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EL ZOO VISUAL De la televisión espectacular a la televisión especular

Gérard Imbert

De la espectacularización del debate a los rituales circenses

Como hemos visto en el capítulo 3, la lógica del espectáculo se extiende al


conjunto televisivo, afectando también a los discursos referenciales, tanto en su
modalidad estrictamente informativa (Telediario) como en su modalidad
metadiscursiva: programas de debate, de reflexión sobre los grandes temas
sociales o los pequeños aconteceres cotidianos. Nos centraremos ahora en
este segundo aspecto.
Esta espectacularización procede sin duda de una contaminación del talk
show como programa-contenedor; éste se impone como formato canónico o
modelo formal, produciéndose un traslado de las técnicas del talk show y de las
variedades al debate televisivo, con una escenificación dramatizada del habla
pública. Con esto se transforma el debate intelectual en espectáculo de
personas y la confrontación de ideas -esto es, el diálogo- en explosión de
voces inconexas: enfrentamiento de «puntos de vista» a menudo antagónicos,
generalmente incompatibles, que se degrada en enfrentamiento de personas.
Se diluye asimismo la calidad del discurso público, degradándose la opinión
pública en opinión común, en discurso trivial. Éste se inscribe en una libido
loquendi como escribe Claudio Magris (citado por Bettetini y Fumagalli, 2001):

La sociedad de la opinión tiende a poner todo en el mismo plano, en una suerte


de bazar indiferenciado en el que cada cosa y su contrario resultan ser simples
optional bajo la consigna de un «hablemos» universal. Esta permanente mesa
redonda, en la que expertos sobre moda o sobre Dios dan su opinión sobre
todo, se transforma en una parodia de la gran tolerancia democrática y liberal
que había en sus lejanos orígenes.

¿Cuál es la clave de esta degradación del habla pública? Está en la lógica


misma del espectáculo.
I. El debate como espectáculo

Lo mismo que existe una puesta en imagen de la actualidad en los medios


escritos, se produce aquí una puesta en escena del habla, en su
performatividad misma. Es el acto de habla el que da cartas de realidad al
discurso e instituye la realidad de la información, estableciendo al mismo
tiempo «sujetos de discurso», sujetos hablantes cuya competencia -en un acto
performativo- es fundada por la performance discursiva. El verse proyectados
en el discurso público les confiere un cierto estatus, crea imágenes de marca,
los consagra como sujetos de poder, como portavoces legitimados del actante
colectivo: se establece así un discurso de autoridad dotado de un cierto poder-
decir.

Hoy este discurso se ha trivializado -se ha generalizado y degradado-, sin


duda por el peso de una práctica procedente de Estados Unidos, el talk show,
que es un formato que mezcla debates y variedades. Es más, de tanta
espectacularización, el debate público es tratado como variedad o
entretenimiento, cuando no como juego. Son reveladores, a este respecto, los
protocolos de presentación de estos programas, a menudo inspirados en el
mundo del espectáculo, en particular la escenografía y los recursos para-
verbales que «introducen» el debate, es decir, la toma de palabra.
Podríamos incluso establecer un símil entre el periodismo escrito y el
audiovisual, entre el juego de titulares, citas y fotos en la prensa
sensacionalista y los procedimientos de escenificación del presentador. En
muchos programas de debate, como pudieron ser, en los años ochenta, los de
Jesús Hermida, que fue precursor de esta espectacularización del debate (y
que, sin embargo, ya no es el compendio de tics y estereotipos que fue
entonces), podríamos distinguir varios modos de presentación recurrentes que
instituyen una verdadera ritualización del acto de habla:

- El soliloquio del presentador que hace las veces de preámbulo. - La presencia


-muda, puramente representativa- de los invitados, que sirven de valedores del
programa mediante la simple visibilización de su competencia, explícitamente
confirmada por su presencia física.
- El suspense creado por el presentador, que juega con el efecto de sorpresa
ligado a la identidad del invitado-estrella y acentúa el prestigio tanto del invitado
como del presentador que ha sabido «captado» para su programa.
- El anuncio, al modo circense, con música rimbombante y aplausos de
acompañamiento, del famoso de turno.
- El «efecto de pasarela», gracias a las tomas panorámicas, los zooms, picados
y contrapicados que escenifican la entrada del invitado, encarnación de un
habla modélica.
- Una vez empezado el debate, las tomas de palabra, que son como un cuerpo a
cuerpo, las más de las veces limitado a una colección de puntos de vista (más
que de análisis), producen un «efecto de revista» dentro de un «pret-a-penser»,
un pensamiento-variedades.

