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En toda América hay miles de personas que saben afrontar la vida y la muerte con
fortaleza. La mayoría son aquellos héroes anónimos que sobreviven día con día a la
opresión, la miseria y la violencia en situaciones que otros, con menos
reciedumbre, optan por no aguantar y se entregan al suicidio. Otro grupo más
pequeño lo conforman los que con plena conciencia defienden sus ideales,
poniendo en riesgo a su persona y a sus familias y que con frecuencia son
asesinados. Periodistas, políticos, militares, empresarios y sacerdotes son los
oficios en los que uno está más expuesto y en los que la virtud de la fortaleza no
debe faltar.
Por lo tanto, el hombre que busca el bien común y no sólo el bien particular, no
puede prescindir de la fortaleza, porque rema a contracorriente. Es como tratar de
entrar por la puerta de una escuela en el momento justo en que ha tocado la
campana de salida en el último día de clases y en otras ocasiones es como correr en
medio de una estampida de elefantes.
La fortaleza es el hábito de ser firme ante las dificultades y constante en la
búsqueda del bien. Afirma nuestra decisión de superar los obstáculos y nuestras
propias debilidades para alcanzar nuestro ideal. Esta virtud no da la capacidad de
triunfar ante el temor, incluso al miedo a la muerte, y de afrontar los sufrimientos
físicos y morales. Esta capacidad es más inquebrantable cuando la causa que
defendemos es justa, porque nuestra conciencia tiene paz a pesar de las dificultades
externas.
Así como el alpinista procura escalar sin voltear hacia abajo, las personas podemos
aprovechar este mismo recurso para no perder la fortaleza. Con la mirada puesta
en el ideal a alcanzar y no en el hielo y el lodo que dificulta nuestro andar, podemos
llegar a nuestra meta sin caer presa de susceptibilidades que matan aquellos
buenos propósitos que en un momento formulamos con grandes anhelos.
Tenacidad con buen ánimo. La vida se acepta como es y se conoce tanto el punto de
partida como la meta. Así, siempre que conscientemente uno camina en la
dirección de su ideal, su actitud es positiva y entusiasta, y si tropieza no se detiene a
lamentarse sino que la misma fortaleza le ayuda a retomar cuanto antes el sendero.
No todos los días son extraordinarios, la mayoría de las veces son necesariamente
rutinarios y ordinarios. Por eso, el hábito de esta virtud es indispensable para ser
constantes cuando las circunstancias no son tan emocionantes, sino más bien
arduas por poco novedosas. Por ejemplo, en la educación de los hijos es más
importante dar un buen ejemplo diario, para lo que se requiere constancia, que tan
sólo momentos de diálogo con los hijos sobre temas diversos de la vida. Los hijos
viven más conforme a lo que vieron en sus padres que a lo que escucharon de ellos
decir sobre cómo vivir.
Otra faceta de la fortaleza es la valentía. Un cobarde no tiene la reciedumbre de
voluntad para hacer el bien a costa de su persona. Pronto traiciona a los suyos y se
hace cómplice del enemigo. La práctica de esta virtud nos permite ser valientes
porque antes tuvimos que jerarquizar las cosas para darles a cada una su
importancia en tiempos de paz, y en tiempos de guerra esta sabiduría nos permite
determinar con prontitud y firmeza aquello que vale la pena sacrificar por el ideal.
Cuando la propia vida gira entorno a uno mismo no hay verdadera valentía porque
en el fondo no hay disposición a renunciar a nada.
Ojalá que la vida de Damuele, su fortaleza para hacer el bien en una comunidad
oprimida por la guerrilla, nos sirva de ejemplo para que nosotros también
trabajemos con tenacidad y buen ánimo por mejorar cada uno nuestro entorno. No
para que nos maten, ni para que nos hagan una estatua póstuma, tan sólo para
dejar a nuestros hijos un mundo mejor que el que hemos recibido. Bien vale la
pena.