para
que esto nos sirviese de testimonio para reconocerlo como el Mesías esperado, viendo los signos
anunciados por los profetas 3.

Hoy se dice por todas partes que la Iglesia debe estar atenta a los reclamos del mundo y
satisfacer las exigencias de los hombres. Puede ser verdad… Pero la obra de la Iglesia sólo será
fructuosa si primeramente los hombres experimentan que deben ser salvados. La Iglesia no fue
fundada para traer la felicidad terrena ni procurar el fin de las injusticias que reinan en el mundo. El

3
Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los
sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo
en mí! (Lc 7, 22.23) Con estas palabras, Cristo se refería a la profecía de Is 35, 5 y otros pasajes de los profetas.
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diálogo fundamental entre la Iglesia y el mundo es un diálogo de salvación, tal como lo refleja el
ritual del Santo Bautismo: ¿Qué pides a la Iglesia? La fe; la Palabra de Vida eterna; los
sacramentos. Si éstas fueran las esperanzas del mundo respecto de la Iglesia, serían esperanzas
legítimas. Solucionar el hambre, acabar con las guerras, dirimir las diferencias sociales entre los
hombres, no son tareas que la Iglesia deba dar al mundo de modo esencial, ni lo que el mundo deba
esperar de la Iglesia. Tampoco esto significa que Ella esté al margen de estas realidades; de hecho,
exhorta a todos –a los católicos en primer lugar–, a comprometerse con las obras de misericordia,
tanto espirituales como corporales. Pero el fin específico, irrenunciable, intransferible, para el
cual Cristo fundó la Iglesia, es para empeñarse directamente en la salvación de los hombres».
“¿Y qué? –podría preguntar alguno– ¿qué hay si la Iglesia se dedicara principalmente a estas
cuestiones sociales? ¿Y la opción preferencial por los pobres, de que tanto se habla hoy?” Así como
Nuestro Señor manifestó sus entrañas de misericordia para con los más necesitados, también la
Iglesia quiere reproducir este rostro compasivo de Dios atendiendo a los más menesterosos. Pero,
esta dedicación consiste en un medio a través del cual, acudiendo en ayuda de los más carenciados,
la Iglesia prepara sus corazones para que reciban más adecuadamente el Evangelio, los Sacramentos
y los demás medios de salvación para sus almas. Sí, la Iglesia debe contribuir al bien corporal del
hombre; pero sin descuidar el fin principal para el que Cristo la creó, para buscar la salvación eterna,
sólo así será Sal de la tierra y Luz del mundo; de lo contrario, desnaturalizaría completamente su
esencia y se le aplicarían aquellas palabras del mismo Cristo: Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la

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sazonará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada fuera y pisoteada por los hombres (Mt 5,
13).

En consecuencia, esta primacía de las cosas de Dios sobre las de la tierra es, también, lo que
debe reflejar el sacerdote, que es otro Cristo, ministro de la Iglesia, y lo que los fieles deben buscar
en él. En efecto, el sacerdote no es un animador de la comunidad, ni un comunicador social… Es,
precisamente, alguien destinado por Dios para dar las cosas santas, que eso significa la palabra
“sacerdote” -dar las cosas santas-, es decir, los sacramentos, la Palabra de Dios, para ayudarnos a
llegar a la vida eterna. “El mundo no puede contentarse con simples reformadores sociales. Tiene
necesidad de santos. La santidad no es un privilegio de pocos; es un don ofrecido a todos… Dudar de
esto significa no acabar de entender las intenciones de Cristo” 4.

Pidamos al Señor, entonces, que comprendamos y saquemos las consecuencias prácticas de


esta gran verdad: la primacía de la gloria de Dios, de la salvación y la santificación de nuestras
almas y de todos los bienes espirituales sobre las demás cosas de este mundo. ¡Para enseñarnos
esto vino Cristo al mundo; para esto fundó la Iglesia!

4
JUAN PABLO II, Discurso a los Educadores católicos, 12.IX.1987.
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