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Ilustración: Mercedes

Gutiérrez (Lille)

El día que nací

R ecuerdo que estaba en

pelotas, en medio de un

valle. Era la Sierra de Madrid.

Hacía frío. El escenario azul y

blanco. El viento silbaba helado.

Los dedos de mis pies habían

tomado un color azul con tonos

lilas que me daban pánico. La

nieve se derretía y colaba entre

mis largas uñas. ¿Lo tuve merecido? Mi nombre es Sergio. Entonces tenía 25

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años y estaba a punto de ser devorado por una serpiente hija de puta...

Recuerdo aquella escena una y otra vez cada vez que me follo a una mujer.

Aún lo hago. Me salen heridas en la lengua cuando digo 'hacer el amor'. No

escarmiento. Sigo siendo lo que todas creen, pese a que en aquel instante creí

que tenía un narcisista y vergonzoso final en bandeja. Lo viví en mi cabeza

infinidad de veces. Y sin embargo, fue un final peor. Aquella cabrona, junto a

su amiguita, descubrieron todo. Y el merecido que yo no vislumbré fue el que

ellas apenas idearan en dos minutos de café. Esta es mi historia. Cinco años

sin sentimientos, buscando el sexo fácil, la mentira intrínseca y externa como

eje de mi vida. Hoy, recluido en una paz difícil de explicar, he decidido que

voy a revelar todo lo que me ha llevado a ser como soy. Un Hijo de Puta

Cabrón, con mayúsculas, por supuesto.

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Mi primera vez

S
us labios habían

caído sobre mí, una

y otra vez, como un

inofensivo huracán. Me

enredaba en ella.

Giraba, borracho, e

inconsciente, sin saber si

aquella belleza me

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merecía. No era mi primer beso, pero sí era la chica más guapa a la que había

besado. Estaba tan empalmado en aquel callejón oscuro, frío y solitario, que

si hubiera introducido sus dedos entre mis pantalones me hubiera corrido allí

mismo. Un mero roce en la entrepierna hubiera bastado. Sin embargo, ella no

parecía ser de esas chicas. Su jersey de punto, morado, escondido bajo un

largo abrigo oscuro. Su pelo rubio y liso, de peluquería cara, su piel clarita,

suave como la arena de una playa. Maquillada en su justa medida. Los

pantalones prietos marcando su adolescente figura, y unos zapatos de tacón

medio, a juego con su abrigo. Y sin saber cómo, yo estaba ahí, perdido en sus

labios, saboreándolos; disfrutándolos, y mirando el reloj de reojo. Eran las

diez de la noche. En media hora tenía que estar en casa de los padres de mi

novia.

Traté de abrazarla. Quería sentir sus pechos sobre mí. Ella accedió, volvió a

buscarme los labios y los encontró. La miré a los ojos. Preciosos. Ella no

estaba excesivamente borracha para olvidar aquel momento. Un pelín

achispada tan sólo. Nos apretamos más para refugiarnos del frío. Al fin sentí

el placer de sus pechos sobre mí. Estaban duros, tal vez a causa del tipo de

sujetador. Hice que mi mano descendiera con delicadeza por la cintura hasta

rozar suavemente su culo. Terso, pequeño, dúctil, redondo. Entonces la

empujé hacia a mí. Los dos nos rozamos en aquella oscuridad. Era sábado.

Sentí su pelvis y chocamos. Fue lo más cerca que estuve de tirármela.

Olvidé su nombre en el mismo momento que, entre la niebla de la noche, la vi

borrarse calle arriba. Me dio un último beso, tierno, me miró a los ojos, y

quizá creyó que pronto volvería a besar mis labios. Incluso, tal vez imaginó

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alguna tarde de domingo en pareja. Yo no. Una vez mudó su cuerpo al vacío

de otra calle, dejando ante mi mirada aquel culo respingón, terso, pequeño y

redondo, supe que jamás nos volveríamos a ver. Me equivoqué.

Mi reloj digital marcaba las 22.25 horas. Estaba a diez minutos de lo que podía

ser, al fin, mi primera noche de sexo. Mi novia había logrado deshabitar casi

al completo la casa de sus padres. Era nuestra noche. Ella ponía la cama y yo

el condón. Los dos, ¿el amor?

Regresé del sueño erótico de la escena anterior y me miré en el cristal de un

oscuro portal. Me peiné. Observé mi cuello en busca de alguna marca que

desde luego no poseía, y, tras respirar profundamente, caminé. El frío no me

impedía respirar el aroma de aquella chica; dulce; adolescente; demasiado

nuevo. Sin embargo, jamás imaginé que lo llevaba pegado a la piel.

Vi el timbre pero no lo toqué. Esperé. Ella no estaba en el portal. Habíamos

quedado allí porque su abuela enferma, con más de 90 años, dormía en una

de las habitaciones. Este pequeño contratiempo no iba frenar la noche. Desde

hacía meses nos buscábamos sin culminar lo que tanto deseábamos: follar;

sentirnos dentro; hacer el amor. Aquella cita era nuestra oportunidad. ¿La

única? Nuestra primera vez, esa que tantas veces habíamos rozado y hablado y

nunca penetrado.

Lucía excesiva belleza. Apareció maquillada y peinada minuciosamente con el

secador. Desprendía un inconfundible olor a mora. Nueve meses de relación

ya me habían acostumbrado al aroma. Era mi chica. Ya no podía analizarla

con objetividad en el aspecto físico, pero sabía que no doblaba las miradas

masculinas a su paso. Inicié una relación con ella porque la chica rubia de

pechos grandes me rechazó durante unas fiestas de instituto. Fue un segundo

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plato, sí, no obstante, aquel rollo nocturno juvenil de segunda mano me llevó

a descubrir que aquella chica era lo golfa que yo deseaba. En la primera cita

hizo lo que nadie me había hecho. Esa picardía sucia me encantó; nos gusta a

todos los hombres. Y poco a poco, cita a cita me fui enamorando hasta perder

la noción de la belleza. Nueve meses después nos creímos preparados.

Me besó en el ascensor. Sabía a tabaco. Yo a alcohol. Nos volvimos a besar y

posé mi mano en su culo. No pude evitar comparar y concluí que había dejado

escapar un trasero mucho mejor.

-Has bebido -soltó tajante.

Apreté los labios creyendo que así evitaría transmitir mi hedor etílico y afirmé

levemente con la cabeza y la mirada. El silencio nos invadió uno segundos, y

de pronto, el ascensor golpeó contra el último piso.

En su casa el silencio amedrentaba. Ella me indicó el camino y yo lo tomé

como un reo que recorre el pasillo verde. Cuando quise empezar a relajarme

descubrí que estaba rodeado de varias fotos de sus padres y una colcha

hortera; grotesca. Ella apareció con un camisón negro repleto de peladillas

brillantes. Allí, a escasos centímetros, estaba la persona que me iba a robar la

virginidad.

Fue ella. Me besó, me desabotonó el pantalón y se sumergió entre mis

calzoncillos. Toqué el cielo, tensé las piernas y descubrí que seguía haciendo

aquellas caricias labiales como ninguna. Aunque nadie más me lo hubiera

hecho. Y no hubo conversación alguna. No la necesitábamos. De hecho, el

sexo suele tener poco diálogo; más en esa postura...

... De pronto, un ruido, una voz y un golpe estuvieron a punto de cortar la

excitada circulación sanguínea. La abuela caminaba por el pasillo. Gritó su

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nombre. Ella con arte se enderezó, y como si su maniobra sexual fuera

plenamente cotidiana, abandonó la habitación. Yo no lo podía creer.

Tumbado sobre la cama y medio desnudo, perdiendo mi verticalidad, veía

peligrar mi primer polvo.

-Ven al baño -oí de pronto, segundos después.

-¿Cómo?

-Vamos al baño, cari -repitió.

-¿Por?

Me cogió del pescuezo y me introdujo allí. Cerró la puerta, puso el cerrojo y

sin mediar una sola palabra me besó. No hubo una frase, sólo un impulsivo

diálogo corporal. El más claro llegó cuando sus manos cogieron las mías y las

llevó a la altura de sus caderas pidiéndome que le bajara las bragas.

Fue doloroso. Lo recuerdo difuso. Me vi temblando, abriendo el preservativo y

tratando de ponérmelo lo más rápido posible equivocada y correctamente. No

quería que el frío del cuarto de baño y los nervios llevaran a mi pene a

languidecer. Estaba sentado con las nalgas al aire sobre la tapa de la taza del

váter. Ella se acercó e intentó sentarse sobre mí. Sentirme. Yo quise meterla.

Pero ninguno pudimos. Los nervios nos pudieron. Seguimos besándonos e

hicimos dos intentos más. Pero la conexión se resistía. Al final fue ella la que

decidió regresar a la cama, buscando mayor relajación; comodidad. Yo fui

como un niño, como un drogadicto con el mono; como un ciego que es guiado

hacia la puerta del metro. Hubiera ido al fin del mundo sólo por meterla. Y lo

hice. Aquella imagen nunca la olvidaré. Me dolió, me excité, invadí su vagina,

y ella quedó sobre mí. Primero le lastimó, después saboreó lo que tantas

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veces había llamado nuestra primera vez. Yo no pude moverme más que un

par de veces. Y sin poder evitarlo, durante esos escasos segundos imaginé

sobre mí a la preciosa pija de aquella noche. Me excitó más, y de inmediato,

me corrí. Ella lo notó. Lo vio en mi cara; mis gestos, mis convulsiones y esa

estúpida sonrisa. Y sobre la cama, sudados y mirándonos como dos extraños,

acabó todo. Fue un minuto. Mi minuto; nuestro minuto...

Ella se levantó, se puso el camisón, me besó y quedó tumbada a mi lado. Yo

me erguí y fui directo al baño. Me descubrí frente al espejo, mirándome y

palpando un líquido que no sabía qué era -años después descubrí que las

mujeres también se corren-. Sin embargo, no fue eso lo que me asustó, sino el

roto que había esparcido mi semen por todo mi pene. Mis ojos miraron atrás.

Ella no estaba. Me lo arranqué, le hice un nudo, lo introduje en el sobre

metálico y seguidamente en el bolsillo de mi vaquero tirado en el baño.

-Te quiero -susurró con un beso

-Y yo...

-¿Qué tal…?

-Muy bien, ¿y tú?

-Bien -respondió dándome otro

beso- ¿El preservativo?

-Lo he guardado. Luego lo tiro yo

en la calle -sentencié.

Lo intenté una vez más. Pero ella

no quiso repetir la experiencia, al

menos esa misma noche. No tendría un buen sabor de boca de mi primer

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polvo. En mi cabeza se repetía la frase 'eyaculación precoz'. Y yo quería

sentirme mejor conmigo mismo. Aquello no se parecía en absoluto a lo que

tantas veces había visto en las películas porno. Sin embargo, no ocurrió nada

más. A media noche caminaba hacia mi casa. Introduje la mano en el bolsillo

del pantalón y saqué el preservativo. Lo miré, pero ni siquiera pensé en el

riesgo que podía suponer un embarazo. Menos aún en una enfermedad

venérea. Vi la papelera, lo tiré y seguí deslizando mis zapatos calle abajo.

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10.000 pesetas

H
abían transcurrido tres semanas. No habíamos vuelto a follar. Siendo

sincero, sí lo intentamos, en plena calle, pero tuve un gatillazo. Y

siendo más sinceros, una eyaculación precoz. Cuando uno es tan joven, no se

plantea el porqué, únicamente se siente mal; pequeño; impotente;

avergonzado. Y no sabe cómo remediarlo. El ansia, el deseo le excitan tanto

que no puede evitar la eyaculación furiosa sobre sus calzoncillos. Además,

desconoce por completo en qué consiste el sexo. Menos aún 'hacer el amor'. El

único objetivo que tenía entonces era meterla allí dentro.

Tampoco había vuelto a ver a la chica rubia, pero por alguna razón aún

perduraba su sabor en mis recuerdos labiales. La había buscado durante varios

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fines de semana entre el humo de los bares, pero su belleza era un vacío en

mi mirada borrosa.

Cuando uno es infiel una vez, repite. Siempre, si puede. Y nunca se coloca en

la posición de la otra persona. En lo doloroso que puede resultar que descubra

tal infidelidad. Y si la revelamos, la disfrazamos para no herir tanto. Nos

cuesta afrontar la realidad. Muy pocas veces lo hacemos. Tal vez, por eso

somos infieles. Y quizá, porque nunca afronté las actuaciones de mi vida me

convertí en la persona que soy.

Que Laura no estuviera bien conmigo no ayudaba. Ella no estaba cómoda a mi

lado. Se aburría. Hacía semanas que no brillaba la chispa en sus ojos. La

sonrisa había encogido en sus labios. Y pese a ese gesto torcido y apagado, no

me decía nada en palabras. Yo tampoco preguntaba. Quizá porque entonces

no percibía su estado como un problema de pareja. Ni lo sospechaba. O no

quería. Porque cuando ella decidía irse a casa y besarme en los labios con

sobriedad absoluta, me alegraba. Apenas unos segundos después, corría veloz,

feliz. La olvidaba junto a mis amigos, que esperaban en algún bar.

Tomándome una copa y buscando como una serpiente busca su presa,

disfrutaba de mis horas de libertad. Y estaba enamorado, o eso creía… Pero

durante aquellas horas nocturnas etílicas sólo podía pensar en besar a alguna

de las desconocidas que habitaban en nuestra noche. Mi rastreo nunca cesaba,

y Laura vivía en mi olvido.

No sé la época exacta del año en la que estalló la crisis. Únicamente recuerdo

el frío. También dónde fue, la hora y que lloré. Nunca creí que una chica me

haría llorar. Jamás. Mi corazón virgen recibía su primera cuchillada. La

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primera cicatriz imborrable. Un navajazo trapero e inesperado. El fino hilo de

su cuchillo fue veloz, constante e hiriente.

Me senté en un frío banco de cemento, en un improvisado refugio de amor. Un

espacio oscuro, idóneo para parejas. Ella, por primera vez en demasiadas

semanas, lanzaba hacia mí cariño y mimos excesivos. La lengua me recorrió la

boca y mis manos buscaron rozar la parte inferior de sus menudos pechos. Ella

fue sentándose sobre mí, y cuando nuestros cuerpos vestidos encajaron, se

detuvo. Me miró y sacó del bolso un pequeño paquetito de color azul donde

podía leerse, "Espero que te guste".

-Es para ti, cari -susurró.

Me besó y luego volvió a buscarme la mirada. Yo se la tendí. Nos quedamos

helados, en silencio durante unos segundos, hasta que mi voz logró pronunciar

dos palabras.

-¿Y esto?

-Un regalo.

-¿Pero por qué?

-Porque te quiero...

-Pero hoy no es nada...

-¿Y...?

Laura me volvió a besar. Besos cortitos. Cada vez más rápidos.

Cuando terminó abrí el envoltorio con destreza. Rápido. La caja de plástico

era del mismo color. Tal vez algo más oscura. Al instante de abrirla lo

averigüe. Era una cadena plateada con un corazón partido por la mitad casi al

completo. La parte superior seguía unida. No tuve palabras. Ella sí.

-Ahora tienes que dar la mitad del corazón a quien ames.

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Sonreí y la besé. Fue un beso largo. Un morreo -en argot juvenil- que nos

babeó. Nos bebimos; compartimos, y cuando creí que aquello no iba a parar

hasta explotar el calentón, ella me separó. Puso su mano en mi hombro y me

miró. Aquellos ojos miraban distinto, pero tampoco lo quise ver aún. Había

una herida a punto de perforar mi piel, tenía mi nombre y parecía inevitable.

Rompí el corazón de plata y le entregué la mitad mientras besaba su cuello

con mis labios. Ella me retiró y volvió a ofrecerme besos secos. Retiró la

mitad de su corazón de mis dedos, se descolgó su cadena y lo enganchó. Sin

embargo, su sonrisa volvía a mostrarse pequeña; artificial.

-Te quiero, Sergio.

-Y yo.

-No, quiero que lo sepas.

-Lo sé.

Nunca sabes bien cómo es

la frase. Cómo llega, ni

cómo hiere. Pero en su

gesto, en su voz y en el

arrepentimiento vi lo que

me contaba escasos

segundos antes de que me

dijera la frase. Fue su

manera de decirlo. El

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susurro que plasmó "tengo que contarte algo", y mi voz afónica, aterrada, sólo

preguntó un seco "¿qué?".

Comenzó hablando de un chico. Me preguntó si le conocía, me explicó quien

era, me recordó sus rasgos físicos, y cuando le recordé y le puse rostro, pisó

mi corazón diciéndome que una noche no pudo evitar "enrollarse" con él. De

camino a casa. Él la convenció. Justo después de haberme dejado ir. No sé

cómo fue, pero mi corazón de plata, pegado ya en mi pecho, sangró.

Quemaba. Mi estómago yacía ahogado, sin aire, y la noche alcanzó una

negrura espesa sobre nuestros cuerpos. Aquel refugio se había convertido en

una puñetera cárcel. Y cuando levanté la mirada ahogada, la creí ver llorar

relatándome la infidelidad. Y al recuperar la palabra, sólo se me ocurrió

preguntar una cuestión.

-¿Sólo esa vez?

La respuesta nunca pudo tener peor desenlace. La herida fue una tortura. Y

aunque deseé abofetearla y abandonarla allí mismo por zorra y por puta, no lo

hice. No pude irme. Mis lágrimas acabaron mezclándose con las suyas. Los dos

nos abrazamos, y al tercer intento, después de largos minutos, ella encontró

mis labios. Fui débil. Y mi perdón nació sin que yo supiera el motivo. Tal vez

el miedo a la soledad, o tal vez porque en el momento que ella preguntó por

mi fidelidad yo mentí. Preferí adoptar el papel de víctima.

Tardé días en digerir que accedía con honores a la lista interminable de los

cornudos. Nunca lo revelé a nadie. Y no lo hice pese a que todas sus amigas ya

lo sabían. Llevaba escrito en la frente la palabra vergüenza; imbécil. Tampoco

quería dar esa información a mis amigos. Además, tampoco asumía la

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infidelidad de mi novia. Lo había hecho porque en la discoteca su amiga se

había liado con otro. Por empatía. Y con el tío que yo conocía se había liado

en cinco ocasiones. Y una tarde en su pueblo no pudo decir que no a otro.

Estaba herido y rabioso. Aquella noche, mientras el corazón roto de plata

quemaba en mi piel, mi rostro enrojecido y mis ojos vidriosos no podían

disimular la tristeza. Vi la luz de madrugada. Mi cabeza, horas después, ya

fría, sólo pudo encontrar una puerta positiva ante a aquellos acontecimientos.

Laura acababa de darme un cheque en blanco y libre de malas conciencias.

No fue fácil servir la venganza en plato frío cuando me creía enamorado y

quería ser infiel sin que lo averiguara. Manu y Javier sobrevolaron conmigo en

aquel plan sin que supieran la verdadera razón. Dos íbamos borrachos. Javier

se sostenía difícilmente en un estado de inconsciencia. Y pese a él, estábamos

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dentro. El portero nos había permitido entrar siempre que cuidáramos de

Javier, que había puesto su mejor cara sin conseguirlo.

Cuando lo planteé había dudas, pero el primer paso ya estaba dado. Sólo

habíamos puesto un límite: 10.000 de las antiguas pesetas.

Creí que ninguna merecía mi dinero. Ni siquiera la cerveza que se me

calentaba entre los dedos merecía el precio que había pagado. En el ambiente

se mezclaba, con mucho desorden, el color rojizo de las paredes, la oscuridad

y los hombres que superan los cuarenta junto a chicas ligeras de ropa que

trataban de buscar un nuevo cliente. Nosotros éramos los más jóvenes de todo

el local.

Habían pasado diez minutos cuando la miré por primera vez. Nunca imaginé

que pudiéramos llegar a hacer aquello. Nunca creí que gastaría una sola

peseta en follar. Y dudé, pero Manu logró convencerme. Ella tenía un acento

extraño, un rostro suave, blancuzco y maquillado. Su cabello era negro, liso y

largo. Sus ojos azules, y frente a los míos, lucía unos pechos enormes. Con

dulzura, sin apenas poder oír "hola, guapo", deslizó su mano hasta mi

entrepierna. El aroma me ahogó cuando sus labios rozaron mi cuello y dejó

que sus grandes pechos se apoyaran en mí. En ese instante hubiera pagado

todo mi dinero, pero Manu, todavía con la mayor parte de su sangre en la

cabeza, regateó.

La tenía dura. Nunca había alcanzado ese clímax de excitación. Estaba ante

una profesional del sexo, no obstante, de pronto había olvidado por completo

que aquella mujer sólo quería escarbar en mi bolsillo. Yo en cambio

imaginaba que la atraía. Imaginaba que la tenía a mi lado hurgándome

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mientras Manu le convencía de un precio más barato porque yo y mis encantos

la ponían cachonda. Sin embargo, todo aquello era mentira.

Lo que hicimos en la habitación a la que los dos accedimos por unas escaleras

estrechas también parecía una fantasía. Justamente por 60 euros; “10.000

pesetas” repetía Manu una y otra vez. Era un trío. Dos por uno. Los dos a la

vez. Media hora. El alcohol y Manu me persuadieron, aunque desconocía mi

preparación para follar junto a un amigo.

El miedo no fue vernos desnudos y erectos peleando por el placer de una

puta. El miedo golpeó en nuestros rostros cuando la boca de la puta terminó

comiéndose el semen de Manu. De pronto, nuestra noche dio un giro mortal.

Recuerdo que yo trataba de meterla por detrás sin conseguirlo. Ella gritó.

Manu la llamó zorra. Mis músculos se congelaron, y entonces sólo podía ver en

mi cabeza un billete de 10.000 pesetas sobre la mesilla de la prostituta.

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Venganza, cobardía y mentiras

E
n el amor, arrinconarse en la mentira hasta que la punta afilada del

cuchillo que sujeta tu novia sobre tu cuello abre la piel, a veces

funciona. Si hay un resquicio de duda, puede ser el camino hacia la luz. Negar

lo evidente no funciona. Frases como "no es lo que parece, cari, yo te lo

explico", mientras tu pene o preservativo aún sostiene restos de fluidos

vaginales, casi nunca funcionaron. Hay que saber admitir la derrota. Soportar

el chaparrón cuando te han cazado y sufrir los merecidos golpes.

Me eduqué así. La vida que viví desde pequeño siempre me llevó a mentir. A

hacerme una vida paralela, más fácil gracias a las mentiras; mis mentiras;

construía una vida a placer. A veces perdía, pero muchas, ganaba. Y con el

paso de los años decidí aplicar esta estrategia también a las relaciones de

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pareja. No siempre la verdad y la sinceridad hacen fuerte y feliz a dos

enamorados. En ocasiones, basta con creer que se vive en la verdad; la

felicidad.

Utilizar la negación completa solía ampararme. Si no existen pruebas, niega.

No hay testigos fieles de que ha ocurrido, niégalo. Es lo que siempre me

repetía una y otra vez por muy arrinconado que me viera. Siempre creí que en

el amor triunfaban antes las mentiras que las verdades como puños. En

ocasiones, aunque la verdad parezca evidente y golpee en la cara sin piedad,

las mentiras en un enamorado son más permeables y acaban calando. A veces,

hasta límites insospechados. El que miente sólo debe defender la verdad hasta

el final.

Así actué días después. El acontecimiento del puticlub no se desalojaba de mi

cabeza. No podía quitarme las imágenes nítidas y violentas. Y la llamada de

Laura, una semana más tarde, no ayudó. La historia había volado de boca en

boca, de mano en mano. En las suyas, pequeñas, descansaba la noticia con

mis iniciales. Yo lo supe después. Sin embargo, cuando oí su voz al otro lado

del teléfono, apagada, ya sospeché. Tuve miedo. Ella apenas tardó un “hola”

para lanzarme la pregunta. Clara y concisa.

-¿Estabas en el puticlub con Manu?

La pregunta me dejó pálido. Me cerró el estómago. Fue un golpe inesperado,

directo y doloroso. Sentí un retortijón. Miré atrás. Mis padres no escuchaban;

ni siquiera estaban en el salón. Respiré despacio, espiré e inspiré hasta en

cinco ocasiones, y de inmediato inicié mi defensa. Pensé. Si preguntaba era

porque albergaba dudas. Yo tenía que disipárselas y hacerle creer que no

había estado aquella noche con él en el 'puti'. Difícil, pero posible.

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Negué después de unos segundos de silencio, sin embargo, apenas dije el

“no”, ella lanzó sus fuentes; chivatazos, cotilleos. Además, su gran base: las

pequeñas noticias aparecidas en la prensa local. Mis iniciales aparecían entre

las noticias de sucesos. Los dos detenidos. Uno de ellos era yo. Creo que tras

aquel suceso Manu y yo jamás volvimos a mirarnos igual…

Me frené. Me sentí perplejo, sujetándomela a escasos centímetros de su

coño. Mi erección se acobardó. Los ojos de Manu no me miraban pero lo

decían todo. La puta no esperaba el semen y cuando lo engulló, sus

asustadizos dientes apretaron con miedo y fuerza. Lo debieron hacer con

rabia, porque a Manu se le saltaron las lágrimas. Además, su segundo acto

reflejo, que fue el de escapar de la presa, elevó la tortura. Los dientes de

ella se arrastraron pegados a su piel. El alarido que conquistó aquella

habitación erizó todo el vello de mi cuerpo.

Cuando quise preguntar si estaba bien, él ya se había revuelto y liberado. La

gritó, la escupió y la golpeó con la mano abierta. Ella sólo pudo asustarse,

esconderse y torpemente limpiarse los restos que le quedaban por una de la

comisura de sus labios. Y tal vez fue el silencio que vino acompañado de un

cruce de miradas lo que desencadenó todo. Quizá ayudó el alcohol, o alguna

droga. Yo, congelado por la cobardía y el pánico, no pude mover un solo

dedo. Vi la sangre, el odio, la venganza y la rabia mezclándose en numerosos

golpes. Primero en su cara, después en la mirada, y cuando parecía que la

inconsciencia de la puta iba a finalizar la pelea, ella gritó con toda su alma

lo que creyó que sería su última palabra: "¡Socorro!".

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Al instante salté. Me moví por primera vez desde que comenzara todo. Y al

segundo de saltar, miré a la puerta de entrada de la habitación. Estaba

cerrada. Y cuando mis ojos volvieron a la escena de la pelea, ésta ya no

existía. Ella tenía los ojos en blanco, la mandíbula sangrante y desencajada,

y aparecía desdibujada en el suelo, boca arriba.

-¿Qué hiciste? -Tartamudeé.

-Patearla la cara.

-Puta zorra... -Murmuré mientras de reojo le buscaba la herida en el pene.

Sin embargo, él se vistió veloz.

-Vámonos.

Lo pensé, pero lo descarté al instante. No podía estar muerta. Era imposible.

Aquello sólo pasaba en las películas. Los dos la miramos. El cuerpo seguía

quieto. Nos miramos y decidimos terminar de vestirnos y huir. Pero no lo

conseguimos. No había atado mi primera zapatilla cuando la puerta se abrió

de golpe. Los dos hombres que de tan 'buen rollo' nos habían dejado entrar,

aparecían ahora ahí, de pie, con un rostro serio e incrédulo. Apenas bastaron

un apretón y dos golpes para reducirnos. No dudaron. Yo intenté zafarme,

despreocuparme de Manu y huir como fuera. Creí que iba a morir. Incluso

grité una y otra vez, desesperado, "¡yo no he hecho nada! ¡Lo prometo!". Sin

embargo, no lo conseguí. No hubo piedad.

Una hora más tarde, los dos, magullados, estábamos en la comisaría. Manu se

declaró culpable, y yo quedé en libertad al día siguiente. Minutos antes de

pisar la calle supe que ella estaba en coma.

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...No podía contar aquello. Nunca. Pero sus palabras al otro lado del teléfono

seguían sonando infranqueables. Decidí apoyar mi teoría en Javi. No sabía

cómo, pero ahí tenía mi única baza. Él había recobrado la conciencia en

medio de nuestro polvo y había abandonado el local. Él ya habría negado estar

allí, pensé. Entonces mi voz afirmó que había acompañado al puticlub a Manu,

pero que luego me había ido con Javi.

-Vamos a vernos -zanjó.

-¿Qué?

-Necesito verte la cara. A las siete. En el Anina.

Acepté.

Tenía dos horas para crear una coartada, dibujar mi carita de cordero

degollado y esperar salvar la relación.

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El encuentro fue frío. Sin un beso. Distante. Ella traía las pruebas. En su

pequeña mano escondía un recorte de una noticia con mis iniciales. El titular

decía: "Dos jóvenes dan una paliza brutal a una prostituta y cae en coma".

Allí, leyendo aquello pero sin prestarle atención me abordó el ingenio. La

cerveza se vació en mi mano tras el último sorbo y claudiqué. La miré a los

ojos y hablé.

