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Revista Topia Nro.

21/ Noviembre 1997

Acerca del "malestar sobrante"

Por Silvia Bleichmar

Hace ya años el pensamiento de Marcuse definió como "represión


sobrante"( o "sobre-represión) los modos con los cuales la cultura coartaba
las posibilidades de libertad no sólo como condición del ingreso de un
sujeto a la cultura sino como cuota extra, innecesaria y efecto de modos
injustos de dominación.

Con el mismo espíritu podríamos definir hoy como "sobremalestar", o


"malestar sobrante", la cuota que nos toca pagar, la cual no remite sólo a las
renuncias pulsionales que posibilitan nuestra convivencia con otros seres
humanos, sino que lleva a la resignación de aspectos sustanciales del ser
mismo como efecto de circunstancias sobreagregadas.

Y desde la perspectiva que nos compete deberemos señalar que El "malestar


sobrante" no está dado, en nuestra sociedad actual, sólo por la dificultad de
algunos a acceder a bienes de consumo, ni tampoco por el dolor que pueden
sentir otros, más afortunados materialmente, pero en tanto sujetos
éticamente comprometidos y provistos de un superyo atravesado por ciertos
valores que aluden a la categoría general de "semejante", ante el hecho de
disfrutar beneficios que se convierten en privilegios ante la carencia
entorno.

Las dificultades materiales, la imposibilidad de garantizar la seguridad


futura, el incremento del anonimato y el cercenamiento de metas en general
no alcanzan para definir, cada una en sí misma, este "malestar sobrante" -si
bien cada una de ellas y con mayor razón todas juntas podrían ser motivo
del mismo en numerosos seres humanos.

El malestar sobrante está dado, básicamente, por el hecho de que la


profunda mutación histórica sufrida en los últimos años deja a cada sujeto
despojado de un proyecto trascendente que posibilite, de algún modo,
avizorar modos de disminución del malestar reinante. Porque lo que lleva a
los hombres a soportar la prima de malestar que cada época impone, es la
garantía futura de que algún día cesará ese malestar, y en razón de ello la
felicidad será alcanzada. Es la esperanza de remediar los males presentes, la
ilusión de una vida plena cuyo borde movible se corre constantemente, lo
que posibilita que el camino a recorrer encuentra un modo de justificar su
recorrido.

Y el malestar sobrante se nota particularmente, en nuestra sociedad, en el


hecho de que los niños han dejado de ser los depositarios de los sueños
fallidos de los adultos, aquellos que encontrarán en el futuro un modo de
remediar los males que aquejan a la generación de sus padres. La propuesta
realizada a los niños -a aquellos que tienen aún el privilegio de poder ser
parte de una propuesta- se reduce, en lo fundamental, a que logren las
herramientas futuras para sobrevivir en un mundo que se avizora de una
crueldad mayor que el presente (De ahí la caída del carácter lúdico, de
verdadera "moratoria" que corresponde a la infancia, que ha devenido ahora
una etapa de trabajo, aún para aquellos niños que todavía se hacen
acreedores al concepto de infancia, con jornadas de más de 10 horas de
trabajo en escuelas que garantizan, supuestamente, que no serán arrojados a
los bordes de la subsistencia).

La "vejez melancólica", dice Norberto Bobbio en ese maravilloso texto que


nos ha legado a los 87 años, De senectute, es la conciencia de lo no
alcanzado y de lo no alcanzable Se le ajusta bien la imagen de la vida como
un camino, en el cual la meta se desplaza siempre hacia adelante, y cuando
se cree haberla alcanzado no era la que se había figurado como definitiva.
La vejez se convierte entonces en el momento en el cual se tiene plena
conciencia de que no sólo no se ha recorrido el camino, sino que ya no
queda tiempo para recorrerlo, y hay que renunciar a alcanzar la última etapa.

Salta a la vista que, en la Argentina de hoy, esta categoría no sólo se podría


aplicar a los viejos -quienes por otra parte toman a cargo, como un símbolo,
la denuncia del carácter profundamente cretino con el cual nuestro país
condena no sólo a la miseria sino a la indignidad- Somos parte de un
continente que ha sido arrastrado a la vejez prematura, cuando aún no había
realizado las tareas de juventud, y es en razón de ello que nos vemos
invadidos por la desesperanza -la cual toma la forma, en muchos casos, no
de la depresión sino de la apatía, del desinterés. Esto como sujetos
históricos.

Pero también en el marco de la categoría más general, de seres pensantes,


seres "teorizantes": bruscamente, en los últimos años, se produjo una
mutación cuya aceleración precipitó a una generación entera al desconcierto.
A partir de ello, todo lo pensado entró en crisis, fue sometido a caución, y
quedó librado a una recomposición futura. De esto es difícil saber qué se
puede, qué se debe conservar, y qué debe ser desechado; en meses se ha
envejecido una generación entera. Porque lo viejo no es un problema de
tiempo solamente, sino de mirada puesta en un punto de la flecha del
tiempo: hacia el pasado o hacia el futuro, y eso define las coordenadas con
las cuales se emplaza lo joven o lo viejo.