Una vez más estamos ante un doble proceso de autentificación (el efecto de
realidad del que hablaba antes): un efecto de directo o, como lo llama Alain
Ehrenberg (1995), un «efecto de presencia», redoblado por un efecto de
discurso: una toma de palabra que es también un tomar cuerpo (el padre
Apeles es la encarnación literal de esta toma del discurso como si de una toma
de posesión física, ¡bélica incluso!, se tratase). Se da obviamente aquí un
abuso de visibilidad: no por estar físicamente presente y dominar mediante la
oralidad, uno es más contundente en las ideas.
Por otra parte, lo mismo que hay una visibilidad excesiva, también existe una
invisibilidad abusiva, tan estereotipada ésta como aquélla, como ocurre en los
disfraces de los testigos que no quieren ser reconocidos. Llamaba la atención,
en un reciente debate sobre el incesto, las intervenciones de unas esposas
cuyos hijos habían sido víctimas de abusos sexuales por parte de sus padres.

En una verdadera visibilización de lo invisible, se asistía ahí a una


escenificación del anonimato: unas señoras que, para no ser vistas, llevaban
todas las mismas enormes gafas negras, como las que son de recibo llevar en
los entierros, pelucas desbordantes y llamativas (que no paraban de manosear
como si de un cuerpo extraño se tratase), más propias de artistas de revista de
cabaré en busca de contrato que de madres compungidas; y, finalmente, unos
aires de anonimato, una manera de estar ahí sin darle mayor importancia
continuamente corroborada por el decir y el actuar del conductor del programa.
Podrían haber aparecido en la penumbra, de espaldas o con la cara oculta.
Pero no, hasta en el anonimato se daban a conocer mientras procuraban no
ser reconocidas. Y, para mayor efecto, todas iguales, conforme a un código del
aparecer, una idéntica manera de ostentar como panoplia los signos de
pertenencia al grupo.

II. El debate como ritual de combate

En el debate espectacular la confrontación de ideas deja paso a un careo de


personas. Como en el reality show, es un verbo hecho cuerpo, un «diálogo»
encarnado en actores de sí mismos que «representan» -dramatizándolas-
distintas «posturas» o tomas de posición que, literalmente, se pueden convertir
en agresividad verbal e incluso física.
El ya citado padre Apeles, cuyas intervenciones terminaron a menudo en
enfrentamientos físicos, es la lamentable encarnación literal de esta conversión
del debate en verdadero pugilato.
El diálogo se torna entonces una lucha cuerpo a cuerpo y la dialéctica del
intercambio intelectual en un puro cara a cara de posturas exacerbadas, cuya
incompatibilidad es agudizada por la necesidad de afirmar -imponiéndola- una
postura que no admite matizaciones ni permite avanzar en el debate. La
finalidad es la victoria de un sujeto o un bando sobre otro, lo cual trivializa toda
noción de «sector de opinión», degradando así la idea misma de opinión
pública. Da por otra parte una triste imagen del debate democrático, en
particular para el público infantil, propiciando un consumo lúdico, bastante
nefasto para la imagen del discurso público, donde lo que se aprecia es más la
habilidad en saber manejar la imagen que las ideas. Una vez más prevalece la
función de entretenimiento sobre la función didáctica y la comunicación se
limita a la performance formal.
La lógica que impera aquí es antitética (de oposiciones irreductibles), la
moral es maniquea y la lección es de poder, encerrando una enorme violencia
simbólica: para hacer valer las ideas hay que imponerse -verbal y físicamente-
al otro; de ahí las voces, los gritos, los soliloquios, las interrupciones, los
solapamientos de discursos que se producen continuamente en estos debates,
llevando a cabo, hasta su caricatura, la asimilación entre palabra y acción, en
ciernes en el reality show. Triste lección de diálogo para las jóvenes
generaciones.

El plató de televisión se convierte, pues, en ring, el espacio público en un


ruedo, y el intercambio, liberado de toda regla, en caricatura de foro. Esta
visión maniquea no deja de reflejarse en los nombres de dichos programas:
Moros y cristianos (Tele 5), y hasta en la conformación del espacio, con una
división entre «bandos».