-Sí, estuve. Pero no subí. Ni de coña. Fui a acompañar a Manu. Pero yo me

quedé con Javi. No quería decírtelo porque ya sabes como es la novia de Javi.

Él no quiere que se sepa porque su novia le cuelga de los testículos...

-¿Entonces? -interrumpió.

-Sólo subió Manu, te lo juro, cariño -declaré desesperado-. Javi y yo nos

quedamos tomando una cerveza en el bar. Y cuando ocurrió todo yo decidí ir

de testigo a la comisaría. Nada más...

-Tú siempre tan bueno -replicó seria.

-Le acompañé para ayudarle, y

claro, me tomaron los datos, y

por eso...

-¿Por eso qué?

Mi pausa se iba a alargar.

Porque por eso o, por alguna

maldita razón los astros no se

alinean de la manera que yo

deseo. “No están de mi lado”,

pensé. Volví a mirar por

encima de su hombro. La vi.

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Allí estaba. Preciosa y rubia. No sé si disimulé. A mí me parecía imposible

hacerlo. Y cuando Laura esperaba el final de mi excusa, unimos las miradas.

-¡Sergio! ¿Estás tonto, o qué?

-Perdona, me siento mal -dije sin pensar. Me salió del alma.

-¿Qué?

-La tripa, me duele. Me siento mal...

No estaba previsto, pero salió de mi boca. Y debió de sonar sincero, porque

ella se inquietó, y por primera vez me tocó; me acarició. Y casi sin pelearlo,

dos minutos después estábamos fuera del bar. Y de pronto, parecía aceptar lo

del puticlub. Ella no volvió a mencionarlo. Sólo quería saber si me sentía bien.

Diez minutos más tarde estaba besándome con suavidad en mi portal.

-Tómate una manzanilla y métete en la cama, ¿vale? -dijo antes de

despedirme- Y mañana me cuentas...

-Vale -musité.

-Te quiero -dijo finalmente con otro beso.

-Y yo.

Su silueta tardó en desaparecer de mi vista. Yo me quedé agazapado en el

primer piso. Dejé pasar dos minutos. No quería arriesgar. Esperé a que mi

reloj marcara y media. Entonces me erguí y bajé las escaleras de dos en dos.

En cinco minutos regresé al bar. Pedí una cerveza. La fortuna me sonrió. Ella

seguía allí. La volví a buscar con la mirada, pero en esta ocasión necesité

mayor esfuerzo. Finalmente, cuando pedí mi segundo botellín, chocamos. Le

hice un gesto con la cerveza y ella se acercó. Tan guapa, tan rubia como

aquella primera noche.

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-Hola... -Dijo su voz, dulce y sobria.

-Mucho tiempo, ¿no? -Dije jovial mientras le pedía una cerveza- Creí que

habías huido de mí.

-¿Quién era la chica?

-¿Qué chica? -Me hice el tonto.

-Con la que estabas antes... -Insistió.

-Mi ex… está loca por mí... casi tanto como… yo por ti.

Ella se acercó y me miró de cerca; demasiado cerca. Su aroma volvió a

envolverme y deseé volver a perderme en sus labios.

-Mientes…

-No.

-¿Y eso cuánto es?

-Mucho.

26
5

Tres no son multitud

D
os meses después estaba atado a dos relaciones. Cómo iba a desatarme,

no lo sabía. Leti me brindaba esa belleza que me hipnotizaba con sólo

dibujar en mis ojos su silueta. Laura había acumulado un pasado que había

dejado huella en mi corazón. Pese a los cuernos. Además, el único sexo que

tenía era con ella, y poco a poco mejoraba. No podía desprenderme del

placer carnal mientras no comprobara en carnes el bello elixir de la rubia.

Uno se acostumbra a todo. Por muy inverosímil que parezca, todo en esta vida

puede llegar a convertirse en habitual. Yo jamás hubiera creído enredarme en

esas largas piernas, pero una vez más la vida me sorprendió.

Hay noches en las que no tiene por qué pasar nada. Es lo usual. La noche de

más de dos meses después al puticlub, no. Sólo recuerdo dos imágenes

27
golpeándome aún en la cabeza. Una era que estaba muy borracho. La otra

que sus dos virtudes eran enormes. El resto de detalles los quise olvidar.

La neblina del bar bailaba al ritmo de la música. O así lo creía yo. La copa

perdía el equilibrio y sustentaba una marejada descontrolada. Manu era, de

nuevo, el compañero de fatiga. Ninguno quiso hablar del puticlub, ni del

juicio pendiente; él acusado y yo de testigo. El resto de amigos había ido

desapareciendo. Las bajas nocturnas nos habían unido otra vez.

Cuando la vi, sabía que

aquellos deliciosos pechos

escasamente abrigados bajo

un top de rejilla no eran de

verdad. Pero algo tienen las

tetas femeninas, falsas o

verdaderas, que siempre

cautivan a los hombres. En

ocasiones, los magnetizan. Les entorpece el ritmo cerebral hasta despojarles

del habla. En aquel instante, cuando mi octava copa de whisky cola

provocaban desmedidos efectos etílicos en mi organismo, los dos bustos

perfectamente curtidos me conquistaron. La mujer no dejaba indiferente ni

pasaba desapercibida. Morena, alta y de curvas temerarias. De hecho, aún

separados, ya intuía que superaba mi metro setenta y cinco de altura.

Contoneaba su cuerpo al ritmo de la música en medio de la pista, pero aún no

me miraba.

28
Vi cómo la distancia entre nosotros moría con el ritmo que ella marcaba.

Bailaba libre y sensual. La examinaba sin reparo y la veía crecer al tiempo que

se adentraba en mi espacio. Ella me habló; me susurró al oído. Su acento era

extranjero, pero no disponía de un cerebro para pensar en su país de origen.

Su dedo índice me acariciaba marcando una línea curvilínea y vertical desde

el pecho al ombligo. Un escalofrío me la puso dura. Y entonces creí que era

una prostituta. Busqué a Manu, pero estaba entre el gentío abstraído en su

copa. Le miré, pero no me devolvió la mirada.

Lo que sucedió a continuación fue rápido y borroso. El apetito sexual me

cegó. Ella me dijo que era muy guapo. Yo le devolví el piropo. Ella lo repitió

con algún adjetivo más, yo me interesé por su nombre, ella me habló de mis

labios, y sin previo aviso me susurró, “vamos, ven conmigo”. En ese momento

me cogió la mano. Yo di el último trago a mi copa y la solté en movimiento.

No íbamos hacia la salida. Su piel era áspera y sus dedos me resultaron más

grandes que los de las chicas que había acariciado. No había calculado su

edad, pero seguro que rozaba los treinta. Se liberó de dos chicos que nos

impedían el paso y entró con firmeza al pasillo del baño. Me metió dentro

después de mirar atrás en dos ocasiones. Sin mediar palabra alguna conmigo,

cerró la puerta. En el interior no titubeó, cogió mi cara y me besó.

Cuando ella decidió que el beso había terminado, la luz me reveló sus

facciones. Sin embargo, no supe cómo actuar al ver su cara. Además,

enseguida la escondió su cabello. Se arrodilló y comenzó a desabotonarme uno

a uno los botones de mi vaquero. De pronto, estaba saboreándome como

nadie lo había hecho. Tampoco era un número elevado; más bien nimio;

29
unitario. Allí, sobre la taza del váter otra vez, estaba viviendo el éxtasis de mi

vida.

Sabía que era un hombre. Operado. Al menos los pechos. En algún momento

de su vida, aquella persona, la que me estaba haciendo una felación

excepcional, había tenido que ser sólo un hombre. Y aun teniendo esa idea

como única en mi mente, estaba tocando el cielo con los dedos; soñaba;

volaba. Estaba a punto de correrme, pero luchaba por evitarlo. Mi estómago

palpitaba, hacia dentro y fuera, y los dedos de mis manos trataban de

aferrarse a los sucios azulejos del baño. Finalmente mi mano derecha se

desvió y fue directa a acariciar sus pechos. Eran enormes. Cuando los sentí,

estaban tersos; duros. Sentado sobre aquella inmunda taza del váter,

borracho, y con la última copa disparando mi estado de embriaguez, olvidé

quién era yo y qué hacía. Fue más difícil olvidar que la mejor mamada de mi

vida venía de una boca masculina. Porque del cielo al infierno hay una

distancia demasiado escasa. Igual que del blanco al negro. Los polos opuestos

siempre me parecieron tan cercanos.

Cuando mi móvil vibró en el pantalón supe que Manu me buscaba. Traté de

parar el vibrador, pero no podía introducir la mano en el bolsillo ni acertar

con la tecla desde fuera del vaquero. El móvil paró. Ella también. Cogió mi

polla en plena erección. Yo tuve que ponerme de pie. Ella decidió darse

media vuelta, y con la misma mano acercó mi miembro a su culo. Levantó su

minifalda, retiró el tanga y apoyó las manos contra la pared curvando su

cuerpo levemente. No había duda de lo que quería.

Por segundos tuve la certeza de que estaría operada por completo. Era una

convicción fantasiosa Siempre hay casos. Creí que no tendría que penetrarla

30
por el culo. Quería encontrar el único orificio que yo conocía sexualmente.

Intenté acercarme. Me apoyé en sus caderas, sobre sus piernas firmes, largas

y masculinas completamente depiladas. Debía de necesitar que la penetrara

con urgencia, porque nerviosa y presta no esperó. Atrapó mi pene y aceleró

mi búsqueda. Luego cogió mi mano y la llevó sin un movimiento de duda a su

pelvis. Allí topé con lo que nunca hubiera querido toparme, pero que hacía

rato sospechaba descubrir. No pude por menos que sobresaltarme. Me separé

todo lo que me permitía aquel pequeño espacio y traté de vestirme. Había

sido el despertar de un sueño. Quizá llegaba la hora de beberme la pesadilla.

Ella me miró. Por primera vez nos miramos. Fue una mirada directa. Yo, por

primera vez, la observé con una leve pero ficticia nitidez.

-Chúpamela ahora tú, cariño –suspiró con un fino hilo de voz.

Me quise esconder. No fue posible. Mi cara únicamente logró contraerse;

adelgazar por el pánico hasta límites insospechados. Como ‘El Grito’ de

Edvard Munch. La mirada que yo sostenía segura y precisa desapareció. Mi

mandíbula se tensó y el miedo empezó a empaparme de verdad cuando su

mano decidió empujarme. La fuerza fue suficiente para que de nuevo acabara

sentado de un solo golpe en el retrete. Sin tiempo para analizar los

acontecimientos, ella colocó su gran polla erecta a escasos centímetros de mi

rostro. Su mano aterrizó en mi pelo, lo acarició, y suavemente levantó mi

cabeza para que de nuevo volviéramos a mirarnos.

Sin haber empezado a experimentar algo que no deseaba experimentar, había

empezado a ponerme en la piel de todas aquellas personas que por primera

vez tuvieron que “comer una polla”. Algunas o muchas por deseo. Por mi

mente pasaron las felaciones más famosas, las que a diario se realizan en

31
cualquier casa de putas, o las que en ocasiones terminan bajo una mesa de

oficina. Yo iba a probarlo. Iba a ser el chupador. “Cómo debía uno hacer

aquello”. En los servicios de aquel lóbrego pub no quería meterme su polla en

la boca. Allí y en ningún sitio. Sin embargo, con sus pechos duros y desnudos a

la vista, me cogió del pelo, esta vez con más fuerza, y me pegó aquel vibrante

pene en los labios. Ella ocupaba toda la puerta de salida. Quería huir, pero en

aquel preciso instante, cuando el aroma de su miembro llegó a mi nariz, sólo

puede pensar en esconder los dientes.

No hay resaca igual. Las hay similares, pero nunca llegan a ser idénticas. Cada

borrachera depara un mañana distinto. Y no hay resacas gemelas por

demasiadas razones. Deberían encajar todas en modo, tiempo y lugar. La hora

del despertar, dónde despertar, la manera de despertar. El grado de dolor de

cabeza o el sabor del paladar. El brillo de los ojos, seguramente vidriosos. La

hinchazón o ardor de estómago o el número de recuerdos que se atesoran en

la memoria segundos después de abrir los ojos. El ser humano es incapaz de

repetir dos resacas con todos estos factores idénticos.

El sol no entraba por la ventana. Me resultó extraño, pero no levanté los

párpados para buscarlo porque ya sabía que era de día. El móvil había sonado

al menos en tres ocasiones, y además, mi cuerpo comenzaba a sentirse

incómodo entre las sábanas. Había llegado el momento de levantarse...

Los malos recuerdos, los que se salvan del olvido, llegan de sopetón. Como un

bofetón inesperado que te deja en ridículo. Es cuando uno comienza a

32
sentirse de nuevo vivo; despierto. Las pupilas comienzan a reconocer el

espacio al tiempo que rememoran la noche. El aprieto azota cuando lo que

descubren los ojos no es familiar. Esa imagen asusta. Es el momento de

masticar el amargo pánico. El momento de afrontar que ha habido algo

durante la noche que no se ha llevado bajo control. Y así fue.

Cuando abrí los ojos y no reconocí mi habitación, su mano cayó sobre mi

cuerpo con delicadeza buscando una caricia. Al sentir el tacto de su piel

descubrí que estaba desnudo. Por completo. Al instante hubo otro

movimiento. Sus enormes y firmes tetas reposaron sobre mi espalda. Era el

aroma. Su sabor. Una desconocida habitación y muchos recuerdos que

recuperar.

33
6

Celebraciones

S
iempre hay un instante en el que el ser humano intenta recuperar las

lagunas que produce la noche. Lo intenta con todas las fuerzas. Sin

embargo, el alcohol fulmina todos los recuerdos por completo. Los elimina sin

dejar rastro. Fue en ese imposible proceso de recuperación de datos e

imágenes cuando volví a examinar la habitación. Asustado seguía sin saber

cómo había entrado allí. Giré el cuerpo, saqué una pierna y salí de la cama;

desnudo. Al instante, decidí recuperar mi ropa.

-¿Qué hora será? –Pregunté en voz alta sin querer.

-Buenos días, mi niño guapo –dijo su voz, espesa.

34
Volví la mirada y la encontré tumbada, sonriente, creyéndome que me

devoraba con la mirada.

Mis rodillas temblaban, mi corazón cabalgaba atropellado y el estómago se

revolvía incómodo en su minúsculo habitáculo. No tenía dudas. Era un hombre

dibujándose con mujer.

-Me tengo que ir –murmuré subiéndome a gran velocidad los calzoncillos y

pantalones, casi al mismo tiempo.

-¿Por qué?

-Mis padres, estarán preocupados.

Encontré los calcetines enredados junto al edredón y sin titubear me los puse.

Miré la hora. Era la una de la tarde. Tenía dos mensajes en el móvil y tres

llamadas perdidas. Busqué la cazadora. Cuando la localicé en la silla avancé.

Me calcé, y al levantar la mirada ella estaba ahí, a escasos centímetros de mí,

completamente desnuda; desnudo. Tuve que levantar la barbilla para mirarle

a los ojos. Me sacaba media cabeza. Los pechos de silicona me rozaban.

-Eres muy guapo –dijo con ternura.

Su mano se elevó y fue hacia mí. Me acarició la mejilla y sin que pudiera

evitarlo me dio un beso en los labios. Su lengua surcó mi boca, y yo, imbécil y

congelado no me atreví a detenerlo. El beso fue eterno, pero sin saber el

motivo, correspondido.

-¿Me llamarás algún día?

-Puede ser –mentí.

En ese momento me arrebató el móvil de la mano. Ni siquiera recordaba que

lo sujetaba. Lo desbloqueó y apuntó uno a uno los números de su teléfono.

35
“Me llamo Gabriela” siseó en mi oído mientras su lengua me humedecía el

lóbulo.

No me soltó. Atrapó una bata rosa del armario y me llevó de la mano por un

largo pasillo repleto de puertas. Al menos habría seis habitaciones más. No

recordaba ninguna. Pude oír música latina y voces. En el resto se respiraba un

completo silencio.

En ese preciso instante hubiera pagado todos mis ahorros por borrar aquella

noche de mi vida. Me hubiera endeudado hasta las orejas por finiquitar la

despedida con tan sólo chasquear los dedos. Sin embargo, no pude evitar ni un

solo segundo. Aquel beso en la puerta que me separaba del portal fue una

eternidad. Sin embargo, únicamente viví los escasos segundos que en realidad

duró.

Bajé aquellas escaleras de tres en

tres. Pisar la calle, respirar aire

puro y sentir el frío me dio una

libertad inaudita. Corrí sin mirar

atrás. Quería llegar a mi casa en

el menor tiempo posible para

lavarme y borrar la historia lo

antes posible. En esa carrera mi

móvil volvió a sonar. Otro

36
mensaje. Miré la bandeja de entrada. Dos de Laura y uno de Leticia.

"¡Mierda!", pensé. Con miedo leí:

“Dnd stas? T llamé. Móvil y casa. Spero q no olvidars mi cumple. Es con mis

padres”.

“Llámame cnd dspierts”

El segundo mostraba enfado. Sin embargo, no estaba preparado para llamarla.

Tenía dos llamadas perdidas suyas. La otra era de Manu.

En cambio, el otro mensaje me hizo lucir una pícara sonrisa.

“Hla, niño. Hoy hace 1mes q supe por primera vez dl placer de ts labios. Stoy

sola n casa. ¿T aptc 1peli sta tard?”

Miré mi cartera, tenía dinero. Paré un taxi, me subí y en el interior llamé a

Manu para explicarle mi versión de la noche. La creyó.

Eliminado el primer frente, respiré tranquilo. En mi habitación, aún sin

duchar, disfrutando de la soledad porque mis padres estaban en la casa de la

playa, sólo pude pasear nervioso por el pasillo. Aferrado con fuerza a un vaso

de leche trataba de no darle más vueltas a la noche. Las infidelidades deben

vivir bajo techos impermeables para evitar las filtraciones. El goteo de errores

agrieta cualquier corazón. Una relación es una partida de ajedrez y cada

movimiento cuenta. Mi cerebro, en aquel instante, atesoraba numerosas

dudas y poco tiempo. Cada día vivía más enamorado de la belleza de Leti.

Había logrado compaginar ambas parejas desde hacía dos meses. “¿Pero

37
cuánto tiempo conseguiría alargar la estresante situación?” Sí crecía mi

certeza de cambiar, sin embargo, abandonar a Laura me dolía demasiado. No

quería perderla por nuestro pasado, y más cuando el sexo con ella había

mejorado. Con Leti era algo que todavía no había, aunque sin duda, perdía la

razón por follármela.

En mi habitación, meditando la situación, me distraje al observar decenas de

apuntes de informática. En un tablón de corcho decenas de fotos de amigos;

vacaciones y pequeños viajes. Especialmente, había fotos de Laura conmigo.

También de ella sola posando para mí. Recuerdos que inevitablemente me

enternecían y jamás podría borrar por muchas infidelidades que lleváramos a

cuestas. Descolgué la cadena de plata con el medio corazón y me la volví a

poner. Me miré en el espejo y descubrí mi rostro espigado. Necesitaba una

ducha antes de ir al cumpleaños de Laura. Era mi primera cita con padres al

frente; su familia. Un gran paso. Di dos más de verdad. Miré a la habitación

de mi hermano, vacía, como siempre desde hacía demasiados años. No podía

evitarlo. Pasé dentro. Abrí el armario, vi la ropa, recordé y cerré deprisa. Mi

cuerpo quedó de pie en el espejo que poseía la puerta. Languidecía por

momentos. Sí, necesitaba una ducha y frotarme bien para quitarme aquel

aroma. Además, tenía mucho que pensar y más que ingeniar.

-Apestas a alcohol -dijo después de que la besara en los labios. Hizo una pausa

y me miró de arriba a abajo-, pero estás tan guapo...

-Felicidades -le susurré.

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De mi bolsillo salió un sobre que justificaba vagamente un olvido inexplicable.

El sobre rojo lo había cogido de la habitación de mi hermano. Dentro había un

papel donde había escrito a mano: 'Vale por un fin de semana donde desees'.

-Nos lo merecemos –dije jovial.

Me besó. Oyó un "te quiero" y me llevó de la mano al salón. Sonriente y con el

primer plan impecable tenía que lanzarme al segundo; más difícil.

De pronto, el flechazo de su beso me hirió el corazón. Traté de olvidarlo, pero

no podía borrar la imagen de Gabriela saboreándome en su habitación. La

escena conseguía repetirse nítida en mi mente una y otra vez mientras sus

padres me saludaban en aquel salón. Primero tendí la mano a su padre,

después dos besos a la madre, y finalmente otros dos a la fría y arrugada

abuela, en cierto modo, testigo de nuestro primer polvo.

Sentado en la mesa, frente a aquella tarta con 19 velas, un bofetón mental

me reveló que lo que había entre Laura y yo vivía el principio del fin. No sabía

dónde estaba el fin ni cómo encontrarlo. Menos aún si iba a tener los huevos

suficientes para provocarlo, pero todo en aquel salón apestaba a artificial.

Allí, entre sonrisas y frases enlatadas, no podía quitarme de la cabeza mi

noche anterior. No podía quitarme de la cabeza a Leti, con quien había

quedado en media hora. Deseba perderme bajo la manta de su sofá y ver si

podía saborear todas las esquinas de su piel. Deseaba verla en pijama

esperando que mis labios corrieran sin titubear hasta encontrarse con los

suyos.

-¿Te pasa algo, cariño? –cuchicheó Laura bajo la conversación familiar.

-Nada, -respondí asustado-. Estaba pensando en ese fin de semana contigo. Te

quiero.

39
Ella sonrió, y cuando la mirada se sostuvo en mis ojos, vi el brillo. Volví a ver

la cegadora luz de amor sincero y fiel que una vez tuvimos los dos. Sentí

naúseas.

No sé cómo lo hice, ni por qué. Tampoco era el plan, pero un 'sms' imprevisto

en medio de una copa de cava con brindis incluido, mientras la tarta esperaba

impaciente en medio de la mesa, lo precipitó todo.

“Pueds vnir cnd kiers. Me muero d gans d bsart. Y no sólo n ls labios”.

Mi pierna derecha sufrió un tembleque. Fue constante e imparable. Mi

entrepierna vivió un cosquilleo y comenzó a levantarse, y mi cerebro se nubló

en el preciso instante que Laura hizo la fatídica pregunta. Por supuesto, había

olvidado silenciar el teléfono.

-Es mi padre.

-¿Un mensaje de tu padre? –se sorprendió.

La mentira era tan evidente que ayudó a transformar mi rostro. Tenía miedo.

Y ese gesto quizá podía serme válido para lo que acaba de ocurrírseme.

-Han tenido un accidente de tráfico de vuelta a casa. Dicen que no me

preocupe, que no es nada, pero que los llevan al hospital para hacerles unas

pruebas –escupí increíblemente del tirón.

-¿Qué?

Eso pensé yo. “¿Qué?”. Estaba sudando, pálido y asustado. A mi mala cara

también debió ayudarle la resaca. Sólo se me ocurrieron cuatro palabras.

-¿Puedo ir al baño?

Laura me llevó del brazo. Mi mano temblaba, y ella sólo podía acariciarme.

Sentía verdadera compasión.

40
Sentado en la misma taza del váter que me vio follar por primera vez, sonreí.

Solo, lavé mi cara y escribí un mensaje a Leti con la victoria pataleando de

alegría. Estaba frenético.

Tardé cinco minutos en volver a salir. Antes tiré de la cadena. El retrete no se

llevó nada de mi organismo; sólo agua. Fuera su rostro seguía mostrando

preocupación. La abracé y después de treinta segundos lancé la frase que iba

a lapidar aquella celebración.

-Voy a ir a verles.

-Te acompaño –afirmó de inmediato.

La sorpresa fue mayúscula. Tenía que contraatacar. Quitarle la idea de la

cabeza.

-No, Laura. Quiero ir solo. –Le sujeté la cara, la besé y no le quité la mirada

de los ojos ni un instante. Debía ser convincente.

-¿Estás seguro?

-Disfruta de tu fiesta, por favor -sentencié.

Mantuvo unos segundos de

suspense, pero al final afirmó con

la cabeza. Yo no pude evitar

correr. Coger la cazadora,

guardarme el móvil en un bolsillo

interior de ésta y seguir corriendo

hasta el salón para despedirme. En

todo momento logré contener mi

felicidad interna y nerviosa. Toda

esta mezcla de ingredientes fue la que me llevó al ridículo. De pronto,

41
absurdamente, estaba en el suelo. Pisé el edredón y volé de la habitación al

pasillo. Todos vinieron a socorrerme, si bien, antes de que la sangre llegara al

río, me sacudí y afirmé que nada me dolía. La rodilla me gritaba desgañitada.

-Llámame cuando llegues –pidió Laura.

-Seguro que no es nada –añadió su padre-. Vete tranquilo.

“Otra despedida eterna”, pensé. Minutos eternos después corría calle abajo.

No sabía cómo iba a arreglar tal desaguisado, así que decidí pensar

únicamente en Leti. En nuestra celebración.

Y allí estaba. En pijama. Guapísima. Mirándome. Excitándome con sólo medio

beso. Con sus pechos ligeramente dibujados bajo un ‘Snoopy’ desgastado. Me

tomó la mano y nos volvimos a besar.

-¿Te gustó mi mensaje? –dijo su voz, demasiado sugerente. Inédita.

-Sí. ¿Dónde me vas a besar más? –La puerta de la calle se cerró...

-No, el otro, el del baño de agua caliente...

-¿Cómo? –Pregunté.

-Te lo envié hace unos minutos.

En ese instante me ahogué. La excitación y los nervios despertaron un

cosquilleo en mí que no cesaba de crecer. Frente a mí tenía una bañera a

rebosar de agua caliente y espuma para los dos.

-No lo había oído... -dije perplejo.

Recogí mi mano y la introduje en el bolsillo para coger mi móvil. Quería leer

el mensaje y saber con detalle que me esperaba. Pero el bolsillo de mi

cazadora estaba vacío. Veloz, busqué en otros bolsillos. Vacíos. Busqué en los

de los pantalones. Vacíos. El calor y color de mi piel desaparecieron. Vacío.

42
-¿Qué pasa, Sergio?

-Nada, he perdido el móvil –respondí aterrado.

Los problemas de pensar con

el pene

L
os problemas hay que afrontarlos. Ignorarlos no los hace desaparecer.

Nunca. Por nimias que sean las complicaciones, deben pelearse hasta

lograr la solución. No enmendar los problemas siempre aviva el riesgo de un

aprieto mayor. Algunos son como una calentura en el labio, que están ahí,

ocultos, esperando volver a salir. Mirar a otro lado no sirve para nada. Sin

embargo, en aquel momento, joven y acobardado, creí que era el mejor y

único camino a seguir. Sólo pensaba con el pene. Mi polla latente, ahogada

43
bajo los calzoncillos, quería meterla en caliente. Mi cabeza debía reposar y

evitar pensar. Ya llegaría el momento de utilizarla, y tal vez, justificar aquel

acontecimiento.

Ante mí tenía una bañera de agua caliente, espuma y una chica dispuesta a

desnudarse para mí. Recordaba que únicamente había conseguido ver sus

pechos de refilón y bajo una fría y densa oscuridad. Laura podía y debía

esperar. Quería disfrutar de aquel momento al completo. Si bien, no fue una

felicidad plena. Dice un dicho que las desgracias nunca vienen solas, y quizá

por eso aquella tarde viví el comienzo de otro gran problema. Tardé tiempo

en tratarlo como tal, y más en darle una solución. Sin embargo, existía.

Sus labios sabían a fresa. Su piel tenía el vello erizado. Mis labios secos

sabrían a alcohol y mi piel parecía acobardarse cuando era atacada por

pequeños escalofríos. El pánico me golpeaba en la boca del estómago. Los

dos, de pie, íbamos a descubrirnos desnudos por primera vez. La tensión podía

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palparse en nuestras miradas, que inquietas, no lograban retirarse un segundo

de las únicas pupilas allí presentes.

-Paso del móvil –dije.

-Ya habrá tiempo para eso… –Su hilo de voz planeó por el cuarto de baño

mientras se quitaba los calcetines.

Hay escenas, imágenes o momentos que después de soñarse tantas veces,

suceden realmente. En ese preciso instante los nervios suelen apresar al ser

humano y enfrascarlo en un bote hermético de pánico. A veces de tal manera,

que se hace imposible disfrutar del deseo tantas veces deseado. Lo que viví

aquella tarde creo recordar que se cumplió como un sueño. Un cosquilleo me

recorrió toda la piel cuando vi que sus pantalones junto al tanga descendían

hasta sus tobillos. No dudó y metió uno de sus pies en el agua. Mis huevos se

encogieron. Primero escondidos, después salieron a la luz, pero ella no se

percató de mi desnudez. Yo sí reparé en la de ella. Vivido la noche anterior,

poder contemplar aquel joven cuerpo femenino desnudo adentrándose en la

bañera lentamente, fue todo un antídoto para matar cualquier mal recuerdo.

