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Gérard Imbert
Una vez más estamos ante un doble proceso de autentificación (el efecto de
realidad del que hablaba antes): un efecto de directo o, como lo llama Alain
Ehrenberg (1995), un «efecto de presencia», redoblado por un efecto de
discurso: una toma de palabra que es también un tomar cuerpo (el padre
Apeles es la encarnación literal de esta toma del discurso como si de una toma
de posesión física, ¡bélica incluso!, se tratase). Se da obviamente aquí un
abuso de visibilidad: no por estar físicamente presente y dominar mediante la
oralidad, uno es más contundente en las ideas.
Por otra parte, lo mismo que hay una visibilidad excesiva, también existe una
invisibilidad abusiva, tan estereotipada ésta como aquélla, como ocurre en los
disfraces de los testigos que no quieren ser reconocidos. Llamaba la atención,
en un reciente debate sobre el incesto, las intervenciones de unas esposas
cuyos hijos habían sido víctimas de abusos sexuales por parte de sus padres.
Javier Sardá ha jugado aquí con una ambivalencia total: primero en el tono, con
un estilo que rompe moldes, mezcla de una seriedad de fachada con un
calculado cachondeo y de una pretendida timidez con un falso morbo.
Ambivalencia, también, en su situación como enunciador, a la vez dentro y
fuera de la estructura comunicativa, que puede estar muy presente y retirarse
de repente del juego, delegar la palabra a otros coanimadores, que sabe ser
discreto pero que interviene en el momento oportuno, volviendo cuando los
otros se pasan, que sabe escuchar y cortar.
Ese estar al mismo tiempo dentro y fuera del dispositivo espectacular crea a
su vez un doble régimen de realidad y de recepción del mensaje que juega con
la enunciación y los papeles establecidos, diluyendo la frontera entre
presentador y animador, narrador y actor. Esta reversibilidad de los papeles
condensa y prefigura una evolución de la neotelevisión hacia productos cada
vez más híbridos que establecen una relación lúdica con la representación
misma, llegando incluso a ubicarse en una situación metadiscursiva (véase,
más adelante, el capítulo 10): una televisión que evoluciona hacia una cierta
reflexividad, que se escenifica a sí misma y es capaz de hablar de otros
programas o de autoparodiarse.
Hay en Sardá todo un arte y un código de la gestualidad, de los guiños de
ojo, de la sonrisa o del levantamiento de cejas, que, de súbito, da otra lectura -
distanciada, autorreflexiva o metadiscursiva- a cualquier situación. Sardá puede
hacer de presentador serio y animador pillo, de intelectual y de pasota, pero
siempre dotado de un poder absoluto sobre su creación: como Kristof, el
«Creador» de El show de Truman, está presente hasta en sus silencios y la
cámara no deja de enfocarle.
Esta actitud le confiere un estatus distante, como por encima del bien y del
mal, pero también de la realidad y del simulacro. Como en una «mise en
abyme» o un juego de cajas chinas, el director es espectador de su propio
programa, testigo dentro del espectáculo de la locura del mundo, juez y parte al
mismo tiempo. Instancia escópica que no deja de observar la realidad que él
mismo ha generado, es la encarnación simbólica del ojo del espectador,
aunque sea un espectador ideal, distante, crítico e inteligente.
Prueba de ello es, en la versión francesa de Gran Hermano Loft Story, del
canal privado M6, la presencia en el plató de dos psiquiatras que glosaban e
interpretaban en público las costumbres y comportamientos de los
concursantes enjaulados en el loft. Escribe Razac al respecto, refiriéndose a
esta «tipología de anónimos» que le da a la escenificación de la intimidad «su
significación y su legitimidad»: «[como en el zoológico] la producción de
caracteres o de un ethos, al mismo tiempo ficticios y auténticos, suscita pues
un placer especial, cuyos componentes son la curiosidad hacia lo espontáneo,
la excitación que produce lo íntimo y el alivio derivado de la clasificación».
La exhibición ya no es, desde esta perspectiva, un atentado a la intimidad
que vulnera la dignidad del sujeto, sino una garantía de reconocimiento, una
prueba de realidad (el existir públicamente). Como en el talk show, la
televerdad proporciona estatus, produce modos de vida en las series, reafirma
la dignidad personal frente a los abusos en el reality show, cumple una función
de refuerzo integrando al yo en una tipología de caracteres.
Hoy esta mirada ya no se aplica exclusivamente a los sujetos lejanos,
exóticos, salvajes, sino que, dentro de la evolución de la mirada televisiva hacia
la reflexividad, se aplica al sujeto social estándar, al hombre anónimo, al
ciudadano de a pie. De exógena, esta mirada se ha tornado endógena, de
exótica se ha hecho endótica.
El sujeto exótico -ese «gran Otro» que era el salvaje-, nos dice Razac, ha
dejado paso a los sujetos idénticos y anónimos que somos todos. Los objetos-
otros que eran el sexo, la violencia, la muerte, el horror, lo monstruoso (el
extraterrestre, el androide, el zombi), se han banalizado, han sido
domesticados, digeridos por los medios de comunicación, desrealizados por la
hipervisibilidad del discurso sobre la alteridad; del zoo humano a los programas
de realidad, no hay más que un trecho.
«En los zoológicos humanos -prosigue Razac- se consume lo salvaje
digiriéndolo. No es el gran Otro, el salvaje que se ve en la selva y del que no se
sabe si va a ser bueno o malo, pero es igual. El zoo humano colonial era un
dispositivo que procuraba digerir la alteridad. Ahora se digiere una imagen de lo
mismo. Se retoma la domesticación social de gente ya domesticada. Estos es-
pectáculos siempre tienen vocación de digerir la alteridad, pero como la
alteridad en el sentido que tenía cuando había salvajes y continentes casi
inexplorados en el siglo XIX ya no existe, se desenvuelven en lo mismo.»