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EL CAMINO DE FE Y DISCIPULADO EN EL P.

ZEGRÍ

Sor María del Pilar Villegas Calvo, mc

Nos acercamos al camino de discipulado del P. Zegrí, con la total seguridad de que en
su vida encontramos las distintas etapas que vivió Cristo, de forma más o menos
aproximada.

Vemos, en primer lugar, que el Padre Zegrí fue un hombre ungido por el Espíritu,
sellado con el carisma del amor hecho servicio, para la redención del mundo. Como
Cristo, es ungido y enviado; y, al igual que Él, desde una misión redentora que alcance
la salvación de todos los hombres. Juan Nepomuceno, al sumergirse en las aguas del
bautismo el 12 de octubre de 1831, ya adquirió, aun sin saberlo, el compromiso de
caminar, a lo largo de su vida, tratando de reproducir este aspecto de Cristo.

Al igual que Él, anunció la liberación creando un proyecto de carácter redentor que
atendiese todas las necesidades, pues él mismo sentía en propia carne el dolor humano y
nunca pasaba de largo ante él.

Momentos altamente significativos para el Padre Zegrí en los que escuchó de una
manera contundente la voz del Señor lo constituyeron, en primer lugar, aquellos años
jóvenes en que sintió la vocación sacerdotal. Era entonces estudiante y poco a poco fue
madurando la decisión a lo largo del tiempo. E igualmente se puede considerar relevante
e inspirador el año 1878, en que toma la decisión de fundar la Congregación.

El Padre Zegrí, enviado por el Espíritu a los caminos de la vida, tendrá que enfrentarse,
tanto a las inclemencias del desierto como al doloroso ascenso hacia el Calvario;
pasando, al mismo tiempo, por el gozo transfigurado del Tabor, preludio inigualable del
gran día que pueda contemplar con los bienaventurados el rostro radiante de Cristo. Y
todo este camino vivido desde la fe, desde la plena confianza en el Dios de la vida.

En efecto, Juan Nepomuceno vivió el desierto como lugar de prueba, como estado de la
vida en el que se concreta la tentación, la lucha entre el bien y el mal. El mismo Cristo
tuvo igualmente que enfrentarse a ella. Y en nuestro Padre Fundador se vislumbra esta
realidad, sobre todo, en lo que he venido a considerar como primera etapa de su historia.
Eran tiempos dorados, en los que predominaba el deseo de alcanzar grandes metas, de
lograr el éxito. Son los años jóvenes de su época estudiantil, en los que las
calificaciones no bajaban de sobresaliente. Desde muy joven, en que empieza a conocer
las letras, hasta 1861, en que acaba la carrera, ha multiplicado las titulaciones y los
méritos necesarios para alcanzar buena fama.

En esa primera etapa de su caminar hacia Cristo, nos encontramos con el hombre fuerte,
el hombre eficaz, el hombre en aras del triunfo y del éxito. Es la etapa de la gloria, de
los honores, del reconocimiento humano. Como he dicho anteriormente, son los años
dorados de nuestro Fundador, en los que apenas tiene grandes dificultades que vencer, y
la vida, en general, está de su parte. Podemos decir que, en su proceso de discipulado
vivido desde la fe, esta etapa corresponde al Jesús de los caminos, al Jesús de los
milagros, al Jesús del sermón del monte.
Se trata del Padre Zegrí estudiante y teólogo, docente y predicador, extraordinario
sacerdote, buen compañero, persona cercana... Es el Padre Zegrí que posee diversos
cargos en el Colegio de San Bartolomé y Santiago, desde 1855 hasta 1864; es el párroco
eficaz de Huétor Santillan, desde 1859 hasta 1864; se trata del admirable sacerdote,
predicador, párroco y arcipreste de Loja, desde 1864 hasta 1869, año en que es
nombrado provisor y vicario de la diócesis de Málaga. Es la etapa del Jesús de Galilea,
el que conmovía las masas.

Es una etapa de esplendor, necesaria asimismo para un desarrollo equilibrado y estable


de su personalidad; por tanto, ¿quién puede decir que Juan Nepomuceno no tuvo que
luchar con la tentación? La tentación de la espectacularidad, como Cristo; de quedarse
en los ámbitos de la intelectualidad y desde ahí, exclusivamente, ejercer su misión. La
tentación del éxito y del buen renombre, de los muchos cargos y responsabilidades. La
tentación de quedarse ahí, en lo que le proporcionaba gloria.

Sin embargo, hubo un momento en su vida en que remontó tal situación y, en lugar de
buscar el ascenso, en lugar de subir hacia la cumbre del éxito, inició un camino de
descenso para introducirse en una dinámica diferente. Ya no se trataba de subir, sino
más bien de caminar hacia dentro, profundizar en el auténtico sentido de su existencia:
ser bendecido con el don de un carisma que le empujaba hacia el exterior, hacia la
humanidad, hacia la mujer y el hombre que sufren, hacia la persona necesitada y
hambrienta de amor... Un carisma que le hacía estremecerse por dentro ante la tremenda
realidad de la indigencia y la miseria. Un carisma que le ponía en contacto con las
mismas entrañas de la historia y le invitaba a calmar el dolor del mundo y atender al
clamor implorante de tantos oprimidos de la tierra.