Cuanto más firmes mantiene los puntos de referencia a su universo cultural,


más se aparta el viejo de su propia época, agrega Bobbio, haciendo luego
suyas las palabras de Jean Améry: "Cuando el viejo se da cuenta de que el
marxista, considerado ciertamente por él, y no sin razón, como campeón del
ejército racionalista, se reconoce ahora en ciertos aspectos como heredero de
Heidegger, el espíritu de la época debe aparecerle extraviado, más aún,
auténticamente disociado: la matemática filosófica de su época se
transforma en cuadrado mágico" .

¿A qué racionalidad puede, también hoy, apelar el psicoanálisis, a un siglo


de existencia y de realizaciones en las cuales los errores cometidos y las
impasses no resueltas no obstan, sin embargo, para seguir siendo ese campo
de teorización que puede dar cuenta del malestar reinante, cercar las formas
de incidencia de la realidad entorno en la subjetividad, apelar a una
racionalidad que impida que la matemática filosófica de nuestra época se
transforme en cuadrado mágico?

Cada generación debe partir de algunas ideas que la generación anterior


ofrece, sobre las cuales no sólo sostiene sus certezas sino sus interrogantes,
ideas que le sirven de base para ser sometidas a prueba y mediante su
desconstrucción propiciar ideas nuevas. Cuando esto se altera, cuando se
niega a las generaciones que suceden un marco de experiencia de partida
sobre el cual la reflexión inaugure variantes, se las deja no sólo despojadas
de historia sino de soporte desde el cual comenzar a desprenderse de los
tiempos anteriores. Pero al mismo tiempo, los maestros no pueden darse el
lujo de ser viejos: la enseñanza, la transmisión del psicoanálisis, sólo puede
ejercerse en el marco de un recorrido que permita repensar los propios
callejones sin salida. Este fue el modo con el cual se concibió de entrada
-desde los escritos de Freud- como una enseñanza que iba marcando en su
recorrido las reflexiones acerca de sus dificultades internas, como un
proceso de "retorno sobre" los enunciados anteriores.

En este espíritu es que pienso que los psicoanalistas contribuimos poco a la


resolución del malestar sobrante cuando, en lugar de encontrar los resortes
que lo producen -no sólo en el mundo entorno, en nuestros pacientes y en
los espacios en los cuales nos corresponde dilucidar las fuentes del
sufrimiento, sino también, en nuestra propia teoría y en los paradigmas que
suponemos nos sostienen- nos consideramos sus víctimas, sumando al
desaliento la parálisis intelectual y la hoquedad de fórmulas que ya no
sirven sino como rituales despojados de sentido.

. De modo aún más específico, podríamos afirmar que el malestar sobrante


en psicoanálisis no está dado sólo por las dificultades de una pauperización
creciente del ejercicio de la práctica, y de los modos con los cuales el
incremento de concentración de dinero y poder obliga a los terapeutas a
someterse a condiciones de trabajo indignas e inclusive lesionantes
éticamente en el constreñimiento que imponen. No sólo está dado por el
desmantelamiento de los servicios hospitalarios y por las condiciones de una
postmodernidad que mina transferencias y destrona junto al sujeto supuesto
saber, todo saber, y con él conduce a un relativismo que mercantiliza de
modo insospechado hasta hace algunos años las relaciones entre paciente y
terapeuta condicionando, en muchos casos, los modos de ejercicio mismo de
la práctica. Todo ello es motivo de sufrimiento, pero no alcanza para
explicar el malestar sobrante.

El malestar sobrante está dado por algo más, que somete al desaliento y a la
indignidad, y nos melancoliza como viejos a sólo un siglo de existencia.
Este malestar está dado por el aferramiento a paradigmas insostenibles -cuya
repetición ritualizada deviene un modo de pertenencia y no una forma de
apropiación de conocimientos- por el aburrimiento con el cual se exponen
los mismos enunciados -empobrecidos en su reiteración- ante quienes han
dejado de ser interlocutores para ser sólo proveedores de trabajo o de
reconocimiento. El malestar sobrante está dado por la propuesta de
autodespojo que lleva a subordinar las posibilidades de producción teórica y
clínica a las condiciones imperantes. Y está dado también por la cantidad de
inteligencia desperdiciada, de talento y entusiasmo sofocado, con el cual
cada uno paga el precio de su propia inserción. El malestar sobrante está
dado, aún, por el intento de amalgamar, sin un trabajo previo de depuración
de racionalidad intrateórica, los viejos enunciados indefendibles -efecto de
una acumulación histórica de aporías-, con afirmaciones actuales de dudosa
racionalidad cuya base científica aparece más afirmada que demostrada (Tal
el caso patético de intentar hacer confluir las hipótesis más biologistas del
psicoanálisis con las hipótesis de un reduccionismo mecanicista desde el
cual cierta neurociencia pretende dominar el mercado, en una maniobra que
pretendiendo parecer de avanzada no es sino un intento de restauración de
los enunciados menos defendibles del siglo pasado sobre la determinación
biológica del carácter, del espíritu, y aún del pensamiento de las razas).

El malestar sobrante está dado, por último, por la cesión de un campo


autónomo de pensamiento en aras de una supuesta interdisciplina en la cual
el psicoanálisis queda subordinado en sus posibilidades de hacer práctico y
de pensar teorético, en lugar de hacerlo desde un lugar en el cual pueda
confluir en intersección para pensar algunas cuestiones comunes con otros
campos del conocimiento, bajo un modo de atravesamiento transversal de
problemáticas compartidas, sin ceder su poder explicativo en aquellas
cuestiones que le competen de modo particular.