El espacio comunicativo se transforma en espacio pasional, de corte patémico,


donde el pathos -la expresión inmediata, salvaje, de las pasiones-, lejos de ser
un lenguaje, como puede ocurrir en el talk show, o incluso una liberación
personal que permita acercar posturas, posibilitar reencuentros o fomentar
reconciliaciones, es aquí una exacerbación de lo irreconciliable que agudiza las
oposiciones, y vuelve imposible, las más de las veces, el entendimiento (la
conciliación de posturas).
Se imponen así verdaderos rituales de combate a partir de una
espectacularización del habla y de su puesta en escena. Quedó patente, en la
década de los noventa, en programas como Moros y cristianos (primera y
segunda época en 1993, con un revival al final de la década) y, en otro ámbito,
en Los comunes (programa efímero de Jesús Hermida en 1999). También en
determinados talk shows donde tiene su lugar el debate en forma de tertulia o
entrevista dramatizada y cotilleo: programas de Pepe Navarro (Esta noche
cruzamos el Mississippi en Tele 5 y La sonrisa del pelícano en Antena 3 a
finales de 1997) o Tómbola y, en clave entre paródica y lúdica, Crónicas
marcianas de Javier Sardá.

III. El circo televisivo

En todos estos programas la función mostrativa es fundamental, con una


tendencia clara al esperpento, seguramente muy anclada en la tradición
española. Hay en ellos lo que podríamos llamar una gran corporalidad: de
acuerdo con un código literal, una importancia del mostrar teatralmente, del
plasmar físicamente la expresión de las ideas, que delata una preponderancia
del sentir sobre el pensar, una hegemonía de lo pasional en detrimento de lo
racional.

Como botón de muestra, esta manera muy mediterránea de recurrir al gesto


para apoyar, prolongar o incluso sustituir a la expresión que tenía un taxista,
encarnación de la voz de la calle, i quien, en un programa de Moros y
cristianos, al haber agotado los argumentos, se abrió la camisa exclamando
«¡Mi honradez es esto!»: hombre «de pelo en pecho» para una televisión «de
tripas al aire» que airea y ostenta la expresión in-mediata, en directo, del sentir
como si ello fuera garantía de autenticidad; una televisión que repite
enfáticamente: «Estamos en directo», «Esto es la realidad», como si, en un
acto performativo, el simple hecho de decirlo/mostrarlo diera carta de realidad a
lo mostrado; y donde el presentador oscila entre el bufón, heredado de la
commedia del/'Arte, y un deus ex máchina, sacado de un auto sacramental,
figura evanescente que se borra, se retrae, para dejar hablar a la vox pópuli.
El plató llega a ser así espacio literal de mostración, espacio teatral,
mimético por excelencia, lugar de lo espectacular, lo vistoso, lo impactante.
Este rasgo se traduce también, en el mismo programa, en efectos tanto
sonoros como visuales: anuncio del presentador al modo del boxeo, gritos del
público, utilización de rótulos para situar a los contertulios en «pros» y
«contras», interrupción del debate para dar la palabra al «pueblo llano», a los
ciudadanos de a pie, visualización del resultado de las votaciones de los
espectadores, y todo un ritual participativo en el que se contabilizan votos y
demás muestras de «opinión». Todo ello al amparo del entretenimiento:
«Tenemos una larga noche de debate intensa, pero también entretenida», y
bajo los ropajes de un presunto hacer democrático que da la palabra a «todos».
Esta función de mostración tiene mucho que ver con el código circense,
tanto por el papel de animador-amigo del presentador --con una fuerte función
fática (Jakobson), de contacto- como por el papel activo del público en forma
de rituales participativos (aplausos para animar a los concursantes o incluso
intervenciones para ayudarles, presencia de familiares, etcétera). Este último
rasgo acerca estos programas a los concursos televisivos, revelando una
hegemonía del modelo representado por el talk show: la consagración de la
prestación oral como acto físico, performativo, que le da realidad y precio a la
producción del sujeto en el espacio público.
Como en el juego-concurso se produce una espectacularización del
intercambio que afecta a todos los componentes de la estructura comunicativa:
el producirse en el escenario televisivo acaba siendo el objetivo principal del
acto comunicativo -«Lo importante es participar»- como si la producción en sí
ya fuera una prestación, al margen de la ganancia. Estamos aquí ante una
inflación de las formas (de la estructura comunicativa) que nos sitúa más allá
de los contenidos; al margen de la finalidad lucrativa, de la idea de ganancia,
hay un capital simbólico consistente en el acto mismo de mostrar.

Lo que «vende» la televisión es tanto la comunicación misma como lo que


se comunica; de ahí, en los concursos de respuesta por lista cerrada, la
importancia del factor suerte en la consecución de la buena respuesta. Importa
menos, al fin y al cabo, la cultura del concursante -su bagaje de saber, su
«preparación»- que la habilidad en elegir, las más de las veces al azar, la
respuesta adecuada.
Tal vez este parámetro -la gratuidad del acto- sea tan importante como la
ganancia económica y la clave de la fascinación que ejerce sobre el
telespectador. Hay aquí una ganancia simbólica: el seguir ahí, el seguir
«chupando cámara», el ser visto por amigos y familiares. Esto se ve acentuado
en los recientes programas donde se pone precisamente a prueba la capacidad
de aguante del concursante, como ocurre, por ejemplo, en La silla.

