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'Suma Qamaña'

¿kamsañmuni?
¿ Qué quiere decir
'Vivir Bien'?

Alison Spedding
‘SUMA QAMAÑA’ ¿KAMSAÑ MUNI?
(¿Qué quiere decir ‘vivir bien’?)

La necesidad del aterrizaje


Mi intención en este artículo no es socavar o descartar de
entrada las diversas posiciones sobre el tema o concepto de
‘vivir bien’, denominado en aymara como suma qamaña y (con
menos frecuencia y, notablemente, pocas exposiciones
elaboradas) en quechua como sumak kawsay1, y propuesto como
un esquema económico, social y cultural alternativo al sistema
capitalista/industrial/occidental que actualmente predomina
en el mundo, tanto en términos prácticos como ideológicos.
Considero que es plenamente comprensible y digno de apoyo
el cuestionamiento de un sistema, o complejo, técnico,
económico y social que ha provocado grandes daños físicos –en
el momento de escribir, el flujo de petróleo crudo debido a un
fallo técnico en el Golfo de México seguía sin solución– y
sociales (p.e. Wacquant 2006/2007). También declaro que, por
defecto personal o deformación de origen cultural, no
encuentro placer ni inspiración en textos de inclinación
mística ni en visiones del saber como algo que debe salir ‘del
corazón’ antes que del razonamiento frío y seco; mi alergia
frente a estos lenguajes de ninguna manera implica que no
tengan valor en sí mismos o para muchas personas y grupos
1
Uzeda (2009:45) observa que hay poco escrito sobre sumak kawsay en comparación con suma
qamaña, aunque se limita a comentar que esto es ‘debido, quizás’ a que la ‘larga relación
intercultural entre los pueblos aymara y quechua ha permitido… préstamos, permutas y otras
mutuas influencias’. Yo pienso que es más bien otro indicio de la preeminencia de intelectuales
de origen ‘aymara’ en el indigenismo/indianismo boliviano a lo largo de los últimos cincuenta
años al menos (basta con mencionar a Fausto Reynaga, Genaro Flores, Felipe Quispe Huanca y
Simón Yampara), hecho seguramente vinculado con la ubicación de la sede de gobierno y
capital efectiva del país en el núcleo de la región aymarahablante.

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sociales. Sin embargo, entiendo que la escuela, o escuelas, del
‘vivir bien’ alegan dirigirse a cuestiones de la vida real, la
existencia concreta y material en la tierra, lo mismo que
trataba Adam Smith, el héroe cultural –o demiurgo maléfico– a
quien se acostumbra atribuir la fundación de la ideología del
‘libre mercado’ y la economía capitalista en general. Por tanto,
sus manifiestos deben apoyarse en ejemplos concretos y no en
argumentos filosóficos sobre actitudes o cosmovisiones sin
anclaje en procedimientos prácticos. Caso contrario, se harían
merecedores de la crítica que se ha dirigido a corrientes
del protestantismo evangélico que animan a sus seguidores a
apartarse del ‘mundo’ y adoptar la pasividad política a favor
de dedicarse a la salvación individual a través de la pureza
moral y el culto religioso; cumpliendo con esto, es
enteramente aceptable gozar de confort material y ganancias
económicas, sin necesidad de preocuparse de lo que les pasa a
los demás que siguen en las tinieblas del pecado, más allá de
predicarles el mensaje divino, ni siquiera en persona si se
contribuye donaciones para las personas que sí se ocupan de
esa labor. Otro ejemplo paralelo son las observaciones a los y
las miles de activistas que viajaron a la reciente ‘cumbre’
ecológica en Tiquipaya (Cochabamba), generando toneladas de
carbón en aviones y otras toneladas de desechos en el lugar de
sus reuniones donde hablaron en contra de la economía que les
permite reunirse de tal manera. Al menos se puede decir de las
y los ambientalistas que su filosofía les proporciona prácticas
alternativas (tengo referencias de algún ambientalista europeo
que vino a Sudamérica en barco y no en avión, pero no fue para
asistir a las fiestas en Tiquipaya). En los textos nacionales
recientes del ‘buen vivir’, no he visto elementos que indiquen
cómo se podría cambiar las prácticas vivenciales de uno o una
para realizar esta cosmovisión en la existencia cotidiana, si no
fuera abandonando el empleo urbano y capitalista para
convertirse en agricultor miembro de una comunidad
rural, algo que sus proponentes no parecen dispuestos a hacer
personalmente y tampoco proponen a sus lectores (quienes, en
general, tampoco son comunarios o comunarias en ejercicio).

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Tal vez esto tiene que ver con el hecho de que la filosofía,
o cosmovisión, del ‘vivir bien’ es algo que se atribuye a las y
los miembros de tales comunidades, pero sin pruebas
empíricas fundamentadas de cómo esto se expresa en la vida
cotidiana. Claro que los flujos migratorios de tales miembros
que se van para hacerse costureros en Sao Paulo o cuidadores
de ancianos en Madrid no demostrarían que el suma qamaña es
una quimera de intelectuales urbanos, sino que sus herederos
han sido despojados por los aparatos ideológicos del Estado
colonial hasta el punto de descartar su propia herencia a favor
de los señuelos capitalistas-industriales. En 2000, Felipe
Quispe Huanca denunció que la ‘otra Bolivia’ que él
representaba carecía no sólo de dinero sino de luz eléctrica,
agua potable, teléfono e Internet. ¿Exigir tales servicios indica
que él era un renegado del suma qamaña, al fin un colonizado
mental más? ¿O indica que cualquier propuesta alternativa al
modelo capitalista debe considerar cómo extenderlos a las y
los actualmente excluidos del acceso, y –se supone– ampliar
esta cobertura más que el capitalismo, que por lo vilipendiado
que sea, ha extendido en algo durante décadas recientes?
Dejando de lado a las y los optimistas que piensan que la
creatividad humana siempre encontrará novedades
inesperadas para mantener el crecimiento como sea, algunas
personas consideran que el mismo sistema capitalista-
industrial que ha dado lugar a la idea de que disponer de
tales servicios, más un automóvil propio, electrodomésticos,
la oportunidad de viajar en avión a donde y cuando se desee
(siempre que se puede pagar el pasaje), etc., es el paradigma
del ‘vivir bien’ a que todos y todas deben aspirar, y ha
permitido que algunas y algunos efectivamente dispongan de
todo eso, es en sí insostenible. Simplemente, el planeta no da
como para proporcionar tanta abundancia para la población
existente, sin hablar de las poblaciones futuras (hasta que se
detenga el crecimiento demográfico). Será que eventualmente
llegue a un colapso catastrófico total y la especie humana será
devuelta a formas de vida a nivel económico medieval sino
más antiguo, o tal vez se inventará modos de superar el
6
eventual agotamiento de los combustibles fósiles, batirse
frente al cambio climático y demás, y nuestra especie
avanzará tambaleando en un planeta degradado, pero sin que
la totalidad de la humanidad haya accedido alguna vez al
‘buen vivir’ capitalista. De repente ni siquiera la fracción que
sí gozó de ello tendrá que persistir en lo mismo, al menos
tratándose de la mayoría de la población. Si se rechaza una
postura kamikaze (‘comemos, bebemos y nos alegramos,
mañana nosotros –o nuestros nietos, o quien sea–
moriremos’), la conclusión inevitable es que hay que
restringir o cambiar las prácticas de consumo y producción,
de manera que se ha de aminorar, sino evitar (el evitar
corresponde a la ¿fantasía? del ‘desarrollo sostenible’) el
desastre por venir.
El problema aquí es que la ideología democrática que se
ha difundido como estela de la expansión/penetración de la
economía capitalista insiste en que todas y todos tienen el
derecho a acceder a este ‘buen vivir’, incluso en las versiones de
esta ideología que interpreten este derecho como tener abierta
la oportunidad para esforzarse en lograrlo, aunque
argumentan que no existe el deber de que ‘la sociedad’, es
decir el Estado, garantice una versión mínima del mismo para
todas y todos. Entonces, la gente de los países
‘subdesarrollados’ también tiene derecho de (intentar) acceder
a un automóvil propio para cada uno/a, como ya han hecho
tantos/as en los países ‘desarrollados’. Al menos mientras no
se impone políticas draconianas en los segundos, por ejemplo
prohibiendo de una vez los automóviles particulares,
permitiendo viajes en avión sólo cuando no existe una ruta
terrestre y cuando la urgencia justificada del motivo de viaje
hace inaceptable la opción marítima, etc., se argumenta ¿por
qué nosotros tenemos que renunciar de antemano a lo que
ellos ya tienen, sea lo que sean las consecuencias de tal logro?
Esta versión de la ‘opción kamikaze’ –o de la visión
optimista– parece ser implícito en la práctica de la mayoría
del llamado Tercer

7
Mundo, que nunca intenta limitar el incremento de su
parque automotor o industrias contaminantes, y es bastante
explícito en las posturas de la India y la China popular en las
cumbres internacionales que debaten el impacto ecológico del
crecimiento capitalista-industrial2.
Filosofía de vida y prácticas campesinas
De todos modos, los proponentes del suma qamaña nunca
bajan de sus elucubraciones sobre el concepto holista de la
vida, la armonía y la reciprocidad, para considerar si en pos de
esta filosofía debemos determinar qué consumos, individuales
o colectivos, no son aceptables y deben ser abandonados,
aunque sea sólo como una iniciativa individual que incumbe a
las y los que se declaran partidarios de esta corriente (como
el ambientalista que viajó en barco) y no impuesto a través de
decretos o reglamentos estatales. Mucho menos se indica
cómo suma qamaña, si de veras significa ‘un lugar donde
trabajan y descansan alegremente’ (entrevista con M. Tórrez,
citada en Uzeda 2009:34), puede expresarse en las acciones
cotidianas: por ejemplo, cuando yo hago cosechar mi coca –de
paso, practico el cultivo orgánico y me están instruyendo
sobre cómo pasar a ser cultivo ecológico– pago jornales en
dinero a las y los que me ‘ayudan’ (es decir, vienen a trabajar
para mí).
¿Esto está de acuerdo con suma qamaña o no? Es cierto que
esta relación no es impersonal –por ejemplo, yo me siento
obligado a asistir con ‘ayni’ de cerveza a los ritos de crisis
vital de las personas que ‘vienen (a cosechar) para mí’, el
núcleo firme del grupo de trabajo consiste en mis parientes
rituales con quienes mantengo un montón de intercambios
económicos y sociales al margen del compromiso laboral–,
pero éste es el caso de todas las relaciones de intercambio
laboral, tanto de jornal como de ayni, dentro de la comunidad