Y es en virtud de todo esto que cabe abrir la posibilidad de que nuestra


acción pueda ayudar a disminuir la cuota de malestar sobrante que nos
embarga, ya que los resortes que lo permiten sí están, afortunadamente, en
nuestras manos. Para ello sólo tenemos que girar nuestra cabeza para poder
mirar hacia el otro extremo de la flecha del tiempo, y descapturarnos del
determinismo a ultranza con el cual, así como en otros tiempos afirmamos el
carácter irreversible de un futuro promisorio, hoy nos trampeamos del
mismo modo, con la misma metodología, para sólo ver un futuro deplorable.
Bobbio vuelve en ayuda nuestra cuando afirma: "He llegado al final no sólo
horrorizado sino sin ser capaz de dar una respuesta sensata a todas las
preguntas que las vicisitudes de las que fui testigo me plantearon de
continuo. Lo único que creo haber entendido, aunque no era preciso ser un
lince, es que la historia, por muchas razones que los historiadores conocen
perfectamente pero que no siempre tienen en cuenta, es imprevisible…" Y,
agreguemos, si lo imprevisible es lo posible, al menos que no nos tome
despojados de nuestra capacidad pensante, que es aquello que puede
disminuir el malestar sobrante, ya que nos permite recuperar la posibilidad
de interrogarnos, de teorizar acerca de los enigmas, y mediante ello, de
recuperar el placer de invertir lo pasivo en activo.
Los caminos insospechados de la adaptación
Por Silvia Bleichmar - Publicado en Julio 1997