IV. De la trivialización del debate a la frivolización del presentador

En la conversión del debate en circo televisivo, la figura del presentador es


clave, con cambios sustanciales en su estatus y papel narrativo. Ha sido
especialmente llamativo en los grandes talk shows de prime time, que han ido
desplazando a las tradicionales variedades de la paleotelevisión.
Formato-ómnibus, este nuevo tipo de programa se caracteriza por la
heterogeneidad de contenidos y tratamientos y por su larga duración. Aunque
entra dentro de los programas de variedades (J. Barroso, 1996), los cuales
combinan el humor y la música principalmente, adopta una perspectiva más
amplia incluyendo entrevistas, parodias de ficción, bailes, malabarismos y
espectáculos. Es un tipo de «programa-global» que corresponde perfectamente
al modelo de la neotelevisión formulado por Cassetti y Odin (1990) como «flujo
continuo, aunque microsegmentado y sometido a rápidas variaciones de
intensidad, indeterminación y polivalencia».
Estos formatos, a la par que mantienen una línea de diversión fiel a los
programas-contenedores, con su heterogeneidad de contenidos de
entretenimiento -música, habilidades, chistes y demás payasadas de la
televisión comercial-, han sabido integrar temas de debate tratados al modo
conversacional y ameno, en particular en temas «sensibles» y morbosos como
pudieron ser todos los relacionados con la intimidad de los famosos,
escándalos y actualidad negra. Sin duda, con esto recogían la demanda difusa
de un público popular cansado de la política, amenazado por la crisis
económica y deseoso de evadirse.

Con el auge de la televisión privada, se acentuó esta línea híbrida y se


asentó un modelo de talk show representado en sus inicios por los programas
de Pepe Navarro (Esta noche cruzamos el Mississippi y La sonrisa del
pelícano). El año 1997 fue la culminación de lo que se dió en llamar la
«telebasura». La sonrisa del pelícano, con su peculiar corte de los milagros,
creó una esperpéntica galería de personajes, cultivando una habilidosa mezcla
de humor, sexo y truculencias.

Tuvo sus momentos estelares y puntas de audiencia con las fanfarronas


declaraciones de Mario Conde sobre la poca importancia que tenía para él ir a
la cárcel, las confesiones del travestí Cristina La Veneno y, sobre todo, las
presuntas revelaciones sobre el caso Alcasser en forma de culebrón.
Entre insultos y polémicas activadas -cuando no inventadas- por Pepe
Navarro y sus carnavalescos detectives, se desgranaron con todo lujo de
detalles escabrosos los pormenores de las violaciones de las cuatro chicas,
todo ello entremezclado con largas secuencias sobre el coito de las tortugas y
de las nutrias; no faltaba un reportaje «guarro» sobre un músico roquero que
declaraba: «Me vaya cagar en todo lo cagable», detallando su afición a
ensuciar las paredes cuando sufría descomposición intestinal, o las
interminables disquisiciones sobre el tamaño del cipote del conde Lecquio,
propenso siempre a promocionarse a sí mismo y a la discoteca que
«representaba».
Todos los «demonios familiares» de la España cañí (negra, rosa, amarilla)
están presentes en este combinado de lo morboso y de lo kitsch: las fantasías
sexuales masculinas, con demostración in situ, los caprichos del caniche
Trotski que su dueña Sara ha adiestrado para que tome parte en los actos
sexuales de sus clientes, el intento de exorcismo sobre una endemoniada
burgalesa o, a instancia de Pepe Navarro, la llamada telefónica del anticristo
que aparece acto seguido en pantalla, sin olvidar los numeritos de travestidos y
demás mariconadas, todo ello bajo el sello de la modernidad y la liberalización.