Yo tampoco tardé en sumergirme junto a ella. Los dos, uno frente al otro,

tumbados, bajo la espuma, mirándonos, tensos, cada vez más arrugados por el

vapor y el calor del agua. En silencio, los dos esperábamos romper el hielo.

A mí nadie me explicó nunca cómo debe hacerse el amor a una chica. Menos a

un chico. Tampoco imaginé que hubiera tanta diferencia entre una mujer y

otra. Pensaba que un coño era un coño. Que después de haber aprendido a

meterla en uno, en todos sería igual. Sin embargo, aquella tarde percibí, al

45
menos un poquito, algunas de las diferencias que existen. Ni fue tan sencillo

ni tan placentero.

A mí nadie me explicó que en el sexo había preliminares. Tampoco cómo darle

placer a una mujer. Lo intuí erróneamente. Rara vez las parejas hablan de

cómo mejorar sus relaciones sexuales. ¿O sí? En mi caso no. Entonces, con mi

edad, sí había oído hablar de los orgasmos, pero no sabía qué eran, ni en la

teoría ni en la práctica. Y menos cómo se llegaba a provocarlos. Tampoco me

importaba. Y no tenía idea de que las mujeres se corrieran. Tenía claro que

metiéndola y frotando ambos sentiríamos el placer que buscábamos. Que el

sexo era una paja. Ni siquiera viendo películas pornográficas había querido

aprender. Para mí aquellas escenas eran pura ficción. Nadie podía durar tanto

ni eyacular tanta cantidad. No dudaba. Eran efectos especiales. Lo hacían

para que las películas pudieran ser de larga duración. A mí una película

apenas me duraba dos minutos. Justo el tiempo de una paja. Y además, creía

lo que me habían contado mis amigos acerca de que los actores usaban drogas

para mantener la erección y evitar correrse.

Un exceso de excitación en el hombre siempre es negativo en el sexo. No

favorece el coito; menos aún un buen polvo. Pero en aquel instante, a escasos

centímetros de ella, piel sobre piel, me era imposible evitarlo. No podía

relajarme. Únicamente podía pensar el pene, lo que era un nivel de

pensamiento nulo. Toda la sangre se manifestaba ahí abajo. El corazón me

latía tanto, que no había parte de mi cuerpo que no vibrara. Fue su frase,

“tomo la píldora” la que me excitó más si cabe. Mi primera vez a pelo. Luego

me azotó otra pregunta: “¿No es virgen?”.

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La duda voló rápido de mi mente. Su vello púbico contra mi glande avivó en

mí un escalofrío que hizo aletear y tensar todos los dedos de mis pies. Traté

de empujar. El agua se columpió. No nos importó. Los dos nos besábamos

intensamente, como si deseáramos comernos la boca a mordiscos. Nos

acariciábamos toda las partes de nuestros cuerpos, y al tiempo, tratábamos

de buscarnos; unirnos. La bañera, excesivamente ancha, permitió la

maniobra. Volví a empujar, ella me ayudó y el calor nos invadió muy poco a

poco. Mi excitación creció a una velocidad descomunal. El gatillo estaba a

punto de disparar mi semen. Mi ansia anidaba en horizontes insospechados.

Todo era distinto. Tantas eran las ganas, que sólo quise empujar;

masturbarme veloz. Ella contrajo mi pene con la vagina. Ella gimió. Dos, tres

veces. Después estallé de placer. Mi cerebro seguía en blanco. Soñé que había

sido el mejor polvo de mi vida. Y me lo creí.

El gélido aire de la calle, el oxígeno en mi cerebro y el miedo al verme de

nuevo en la realidad empezó a hacerme sentir incómodo. Una voz me dijo que

tenía más de un problema. Uno de ellos pequeño, pero problema. No lo

achacaba a mí, sino a la falta de práctica. Tenía la certeza de que era porque

no había practicado mucho sexo. Por eso no duraba. Me faltaban mujeres en

mi cama. Ésta sólo era mi segunda mujer, justifiqué casi en voz alta de

camino a casa. Y mientras abría la puerta del portal me propuse solucionarlo.

Lo del móvil debía esperar.

Mis padres tenían la cena preparada sobre la mesa y dos llamadas para mí.

Una de ellas incluía un mensaje. Laura, inteligente, había preguntado por el

47
accidente, seguramente con el objetivo de verificar mi mentira. Justo

después de que mi madre dijera con sorpresa, “¿qué accidente?”, ella se

apresuró a rectificar, pedir perdón y decir que se había equivocado. Concluyó

la conversación exigiendo que le llamara urgentemente. Tenía algo

importante que contarme.

-Luego llamo –dije mientras me metía un trozo de filete en la boca.

Por fortuna mis padres pocas veces se entrometían en mi vida y olvidaron al

instante. Además, aquella noche tenían algo que les importaba más.

-Has entrado en la habitación de tu hermano. –El rostro de mi padre

permanecía congelado, mirándome.

-No –respondí firme y seguí comiendo.

-El escritorio estaba revuelto.

-¡No es un puto templo! ¿Vale? He entrado, sí, necesitaba coger una cosa, ¿Y

qué? –Me levanté, dejé el plato a medias sobre la mesa, y sin mirar a ninguno

de los dos, me encerré en mi cuarto.

No llamé a Laura. No supe de ella en tres días. No quería. Iba a esquivar la

situación hasta que no quedara otra opción. En cambio sí supe de Leti.

Hablamos por teléfono y me hizo creer que tal vez Laura no había mirado el

móvil, y que tampoco había llamado al número de los mensajes (La tenía en la

agenda con una ‘L’). Después de cinco minutos de conversación tenía claro

que no había contactado con ella. Leti había estado como siempre. Incluso

más cariñosa. Yo en cambio me notaba distante. No quería saber de ella. La

preocupación por el evidente final con Laura, la chica con la que salía desde

hacía un año, mataba mi libido. Además, el polvo con Leti me había herido

48
una decepción interna. En frío, había descubierto que se había muerto gran

parte de la atracción sexual. Follarse a aquel cañón no había sido todo lo que

esperaba. De hecho, había tenido pajas mejores. Cruel, pero real. Y por eso,

cuando me dijo que quedáramos aquella tarde para ir al cine, mostré apatía,

mentí, me excusé y relegué el encuentro para un día más propicio.

En clase, en casa y con mis amigos. De pronto, ese era mi extraño y nuevo día

a día. Trataba de olvidar algo que era inolvidable y creer que así todo volvería

a la normalidad. No tenía móvil. El pánico de afrontar su mirada me impedía

recuperarlo. Apenas veía un resquicio de luz. Más cuando llevábamos dos días

sin hablar. Laura tenía que saberlo ya todo. ¿O no?

Comía lentejas cuando el teléfono sonó como siempre pero distinto. Estaba

demasiado concentrado en la televisión. Mi madre se levantó. Diez segundos

después, tuvo que repetir hasta tres veces: “Es Laura”.

Fue un hachazo verbal cuando mis oídos masticaron las dos palabras. La

congoja me dio un vuelco al estómago. Me miró y mi piel comenzó a

enmudecer.

Hay citas que nunca deseas. Sabes que debes afrontarlas, pero también

asumes que terminarán mal. Rara vez te equivocas, y yo aquella vez no creía

equivocarme. Era tarde, a punto de anochecer. Había quedado con Laura en

el bar que tantas veces nos había visto besar enamorados. Quizá era una señal

positiva y todavía había esperanza. Ella había elegido el sitio. Sin embargo, al

ver su cara, las sospechas más pesimistas regresaron a mí. Necesitaba un

milagro y yo quería salvar la relación. Tenía fe y era un creyente nulo.

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A escasos dos pasos, su gesto era demasiado serio, pero extrañamente ofrecía

una hiriente sonrisa. ¿Jugaba conmigo? No me besó. Esperó distante. Fue un

primer mal síntoma. ¿Cuál era su estrategia? Tal vez buscaba la confusión. O

la distracción. O quizá sabía que nada iba a arreglar la situación y había

optado por un rostro repleto de soberbia y tranquilidad. Deseaba impedirme

que viera su desazón.

Vestía de azul. Dibujaba una curiosa y bella silueta, ofreciéndome unos

pechos generosos, excesivamente elevados y turgentes para lo que

acostumbraban ver mis ojos. O tal vez el telón de la ceguera había caído a la

altura de mis pies y ahora deseaba lo que irremediablemente sentía perder y

vería caer en brazos de otro. Y allí, entre un silencio e intercambiando

miradas incómodas me dije de pronto: “Puedo evitarlo”.

Yo pedí una coca cola. Ella

una cerveza. La mudez

entre ambos continuaba.

Anteriormente sólo

habíamos oído un “hola”,

suyo, y un “¿qué tal?”, mío

y sin respuesta. No hubo

más palabras. Y yo no iba a

pedirle el móvil. Lo asumí y

me convencí. Sin embargo,

no hizo falta. Ella lo puso

sobre la barra.

50
-¿Qué me vas a contar de esto? –Bebió de un trago media cerveza.

-Nada –respondí sin tiempo para pensar-. Debió de caérseme.

-¿Y qué tal el baño de agua caliente? –Arrojó sin piedad.

-¿Cómo?

-Sí, el puto baño de agua caliente con la tal L. ¿O quieres que me lo cuente

ella? Porqué es ella, ¿no? –Volvió a beber.

-No sé de qué me hablas –insistí firme sin poder probar un sorbo de mi

refresco.

Ella mantuvo una quietud silenciosa quemándome con su mirada. Yo me

sentía aterrado, pero no iba a echarme atrás. Pero entonces llegó mi gran

error. No atrapé lo que era mío. Lo tenía a mano y desaproveché la

oportunidad. Ella sí fue veloz y decisiva.

-Preguntaremos a L con quién demonios se bañó y por qué te mandó a ti el

sms... Y por qué hay quince más en la bandeja de entrada de tu teléfono

móvil –atacó del tirón con hiriente ironía. En ese instante vi la derrota. La creí

sobre mí casi por completo. Los dos estábamos sentados junto a la barra. Ella

buscaba el teléfono en la agenda. Yo, acongojado, miraba al suelo sin poder

moverme. De pronto ella hizo un gesto brusco y golpeó el móvil sobre la

barra. Creí que desistía, que quería hacerlo de otra manera. Pero no fue así.

Al instante oí un tono. Había puesto el altavoz para que los dos pudiéramos

sufrir la conversación. Al segundo tono, Leti contestó.

51
8

Ruptura y destrucción

S
u voz sonó viva y jovial. Deseosa de responder a la llamada que acababa

de oír en su móvil. La primera palabra que pronunció fue mi nombre. No

encontró respuesta. Ni siquiera la mía. Decidí no jugar. Opté por mantenerme

en silencio y esperar el siguiente arrebato de Laura. No hizo movimiento

alguno. En cambio Leti sí. Volvió a repetir mi nombre. Hubo otro silencio.

Entonces supuse que, por alguna razón, tal vez tenía la suerte de ver cómo

Leti colgaba el teléfono. Si no encontraba mi voz al otro lado, por qué iba a

insistir. No ocurrió así.

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Laura procedió y dibujó ante mí un gesto claro. Ella veía más que evidente

nuestro futuro inmediato. No atisbaba más salida que actuar. Hablaba yo o

hablaba ella. Y quizá, debido a que nunca se me ha dado bien pensar bajo

presión, ella actuó primero. Yo, sin saber bien por qué motivo, todavía

buscaba en mi mente la manera de salvar la relación con Laura. Deseaba

mandar a Leti a la mismísima mierda más podrida del planeta. “Entre ella y

yo todo ha terminado”, me mentí. “La posible solución está en nuestro

pasado. Si yo perdoné su infidelidad, ¿por qué ella no?”, Medité.

Vació la cerveza. Posó el botellín sobre la barra y cogió el móvil. Yo

continuaba entumecido en el taburete. Y tres segundos después de la tercera

y última vez que Leti dijo mi nombre, comenzó el diálogo. En esa última

ocasión, Sergio sonó con tono interrogativo. El bullicio del bar pareció

desaparecer, pero el sigilo únicamente era fruto de mi acongojada

imaginación.

-Hola –dijo Laura con el altavoz activado.

Me sobresalté, pero sólo en mi interior. Mi cuerpo no movió una pestaña. En

esta ocasión, la respuesta de Leti no incluyó mi nombre.

-Disculpa. ¿Quién eres? –La pregunta brindaba recelo y sorpresa.

Hundí más la cabeza y la mirada. Quería desaparecer, que el dibujante de

aquella historia borrara mi silueta con su goma y dejara un vacío sobre el

espacio que ocupaba en aquella viñeta. Pero aquello no era ficción. Tenía que

afrontar el lío en el que estaba metido.

-Hola –reiteró Laura-. Soy la novia de Sergio, le conoces, ¿verdad?

-Sergio... –repitió.

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-Sí, Sergio –insistió de nuevo-. Un chico moreno, ojos y pelo negro, no muy

alto, algo guapo y, por supuesto, muy cabrón.

Sonrió y me miró aún con la última palabra entre los dientes. La disfrutaba.

Herido, de pronto incluso temí que escondiera una bofetada bajo la manga.

La temía.

-¿Sergio Martínez?

-Ese mismo. Está aquí conmigo, callado como un puto cobarde. No quiere dar

la cara. Nos ha engañado a las dos, ¿sabes? Y a mí me ha puesto los cuernos,

contigo, ¿verdad? –explicó pausada y sin elevar la voz.

-Es una broma...

-No. ¿Quieres comprobarlo? –retó cortando su frase.

El órdago me abofeteó.

-¿Cómo? –Preguntó Leti.

Por primera vez levanté mi hundimiento corporal. Había llegado el momento

de mover ficha. No quería que la mierda se me colara entre los dientes y me

asfixiara hasta la muerte. No deseaba que mi final fuera tan vergonzoso. Yo

no era así. Si perdía a aquella chica, quería hacerlo con orgullo. Era mejor

que ambas.

No había bebido una sola gota de mi coca cola, pero sí las palabras hirientes

de Laura. Llegaba mi turno. Iba a devolver cada uno de los golpes y con

intereses a un elevado porcentaje. Y pese a que el ardor en mi estómago

alimentaba una bomba a punto de estallar en el mismísimo infierno, lo que

podría a destruirnos a los dos, no pensaba tocarle un solo pelo. Únicamente

deseaba expresarme, pero no encontraba las frases violentas que rompieran la

54
tortura telefónica. La ira me quemaba y las uñas de mis manos dolían ya en

las palmas de mis manos.

La miré a los ojos. La amenacé. Entrecerré los párpados. Escupía fuego, odio,

rabia, impotencia y ansias de venganza. Y sin soltar una sola palabra, yo creía

que había puesto todo aquello en el ambiente. Laura me sonrió, satisfecha y

orgullosa de lo que había obtenido de mí. La cólera me convulsionó y Laura

retomó la conversación. Apenas habían transcurrido unos segundos, los

necesarios para que ella pudiera disfrutar de mi dolor.

-Ven al bar y que Sergio te lo explique. Estamos en La Latina. ¿Sabes llegar? Es

un bar que se llama ‘Anina’, junto a la plaza del mercado. ¿Lo conoces?

-Sí –afirmó áspera.

-Aquí...

La aticé. La golpeé, pero lo hice concretamente en la mano que sujetaba el

móvil. Lo hice con rabia, energía, con mi mano izquierda abierta y de forma

instintiva; sin pensar. El aparato salió despedido de entre sus finos dedos.

Voló y se estrelló contra la pared que quedaba frente a la barra. Los dos nos

miramos, perplejos. Ella sorprendida. Yo asustado por mi acción. Raudos

buscamos el punto exacto en el que había quedado el teléfono. Y en ese

lance, atrapados por la tensión, decidí lanzar mis primeras palabras.

-No te entiendo, Laura –dije con la voz ajada por el largo silencio-. Me

engañas con otro, otros, ¡Joder! Lo hago yo y tengo que soportar esta puta

mierda... ¿Lo crees justo?

El chantaje congeló su rostro. Por primera vez la vi recular y dudar. Nos

volvimos a mirar, obviando por completo el móvil, que había quedado en el

suelo, junto a una columna y bajo una silla de madera.

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-¿Hola? –Oímos con nitidez.

Buscamos la voz, y los dos, como si un muelle se hubiera activado en nuestros

asientos, nos levantamos de un salto y nos abalanzamos hacia el teléfono. Al

parecer, y milagrosamente, sólo se había soltado la tapa. La batería seguía

intacta en su lugar. Le clavé mi codo y llegué primero. Lo cogí y me protegí.

Enarqué las cejas, sonreí y colgué de inmediato. Las miradas de los clientes

nos acometieron, pero las ignoramos.

-¿Qué quieres? –Pregunté-. ¿Qué deje a esa zorra? Fue una vez, sólo una puta

vez, ¿vale? No pasó nada. Lo del baño de agua caliente es mentira, una

maldita fantasía. ¡Si es una pija de mierda!

-¡Mientes! ¡Hay miles de mensajes en el móvil! -gritó

-¡Te has vuelto una puta loca! –Exploté.

-¿Qué?

-A ésta sólo la conocí una noche, tonteamos, le pasé mi móvil y empezamos a

hablar por sms, nada más –concluí con escasa serenidad.

Una falsa calma nos invadió. Fue una leve pausa tensa. Me dio tiempo a

pensar. Creí que había ganado mucho terreno en poco tiempo. Atisbaba la

victoria, creía. La mentira estaba de nuevo, una vez más, a punto de salvar

aquello. Sin embargo, cuando la miel estaba a punto de rozar mis labios

cometí un grave error verbal. Las palabras brotaron de mi corazón herido y

rencoroso, y la cabeza no las filtró.

Mi móvil sonó. Volví a colgar sin dudar. Y al segundo apagué el teléfono. Leti

debía esperar.

-No te creo –siseó con las primeras lágrimas en los ojos.

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-¿Y por qué debí creerte yo a ti? –Pregunté- ¡Tu fuiste más zorra que yo y te

perdoné!

-¿Más qué? –aulló entre lágrimas- ¿Más qué? ¡Puto Cabrón de mierda!

En esa ocasión las miradas de los allí presentes nos acecharon sin disimulo. Me

hundí un instante cuando su grito se derrumbó sobre mí. Decidí jugármela.

-Sí, Laura –insistí-. Yo me he dado cuatro besos con esa chica, lo admito, pero

tú te liaste con varios, ¿recuerdas? ¡Me lo dijiste tú! A eso aquí, en mi pueblo

y en la china lo llaman zorra ¿o no? Yo he tenido que vivir con los cuernos

estos meses y jamás te lo he echado en cara. Y ahora tú me montas este puto

numerito. ¡Por cuatro putos besos! Zorra de mierda...

La bofetada silenció el bar. Su cara abatida y humedecida poco tenía que ver

con la mía, encendida aún por mis últimas palabras. Ni me inmuté. Mi mejilla

brillaba enrojecida. Estaba crecido y no iba a rectificar ni una de las letras

que acababa de lanzar. Quería volver a tener la sartén por el mango. Quería

dominar.

-¡No es justo! –dije dolido.

-Sergio... –dijo Laura.

-¿Qué?

-Cabronazo –suspiró-, hemos roto.

Sus ojos se escondieron y su cuerpo abatido se dirigió a la salida a gran

velocidad.

-Gracias, zorra... –repliqué con un susurro prepotente entre dientes y media

sonrisa.

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No dudaba. Ella dio media vuelta. Regresó decidida, violenta y trató de

abofetearme. Esta vez no me cogió por sorpresa y atrapé su brazo por la

muñeca. Lo intentó con la otra mano, pero también la frené. Cerró los puños,

buscó mi pecho, pero finalmente rompió a llorar y se liberó de mí sin que yo

lo impidiera.

-Vete, anda, será lo mejor –concluí.

Desapareció en cuanto la puerta del bar se cerró. Miré alrededor y fue fácil

descubrir las miradas. Me tomé la coca cola de dos tragos, pagué y me fui.

Estaba nervioso, liberado, asustado. Creía que había ganado. De alguna

manera, la victoria era más mía que suya.

Tardé tres meses en volver a ver a Laura. No en cambio a Leticia. Me la tiré

un fin de semana después y varios más. Conseguí convencerla. Yo no sabía

nada de la conversación del bar. Después opté por el romanticismo. Primero

recorté la distancia entre los dos. Después lance una tierna mirada

continuada. Le susurré que ella era la única, y en un escaso minuto, sin saber

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bien cómo, confió en mí y pude volver a probar sus besos. Quería saber si

podía follármela de otra manera. Intenté actos más sentimentales. Evité

penetrarla al instante y primero disfruté de su cuerpo. Recorrí su piel con mis

labios. Pero una vez más todo fue un fracaso precoz. Yo me corrí. Ella creo

que no. Así, tras dos meses repletos de malos polvos decidí ponerle fin.

Necesitaba otra mujer. Con Leti no avanzaba sexualmente y opté por ignorar

su existencia. Un día llegó la pregunta fatídica. Minutos después respondí de

la misma forma que lo había hecho ella, a través de un sms. De esta manera

rompía una nueva relación.

Mi vida, de pronto, comenzó a cambiar. Nunca supe qué me llevó a tal locura.

Sí sé cómo me decidí por la prostitución. La creía una solución a mi secreta

precocidad. Veía en la profesionalidad una forma de controlarme. Las drogas

vinieron de Manu, que a la espera de juicio estaba en libertad. Volvió a mi

vida con una bolsita repleta de cocaína y los teléfonos de varias putas.

Necesitaba probar si la droga funcionaba. ¿A qué sabía la cocaína? ¿Qué

efectos producía en mí? El lugar de las operaciones fue la casa de mis padres,

que una vez más se habían ausentado para disfrutar de la playa.

Aquella noche di un verdadero giro a mi vida. Todos mis sueños, estudios, un

futuro trabajo como informático, aprobar el carné y comprarme un coche,

morirían antes del amanecer. La loca fiesta de solteros, con sexo, droga y

música, fue el principio del fin.

Uno nunca sabe cómo azota la droga hasta que el rulo de un billete pegado a

la nariz empieza a absorber el polvo blanco. Tuve miedo. Sin embargo, cinco

59
minutos después estaba eufórico. Lo suficiente para follarme a la puta y creer

que iba a tener el mejor polvo de mi vida. Era guapa y bajo el abrigo no

escondía sus pechos. Nos miramos, sonreímos y decidí que fuera por separado.

Fui el primero. Ella se sentó sobre mí y cabalgó. Fue menos breve, distinto y

muy placentero. Sobre todo la felación. Pero hoy sé que también fue

objetivamente breve.

Bebimos whisky, bebimos ron, bebimos chupitos de tequila y nos esnifamos un

gramo de cocaína en apenas tres horas. Una hora después tomábamos copas

en un bar de Madrid. Desencajados, hablando mucho y riéndonos nos creíamos

capaces de follar a cualquiera. Sin embargo, no fue así. Pese a que

cambiamos de pub, el sexo gratis no parecía llegar. Cambiamos. Y tampoco. Y

cuando llegaron las seis de la mañana sucedió todo. Desde la barra, al fondo,

entre el gentío, divisé la silueta de Laura. Tal vez nada hubiera sucedido si

alguien no le hubiera comido la boca en ese instante. Manu no me detuvo,

sólo me incitó.

-¿Le rompemos la boca?

-No, déjame –respondí.

Empujé y llegué a ellos en un tiempo prudencial. Quizá fui muy brusco.

-Buenas noches, zorra –declamé con media sonrisa.

60
9

A golpes hacia el abismo

M
i mueca sonriente duró dos nimios segundos. El tipo que acompañaba a

Laura se giró, me clavó la mirada, y cuando yo levanté el puño para

destrozarle aquella cara de gilipollas, sus nudillos se incrustaron en mis

dientes. Él fue más rápido. Todo sucedió demasiado deprisa. La multitud

sintió una fuerza invisible que les obligó a moldear un vacío entre nosotros.

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Laura reaccionó y se interpuso entre ambos. Yo me abalancé hacia él.

Histérico, descontrolado, moviendo mis brazos torpemente, tratando de

alcanzarle en alguna parte de su cuerpo. Sin embargo, ni siquiera llegué a

tocarle. Alguien me aprisionó desde la cintura y me arrastró hacia atrás. Cogí

vuelo y pataleé. No pude evitar que la distancia entre ambos fuera creciendo.

La música cesó. Las miradas distantes cayeron sobre mí, y enfurecido, mi

cuerpo sobrevoló hacia la calle.

La noche parecía más oscura, aunque al final de la calle la claridad del

amanecer era cada segundo más que evidente. Manu me recogió del suelo,

desde donde yo trataba de reconstruir lo sucedido hacía un instante. Me

levantó y me transportó veloz hacia lo que pudiera ser nuestra trinchera; un

espacio sin peligro; dos manzanas más abajo.

-¿Estás loco o qué? –Soltó furioso en cuanto estuvimos solos.

Yo trataba de acomodarme en un banco de madera.

-No lo estoy –respondí indiferente.

-Toma –dijo tendiéndome un pañuelo.

Lo cogí. Era de papel. Lo desdoblé sin darle las gracias ni abordar su mirada.

Me limpié la sangre de los labios, barbilla y dientes, y seguí escondido en mi

cuerpo. La boca me dolía horrores. No era capaz de gesticular. Realmente,

aquel tipo me había borrado la media sonrisa de un zarpazo. Escupí. Era

sangre. Viscosa. Entrecerré los ojos levemente y después de unos minutos en

mí, volví a levantar la cabeza y encontrarme con mi amigo.

-Aún tienes sangre –dijo señalándome la barbilla.

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Me la retiré con rabia. Ya estaba seca y no me supuso excesiva dificultad

limpiarla.

-Fue instinto animal... –logré pronunciar.

-¿Y viste que había siete tíos junto a él?

Ignoré la pregunta. Me puse de pie, escupí nuevamente, y después de dar

cuatro indecisos pasos, dejar a Manu a mi espalda, regresé. Colocado a su

lado, le miré, sonreí escuetamente, justo lo que me permitía evitar el dolor y

cambié de tema.

-No nos queda coca, ¿verdad?

-No –respondió resignado.

El silencio entre los dos era insólito. El único en toda la noche. Volví a

sentarme en el banco, frente a él, me pasé el pañuelo por los labios, y cuando

el espasmo de dolor cesó, reviví una y otra vez aquellos tres minutos de mi

vida. El pecho se me empequeñecía por la rabia que disparaban los latidos de

mi corazón. Cada segundo, el sosiego era menor y el deseo mayor. El ímpetu

no desaparecía de mi organismo. Estaba inquieto. Cada uno de los dedos de

mis manos se tensaban y relajaban constantemente. Intenté relajarme.

Respiré profundamente, pero mi ira azotaba y buscaba la manera de

emprender la venganza a tal vergüenza.

-¿La penúltima? –Interrumpió Manu de pronto- Para relajarnos y terminar bien

la noche...

-Perfecto –respondí al segundo.

-¿Estás bien? –Se preocupó.

-Mejor que tú –ironicé-. ¡Qué hijoputa!

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Me levanté de nuevo. Estiré mi cuerpo, los brazos y miré alrededor. Manu me

observaba, tal vez preocupado. Yo, de manera inconsciente, seguía buscando

a quien sabía que no iba a encontrar fácilmente: A Laura.

La calle contigua albergaba los últimos borrachos de la noche. Almas en pena

sin un rumbo controlado, sin destino concreto ni ritmo continuo. El sueño

vencía a cualquier preocupación. La jovialidad reinaba frente a la tristeza, y

la ceguera les impedía ver con nitidez dos metros más allá de sus narices.

-Olvídate de la zorra –sugirió Manu desde atrás.

-La voy a matar, tío. ¡Es una puta hija de puta! –Exploté- La muy zorra le ha

defendido a él. ¡La muy zorra, tío! ¿Quién la desvirgó? ¡Yo! ¿Y quién es ese

gilipollas? ¡Nadie!

-Tranquilo... –Calmó poniéndome la mano en el hombro- Deja de decir

chorradas. Vamos al ‘Zulo’ y olvidémonos.

-Pero que sepas que la mataba... –Susurré risueño mientras comenzábamos a

andar.

Manu se detuvo al tercer paso. Me miró. Serio me cogió de los hombros, y

frente a mí sonrió.

-Al ‘Zulo’ y nos olvidamos de todo.