En 1966 se produjo un descubrimiento de enormes consecuencias para la


teoría de la evolución. La tumba de un niño Neanderthal poblada de objetos
Cromagnon, objetos de un eslabón evolutivo que, se suponía hasta ese
momento, era 30.000 años posterior en su aparición sobre la tierra, obligaba
a revisar los paradigmas que habían regido durante más de un siglo. Si, a
diferencia de lo que se había pensado hasta el momento, el Neanderthal y el
Cromagnon habían sido simultáneos, si no se habían sucedido el uno al otro,
algo debía ser modificado de la teoría dominante en la actualidad,
confortablemente instalada en la idea de una evolución lineal y progresiva.
Ya la enseñanza fundamental de la teoría de la selección natural de Darwin
-contra Lamarck- había puesto de relieve el hecho de que así como no había
una transmisión genética de lo aprendido, la evolución no tiene un plan
prefijado. Y los nuevos desarrollos de la paleontología, con Stephen J.
Gould a la cabeza, avanzan en esta dirección para plantear que la
adaptación, sea biológica o cultural, representa un mejor ajuste a entornos
locales específicos, y no una fase inevitable en la escalinata del progreso. La
selección natural se nos presenta así como el mecanismo inexorable de un
proceso adaptativo, pero queda despojada de toda intención, de toda
finalidad, y torna insostenible cualquier ideología que vea en este proceso
un ideal conducente a la máxima perfección.
Gould(1) hizo, a su vez, su propio aporte para una modificación sustancial
de la teoría de la evolución tal como la hemos conocido. La evolución,
efecto de la selección natural, se da bajo un modo discontinuo, a saltos,
teniendo lo acontencial, azaroso, una función central. La discontinuidad
pone en tela de juicio la posibilidad de hallazgo del famoso “eslabón
perdido”, en razón de que al no haber cadena lineal que conduzca al homo
sapiens, bien pudo este no haber existido nunca. En última instancia, no hay
plan divino que vaya del mono al hombre -siempre tardada, aún cuando
bienvenida la autocrítica, la Iglesia acepta la teoría de la evolución para
poner en su cúspide al hombre como rey de la creación, tratándose su
aparición de una eventualidad más de una mutación que en lo azaroso de sus
vicisitudes bien podría haber conducido hacia otra parte.
A modo de ejemplo, para que se pueda apreciar en toda su dimensión esta
teoría y el salto que acarrea para nuestro pensamiento, tratemos de imaginar
lo siguiente: Supongamos que la humanidad estuviera al borde de su
desaparición en razón de que un ruido muy fuerte, de carácter inédito,
destruyera los cerebros de quienes lo padecen. Es indudable que los sordos
no serían puestos en riesgo, y que una vez desaparecidos todos los oyentes,
sólo aquellos podrían continuar viviendo, reproduciéndose y rearmando
colonias humanas capaces de conservar la especie. Esta, de todos modos,
habría mutado. Sería una especie a la cual le faltaría un sentido, y en la cual
otras cualidades se desarrollarían con carácter compensatorio; pero, además,
si eventualmente, del nacimiento de dos sordos naciera un niño en el cual
algún gen recesivo pudiera seguir produciendo la audición, el sonido
mortífero se encargaría de que no dure demasiado sin que, por otra parte, se
pudieran detectar las causas de su muerte. El ser sordo constituiría una
indudable ventaja para adaptarse a las nuevas condiciones, sin que ello
representara, necesariamente, un escalón más en la perfección evolucionista.
Se tomaría otra dirección, cuyos alcances serían imposible de predecir
porque una vez lanzada en un cierto sentido, su dinámica sólo sería
predictible desde un nuevo ordenamiento, y la cultura misma tomaría otro
sesgo: no sólo la música perdería todo sentido, sino que gran parte de las
comunicaciones regidas por la transmisión de sonido serían archivadas y
sólo se mantendrían los aspectos visuales de los mass media, y posiblemente
se desarrollaran otros impensables hoy en día.
La selección natural se sostiene en este esta premisa: la adaptación no puede
producirse sino llevando a su máxima potencialidad un rasgo presente -aún
cuando este rasgo sea, en el caso del ser humano, una hipótesis, una teoría
capaz de comprender la realidad a la cual se enfrenta, algo que permita
montar lo novedoso sobre lo ya conocido. Es imposible generar mecanismos
totalmente nuevos frente a algo absolutamente desconocido, y no hay ser
vivo capaz de sobrevivir al intento; para no sucumbir algo debe potenciarse,
desplegarse, obtener una transformación cada vez más eficaz, no puede ser
creado de la nada sólo como efecto de la acción del medio.
En razón de ello, todos los organismos capaces de tener algún tipo de
percepción del mundo que los rodea para sobrevivir poseen ya la posibilidad
de interpretar y ordenar la información antes de acceder a ella. Cuando estas
capacidades son instintivas, innatas, y se produce un desajuste entre las
posibilidades de supervivencia y la realidad a la cual hay que enfrentarse, no
hay modo de librar la batalla: el individuo sucumbe, solo o con su especie, y
solamente sobreviven aquellos que ya poseían, aún cuando fuera de modo
rudimentario, las herramientas necesarias para las nuevas condiciones.
Desde esta perspectiva la afirmación basal del freudismo respecto de la
endeblez de los montantes adaptativos en el hombre no encuentra resolución
en esa ficción que la acompaña, la cual sostiene que la cría humana debería
su supervivencia a la realización de una “prueba de realidad” consistente en
acciones de tanteo sobre el mundo, tendientes a diferenciar entre la
representación investida, deseante, y el objeto.
La humanidad no hubiera subistido si la “la cosa del mundo” capaz de
satisfacer la necesidad tuviera que ser reconocida por acciones de ensayo y
error, si cada individuo hubiera debido, en principio, realizar por sí mismo
todas las pruebas que garantizan su supervivencia. La cuestión acerca de
cómo implementar entonces un conocimiento de la realidad, incluso de qué
manera el psiquismo es capaz de someterse al principio de realidad una vez
que el inconciente entra en pugna para lograr su objetivo de descarga
inmediata, o acerca de qué relación guarda este conocimiento con los
primeros esquemas de acción y bajo qué premisas se resuelve el pasaje a
modos representacionales que anteceden a la acción eficiente en el mundo,
no tiene una respuesta aún satisfactoria desde el psicoanálisis, y el innatismo
que intenta sostener la supervivencia en la existencia de una pulsión de vida
concebida como prolongación directa de la biología en la vida
representacional, ha cumplido la función que todas las hipótesis adventicias
tienen en nuestro campo: llenar el terreno de maleza que torna cada vez más
dificultoso el desbroce conceptual.
Sabemos de los intentos de ver al bebé como una especie de Robinson
Crusoe autoengendrándose a partir de sus propias posibilidades; nada, ni
desde el punto de vista biológico, ni representacional, permite sostener tal
alternativa. Intentemos, por otra parte, trasladar a Robinson Crusoe a la
realidad humana cotidiana: sería posible concebir a los Home Less como