Los directivos de Antena 3 no paran de congratularse. Anunciada a bombo y


platillo por el presidente del grupo como «una programación de calidad que
fomenta los valores éticos y humanos», la nueva rejilla de Antena 3 va a
consagrar a Pepe Navarro como la estrella del momento, presentada por el
entonces director de la cadena como «un símbolo de modernidad y de espíritu
revolucionario» (sic). El pelícano sonríe como nunca, el ranking aumenta y todo
va bien en el país.
Más allá de la degradación de los contenidos y de la trivialización del debate,
se legitima aquí un modelo televisivo centrado en el carisma del presentador,
ya no el presentador pasivo, cortés y distante -yerno ideal- de la
paleotelevisión, sino un presentador hiperactivo, mordaz, partícipe en el juego
televisivo y que es un elemento más de la estructura comunicativa: la figura del
presentador se frivoliza. Esto, y la integración participativa del público, marca
una modificación sustancial del contrato comunicativo, un desplazamiento de la
dinámica -de los contenidos hacia las formas- y una polarización en torno al
dispositivo comunicativo.

Más que nunca, «lo importante es comunicar», y el presentador, cual un


Monsieur Loyal del circo, es una pieza fundamental de esta mecánica lúdica.
Se van a multiplicar desde entonces los presentadores amenos, morbosos,
provocadores, hermanos, payasos, «cachondos», hasta crear, con la
complicidad de animadores, colaboradores, invitados especiales y demás
piezas del espectáculo televisivo, una auténtica tipología del nuevo hombre
televisivo que va a integrar pronto una dimensión paródica.
Se consagra así una verdadera cultura del cachondeo donde ya nada se
toma en serio: ni los contenidos, ni las personas; donde nadie está ya en su
sitio, donde la representación misma se desdobla, siendo a la par presentación
de los hechos y su propia parodia.
V. Crónicas marcianas o la televisión que se parodia a sí misma

Esta inclinación hacia la autoparodia alcanza su máxima expresión con el


programa de Javier Sardá en Tele 5 Crónicas marcianas. Nacido como una
alternativa crítica al «modelo» Navarro, este programa va a caer muy
rápidamente en una parodia de sí mismo y de la televisión en sí, asentando
esta cultura del cachondeo a la que nos referíamos antes y llegando a una total
hegemonía de audiencia, sólo superada por el posterior fenómeno Gran
Hermano y Operación Triunfo, de los que por otra parte va a aprovecharse.
¿Cuál es la clave de tal éxito? Primero la estructura formal del programa
que, fiel a la ley de la variedad, mantiene una diversidad de espacios y
heterogeneidad de contenidos que evita aburrirse. De esta manera se crea una
dinámica que elimina la necesidad de hacer zapping, manteniendo además la
expectación con el anuncio de espacios estelares dentro del propio programa.
En esto es un programa que ha integrado a su forma narrativa el fenómeno del
zapping: es en sí un programa-zapping.

El tono, también, es lo suficientemente ligero, insolente e irreverente como


para alcanzar un cierto nivel paródico con respecto al propio discurso televisivo.
En Crónicas marcianas todo es posible, llegando incluso a ser a veces
impensable, como en la ficción; el programa juega continuamente con este
efecto de sorpresa. Al situarse en el antimodelo, se puede permitir todos los
excesos: gritos, peleas (siempre simuladas), palabrotas (deliberadamente em-
pleadas pero controladas); hasta la violencia verbal e incluso física son
espectaculares y se inscriben en el código circense: estamos en el esperpento,
donde todo se amplía, sale de lo habitual, cobra dimensiones casi surrealistas,
alcanza una cierta locura y juega con situaciones inverosímiles, siempre al
límite de lo grotesco.
De ahí la presencia de personajes esperpénticos, incluso físicamente, como
el enano Galindo, o extravagantes, como Boris, capaces de subirse literalmente
a una mesa y parodiarse a sí mismos. Son caricaturas -perfiles-límite-, lo saben
y juegan con ello, con las identificaciones y las identidades.

Crónicas marcianas es el fiel reflejo de una cultura del exceso como es la


mediática, tanto en los contenidos como en las formas. Aquí no hay límites ni
en los temas de los que se habla ni en la manera de tratados: se puede hablar
frívolamente de temas graves o gravemente de temas frívolos; por eso hay una
galería de contertulios tan heterogénea. En ello reside su función carnalavesca
(Bajtin): en invertir/perturbar papeles y liberar las inhibiciones.
El exceso se plasma hasta en las formas narrativas, alcanzando un
barroquismo de las formas que es otra característica de la cultura mediática:
ritmo trepidante con lo que Barroso (1996) llama una «hiperactividad del
plano», efectos digitales (deformaciones, transformaciones) que acentúan su
cariz ficticio, efectos sonoros y luminosos variados, cambiantes, que
acompañan las revelaciones o las frases ingeniosas de los presentadores,
puntuando en todo momento el relato, y una escenografía aparatosa que
recuerda una nave espacial y sitúa inmediatamente el discurso en otro registro,
remitiendo a otro mundo.