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No hubo respuesta. Sólo afirmé moviendo la cabeza. Giramos hacia la calle de

los garitos. No quedaba abierto alguno. Ni siquiera el pub que me había visto

salir volando. Las persianas ya habían caído hasta besar el suelo. No quedaba

resquicio alguno por el que pudieran escapar las notas musicales. La noche

dormía placentera en el vacío de los sucios bares. El sol casi asomaba a

nuestras espaldas y el bullicio de los jóvenes se convertía en sucesos

intermitentes comandados por pequeños grupos. La caza del taxi y la

búsqueda del autobús y el metro eran los principales propósitos de las

manadas efímeras.

No tenía en mi mente una nueva copa, pero sabía que tal vez era el camino a

seguir para destruir aquella tormentosa noche. Mi labio superior presentaba

muy mal aspecto, contemplé al mirarme en la ventanilla de un coche. A lo

mejor una copa mejoraba su estado de salud; la física, ya que la mental

seguía turbia. Un odio se alimentaba de ese dolor. Un milagro sostenía mi

ímpetu corporal. Acepté contenerme. De hecho, por momentos creía sin duda

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que lo mejor era seguir ahogándome en alcohol para desinfectar y asesinar los

malos recuerdos.

Al ‘Zulo’. Allí íbamos. Así era como llamaba Manu a un antro de perversión

que cerraba sus puertas a las doce del mediodía. Caer en aquellas cuatro

paredes te empujaba a contemplar la decadencia absoluta del ser humano

festivo. La luz en su interior sólo nacía de contados y pobres focos de colores

que impedían ver el movimiento continuo de las personas. En ocasiones era

imposible verse las caras. Ni siquiera a medio metro.

Los dos seguíamos caminando en un silencio intenso. A mí me importaba un

comino ese mutismo. Yo seguía en mí, centrifugando cada uno de mis

pensamientos. Imaginaba la copa de whisky, la que podía matar la irá que

latía en cada uno de los 96.000 kilómetros de mis arterias y venas. Recordaba

la impotencia de haber perdido aquella noche. Aún me dolía más esa herida

que el labio. Curarla sólo tenía un medicamento: La venganza. “En píldoras o

en sobres, daba igual”. Sonreí al pensar el chiste absurdo.

-Vamos a follarnos a alguna guarra, ¡ya verás! –Irrumpió Manu.

Quizá la oscuridad del ‘Zulo’ podía regalarnos a alguna joven borracha. Nos la

llevaríamos a casa. Faltaba coca, pero también podía conseguirse. No era

imposible. De menor calidad, pero droga al fin y al cabo. Y por supuesto,

queríamos la otra droga, a la que es adicto todo hombre. La droga que nubla

la razón, del ser humano masculino en mayor proporción, y por la que se

destrozan a diario miles de vidas: El sexo.

Era puro sexo. Descargar. Meter. Matar el ansia. Nada más. Desgraciadamente

sólo queríamos desnudar, sobar, penetrar y corrernos. Tan simple y

repugnante. Y queríamos que fuera gratis. “Que sea guapa a estas horas de la

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noche poco importa”, sugerí de camino. Al mismo tiempo los dos

comenzábamos a reírnos. Nos bastaba una chica que buscara un buen polvo,

el que nosotros íbamos a prometerle regalar sin asegurarle que lo fuera. “Y si

la borrachera ayuda a un dos por uno mejor”, apuntó Manu.

Nos miramos otra vez. Nos detuvimos y repetimos las palabras “¡dos por

uno!”. Lo hicimos casi gritando. Al instante soltamos una carcajada. Nuestros

cuerpos se doblaron y las risas golpearon contra el suelo. Después nos

echamos hacia atrás y buscaron el cielo. No sé qué nos pasó. Sólo recuerdo

que las carcajadas no terminaron hasta que ambos jadeamos sin apenas aire.

Nos apoyamos el uno en el otro y cuando recuperamos el aliento y logramos

incorporarnos, Manu musitó, “Vamos, anda”.

Me levanté. El labio superior me dolía mucho más que antes. Me lo toqué.

Sentí un latigazo y calle abajo seguí la estela torpe de Manu.

Durante breves minutos, la risa había curado en cierta medida la herida

sentimental. Sin embargo, aquella calle semivacía, a escasos doscientos

metros del ‘Zulo’, volvió a abrirla. A lo lejos, una silueta que no confundiría

ni al borde de un coma etílico, la despertó. Me vi de pronto caminando con los

párpados levantados hasta el límite, analizando con detalle lo que percibía.

Decidí detenerme. Nervioso, inmovilizado. Las rodillas me flojearon. Las

palmas de mis manos desaparecieron y sentí en ellas las uñas. La idea me

atacó el corazón, que se aceleró, pero la lucidez cerebral y la voz de Manu me

detuvo en un primer instante.

-¿Qué haces ahí? –Preguntó siete pasos por delante.

-Me voy a casa –solté sin pensarlo demasiado.

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-¿Cómo?

-Me ha dado el bajón. Me piro. –Y no había terminado de pronunciar la última

frase cuando caminaba acelerado en dirección contraria.

-¡Pero qué haces, gilipollas! –gritó.

Oí mi nombre hasta cuatro veces. Y cuando esperaba la quinta, crucé la calle,

desaparecí a sus ojos y corrí.

Sabía dónde iba. Lo tenía claro, pese a que cada paso que echaba mi cuerpo

hacia delante me aterraba. Algunos nervios me apresaban, pero otros me

empujaban hacia mi destino. La respiración me ahogaba. La sed física no

crecía en mí, sí en cambio la mental.

Había estado en aquel portal infinidad de veces; infinidad de despedidas; más

besos. Sin embargo, ninguno iba a ser como el que iba a darle aquella noche.

Y lo iba a hacer en su portal. Conocía a la perfección cada uno de los barrotes

grises; su tacto. Sabía de memoria la forma del pomo y justo la altura en la

que comenzaba el cristal. Quería que aquella noche durmiera con el sabor de

mis labios. Que notara el tacto de mi piel labial y no lo olvidara hasta el

último segundo de su vida.

Giré una calle más y cuando me creí solo, les descubrí. Estaban besándose en

un garaje. La oscuridad casi no me dejaba reconocerlos. Estaban cerca de la

parada de Metro de Ópera. Ella no necesitaba coger el transporte público. Lo

sabía y rezaba lo que no sabía porque él sí. No quería complicar aquella final

de la noche a la que apenas quedarían veinte minutos. En ese tiempo, no

dudaba que seguro sería de día.

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Me hervía la sangre cuando los minutos continuaban pasando en mi reloj y

ellos dos no se separaban. Estuve a punto de irme y también a punto de saltar

el coche, darle a él una patada en los huevos e improvisar. Sin embargo, seguí

esperando. Él cogía a

Laura por la cintura;

mi cintura. Le

acariciaba el cuello

mientras le retiraba

suavemente el

cabello. Sus labios se

perdían por su

clavícula; mi

clavícula. Subió

lentamente y

finalmente se derrumbó con pasión en sus labios; mis labios. Cumplió mi

deseo.

Me senté un instante en un pequeño escalón, tras un coche, desde donde

podía verles con facilidad. En ese instante decidí tener paciencia infinita. Ser

paciente hasta la eternidad para plasmar como fuera mi objetivo. Mi

momento persecutorio se complicó cuando los dos bajaron las escaleras del

metro. La posibilidad de que ella durmiera en casa de él me alteró. Estuve a

punto de seguirles hasta los tornos aun a riesgo de que en el interior la luz

artificial me descubriera. Afuera me abrigué más. Caminé hasta la valla que

bordeaba la boca del Metro. Me asomé. Me alejé. Volví y entonces decidí

bajar las escaleras. Y en esa precisa decisión sus zapatos aparecieron. Vi sus

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pies; mis pies. Me giré, salté y corrí cinco segundos largos hasta cruzar la calle

y esconderme a más de cincuenta metros. Sí, era Laura.

Nunca imaginé llegar a aquella situación. Sentarme en aquel escalón y

disfrutar tantísimo mientras la veía llegar en solitario. Estaba achispada y

deambulaba con un leve vaivén. Vestía una de sus bonitas faldas vaqueras y

una cazadora verdosa. Sólo quería volver con ella. Demostrarle que mis besos

aún enamoraban. Y sólo había una manera: Besándola.

Me levanté. Y cuando estuvo a tres pasos me vio.

-Hola –dije en voz baja, ofreciendo un aire seductor y amigable.

-¿Qué haces aquí? –Articuló sobresaltada.

-No te despediste de mí tras la pelea. Fue de muy mala educación por tu

parte. –Ironicé.

-Sergio, vete por favor. Déjame entrar en casa... –suplicó desde la distancia.

Estiré la mano y la invité a pasar. Le sonreí y le volví a insistir que podía subir

a su casa. Ella confió.

-¿No me creerás un psicópata?

-¿Está bien tu labio? –Se preocupó. De pronto dio medio paso.

-No, la verdad. –Se lo enseñé y ella quiso verlo. Se acercó. Demasiado. Fue la

trampa. Sabía que iba a volar hasta las estrellas por el dolor de mi labio, pero

cuando sus dulces dedos buscaron tocar mis labios, el cepo se cerró. Mi mano

derecha apresó su muñeca izquierda, mi otra mano la atrapó de la cintura y

mis labios se hundieron en los suyos. Y en tal maravilloso acontecimiento, mi

lengua buscaba surcar y abrazarse a la suya. Cerré los ojos y el dolor fue

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desapareciendo. No obstante, meramente fue durante los escasos segundos

que conseguí retenerla pegada a mí.

-¡Gilipollas! –Chilló en cuanto mi fuerza se suavizó y logró separarse.

-Te quiero –suspiré.

Entonces me abofeteó. Me abofeteó como nunca nadie lo había hecho. La

mandíbula me tembló. La marca de su mano podía calcarse en mi cara con un

rotulador. Mi cuello tuvo que voltearse cerca de noventa grados. Y sin mediar

palabra, dos segundos después, sin saber por qué, yo le devolví la bofetada.

Mi ímpetu se disparó. Tanto enloquecí, tal fue el odio, la ira, el asco y la

impotencia, que la golpeé con todas mis fuerzas. El rechazo me hacía

aborrecer su presencia. Y sólo hizo falta un tortazo. Mi mano la derrumbó. Y

yo, rabioso y nervioso me abalancé sobre ella.

-Eres mía y lo sabes. Siempre lo serás –dije mientras estaba de rodillas sobre

ella sujetándole las dos muñecas.

-¡Y una puta mierda! –Arrojó entre lágrimas.

-Te podría follar aquí ahora mismo y nadie se enteraría –advertí.

En ese instante, ya bajo la primera luz albina de la mañana, todo se precipitó.

Laura me miró con sumo odio, escupiéndome en los ojos hasta en dos

ocasiones. Al instante trató de zafarse, yo solté mi mano izquierda, la cerré

convirtiéndola en un puño y como un acto reflejo, éste se abalanzó sobre su

cara.

71
72
10

Abrazando la locura

L
a locura es demasiado amplia y compleja. Sin embargo, me resultó fácil

aferrarme a ella. Sin quererlo ni darme cuenta me abrazaba. Lo que

nunca he sabido es si la locura me apresó antes de aquella noche en la que

decidí seguir a Laura y vengarme. La violenta escena que rubricó el fin de

nuestra historia se me repetía en infinidad de ocasiones durante pensamientos

absortos, cada vez más habituales. Y en mis sueños. No iba tan ebrio para

poder añadirle algún olvido. Ni siquiera podía introducirle borrosidad a los

recuerdos. Tampoco la coca, creo, fue la culpable de que perdiera el control.

Tal vez fue el escupitajo que nació de sus labios y ahogó mi mirada.

Ultrajado, veía cómo sus ojos abiertos y sinceros seguían arrojando odio. Y

aun atrapada por mí, sus gestos continuaban asegurándome que aquel cuerpo

ya no era mío. Aquellos labios despreciaban mis besos, y yo no pude soportar

aquel tormento martilleando feroz en mi cerebro. No pude consentirlo. Estaba

pegada a ella, pero la distancia era cada segundo más brutal. Ella se alejaba y

mi físico le ataba. Quería retenerla para siempre, pero mis gestos, acciones y

palabras lograron lanzarla a un infinito tan remoto, que no podía atisbar una

mínima sombra de su existencia.

Hoy puedo respirar tranquilo porque la rutina de un vecino, tal vez, salvó la

vida de Laura. El footing, un deporte tan sano y mañanero detuvo mis golpes y

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separó físicamente mi cuerpo del suyo. Un fuerte empujón me hizo rodar

varios metros. Durante unos segundos reinó la calma. Ya nada nos volvió a

unir lo suficiente para sentir una pizquita de cariño. Ni siquiera indiferencia.

Su rostro disparaba una mirada rota, disipada y repleta de lágrimas y sangre.

Traté de cerrar los ojos. Soñé desaparecer. Busqué los recuerdos en los que

Laura me sonreía, acariciaba, susurraba, besaba y amaba. Pero de pronto,

una voz grave me obligó a abrir los ojos. Allí, frente a ellos tenía mis nudillos

heridos. Me miré los dedos y éstos buscaron retirar alguna lágrima de mi cara.

Sólo limpiaron pequeñas e inocentes gotas de sangre femenina. Me miré la

ropa. También acumulaba manchas. Tenía mucho más de lo que nunca

imaginé. Las observé y comencé a llorar. Acababa de dar un paso demasiado

firme y equivocado. Nadie iba a rescatarme de aquel terreno peligroso y

asqueroso. No sabía cómo lo había hecho ni por qué. Y peor aún, no sabía si

me preocupaba.

El arrepentimiento oficial sólo llegó cuando me enfrenté a un juez. La

decisión total la tomaron mis padres, si bien no sé todavía si ésta ayudó a

curar mi culpabilidad. Laura y yo, distanciados, llegamos a un acuerdo. Y

escuchando mi futuro inmediato lloré. Me creía merecedor de ello, pero

seguía llorando como un niño mientras aceptaba. Días después, continué con

llantos íntimos y secos. Sería un mínimo de un año.

Había tenido contadas peleas en mi vida. La mayoría, grupales. Las pocas que

había disputado en solitario se habían saldado con una contundente derrota a

mi favor. En ningún caso había disfrutado del extraño sabor que producían mis

golpes colisionando en un cuerpo contrario.

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Aquella madrugada, con el amanecer más que evidente sobre mi cabeza, de

rodillas sobre ella, sabía que deseaba ver mi puño rompiendo su cara.

Necesitaba voluntad. Por desgracia la tuve. En aquel preciso momento,

cuando ocurrió por primera vez, no sé cómo explicarlo, pero disfruté. Un

latigazo pellizcó mis dedos, heridos y sangrientos. La expresión de la cara de

Laura se transformó en pánico. Aún con su saliva en mi entrecejo, todo había

cambiado. De pronto, yo dominaba la situación. Ella dejó de patalear. Estaba

inmóvil en el suelo y fácilmente sometida. La mirada de súplica, junto al

placer, y la adrenalina en mis nudillos y corazón me empujaron a golpearla

tres veces más. Tras el segundo puñetazo su sangre me conquistó la cara. En

el tercero oí un chasquido que debieron decser los huesos de su nariz.

Abstraídos en nuestro vacío, en silencio, me sentía protegido peleando en una

burbuja transparente. Esa protección me impidió escuchar los gritos del

vecino. El hombre calvo, con cerca de 40 años y una escasa barriguita

deportiva sólo tuvo que tocarme para que despertara. De inmediato me

empujó con brío hacia un lateral y logró así separarme de mi presa. Exhausto,

no traté de regresar a ella. Únicamente me mantuve reviviendo una y otra vez

los últimos minutos de mi vida.

75
Nunca le quise pegar. “Jamás”, sentencié amenazado por aquel hombre, que

sin embargo, no me tocó un solo pelo. Laura se puso de pie sin decir una

palabra. Mostraba la cara desfigurada, amoratada y ensangrentada. Se

acercó, me miró a los ojos queriéndome herir y me atizó una patada en el

costado izquierdo. El vecino se lanzó sobre ella, porque rabiosa quiso repetir.

El hombre impidió una batalla en la que seguramente me tocaba ser el

perdedor. No tenía fuerzas ni las quería buscar. Laura pataleó, gritó y me

insultó. Parecía un sueño. Todo era muy lejano. Tumbado en el suelo,

mirando al cielo sin verlo seguía apresado por mi acelerada respiración. Giré

la cabeza y me quedé hipnotizado con el balanceo del mp3 de mi salvador.

Ahí, en posición fetal, estaba protegido, sumido en una abstracta reflexión sin

destino. No me moví. De hecho, tampoco creí moverme minutos después.

Caminé congelado física y mentalmente cuando tuve que volver a sentir el

frío metal en mis muñecas.

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Fue un tiempo extraño. Mi madre, poco a poco, comenzó a colarme ciertos

relajantes en el colacao, el zumo o el vaso de agua. Siempre a primera hora

de la mañana. Éstos mataban mi actividad, todo mi ánimo y me convertían

durante largas horas en un verdadero vegetal. Descubrí su maniobra

enseguida, sin embargo, no hice nada por evitarlo. Por alguna extraña razón,

tal vez adictiva, seguí dejando que lo hiciera. Las píldoras adormecían la ira

que me provocaba todo lo sucedido. Me costaba reconocer el error.

Ensimismado en recuerdos y pensamientos acababa culpando a Laura de mi

estado. Sin duda. Y quizá por eso prefería que las drogas evitaran una nueva

enajenación. En aquel estado, mis fuerzas no lograrían llevarme de nuevo al

rellano del portal. Enamorado y herido, era posible. Fueron demasiadas las

tardes, que endrogado, imaginé y deseé levantarme del sofá para terminar lo

que había empezado. Me enredaba en pensamientos tan maquiavélicos, que

cuando despertaba sólo deseaba una nueva pastilla que me ayudara a dormir.

“Nadie podía follarse a mi Laura”, machacaba mi cerebro. Me hervía la sangre

si imaginaba que aquel tipo la penetraba. Me hacía vomitar hasta sentir que

me arrancaba la garganta a pedazos. Después, una mano invisible me

abofeteaba, me cogía del pescuezo, lograba ponerme de pie, y a patadas me

empujaba hasta la calle. Debía regresar a la escena; al portal de Laura. Allí

esperaría hasta verla aparecer. En aquella ocasión no terminaría con vida. En

su muerte vería mi paz. Mi descanso y sosiego. Si ella no existía no podía

hacerme daño. Nunca pensaba en las consecuencias. Aquellos sueños

homicidas eran la única vía que me liberaban de un doloroso tormento. Por

fortuna, mi madre impidió que se convirtieran en realidad.

77
Recuerdo tres visitas antes de que el escenario de mi vida sufriera el cambio.

El primero en venir a verme fue Manu. Apareció serio. Pasaban las cinco de la

tarde. Tomó una coca cola. Me dio un poco de conversación, aunque él tuvo

más palabras que decir que yo. Sólo me arranqué cuando quise pedirle

perdón, pero entonces ya no lo tenía enfrente. Las otras dos visitas también

fueron masculinas y por la tarde. Javi llegó junto a Fernando, Darío y Óscar.

Los cuatro vivieron una visita tensa con la reprimenda constante de mi madre,

que desde la cocina les pedía que comieran algo. Yo permanecía tumbado en

el sofá. Javi y Darío, junto a mis pies. Fernando y Óscar sentados en sillas en

frente. No hicieron comentario alguno de lo sucedido. Creí que apenas habían

estado dos minutos, sin embargo, debieron superar la media hora.

La última visita fue la de mi padre. Pese a vivir en casa, había evitado en todo

momento coincidir conmigo. No me había dicho aún una sola palabra. Tan sólo

había conducido de camino a casa. Acto seguido se encerró en su estudio. Ni

siquiera estaba con nosotros en la mesa a la hora de comer, cenar o

desayunar. Aquella tarde decidió enfrentarse a mí por primera vez.

-No te parece suficiente todo lo que hemos sufrido ya por tu culpa –dijo sin

mirarme a los ojos, sentado en el sillón contiguo de la derecha.

Mantuve la calma, en silencio. Sentado, con los pies encima del sofá y

abrigado con una manta hasta la altura del cuello. Resistí con el rostro serio,

aunque deseaba reír. Carcajear hasta quedarme sin aliento. Me hallaba

atrapado en un surrealismo absurdo. La risa quería liberarse de mí, pero me

contuve.

-¿Ya has olvidado lo de tu hermano? –Continuó en el mismo tono sobrio.

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-No –respondí de inmediato con voz pastosa.

-Pues parece que sí, parece que caminas decidido hacia el mismo camino,

¿no?

En ese instante opté de nuevo por el silencio. No me gustaba la guerra ni el

terreno en el que se disputaba la batalla.

-La mala vida no da segundas oportunidades, hijo, y tú hace años tuviste ya

una injustamente –escupió con lágrimas en los ojos.

No pude articular palabra. Sus ojos y los míos, por primera vez, comenzaron a

golpearse a muerte, como dos boxeadores en empate técnico al borde de oír

el sonido de la última campana; furiosos, desesperados por alcanzar la

victoria.

El minuto pasó y las miradas finalmente se hundieron. La suya húmeda. La

mía alicaída, seca y cobarde. Terminó el combate. Aquellos sesenta segundos

me parecieron toda una vida inolvidable. Fue nuestra última conversación.

Las palabras entre ambos ya sólo han salido para saludos vagos y preguntas

cortas y vacías a las que acompañaban respuestas como “bien”, “normal”, o

“tirando”.

El final de mi vida llegó en primavera, una semana después del pacto entre

Laura y yo. Creí que sólo serían palabras. Me bastaba con vivir en casa,

endrogado. No salir y esperar a que la herida fuera cicatrizando hasta

eliminar cualquier recuerdo doloroso que me llevara a cometer alguna locura.

Sin embargo, llegó el día. Mi madre se encerró en la habitación y comenzó a

hacer mi maleta. Con el pálpito de mi corazón bajo mínimos, dormía en lo

que se había convertido en mi sofá. Una hora después, mi madre puso la

79
maleta en la puerta. Diez minutos más tarde estaba sentado en el asiento

trasero del coche, en el lado izquierdo, con mi rostro pegado a la ventana. Mi

padre conducía en silencio. Mi madre me vigilaba por el espejo retrovisor. Los

tres nos mantuvimos callados.

Supe a ciencia cierta donde iba a pasar una larga temporada cuando estuve

frente a una valla que daba acceso a una enorme finca verde. En aquel

edificio blanco iba a curar mi supuesta enfermedad. “Ordenará tus ideas, tu

cerebro y encauzará tus pasos”, dijo mi madre, mientras un señor alto,

delgado, de pelo blanco y con una bata también blanca sonreía como un

estúpido. Desde el primer momento en el que pisé aquel centro, soñé en salir.

Nunca me creía un enfermo más. Era un extraño en aquella jaula de grillos.

Tumbado en mi cama, en una habitación con vistas a un bello parque verde

repleto de enormes árboles, bancos de madera, paseos empedrados, con un

kiosko y una fuentecilla, me sentí asustado y queriendo huir. Ni siquiera abrí

la maleta.

A la mañana siguiente me hicieron multitud de preguntas que no supe si

respondí bien o mal. Realicé varios test, me establecieron una medicación y

conocí a mi compañero de habitación. El tipo estaba gordo, medía metro

ochenta y tenía estrabismo, lo que me hacía difícil conversar con él. Siempre

estaba leyendo tebeos y sólo hablaba de los personajes y las historias de los

tebeos.

Allí tenía demasiado tiempo libre. Paseaba, hablaba con mi médico,

practicaba un deporte impuesto y en ocasiones íbamos de excursión. Sólo mi

madre venía a visitarme una vez por semana. En apenas un mes ya odiaba

80
todos los pasillos. Odiaba a la gente; médicos y pacientes. Me odiaba a mí por

estar allí. Y sin darme cuenta, empecé a caminar con la cabeza gacha,

contando el número de azulejos que había entre mi habitación y el patio.

Una tarde, de pronto, quise expulsar todo lo que llevaba dentro. Y lo hice del

tirón. En apenas media hora había conseguido una libreta y un boli y escribí

un texto sincero y sentido. Por alguna razón me enamoraba leerlo. Cada vez

que lo hacía, más. Y justificaba todo lo que me había ocurrido con Laura.

Deseaba que ella lo tuviera. Quería que, después de todo pudiera sentir mi

regalo más bonito y sincero.

No sé cómo fue, pero mi estrategia

funcionó. Estaba allí, junto a una

cabina, tratando de convencerme

de que los números que marcaba

eran los que siempre había

marcado para hablar con Laura.

Nadie me vigilaba. Tampoco quería

montar un escándalo, sólo

conseguir que Laura recibiera el

texto que había escrito para ella.

Por desgracia, tardé un mes en

decírselo.

Nunca creí que su voz interrumpiera los constantes tonos, pero todos los

martes iba y pedía permiso para llamar. Cuando su voz dormida sonó al otro

lado estuve a punto de llorar. Me contuve.

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-Hola, Sergio –dijo sin titubear.

-Hola... –Temblé.

-No puedes llamarme y lo sabes –continuó.

-Quiero regalarte algo que he escrito –justifiqué.

-Envíamelo por carta, pero deja de llamarme. Sé que eres tú...

-Necesito verte. –Lloré.

El silencio se eternizó entre los dos. Yo respiraba nervioso. Buscaba las

palabras pero se escondían. Traté de ser sincero. O al menos, mostrarle lo

que para mí era sinceridad.

-Laura, sólo quiero leerte un texto sincero escrito para ti. Sabes donde estoy,

no puede pasarte nada. Quiero terminar bien contigo, con una sonrisa, un

abrazo. Estoy rodeado de gente, no puedo hacerte nada. No quiero hacerte

nada –balbuceé entre lágrimas-. Sólo leerte mi amor más sincero...

-No puede ser... –Rechazó.

-Laura, es el último favor que te pediré. Es nuestra despedida. No sé si saldré

de ésta... –insistí sin cesar de llorar- Por favor.

Aquel silencio creí que sería el último. Seguramente avisaría al centro de mis

llamadas y todo terminaría. Pero un fino hilo de voz interrumpió mis

pensamientos e iluminó mi mirada.

-Vale, nos veremos.

82
11

Las letras del A.D.I.O.S.

S
oñé todas las noches con el encuentro. Incluso me masturbé

idealizándolo. Pero no aconteció como tantas veces había deseado. Fue

diferente. Ninguna de las expectativas soñadas se cumplió. Tuve que aceptar

aquel frío encuentro en la sala de visitas. Había soñado que accedería a un

paseo por el jardín, y que caminaríamos separados pero cercanos. Iríamos

hasta la fuente, y bajo el abeto más alto del parque podría leer mi texto a la

espera de recibir un último beso suyo. Los dos con lágrimas en los ojos y

nuestros labios juntándose de nuevo. Sin embargo, no accedió. Su “no” fue

rotundo e insalvable. Se sentó en la misma mesa que yo, pero muy distante y

sin una mínima mueca de simpatía. Había previsto esta actitud. Nunca

soñado, pero sí la había barajado como posible. Arrojó un “hola, ¿qué tal?”

con excesiva desgana, como si estuviera frente a un desconocido. Su gesto me

83
irritó. No me gustaba su pose. “Si no quería verme, que no hubiera venido”,

pensé enrabietado. No iba a soportar que aquella visita fuera mera lástima

por mí. Creí que tenía todas las herramientas físicas y mentales para luchar

contra lo peor.

Decidí ignorar su mal gesto y disfrutar de su presencia. Adoraba aquel rostro

que había maltratado. La miré. Apenas una leve cicatriz en la ceja

conmemoraba nuestra pelea. Sonreí y me introduje la mano en el bolsillo.

Percibí el tacto del papel. Las palabras tronaron en mi cabeza. Había leído

decenas de veces aquel texto y no había cambiado ni movido una sola

palabra.

-¿Sigues con el tipo ese? –solté de pronto con el tacto de la hoja entre los

dedos.

-Sergio, no he venido a esto –atajó con sobriedad.

-Lo sé –lamenté sin sacar un milímetro la hoja del bolsillo del pantalón.

-¿Qué querías darme, leerme...? –apresuró a preguntar, incómoda en aquella

silla.

-Es un gilipollas –insistí obcecado-. Lo sabes.

La mesa blanca rectangular creció aún más. La distancia nos abofeteó.

Estábamos abriendo un mar entre los dos. Ni estirando nuestras manos

podríamos tocar nuestros dedos. Laura me miraba fijamente, con la cabeza

ladeada, buscando un gesto; un movimiento; una palabra. Yo me la jugué.

Mantuve la tensión, la quietud y escupí un órdago suicida.

-Nunca te tenía que haber puesto la mano encima. Aquellos puñetazos eran

para él...

-¡Me voy! –interrumpió-. Adiós...

84
Su cuerpo se levantó. A la vista quedó por completo su vestido morado, el que

tantas veces había quitado para ver y amar su cuerpo desnudo. Se puso de pie

con tanta energía que sus pechos dieron un pequeño respingo. Los imaginé;

saboreé y acaricié. Ni siquiera me lanzó una última mirada. Dio un giro y

comenzó a andar hacia la salida. Yo no pude moverme, sólo contemplar su

caminar.