2
Ver las opiniones de los gobiernos de estos países y otros citadas en las pp.286-7, 295 y otras
de Booker (2009).

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campesina3.
En nuestro estudio ‘Kawsachun coca’ (Spedding 2005)
hemos concluido que las decisiones y cálculos de la economía
campesina cocalera no se apartan en un nivel abstracto de los
principios de la economía capitalista (o la neoclásica, para
aplicar una clasificación más teórica). Aunque las decisiones u
opciones particulares responden a criterios que no serían
aceptables para una empresa capitalista, consideramos que
esto se debe a que la unidad productiva, una unidad doméstica
campesina, tiene condicionantes distintos a los de una
empresa (los más importantes son que mantiene la mano de
obra básica todo el tiempo, independiente de la productividad
de su trabajo o si trabaja siquiera, y que le es más fácil acceder
a mano de obra que a capital). No es el caso de que su
razonamiento económico se basa en principios enteramente
distintos.
Dicho de otra manera, consideramos que si un empresario
capitalista se encontraría en la situación económica de un
campesino, actuaría de la misma manera de éste. Tal vez no
realizaría una ch’alla de sus cultivos en Carnaval ni ofrecería
un pago a la Pachamama en agosto, si esto no formaba parte
de sus pautas culturales anteriores (y es de notar que tampoco
todas y todos los campesinos andinos realizan estos ritos
individuales), pero si la comunidad decidiría que hay que
realizar un rito colectivo para poner fin a la sequía que les
aqueja, tendría que participar o sino pagar la multa
establecida en la asamblea comunal, porque en la actualidad
es imposible producir coca en las comunidades cocaleras sin
participar en el sindicato agrario y cumplir con sus
exigencias, sean rituales (otro año había que participar en un
rito para alejar la plaga del ulu, igual bajo pena de multa),
infraestructurales (trabajar el camino) o políticas (salir por
3
Si se considera que esta incrustación de la relación salarial en cuestión sí la coloca dentro del
suma qamaña o hace irrelevante la cuestión sobre su pertenencia, se puede repetir el
experimento de pensamiento referente a un contexto impersonal, por ejemplo, contratando a un
plomero previamente desconocido para reparar una avería en la casa, o la compra de un
producto orgánico en la sucursal de una cadena de supermercados.

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turnos al bloqueo, ir a ‘recibir’ al Evo, salir a la campaña al
candidato a la Alcaldía que la comunidad había decidido
apoyar).
En el caso de los ritos comunales (poco frecuentes en
general) es evidente que si la mayoría no creería en la validez
de estos actos, no se impondría la participación general, pero
cualquiera que conoce la dinámica de las reuniones comunales
sabe que basta unos cuantos partidarios fogosos de una
propuesta para que ésta sea aceptada por el resto, dado de
que el principio general de que estos ritos son los que se hacen
frente a tal o cual crisis es parte del contexto cultural de todas
y todos los presentes; que no quiere decir que todas y todos
realmente creen en su efectividad, y menos que se suscriban
conscientemente a una ‘cosmovisión’ global que se opone a la
cosmovisión científica que ha ideado la aplicación del riego por
aspersión o las plaguicidas químicas como maneras de
combatir la falta de lluvia y las infestaciones de insectos. De
hecho, se seguía aplicando ambas técnicas a la vez que se
realizaba los ritos comunales, que indica –entre otras cosas–
que para las y los cocaleros estas acciones prácticas no
corresponden a dos visiones del mundo distintas y hasta
encontradas e incapaces de comprender la una a la otra (la
‘doble ceguera conflictiva’ de Simón Yampara, citada en Uzeda
2009:40).
Más bien, ambas técnicas se sujetan a una evaluación
pragmática. Se aplica un agroquímico porque alguien ha
sugerido que pueda ser beneficioso –este alguien puede ser
otro campesino o un agrónomo, según el caso– pero si no da
resultados que agradan a la persona que lo ha utilizado, deja
de aplicarlo. El rito para la lluvia también estaba sujeto a
prueba: la lluvia tenía que llegar dentro del plazo de ocho días
desde la finalización del rito. La gente se animó al ver caer
unas gotas esa misma noche final, pero luego el cielo seguía
despejado. La catequista –se puede suponer, una de las más
‘creyentes’ en la religión en general, la gente tampoco separa
‘religión andina’ del catolicismo – decía que faltaba otro rito

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para amarrar el viento (el viento disipa las nubes e impide que
llueva), en caso de que el ‘cambio de aguas’ no surtiera efecto
hasta el plazo, pero de hecho la lluvia llegó justo a los ocho
días y desde entonces ha llovido normalmente (es decir, de
manera algo irregular e imposible de predecir de un día o
semana a otro, pero ‘normal’ dentro de la pauta siempre
irregular de los Andes sureños). Se aprobó el esfuerzo
comunal (tres días y tres noches de vigilia permanente, aparte
de los actos rituales más específicos realizados por
‘comisiones’ nombradas en base de adivinaciones del yatiri a
cargo) como demostración que ‘no hay que olvidar estas
costumbres de nuestros abuelos’ (2006), pero igual seguían
con el riego por aspersión en épocas de poca lluvia, mientras
‘los abuelos’ jamás regaban la coca (la aspersión se ha
introducido a partir de 2000). Considero que el éxito del rito
para traer lluvia influyó en la decisión de realizar otro rito
comunal para alejar el ulu en 2009, a la vez que el ulu, siempre
presente desde hace siglos, alcanzó ese año un nivel de
estragos en los cultivos que yo no había visto desde 1987, el
primer año que pasé en los Yungas. Tampoco desapareció de
golpe después del rito; la gente decía: ‘poco a poco se ha de
estar yendo’ (a la vez que ya se estaba entrando al tiempo de
lluvias, cuando esta plaga siempre disminuye, al parecer
debido a su ciclo biológico habitual). Sigue presente en 2010,
pero ciertamente ya en un nivel ‘normal’, nada comparable
con su embate destructivo en 2009, que dejaba las hojas de
coca ‘como encaje’ y obligaba a reprogramar las cosechas para
salvar algo de la producción antes de que los gusanos lo
consumieran todo.
En fin, estos estudios de caso apoyan las posiciones
antropológicas establecidas hace tiempo, en base a estudios
clásicos como Evans-Pritchard (1937), de que lo que ellos
llamaron ‘magia’ (y no ‘cosmovisión’) nunca busca obtener
resultados que contradigan las reglas del mundo material
(como hace la ‘magia’ de las películas de Harry Potter), sino
que se dirige a promover o garantizar las condiciones normales
y esperables, y combatir o repelar lo excepcional y negativo –
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pero igualmente material– como sequías excepcionalmente
graves y duraderas, o infestaciones de plagas mucho más
severas de lo habitual. También corresponden a la explicación
de Malinowski, expresada en 1925, de que se recurre a la
magia en contextos donde la tecnología disponible no es capaz
de garantizar los resultados de la actividad. Hasta ahora, la
tecnología no es capaz de producir la lluvia en las fechas y
cantidades que los seres humanos desean. Si se pregunta
entonces por qué los europeos no practican ni creen en ritos
para traer la lluvia, yo diría que en primer lugar –hablando del
norte de Europa y los pueblos de la costa atlántica, no
garantizo que lo que digo sea cierto para el sur mediterráneo–
allá llueve todo el año, nunca hay sequías dignas del nombre, y
si a veces había aguaceros intempestivos que causaron daños a
la cosecha de granos, nunca eran tan regulares ni prolongados
como para exigir una respuesta cultural definida frente a
ellos. Además, procedo de Inglaterra, que a partir del siglo
XVI se deshizo de las procesiones, rogativas y penitencias
colectivas, que eran la respuesta religiosa indígena a desastres
naturales. Y la economía europea, desde hace tiempo, estaba
involucrada en flujos comerciales de productos básicos de
consumo que la desvinculaba del impacto del clima local,
como para implorar a éste cuando afectaba la producción
local.
Se sabe que ya a principios de la era cristiana, Roma
dependía del suministro de grano de Egipcia antes que de la
cosecha toscana, y además el Estado garantizaba la
distribución del trigo en la ciudad, que ya tenía un millón de
habitantes en ese entonces. Por supuesto, en los siglos
posteriores, muchas regiones europeas se habrán visto
encerradas de nuevo en la economía natural local, pero
conociendo el enorme impacto de la imagen de Roma en la
ideología europea (recuerda, por ejemplo, que Rusia, cuyos
territorios jamás fueron tocados ni de cerca por el imperio
romano como tal, se concebía como la ‘tercera Roma’ y por eso
su emperador se llamaba Czar, es decir ‘César’), se puede
suponer que las elites sucesoras de Roma habrían mantenido
12
la ideología de que la escasez y el mal clima pueden ser
combatidos a través de estrategias comerciales y políticas, es
decir, hay una tecnología que puede solucionar el problema
(incluso cuando el gobierno actual no es capaz de manejarlo
adecuadamente, por falta de reservas de dinero, por estar en
guerra con los potenciales proveedores o lo que sea). A la vez,
esto refiere a la ideología de elite; el campesinado, sin acceso a
rutas o medios de cambio para procurar recursos del exterior,
bien puede seguir recurriendo a la magia frente al fracaso de
la cosecha, pero cada vez menos, en tanto que el Estado, que
reclama el control del territorio donde habitan, se muestra
más capaz de promover transferencias que reducen la
dependencia a la producción estrictamente local. De ahí,
podemos esperar que la respuesta popular a la escasez se
dirija cada vez más hacia el Estado –motines y otras protestas
políticas– en vez de acciones rituales dirigidas a fuerzas fuera
del control humano, y esto es lo que se observa en la
historiografía europea.
No sabemos la trayectoria histórica de los ritos andinos
contemporáneos frente a sequías, plagas, epidemias y otros
desastres incontrolables, para evaluar hasta qué punto
mantienen continuidad con prácticas prehispánicas o
representan ‘invenciones de tradición’ más recientes, frente a
crisis que no eran frecuentes antes de la Conquista, sea porque
el clima era más benigno o porque el Estado de entonces
ofrecía soluciones materiales. Este último corresponde a la
imagen difundida del Tawantinsuyu como una especie de
Estado de bienestar antes del hecho, que habría mandado
ayuda humanitaria a poblaciones regionales afectadas por
sequías, inundaciones, plagas y demás desastres como para
mantenerlas hasta volver a niveles normales de producción.
Me atrevo a cuestionar esta imagen: considero que no fue así, o
si fue, a lo mejor apenas duró unas cuantas décadas, no lo
suficiente como para desarraigar a la población de la
convicción de que su subsistencia dependía sobre todo de la
producción local y, por tanto, de los vaivenes del clima local,
que no podrían ser subvencionados por el acceso a la
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producción de sitios distantes. Ningún Estado posterior a los
Inkas ha podido mejorar esta situación; hasta ahora es notable
que la poca ayuda humanitaria proporcionada a víctimas de
desastres naturales haya incluido contribuciones de la
comunidad internacional, una fuente al fin tan distante e
intocable –desde la perspectiva de la población afectada– por
rutas materiales o políticas como el achachila (espíritu del
cerro) que manda la lluvia. Y en todo caso, sólo responde a la
provisión de algo de víveres, carpas y otros suministros
temporales, hasta que ellas y ellos puedan reinstaurar sus
propias actividades productivas, regidas por la combinación de
sus esfuerzos humanos y esas fuerzas controlables sólo por
medios no técnicos, es decir rituales o simbólicos.