Como en la tradición epistolar del siglo XVIII (Cartas marruecas de Cadalso,


Lettres persanes de Montesquieu), es este décalage el que permite liberar el
discurso, desinhibir el lenguaje y desatar la crítica. ¿Quién no se acuerda del
señor Casamajor, prototipo del catalán listo y guasón, encarnación del seny,
que había inventado Sardá durante la Transición en su crónica radiofónica para
despotricar sobre lo político, hablando de lo humano y de lo divino con él?
Pero esta hipertrofia de las formas es ambivalente y ahí está el permanente
peligro de trivialización del discurso: lo importante, al fin y al cabo, no son tanto
las ideas, los contenidos, como la forma de defenderlos, de acuerdo con una
lógica espectacular que privilegia sistemáticamente lo extra-ordinario: lo fuera
de serie, lo impactante, lo insólito y hasta lo monstruoso. Finalmente, es
imposible entender el programa sin referirse a la figura del director y al estilo
peculiar que ha impuesto al lenguaje televisivo.

VI. El presentador, por encima del bien y del mal

Javier Sardá ha jugado aquí con una ambivalencia total: primero en el tono, con
un estilo que rompe moldes, mezcla de una seriedad de fachada con un
calculado cachondeo y de una pretendida timidez con un falso morbo.
Ambivalencia, también, en su situación como enunciador, a la vez dentro y
fuera de la estructura comunicativa, que puede estar muy presente y retirarse
de repente del juego, delegar la palabra a otros coanimadores, que sabe ser
discreto pero que interviene en el momento oportuno, volviendo cuando los
otros se pasan, que sabe escuchar y cortar.
Ese estar al mismo tiempo dentro y fuera del dispositivo espectacular crea a
su vez un doble régimen de realidad y de recepción del mensaje que juega con
la enunciación y los papeles establecidos, diluyendo la frontera entre
presentador y animador, narrador y actor. Esta reversibilidad de los papeles
condensa y prefigura una evolución de la neotelevisión hacia productos cada
vez más híbridos que establecen una relación lúdica con la representación
misma, llegando incluso a ubicarse en una situación metadiscursiva (véase,
más adelante, el capítulo 10): una televisión que evoluciona hacia una cierta
reflexividad, que se escenifica a sí misma y es capaz de hablar de otros
programas o de autoparodiarse.
Hay en Sardá todo un arte y un código de la gestualidad, de los guiños de
ojo, de la sonrisa o del levantamiento de cejas, que, de súbito, da otra lectura -
distanciada, autorreflexiva o metadiscursiva- a cualquier situación. Sardá puede
hacer de presentador serio y animador pillo, de intelectual y de pasota, pero
siempre dotado de un poder absoluto sobre su creación: como Kristof, el
«Creador» de El show de Truman, está presente hasta en sus silencios y la
cámara no deja de enfocarle.

Es como una parodia del deus ex máchina, del narrador omnisciente de la


novela realista del siglo XIX. Figura amena pero paternal, es la encarnación de
la cordura dentro del (supuesto) caos, un representante de la razón dentro de
la (aparente) sinrazón. Es padre y colega a la vez que recrimina suavemente,
que llama al orden cuando ya se ha instalado el desorden, que invoca el buen
decir después de dichas las palabras malsonantes.

Esta actitud le confiere un estatus distante, como por encima del bien y del
mal, pero también de la realidad y del simulacro. Como en una «mise en
abyme» o un juego de cajas chinas, el director es espectador de su propio
programa, testigo dentro del espectáculo de la locura del mundo, juez y parte al
mismo tiempo. Instancia escópica que no deja de observar la realidad que él
mismo ha generado, es la encarnación simbólica del ojo del espectador,
aunque sea un espectador ideal, distante, crítico e inteligente.

Este juego de cajas chinas se ve acentuado por otra tendencia a la


reflexividad en la que el medio se pone en situación metadiscursiva, como
ocurrió durante la primera versión de Gran Hermano con la retransmisión
regular de imágenes y resúmenes de los mejores momentos (o los más
polémicos), los cuales eran analizados, comentados y parodiados por los
animadores de Crónicas marcianas, con la colaboración de familiares y
«expertos». Se creaba así una especie de actualidad interna al medio,
generada por él. Luego se ampliaría el tiempo dedicado a este comentario con
la simulación de una supuesta labor periodística de análisis y contraste,
mediante un despliegue informativo sobre los sucesos acaecidos en la casa de
Soto del Real, como si de actualidad nacional o internacional se tratara.
Con este discurso autorreferente se acentúa la impresión de hiperrealidad:
una realidad generada por el medio dentro de la propia cadena. El medio habla
de sí mismo, contituyéndose en reflejo, no del mundo real, sino del mundo
creado por él a modo de simulacro, legitimando la importancia del programa
Gran Hermano.
Se diluye así la figura del presentador como instancia institucional, investida
de un poder de representación, para dejar paso a una figura difusa,
desmultiplicada en otros tantos animadores; un presentador que se
automargina, que juega con la transgresión de los códigos de presentación y
las reglas de la comunicación televisiva, y hace las veces de moderador de los
otros copresentadores.