A la izquierda observé a dos cuidadores. Fruncí el entrecejo y odié estar

vigilado y encerrado. Seguramente, de no ser por la medicación hubiera

estallado en cólera, golpeado la mesa con los dos puños, firmando en alto y

con presencia mi autoridad. Y al segundo, hubiera corrido tras ella. “Sólo

quería saber si estaba con él, el gilipollas ¿Por qué? ¡Por qué!” me gritó el

cerebro lagrimoso. “Porque la muy zorra sigue follándose a ese hijo de puta”

susurré en respuesta desde el corazón.

La situación era una cuenta atrás. Los movimientos que me restaban para

evitar el ‘jaque mate’ se podían contar con los dedos de una mano. Llegaba el

momento que jamás hubiera querido poner en escena. Tenía que utilizar mis

últimas armas. Se escapaba y era mi última oportunidad. Si anhelaba luchar

por una reconquista tenía que actuar ya. No habría más opciones si huía. Si

desaparecía tras aquella puerta el adiós sería definitivo.

-¡Laura! –chillé.

Mi voz brotó amplia, grave, desesperada. De inmediato mi mano emergió

veloz del pantalón. Deshice la hoja de papel que llevaba sujetando en todo

momento, la posé sobre la mesa y la empujé. Se deslizó veinte centímetros,

dio una vuelta de campana y aterrizó suavemente en el centro. Ella giró la

cabeza y me miró a los ojos con lástima. Yo respondí con mis ojos llorosos.

85
Emanaba tristeza pese a que traté de evitarlo. Y en esa conversación visual

irrumpieron más jugadores en el terreno de juego.

La mano la sentí fuerte, pesada y caliente sobre mi hombro.

-Sergio, cálmese –dijo el cuidador en mi oreja.

-Vamos –me invitó otra voz desde la izquierda.

Los dos buscaron apresarme por los codos y lo lograron. Laura seguía de pie al

fondo, mirándome, pero con el cuerpo dirigiéndose hacia la salida.

Sentí pánico. Por un momento me creí perdedor; cobarde. No quería tener

que recurrir a mi último cartucho. No me veía con valentía. Sin embargo, todo

apuntaba a que era mi única posibilidad en aquel instante. Me iba a ganar una

verdadera fama de loco, pero no podía dejarla escapar y ver que mi texto

moría sobre la mesa, en soledad, y sin su dueña.

Los dos cuidadores consiguieron girar mi cuerpo y empujarme hacia la

dirección opuesta. Sufrí un nuevo pero pequeño empujón. Luego me vi

arrastrado con la punta de mis pies rozando el suelo. Alcancé a mirar atrás.

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Laura ni siquiera iba a molestarse en ir a por el papel. “Quizá no lo había

visto”, me engañé. En ese instante avisté la lástima que desprendían sus ojos.

Laura bajó la mirada, giró la cabeza y sus pupilas desaparecieron. Entonces,

el botón rojo que da pánico presionar se hundió hasta el fondo. No pensé. Aún

hoy recuerdo todo como un sueño.

Antes de actuar pude saborear muchos sentimientos. Uno de ellos dormía en

mi estómago, donde tenía cinco puñaladas aún vivas. Me herían. Era ese

posible adiós definitivo. Cinco puñaladas, una por cada letra, las últimas que

me había susurrado, mirándome a la cara mientras yo aún podía respirar su

aroma. Se alejaba y me moría viendo cada uno de los pasos que la alejaban de

mí. Abandonado, dolorido, inmóvil, odiándola, solitario. Repitiéndome estas

palabras, estallé.

-¡Laura! ¡Espera! –aullé con la mandíbula desencajada.

Unos segundos antes había relajado todos los músculos de mi cuerpo. Me

había dejado llevar sin tensión, lo que facilitó la relajación de los cuidadores.

Tiré de mis brazos hacia atrás, me desaté, giré mi cuerpo y entonces grité su

nombre. El silencio y la perplejidad se adueñaron de la sala. Los dos

trabajadores reaccionaron, pero entonces yo puse sobre el tapete mi

estrategia; toda la carne en el asador. No había vuelta atrás. Había

conseguido desenfundar un pequeño cuchillo de mantequilla con una

minúscula sierra. Carlos iba a matarme en cuanto me lo confiscaran, pero

¿Qué narices hacía él con un cuchillo en el armario? Haber encontrado aquella

alternativa sustituía con creces a tener que utilizar uno de los alambres del

somier.

87
Sobre mí tenía hasta quince miradas distintas. Todas acechándome.

Trabajadores del centro, pacientes y visitantes. Y entre todas ellas faltaba la

que yo quería.

-¡Laura! –volví a gritar, esta vez desgañitándome la laringe.

La última ‘a’ voló durante segundos por todo el centro. Di cinco pasos

corriendo y cogí el papel de la mesa.

-¡Sergio! ¡Quieto, por favor! –oí.

Todo había sido instintivo. Todo aquello lo había considerado muy pocas veces

porque no quería plasmarlo en la realidad. Si bien, ahora estaba atrapado por

mis hechos y debía avanzar hasta el final. Nunca creí que Laura llegaría a

desaparecer.

-No hagas nada –dijo otra voz más sosegada-. Tranquilo, por favor.

Tenía el cuchillo en mi cuello. Toda la sierra se hundía sobre mi piel. Mis ojos

continuaban vidriosos, rojizos. Los nervios, pese a la medicación, se me

habían disparado. El metal bailaba aceleradamente en mi yugular como una

ola.

-Buscar a Laura –supliqué atropellado-. Decirle que venga y no haré nada.

-¿Quién? –preguntó la última voz.

No hizo falta que me explicara. Marta, una de las chicas de administración, la

que más cariño me había ofrecido desde que llegué, salió veloz en su

búsqueda. Verla correr despertó en mí una leve mueca de felicidad y calma.

Poco a poco la tensión se esfumaba. Mi brazo dejó de hundirse en mi cuello.

Fueron cinco segundos tan sólo, porque cuando vigilé a mi espalda y vi que me

acechaba una bata blanca, me volvió a conquistar la rigidez.

-¡Marchaos! –amenacé dando un salto atrás.

88
-Tranquilo, Sergio –dijo enseñándome las palmas de sus manos.

-¡Qué todos se coloquen pegados a las paredes y ventanas! –ordené mientras

giraba sobre mí-. No quiero que las de la limpieza tengan hoy un trabajo

extra.

Mi socarronería me resultó extraña y absurda, pero tras haberla pronunciado

me había oprimido más si cabe. Sentí que el cuchillo vencía mi piel, y una

lágrima roja comenzó a hormiguear por mi cuello. No me asusté. Yo no la

veía. Aunque sí percibí varias miradas de asombro. Como una gota de sudor,

ésta recorrió mi garganta y se perdió en mi pecho. No la quise limpiar. La

dejé descender. Y quizá, esa sangre fue la que cambió de verdad la escena.

Las veinte personas que tenía como testigos se pegaban ya a las principales

paredes de la sala a la espera del espectáculo final. Sin duda, el ‘adiós’

definitivo, pero como yo quería. Estaba tan concentrado, que hacía rato que

no lograba escuchar las palabras y frases que llegaban desde el entorno. Sólo

me había centrado en vigilar y mantener la distancia.

Su presencia por sorpresa me sobresaltó. Retomé la llorera nada más verla.

Los nervios la habían secado, pero de nuevo, al ver su cara, resucitó. Observé

su mirada, sus labios, su frente, su nariz. Ella ofrecía un gesto complicado con

una mezcla de pánico y preocupación. No pude moverme. Únicamente

pregunté suavemente.

-¿Lo leerás?

Su cuerpo de pie era hermoso. Ella estaba a escasos centímetros de Marta,

reluciente, guapísima.

-Lo voy a leer –respondió.

89
No había terminado de decir aquellas palabras cuando mi brazo libre ya se

había levantado hasta alcanzar una posición horizontal. El texto quedó

suspendido apuntando hacia ella. Laura dio dos pasos y se separó de Marta,

quien no hizo nada por evitar nuestra unión. Estiré más mi brazo. Laura

continuó avanzando. Nos mirábamos. Yo pretendí ofrecerle mis ojos más

sinceros, tristes, pero sinceros. Volví a mirar a alrededor, a los espectadores.

Apenas se habían movido un paso. Laura llegó hasta mí, pero mantuvo en todo

momento una distancia prudencial. Avanzaba temblorosa. Estiró su brazo y sin

siquiera tocarme los dedos, tiró del papel con firmeza. Yo no me resistí y ella

lo atrapó.

No lo abrió allí. Antes se retiró. Concretamente dio tres pasos atrás, y sin

perderme de vista. Cuando estuvo segura de su seguridad desdobló la hoja. El

absurdo cuchillo seguía en mi cuello, pero de nuevo más relajado. Sonreí un

instante y mantuve esa mueca feliz. Volví a vigilar dando un giro sobre mí

90
mismo. El brote de felicidad golpeaba cada vez más fuerte en mi organismo.

No sabía por dónde ni por qué llegaba, pero me inundaba. Reí por un impulso,

y recordé el día que Laura y yo fumamos marihuana por primera vez. Fue en

Ámsterdam. Los dos no podíamos parar de reír inmersos en aquella cortina de

humo.

Mis labios continuaron creciendo y arqueándose hacia el cielo. Mi mirada se

abrió. Se secó. Miré a Laura intensamente, que con la hoja extendida

comenzó a leer.

-En voz alta, por favor –pedí.

Su voz sonó seca, dulce y nerviosa. Oírla me hizo olvidar todo.

Tengo tiempo de encontrar tu mirada. Quiero ver y dibujarte cada

mañana al despertar. Tu cuerpo está desnudo y mi piel se excita en

cada uno de los miles de poros que respiran en mí. Tu aroma es gris,

pero el colorido de tus besos son un manjar para mí. Quiéreme,

aunque sea sólo un instante, y yo beberé cada resquicio que me

ofrezcas. La noche contigo es un segundo en el cielo. Una caricia es

un orgasmo. No hay vida si paseas conmigo. Un trozo de nube se

convierte en nuestro hogar. Estoy loco. Quizá por ti. Seguro por mí.

Repito tus besos en todos mis sueños, y si no los sueño, me duermo

hasta recogerlos, aún vivos. Es esa la droga que me da la vida. A la

que soy adicto desde que te vi. La primera vez que pude saborear el

tacto de tu piel... Aún tengo en mi brazo el recorrido de tus dedos, y

si me miro, me excita saber que volverás a mí. Pero todo son sueños.

Sueños de una tarde de primavera bajo un manto de polen. Allí en

91
ese parque estoy cada tarde. Allí, vivo un beso tuyo y trato de

recordar si fue verdad. Sueño que es verdad, pero cuando la noche

invade el parque y me regala la soledad, lloro. No estás. Tal vez

nunca estuviste. Sin embargo, tengo la fortuna de imaginar, de cerrar

los ojos e imaginar los tuyos, mirándome. Tus labios. Y recuerdo que

te desnudo, que te acaricio, que tus dedos me excitan, me besas. Y al

querer hacerte el amor, siempre despierto abrazado fuertemente por

la locura.

92
12

La soledad

V
idriosa. Recordaría esa mirada aún en mi lecho de muerte. La había

visto besarme, regalarme sentimientos, abrazarme con fuerza, pero

sobre todo, decirme “te quiero”. Musitármelo al oído mientras me besaba

detrás del lóbulo descendiendo con suma suavidad hasta mi cuello. Vi que su

mirada daba un paso hacia mí. Sonrió. Incluso corrió, saltó sobre mi cintura y

la cogí como tantas veces la había cogido; con sus piernas abrazando mi

cadera, sus brazos rodeando mi cuello y los dos abrazados fuertemente para

terminar besándonos. Oí aplausos, oí algún grito y oí risas. Era el paraíso y

nadie había decidido terminar con mi vida.

Toda aquella realidad voló cuando el peso de la alegría desapareció para

dejar paso al lastre de la tristeza. Mi pecho se ahogó, y entonces no me quedó

más remedio que despertar. Supe que el único peso que tenía encima era el

93
de dos cuidadores que se habían aprovechado de mi abstracción en la inopia

para atacar. Me retorcían los brazos y me pedían tranquilidad; que me

calmara. Traté de levantar la cabeza, pero mi mejilla estaba presionada

contra el frío suelo de los azulejos. Giré los ojos todo lo que pude y alcancé a

ver sus zapatos, luego sus piernas y finalmente llegué a su cara. De pronto,

me pusieron de pie. Yo era un muñeco muerto, sin fuerzas. La única firmeza

que mantenía se veía en mis ojos, que no perdían de vista a Laura. Sin

embargo, el gesto que había idealizado anteriormente no lo veía por ninguna

parte. Había muerto. Divisé una lágrima seca en su mejilla derecha. Aún

sostenía la hoja entre sus finos dedos, los que tantas veces había podido

coger, acariciar sin darme cuenta que los acariciaba. Porque aquellos dedos

habían podido vivir entre los míos sin necesidad de pedirlo. Era algo rutinario;

un simple gesto que tantas veces había plasmado por inercia y pocas veces me

había parado a saborear. En aquel instante, tener sus dedos conmigo era un

deseo imposible de cumplir.

No tuve fuerzas de decirle todas las palabras que atropellaban a mi cerebro.

Ideas, frases, súplicas, preguntas; verdades que durante segundos llegaban

con rabia al corazón. Cada segundo más lejos en el terreno físico. En el

sentimental un abismo devoraba lo que tanto nos había unido.

Lloraba. Lo hacía constantemente sin poder evitarlo. Me ahogaba y me

alejaba. Entraba sin remedio en un estado de tristeza abocado a la soledad.

No lo he vuelto a sentir en lo que llevo de vida. A punto de abandonar la sala

de visitas, taladrado por la voz sosegada de ya un solo empleado que me

sujetaba por la espalda, escuché dentro de mí la necesidad de saber. Por

94
alguna maldita razón Laura continuaba allí, de pie, mirando la nota,

releyendo y viendo que me alejaba sin poder o querer hacer nada. Debía

saber el porqué. “¿Aún me quería? ¿Le había conmovido mi nota? ¿Quería

darme una oportunidad? ¿Iban a cambiar algo mis letras?”.

Necesitaba oír de su propia voz una opinión; un pensamiento; un sentimiento.

Al menos una palabra, aunque fuera vacía. Un suspiro al menos. Lo tenía que

pedir. Lo podía pedir. Mi boca; mi voz, aunque acongojada y seca por haber

oído (disfrutado) en ella mis palabras, seguía viva y libre. Nada me impedía

hablar. Únicamente el tiempo corría en mi contra. Las voces de los presentes

cuchicheaban y yo debía elegir la frase correcta. Tal vez sólo podría

pronunciar una. Pensé velozmente infinidad de propuestas. Estuve a punto de

preguntar de manera directa, “¿Me quieres?” O exclamar sin miedo, “¡Te

quiero!”. Sin embargo, aquello no era una fantasía ni un cuento con final feliz

obligado. La realidad me abofeteó en los labios, me los partió, sangré e

incrementé mi llorera intensa. El odio me arrancó el corazón y chilló.

-¡Laura! ¡No! –Respiré acelerado durante tres segundos pestañeando una y

otra vez-. ¡Zorra! ¡Eres una puta zorra!

Nunca supe si fue premeditado, pero aquel gesto resultó claro y evidente.

Había un adiós con todas las letras mayúsculas. Me sentí como una res a la

que queman a fuego. Su acción me quedó sellada en el corazón. Además, el

gesto vino acompañado por los ingredientes perfectos para cocinar una

sabrosa venganza. La mirada de pena o lástima se convirtió en odio. Sonrió y

me enseñó los dientes con clara evidencia de rabia y venganza. Finalmente,

marcó con claridad el inicio, el nudo y desenlace del acto. Del amor al odio

95
dicen que hay un paso. Allí sólo hubo un gesto. Y quizá es la misma distancia

que separa a la compañía de la soledad. Observado por más de veinte

personas, amarrado por un cuidador y frente a la persona que creía el amor

de mi vida, me sentía más solo que nunca. Sentí que un abismo negro me

engullía. No obstante, desde la oscuridad podía ver con nitidez aquella agria

escena. Desde la lejanía remota, mis ojos lograron aproximarse como si

hicieran un ‘zoom’. Me sentí pegado a ella cuando sus dedos índice y pulgar

izquierdos cogieron la hoja por la parte superior de mi texto. Lo vi con un

enfoque perfecto cuando la mano derecha hizo el mismo gesto. Después me

buscó la mirada, la encontró y mordió. Preso, sin poder retirar los ojos de los

suyos, ella sonrió y disfrutó. Acto seguido rompió en dos mi corazón de papel.

De arriba abajo y con suma lentitud, saboreando la acción, mimando el

crujido que desprendía la hoja al romperse y quemando la herida que se

perpetraba en mí. Cuando terminó sonrió más, puso los dos trozos juntos, uno

encima del otro, en horizontal, y repitió la acción con el mismo desprecio.

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Fue entonces cuando mi voz explosionó, mis brazos pelearon sin victoria, mis

piernas patalearon de odio y mi voz volvió a chillar sin tener en cuenta a la

razón. No sé qué ocurrió después. La nitidez se nubló y toda mi vitalidad se

desplomó. Mis párpados comenzaron a derrumbarse y a ser excesivamente

pesados. Jadeante, sólo alcancé a ver que la puta de Laura escupía sobre unos

pequeños trozos de papel, los pisaba y salía huyendo con mucha prisa. La

soledad me devoró.

Tardé semanas en recobrar el habla. No tenía nada que decir. Y articular una

sola palabra me asustaba tanto, que sólo intentar pronunciarla me secaba el

paladar. Era como si lloviera arena del desierto en mi lengua.

La cama de aquella habitación se había convertido en el escenario de mi vida.

Cientos de fantasías sin sentido caminaban por mi mente. Las adoraba

retener, pero huían cuando despertaba. En esos sueños siempre tenía

compañía, miradas y gestos para mí, e incluso el tacto de otra piel viva.

Nacían cuando recordaba las palabras que un día escribí para ella y que aún

tenía intactas en mi memoria. En cambio, mi realidad sólo tenía el paseo

vacío de mi compañero de habitación. Sin “hola”, y menos aún una mirada.

Estuve más de cinco semanas en aquella cama sin salir de la habitación por

voluntad propia. Necesitaba un castigo y me lo impuse. Mis únicas salidas y

paseos eran obligados: charlas, medicación y actividades que realizaba sin

entusiasmo. Viví aquellas semanas de mi vida sin luz. La noche había tomado

todo el entorno que me rodeaba. Ni siquiera cuando Carlos llegaba y subía la

persiana hasta el techo y la luz natural de la calle entraba por los amplios

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ventanales e invadía la habitación me sentía con vida. Más de una noche me

creí literalmente muerto.

Nunca supe qué fue ni quise saberlo. Quería que pasara el tiempo. Sabía que

la medicación me empequeñecía. Seguro que también ayudó la soledad, el

desamor, el silencio y mi cerebro. Todos tuvieron libertad y fuerza para

hundirme psicológicamente. Lo que sí sé es por qué salí poco a poco de aquel

maloliente pozo negro. Una razón estuvo en los colores de ciertas pastillas. La

otra radicó en que Carlos decidió hablarme.

Aquel chico fuerte y alto se sentó a mi lado, sonrió con la boca abierta y

relajada, y me miró con los ojos agudamente vidriosos y entrecerrados. En la

cama, yo anotaba decenas de palabras que surgían de miles de pensamientos

inconexos; vivencias. Sostenía el cuaderno que había dado vida al texto que

escribí para ella. Entre tanto, él me analizaba divertido. Podía oler su aroma

a sudor seco, pero no le miré pese a la sorpresa de su presencia. Incluso tuve

miedo. Era la primera vez que me sentía tan débil y cobarde.

-¿Cuándo vas a preparar tu próximo espectáculo en el centro, loco? –Preguntó

socarrón con voz pastosa.

No pude por menos que alzar la mirada y enfrentarme a sus ojos. Estaba

mucho más cerca de lo que intuía. Me asusté. Podía ver los poros de su piel.

Descubrí que ofrecía un inusual rostro afeitado, pero el mismo pelo rapado

sobre su mirada abierta y jovial.

-Aquí es mejor que te relaciones si quieres salir pronto –continuó-. Quieres,

¿no?

Afirmé sin poder decir un absurdo sí. Hubo un corto silencio.

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-Yo nunca me he enamorado, loco –prosiguió relajado y recolocando su

posición en la cama-, así que no sé si lo que hiciste fue locura o amor. Sí sé

que me debes una. Me ha costado demasiado recuperar el cuchillo.

Carlos se apoyó casi en la pared, en perpendicular a mi posición. Introdujo

una mano en el bolsillo y sacó el mismo cuchillo que yo había pegado a mi

cuello durante largos minutos. Sentí un escalofrío y escondí la cabeza. Me lo

mostró sin que pudiera evitar ignorarlo. Sonrió y se introdujo la otra mano en

el bolsillo contrario de sus pantalones anchos. De pronto me di cuenta que

vigilaba sus movimientos de manera intermitente, nervioso y desconfiado.

Quería seguir escribiendo mis pensamientos, pero me era imposible. No me

llegaba una sola palabra, por lo que abandoné el cuaderno bajo la almohada.

-¿Fumas? –preguntó.

Negué y al segundo observé. En su mano tenía un pequeño cogollo de

marihuana. Lo machacaba sobre la palma de su mano y con el cuchillito lo

despellejaba.

-Me he enganchado a esto, loco –confesó-. No lo saben...

Hacía demasiado tiempo que no tenía contacto con las drogas de la calle.

“Una cerveza...”, pensé. Demasiado tiempo. Y no había reservado un segundo

de mis días en echar de menos a esa bebida que tanto adoraba antes.

Tampoco pensaba en mis amigos. Únicamente recordaba a mis padres, que

después del ‘espectáculo’ habían decidido visitarme una o dos veces por

semana. Mi madre hablaba durante media hora conmigo mientras yo

escuchaba. Mi padre esperaba en el coche.

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Cuando sus dedos machacaron la hierba en el tabaco me llegó el de sobra

conocido aroma; “increíblemente fantástico”, me dije. Carlos extrajo una

boquilla y papel de liar, y cuando nuestras miradas volvieron a juntarse, él ya

tenía el cigarrillo entre los labios.

-Me han dicho que la chica tenía un polvazo... ¿Erais novios desde hace

mucho?

La palabra ‘polvazo’ me removió en la cama. Cambié mi posición, levanté la

cabeza y amenacé dejando atrás mi rostro neutro. Recogí las piernas y traté

de asegurarle que no era el camino. Sin embargo, él no me miró.

-Yo nunca he tenido novia. –Cogió el mechero, encendió, aspiró y fumó- Debe

de ser maravilloso...

Afirmé sonriendo.

-Follar cuando quieras –reflexionó sonriente al tiempo que daba otra calada al

porro-, follar como quieras...

Me puso un gesto picarón, rió y volvió a darle otra calada. En ese momento

me miraba con intriga. Fumaba, se tocaba la cabeza rapada con la mano libre

y volvía a mirarme en busca de algo. Finalmente se lanzó.

-Loco, ¿cómo es tocar una teta?

Por primera vez en mucho tiempo sonreí. Quizá fue el tono de sus palabras.

Me resultó gracioso. Su gesto y sinceridad. “¿Cuántos años tendrá?”, pensé.

-¿Quieres? –invitó colocándome el cigarrillo casi entre los dedos.

Fue un impulso. Tal vez ayudó el delicioso aroma que ya embriagaba el cuarto

y flotaba libremente en la habitación. Dos segundos después, tenía el calor de

la boquilla en mis labios, y el aroma y el humo en mi paladar y pulmones.

100
Tragué todo el humo que pude y lo expulsé suavemente, disfrutando del

instante. Resucité.

No

me quiero morir sin tocar una –perseveró mientras con su mano derecha

imaginaba tocarla en el aire-. A veces lo sueño y me empalmo, ¿tú no? Y suelo

correrme... No quiero despertar del sueño, pero lo hago y me veo en la cama,

empapado ahí abajo. Siempre solo.

Me miró esperando algún comentario, pero me mantuve en silencio con el

porro entre los labios. Estiró la mano y se lo di. Sonreí. La marihuana era

buena. Me levanté, fui a por un vaso de agua. Lo bebí de un tragó y volví a

sentarme.

-Loco, ¿tú cuántas tetas has tocado?

No pude evitarlo. Ni siquiera estaba acomodado en la cama y dentro de mí

estalló una carcajada. Él me acompañó y lo agradecí. Fueron segundos felices.

Cuando los dos estuvimos de nuevo en silencio, el porro descansaba de nuevo

101
entre mis dedos. -A mí me gustan las tetas grandes y redondas –continuó-.

¿Has tocado muchas de esas?

Ahora sí me clavaba la mirada. Muy serio. Yo sólo podía sonreír, aunque algo

me volvía intranquilo por momentos.

-¿Cómo eran las tetas de tu chica?

Las vi antes de que hubiera terminado la última palabra. Por instinto, sin

pensar, respondí mi primera palabra en semanas.

-Preciosas. –Al instante suspiré.

Decidió hablar unos minutos más de tetas. Imaginó todas las tetas, en

ocasiones con mi ayuda. Le conté alguna experiencia brevemente, inventé

alguna otra y los dos reímos hasta que el dolor de nuestras tripas nos hizo

parar. Entonces él decidió dar un paso más. Era sin duda lo que le había traído

hasta mi cama. La pregunta llegó después de largos segundos de silencio.

-¿A ti te han tocado mucho la polla?

-Lo suficiente... –Mentí, sabiendo que nunca era suficiente.

-Debe de ser maravilloso que alguien te haga una paja...

Su mirada entonces me aterró y supe que me estaba pidiendo un favor.

Tragué saliva y comencé a buscar la manera de salir de allí.

102
13

Cruzar la raya

M
e sentí preso. A oscuras. En tinieblas. Congelado. Sólo una leve luz

entraba cortada por una escueta ventana. El haz de luz llegaba justo

hasta la punta de mis pies, en tiras, construidas por los barrotes que cubrían

parte del espacio de la pequeña abertura cuadrangular que se vislumbraba en

lo alto de la pared. Cuatro paredes. Las cuatro completamente lisas. Eran

grises como el cemento. La cárcel estaba vacía, sin un solo mueble. Ni una

cama. Tampoco una silla. Atrás, a mi izquierda, divisé de reojo una puerta

metálica de color verde, de tal grosor, que abrirla sin la llave precisa se me

antojaba imposible. Permanecía quieto, sentado, con las piernas recogidas,

las rodillas bajo mi frente y los brazos cruzados. Estaba desnudo. El frío me

ahogaba. Y lloraba o había llorado. No sabía cómo había llegado allí, y

tampoco cómo iba a abandonar. El silencio me aterraba. Ni siquiera oía correr

el aire. La brisa debía de atravesar la ventana, pero no podía sentirla. Traté

103
de percibir el silencio hasta el límite extremo. “¿Cómo era escuchar ese

silencio? Espantoso”, pensé. Afiné mis oídos. Escuché con mayor precisión,

cerrando los ojos con fuerza, sin embargo, poco a poco el silencio

desapareció. Logré oír. Nunca creo que hubiera podido oír ese vaivén en

cualquier otro escenario del planeta, pero en el mío sí. Era un hilo de aire que

nacía a escasos metros de mí. Volaba hasta introducirse en sus pulmones y

regresaba hasta mí, suave como una pluma, queriendo acariciarme. Era

constante, tranquilo y relajante. No obstante, su presencia me estremecía.

¿Quién o qué lo causaba?

De pronto, sin mirarle pude ver con claridad su posición. Su gesto, su cuerpo

desnudo como el mío. Por alguna razón, poco a poco, el frío fue

desapareciendo de aquella gélida sala. La temperatura apresaba mi

organismo; mi piel, que se suavizaba por segundos. Mi respiración comenzó a

azorarse. Aceleró un poco más. La suya se mantuvo en esa calma dominante.

Un nuevo sonido llegó nítido a mis oídos cuando mi pene comenzó, por alguna

extraña explicación, a enderezarse. Entre mis piernas trataba de asomar. La

planta de uno de sus pies se alzó levemente. Sentí cómo su piel se despegaba

del suelo con suavidad, y una vez en el aire volvía a caer; más cerca. El golpe

fue seco, pero en absoluto brusco. El sonido y el movimiento se repitió. El

calor creció y la respiración continuó zumbando en el ambiente. La mía

atropellada. La suya sosegada.