una suerte de Robinson Crusoe del presente, teniendo en cuenta la proeza
que implica sobrevivir luego que la marea económica ha arrojado a alguien
del otro lado? Cuánta inteligencia, cuánta picardía y conocimiento de ciertas
legalidades son necesarios para sobrevivir en las calles, que no constituyen
precisamente una isla pródiga.
Porque Robinson, en su isla o en Buenos Aires, no hubiera sobrevivido sin
conocimientos previos que permitan diferenciar, en un tacho de basura, lo
que es comestible de aquello que no lo es. Constituídos estos conocimientos,
a su vez, bajo modos no sólo prácticos sino ideológicos e históricos, ya que
no podemos desconocer el hecho de que Robinson era un hombre criado en
sociedad, y por una sociedad con sus particularidades ideológicas, enclavada
en un tiempo concreto -no era sólo un hombre “de la cultura”-, a tal punto
que no tuvo mejor idea, cuando vio a otro ser humano, que convertirlo en su
sirviente. La supervivencia en condiciones extremas requiere una dosis muy
importante de inteligencia aprendida, de conocimiento organizado si no de
las condiciones nuevas, de los métodos para enfrentarse a ella: el ensayo
está precedido siempre de una hipótesis.
Que el conocimiento hipotético que precede a la acción sea patrimonio del
sujeto o de algún otro ser humano que lo toma a cargo disminuye la
probabilidad de error que llevaría al fracaso -en este caso a la muerte. Las
impasses a la cual conducen tanto la posición originaria del psicoanálisis
respecto a la prueba de realidad como el innatismo que la sucede coexisten
con otra corriente, marginal en la obra freudiana pero fundamental para salir
del encierro, la cual plantea, desde otra perspectiva, que la debilidad de los
montantes adaptativos innatos da ingreso, y pone en primer plano, la
función que ocupa el otro humano en la supervivencia de la cría y en la
instauración de esa “prueba de realidad” que no puede ser realizada, de
inicio, sino por aquel que tiene a cargo la conservación con vida de la cría.
En este sentido, el salto de la naturaleza a la vida representacional que lleva
a concebir al yo como provisto de un deseo originario de autoconservación
constituye sólo una ilusión retrospectiva, una teoría de carácter
“robinsoniano”, en razón de que la conservación en los orígenes no tiene
nada de “auto”: incluye al cachorro humano como ser de naturaleza
-naturaleza que, en sí misma, sólo tiende a su permanencia sin que esto
implique ningún tipo de intencionalidad, ningún tipo de “conciencia
intencional”, si nos plantamos en una posición que se abstenga de concebir a
la naturaleza como provista de “alma”, habitada por algo del orden de lo
divino-, con alguien provisto de intencionalidad, capaz de establecer
“acciones con arreglo a metas”, y de representarse el presente y el futuro,
otorgándole sentido desde un pasado en el cual la libido ocupa un lugar
central.
Pero la presencia del adulto, como presencia constitututiva del psiquismo
infantil, debe llevarnos a evaluar, por otra parte, que la intencionalidad
autoconservativa, en razón de la disparidad esencial de estructuras y
posibilidades, pone en juego el inconciente de quien ejerce las funciones.
Inconciente que si bien implica aspectos sexuales, tanto pulsionales como
edípicos, acarrea consigo los modos de representarse la supervivencia:
-atravesado el narcisismo del adulto tanto por la historia edípica singular,
como por los modos más generales, socialmente adquiridos, de
representarse el propio ser en el mundo.
El adulto que parasita sexual y simbólicamente al recién nacido genera
mediante esta intervención -en el sentido estricto del término, esto es: que
interviene como un “inter”entre el cachorro humano en vías de constitución
y su ser de naturaleza- las condiciones de constitución de un mundo
representacional que no se agota en la resolución de las tensiones biológicas,
sino que da también curso a los fantasmas sexuales y de supervivencia,
autoconservativos en el sentido humano, social del término, realizando así el
movimiento que va desde un principio de realidad tendiente a la
conservacion con vida, a la transmisión de un conjunto de valores,
representaciones del mundo, lugar de constitución de la ideología que
sostiene en su núcleo un “principio de realidad” como realidad humana,
singular, histórica.
Decir, a esta altura de la historia, que en estas articulaciones de sentido el
lenguaje tiene un papel central, es tan verdadero como banal. Porque la
cuestión está no en el lenguaje como articulador general, sino en los
ensamblajes discursivos que posibilitan el atrapamiento y la construcción de
una realidad que sería literalmente “impensable” si no hubiera un código
desde el cual otorgarle permanencia y densidad simbólica. José Saramago
construye, al respecto, en su libro El año de 1993, una parábola sobre la
represión y el poder al dar cuenta, de modo poético y terrible, de una
sociedad en la cual los dominados ya no tienen nada que decir porque no
hay palabras para oponerse a un poder no-discursivo: “Una vez más el
imposible quedarse o la simple memoria de haber sido… “Así mirar
apartado la propia sombra con ojos invisibles y sonrerír por ello mientras la
gente perpleja busca donde nada hay…”
Estas articulaciones discursivas, que dan una organización al mundo,
generan el cañamazo de toda experiencia. No se trata de afirmar, de modo
idealista, que la experiencia no exista sin lenguaje, sino que sin él es
imposible situarla, organizarla, darle sentido: de ahí que la inmersión del
niño en el mundo de los símbolos no se realice ingenuamente: no hay
“tábula rasa” en razón de que el adulto que tiene a su cargo los cuidados
precoces tiene su propia organización simbólica de la experiencia. Y esta
está atravesada por la experiencia singular de cada uno, pero imbricada
también en la experiencia histórica del grupo social de pertenencia, sus
traumatismos y fantasmas.
Es en ese sentido que podríamos afirmar que los seres humanos pueden
transmitir la experiencia de la especie, no de modo genético, y que el
lamarckismo, derrotado en la biología, encuentra un lugar en los procesos de
intercambio y transmisión simbólica. A condición, por supuesto, de tomar en
cuenta que no es la adaptación en sí misma, natural o biológica lo que se
transmite, sino los rasgos inscriptos en la cultura, las formas de resolución
imaginarios, simbólicos, que la acompañan.
Junto a los modos de representar el mundo para sobrevir en él, los adultos
inscriben en los niños sus temores y fantasmas, su “neurosis” y sus anhelos,
y la prueba de realidad toma un carácter radicalmente distinto a aquel que
lleva a reconocer en el pecho el recipiente de la leche con la cual nutrirse.
La realidad es realidad, entonces, no sólo presente sino anhelada, fantaseada
y codiciada, añorada o perdida, nunca puramente autoconservativa. Por eso
el niño Neanderthal tenía objetos Cromagnon en la sepultura... Tal vez sus
padres habían querido dotarlo de algo que no poseían, pero que constituía
parte de los ideales de su época: “En el otro mundo, quizás, logre ser un
Cromagnon...”.
Silvia Bleichmar