La fuerza del carisma le impulsó a darlo todo, a quedarse sin nada, a desprenderse de
toda aquella amalgama de cargos, nombramientos y responsabilidades. Era el Espíritu,
que le empujaba a vivir la caridad como actitud existencial. Abandonándolo todo,
entregó su tiempo, sus bienes y su persona a la fundación de una congregación que
pudiese materializar su sueño: la Congregación de Hermanas Mercedarias de la Caridad.

Corría el año 1878, y a partir de aquel 16 de marzo, Juan Nepomuceno Zegrí y Moreno
olvida todos sus éxitos y comienza a darse por entero. Todo su esfuerzo desde 1878 lo
pondrá ahora en sacar adelante su Congregación, con el fin de amparar al necesitado.
Era proyección del Jesús atento a las necesidades de los demás, del Jesús que creó una
comunidad de discípulos para vivir el amor desde el servicio y anunciar el Reino a todos
los hombres.

Pero el camino de discipulado aún no había culminado. Lo más importante quedaba por
recorrer: la subida a Jerusalén, el lugar del despojo y del vaciamiento total.
Verdaderamente, cuando la donación es gratuita, se corre el riesgo de perderlo todo. Y
así ocurrió en el caso del Padre Zegrí. Él había puesto todo su empeño, su entusiasmo e
ilusión en la creación de esta gran obra y, cuando ya estaba a punto de ver los frutos, un
fatal desenlace cambió totalmente el decurso de los acontecimientos. Con un despiadado
golpe sintió que le arrebataban sus mejores ideales, sintió que todo se hundía en la
oscuridad de la noche. Y fue entonces cuando se produjo en su interior el momento
álgido de identificación con Cristo, hasta la más radical entrega de sí mismo. Era el año
1888 cuando a traición y con ultrajes, nuestro Padre Fundador fue acusado con una
calumnia por aquéllos con quienes había compartido una misma misión y unas mismas
esperanzas. Como Jesús sentía todo el proceso condenatorio en su propia piel.

Y su causa fue llevada de uno a otro tribunal, como si se tratase de un delincuente más:
investigaciones en el arzobispado de Granada, desde 1889; declaraciones contrarias a él
en el arzobispado de Sevilla, también en 1889; nuevo rescripto condenatorio el 5 de
julio de 1890. Él, que, como Jesús, había luchado por la redención y la regeneración del
hombre; él, que había propugnado la justicia y la libertad del oprimido; él, ahora, estaba
siendo zarandeado por unos y por otros, y aplastado por el peso de la injuria.

De esta manera, el Padre Zegrí fue despojado y tuvo que renunciar al más alto ideal por
el que, años antes, se había desprendido de todo. Él, que era un fiel discípulo de Cristo
en la Eucaristía, estaba ahora ofreciendo el sacrificio de su propia entrega. Fue
arrancado de su dignidad e integridad y arrinconado injustamente en el olvido. Ya
incluso antes del 8 de julio de 1896, en que se despide de su Congregación por medio de
una carta circular, se había retirado a su casa de Málaga, permaneciendo en absoluto
silencio en todo lo concerniente al Instituto por él fundado. Era el Getsemaní de nuestro
Padre Fundador, el juicio y la condena de un inocente, la subida hacia el Calvario y el
total abajamiento a los más recónditos lugares del abismo.

Ésta era la gran paradoja: Juan Nepomuceno Zegrí ya no era el hombre ilustre y el
venerable sacerdote que causaba la admiración de todos desde la gloria deslumbrante de
los púlpitos. Era un canónigo más de la catedral de Málaga, minado año tras año por la
enfermedad y limitado incluso en sus habituales actividades de canonjía. Ahora
pertenecía a aquéllos por los que él tanto había luchado: los olvidados, los injustamente
agredidos, los desheredados... y la vida le hundió en los bajos fondos de la humanidad
como uno más, como uno de tantos humillados, uno más entre los últimos de la tierra.
Fue ésta la mayor encarnación del carisma por parte de nuestro Padre Fundador: perdido
en el anonimato, entró a formar parte de los despreciados y escarnecidos; y, a través de
su entrega, colaboró con Cristo en la salvación de todos los crucificados de la historia.
Fue la mejor forma que tuvo de vivir la universalidad y el sentido profundo del carisma:
llegar a todos, no sólo por los propios méritos ni las múltiples actividades, sino ante
todo por una asunción plena del misterio pascual en la propia vida.

No sucumbió ni perdió en ningún momento el horizonte, sino que confió plenamente, ya


que se estaba poniendo a prueba su inquebrantable fe. Supo ser fiel a su proyecto y
mantener hasta el final una actitud existencial de perdón y reconciliación, de renuncia
por amor. De esta forma transmitió a la Congregación la gran verdad de que
efectivamente había amado hasta el extremo. Y aquel 17 de marzo de 1905, en que se
despojará definitivamente de todo, abandona la vida sabiendo renunciar incluso a la
posibilidad de sentirse acompañado en los últimos momentos por sus queridas
mercedarias.

Éste ha sido y es nuestro Padre Fundador, nuestro Padre Zegrí, un hombre de Dios que
entregó gratuitamente su ideal para salvar y regenerar al hombre; a cambio de lo cual
pagó el rescate de la propia humillación y degeneración, alcanzando así la plenitud de
los santos. Es el mejor y más fiel camino de discipulado para todo aquel que se precie
de seguir a Cristo.

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