Suma qamaña en el habla cotidiano


Estoy enteramente de acuerdo con que en el campo
(hablaré del campo, ya que este contexto y no las ciudades
bolivianas parece ser el sitio donde se expresa o encuentra el
‘vivir bien’) se maneja un concepto del nivel de vida
aceptable y con el cual se debe cumplir, expresado en una
uniformidad notable de la forma y equipamiento de la
vivienda, los platos que conforman la alimentación diaria, la
vestimenta de uso cotidiano y festivo y hasta la manera en que
se celebran los acontecimientos festivos, sea a nivel familiar o
comunal. Pero ¿cómo se denomina esta buena –o aceptable–
vida en el idioma nativo? Voy a tratar exclusivamente del
aymara, en base a mis experiencias en los Yungas de La Paz
(principalmente Sud Yungas, algo de los yungas de Inquisivi)
a partir de 1986 hasta el presente. Primero, si vamos a
traducir el ‘vivir bien’ del castellano al aymara, ¿cómo
debemos hacerlo?
‘Vivir’ en castellano tiene varias opciones de traducción
en aymara. Una sería jakaña, en el sentido de que ‘está vivo, no
está muerto’ (jakaskiwa, jan jiwkitixa). Es un sentido biológico,
que refiere por ejemplo a la recuperación del miembro herido
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como prueba de que el cuerpo esté vivo (janchija jakaskiwa).
Otro sentido es el de habitar en un lugar, expresado como
utjaña - ¿kawkins utjasta?, ‘¿dónde vives?’, es decir ‘¿dónde está
tu casa, tu residencia actual?’. Vale la pena notar que utjaña
es un verbo de uso frecuente que indica la existencia de
cualquier cosa, sea ésta una especie natural, producto o
mercancía –‘t’ant’a jan utjkitixa’, ‘no hay pan’– y por tanto,
sugiere que el hecho de que una persona ‘vive’, tiene su casa o
reside en un lugar, se asimila a la presencia o ausencia de
cualquier otro objeto. Es un simple hecho material y objetivo,
no indica nada referente a la relación con el sitio. ‘Vivir’ en el
sentido expresado en frases como ‘yo lo he vivido’, es decir ‘he
tenido esa experiencia, he sentido en carne propia en qué
consiste’, que a mi parecer es el sentido de ‘vivir’ a que se
apunta con el concepto de ‘vivir bien’, no será traducido como
‘vivir’ en el castellano popular de bilingües en aymara, pero
considero que su equivalente más próximo es sarnaqaña, más
comúnmente traducido o expresado en el castellano popular
como ‘andar’. Cuando me preguntan cómo es que he
aprendido aymara, sé responder ‘jaya mara yunkasan
sarnaqtwa’ – ‘muchos años he vivido (andado) en los Yungas’.
‘Vivir’ aquí incluye ‘habitar’, pero indica sobre todo
interactuar y compartir la vida social con la gente (y en
particular con las y los campesinos, caso contrario se supone
que no se hubiera aprendido a hablar aymara). Hay un
significado más estrecho, que refiere a la vida conyugal: jan
wal sarnaqiwa, ‘el/ella ha andado mal’ es entendido como
‘el/ella ha cometido adulterio’; mientras sum sarnaqiwa se
entiende como teniendo una pareja como sujeto (aunque el
verbo está formalmente en singular, plural y singular no se
distinguen con mucho énfasis en aymara) e indica que llevan
una vida conyugal feliz y pacífica (no recuerdo que se haya
dicho esta frase referente a personas solteras, no importa la
alta consideración que se tenga de ellas).
Ya que la pareja conyugal es la base de la unidad
productiva campesina, ‘andar bien’ implica no sólo una vida
familiar feliz, sino una cooperación efectiva en lo económico y,
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por tanto, buenas condiciones materiales; mientras que cuando
un miembro de la pareja ‘anda mal’, significa que hay
desavenencias personales que obstaculizan la cooperación
necesaria para cumplir con el proceso productivo (porque la
división de trabajo asigna distintas labores a cada género,
entonces cada uno tiene que cumplir para lograr resultados
adecuados) y pueden llegar hasta la separación que, si bien no
destruye la unidad productiva de entrada, obliga al miembro
de la pareja que se queda en el lugar a realizar duros ajustes
para cubrir la falta de su cónyuge (ajustes más duros cuando el
miembro que se queda es el hombre que cuando la persona
‘abandonada’ es la mujer). Por supuesto, estas desavenencias
afectan no sólo a los cónyuges sino que se extienden a los hijos
y a las hijas. Así, sum sarnaqaña refiere indirectamente a una
economía familiar-doméstica floreciente, que requiere la
cooperación y compromiso pleno tanto de cónyuges como de
hijos/as, y –como se indicó arriba– tiene que ser
complementado por la participación plena en las actividades
comunales, pero en sí no es entendido directamente como una
referencia económica, sino tiene contenido moral. Por tanto,
considero que sum sarnaqaña sería más apropiado para
comunicar el sentido que se quiere atribuir al suma qamaña.
El sentido literal de qamaña, según mi experiencia, es
‘quedarse en casa’, en el castellano popular yungueño
‘cainar’. Es una categoría marcada referente a la
conducta común, que corresponde a salir de la casa durante
las horas del día; mínimo desde las nueve de la mañana hasta
las cinco de la tarde, se da por supuesto que las casas están
vacías. Sus habitantes en edad escolar estarán en clases y los
demás estarán ‘en el trabajo (agrícola)’, excepto si tienen que
realizar alguna tarea como secar coca en el kachi (canchón
enlozado), que suele ubicarse al lado de la casa, o se da el caso
de que ese día se ocupan de trabajar los cultivos cercanos a la
casa. Los terrenos pertenecientes a cada unidad doméstica
suelen ser dispersos y mayormente alejados de la parcela
donde se ubica la casa. En todo caso, recoger café, desyerbar,
etc. cerca de la casa no es qamaña, verbo que indica que no se
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está realizando un trabajo productivo. Si se dice de alguien
sapüru qamaskiwa, ‘cada día se queda en casa’, se trata de una
mujer en las últimas semanas del embarazo, y además que se
siente mal (caso contrario seguiría saliendo a realizar tareas
livianas), un anciano o anciana que padece de ceguera u otra
discapacidad que no le permite alejarse de la casa, o
excepcionalmente otra persona que tiene un problema muy
grave de salud. El sentido implícito en todos estos casos es
‘pobrecito/a’. Si la persona está en condiciones normales, decir
que ‘cada día está cainando’ significa que es un(a) flojo/a y la
expresión es enteramente de desprecio.
Claro que qamiri, ‘persona que suele quedarse en casa’,
significa ‘persona con mucho dinero y bienes’, es decir ‘rico/a’,
pero tiene un dejo despreciativo. Wali qamiriwa indica que tiene
muchos recursos, y además sugiere ‘por lo tanto se cree gran
cosa, mejor que los demás’. Un ricacho es qamiri porque puede
darse el lujo de quedarse en casa, no tiene que salir a trabajar
porque tiene a otras personas quienes van a realizar las tareas
en su lugar. No obstante, en la concepción campesina, la o el
‘dueño’ debe ir junto con ellos e incluso trabajar lado a lado, no
limitarse a observar y dirigir lo que ellos hacen (esto era lo que
hacían los patrones –hacendados– antes de 1953, y tiene
connotaciones no sólo de flojera personal sino de
diferenciación de clase, negarse a asumir la misma condición
humana de las y los campesinos que trabajan personalmente
la tierra). Un campesino o una campesina puede tener mucho
más dinero que la mayoría de la gente de su comunidad, puede
tener una tienda, un vehículo, ser negociante (como ahora se
dice de las y los compradores de coca en Yungas), pero
mientras sigue participando personalmente en el trabajo,
aunque sea al lado de una docena o más de k’ichiris
(cosechadoras) que haya traído en minibús y a quienes paga
directamente en dinero, no será descrito generalmente como
qamiri.
En todo caso, jamás he escuchado que se refiere a suma
qamaña como un ideal o una meta (de hecho, no recuerdo

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haber escuchado la frase siquiera), porque ‘quedarse en casa’
no es una meta. Sí he escuchado que es algo placentero en las
etapas posteriores del ciclo doméstico, en el sentido de que
ahora, si uno quiere descansar en casa un día, se lo puede
hacer; mientras que cuando los hijos eran menores había que
salir a trabajar cada día para mantenerlos, pero la persona
que expresó esta opinión en realidad casi nunca ‘caina’ sin
hacer nada; para él, su vida ahora más descansada refiere a
que sus jornadas son más cortas, no se obliga a salir muy
temprano y seguir trabajando hasta que oscurezca. Por tanto,
me pregunto de dónde habría salido esta frase de suma qamaña
como descripción de un ideal económico, ya que para mí sum
sarnaqaña podría expresar un ideal moral e implícitamente
económico, y más aún las interpretaciones como ‘qamaña es
una ecuación de la vida que maneja y procesa
simultáneamente los cuatro tipos de crecimientos: material,
biológico, espiritual y gobierno territorial’ (Simón Yampara,
citado en Uzeda 2009:36).

Persona y territorio en la aplicación de políticas indígenas


(o indigenistas)
Puede ser que mi conocimiento sociolingüístico de los
términos aymaras de ‘vivir’ en los Yungas sea muy limitado o
no corresponda con sus usos en otras regiones. Al fin, no creo
que sea muy importante la etiqueta que se da al concepto o
propuesta de ‘vivir bien’ en aymara o cualquier otro idioma,
sino el contenido. Ahora, el gobierno boliviano propone
establecer criterios para medir el bienestar o el nivel de
desarrollo (o pobreza) de la población en base al suma qamaña
en vez de los criterios habituales del FMI y otros. Estoy de
acuerdo con que muchos de estos criterios, sean ‘necesidades
básicas insatisfechas’, ‘línea de pobreza’ u otros, tienen
contenidos etnocéntricos. Sin embargo, tienen la ventaja de
ser concretos, capaces de ser medidos y comparados, y por
tanto aplicables y efectivos, mientras que no veo cómo se

18
podría convertir ‘la reciprocidad’ y otros componentes del
supuesto modelo indígena alternativo en algo medible que
diera lugar a políticas prácticas. Alegar que se trata de una
(cosmo)visión del mundo tan radicalmente opuesta a la visión
(en este caso nunca se suele adjuntarle la partícula cosmo)
‘occidental’ que no pueden alcanzar la comprensión mutua,
cae en la falla del relativismo absoluto: si cada concepto es
propio de la cultura que lo desarrolló, entonces es imposible
la comprensión entre personas procedentes de culturas
diferentes. Sólo podrán relacionarse de manera duradera en
caso de que una cultura imponga su dominación y las demás
tengan que cumplir con las líneas impuestas por ésta.
Aunque mantendrán sus propios conceptos en espacios
clandestinos u ocultos, nunca saldrán a la luz pública excepto
que lleguen a disponer de espacios sociales segregados, sea a
través de la otorgación de espacios e instituciones separadas
(p.e. TCOs indígenas, universidades indígenas…) o sino
aplicando la ‘limpieza étnica’, es decir, expulsando a todas y
todos los portadores de la otra cultura incompatible.
Versiones de estas posiciones son la conclusión lógica de
algunos de los argumentos indigenistas de hoy, por ejemplo al
proponer que existe una ‘ley indígena’ distinta a la ‘ley
estatal’. Suponemos que así fuera, pero entonces ¿cómo se ha
de aplicar la una y la otra? Se entiende que un miembro de
una comunidad indígena que comete un delito allí, debe ser
juzgado por la ley indígena, y en efecto esto es lo que ocurre,
hasta que la misma comunidad decide que no puede o debe
tratar el delito en cuestión y decide ‘pasarle’ a la justicia
estatal. Pero ¿qué pasa si el mismo individuo comete un
delito en la ciudad, fuera de su comunidad? ¿Debe ser juzgado
según las normas estatales supuestamente ajenas a su cultura,
o debe ser devuelto a las autoridades de su comunidad para
que juzguen un delito cometido fuera de su jurisdicción y
conocimiento? Preguntas paralelas surgen en el caso de una
persona ajena a la comunidad que comete un delito allí.
¿Deben juzgarle las autoridades comunales y castigarle según
sus usos y costumbres, o deben entregarle a la justicia estatal?