Psicoanalista

Notas
1. Gould, Stephen Jay: de este autor, profesor de Paleontologìa de la Universidad de
Harvard, se pueden encontrar referencias en, entre otras obras: Dientes de gallina y
dedos de caballo, Ed. Hermann Blume, Madrid, 1984 o en La vida maravillosa, Ocho
cerditos o El pulgar del panda, los 3 publicados por Ed. Crìtica, Barcelona, en 1989,
1994 y 1994 respectivamente.

Silvia Bleichmar 1
Que el ser humano cambia históricamente, que la representación de sí mismo y
de su realidad no se mantiene estrictamente en los términos con los que fuera pensado
por el psicoanálisis de los comienzos, no hay duda. Insisto, no tan en broma, que si a
las histéricas del siglo XIX se les quedaba la pierna dura por el deseo inconfesable de
caminar hacia el cuñado, nuestras histéricas de hoy padecen colapsos narcisistas
cuando sus cuñados no les otorgan crédito sexual. ¿Sería igual el síntoma obsesivo del
hombre de las ratas en una Argentina en la cual el casamiento por dinero es
considerado un gesto de inteligencia y las deudas incumplidas parte del destino
económico de miles de personas cuya insolvencia nos convoca más a la piedad que a
la crítica? El hijo de un comerciante o de un banquero corrupto no sería hoy tampoco
un melancólico dispuesto al suicidio sino una patología narcisista cuya mayor angustia
estribaría en la posibilidad de un secuestro extorsivo.
Pero todos estos seres humanos, sin embargo, y dentro de cierto margen de
variación, tienen las mismas reglas de funcionamiento psíquico que los de los
historiales clásicos: están atravesados por la represión –aún cuando algunos contenidos
de lo reprimido hayan cambiado–, con una tópica que permite el funcionamiento
diferenciado de sus sistemas psíquicos, tienen un superyo cuyos enunciados permiten
la regulación tendiente a evitar la destrucción tanto física como psíquica, y cuando no
cumplen estas regularidades se ven expulsados de la posibilidad de dominio sobre sí
mismos y en riesgo de saltar hacia modos de fractura psíquica.
Los cambios en la subjetividad producidos en estos años, y en la Argentina
actual los procesos severos de desconstrucción de la subjetividad efecto de la
1
Psicoanalista, Doctora en Psicoanálisis egresada de la Universidad de Paris VII
Docente de la maestría en Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires; también del
curso de post
grado en psicoanálisis de niños en la Universidad de La Plata y del curso de post grado
de la Universidad
de Córdoba. Rep. Argentina.