Su aliento sobrevolaba tan cerca de mi cabeza que ya no me quedaba duda de

quién era la persona allí presente. Mi erección creció y el glande asomó. Era

el único movimiento de mi cuerpo junto al de mi pecho, provocado por mi

104
respiración. Apreté los párpados creyendo que así iba a desaparecer, pero

sólo conseguí que su piel desnuda se fotografiara con mayor nitidez en mi

mente. Perfecta en aquel fotograma. Estaba de pie. Yo reconocía cada poro

de su piel. Una piel limpia, con escaso pelo corporal y sin apenas lunares ni

granos. Tampoco cicatrices. Un ombligo perfecto. Un cuerpo curvado pero al

mismo tiempo sexual. “Excitante”, pensé. Descendí la mirada y visualicé su

vello púbico recortado pero rizado. Era en el único punto donde nacía una

leve oscuridad; en sus genitales colgados y adultos.

Oí otro golpe seco y desnudo sobre el suelo. En esta ocasión la vibración del

golpe llegó a mis nalgas. Mi excitación continuaba presente por mucho que

intenté eliminarla. Respiré profundamente. Le olí. Era su sudor seco

ahogándome. El acelerado latir de mi corazón resonaba como un tambor en

aquella cárcel vacía, con eco incluido. Y de pronto, cuando parecía que esa

bomba estallaría dejando mi cuerpo en migajas, sus dedos me quemaron en el

hombro izquierdo. Me

asusté. Abrí los ojos sin que

lo ordenara mi cerebro y

contemplé su pie

completamente desnudo,

bajo mi pene erecto. La

sangre me hinchaba las

venas. Levanté la cabeza y

entonces descubrí la

realidad de su cuerpo. No

muy distinto de lo que

105
imaginé. Solamente cambiaba su erección, casi idéntica a la mía, con su

glande asomando a la altura de mis ojos. Miré sus ojos y todo el vello de mi

piel se erizó. Nuestra excitación creció y la voz sonó dulce y convincente.

-¿Follamos?

Estaba húmedo. Abrí los ojos y vi el techo oscuro. Estaba sobre la cama.

Sudaba. Mi entrepierna mostraba una mancha humedecida bajo el pijama. El

aroma del cuarto aún olía a marihuana. Respiré con fuerza, relajándome y

tratando de recolocarme. Quería regresar de aquel sueño de inmediato, no

obstante, éste me había atrapado tanto, que mi cerebro volvía a gatas, torpe

y muy despacito. Me revolví entre las sábanas. Sentí la incomodidad bajo los

calzoncillos Miré a la izquierda. Carlos dormía. Como un bebé. Sonreí y

recordé la tarde que habíamos vivido, por primera vez, juntos. Era un bebé

atrapado en un cuerpo de adulto con necesidades de adulto. Ahora, dormido,

parecía tan distinto; relajado. Nunca le había observado en ese estado

somnoliento. Tampoco le había visto en el extremo de aquella tarde; íntimo y

humano.

Continué mirándole, sin saber la razón, con media sonrisa. Se me hacía muy

diferente. No era el chico desnudo que había invadido mis sueños en la cárcel

solitaria. Mismo rostro, quizá idéntico cuerpo, e incluso aroma, pero distinto.

Más real, tal vez.

Había tenido un día extraño. Aún las imágenes me golpeaban sin que yo

pudiera evitarlo. De vivir de la nada a tener que sumergirme en una tarde

repleta de nuevas y demasiadas emociones. Entendía que mi mente hubiera

106
decidido regalarme aquel sueño. Lo que no comprendía, o no quería

comprender, era que mi cuerpo hubiera disfrutado con aquel sueño. Volví a

removerme dentro de las sábanas. Levanté la goma del pijama, observé y

decidí cambiarme.

Bebí agua en un vaso de plástico en cuanto estuve con ropa limpia. De pie, en

calzoncillos, sonriente, apoyado junto a la ventana y mirando sin disimular al

grandullón. “¿Por qué me hacía feliz?”, susurré en voz alta. “¿Tendría algo

dentro de mí que él me ayudaría a expulsar?”, musité. Reí y terminé el agua

de un solo trago. Necesitaba un trago. Necesitaba una buena copa de ron, con

apenas un hielo y en un vaso de cristal. Sentarme, utilizar mis dedos desnudos

para jugar con el borde del cristal, acercarme el vaso a la nariz para oler

suavemente el aroma dominicano, arrimármelo a los labios y saborear el

principio del licor entrando poco a poco. Sintiendo con cada sorbo el dominio

de los efectos del alcohol. Entonces, los verdaderos sentimientos e impulsos

aflorarían. Hacerlo podría una manifestación de las verdades que ahora,

sobrio, era incapaz de expulsar. No quería oírmelas decir, y sin embargo,

tenía una necesidad extrema de hacérmelas sentir. Pero allí era imposible

conseguir una sola gota del alcohol. Me arranqué el pensamiento de la cabeza

y volví a ver el vaso de plástico vacío.

“¿Estaría desnudo bajo las sábanas?”, pensé.

Volví a beber un vaso de agua sin abandonar en ningún momento aquella

sonrisa estúpida. Sentí un cosquilleo en el estómago que descendió y removió

mi pene, justo cuando me imaginé retirando levemente las sábanas y dejando

a la vista su torso ¿desnudo?, su mano derecha, la que me había acariciado los

dedos horas antes, estaba a la vista. “¿Me excitaba su cuerpo desnudo? ¿Por

107
qué?”, rumié mientras mordisqueaba el borde del vaso. Mis dientes habían

dejado ya su huella, pero insistían. Traté de recordar a Laura desnuda, pero

la mente, caprichosa aquella noche, me lanzaba una y otra vez a una escena

más reciente.

Nunca pude imaginar que los dos llegaríamos a estar así. Descubrí una mirada

violenta, disfruté de unas pupilas electrizadas y bebí el relax con el que me

abandonó.

Cuando la punta de su cuchillo me pinchó la nariz con aire juguetón, la idea

de huir desapareció de mi mente.

-Tienes que masturbarme... –Susurró pinchando tres veces en la punta de mi

nariz e indicándome con la mirada la situación exacta de sus genitales.

-No puedo... –Mentí.

-Sí, puedes y me lo debes –respondió-. ¿Te ayudo, loco? Piensa que nadie me

ha tocado aún. Hoy necesito saber cómo es que me toquen.

Me pareció ver una lágrima en uno de sus ojos. O la inventé. Mis manos

comenzaron a sudar. Las yemas de mis dedos comenzaron a frotarse en mis

palmas constantemente. Mi cerebro se rindió y no encontró excusa. Y cuando

embriagado por la marihuana empecé a buscar la puerta de salida, Carlos

atrapó mi mano con excesiva ternura y la llevó a su entrepierna. No sé si

drogado o por voluntad propia. Aún no he querido darme una respuesta.

“¿Para qué?” La verdad es que no opuse resistencia. No tenía fuerzas, y por

alguna razón desperté a mi curiosidad.

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Fui yo el que bajé aquella cremallera y desabotoné el botón del pantalón.

Usaba calzoncillos ‘slips’, blancos; de algodón. Los levante con suavidad y

encontré su pene, insólitamente flácido todavía. Incluso el mío se mostraba

más rígido en aquella situación. Miré a Carlos buscando una pista para

continuar, pero él ya miraba al techo dejándose hacer. Se había acomodado,

colocando su cuerpo casi tumbado por completo.

“¿Me creía un experto?”, cavilé cuando estaba a punto de apresarle.

Mis dedos se aferraron a la base, junto a los testículos. Sólo con el tacto de

mis dedos ya tembló. Sin pausa, inicié un leve movimiento hacia arriba y

abajo, con una suavidad y timidez excesiva. Su piel, arrugada, comenzó a

estirarse muy despacio. Era como si aquello, por primera vez ajeno a mí,

tuviera vida. Me gustaba aquella situación. Empecé a descubrir en varias

ocasiones su glande, pero nunca lo vi. Únicamente sentí que la piel, retirada

109
hacia atrás lo desarropaba y él exprimía mayor rigidez. Mis manos pidieron

oprimir más, justo al tiempo que mi vaivén se aceleraba y su sangre ganaba

terreno allí abajo. Latía y yo me dejaba llevar por su respiración. No creo que

aún hubiera alcanzado su plenitud eréctil, pero yo decidí acelerar. Él me dejó

unos segundos, pero de pronto me detuvo. Cogió mi mano con su mano y

marcó un ritmo más suave, casi a cámara lenta. Placentero para ambos. Sus

dedos abrazaron mis dedos mientras mis dedos abrazaban su pene. Los dos

con una misma cadencia; unidos; cosidos. Subiendo al cielo, bajando al

infierno, a la espera del gran final. Cada ascensión, cada descenso,

martilleaba en mí provocando un cosquilleo delicioso. Sin duda, la sensación

era en ambos. La tensión de su cuerpo aparecía y desaparecía al ritmo del

contoneo, al compás que proponían nuestras manos. Sus dedos libres

apretaban con fuerza mis sábanas. Sus ojos cerrados. Eran mis manos las que

dominaban aquel cuerpo.

Con suavidad extrema, sus dedos fueron despegándose de los míos. Sentí de

nuevo el hormigueo cuando me abandonaba con delicadeza. Quería ignorarlo,

pero yo también estaba empalmado. Quería que él me hiciera una paja, pero

no me atreví a pedirlo. Solamente continué. Abracé su pene con más fuerza,

sintiendo que el pellejo acariciaba suavemente su glande. Lo hacía cada vez

más rápido, vigilando como se estrangulaba su cuerpo con cada uno de mis

movimientos. Aquel juego me estaba gustando. Lejos de la sexualidad de cada

uno, estaba sintiendo que mis dedos regulaban su éxtasis. Lo dominaba y

quería hacerlo explotar. No sabía si con su explosión llegaría la mía, pero al

acelerar y ver su contracción yo también me tensé. En mis testículos algo se

removió, y cuando aceleré hasta alcanzar una sacudida inaudita en mi

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muñeca, pude sentir que volábamos. Los espasmos quemaron mis dedos, que

decidieron aferrarse más para sentir cómo se derramaba cada milímetro de

placer. Eran pequeños disparos, y cada uno era un chispazo apresándome. La

velocidad extrema había desaparecido en mi mano. Tan sólo mantenía un

pequeño baile, arriba y abajo, mientras él disfrutaba aún de cada una de las

sacudidas eléctricas de aquella explosión. Unidos, me era difícil perder el

contacto. Sentí que su pene perdía la erección, y finalmente fue Carlos el que

con suavidad, me desató de él.

-Lo haces muy bien –dijo mientras se acercó a una de las mesas de la

habitación y cogió un pañuelo de papel para limpiarse.

-Es mi primera vez –apunté a decir.

-Y la mía...

“Y la mía”, había dicho. No estaba seguro. Caminé despacio por la habitación.

Me acerqué a él. Mantenía aquel sudor seco en su piel. Me gustaba. Tenía los

ojos cerrados, respiraba suave y el brazo izquierdo colgaba de la cama. Supe

que ahora era él el que me debía una. Con la masturbación reciente en mi

mente, quería pedírselo. La necesitaba. No sabía si quería despertarle, pero

tal vez el azar, buscado o no, hizo que todo se precipitara.

La botella de plástico estaba junto a su cama, y cuando me puse de cuclillas

para contemplarle de cerca, moví un pie lo justo para darle una patada a lo

que sabía que estaba allí, pero no había visto. La botella cayó de pronto. La

ausencia de tapón permitió que el agua se derramara, el líquido comenzó a

fluir. Yo me puse de pie. Me asusté. Miré al suelo buscando la causa del

alboroto. Vislumbré la botella y me lancé a ella para evitar que el derrame

fuera mayor. Dos segundos después oí su voz...

111
-¿Qué haces, loco? –Sonó pastosa, lenta y dormida.

-Nada, perdona –respondí nervioso-. Tropecé con tu botella...

Abrió más los ojos y trató de sentarse sobre el colchón para ver mejor la

escena.

-¿Y qué haces en mi cama? –Preguntó algo más despierto.

El silencio se mantuvo. Fui a por un paño húmedo, recogí el agua poco a poco,

de rodillas. Miré buscando su posición. Me miraba, con los ojos cada vez

menos entrecerrados, sin una mueca clara.

-Dime –insistió.

-Te miraba, lo siento –confesé.

-¿Por?

-Soñé contigo –continué sin dejar de limpiar el poco agua que ya restaba.

Corrí a escurrir el paño y regresé a la escena del crimen.

-¿Qué soñaste?

-Estábamos los dos en una cárcel, desnudos. Un sueño raro –le revelé con

nerviosismo.

-¿Algo erótico, loco? –dijo con tono socarrón-. ¿Había escenas sexuales?

-No.

Fui conciso y claro, pero cuando le miré sabía que no me estaba creyendo, o

no quería creerme.

-¿No hacíamos nada en el sueño?

-Bueno... –recapacité- Me desperté en ese momento.

-¡Vaya! Qué pena... ¿no? –Su cara empezó a mostrar una sonrisa picarona- Y

querías hacer algo, ¿verdad? Llevar tu sueño a la realidad, ¿verdad, loco?

112
La boca se me secó. Agaché la cabeza y por primera vez sentí pánico ante el

sexo. Quería enfrentarme y quería huir. Él seguía mirándome serio, ya casi

despierto. Yo seguía con el trapo en la mano, húmedo, junto a la botella, sin

lograr mantenerle la mirada

-¿Verdad, loco? –Insistió.

-Tenía curiosidad...

-¿De qué?

-Quiero que me devuelvas el favor...

-¿Sólo eso? –Bromeó.

Fue entonces cuando pensé de verdad cómo sería practicar sexo con un

hombre. Fue entonces cuando me planteé si quería probar aquello. Los dos

nos miramos, y aunque los ojos lo decían, fue más difícil plasmarlo en

palabras. Alguien tenía que hablar.

113
14

Tiempo de romper hilos

U
n día desperté, y al recoger mi primer pensamiento supe que toda mi

vida había cambiado en apenas unos meses. Por primera vez era

consciente de ello. Tenía recuerdos e imágenes en mí que ya no devolverían

mi vida a tal y como era en el pasado. No quería abandonar el rumbo ni

algunos de los estados en los que me había sumergido, pero sí tomar de nuevo

las riendas y decidir. Nunca quise borrar nada, únicamente lo asumí como una

parte más de mi existencia en este planeta. Sin duda, ciertos hechos sí

querían que viviesen escondidos en un rinconcito más oscuro. No obstante, si

el deseo me lo volvía a pedir, mordería sin miedo.

Era el momento de volver a conducir. Arrancar, acelerar, frenar y aparcar

siempre que yo lo decidiera. La dificultad era máxima después de tanto

tiempo en coma, pero debía ser valiente.

114
El día que lo decidí llevaría más de medio año encerrado en aquellas

instalaciones. Mi despertador digital marcaba las 8.34 de la mañana. Boca

arriba, con los brazos bajo mi cabeza y los ojos abiertos como platos empecé

a ver mi nueva realidad con perspectiva; conseguí abandonar mi cuerpo y

hacer un recuento de todo lo que me había pasado; desde el cielo; a vista de

pájaro, que es como mejor se aprecia lo que a uno le sucede. Y desde allí, por

primera vez, mis ideas apuntaban con convencimiento hacia una salida. Me

urgía recuperar mi día a día. Había llegado el momento de abandonar aquel

nido de locos. Tomar vuelo de nuevo en solitario. Para lograrlo, sólo

necesitaba saber la manera de cortar los dos hilos que me ataban con fuerza a

aquel sitio. Uno, si lo cortaba, iba a herir. El otro era cuestión de cortarlo con

las tijeras de la cordura.

Inicié el regreso hacia la sensatez de inmediato. Esa misma mañana. Dar de

comer a mi pasotismo y hermetizarme en una burbuja velada, escondiéndome

del mundo, sólo me había transportado a un encierro mayor. Esa actitud

distaba mucho del “buen comportamiento” que ellos solicitaban. Tenía que

ser lo que ellos consideraban unirme a la lucidez. Abrazarme con fuerza. Era

la única manera de lograr la rúbrica que abría las puertas hacia la calle.

Requería trabajo, excesivo para mí. Más después de tanto tiempo sometido

por la apatía. Me exigiría una actitud constante. Aquella mañana de otoño lo

tenía decidido. Abandonaría y regresaría a casa. Vuelta a empezar.

Era huir en cierta medida. A lo mejor. Pero al tiempo que escapaba sabía que

iniciaba un enfrentamiento. La huida no sabía si deparaba un escenario

mejor, pero necesitaba volver a pisar la realidad urbana sin sentir una vigía;

un dominio. Iba a tener que armarme de paciencia. Me removí en la cama y

115
volví a reafirmarme. Mi línea de pensamiento se obcecaba en ser la

hormiguita que hasta la fecha nunca había sido. El hilo entonces se desharía

solo...

En cambio, deshacer el otro ovillo tendría mayor complicación. Lo tenía

frente a mí cada día. Había visto cómo se había forjado cada noche con

motitas de polvo sentimentales. Yo sólo buscaba sexo, pero él había decidido

correr más lejos. Yo sólo quería saciar un apetito que se había despertado por

azar. Los orgasmos que no podía disfrutar junto a un cuerpo femenino, los

había encontrado en un cuerpo masculino sin alcanzar a creérmelo del todo.

No dudaba de mi heterosexualidad. O tal vez no dudaba de mi no

homosexualidad. ¿Bisexual? Jamás me lo planteé. Disfruté de aquellos

momentos.

Realmente, fue toda una sorpresa. Nunca imaginé que mi vida podría bucear

en aquellos retozos sexuales masculinos sin que la conciencia me torturase

minutos después. Una noche me encontré disfrutando de aquella nueva

manera de vivir el sexo, y por alguna razón que no llegué a quererme

explicar, continué bebiendo de la fuente. El único inconveniente apareció en

Carlos. La noche que descubrió mi sueño los dos cruzamos la raya, y tal vez

ninguno dio pie para regresar de nuevo al origen. Yo no había perdido de vista

a aquella línea, pero él en cambio sabía que sí. Estaba perdido en su desierto

particular. Y después de dos meses, yo ya dudaba que quisiera regresar al día

antes en el que empezó todo.

En una cama. Allí empezó todo. No sabía el camino ni la manera de andarlo,

ni si me iba a gustar la ruta o el mero hecho de profanarlo, pero cuando aún

116
sujetaba la botella sin tapón él decidió darme un empujón. Puso las dos

palmas de sus manos en el borde de la cama, se inclinó y de repente sus

labios cayeron suavemente sobre los míos. “¿Me gustaba?”.

Fue un beso silencioso,

delicioso, calmado e

investigador. Sin duda,

únicamente fue raro el

tacto de su escasa barba

sobre mis labios. El resto

comenzó a convertirse en

excitante y placentero.

Cada segundo que

pasaba, nuestros labios se

buscaban y pegaban más.

Él me cogió el cabello, los dos sumergimos nuestras lenguas en las bocas con

calma, pero tensos, y poco a poco abandonamos aquella fase de prueba para

adentrarnos sin miedo en un terreno exclusivamente impulsivo. El cerebro

desapareció. Nuestras lenguas se bebieron; nuestros dientes mordían con

suavidad y los labios se friccionaban sin cesar. Y sin embargo, el momento de

mayor excitación me abofeteó en la pausa, cuando nos detuvimos, nos

separamos unos centímetros y nos miramos. El fuego estalló, creció la llama y

los dos nos lanzamos el uno contra el otro como suicidas. La piel se fundió y

extraña y dificultosamente conectamos el uno con el otro hasta que

desgañitado entre sudores, grité lo que dictaba el final de aquella segunda

escena.Tardé en descubrir de la vida de Carlos. Aquella primera noche sólo

117
me dejé llevar, tanto, que diez minutos después, los dos desnudos, mientras

él bailaba con mi pene, y cuando yo aún estaba retorciéndome sobre la cama,

explotó lo que llevaba meses dentro de mí. No ocurrió más aquella noche. Nos

abrazamos, piel con piel, mirándonos, sin decir una sola palabra, sin pensar, y

nos dormimos.

Carlos era albañil. Lo fue en una vida pasada. Me lo contó la noche siguiente,

la que él bautizó como la noche de la virginidad. Así fue. Incluso yo sentí

perderla de nuevo. Sentí que mi pene, al lograr introducirse en él al quinto o

sexto intento recogía otra medalla como desvirgador. La tercera.

Carlos tenía 28 años y me aseguró que jamás había estado con nadie, ni con

un hombre ni con una mujer. Le creí. Además, me permitió ser el líder de

aquella expedición amorosa, lo que agradecí. No sabía si estaba preparado

para acoger su placer. De hecho, era el único papel que deseaba tener en

aquel terreno homosexual. Me sentía igual de inexperto en ambos campos,

pero dirigir el concierto con la batuta no me asustaba.

Carlos llevaba año y medio en el centro psiquiátrico. Tenía brotes sicóticos y

esquizofrenia, me reveló. Un día en la obra perdió los papeles, y atacado por

los nervios arrojó dos cubos de cemento a dos compañeros. Y a un tercero,

que vino a increparle, le tiró de un quinto piso con sólo un empujón. Murió en

el acto. Me confesó todo esto al segundo mes bajo un ambiente embriagador,

sustentado por la marihuana. También añadió que él no recordaba nada de

aquello.

Carlos apenas se relacionaba con dos personas más en todo el centro. Uno era

su médico particular. El otro era Mateo, su mejor amigo y su supuesto

118
contrabandista. Éste era el que le pasaba la marihuana y otros utensilios a

través de un contacto secreto. No me dijo más. Le pregunté si era posible

conseguir alcohol. Carlos sólo negó y me besó. Yo le mimé, le besé más y le

pedí si era posible que yo lo intentara pidiéndoselo directamente a Mateo. Sin

embargo, en ese instante se separó de mí, cambió el rostro y negó con mayor

rotundidad.

-En la puta vida hables a Mateo de nada de esto –advirtió con excesiva

seriedad-. La marihuana no existe, ¿entiendes?

-Perfectamente –respondí confuso.

Él se acercó despacio y me besó, tal vez arrepentido por la refriega verbal.

Traté de volver a hacer una pregunta, pero entonces él levantó su dedo índice

y me lo puso suavemente en los labios. Me agarró la mirada con la suya, me la

hirvió y negó levemente con las pupilas. Sentí demasiado miedo, pero no hice

nada. Sólo permanecí quieto. Vislumbré un nuevo gesto en Carlos. Cambiaba

su rostro por completo. La pasión seguía, pero tras ella podía verse

claramente un brillo distinto. Nunca más volví a preguntar.

Siempre creí que el lado masculino era distinto. Que si había surgido la

homosexualidad en este planeta meramente era para liberarse sexualmente.

Había creído que esa opción sexual venía motivada por la mojigatez

femenina. El hombre buscaba en el otro hombre el sexo rápido y directo, y sin

complicaciones, que negaban tantas mujeres. Tenía claro que dos hombres no

buscaban amor. No lo entendía así. Me parecía imposible.

Hoy sí veo que existe esa posibilidad. Comencé a advertirla la noche que

Carlos comenzó a besarme de forma distinta. Sus besos habían cambiado. Ya

119
no eran únicamente pasionales. Incluso sus caricias. De pronto empezaron a

multiplicarse los mimos después del acto. Poco a poco me incomodaban, cada

vez más. Me alimentaban la ira y empujaban con rabia a levantarme de la

cama e irme a la mía. Nunca lo hice. Ni siquiera cuando me susurraba frases

vacías que él llenaba de piropos emocionales sobre el maravilloso momento

que atravesaba su vida gracias a mí. Su voz era más suave y sedosa. Sonreía

por nada. Pronunciaba palabras que no había oído en la vida, y las lanzaba,

creía yo que con malicia, para clavármelas en el corazón con excesiva

dulzura. Sé que quería despertar mi lado más tierno, pero no sentía nada.

Estando los dos desnudos, viviendo aquel momento, me sacudió un frío y

eterno escalofrío. Me recorrió todo el cuerpo y percibí que mi estómago se

retorcía. Los testículos se me encogieron y tuve ganas de orinar. Me apresaron

las nauseas. Las rodillas me temblaron y supe que era miedo. El hilo ya era

una soga. Y continuar con aquella farsa sexual, cercada por el amor, iba a

alimentar el grosor de aquella cuerda. Y romperlo en ese instante, a

demasiados meses de abandonar aquel centro, suponía un elevado riesgo. No

lo quería afrontar. Mi vida desembocaría en un escenario que no quería pisar

ni vivir. Los focos me quemarían y el público me abuchearía y no descartaba

que el mobiliario cayera sobre lo que iba a ser mi cadáver. Y al tiempo sabía

que, dejarlo engordar y luego huir no era la solución. Aquella noche callé. Y

la siguiente. Y muchas más. Era mi sino. Sin embargo, Carlos decidió dar un

paso de gigante en nuestra historia.

“Y cena con velitas para dos” cantó en cuanto abrí la puerta de la habitación.

Yo había pasado el día entero en la biblioteca, ese espacio que él desconocía

120
y a mí me liberaba. Tenía que reconocer que cada día huía más de él. La

biblioteca se había convertido en mi soledad. Y con todo, mi distanciamiento

no eludía el sexo nocturno. De hecho, sólo era a esas horas cuando

manteníamos relaciones. Rara vez había ocurrido a lo largo del día. Y nunca

fuera de nuestro cuarto. Nadie sabía de nuestra aproximación y contacto

corporal. O eso creía yo.

Me sorprendí. Yo escondía un libro entre mis manos. Carlos lo ignoró. Él, hijo

único, con padres separados y olvidados por ambas partes, sin tener

terminada la que una vez llamaban ‘EGB’, no veía en las letras de los libros

utilidad alguna. Mientras hubiera películas, la lectura podría seguir esperando

dormida y cerrada entre dos tapas duras. Yo en cambio me había vuelto un

adicto a la fuerza. La escena era preciosa. El libro se me cayó de las manos.

El golpe en el suelo fue seco. Abrí los ojos como platos. Examiné la escena de

nuevo, sonreí nervioso y vi cómo Carlos se acercaba feliz. No sé cómo, pero

121
había conseguido velas y fuego. Inaudito. Los platos, vasos y cubiertos eran de

plástico. El menú exquisito. Había gulas al ajillo, jamón ibérico, paté con

tostadas, queso cortado en cuñas y seis langostinos para cada uno. Grandes y

deliciosos. Y junto a todo aquello, lo que me disparó más aún la mirada: Vino.

Una botella parpadeaba en el centro de la mesa al vaivén de la llama...

122
15

La verdad duele

S
ólo pude balbucear. Me agarroté, como un tonto con los ojos abiertos sin

apenas pestañear. Balbuceé de nuevo, pero no conseguí decir nada.

Carlos dio un paso más y se situó a un escaso palmo de mí. Me cogió la mano y

dejó volar sus labios hasta los míos. Seguí inmóvil. Me sujetó las dos manos

con suavidad y me guió lentamente. Cuando quise arrojar mis primeras

palabras ya estaba sentado sobre la silla, mirando a la ventana. Carlos estaba

enfrente, sonriente, sumido en su plena satisfacción. Al observarle, daba la

sensación de no tener problema alguno en la mente. Sólo disfrutaba de ese

instante. Su felicidad plena estaba en aquella mesa.

No sé de dónde, pero alcanzó dos copas enormes de cristal.

-Debo devolverlas intactas –señaló sin desdibujar su sonrisa.

123
-¿A qué se debe? –Acerté a preguntar al fin, mientras Carlos me cedía una

copa y vertía el vino dentro.

-A nosotros –respondió-. ¿No te parece suficiente?

Hundí la cabeza. Zambullí mi nariz en la copa de vino y me concentré en la

mezcla de aromas que embriagaban mi olfato. Él elevó la copa y la inclinó

suavemente hacia mí. Su mirada ardía. Brillaba en aquel ambiente tenue más

que ninguna de las dos velas. Agarré la copa con más fuerza y golpeé la suya

dócilmente. Después la acerqué de nuevo a mí, sintiendo como el borde del

cristal se posaba en la base de mi nariz. Leí la etiqueta de la botella: 'Ramón

Bilbao'. Su aroma me avivó el ansia de beber, y cuando lo hice, el paladar

enloqueció de felicidad. “¿Por qué tragar?”, vacilé. Posé la copa en el mantel

anaranjado de papel. El vino, finalmente, desfiló por mi garganta. El éxtasis

me conquistó, y de repente sentí el calor de sus manos sobre las mías.

124
-Está delicioso –dije con la voz temblorosa y colocando torpemente la

servilleta de papel fuera del plato, a mi izquierda, logrando así separar

nuestras manos.

-Lo sé –afirmó-. Tan delicioso como tú.