19
Una primera opción resulta en la división del territorio
nacional en espacios ‘nacionales’ con un sistema legal
general, y otros espacios ‘indígenas’, cada uno con sus ‘leyes y
costumbres’ particulares; no importa de quién se trate, se
aplica la justicia según el sitio donde se cometió el delito. De
hecho, éste es el sistema que se aplica actualmente según los
Estados (no importa que tal conducta sea legal en tu Estado
de origen; si es ilegal en el Estado donde te encuentras, te
vas a la cárcel y punto) y por tanto, apunta al separatismo si
no es manejado bajo un esquema de Estado federal, propuesta
no considerada por los indigenistas y sumamente difícil de
aplicar en Bolivia en base a divisiones ‘étnicas’, ya que no hay
una segregación espacial de la población ‘indígena’ y la que
no es (o no declara serlo).
Una segunda opción es aplicar los diferentes sistemas
legales según las personas y no según el lugar del hecho.
Entonces si yo, una no indígena, robo un auto en El Alto, me
mandarán a la justicia estatal; mientras que si un comunario
de Jesús de Machaqa hace lo mismo, le mandarán a la justicia
de su comunidad. Esto podría dar lugar a resultados
diferenciados –en base a un acto idéntico, una persona va a la
cárcel, otra recibe unos cuantos chicotazos y una
recomendación verbal y se va a su casa, o tal vez la segunda
persona recibe la pena de muerte en su comunidad, mientras
la primera va a la cárcel igual. Y antes de eso, cada persona
tendrá que llevar un documento que le identifique como
‘aymara’, ‘criollo’, ‘achacacheño’ o lo que fuera, según las
diferentes ‘leyes’ reconocidas en el país. Esto daría lugar a
unos negociados fantásticos para hacerse registrar en las
etnias cuyos usos y costumbres son menos cargosos: si en
Patacamaya todo se resuelve haciendo adobes, entonces todos
los narcotraficantes cruceños van a aparecer como nativos de
Patacamaya. Viendo eso, la autoridad estatal (si aún existiría)
va a declarar una serie de delitos como sujetos a la justicia
nacional o supra-étnico, sin consideración de origen del
acusado, y se puede suponer que esta lista de delitos se
extenderá hasta cubrir casi todos, aparte de las transgresiones
20
auténticamente locales, como las disputas sobre linderos de
terrenos, que sólo las autoridades comunales son capaces de
solucionar y así lo hacen (o no lo hacen, tengo experiencia
personal al respecto) en la actualidad, sin necesidad de
reformas legales aparatosas.
‘La telenovela de Félix Patzi’, como la denominaba la
periodista Amalia Pando4, tuvo la virtud de sacar a la luz las
contradicciones entre el discurso (a favor de los ‘usos y
costumbres’ y la ‘ley’ o ‘justicia indígena’) y la práctica
(aplicación de la ley estatal heredada y habitual) del actual
gobierno. La validez de este componente de su protesta fue
opacada por atribuir su rechazo al supuesto racismo del
Ejecutivo (‘me han expulsado porque soy indígena’), pero
llamó la atención que ninguno de los/as voceros/as del suma
qamaña, la economía de la reciprocidad, la reconstitución de
los ayllus o cualquier otra veta del indigenismo, saliera a favor
de Patzi cuando intentó argumentar que, según la ley
indígena/justicia comunitaria, había cumplido el castigo para
su falta, y por tanto su absolución debería ser validado en el
nivel estatal de su candidatura electoral. El presidente Evo
Morales rechazó este argumento alegando, entre otros, que el
delito de Patzi no fue cometido dentro del territorio de
Patacamaya, y por tanto ninguna sanción cumplida allí
pudiera afectarlo. Esto apunta a la primera definición de ley
indígena citada; entonces, si Patzi hubiera manejado borracho
en terreno de Patacamaya, bastaría hacer mil adobes para
conservar su brevet y seguir manejando en todo el territorio
nacional, no importa que la flamante disposición nacional
ordenaba quitar el brevet de por vida a cualquier chofer ebrio.
Aceptar esta definición puede promover el separatismo de
4
Refiriendo al escándalo a principios de 2010, cuando Patzi, ya nombrado como candidato por
el MAS a Gobernador (antes Prefecto) del departamento de La Paz, fue encontrado conduciendo
su auto en estado de ebriedad a pocas horas de promulgarse un nuevo decreto implementando
fuertes sanciones por ese delito. Después de renunciar a su candidatura y luego intentar retirar
esa renuncia (con varias mentiras de por medio), se trasladó a su región de origen, Patacamaya
en el Altiplano, e hizo mil adobes a favor de la comunidad, alegando que eso era el castigo que
le había impuesto la justicia comunitaria. Por tanto, quedaba absuelto y debía ser permitido
reasumir su candidatura. Cuando el gobierno rehusó reinstituirle, acusó a varios miembros del
Poder Ejecutivo por haberle expulsado de la candidatura porque él era indígena.

21
una nación existente, pero no cuestiona los principios básicos
de la relación entre la nación-Estado, territorio y aplicación
de leyes.
Patzi, más bien, pareció referir al segundo concepto de
este artículo: él era oriundo de una comunidad dentro de la
jurisdicción de Patacamaya y por eso debió de ser juzgado y
sancionado allí, no importa dónde haya cometido la falta:
propuesta muy novedosa (yo al menos no conozco a nadie que
hubiera delinquido fuera de su comunidad y luego pidiera que
el caso sea tratado en su lugar de origen). Si se extiende este
argumento al nivel general, el resultado será que –por
ejemplo– cuando se detiene a una inglesa en posesión de
marihuana en Bolivia, ella deberá ser juzgada de entrada según
la ley británica de drogas y no la Ley 1008 boliviana. Ésta es
una propuesta que, en el fondo, socava el mismo concepto de
Estado-nación como autoridad que controla un territorio
definido, ya que la entidad portadora del poder jurídico deja de
ser una estructura con base territorial y pasa a ser individuos
con base de adscripción ‘nacional’, entendida a su vez como
étnico/cultural. Aunque esta adscripción podría
fundamentarse principalmente en el lugar de nacimiento,
como suele ocurrir (aunque no siempre) con referencia a la
adquisición de la ciudadanía nacional convencional, la
diferencia sería que el individuo lo mantendría en su totalidad,
incluyendo el derecho de ser juzgado según las definiciones de
qué es legal o ilegal, los procedimientos y sanciones, no
importa dónde se ubique. Al aceptar el argumento ‘soy de
Patacamaya, pues basta que cumplo con la sanción según la
costumbre de Patacamaya para absolverme a nivel general’, se
abre una grieta en los cimientos del sistema de autoridad
estatal aceptado en todo el planeta. Suponiendo que la
propuesta de suma qamaña y todos los discursos afines que se
exhiben como ‘interculturales’ buscan ser cuestionantes del
sistema dominante actual, deben incluir este debate en sus
consideraciones. Si se han de introducir otros indicadores para
medir el bienestar o la pobreza, ¿deben aplicarse a todo el
territorio nacional sin distinción de personas, o eso sería nada
22
más reemplazar un etnocentrismo con otro? ¿O tal vez cada
territorio autónomo decidirá a través de un referéndum qué
conjunto de indicadores prefiere? ¿O se los aplicará según la
autoidentificación como indígena de los pobladores?