nuestras preocupaciones cotidianas. Ellos invaden nuestra práctica y acosan las teorías
con las cuales nos manejamos cómodamente durante gran parte del siglo pasado. Y yo
misma he dedicado gran parte de mi trabajo de estos últimos años a mostrar sus
efectos, incluidos en ellos los diversos modos con los cuales el padecimiento actual se
inscribe en estas formas de des-subjetivación y los modos posibles de su
recomposición.
Tal vez, precisamente, porque el sujeto no está en riesgo de ser desconstruido
por la filosofía post-metafísica del siglo XX sino por las condiciones mismas de
existencia, es que la palabra subjetividad ocupa hoy un lugar tan importante en los
intercambios psicoanalíticos. “Cambios en la subjetividad”, “procesos de des-
subjetivación y re-subjetivación”, “subjetividad en riesgo”, “desconstrucción de la
subjetividad”, son enunciados frecuentes que ponen de manifiesto la preocupación que
atraviesa a todos aquellos que nos encontramos confrontados a los efectos, en el
psiquismo humano, de las transformaciones operadas entre el fin del siglo XX y los
comienzos del XXI. Y esto es inevitable en razón de que la subjetividad está
atravesada por los modos históricos de representación con los cuales cada sociedad
determina aquello que considera necesario para la conformación de sujetos aptos para
desplegarse en su interior
Es por ello que es el espacio en el cual los modos de clasificación, los
enunciados ideológicos, las representaciones del mundo y sus jerarquías, todo aquello
que alguien como Castoriadis ha agrupado bajo el modo de “lógica identitaria”, toma
un lugar central. Y en razón de ello, es necesario decirlo, la subjetividad no es, ni
puede ser, un concepto nuclear del psicoanálisis, aún cuando esté en el centro mismo
de nuestra práctica. Pero ello en función de que es precisamente el modo con el cual el
centramiento que posibilita la defensa de los aspectos desintegrativos del inconciente
opera. Razón por la cual, cuando los seres humanos quedan expulsados de sus
aspectos identitarios, de sus constelaciones organizadoras que posibilitan la
operacionalidad en el mundo, el método clásico psicoanalítico, consistente en el
levantamiento de la defensa, entra en caución.
Más aún, es un concepto que se sitúa en las antípodas de la problemática del
inconciente. La noción de subjetividad en tanto categoría filosófica alude a aquello que
remite al sujeto, siendo un término corriente en lógica, en psicología y en filosofía
para designar a un individuo en tanto es la vez observador de los otros, y en el caso del
lenguaje, a una partícula de discurso a la cual puede remitirse un predicado o un
atributo. El sujeto, en última instancia, sea moral, del conocimiento, social, pero muy
en particular la subjetividad, como algo que concierne al sujeto pensante, opuesto a las
cosas en sí, no puede sino ser atravesado por las categorías que posibilitan el
ordenamiento espacio-temporal del mundo, y volcado a una intencionalidad exterior,
extrovertido.
Es en razón de estos elementos que la subjetividad no podría remitir al
funcionamiento psíquico en su conjunto, no podría dar cuenta de las formas con las
cuales el sujeto se constituye ni de sus constelaciones inconcientes, en las cuales la
lógica de la negación, de la temporalidad, del tercero excluido, están ausentes. El
inconciente está regido por la lógica del proceso primario, algo tan ajeno al sujeto en
términos clásicos, tan impensable por la filosofía tradicional, que pone en entredicho
varios siglos de concebir pensamiento y sujeto como inseparables entre sí.
Hemos puntuado en múltiples oportunidades la diferencia entre psiquismo y
subjetividad, restringiendo esta última a aquello que remite al sujeto, a la posición de
sujeto, por lo cual se diferencia, en sentido estricto, del inconciente. Más aún, nos
detuvimos para plantear firmemente el carácter pre-subjetivo en los orígenes y para-
subjetivo una vez constituida la tópica psíquica, del inconciente. Es inevitable que se
torne necesaria otra diferenciación, ya que se nos plantea un nuevo problema: si la
subjetividad es un producto histórico, no sólo en el sentido de que surge de un
proceso, que es efecto de tiempos de constitución, sino que es efecto de determinadas
variables históricas en el sentido de la Historia social, que varía en las diferentes
culturas y sufre transformaciones a partir de las mutaciones que se dan en los sistemas
histórico-políticos -pensemos en la producción de subjetividad en Grecia, o en los
modos con los cuales se constituye la subjetividad en ciertas culturas indígenas, y las
diferencias que implican respecto a los sectores urbanos en los cuales estamos
habituados a movernos- la pregunta que cabe es qué elementos permanecen y cuáles
sufren modificaciones a partir de las prácticas originales específicas que lo
constituyen.
Dicho de otro modo: ¿cómo hacer conciliar la idea de una ciencia del
inconciente en su universalidad, de la existencia de leyes que deben cumplirse ya que
rigen los procesos de constitución psíquica a niveles básicos posibilitadores del
funcionamiento del aparato, con el reconocimiento de los modos particulares con los
cuales vemos emerger la subjetividad en sus rasgos dominantes compartidos en el
interior de la diversidad cultural? Siendo más específicos: la necesariedad de una ley
moral que rija las relaciones con el deseo, y el conflicto tópico al cual esto da lugar,
abre sin embargo la pregunta acerca de la especificidad que esta ley moral toma en los
enunciados que la constituye en cada sociedad particular. (Decir que su universalidad
radica en la prohibición del incesto es a esta altura no sólo inespecífico sino obturador
de toda posibilidad de abrir nuevas vías de investigación. Esta generalidad en la
respuesta es herencia de una actitud metodológica residual al estructuralismo, el cual si
bien tuvo la virtud de producir modelos que permitieron un ordenamiento del campo
propiciando un avance importante en la resolución de viejos problemas que habían
quedado capturados por aporías difíciles de remontar, nos legó también una actitud
metodológica que consiste en tomar estas líneas de ordenamiento, estos modelos
generales, por contenidos explicativos -lo cual constituye hoy uno de los mayores
riesgos de reducción del psicoanálisis a una escolástica, y de filosofización de la
práctica clínica con la esterilización racionalizante que esto conlleva.
A lo cual es necesario agregar una segunda cuestión: cuando decimos “función de las
relaciones sociales en la producción de subjetividad”, ¿a qué nos referimos? Porque es
indudable que no se trata del conjunto de las relaciones sociales, sino, en el espacio
teórico que nos corresponde, de definir de qué modo ciertos aspectos de las relaciones
sociales mediatizan, vehiculizan, pautan, los modos primarios de constitución de los