Aquel vómito de palabras me dio nauseas. Me asustó. Agaché aún más la

cabeza, sostuve el silencio y bebí de nuevo con media sonrisa. Sin mediar más

palabras, los dos comenzamos a despellejar los langostinos. Él sé que se

detuvo y me miró. Me observaba; me analizaba; me estudiaba con detalle. Yo

decidí evitar sus ojos. Ignorarlos y concentrarme en quitar las últimas

cáscaras que se apegaban con fuerza a la piel del langostino. “¿Cómo había

llegado a esa maldita escena?”, me pregunté mientras masticaba y bebía y

veía que me miraba.

-Exquisito –mascullé- ¿Cómo lo has conseguido?

-Es secreto... –Respondió infantil- Como tú y yo.

-¿Mateo?

-¡Sshh...! –Mantuvo un silencio y tomó mi mano derecha, que casualmente

estaba libre de actividad-. Disfrutemos de este momento. No preguntes,

disfruta.

El tono de voz me tranquilizó. Él se alzó y sin esfuerzo llegó con sorprendente

facilidad a mis labios.

Después del beso la cena fue rápida. Excesivamente silenciosa para mi gusto.

Creo que él la disfrutaba únicamente con cada uno de mis gestos; con los

obligados encuentros visuales. Entre los dos y sobre la mesa seguía firme la

botella, que se aclaró también con excesiva velocidad. Cuando sostenía la

125
última copa, mis párpados barrían mis ojos con elevada frecuencia. Mis manos

limpiaban mi cara buscando la nitidez. Carlos en cambio mantenía los ojos

abiertos, acechándome con la misma firmeza. En ese instante no quedaba

nada en la mesa. Nos habíamos saturado con todos los alimentos,

acompañados por escuetas conversaciones vacías. Un diálogo repleto de

anécdotas sin importancia y recuerdos del día y un pasado cercano. Siempre

sin que nuestras palabras nos transportaran fuera de aquel recinto. Él evitaba

escupir palabras que llevaran a su cerebro a crear imágenes suyas fuera del

centro.

-¿Postre? –Me sorprendió con la copa columpiándose en mis labios.

-¿Cuál? –Indagué alzando la mirada y las cejas, y sin separar un ápice la copa

de mi boca.

-¿Lo dudas? –Jugó.

Se me atragantó el vino. No quería sexo. Lo tenía claro. Iba a evitarlo. Estaba

envalentonado y quería aprovecharlo. Poco a poco, con los dedos temblorosos

posé la copa en el mantel. “No me apetecía sexo”, volví a repetirme mientras

me lamía los labios y trataba de sostener su mirada. Seguía candente.

Esperaba una respuesta que llevara palabras. Pero tardó en llegar.

El sexo con estos preliminares era ‘hacer el amor’. Hacerlo estaba muy lejos

de mis intenciones. Menos cuando en mi cabeza azotaba firme el martillo de

la ruptura. Dolería, pero debía arrojarle la verdad. Sin duda, aceptar sexo

aquella noche era aceptar su juego; su amor; nuestra relación.

-Entonces, ¿Quieres postre? –Insistió.

Tragué saliva, entrecerré la mirada y me concentré en sus ojos.

Repentinamente me puse de pie.

126
-Necesito ir al baño.

Él cambió la mirada, pero no la movió un ápice de mis ojos. Yo sonreí e hice

algo que no entraba en mis planes. Lo hice porque creía que era la única llave

para salir del aquel romántico escenario. Me incliné, le cogí la mano y le besé

con ternura.

-Ahora vuelvo –suspiré.

-Te espero.

Cuando dijo esas palabras ya me había liberado y caminaba hacia los baños

del centro. Por primera vez recorrería aquellos pasillos en estado etílico.

Todo era extraño. Demasiado difícil de comprender. Tenía que apostillar un

plan en apenas dos minutos.

Nunca supe el orden de sus planes. A veces uno planea, otras veces las cosas

surgen y en ocasiones le cogen por completa sorpresa. Siempre creí que Carlos

había organizado la cena mucho antes de que descubriera que yo tenía firmes

intenciones de abandonar el centro. ¿Me equivoqué? ¿Era un puñetero órdago?

La noche me había sumido en un maldito bucle con la locura como única

salida.

Sí sabía que Carlos no quería abandonar el centro, de manera que enterarse

de mi mejoría, incluida la posible cura mental, en absoluto irrumpía en sus

proyectos de futuro, ni a largo ni a corto plazo. Para él, aquello era como si

nuestras vidas se hubieran parado en el tiempo y tuvieran predestinado morir

allí. Él no quería salir de allí porque allí era feliz, libre y valiente. Afuera, sin

127
lugar a dudas, era un preso del miedo. Y enseguida, una irremediable tristeza

le devoraría y obligaría a dejarse devorar por la demencia.

Cuando abrí la puerta de la habitación él no había modificado en exceso su

posición. Uno de los postres lo acerté. En cuanto me acerqué a la mesa me lo

hizo saber al oído mientras me supervisaba su mirada más picarona. El otro no

lo adiviné pero lo descubrí sobre su mano derecha, descansando en

pequeñitas hojitas verdes. A su izquierda, el papel, la boquilla, un mechero y

su nueva navajita plegable con un mango de madera, mucho más útil y fácil

de ocultar. Bebí un trago de vino en cuanto mi culo recuperó la silla. Era el

último sorbo. Se acabó. “Necesitaba un whisky”, deseé.

-Tenías que haber conseguido un licor, un whisky... –solté nervioso.

-Relájate, loco, ahora fumamos, nos relajamos, y luego nos damos el chupito

de adrenalina que necesitamos. Con más alcohol te me dormirías...

Contemplé a Carlos. Liaba un perfecto canuto mientras el eco de aquel mote

seguía resonando en mi cabeza. Hacía mucho que no me llamaba ‘loco’.

Sonreí. En ese instante, las velas casi derretidas sirvieron para encender el

porro. Lo romántico desapareció de un bofetón. Yo permanecía risueño.

Carlos no follaba hasta que no terminaba el canuto por completo. “Tenía

tiempo”, creí.

Sus caladas me daban silencio para pensar. El porro se coló entre mis dedos,

fumé, me mareé y volví a fumar. Lo estaba disfrutando. Se lo devolví. Me dijo

algo que apenas escuché y decidí que no podía pensar tanto, que tenía que

actuar. Si bien, todo se precipitó. La palabra que quería detener el inminente

128
acontecimiento sólo resonó en mi interior cuando sus labios mordieron los

míos y sus manos se posaron en mi trasero.

"¿Me estaba convirtiendo en un verdadero experto en tener que decir adiós?"

Mi vida sobrevivía escalando a la cima de pequeñas emociones sentimentales,

que después yo derrumbaba de alguna manera. Mi vida sentimental cojeaba y

no encontraba el bastón adecuado. Todo el que había utilizado hasta ahora lo

había partido en dos. Una vez más, iba a suceder.

Sin embargo, de todas mis rupturas, ésta sería la más sincera. Al menos por

mi parte. Yo tenía que dar el paso. En otras quizá hubiera sido también el

culpable del roto, pero nunca tuve la voluntad de romper el lazo. Allí, en

cambio, sí. Necesitaba convertirme en el autor de la herida. Anhelaba ser el

dueño de la frase: “Se acabó”. No quería construir una falsa relación

prefabricada sobre una enorme base de mentira. Sentimientos de mentira y

verdad enfrentados sin saberlo. Era una bomba de goma dos alimentándose

constantemente.

Iba a enseñar mis cartas cuando Carlos se puso de pie. Retiró la silla, apagó el

porro sobre el plato y sopló una de las velas para matar su llama. Se pegó a mi

lado. Me giró el cuello y levantó mi cabeza para que los dos nos miráramos.

Me mantuve sentado en la silla mirándole. Tuve ganas de llorar, de que algo

me hiciera desaparecer, pero nada de eso ocurrió. Nos separaba medio palmo.

Yo seguía haciendo trampas con mis cartas boca abajo. En esta ocasión no

podía hacer creer que tenía una mejor jugada y esperar que el contrincante

se retirara. Él no iba a retirarse. No podía vivir aquel amor con todos los

129
ingredientes que conllevaba y esperar a decirle adiós el día que las maletas

me empujaran a la cordura. Era injusto.

Actué. Alcé las cejas, levanté mi cuerpo y mis brazos muertos se hicieron con

un poco de fuerza. Mis dedos apretaron sus hombros. Sus ojos achispados por

algo distinto al alcohol se sorprendieron. Él posó sus manos en mi trasero y me

besó cuando mi primera palabra iba a tocarle los labios. Tuve que pedirle una

pausa retirándole dócilmente. Posé mis manos bajo sus orejas y le pedí que

me mirará sin decirle una sola palabra. Lo hizo. En un primer instante dibujó

media sonrisa. Luego torcería el gesto.

“Era mi momento”, me repetí. “¡Dilo!”.

Quería hablar mirándole pero no podía mantener su mirada. Me dolía, y él lo

notaba. Los latidos de mi corazón tronaban en la habitación. Mi respiración

volaba incómoda en las idas y venidas, y me ahogaba. Me asfixiaba de miedo.

“¿Por qué? Pánico de una relación, ¡qué absurdo!”, pensé.

-¿Qué pasa, Sergio? –Se adelantó sobrio.

Reí al oír su voz. Me balanceé, caí de nuevo en la silla y reí a carcajadas. La

maría parecía aturdirme, y pensar que iba a tener que pedirle a un hombre

que dejara de besarme me resultó demasiado gracioso. Mi cuerpo de pronto

se acuclilló en el suelo. No podía parar de reír. Levanté los párpados y me di

cuenta que me encontraba a la altura de su pene. Me visualicé comiéndole la

polla y la risa estalló de nuevo dentro de mí.

-Sergio –dijo.

Los ojos se me cerraron solos y mi boca mostraba su posición más amplia

mientras lanzaba constantes carcajadas imposibles de parar. La potencia se

multiplicó y entonces tuve que abrazarme el estómago.

130
-¡Sergio! –Gritó.

Tardé segundos en percibir sus palabras posteriores. Lo hice cuando él,

rabioso, me cogió del pelo con una mano y de la axila con la otra para

ponerme de pie. Yo tenía lágrimas en los ojos, la piel del rostro rojiza y los

labios aún ebrios de felicidad. Mi respiración continuaba acelerada. Él seguía

con el gesto agrio. Necesité un pequeño lapso de tiempo para reparar en su

estado, pero cuando nos volvimos a mirar, yo descubrí que él también lloraba.

-He dicho que tengo que decirte que nunca te vas a ir de aquí. Eso era lo que

celebrábamos hoy. Me enteré la semana pasada. Quieres irte, pero no

podemos. Quería que supieras que eso es imposible –recitó de memoria

retirándose las lágrimas con su mano derecha.

Mi cuerpo tembló. Fue un bofetón inesperado. Me debilitó totalmente. De

hecho, no podía digerir las palabras que me estaban mordiendo el estómago.

Cada letra era una maldita piraña hambrienta comiéndome por dentro.

¿Dónde estaban mis fuerzas?

-Lo siento, Sergio, pero estate tranquilo, tengo contactos y aquí viviremos

bien. Sabes que no podemos vivir fuera de aquí. No soy capaz...

-¿Qué dices? –Le empujé y conseguí separarme unos pasos. No quería sentir su

contacto.

-Sí, sé que querías que iniciáramos una vida juntos afuera, en la calle, pero

mi vida, la nuestra estará aquí siempre. Conseguiré todo lo que deseas, ¿no lo

has visto? –Señaló a la mesa y volvió a retirarse más lágrimas-. No necesitamos

irnos fuera, yo...

-¡Cállate! –chillé enajenado-. ¡No tienes ni puta idea! ¡Estás loco!

131
-Y tú, cariño. Los dos lo estamos. Locos, enamorados. Juntos viviremos

nuestro particular...

-¡Cállate, Carlos! ¡Cállate ahora mismo, por favor! Tú y yo no somos nada

juntos, ¿entiendes?

El rostro de Carlos enmudeció por primera vez. ¿Encontré la formula? Los

nervios me dominaban. La enajenación dominaba mis actos, mis palabras.

Sentí ganas de huir. Saltar por la ventana, correr y atravesar todo el jardín,

trepar la valla y correr hasta no tener una gota de fuerza; hasta caer

exhausto; muerto. Alguien tenía que sacarme de allí.

Aquella noche supe que mi cordura estaba más presente que nunca.

-¡Me voy! –Me liberé pero sin dar un paso.

-¿Adónde? –Preguntó de inmediato- No puedes irte, cariño. Estás borracho.

Estamos aquí para siempre. Tenemos que hacer el amor, terminar nuestra

cena. ¡Bésame! –Dio un paso hacia mí- Que más da allí fuera que aquí. El amor

no entiende de escenarios. Es nuestro amor, nuestro mundo...

Temblaba. Seguía petrificado. No estaba escuchando aquellas palabras. ¿O sí?

A dos pasos, lo suficientemente lejos de él y no me sentía cómodo ni seguro

todavía. El paladar se me estaba secando y me faltaban fuerzas para escapar

de aquella habitación.

-No te puedes ir, aún tenemos que celebrar que nos queremos... –Continuó.

Fue aquella frase la que detonó mi paciencia, e hiriente y sin pensarlo dos

veces descargué mi verdad sobre él.

-Carlos, yo no te quiero. Lo siento, pero no te quiero hoy, nunca te quise y

nunca te querré.

132
Las palabras me vaciaron. Sentí flotar. La libertad saltó sobre mí para

abrazarme. Sin mantener un segundo aquella tensión, me giré, le perdí de

vista y caminé hacia la puerta. Puse la mano en el pomo y aunque oí sus pasos

acercarse ya nada iba a detenerme. Sin embargo, una vez más me equivoqué.

La debilidad me cazó de repente. Era un pellizco, como un mordisco. Era una

lágrima lamiendo una herida en mi corazón. Como si las uñas de sus finos

dedos me hubieran rajado la piel y la hubieran abierto por completo. Esa

herida lloraba. Mis

rodillas flojearon. Caí,

y el frío metal siguió

ardiendo dentro de mí.

Me había acuchillado

por la espalda y no

podía creerlo. ¿Iba a

morir?

Sus últimas palabras

aún resuenan en mis

sueños.

-Siempre estarás

conmigo.

133
16

Mordiendo mi propia pesadilla

T
odo lo recuerdo como un sueño. Años después, incluso, me aseguraba

que todo lo que ocurrió aquella noche fue un puñetero sueño. Una

pesadilla que trato de olvidar, y que sin embargo, me es imposible. Cuando

desnudo, en la ducha, el agua cae sobre mi piel, siento escalofríos al notar

que las gotas acarician la cicatriz que me dejó su navaja. Muero de dolor,

sicótico tal vez, si la esponja roza la herida. Es una pequeña línea de cinco

centímetros que yace en mi espalda. Parece que bajo mi piel hubiera

excavado un pequeño topo. Aquella noche me bebí mi propia medicina.

134
La desesperación la entiendo. Ver que la persona que más quieres huye. Ver

que no tiene palabras. En muchas ocasiones, no hay frases precisas, ni

sentimientos que puedan evitar su marcha. Tampoco hay tiempo para hechos

que logren convencer a la pareja a no abandonar el nido. En ese instante, el

ser humano suele retroceder a una remota prehistoria y desenfundar el animal

que lleva dentro. Y es el hombre en la mayoría de las ocasiones. Cegado por

el amor, y con el cerebro completamente desenchufado, la violencia se hace

fuerte en él y eyacula con rabia como último intento de retención. Cada

golpe, patada o puñetazo, cada cuchillada, cada bofetada, cada gesto de

odio, engorda aún más el adiós definitivo. El final.

Mis lágrimas escupieron por el miedo. También por el fuerte dolor que me

pellizcaba en la espalda con cada uno de mis resoplidos inquietos. De rodillas,

frente a la puerta, y con mi mano derecha soltándose del pomo por falta de

fuerzas y dirigiéndose a tapar mis ojos y frente, creía morirme. Fruncía el

ceño, apretaba la mandíbula, y por enésima vez en mi joven vida rogaba a

Dios que me ayudara. Deseaba desaparecer, pero nadie actuó y emprendí un

corto camino por la primera tortura de mi vida.

Tal vez sólo fueron cinco minutos, pero yo creí que aquello era la eternidad.

Sin duda. Esencialmente, cuando volví a tropezar con su mirada y sus labios

sangrientos tocaron los míos. La eternidad era dueña y señora de aquella

escena. No veía el final por mucho que pensara en él y lo imaginara. Recuerdo

que me oriné encima preso del pánico, y que vomite poco después de que sus

labios volvieran a tomar una leve distancia. El pánico me mordió con ira y me

contagió con su veneno cuando vi que él ni siquiera pestañeó durante mi

135
vómito. Sonrió y me acarició la cabeza. En ese momento tuve la certeza de

que jamás daría un paso más en mi vida fuera de aquella habitación.

Antes, el ardiente metal se había avivado dentro de mí. Había jugueteado

dentro de mí. Fueron segundos, pero los recuerdo con tan sumo detalle que

me asusta. Cuando llegó el momento de abandonar mi piel, él lo hizo con

suavidad. Tuve el recuerdo de una penetración sexual. Como si él retirara su

pene del interior de mí, justo después de eyacular. La sacó con cuidada

calma, sintiendo cada uno de los milímetros de la piel que había usurpado, y

siempre a idéntico ritmo lento hasta conseguir la liberación. Acto seguido, mi

espalda escupió sangre, y su brazo sin arma se posó en mi hombro.

-Aún queda el postre –musitó girándome la cabeza desde la barbilla-. ¿Te lo

quieres perder?

Mi corazón continuaba a un ritmo vertiginoso. Deprisa, asustado por la herida

abierta en su castillo de piel. Traté de levantar la mano para aferrarme de

nuevo al pomo de la puerta. También quise gritar, pero me sentía afónico.

Seco y sin fuerzas. La espalda me aguijoneó cuando mi codo superó la altura

de mi cuello. Carlos optó por voltearme, sin mimos ni cuidado. De nuevo mis

ojos se enfrentaron a la mesa de la cena, a él, a nuestras camas, a derecha e

izquierda, y al jardín invisible que imaginaba ver a través de la oscura

ventana. Lo sentía apacible, durmiendo bajo un cielo ligeramente estrellado

en aquella noche sombría. La luna torcida y escuálida y el cinturón de Orión

eran las únicas luces protagonistas allí arriba. Y yo las quería ver. Abandonar

aquel cuarto y sentir la humedad y el frío del jardín en la soledad. Sin

136
embargo, mi futuro inmediato real iba a ser muy distinto. Estaba a punto de

ser besado y apenas lograba sostenerme de rodillas.

Cada segundo, más húmedo. La sangre mojaba ya mis pantalones y hacía

gotear mi camiseta. Carlos sujetaba el cuchillo con su mano derecha, con la

mirada vacía, pero fija en mis ojos. Lentamente se acercó la navaja a los

labios. El filo se posó en sus labios y mi sangre se empapó con suavidad por

toda su sonrisa.

-Tú y yo hace tiempo que somos lo mismo y no lo sabes. Debería habértelo

dicho...

-Ayúdame –rogué sin apenas vocalizar-, me muero, Carlos.

Me sentí estúpido soltando aquellas palabras, pero eran ciertas. Él no me

escuchó. Saboreó un poco más mi sangre de la navaja y prosiguió.

-Nuestra sangre, en cierto modo, es la misma. Cuando uno está enamorado

ambas se funden. Son distintas pero tienen algo en común. Estamos unidos

aunque no quieras asumirlo.- Se arrodilló y quedó a la altura de mis ojos- Tú

te mueres cada día, y no por la herida de esta noche, cariño.

-¡Estás loco! –solté histérico y afónico.

137
-Yo, y tú. Los dos lo estamos. Y vamos a morir juntos. Es nuestra única salida.

Es la única solución. Debes aceptarlo. Enamorado y haciendo el amor se

camina mejor hacia la muerte. –Quedó a un palmo de mí sin que yo pudiera

evitarlo y concluyó- Yo te quiero, Sergio, y tú deberías aprender a quererme

porque siempre estarás conmigo.

Con los puños cerrados, sin moverme para evitar las punzadas de la herida, él

completo la pequeña distancia que restaba entre ambos y posó sus labios

sangrientos en los míos.

Nunca supe si iba a morir desangrado o de la mano directa de Carlos, al que

imaginaba retomando la violencia y convirtiéndome en un colador humano. No

dudaba que sí él me mataba moriría conmigo. En cambio, sí dudaba qué

ocurriría si moría desangrado allí en la habitación o de camino al hospital.

Quería saber el final de aquello, y sin embargo, no tengo recuerdos. Me es

imposible relatarlo. Sí me alivia saber que, matemáticamente, Carlos no pudo

violarme. Sí sé que después del beso él quería que hiciéramos el amor. No le

importaba mi agónica situación. Tras vomitar, él sonrió, me limpió la barbilla

y cogió mi débil mano izquierda. Él ya se había desabrochado los botones del

pantalón. Sentí su pene erecto bajo los calzoncillos. La escena comenzó a

nublárseme. No tenía fuerza en ninguna parte del cuerpo. El sueño me

estrangulaba. Los párpados se me hundían constantemente. Quería tumbarme

y dormir. Y ni siquiera así me iba a sentir descansado. Carlos seguía a la

misma distancia, si bien, yo comenzaba a verle cada vez más lejos; se alejaba

y se emborronaba. Mi mano sí seguía allí tratando de masturbar. Muerta,

pegada a mi brazo, que se alargaba a mis ojos como si se tratara de plastilina.

138
Su erección continuaba. Él me guiaba... Pero de pronto, mis ojos huyeron, mi

cuerpo fue derrumbándose hacia atrás y desparecí de allí.

Son varias las versiones de mi final. Como una serie de televisión. No sé si aún

hoy he escogido alguno. Extrañamente, me gusta la que cuenta que Carlos

salió gritando de mi cuarto, me cogió por los tobillos y me arrastró desde la

habitación hasta el final del pasillo de las habitaciones dejando tras de sí un

desigual riachuelo de sangre. Diez minutos después estaba en la enfermería y

media hora más tarde en el hospital. Sin embargo, no puedo creerme la

primera parte de la historia.

La segunda versión es similar, pero más verosímil porque mi cuerpo no se

movió del cuarto. Otra persona añadió que Carlos trató de suicidarse cuando

lo separaron de mí. Hubo demasiados bulos. Incluso llegó a decirse que los dos

habíamos aparecido muertos en

la habitación y que el centro lo

ocultaba. Era fácil apoyarse en

esa teoría. Yo sólo regresé a

firmar unos documentos y para

recoger algunas de mis cosas.

Mis padres habían solicitado el

alta voluntaria. Sólo necesitaría

una entrevista semanal hasta el

alta definitiva. De Carlos no

supe nada hasta un mes

después.

139
Tenía la boca seca cuando desperté en el hospital. Estaba desorientado,

asustado. La presencia de mi madre, seria, llorosa y triste no me relajaba. Al

ver mis pupilas en movimiento, ella se acercó apresuradamente. Olí su

peculiar e inconfundible perfume francés mezclado con el aroma de su

maquillaje. Rompió a llorar cuando se sentó sobre la cama, posó su mano

sobre la mía y me besó en la mejilla. Sentí que con la otra mano me tocaba

las piernas. Me alivié.

-¡Te quiero, hijo! ¡Vaya susto nos has dado!

Mantuve el abrazo que de improviso tenía encima, quieto, tratando de

recordar y volviendo a sentir cada una de las partes y funciones de mi

organismo. Quise tocarme la cara. Lo conseguí cuando ella volvió a separarse.

Tenía barba, pero poco más que la noche de la cena. Volví a observar a mi

madre. Se secaba las lágrimas. Me miraba.

-¿Papá? –Pregunté.

-Trabajando.

-¿Qué hora es?

-Las diez, de la mañana... –Puntualizó.

-Y... ¿Llevo muchos días...?

Se separó de mí y fue a buscar una silla. La puso al lado de la cama. Esta vez

no me cogió la mano. Mantuvo la distancia. Se quedó sentada a medio metro,

mirándome, con sus manos anilladas sobre las rodillas.

-Llevamos toda la noche contigo. ¡Qué susto nos has dado! Papá tuvo que irse

temprano, ya sabes, trabajo.

-Lo sé.

140
Llegó el silencio. Tenía tiempo para pensar, pero no lo hice. Los dos

examinamos la habitación. Yo por primera vez, ella por enésima vez. Después

volvimos a mirarnos. Me sonrió, yo dibujé una leve mueca de resignación y

bajé la cabeza.

-Todo esto es culpa mía –irrumpió de pronto.

-Déjalo, mamá. ¿Se puede poner la tele?

-Nunca debí darte nada, nunca debimos... Papá se empeñó.

-¡Déjalo! –Me enfadé- Sólo ha sido un susto, tú lo has dicho, ¿no? Miremos

hacia delante.

Decidí ponerme a buscar la forma de encender la tele. Necesitaba una tercera

voz que rompiera el silencio que vivía bajo nuestra conversación.

-No, cariño, no lo dejo. Hemos hecho lo que en cierta manera tantas veces te

echamos en cara.

Detuve mi búsqueda y la miré de nuevo. Giré el cuello y sostuve mis ojos en el

punto exacto en el que habían nacido aquellas estúpidas palabras. No podía

creer lo que oía. Sí de papá, pero jamás de ella. Y escupía aquellas sandeces

sin mover un músculo de su cuerpo.

-No te castigues, mamá –Quise zanjar

-Sí, me castigo, y tú deberías hacerlo también. Quizá así nos ayudarías a todos

a enderezar nuestras vidas.

-¿Castigarme? ¿Yo? ¿Lo dices por lo de Jon? ¡No fastidies, madre!

-Pues sí, por lo de Jon –replicó sin alzar la voz.

-Lo de Jon no tiene nada que ver con esta puta mierda. Fue un puto

accidente, ¿entiendes, mamá? Os lo he dicho a papá y a ti miles de veces.

141
Igual no lo queréis entender, pero eso no es mi problema, ¿vale? ¡Superarlo

ya, coño!

La explosión de mis palabras dejó una calma absoluta. Fue una bofetada del

revés inesperada para ella. Sabía que aquella era la voz de mi madre, pero sin

duda, las palabras tenían la firma de mi padre. Ella reanudó una leve llorera

que se secó con un pañuelo de seda beige. Yo giré la cabeza hacia el otro

lado. Oí que se levantaba. Creí que se marcharía. Erré. Oí los pasos. Vi la

sombra. La vi a ella y vi que me tendía una hoja sobre las sábanas. Era sobre

mi estado de salud. La pesadilla aún quería darme un último mordisco.

142
17

Descubriendo la realidad

L
a primera vez que volví a dormir en casa, no dormí. Me tumbé en la

cama, miré al techo y pensé en el cambio que había dado mi vida en

menos de un año. Busqué los motivos, pero no los localicé todos. No encontré

tampoco las razones. Tuve tiempo suficiente para buscarlas, pero me perdía

en reflexiones que no me ayudaban a descansar. Había dormido mucho mejor

en el hospital, junto a mi madre. No hubo día que despertara sin su presencia.

Por la noche dormíamos los dos, o eso creía yo. Yo en la cama, ella sobre dos

sillas. Por el día hablábamos sobre todo lo que nos inspiraba la tele; noticias

143
del mundo y España, política, chismes y pequeños comentarios relacionados

con la ficción. Lo demás era tabú. Las miradas lo decían todo.

Era difícil olvidarme del olor de Carlos. Olvidar su mirada me era imposible.

No necesitaba cerrar los ojos para verla. De nuestras noches tampoco me

olvidaba; su risa, su marihuana, su andar, el tacto de su piel, su desnudez, la

manera de excitarse, correrse, la forma de su pene. Trataba de olvidarme de

aquello. Pero nunca algo me había sido tan difícil. Me golpeaba

incansablemente en los pensamientos. Yo trataba de dibujarme un futuro

mejor, de establecerlo como única prioridad en mis ideas, pero siempre

acababa naufragando en la herida que aún me atormentaba al descansar sobre

la cama; más si cabe en mi cama. Deseaba enderezar mi vida, terminar mis

estudios de informática, trabajar, poder volverme a correr una fiesta con los

amigos; mis amigos, y follarme a una tía hasta la extenuación. Sólo quería a

una chica desnuda entre mis brazos. Sus piernas abrazando mi cintura y las

mías la suya. Su coño y sus tetas y labios, todos para mí. Los de arriba y los de

abajo. Nada más. No quería hablar con ella, sólo deseaba follármela. Me daba

igual cómo fuera. Sentir el sexo apegado a mí. Meterla hasta al fondo y

eyacular. Una y otra vez. Y luego me gustaría follarme a otra distinta, y

después a otra, y finalmente a otra más. Quería que con todas fueran polvos

salvajes. Que me hirieran la piel, me arañaran, me desgarraran la garganta y

enrojecieran el capullo hasta que no pudiera soportar la mínima fricción.