En busca de indicadores del suma qamaña


El caso Patzi tenía muchos otros elementos que desviaban
la atención de este punto, pero se perdió una oportunidad de
abrir el debate público sobre la aplicación práctica de la ‘ley
indígena’ en tanto un concepto distinto de jurisdicción (y no
solamente de procedimiento y tipo de sanción) que el que
prevalece en las leyes nacionales. El sistema económico no
puede ser considerado aislado del sistema legal y jurídico, ya
que éste afecta las posibilidades de detener la propiedad –
legal y/o legítima– de la tierra y otros medios de la
producción. Es iluso asumir que ‘la Pachamama’, es decir la
tierra, ‘no se vende’: la compraventa es un mecanismo
necesario para ajustar el acceso a la tierra entre las familias
con mayor o menor crecimiento demográfico, y entre los
‘estantes’ (que se quedan en la comunidad) y los ‘residentes’
(migrantes que en casos se han separado definitivamente del
medio rural y ya no ven sentido en mantener la propiedad
nominal de sus tierras). Incluso en las comunidades con
títulos en pro-indiviso se realiza compras y ventas, pero la
forma de sus títulos no permite dar base legal a estas
transacciones.
Cuando Leguía estableció la forma legal de ‘comunidad
campesina’ en el Perú en los años 1920, era razonable decretar
que tal título conllevara la prohibición de cualquier
compraventa de las tierras comprendidas dentro de sus
límites, porque aún persistía el acoso gamonal, pero cuando a
partir de la década de los 1960 la migración rural-urbana se
hizo permanente y masiva, esta prohibición obligaba a una
maraña de arreglos ‘al partir’ entre estantes que querían
ocupar las tierras de los residentes y residentes que les
23
hubieran vendido esas tierras de ser legal hacerlo. Fujimori
benefició al campesinado al legalizar estas ventas en los 1990,
no era una embestida neoliberal. Otra ventaja de la
compraventa es que proporciona un título legal en base a
trámites relativamente cortos y baratos, a diferencia de los
procesos estatales de saneamiento de tierras. Se logró el
saneamiento en el departamento de Chuquisaca únicamente
porque la cooperación holandesa pagó los costos (Arnold y
Spedding 2005:83), mientras que hasta la fecha (2010) gran
parte del territorio nacional aún no ha podido completar este
proceso. La propiedad colectiva titulada como TCO, sobre
todo en el Oriente de Bolivia, es más que todo un éxito
publicitario que ignora la existencia de propiedades
individuales dentro de la TCO (ver Herrera, Cárdenas y
Terceros 2003:78 respecto a los tacanas) y asigna enormes
superficies nominales a grupos reducidos que no son capaces
de resistir las incursiones de extractores ilegales de madera y
otros indeseables en su supuesto territorio, cuando no son
ellos mismos los que extraen y venden la madera a precios
bajos porque es su única fuente de ingresos monetarios
(comunicación personal de Daniela Rico referente a la TCO
mosetén).
La parcelación y/o la exigencia de títulos individuales
tiene fundamentos en la práctica y no es causa del minifundio
ni otro rastro de que la gente del campo haya sido engañado
por el capitalismo/la cultura occidental/la globalización hasta
el punto de desconocer sus propios intereses. Urioste,
Barragán y Colque (2007) han demostrado que efectivamente
en el Altiplano el tamaño medio de las explotaciones no se ha
reducido desde los años 1950, debido en gran parte a la
migración que ha dejado sólo uno o dos del grupo de
potenciales hermanos herederos ocupando la tierra. En todo
caso, si hay minifundio, se debe al crecimiento demográfico y
no es producto de la Reforma Agraria misma. Si no lo hubo en
el pasado, se debe a que hasta décadas recientes la mortalidad
infantil era elevada y pocas familias tenían más que uno o dos
herederos para repartir la tierra. Ahora la migración ha
24
reemplazado a la muerte como modo de ajustar la población a
la tierra disponible, y esta población se dirige en parte a las
zonas de colonización y, en mayor número, a las ciudades. Un
dato rara vez tomado en cuenta cuando se trata de los barrios
periféricos formados por estos migrantes es que gran parte de
ellas y ellos son propietarios de los lotes donde construyen sus
casas. Ya que estas casas no se conforman con los criterios
burgueses que son calificados por los censadores y el
suministro de servicios básicos suele ser deficiente en barrios
nuevos, se enfatiza la ‘pobreza’ de sus habitantes, sin tomar en
cuenta la propiedad de esa casa aparentemente mísera como
factor de estabilidad social.
En los EE.UU., la vivienda es sumamente cara, la
autoconstrucción no es una posibilidad, y gran parte de los y
las que figuran como propietarios son en realidad dueños de
nada más que una hipoteca, es decir, un préstamo que van
pagando en el curso de unos veinte años. La reciente crisis
financiera en ese país y el consecuente desempleo ha
conducido a que no sólo los que vivían en alquiler sino
muchos de esos ‘propietarios’, viéndose desempleados, no
pudieran pagar ni el alquiler ni las cuotas de la hipoteca y
fueran botados a la calle. En contraste, las y los alteños dueños
de sus casuchas de adobe sin servicios básicos pueden obtener
ingresos fluctuantes en base a sus actividades de cuenta
propia o empleos asalariados temporales, porque aunque
pasen unas semanas con ingresos mínimos o nulos, su
vivienda es propia y nadie les va a botar si no pagan. Tengo la
impresión de que, a diferencia de los países desarrollados,
donde en tanto se es más pobre se es menos probable que sea
propietario de su vivienda, en Bolivia es al revés: los más
‘pobres’, es decir la población rural, son universalmente
dueños de las casas donde viven; mientras en tanto que se
ascienda la escalera social se encuentra mayor porcentaje de
gente que vive en alquiler, anticrético o sino están comprando
su vivienda en base a un préstamo, que quiere decir que en
realidad aún no es suyo (se suele justificar esta situación
argumentando que es preferible pagar cada mes con vistas a
25
eventualmente ser dueño, en vez de pagar un alquiler que sólo
permite habitar la casa durante el mes pagado). Si se propone
establecer ‘índices de vivir bien’ en vez de los habituales
índices internacionales de ‘pobreza’, el hecho de ser dueño de
su casa, independiente del valor mercantil que se podría
atribuir a tal casa, debe ser tomado en cuenta.
El empleo es otro componente esencial de la economía.
Si se reconsidera las categorías habituales utilizadas para
clasificar a la población económicamente activa, se puede
evaluar cómo esa misma población valora diferentes tipos de
empleo. David Llanos (comunicación personal), sociólogo que
vive en El Alto, opina que la mentada rebeldía de su población,
expresada en salir cada vez a las calles a protestar, no se debe
tanto a una herencia cultural aymara o lo que fuera, sino al
hecho de que la vasta mayoría no tiene empleos regulares
donde ir. Esto no quiere decir que sean realmente
desempleados/as en el sentido de que no tienen absolutamente
nada que hacer, sino que sus ‘empleos’ son de cuenta propia o
en una de las llamadas microempresas, sus horarios no son
estrictos y los ingresos y ganancias diarias son reducidas, así
que si faltan un día por ir a marchar o bloquear no pierden
mucho y en el peor de los casos lo pueden reponer trabajando
hasta tarde otro día. Los y las que protestan frente a marchas y
paros cívicos tienen empleos tipo ‘marca tarjeta’ donde se
aplica descuentos por llegar tarde (paro de transporte) o no
llegar (bloqueos, paro cívico…). Según Llanos, si hubiera más
gente en El Alto con este tipo de empleos, que suelen acarrear
beneficios sociales junto con la obligación de marcar tarjeta y
no faltar, sería más difícil que El Alto ‘se levante’, excepto
cuando la coyuntura sea realmente crítica.
Esto apunta a que otro elemento del ‘vivir bien’ para
buena parte de la población seríatener un empleo estable con
beneficios sociales, es decir, un criterio que responde a un
Estado social demócrata moderno, nada que ver con la
reciprocidad o la Pachamama. Las y los campesinos, al igual
que algunos comerciantes callejeros y otros integrantes de la

26
‘economía informal’, suelen alabar la flexibilidad, en el
sentido de que si no sales a trabajar nadie te dice ni hace nada,
como una ventaja de su actual ocupación. Pero se nota que ex
campesinos, es decir gente de origen campesino, conforman la
mayoría de los y las integrantes de ocupaciones formales con
bajo salario pero al menos los beneficios sociales, como
policía o profesor(a) fiscal, que sugiere que en realidad si se
tiene la oportunidad de intercambiar la libertad de ir a
trabajar con ningún tipo de castigo para faltar ni seguro
alguno a cambio de los años trabajados, por un empleo que
paga lo mismo o incluso menos y exige asistencia
controlada, pero ofrece un seguro de salud y hasta una mísera
renta de jubilación, se opta por el segundo.
Esto conduce a otro punto que se supone central, pero
que es difícil de evaluar en Bolivia, es decir, el monto de los
ingresos. No cabe duda que esto es un componente esencial de
‘vivir bien’ desde el punto de vista de la población, y que ellos
y ellas mismas dan más importancia a los ingresos en dinero, a
la vez que sus ingresos, incluso en el área urbana, no se
limitan a lo recibido en efectivo. Si se quiere establecer índices
al respecto, el primer problema es que casi todo el mundo no
tiene ingresos fijos. Incluso los que tienen un sueldo con
papeleta, por tanto registrado, pueden tener otros ingresos
formales pero intermitentes y en adición, ingresos informales.
Entonces ni ellos o ellas podrían dar cifras exactas de cuánto
ganan, excepto en el caso de que su sueldo por papelet sea
realmente su único ingreso. Luego, en el contexto nacional, el
‘ingreso’ que establece o contribuye a definir el nivel o calidad
de vida no debe ser evaluado en base a ingresos individuales,
sino en base al ingreso conjunto de la unidad doméstica.
Como inglesa, noté desde un principio que las unidades
domésticas unipersonales son extremadamente raras aquí,
incluso entre grupos sociales como estudiantes universitarios
o jóvenes solteros en general donde, en mi país, se les puede
esperar. Me di cuenta de que hay un factor cultural –aquí es
mal vista la familia que permite que su hijo o hija adulta joven

27
viva sola, incluso si tiene recursos para hacerlo, porque el
único motivo socialmente valido para apartarse de la unidad
doméstica de los padres es formar una unidad doméstica
conyugal propia, es decir, haberse casado–, pero además hay
un factor económico fuerte: muy pocas personas pueden
conseguir ingresos suficientes como para pagar los costos de
una vivienda ellas solas, y en adición, debido a la carencia de
servicios (como por ejemplo las tiendas de máquinas de lavar
ropa habituales en Europa) el trabajo doméstico mismo exige
bastante tiempo o sino, mayor gasto (comer en pensiones,
pagar a una lavandera, etc.). Entonces, la única solución
factible suele ser formar parte de una unidad doméstica con
varios miembros, casi siempre con base en el parentesco,
donde se comparte y distribuye tanto los ingresos como las
tareas domésticas y los gastos (luz, agua, víveres, etc.).
Como descripción de una realidad social, dando lugar a
que se debe medir los ingresos, de un lado, en base a cada
unidad doméstica (UD) como unidad de análisis, sin descartar
el uso paralelo de medidas individuales (per cápita, dividiendo
el ingreso neto de la UD por número de miembros; per cápita
sólo cubriendo los individuos económicamente activos, etc.),
parece una propuesta muy razonable. Sin embargo, si no se ha
de limitar exclusivamente a medir los ingresos en dinero, y
por tanto representar poco cambio frente a visiones
‘neoliberales’ de la economía, no resulta tan fácil de aplicar.
Dentro de la UD, algunos miembros contribuyen en dinero
(pero no necesariamente todo el dinero que reciben); otros
contribuyen en dinero y en trabajo (ponen plata para ‘el
mercado’, por ejemplo, y además cocinan o lavan); otros no
ponen nada de dinero (aunque pueden tener algún ingreso
monetario, lo utilizan sólo para gastos personales), pero
contribuyen trabajo (cocinan, ayudan a recoger el puesto de
venta o en el taller…). A la vez, estas contribuciones en
trabajo pueden ser reconocidas con la manutención –es decir,
come y duerme en casa, y cuando necesita alguna cosa para su
estudio, su ropa y demás, tiene que pedirlo y se lo da, o a veces
se lo niega– o se le puede pagar una suma a cambio de lo que
28
ha hecho, pero (al menos en el estudio de caso que conozco al
respecto5) se entrega este dinero bajo el pacto de que el hijo
que ha sido pagado ya no tiene derecho de pedir dinero para
ropa, útiles o diversión, sino tiene que manejar su sueldo para
cubrir estos gastos. En la última variante, al menos se dispone
de una medida interna a la UD de cuánto valen las
contribuciones en trabajo, pero queda para determinar cómo
colocar un valor o precio a las que no son remuneradas en
moneda.
Tampoco hay que asumir que la madre de familia, y
después de ella las otras mujeres (sus hijas) son las únicas que
se ocupan del trabajo doméstico: hay unidades domésticas
donde el deber de lavar y cocinar se divide entre los
miembros, sean éstos masculinos o femeninos, otras donde los
hijos e hijas a partir de la adolescencia se ocupan en gran
parte de preparar sus comidas, y hay varones (en particular
jubilados que gozan de una renta) que se dedican a diversas
tareas domésticas, aunque parece que en tanto un varón tenga
un trabajo asalariado fuera de la casa, esto le libera de
participar en el trabajo doméstico, mientras son pocas las
mujeres que gozan de, o exigen, libertad parecida, cuando no
disponen de una trabajadora del hogar. La distribución del
trabajo doméstico, y el extra doméstico, es afectado por la
composición familiar, tanto el simple número de miembros
como su género, su edad y las relaciones de parentesco que
obtienen entre ellos, que a la vez se expresan a través de
diferentes tipos de familia. Los tipos de familia son más
variados que lo que se suele suponer: numéricamente, la
mayoría serán nucleares (tanto en la ciudad como en el
campo), pero hay bastantes familias extensas con composición
variada y también familias matrifocales y compuestas6. En