Contrastando con el egocentrismo de Pepe Navarro, Javier Sardá es todo


sobriedad (por lo menos aparente), intervencionismo comedido, al servicio de
un equipo, como a la escucha del rumor del mundo y de las voces de sus
habitantes, como dejando hablar a la realidad misma. Con esto refuerza la
ilusión de transparencia y el hiperrealismo televisivo, aunque aquí se trate de
una realidad autorreferente, reflexiva, que no está tan alejada de la realidad
creada por los reality soaps (programas de realidad y concursos).

Conclusión: La televisión como espacio zoológico

Tanto estos programas como los que se basan en la mostración hiperrealista


de los sujetos y objetos sociales, consagran la televisión como dispositivo
espectacular que da a ver la realidad dentro de un espacio de exhibición que
alcanza hasta los aspectos más íntimos -menos visibles- deja vida social y de
la personalidad humana, pretendiendo alcanzar una cierta verdad que se va
revelando sobre la marcha, lo que entronca dichos programas con los pro-
gramas de realidad, como veremos a continuación.

Algunos analistas no han dudado en comparar el dispositivo televisivo con el


zoológico. Olivier Razac (2002) escribe al respecto que «la relación entre la
televerdad y el zoológico es mucho más profunda de lo que aparenta, las dos
entidades son de la misma índole. Hombres y animales son objeto del mismo
tratamiento [...]. Se trata de moldear tanto a los hombres como a los animales
de acuerdo con la imagen que se quiere dar de los mismos».

Este proceso de visibilización ha evolucionado a lo largo del tiempo,


pudiendo afectar igualmente -y con el mismo tratamiento formal- a hombres y
animales. Así ocurrió a finales del siglo XIX Y hasta los años treinta, dentro de
las grandes exposiciones coloniales, con la exhibición, en verdaderos zoos
humanos, de «salvajes» pertenecientes a las colonias de los grandes imperios
europeos. Son escalofriantes a este respecto las fotos de miembros del pueblo
canaque en el zoológico del Jardin des Plantes, en pleno corazón de París,
rodeados de vallas, en un decorado que recrea su entorno natural y expuestos
a la mirada pública.
La televerdad es heredera de esta lógica de la exhibición que se interesa por
sujetos anónimos, donde podemos incluir tanto sujetos humanos como objetos
sociales. Esta mirada etnocéntrica se aplicó mucho a especies en vías de
extinción o a territorios vírgenes amenazados por el progreso. De ahí surge la
tradición del reportaje etnográfico; traduce la nostalgia de un mundo virgen, un
sueño de inocencia convertido en «mito del buen salvaje». También delata un
afán de inventariar y clasificar las especies humanas, en particular las
periféricas o exóticas, y de remitidas a categorías centrales mediante la
intervención de expertos que vienen a confirmar y comentar esta tipificación, a
la que no escapa la televisión.