intercambios que hacen a la producción de representaciones en el interior de la
implantación y normativización de los intercambios sexuales. No nos interesa –
cuestión que puede importar mucho a la sociología o a la antropología, o que nos
conmueve como sujetos sociales en general– de qué modo las relaciones sociales
pueden, en cierta época histórica, incrementar el sometimiento de una mujer a un
hombre, sino lo que de ello resulta: bajo qué mediaciones, estos modos del
sometimiento y despojo inscriben circulaciones libidinales que metabólicamente
transformadas operan en los sistemas representacionales que se articulan, de modo
residual, en el psiquismo infantil. A la pregunta: ¿qué quiere decir producción de
subjetividad?, es decir, de qué manera se constituye la singularidad humana en el
entrecruzamiento de universales necesarios y relaciones particulares que no sólo la
transforman y la modifican sino que la instauran, debemos articular una respuesta que
tenga en cuenta los universales que hacen a la constitución psíquica así como los
modos históricos que generan las condiciones del sujeto social.
El gran descubrimiento del psicoanálisis no es sólo la existencia del
inconciente, la posibilidad de que los seres humanos tengan un espacio de su
psiquismo que no está definido por la conciencia. El gran descubrimiento del
psicoanálisis es haber planteado por primera vez en la historia del pensamiento que es
posible que exista un pensamiento sin sujeto, y que ese pensamiento sin sujeto no esté
en el otro trascendental -también sujeto-, ni en ningún lugar particularmente habitado
por conciencia o por intencionalidad. Es haber descubierto que existe un pensamiento
que antecede al sujeto y que el sujeto debe apropiarse a lo largo de toda su vida de ese
pensamiento. Y es este aspecto nodal y absolutamente revolucionario en la historia del
pensamiento, lo que ha sido más difícil de comprender tanto por los psicoanalistas
como por la cultura en general.
Lo difícil de asir es el carácter profundamente para-subjetivo del inconciente,
y el hecho de que la realidad psíquica, en sus orígenes mismos, es eso, realidad, al
margen de toda subjetividad y conciencia, vale decir, realidad pre-subjetiva, lo cual
constituye el rasgo fundamental de su materialidad. Que una vez constituido el sujeto,
esta realidad pase a ser para-subjetiva, da cuenta de lo irreductible del modo de
funcionamiento del inconciente como ajeno a toda significación, a toda
intencionalidad, res extensa, no cogitation. La resubjetivización del inconciente, la
intencionalización del inconciente, el recentramiento de un sujeto en el inconciente
que actuaría como más allá de mí pero que sería otro, es justamente la imposibilidad
de entender esta cuestión tan radical planteada por Freud respecto al inconciente como
res extensa, como cosa del mundo, como conjunto de representaciones en las cuales no
hay un sujeto que esté definiendo bajo los modos de la conciencia la forma de
articulación representacional.
El enunciado generado por Lacan respecto del “sujeto del inconciente”, que
intenta precisamente una desconstrucción radical del sujeto, aludiendo por ello al
modo con el cual un significante es lo que representa el sujeto para otro significante
-cuestión sobre la cual no corresponde que me detenga, pero que no puedo dejar de
mencionar- al ser banalizado hasta tomar un sentido contrario al propuesto, de que el
sujeto no está en el yo porque está en el inconciente, da cuenta de la enorme dificultad
presente aún hoy en psicoanálisis para aceptar la existencia no-subjetiva de una parte
del psiquismo. Ya que la frase “sujeto del inconciente”, si se desplaza a la tópica
freudiana, genera un malentendido, al reintroducir al sujeto “en” el inconciente ». Por
lo cual he preferido conservar la expresión “sujeto de inconciente” para seguir a Freud
en una de sus ideas más fecundas, aquella relativa a la existencia de un inconciente en
su materialidad, en su “realismo » y en oposición a un yo que no es sólo el efecto de
un punto de cierre en la cadena significante en la cual se está jugando la posición de
sujeto, sino que está afectado de una cierta permanencia -al menos cuando la tópica
está constituida, y esto es central para una clínica diferencial de las patologías graves.
Quisiera retomar ahora la cuestión de la producción de subjetividad, para
señalar que concebida esta en sus formas históricas, regula los destinos del deseo en
virtud de articular, del lado del yo, los enunciados que posibilitan aquello que la
sociedad considera “sintónico” consigo misma. Las formas de la moral, las
modalidades discursivas con las cuales se organiza la realidad -que no es sólo
articulada por el código de la lengua sino por las coagulaciones de sentido que cada
sociedad instituye: negro y blanco no son sólo significantes en oposición dentro de una
lógica binaria sino modos de jerarquización y valoración que impregnan múltiples
formas de organización de la realidad.
Si la producción de subjetividad es un componente fuerte de la socialización,
evidentemente ha sido regulada, a lo largo de la historia de la humanidad, por los
centros de poder que definen el tipo de individuo necesario para conservar al sistema y
conservarse a sí mismo. Sin embargo, en sus contradicciones, en sus huecos, en sus
filtraciones, anida la posibilidad de nuevas subjetividades. Pero estas no pueden
establecerse sino sobre nuevos modelos discursivos, sobre nuevas formas de re-definir
la relación del sujeto singular con la sociedad en la cual se inserta y a la cual quiere de
un modo u otro modificar.
En momentos de catástrofe histórica como los que hemos padecido los
argentinos, la desocupación y la marginalización de grandes sectores de la población
produjeron modos de des-subjetivación que, aunados al retiro del Estado de funciones
que le compitieron tradicionalmente, como la educación y la salud, dejaron devastados
a los habitantes del país. Estos modos de des-subjetivación dejan al psiquismo inerme,
en razón de que la relación entre ambas variables: organización psíquica y estabilidad
de la subjetivación, están estrechamente relacionadas en función de que esta última es
estabilizante de la primera. Las formas de recomposición han venido, de manera
evidente, durante todo este tiempo, de las reservas ideológicas y morales que la
sociedad argentina acumuló a lo largo del siglo XX. De ellas esperamos, también, que
surjan nuevos modos de subjetividad que den mayores condiciones de posibilidad a la
riqueza representacional que el psiquismo puede desplegar.
Publicado en la Revista Topía, Nº Año XIV, Nº 40, abril de 2004
Agradecemos a la Dra. Silvia Bleichmar la autorización para editar
su trabajo en nuestra página

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