5
Borrador de tesis de Jacqueline Romero, Carrera de Sociología, UMSA. El caso corresponde a
una familia donde la madre, hijos e hijas se dedican a fabricar lejía de ceniza de quinua,
actividad que en sí apenas podía ser más tradicionalmente andina. ¿Eso lo coloca de caja dentro
del suma qamaña, o el pagar en dinero el trabajo familiar de la prole lo descalifica y tendrá que
cambiar esa práctica para ser admitido?
6
La familia compuesta es la que une a cónyuges donde al menos uno es divorciado, separado o
viudo y se ha juntado en segundas nupcias, trayendo a la prole de su primera unión. Su cónyuge

29
adición, muchas unidades domésticas mantienen intercambios
sociales constantes con sus parientes consanguíneos y afines.
En el área rural, el trabajo productivo y la ‘ayuda’ material
(como por ejemplo llevar gratis a personas y bienes en el
vehículo que se posee) puede ser importante en estas redes; lo
mismo ocurre en el área urbana, aunque aquí el intercambio
de servicios domésticos toma mayor cariz, en particular el
cuidado de wawas de poca edad, ya que en el campo se
puede llevar la wawa consigo a cualquier trabajo, pero esto no
es tan aceptable en la ciudad. Para las mujeres, el acceso a
sustitutos en el trabajo doméstico tiene mucha influencia en
las posibilidades de acceder a ingresos monetarios por
actividades fuera de la casa, a la vez que estas actividades no
suelen ser contabilizadas como algo que tiene valor
económico7. Incluso tratándose de los miembros de la unidad
puede estar en la misma situación o puede estar en su primera unión, y pueden, o no, tener otros
hijos de este matrimonio. La opinión pública de que ahora hay más divorcios puede haber dado
lugar a más familias de este tipo, pero no hay datos al respecto. La familia matrifocal consiste
en una mujer y sus hijos: el padre o marido puede ser uno o varios, y puede ser definitivamente
ausente o presentarse de vez en cuando. Los datos nada sistemáticos recogidos por estudiantes
de la UMSA sobre UDs paceñas apuntaban a dos variantes: matrifocales por opción, cuando la
mujer tiene ingresos independientes y expulsa al hombre por abusivo, cargoso o incapaz (‘Yo
vivo con mi mamá y mis hermanas y desde que se ha ido mi papá estamos muy bien’) y
matrifocales por desgracia (la abuela viuda de minero, la madre viuda de minero, y la hija con
dos hijos de solterío cada uno de diferente padre, siendo canallas que la abandonaron). Es de
notar que este tipo de familia no es una familia defectuosa ni necesariamente resultado del
‘abandono’ masculino, sino muchas veces representa una opción positiva por parte de la mujer.
7
Hace más de diez años se escuchó referencias de que el gobierno español estaba considerando
contabilizar el trabajo doméstico como parte del Producto Interno Bruto de la nación, pero no he
escuchado luego que esto se haya hecho
efectivo; en caso de hacerlo, seguramente introducirá grandes cambios en las cifras. Además, ya
no serían comparables con las de otras naciones que no hicieron el mismo ajuste, que tal vez
explica porque al parecer no se lo ha implementado. Ya que ninguna economía nacional existe
en un vacío, los ‘indicadores macroeconómicos’ afectan las tasas de intercambio de su moneda,
los valores de sus acciones en las bolsas, las decisiones de inversión extranjera o de préstamos
de entidades internacionales, entre otros. Si se abandona las modalidades generalmente
aceptadas para calcular estos indicadores a favor de otras novedosas, puede haber diversas
consecuencias en los flujos económicos desde y hacia el exterior, con impactos que van más allá
de la naturaleza más o menos etnocéntrica de los cálculos aceptados. Esto apunta a que los
nuevos indicadores tendrán que ser compatibles con una especie de ‘lenguaje común’ (ver el
final de Conclusiones) que será comprensible para las y los que no manejan esos criterios, pero
requieren los datos expresados a través de ellos para tomar decisiones sobre su actuar en el país
que los maneja. Si no se resigna al manejo de dos series paralelas de indicadores económicos –
muy costoso si el gobierno nacional se hace cargo de ambos, groseramente imperialista si la
serie convencional queda en manos de entidades extranacionales–, se vislumbra una línea muy
fina a ubicar entre indicadores ‘nuevos’ que resultan ser poco más que un barniz retórico para
mediciones que en realidad son lo mismo que siempre, y categorías y cuantificaciones tan

30
doméstica que reciben remuneración monetaria para su
trabajo, la distribución de ésta entre gastos comunes e
individuales es bastante variable entre una familia y otra,
aparte de ser difícil de averiguar, porque suele ser
considerado como un asunto privado el que personas extrañas
no tienen derecho de saber.
De hecho, todo el mundo considera que los extraños no
tienen derecho de saber cuánto ganan; incluso cuando tiene
sueldo con papeleta evita informar el monto en cuestión.
Tratándose de integrantes de la ‘economía informal’ (que
incluye al campesinado, aunque no se suele considerarlos
como tal), se añade la dificultad que ni ellos o ellas llevan un
registro preciso de sus ingresos. Esto, a mi parecer, es uno de
los factores que ha conducido a pensar que estos grupos
sociales tienen un concepto totalmente diferente de sus
economías, que no evalúan ganancias ni pérdidas, que –según
algunos– ni siquiera conciben tales conceptos, sino que
operan en base a valores de uso imposibles de cuantificar, o –
según otros– venden sus productos a pérdida, pero debido a la
ausencia de contabilidad no se dan cuenta de eso y/o debido a
su posición social subordinada y oprimida, no tienen otra
opción que vender en esos precios que les explotan, incluso si
se dan cuenta del hecho. El argumento de que venden sus
productos a pérdida suele aplicarse al campesinado y asevera
que el precio de venta del producto no cubre los costos reales
de su producción; por tanto, al venderlo en ese precio están
transfiriendo un excedente al resto de la población que
comercializa y consume ese producto, y este excedente
consiste en el trabajo invertido en producirlo que no ha sido
remunerado por el precio recibido.
Es decir, mientras el sueldo del obrero capitalista cubre al
menos sus costos de reproducción

dispares en comparación con lo acostumbrado que serán acusadas dentro del país de ser nada
más un truco del gobierno para encubrir la evidencia de sus errores, y tendrán consecuencias tal
vez no del todo negativas, pero impredecibles y por tanto conducentes a la inestabilidad, fuera
del país.

31
de su fuerza de trabajo, aunque el resto del valor que
produce pasa a manos del capitalista dueño de los medios de
producción, al campesino que vende en un mercado
capitalista ni siquiera se le paga lo suficiente para reproducir
el trabajo invertido, y cubre la diferencia a través de esa parte
de su producción que consume directamente. Dentro de este
esquema no impacta el uso mayoritario o hasta exclusivo de
mano de obra que no recibe un pago, sino simplemente su
manutención –es decir la mano de obra doméstica o propia,
más la obtenida a través de mecanismos no mercantiles como
el ayni–, porque se supone que el campesinado trabaja para
reproducirse (recibir su manutención) y nada más, y si
algunos campesinos pagan jornales en dinero entre ellos,
igualmente corresponden a ese nivel de subsistencia. Si el
pago de jornales y el trabajo como jornalera resulta ser
difundido en el grupo campesino en cuestión, es tomado como
señal de que se están descampesinizando; los que pagan
jornales apuntan a convertirse en agricultores capitalistas, y
los que los reciben están en curso de convertirse en
proletarios.
Los auténticos campesinos serán los que Lenin llamó
‘campesinos medios’, los que pueden cubrir su demanda de
mano de obra dentro de su unidad doméstica, y sólo tendrán
que acceder a algunos intercambios no mercantiles, como el
ayni o el pago en productos en base a equivalentes de
costumbre (como el contenido de cierto tamaño de bolsa a
cambio de un día de trabajo en la cosecha), para solucionar
problemas de coordinación en el tiempo. Hay que notar que
éstos también son los auténticos campesinos, aunque los
llaman más bien andinos o indígenas, para los partidarios de la
economía de la reciprocidad y por tanto –yo supongo, porque
son menos dispuestos a identificar a sus sujetos empíricos– del
suma qamaña, en tanto que más alejados del mercado que
representa la filosofía económica opuesta. Hay una visión
subyacente de la comunidad campesina, o ayllu, auténtica
como básicamente igualitaria, con mecanismos de
redistribución (como la obligación social de ‘pasar la fiesta’)
32
que actúan para rebajar a cualquiera que empieza a acumular
recursos al nivel de los demás, mientras la motivación
económica fundada en ‘el corazón’ (y no la búsqueda egoísta de
beneficios) impulsará a la colaboración desinteresada a las UDs
quienes, por razones del ciclo doméstico (las y los ancianos) o
coyunturales (enfermedad, accidentes), caen debajo del nivel
medio. Ya que no se suele recurrir a pruebas empíricas, poco
importa que las investigaciones de campo no apoyen esta
visión.
Puede ser que estos campesinos y campesinas medias sean
los menos involucrados en el intercambio de trabajo por
dinero o productos, pero eso no implica que también sean
menos involucrados con el mercado cuando se trata de vender
los productos mismos. Hay diversas maneras de evaluar este
grado de dependencia del mercado –según el porcentaje de la
producción propia que se vende versus el que se retiene para
el autoconsumo, según la proporción de los bienes
consumidos que son adquiridos en el mercado, según la
proporción del ingreso total que procede de actividades fuera
del predio propio versus las realizadas dentro del mismo (en
este caso la producción propia entra en la misma categoría
sea consumida o vendida)… no entraré aquí en la
problemática compleja de cómo atribuir un valor monetario a
los componentes de este ingreso que no habían sido pagados
en dinero en la práctica, ni los cálculos alternativos que
intentan convertir todo en kilocalorías para librarse del
problema de los precios fluctuantes y las tasas de cambio
inestables en caso de querer campesinos de diferentes países
y/o épocas. Destacaré otra dificultad, que inicialmente se
presenta como metodológica para la investigadora de campo:
los y las campesinas no acostumbran llevar contabilidad, ni
siquiera anotar de paso el monto total y el precio recibido
cuando venden el producto, y mucho menos las jornadas
invertidas en la siembra y demás labores de cultivo. En un
momento dado, pueden informar precisamente sobre cuántos
días de ayni deben a tal y cual persona, y cuánto otras
personas deben a él o ella, pero dudo personalmente que las
33
sumas totales de días dadas y recibidas en el curso de un año,
obtenidas a través de encuestas como en Schulte (1999), sean
realmente precisas.
Para obtener éstos y otros datos exactos es necesario
realizar un seguimiento cercano y constante, registrando las
cifras en tanto que se realiza las actividades a que refieren. Es
un gran gasto de tiempo y cada investigador(a) sólo puede
cubrir un número muy limitado de UDs; por tanto, los
proyectos que buscan una cobertura amplia prefieren aplicar
una encuesta y recoger datos referenciales (‘¿Cuánto de semilla
se usa para sembrar X extensión y cuántos días se tarda?’). A
veces hay cifras de consenso referente a estos valores, otras
veces los números se disparan por todo lado, que conduce a
dudar y hasta descartarlos, ‘porque cada persona me decía algo
diferente’, y hasta los valores de consenso, donde todo el
mundo dice más o menos lo mismo, pueden resultar falsos
cuando se dispone de datos empíricos al respecto. Hay varias
razones por estos desacuerdos en los números, aun habiendo
apartado las respuestas de personas que por flojera o
desconfianza dijeron cualquier cosa para salir del paso, pero
considero que la conclusión de que NO se debe sacar es que las
y los campesinos no son capaces o no están dispuestos a
proporcionar las cifras requeridas para calcular la
productividad y rentabilidad de sus cultivos, porque ni siquiera
piensan en esos términos, sino que los valoran desde una
cosmovisión enteramente distinta, que jamás podría ser
expresado en el lenguaje fría, individualista y occidental de los
números.
Una de las causas por las que se sacó esta conclusión (que
no es exclusiva de las propuestas más recientes de la economía
de la reciprocidad y similares, sino que también se expresó
hace tiempo en el concepto de origen marxista de una
economía de valores de uso fundamentalmente opuesto a la
cuantificación) podría ser clasificada como ‘eurocéntrica’, en
tanto que el sistema escolar en que hemos sido formados tiene
sus orígenes en Europa, y este sistema incluye una disciplina