Prueba de ello es, en la versión francesa de Gran Hermano Loft Story, del
canal privado M6, la presencia en el plató de dos psiquiatras que glosaban e
interpretaban en público las costumbres y comportamientos de los
concursantes enjaulados en el loft. Escribe Razac al respecto, refiriéndose a
esta «tipología de anónimos» que le da a la escenificación de la intimidad «su
significación y su legitimidad»: «[como en el zoológico] la producción de
caracteres o de un ethos, al mismo tiempo ficticios y auténticos, suscita pues
un placer especial, cuyos componentes son la curiosidad hacia lo espontáneo,
la excitación que produce lo íntimo y el alivio derivado de la clasificación».
La exhibición ya no es, desde esta perspectiva, un atentado a la intimidad
que vulnera la dignidad del sujeto, sino una garantía de reconocimiento, una
prueba de realidad (el existir públicamente). Como en el talk show, la
televerdad proporciona estatus, produce modos de vida en las series, reafirma
la dignidad personal frente a los abusos en el reality show, cumple una función
de refuerzo integrando al yo en una tipología de caracteres.
Hoy esta mirada ya no se aplica exclusivamente a los sujetos lejanos,
exóticos, salvajes, sino que, dentro de la evolución de la mirada televisiva hacia
la reflexividad, se aplica al sujeto social estándar, al hombre anónimo, al
ciudadano de a pie. De exógena, esta mirada se ha tornado endógena, de
exótica se ha hecho endótica.
El sujeto exótico -ese «gran Otro» que era el salvaje-, nos dice Razac, ha
dejado paso a los sujetos idénticos y anónimos que somos todos. Los objetos-
otros que eran el sexo, la violencia, la muerte, el horror, lo monstruoso (el
extraterrestre, el androide, el zombi), se han banalizado, han sido
domesticados, digeridos por los medios de comunicación, desrealizados por la
hipervisibilidad del discurso sobre la alteridad; del zoo humano a los programas
de realidad, no hay más que un trecho.
«En los zoológicos humanos -prosigue Razac- se consume lo salvaje
digiriéndolo. No es el gran Otro, el salvaje que se ve en la selva y del que no se
sabe si va a ser bueno o malo, pero es igual. El zoo humano colonial era un
dispositivo que procuraba digerir la alteridad. Ahora se digiere una imagen de lo
mismo. Se retoma la domesticación social de gente ya domesticada. Estos es-
pectáculos siempre tienen vocación de digerir la alteridad, pero como la
alteridad en el sentido que tenía cuando había salvajes y continentes casi
inexplorados en el siglo XIX ya no existe, se desenvuelven en lo mismo.»

Y cuando ya no hay alteridad, no queda más que lo idéntico; cuando ya no


cabe nada inesperado, imprevisible, sólo queda la rutina, el ritual cotidiano, la
repetición de lo trivial (Gran Hermano), la serialización de lo mismo (sitcoms), la
consagración de un cierto orden cotidiano (con sus pequeños desórdenes, casi
insignificantes), los cuales protegen contra cualquier ruptura histórica, cualquier
amenaza de catástrofe. Se legitima así lo cotidiano como espacio cerrado
vuelta de lo mismo, como tiempo plano, sin relieve, protegido del accidente. De
ahí la multiplicación de programas que crean espacios utópicos en el sentido
más trivial de la palabra: no lugares (Marc Augé), espacios acotados, apartados
del mundo «real», donde todo es posible dentro de los límites definidos en el
simulacro de realidad; mundos míticos, al fin y al cabo, producto de la
televisión, pero que, a posteriori, pueden tener una incidencia en la realidad y
producir famosos, artistas de televisión, productos del marketing visual. Pero
este mundo es un mundo autista, tanto en la narración como en los temas que
trata y en los universos simbólicos que crea. Gran Hermano y Operación
Triunfo proceden directamente de esta lógica de domesticación social.

Así se podría explicar la exhibición de la intimidad, no como proceso


perverso, sino como una manera de asumir una nueva imago, de exhibir una
nueva imagen de sí mismo que delata una superación del recato, el ocaso del
tabú sobre el sentir, la asunción de la parte invisible del ser.

«Propongo llamar "extimidad" -escribe el psiquiatra Serge Tisseron (2002)-


al movimiento que nos lleva a ostentar una parte de nuestra vida íntima, tanto
física como psicológica. Esta tendencia ha pasado durante largo tiempo
desapercibida a pesar de que es fundamental para el ser humano. Consiste en
el deseo de comunicar cosas del mundo interior. Pero este movimiento resul-
taría incomprensible si no tratara de "expresarse". Si la gente quiere
exteriorizar algunos elementos de su vida, es para adueñarse mejor de ellos, a
posteriori, interiorizándolos de otro modo gracias a las reacciones que
provocan en sus prójimos. El deseo de "extimidad" está en realidad al servicio
de la creación de una intimidad más rica.»
Bibliografía

Augé, Marc, Los no lugares. Una antropología de la sobremodernidad, Gedi


sa, Barcelona, 1995.
Barroso García, Jaime, Realización de los géneros televisivos, Síntesis, Ma
drid, 1996.
Bettetini, Gianfranco y Fumagalli, Armando, Lo que queda de los medios.
Ideas para una ética de la comunicación, La Crujía, Buenos Aires, 2001.
Ehrenberg, Alain, L'individu incertain, Calmann-Levy, París, 1995. Magris,
Claudio, «Anche il dialogoha dei limiti», Corriere della Sera, 14-7-1997.
Razac, Olivier, L'écran et le zoo. Spectacle et drJmestication, des expositions
coloniales ti Loft Story, Denoel, París, 2002.
Tisseron, Serge, I.:intimité surexposée, Hachette, París, 2002.

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