34
conocida como ‘matemática’. Esta disciplina, o materia,
presenta cierto sistema formal para el manejo de los números,
y todas y todos terminamos convencidos de que este sistema –
que además resulta muy difícil de asimilar para la mayoría– es
la forma correcta de manejar cálculos. Al fracasar en estos
ejercicios académicos, damos por supuesto que somos malos y
malas en matemática. Y sin embargo, hasta las y los aplazados
en esa materia o que ni siquiera terminaron el ciclo básico,
suelen ser enteramente capaces de llegar al fin de mes sin
gastar en exceso de su sueldo, dan cambio en su puesto de
venta, calculan correctamente la lana requerida para tejer una
chompa, y así sucesivamente, todo sin llevar una contabilidad
escrita o ejecutar cálculos en papel. Un estudio sobre niños
que vendían en la calle en Brasil llamado ‘Diez en la calle, cero
en la escuela’ concluyó lo mismo que yo: que los
procedimientos matemáticos enseñados en la escuela
norepresentan las maneras en que la gente calcula en la vida
cotidiana, pero no conocemos otra manera que la escolar de
representar o registrar estos cálculos (Nave 1996)8. Con mayor
o menor dificultad y persistencia, es posible inducir a los y las
informantes a proporcionar los datos que permiten analizar
sus actividades según las reglas de la matemática académica.
Pero el hecho de que ellos y ellas no realizan cálculos
semejantes y quizás, si fueran obligadas a realizarlos, se
equivocarían, no debe ser tomado como prueba que tienen un
concepto de valor y medida totalmente distinto; muchas
personas consideradas de cultura enteramente occidental son
muy débiles en ‘mate’, sin que se lo tome como prueba de que
tiene otra cosmovisión. Por tanto, la aparente renuencia o
descuido de las personas con referencia a llevar una
contabilidad o registro preciso de montos y precios no
justifica el abandono investigativo del intento de medir y
calcular su producción y rentabilidad, no obstante los muchos

8
Esta autora destaca que la visión de una mentalidad primitiva o no occidental que maneja una
lógica ajena a la cuantificación no sólo ha sido aplicada a pueblos indígenas o habitantes del
Tercer Mundo, sino atribuida en los países occidentales a las mujeres como ‘amas de casa’,
debido a que –por ejemplo– cuando ellas cocinan, estiman las cantidades de ingredientes a
utilizar a ‘ojo de buen cubero’, sin pesar o medirlas con exactitud.

35
obstáculos metodológicos y teóricos para realizarlo frente a
economías no enteramente monetarizadas.
En la mencionada investigación de Kawsachun coca, hemos
concluido que las y los cocaleros no estaban vendiendo a
pérdida, incluso si hubiera pagado todos los costos de
producción en dinero, que no suele ser el caso; de hecho, una
de las estrategias distintivas de la economía específicamente
campesina es que se busca intencionalmente reducir al mínimo
los desembolsos en efectivo, para así retener mayor
proporción del ingreso en dinero recibido de la venta. Pero
estos cálculos incluyeron exclusivamente los costos de ese ciclo
de producción (cosecha, secado, comercialización y desyerbe).
Hemos renunciado al intento de incluir entre los costos una
suma correspondiente a la amortización de la inversión inicial,
o para expresarlo en términos cotidianos, restar del ingreso
una suma nominal que representa parte del costo de plantar el
cocal. Esto hubiera exigido un esfuerzo teórico que no fuimos
capaces de realizar; los textos sobre economía campesina en
los Andes no daban pistas al respecto, porque todos trataban
de cultivos anuales como papa o maíz, donde todos los costos
de implantación del cultivo tienen que ser cubiertos dentro de
un solo ciclo productivo, mientras que un cocal suele producir
durante unos veinte años al menos. Aun disponiendo, digamos,
de una cifra precisa del costo en dinero de plantar X cocal en
1992, es cuestionable si será válido restar una suma en pesos
bolivianos de 1992 del ingreso recibido en 2003, porque se sabe
que los precios han cambiado mucho desde entonces. Por
tanto, no confiamos en dividir por veinte la inversión inicial
(suponiendo que la vida útil de un cocal se toma como veinte
años, aunque puede durar más) y restar una tercera parte de
este número del ingreso bruto de cada cosecha (suponiendo
que hay tres al año). Fuimos informados que en la contabilidad
formal capitalista, cualquier bien de la empresa (maquinaria,
vehículos, etc.) debe amortizar su costo en cinco años, que
quiere decir que cada año se coloca una quinta parte de su
costo en la columna de ‘debe’, y a partir del sexto año deja de
figurar, esto independientemente de si sigue en servicio o si
36
ha sido descartado y reemplazado por otro nuevo. Es decir, se
trata de una convención que ni siquiera representa las
decisiones económicas reales de las empresas (aunque sí sirve
para permitir comparar la contabilidad formal de diferentes
empresas), y no hubo motivo para asumirlo en nuestros
cálculos.
En efecto, hemos tratado la inversión inicial cocalera
como si fuera a ‘fondo perdido’, es decir, dinero que se gasta
sin exigir luego que fuera devuelto o repuesto para mantener
un fondo de capital potencialmente líquido. Es posible que esto
represente el pensamiento de al menos algunas y algunos
cocaleros. También es posible que, al tomar en cuenta la
amortización, resulte que objetivamente sí estaban vendiendo
a pérdida, porque las ganancias obtenidas en cada ciclo
productivo en realidad no llegaron a cubrir la inversión
inicial, aunque sería sumamente difícil comprobar esto si se
asume un periodo de amortización de veinte años. No se puede
negar que la plantación de coca fue reconocida como un costo,
porque se hace énfasis explícito en ese hecho, pero no
acostumbran realizar cálculos parecidos para estimar cuándo
el cultivo ha ‘cancelado’ este costo, y sus conductas prácticas
son consistentes tanto con la idea de que, implícitamente, sí
evalúan que debe cubrir este costo dentro de cierto rato
(aunque éste no sea estrictamente definido como ‘tantos
años’), como con la que lo asume como fondo perdido, dirigido
a generar ingresos regulares sin que importe cuándo llegarían
a cubrir la inversión o si lo cubren siquiera.
Por ejemplo, cuando había la erradicación voluntaria a
cambio de un pago en dinero, los cocales ofrecidos para ser
erradicados eran universalmente ‘marrosos’, es decir, tan
viejos que era difícil creer que no hubieran amortizado su
costo bajo cualquier forma de calcular esto, y a la vez de
producción tan reducida que difícilmente hubieran cubierto
los costos inmediatos de producción al pagar todo en dinero.
Cada UD decide cuánta coca ha de plantar cada año en base a
factores individuales (disponibilidad de mano de obra propia,

37
de dinero en efectivo, y de terreno), pero a nivel general de la
región, cuando el nivel promedio del precio de la venta de la
coca es muy bajo, se nota que se planta mucho menos que
cuando el precio está en un nivel elevado. Las y los cocaleros
son enteramente conscientes de que el precio fluctúa en ciclos
tanto cortos (de meses) como largos (tendencias de años), y
que es imposible predecir estas fluctuaciones de manera
garantizada. En base a la experiencia de toda la vida, mientras
en épocas de precios bajos dijeron que eventualmente el
precio iba a subir de nuevo, cuando el precio está en un
promedio alto, siempre tienen en mente la posibilidad que en
cualquier momento puede volver a caer.
La opción de plantar poco cuando el precio está bajo
puede representar que hay poco fondo perdido disponible y
listo, o que con la actual tendencia de precios tardará mucho
en amortizar el costo, o sea, es una mala inversión, y es
preferible dedicarse a otros rubros y/o ahorrar el dinero
mientras tanto. Con precios altos, hay más recursos para el
fondo perdido, y a la vez se amortizará más rápido, así que no
importa si el precio colapse más tarde (y aunque sobreviene
una caída pronta e inesperada, si el periodo de amortización
implícita es de hasta veinte años, la experiencia apunta a que
en tanto tiempo habría vuelto a subir). Incluso, este
razonamiento justifica la inversión particularmente elevada
en hacer cocales de plantada, no sólo por motivos de tradición
y apego cultural (aunque estos motivos están presentes, por
ejemplo se estima la calidad técnica-estética de un cocal de
plantada especialmente bien hecho, y esta técnica es emblema
y orgullo de la zona cocalera ‘tradicional’), sino porque estos
cocales duran más9 y reducen los costos de producción en
cada ciclo de cosecha (menos mano de obra requerida en el
desyerbe). Entonces, serán preferibles tanto si sólo se piensa
en los costos inmediatos de cada cosecha y se ‘olvida’ el costo
9
Impiden la erosión y el desgaste del suelo debido a las terrazas o wachu bien formadas, y las
plantas tienen raíces más profundas debido a la cavada preparatoria del suelo. Ver capítulo 3 de
Spedding (2005) para detalles sobre técnicas, costos e ingresos en la zona tradicional y de
colonización de los Yungas de La Paz, y capítulo 4 del mismo para datos comparativos del
Chapare.

38
de inversión, como si se manejara un concepto implícito de
amortización (garantizada de ser cubierta tanto por la larga
duración del cultivo como por las ganancias mayores en cada
ciclo corto). Y ambos conceptos caben dentro del argumento
explícito de muchas cocaleras y cocaleros cuando destacan
que vale gastar al plantar coca, porque ‘es una bolsa de plata,
y cada mita (cosecha trimestral) vas a abrir la bolsa y sacar
plata’, es decir, genera un ingreso garantizado, aunque nadie
va a proseguir ‘y siempre vas a sacar lo mismo’.
También hay inversores capitalistas que prefieren una
inversión cuyos beneficios sean garantizados aunque a largo
plazo y reducidos, frente a una opción que ofrece la posibilidad
de ganancias elevadas y rápidas pero que son inciertas. La
segunda opción se conoce como ‘especulación’ y generalmente
es practicado por esos actores que disponen de grandes
capitales y cuya sobrevivencia personal no sería afectada a
sufrir algunas pérdidas. Los que disponen decapitales muy
reducidos (o actores como fondos de pensiones que manejan
un gran conjunto de capitales pequeños) están aconsejados de
optar para el primero, ya que una pérdida sí pondría en juego
la economía cotidiana de ellos o de sus representados; así que
tampoco es necesario proponer un concepto culturalmente
particular de ‘aversión al riesgo’ –y menos un concepto
totalmente distinto del tiempo (que gobierna la inversión) o
qué– para aplicar, porque las y los campesinos también
asumen la primera preferencia.

Conclusiones
Es siempre debatible atribuir motivos o razonamientos no
explícitos a cualquier actor, sea éste ‘occidental’ o no, aunque
el concepto de estructura social e incluso el de cosmovisión
suponen que, en el fondo, todas y todos las y los actores
sociales procedemos según pautas y direcciones que son
exteriores a nuestros pensamientos individuales y las
expresiones verbales quedamos al respecto. Mientras a mí me
39
incumbe intentar indagar más sobre las estructuras del
pensamiento económico de los y las yungueñas, espero la
presentación de investigaciones de contextos rurales y/o
urbanos actuales que puedan demostrar las prácticas del ‘vivir
bien’ y conceptos analíticos asociados que dan cuenta de estas
prácticas tan o más adecuadamente que los argumentos
expuestos arriba. También espero que no haya argumentos
que se escuden en atacar, o defender, una posición en base a
las características de su autor o autora (‘quedan atrapados en
un pensamiento fundamentalmente cristiano que no permite
ver otra realidad’, ‘critica mis escritos porque soy intelectual
indígena’10), descartan datos empíricos, descalificando a las y
los sujetos de la investigación (ellos o ellas serán
‘aculturizadas’, ‘mercantilizadas’, etc., y por tanto no son
ejemplares auténticos de la filosofía indígena en su expresión
vivencial), o aceptando que son indígenas, pero atribuyendo
los elementos de su práctica que están en desacuerdo con el
deber ser propuesto de dicha filosofía a la contaminación de la
opresión capitalista/el Estado q’ara/la nefasta globalización
(etc.). Ya es conocida, por ejemplo, la versión de esta última
postura que admite que hay violencia conyugal en las
comunidades indígenas, pero la atribuye a la intromisión de
fuerzas ajenas a su cultura, porque en la cultura indígena la
relación entre los géneros es de complementariedad
armónica.
Mientras la primera rebatida huye del debate abierto y
evalúa la validez de una propuesta, no en base a su contenido,
sino según el origen social de la persona que lo escribió, la
segunda y la tercera hacen que la auténtica cultura indígena
quede siempre fuera de nuestro alcance, en algún rincón
aislado del territorio donde aún no ha llegado la escuela ni el
mercado, o –con mayor frecuencia– en un pasado de fecha
incierta cuando sí repartían los terrenos cada año, celebraban
los ritos con prolijidad y participaba absolutamente toda la
10
Estas citas no representan hombres de paja (es decir, opositores inventados), sino que
provienen de encuentros reales, pero por respeto a las personas me abstengo de indicar
identidades y contextos que puedan dar lugar a su identificación.

40
gente, pero cuando llega el investigador actual, siempre
resulta que han dejado de hacerlo y tiene que apoyarse en
relatos de recuerdos de la infancia o sino ‘lo que me contaba mi
abuelo’. Dado que esta comunidad aún intacta no está
accesible en el espacio-tiempo presente, dar curso libre a
retratarlo liberada de anclaje en cualquier espacio
regional/ecológico y tiempo definido –un ejemplo es el ayllu en
‘Retorno al ayllu I’ de Fernando Untoja– o sino confeccionar un
retrato sintético que combina relatos y recuerdos del pasado
con datos contemporáneos. Tal retrato, situado en el espacio,
puede mencionar fechas concretas, pero un examen minucioso
revela que no es claro cuáles de las prácticas referidas
describen costumbres del pasado y cuáles eran vigentes
durante la estadía del investigador11. Por tanto, no se sabe

11
Creo que esto es más frecuente que se puede suponer, y no se limita a los estudios más
ideologizados o superficiales. El capítulo 3 sobre el sistema de autoridades comunarias,
‘El thakhi comunal’, del texto que ya se puede llamar clásico de Albó y Ticona (1997), se
inicia declarando ‘presentaremos los rasgos principales … tal como se ha mantenido …
hasta la época de la sindicalización campesina, tras … 1953’ (p.65), que sugiere que el
presente etnográfico será ‘antes de 1953’, pero en la p.66 prosiguen ‘Nuestra
reconstrucción se basa en un conjunto de principios que han seguido vigentes incluso
después de aquellos cambios’, que parece sugerir que al escribir en tiempo presente bien
puede estar describiendo no ese presente etnográfico pasado, sino las prácticas de fines
del siglo XX. La exposición vacila entre indicaciones temporales poco precisos (‘La
forma relativamente contemporánea’, p.68, que deja en duda si era contemporánea
cuando hicieron el trabajo de campo, a mediados de los 1990 –¿o tal vez ‘contemporánea
hasta 1953’?–o ya era parte del pasado) y diferentes tiempos verbales (‘Tradicionalmente
en Sullka Titiri ha habido tres mallkus … En Titik’ana Takaka son cuatro’ –énfasis mío–
que no aclara si actualmente son tres en Sullka Titiri, o ya no, mientras el párrafo termina
con una referencia sobre ‘otras comunidades’ que habla de ‘los años cuarenta’ y proviene
de una publicación de 1963 (p.81). Albó indica que se incluye datos que él iba recogiendo
en la zona desde 1971 (nota de pie, p.65), pero el texto no señala cuándo el presente
refiere a lo que vio o escuchó sobre prácticas vigentes en esas fechas pos 1953 ó cuando
trata de datos procedentes de ‘recuerdos orales’ (p.72) y a qué época referían esos
recuerdos. En resumen, no me fue posible comprender en qué época hubieran sido
vigentes todos los elementos del sistema de autoridades comunales que se describe. Ya
que la breve mención de 1953 no se vuelve a repetir, y tampoco se indica ‘en tal lugar
hasta 1975 (o cuándo fue la última vez que se dice haber seguido con esa práctica antes
de abandonarlo) hay/había tales autoridades’, una lectura corriente, como la que yo
misma hice antes de este texto, da la impresión de que este sistema efectivamente se ha
mantenido hasta la actualidad, y en tanto que una se dé cuenta de la referencia a
recuerdos orales, dan la impresión de servir para comprobar que se han mantenido las
costumbres ancestrales, en vez de contribuir elementos para una ‘reconstrucción’ de un
sistema que incluye una parte nunca aclarada de prácticas que ya no se realizan.

41
cuándo el conjunto descrito era una realidad, y si es que había
alguna vez dónde se hacía todas esas cosas. Hay una suposición
de que si ahora se hace Y y se dice que en el pasado se hacía X,
en el pasado se debería haber hecho Y y también X, sólo que
ahora se ha dejado de hacer X, porque las únicas posibilidades
para las tradiciones culturales son mantenerse tal cual o sino,
empobrecerse. No se considera que algunos elementos de
ahora no eran corrientes en el pasado ni se pregunta al
respecto, excepto si algún informante menciona
espontáneamente que ‘antes’, cuando se hacía X (o Z que sí se
sigue haciendo ahora) no se realizaba el elemento actual Y, o
cuando Y exhibe aspectos tan evidentemente recientes que es
imposible que se habría hecho eso en la misma época que X (y
en ese caso, muchas veces se procede a deplorar la
inautenticidad de Y, cuando no eliminarlo enteramente del
texto donde se presenta los resultados sistematizados).
Debo aclarar que de ninguna manera estoy en contra del
uso de relatos sintéticos como una forma de sistematizar la
información, y mucho menos propongo que toda etnografía
debe restringirse a lo estrictamente sincrónico aunque resulte
enteramente fragmentario e inadecuado para dar lugar a una
visión de conjunto. Pero considero que se debe explicitar la
procedencia y el uso que se ha dado a los diferentes datos
utilizados para sintetizar el relato, e indicar hasta qué punto
se está intentando (re)construir un retrato empíricamente
valido de la situación para determinado periodo histórico, o si
se busca más bien conformar una especie de tipo ideal
weberiano, definido de antemano como algo que jamás habría
existido necesariamente tal como se lo especifica, pero que
sirve como herramienta para analizar y comparar diversos
casos reales según su grado de cercanía a este modelo, o como
variantes de este esquema general. Tal comparación no
acarrea una evaluación moral o una denuncia de los casos
reales que se aparten del modelo, no importa que las y los
denunciados sean las y los actores desviados (como traidores a
su herencia cultural) u otros actores externos (como malvados
etnófagos, imperialistas o explotadores), sino que se apunta a
42
identificar los factores que explican por qué las prácticas
expresan tal variante y por qué se habría abandonado,
transformado o sustituido elementos dados en el curso del
tiempo. La corrección política de hoy no debe expresarse en la
defensa a ultranza de cierta postura teórica o grupo social,
sino en reconocer que todos y todas tienen derecho a su
propia opinión y son capaces de tomar decisiones autónomas,
incluso cuando caen bajo presiones externas fuertes (como en
el caso, por ejemplo, de la obligación de cumplir con las
formas del culto católico en los Andes a partir del siglo XVI).
Es posible ver los textos sobre suma qamaña como pasos
hacia la elaboración precisamente de un tipo ideal de sistema
social y económico, impulsado no en base a una inquietud
intelectual de cómo interpretar hechos observados, sino a una
posición política que se opone a la discriminación, desigualdad
y destrucción ecológica que observan en el sistema
actualmente dominante, y rehúsan aceptar que (como solía
decir Margaret Thatcher referente a su política neoliberal) ‘no
hay alternativa’ (there is no alternative). Pues ¡adelante! Si se
está escribiendo un manifiesto político, la finalidad es animar a
las y los lectores a militar en esa corriente; en ese sentido, no
importa que –por ejemplo– el retrato que Fausto Reynaga
ofrece del Tawantinsuyu no sea muy exacto en términos de la
evidencia histórica al respecto. Pero el entusiasmo militante
poco sirve si no se le proporciona pistas para la acción en pos
de las metas propuestas, y para esto es necesario aterrizar la
filosofía en referentes empíricos, aún más cuando se
argumenta que se trata de una visión del universo (y no sólo
de la sociedad humana, o algunas sociedades dentro de las
muchas que existen o han existido) que ha sido ignorado,
incomprendido y relegado. Tal vez los ‘indicadores del vivir
bien’ como componente de políticas públicas harán algo para
lograr esto (falta ver si se concretizan, y cómo). El reto para el
suma qamaña es inventar un lenguaje común, y junto con ello
acciones comunes, que harán escuchar a las y los ‘sordos’ del
otro lado (de repente yo entre ellos) e indican el nuevo camino
por donde todas y todos debemos andar.
43
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