Anhelaba sentir ese segundo en el que el cuerpo quedaba agarrotado y

desencajado hasta el límite para poder estallar de placer; que los dos nos

sumergiéramos en ese temblor, tocando fondo; el clímax. Y al final, notar que

los dos caemos poco a poco en la relajación más profunda. Necesitaba lamer

144
unos pechos, succionar cien coños, beber su vida. Necesitaba el sexo

femenino pidiéndome más y reafirmar mi heterosexualidad.

Lo pensé la primera noche que dormí en mi casa pero no dormí. Cuando

terminé de masturbarme por tercera vez eran las cuatro de la mañana. Hacía

mucho que no me masturbaba solo. Hacía más tiempo que no sentía ese deseo

pasional y sexual hacia un cuerpo femenino. Una mujer. ¿Cuál? En aquellos

momentos me era fácil excitarme con cualquiera. Sólo quería meterla y

quemarme con el ardiente calor de una vagina. Necesitaba sentir la piel de

ella por dentro, sin preservativo.

Antes de levantarme de la cama, porque la luz ya entraba por la ventana, me

masturbé otra vez. Apenas unas gotas de semen cayeron en las sábanas. ¿Qué

me estaba pasando? Y el sueño no llegó.

Volver a desayunar leche con

colacao en la cocina de mi

madre, en la misma silla de la

cocina que me vio crecer me

provocaba excesivos recuerdos.

Me resultó más extraño de lo

que preveía. Estaba

absurdamente feliz por el

absurdo hecho de poder volver

a desayunar en mi taza. Con

cubiertos de verdad. Estaba

feliz porque la tele de la

145
cocina me recordaba a un pasado distinto y mejor. Y porque mi madre me

cuidaba como a un maldito rey de Arabia. ¡Jamás había visto tanta bollería

sobre la mesa! Mucho más feliz. La libertad había vuelto a mi vida. Además,

tenía una segunda oportunidad, y mi futuro inmediato iba a alejarse mucho

del pasado reciente. Quería empezar de cero más que nunca y olvidarme de

todo.

-¡Vamos, hijo! ¡Aligera! –gruño mi madre mientras fregaba y recogía la mesa-

Tenemos que estar a las once en punto.

-Voy. Tranquila, mamá.

El colacao reposaba aún caliente en la taza. Era lo más delicioso que había

probado en demasiados meses y no quería ver que se terminaba. Bebí un

sorbo y decidí untar y comerme una nueva mantecada. La mordisqueé y

mastiqué con suma pausa. Ni punto de comparación con las secas magdalenas

que cada mañana servían sin éxito en el centro. Sonreí comiéndola.

Estúpidamente reí. ¿Era aquello lo que me estaba evidenciando un mejor

porvenir? Algo había cambiado sin lugar a dudas, y seguro que el cambio iba a

progresar aunque en menos de una hora tuviera que regresar al escenario de

mi pesadilla. La habitación de la cena romántica más surrealista de mi vida.

-Te has levantado con apetito...

-¡Ajam! –dije con la boca llena.

-Vístete y vamos –pidió.

Terminé el colacao, di la taza a mi madre y camine en calzoncillos, descalzo y

despeinado hasta mi habitación. Allí tenía toda mi ropa; mucha ropa. Y

muchos más recuerdos. Laura seguía intacta en la pared en forma de

fotografía. Demasiado guapa para mí. Excesivamente dolorosa su sonrisa. La

146
fui arrancando poco a poco de la pared, la rompí en cuatro pedazos y dejé

que se olvidara en la papelera vacía. También había regalos. Mis notas seguían

intactas, y varias cartas y postales. Éstas se acumulaban en el escritorio.

Todavía no las había abierto. La mayoría de mis amigos. Ninguna de Laura.

Una de Leticia, pero no decía nada interesante. “Espero que te pongas bien

pronto y podamos tomar un café”. “Yo espero volver a follarte pronto en esa

bonita bañera que tienes...”, pensé entre dientes sonriendo. Me sentía feliz.

Mi ordenador seguía intacto, tal vez algo más sucio. Lo encendí mientras me

vestía. Quería averiguar si alguien le había metido mano. Al menos a primera

vista lo iba a descubrir. Mis padres eran demasiado torpes. Sin embargo, no vi

nada anómalo en el tiempo que tuve.

-¿Ya estás con el trasto ese?

Mi madre estaba preparada por completo, con las llaves del coche colgando

de su dedo izquierdo y el bolso firme sobre su hombro derecho.

Excesivamente elegante. Con pendientes, maquillada, repeinada, una falta

morada y una blusa negra con ribetes bordados a juego. Iba de domingo. Yo

de martes.

-Voy.

La primera frase de la responsable del centro no fue original. Se acercó, me

acarició la cara y preguntó, “¿Qué tal?”. Su voz salió con mayor cantidad de

aire que sonido y tintineó en el ambiente demasiado maternal. Afirmé con un

“bien” escueto y también escasamente original. Sin permiso utilicé la silla

que quedaba frente a su mesa. Mi madre optó por recibir su aprobación, y

mientras esperaba, me miraba con desaprensión, regañando mi actitud.

147
-De verdad, que desde el centro todos sentimos mucho lo ocurrido. Jamás

había sucedido nada igual. -La disculpa la soltó mientras regresaba a su silla,

junto a la ventana.

-Lo importante es que él está bien y se haga justicia –intervino mi madre

clavándome la mirada con una amplia sonrisa-. ¿Verdad?

Afirmé suavemente. Esperé callado a que llegara algo interesante que

escuchar o rebatir. Intuyo que durante varios minutos hubo un diálogo vacío

de interés como los muchos que hay en este mundo. No obstante, ellas sí

parecían abstraídas en sus palabras. Incluso derrochaban entusiasmo. De

pronto, mi nombre sonó y me involucró en la conversación sacándome de mis

pensamientos; de mi silencio. Volví a levantar la cabeza, la mirada, sonreí a

Raquel, miré de reojo a mi madre y lancé un escueto “¿sí?”.

-La habitación está completamente recogida y tus cosas casi listas. Puedes ir

cuando quieras. –Debió de repetir por el tono en que lo dijo.

-Ve, anda –me animó mi madre.

-Sí, vale, -acepté.

Clavé las palmas de mis manos en los bordes de la silla. Apreté. Hundí las

uñas en la parte inferior de ésta y noté cómo el paladar comenzaba a

secárseme a una velocidad vertiginosa. El cuerpo se me agarrotaba y el

corazón me empezó a latir más rápido por la falta de oxígeno. -Ve, cariño –

insistió mi madre.

Giré la cabeza y volví a asentir con una mirada difícilmente amistosa. Y no me

pregunten por qué, pero esperaba que mi madre me acompañara. No por

miedo, más bien por ayuda. Quería que me ayudara a recoger las cosas. “Me

engañaba”, pensé. Sabía que me mentía. Su presencia a mi lado me permitiría

148
alcanzar un mínimo de calma, la que ahora no veía ni de lejos. Esa calma era

un punto borroso en el infinito. Ni siquiera imaginaba.

-Voy, mamá –articulé con una sutil molestia.

-Yo me quedo comentando unos asuntos con Raquel, ¿vale?

Miré a las dos. Aún esperé unos segundos por si emergía la pregunta, pero

nunca llegó el “¿Quieres qué te acompañe?”.

El silencio se perpetuó durante los últimos segundos que estuve en aquella

sala. Ninguna de las dos puso una palabra en sus labios hasta que no cerré la

puerta por fuera. Tal vez Raquel no entendía de psicología, o quizá aquello se

trataba de una prueba más. El examen que tenía enfrente me exigía conseguir

pisar la escena que podía haberse convertido en mi fin. Apenas dos semanas

después. No sé, ni siquiera aún hoy, si aquello fue una buena actuación. Yo

sentía pánico. Si bien, no supe del pavor hasta que ella me dijo que fuera a

por mis cosas. Arrastré la silla para romper el sosiego. Me puse de pie con

torpeza y percibí que mis rodillas temblaban. Era verdadero terror. No quería

ir. Ellas lo tenían que saber, pero ellas callaban. Yo callaba. Y tras girar mi

cuerpo, caminar y abrir y cerrar la puerta, inicié con firmeza el camino que

me llevaba de nuevo a mi peor pesadilla. No sabía siquiera si iba a llegar,

pero me dirigía hacia allí.

Analizaba con detalle cada uno de los pasos que me acercaban a mi

habitación; nuestra habitación. Sabía que Carlos no estaba, pero sin saber el

motivo crecían mis dudas. Creía que en cualquier esquina iba a aparecer con

su andar torpón, su mirada fija y lenta, y su sonrisa bobalicona diciéndome,

149
“¿Qué tal todo, loco?”. Nadie apareció. Ni siquiera me crucé con los

cuidadores del centro. Nadie. Como si lo hubieran vaciado para mí.

A escasos cien metros de la puerta me detuve. Busqué restos de la supuesta

mancha que había dejado mi sangre. Sin embargo, el pasillo aparecía

impoluto. Reanudé mi marcha, miré el reloj del móvil y recordé que en

aquella planta era la hora de la gimnasia. La soledad me intranquilizó más. Me

invadió el miedo cuando la puerta estuvo a la vista. Me obligué a detenerme.

Desconfiaba, cada vez más, de la soledad de aquella habitación. ¿Esperaba

hallar algo más además de mis cosas? ¿A alguien? Era absurdo. Sabía que no,

pero la ansiedad había debilitado mi certeza.

La puerta de la habitación 017 parecía enorme en aquel pasillo. Los números

en color beige me parecieron incluso diferentes. Más tétricos. Jamás me había

fijado en ellos. Miré a la derecha e izquierda y me distancié para contemplar

la puerta. Nunca antes me había planteado lo que suponía abrir una maldita

puerta. Nunca me había aterrado tanto. ¿Por qué? Lo que podía haber al otro

lado no era nada, y cada segundo que lo pensaba la dificultad me era mayor.

Di tres pasos, y decidí pegar la oreja en la madera de aquella puerta. ¿Oía

silencio? Mi corazón me golpeaba el pecho con tanta fuerza, que no conseguía

oír nada. Cerré los ojos y sentí cómo mis dedos temblaban contra la puerta.

Tenía tantísimo miedo de repente, que no podía escuchar más que el vivir de

mi cuerpo.

Volví a distanciarme. Volví a vigilar. ¿Por qué era tan gilipollas? "¡Nadie iba a

estar esperándome allí dentro!", me grité. Y menos aún la persona en la que

estaba pensando constantemente. Necesitaba afrontarlo. Abrir la puerta,

150
recoger mis cosas y dar un portazo para siempre al pasado; a lo que sucedió

aquella noche. Había un futuro y yo tenía que tomar las riendas.

Opté por dejar de pensar. Me quité la puerta de los ojos. Me agaché, me

escondí en mí mismo y conté hasta cinco. Ni despacio ni rápido. A un ritmo

constante y decidido. No podía volver con mi madre como un maldito niño

cobarde sin mis cosas. Era un paso atrás respecto a mi libertad. Me levanté y

caminé veloz hacia la puerta. Fueron tres pasos. Mi mano derecha se estiró,

apreté el pomo con fuerza, frío, lo giré y abrí. La habitación descansaba en

paz tal y como la había conocido. Sin embargo, de pronto me atizó con furia

la última imagen que tenía de ella. Su mirada en el centro, su aroma, la tenue

luz, su respiración vibrando y mi dolor adentrándose en mí hasta paralizarme

los huesos y la conciencia. Pestañeé y volví a visualizar con detalle lo que en

realidad había allí. Quería convencerme de que estaba solo. Sin él.

151
18

Libertad atada

A
parecía frente a mí. Con el cuchillo en la mano, sonriente. “¿Qué tal

loco?, ¿Has venido a por el postre?” Veía la escena con total nitidez. La

sentía, palpaba y temía. Mi mente me la hacía experimentar. Yo me la estaba

bebiendo; saboreando. Me era imposible deshacerla. Y por un lado, tampoco

quería. Era él y yo. Los dos enfrentados, y aunque aterrado, deseaba atacar y

saldar cuentas. “¿Deseaba su muerte?”, vacilé. La venganza tal vez. Y no sólo

por la cicatriz perenne que se amoldaba aún en mi espalda. Quería que

pagara el importe por la herida que latía en mi vida. No iba a ser fácil la

venganza, ni la manera concreta de realizarla.

Sé que la histeria me atraparía... No lo dudaba. Si lo tuviera delante de mí

realmente no sabría cómo actuar. Improvisaría. La violencia me conquistaría.

152
Y repentinamente me vi inmerso en una película. La rodé en mi mente y

corregí mis actos cuando no me gustaban. La ficción me obligó a salir a escena

y actuar. “¡Acción!”, grité. Corrí, salté sobre él y le aticé un puñetazo entre

los dientes. Me excitó su sangre correteando entre sus encías. Luego le golpeé

en la nariz. Un rojizo riachuelo le encharcó el rostro. Me dio asco. Sufrí

náuseas. Quise vomitarle encima, pero no lo hice. Quise morderle el labio y

arrancárselo. Tragármelo. Incluso en pleno estado de rabia, soñé con besarle

y morderle la lengua cuando me la metiera hasta la campanilla, algo que

siempre solía hacer. Me dejé besar, y entonces, mi trampa dental se activó y

apretó sin piedad hasta sentir que se partía en dos. No pude cogerle del pelo,

así que decidí atrapar sus minúsculas y ridículas orejas. No le veía llorar, así

que escupí directamente a sus ojos. No le veía sangrar todo lo que quería, así

que hinqué mis uñas en su cuello hasta ver que la piel se desgarraba y las

gotas de sangre desfilaban suavemente para esconderse bajo su camiseta. Y

cuando sólo me quedaba cortar por lo sano su vida, mi rodilla se hundió entre

su entrepierna, golpeó y yo

me fui con media sonrisa. Era

el definitivo ‘The End’. No

quería ver su muerte. Su mala

vida se encargaría de tal

honor.

Tardé unos minutos en

desaparecer de la ficticia

habitación. Fue como si me

153
hubieran soltado de un avión. Cuando choqué contra el suelo, mi cuerpo

despertó por completo. Resucitó. Estaba allí, en soledad. La habitación

estaba intacta. Tal y como la había visto por primera vez. Di dos pasos, tres y

un cuarto. No había nadie. Lógico. Sin embargo, no me entretuve. No me

detuve en detalles. Recogí mi ropa, que ya casi estaba preparada en mi

maleta. Guardé varios de los bolígrafos que utilizaba, dos cuadernos y tres

libros de la biblioteca que, como no habían retirado del cuarto, tomé

prestados para siempre. Además, me llevé ‘Azul casi transparente’ de Ryu

Murakami, un pequeño libro que Carlos me había regalado y se había

convertido en mi obra de cabecera; mi lectura nocturna.

Recorrí el pasillo veloz, como si me persiguieran. Únicamente me crucé con

dos asistentes que rehusaron saludarme. Me miraron en dos ocasiones, de

manera intermitente e intercalando susurros. Sonreí y seguí avanzando

obviándolas. Mi madre permanecía en el interior del despacho de Raquel. En

idéntica posición. Las dos debían de continuar conversando. Di dos golpecitos

en el cristal de la puerta y entré sin esperar una respuesta de aceptación.

Pese a esto, las dos se asustaron. Las dos se recolocaron en sus asientos en

cuanto notaron mi presencia. De inmediato, mi madre se levantó. Su rostro

denotaba enfado. Su piel aparecía acalorada y con una postiza sonrisa, como

si dos hilos estiraran de los codos de sus labios. Raquel puso un gesto casi

idéntico pero más comedido.

-¿Pasa algo? –Pregunté.

-Nada, hijo. Nos vamos ya. –Tendió la mano a Raquel y ella la aceptó- Muchas

gracias por todo lo que han podido hacer.

154
La ironía, una receta frágil en mi madre, abofeteaba sin disimulo en el tono

de cada palabra. “Lo siento”, oí musitar. Raquel se levantó para darme dos

besos. Lo hizo y nos fuimos. Todo fue excesivamente rápido.

El viaje en coche me regaló una canción. La pinchaban en una extraña

emisora de radio. La sensación de libertad con ese tema creció más fuerte

dentro de mí. Bebía cada una de sus frases por primera vez y me hicieron

sentir bien, aislándome por completo de la monotonía y silencio del trayecto.

Sin embargo, hoy no puedo recordarla. Hoy siempre me viene a la cabeza la

letra de otra canción: “Una racha de viento nos visitó, pero nuestra veleta no

se inmutó... Se rompió la cadena que ataba el reloj a las horas... Agarrado un

momento a la cola del viento me siento mejor, me olvidé de poner en el suelo

los pies y me siento mejor...”

La libertad nacía y crecía en mis venas con cada curva. En cada frenazo. En

cada acelerón. En la absurda posibilidad de ver los semáforos de nuevo,

descubrir nuevos rostros pasear por las aceras, cruzando frente al vehículo

ilegalmente o por el paso de cebra correspondiente. La libertad me hacía

sonreír al ver bailar sin ritmo una hoja de un árbol. Incluso al ver en silencio

las primeras luces de Navidad que pronto acabarían haciéndose fuertes en la

Castellana. Sentí más placer cuando decidí bajar la ventanilla y percibía que

el aire frío azotaba mi cara y me hacía llorar. La sensación de libertad me

ayudaba a despertar de mi pesadilla, aunque no a olvidarla. Deseaba borrar el

pasado, aunque olvidando no podía obviarlo. Ni siquiera las consecuencias. La

herida desfilaba con total libertad por mi vida y eso era imposible de

155
erradicar. Ni a largo plazo. Caminaría por la libertad a partir de hora, pero un

fino hilo siempre me ataría a ese pasado.

Pese a ese trazo de tristeza interior invisible, yo continuaba con mi sonrisa en

el coche, con la cabeza pegada a la ventanilla, sintiendo cómo el frío aire se

colaba por una esquelética rendija. Y allí, en el asiento del copiloto, la

felicidad me iluminaba con mayor amplitud cada segundo. Me alejaba para

siempre de un oscuro camino en mi vida. Pero entonces, durante mi ardua

tarea de olvidar y disfrutar, mi madre optó por lanzarme una zancadilla.

Despertarme del sueño y avivarme el interés por la persona que envenenó mi

vida.

-¡Vamos a denunciar! –explotó bajando el sonido de la música.

-¿A quién? –Pregunté apático.

-Al centro, por supuesto, y a tu compañero. No puede irse de rositas como

ellos quieren. Por el bien de todos y el tuyo, hijo.

-¿De qué hablas, madre? –Giré la cabeza y clavé sus ojos en ella, que seguía

concentrada en la conducción con la mirada fija en la carretera.

-De lo que te ha sucedido. –Frenó de golpe ante un semáforo en rojo y me

miró- ¿O crees que todo lo que ha pasado es nada? ¡Te intentó asesinar!

El afilado grito materno me asustó. Enderezó mi cuerpo y me sentí tenso e

incómodo en el interior del coche. Se había hecho excesivamente pequeño

aquel habitáculo.

-No... Sí, no sé, pero ya llegará el juicio, ¿no? -agaché la cabeza- Yo quiero

olvidarlo, madre.

156
El acelerón me pilló por sorpresa. Atacó justo después de querer asesinar un

claxon. A mi madre le apresaron los nervios, pisó el acelerador con ímpetu,

soltó el embrague de una vez y las ruedas chirriaron.

-Hijo, tú tienes que olvidar ciertas cosas, no lo dudo, pero otras no puedes.

Están contigo. Es tu vida. Tendremos que superarlas juntos. Él debe pagar por

lo que hizo. Y sin embargo, no lo va a hacer.

-¿Cómo?

-Sólo le han cambiado de centro. Sigue el mismo tratamiento y en idénticas

condiciones –relataba mientras peleaba con el tráfico del centro de la capital,

cambiando constantemente de carril-. Y Nada va a cambiar. Nosotros tenemos

que hacer algo.

-¿Dónde está?

-Eso es lo más grave del asunto...

-¿Dónde? –pregunté con mayor seriedad.

Mi madre giró el volante sin dar el intermitente, volví a oír un claxon, pero no

sentí golpe alguno. Estábamos frente a la rampa descendente que daba

acceso al garaje de la comunidad de vecinos.

-A dos manzanas de nuestra casa. ¡De ti! ¡Es vergonzoso!

-¿Dónde? –Insistí inquieto.

Cuando me concretó la dirección se me puso la piel de gallina y la libertad,

viva, me ató un poquito en corto.

Transcurrió medio año hasta que volví a ver a Carlos de cuerpo presente. Uno

frente al otro. Los dos juntos, separados por un escaso metro. Sin embargo,

apenas un mes después de nuestra cena romántica ya sabía de él. La

157
curiosidad con la que mi madre me había alimentado había dejado a mis

dedos libres de uñas y necesitaba respuestas. Desde la distancia, pero noticias

suyas; explicaciones. Aún no tenía el valor suficiente como para enfrentarme

a su cara. Ni valentía, ni ideas maquiavélicas para desayunar la venganza que

tanto anhelaba.

Opté por un método inusual en pleno siglo veintiuno, pero totalmente eficaz

para su estado. Le escribí una carta. Lo hice la misma tarde que mi madre me

reveló donde estaba. Escaso medio folio, pero suficiente para decirle que yo

seguía vivo y que mi herida no había cicatrizado. Deseaba hacerle saber que

no iba a olvidar el daño. No quería que durmiera tranquilo. Y escribí a mano.

Querido Carlos,

Te sorprenderá la carta. Te sorprenderá leer de nuevo palabras de mi puño y

letra. Lo más sencillo era huir y alejarme de ti para siempre, pero sabiendo lo

cerca que estás de mí y la herida que corre por mi sangre, no puedo evitar

contactar contigo para decirte que, en cierta manera, nuestra batalla no ha

terminado. ¿O sí? Tú lo dijiste: “¿Siempre estaremos juntos?”. Ahora lo

entiendo.

No sé explicar el dolor; el odio. Quizá con el tiempo se borre y me olvide de ti.

Ahora me es imposible. Tengo una larga espina afilada entre mis venas. No

dudo que ya lo sabías. Descansa impasible a la distancia justa de mi corazón.

En mi vida diaria no me hiere, pero oír tu nombre y recordarte estremecen

mis latidos. El pinchazo se convierte en una insufrible tortura que alimenta

mis ganas de ti.

158
Hoy no sé si volveré a mirar tus ojos. Si lo hago, ten miedo. Yo lo tendré. Y

antes de despedirme, sí necesito saber una respuesta. ¿Por qué me contagiaste

con tu veneno? ¿Desde cuándo lo tenías planeado? Quiero saber qué parte de

cordura hay en ti en todo lo que me sucede o si todo es fruto de la locura.

Ahora mismo estoy llorando. Si buscas bien en el folio, verás las sombras de

mis lágrimas resecas. Espero tu sinceridad.

Un saludo,

Sergio.

Doblé la hoja. Me sequé las lágrimas. Cogí un sobre de uno de los cajones de

mi escritorio. Metí la carta dentro. Cogí otra hoja y en ella escribí mi

dirección. Le pedí discreción si decidía responder. Le pedí un seudónimo o

anonimato. Pegué el sobre. Y sin dudar un segundo más abandoné la

habitación. Compré un sello. También lo pegué con rapidez. Y sin abandonar

mi acelerado nerviosismo, busqué el buzón más cercano. No quería pensar,

porque entonces encontraría una manera de arrepentirme. En cuanto vi el

cilindro metálico, decidí abrir su boca y soltar la carta de mis dedos. La

empujé con tal brusquedad, que me fue imposible buscar un segundo de

arrepentimiento. En el momento en el que la carta yacía dentro del buzón,

sin posibilidad de rescate, me relajé y cavilé en las consecuencias. Hacía un

nuevo nudo a la única cuerda que coartaba mi recién estrenada libertad. Me

arrepentí en cierta manera. Aunque al mismo tiempo comprendía que era un

escrito inevitable.

La respuesta de Carlos llegó cinco días después. Yo estaba en el salón jugando

al FIFA con mi ‘Play Station’. No esperaba una respuesta tan temprana. De

159
hecho, al segundo día había olvidado la carta por completo. Imaginé que no le

llegaría la carta. Se perdería en recepción.

-¡Sergio! –Gritó mi padre- Una admiradora...

Pausé el juego, asomé la cabeza y vi a mi padre con un pequeño taco de

cartas, en su mayoría facturas.

-Parece que tienes una admiradora secreta... –Sonrió y me lanzó con

desprecio un pequeño sobre.

-Sí, seguro... –Farfullé soltando el mando.

Atrapé la carta del suelo y leí: ‘Lilly’. Sonreí. Una de las protagonistas de

nuestro libro; mi libro de cabecera. Mi corazón se aceleró, y la espina hirió

con ira mientras un nudo estrangulaba mi estómago. Mi piel moría, y mi

mandíbula quedó desencajada durante largos segundos.

-¿Todo bien? –Preguntó mi padre.

160
Agaché la cabeza, me levante y crucé por su derecha sin mirarle. Tenía una

dirección única: Encerrarme en mi cuarto.

-Todo perfecto –dije antes de desaparecer.

Ni siquiera en la soledad de mi habitación, con la carta en la mano,

mirándola, quemándome, podía tranquilizarme. Oí a mi padre por el pasillo,

pero él sabía que no podía venir a interrumpir. Mi madre debía de seguir en la

cocina. Me aislé del mundo. Sentí cómo el calor ardía en mis manos. Puse un

disco de ‘Franz Ferdinand’ y rajé la carta por un lateral con suavidad y

temblor. Bajo los primeros acordes de ‘Jacqueline’ buceé en el dolor de sus

primeras palabras.

1. Letra de la canción: ‘Dulce Introducción al caos’ de Extremoduro.

161
19

La carta
Hola, loco.

¡Menuda sorpresa! Te echo de menos, mucho. Llevo un mes sin follar. Imagino

que tú también. Me habrás sido fiel, ¿no? ¡Uf! Eso hace echar de menos a

cualquiera, ¿no crees?

162
Entiendo el enfado que emana tu escueta carta. No sé el motivo. No sé qué

herida te duele más. Sé que, si es lo que creo y te lo hubiera dicho nunca

hubieras follado conmigo. ¿Qué harás tú a partir de ahora? ¿Quieres tirarte

toda una vida sin meter tu bonito pene en un chochito caliente? ¿O en un

culito? ¿Qué te gusta más ahora? Para saborear ambas te será imprescindible

mentir.

Quizá algún día lo nuestro tenga solución. Hoy lo dudo. Y no planeé nada, que

conste. No al menos nada de la parte final. Estoy enamorado de ti,

simplemente. Es lo único sincero que siento ferozmente en mí. El resto son

asquerosas falacias; sentimientos efímeros. Y no seré ni el primero ni el último

amante que mata o intenta

matar al amor de su vida.

Nunca quise herirte, pero ver

que te ibas de mí me dolió, tanto,

que necesitaba hacerte saber;

que sintieras mi dolor en tu piel.

Es la primera carta que escribo

en muchos años y no se me está

dando mal. Por cierto, he

decidido apodarme como la

protagonista de ‘Azul casi

transparente’. ¿Qué te parece?

¿Sexy? Siempre quise ser una

mujer. ¿Me querrías entonces?

Yo aún te quiero. Ya te lo he dicho, ¿verdad? Me masturbo pensando en ti.

163
Todos los días. ¿Tú? Al menos sé que piensas en mí. Tú has iniciado esta

batalla verbal de cartas.

¿Adónde quieres llegar? Matarme no solucionaría nada. Lo sabes. Además,

eres cobarde por naturaleza. Te cuesta en exceso afrontar la realidad. Lo

percibí enseguida. Luego supuse que por eso te escudaste en la locura. Es más

sencillo todo, ¿cierto? Y más fácil en la soledad sin que nadie te moleste. Así

eras tú. Así eres. Desde el principio supe que caerías en la tentación. ¿Te lo

mereces? No lo sé. ¿Me lo merezco yo? Tampoco lo sé. ¿Cómo fue? Tal vez

algún día...

¿De verdad vas a venir a verme? Tengo la piel de gallina. Todo el cuerpo se me

eriza. El corazón se me atropella como a un chiquillo en su primer día de

colonias. Esas palabras tuyas aún respiran jadeantes en mi cabeza. Estoy

cachondo como un quinceañero en su primera vez. Si ahora estuvieras aquí y

me pusieras la mano en la polla, me correría en un solo instante. ¿Tú no?

¡Tócate, anda! Ahora, hazlo por mí y luego cuéntamelo en la próxima carta.

¿Vale? Ojalá lo hagas. ¡Ay, loco! ¿Qué vas a hacer con tu vida? Sin mí... ¿Te

curarán tus papis? Te llevarán al mejor centro del país y te tendrán años

encerrado allí, con los mejores tratamientos, hasta que encuentren la deseada

vacuna. Tú tranquilo, siempre te quedaré yo. Dos hombres de la mano, unidos

por nuestra pasión sexual, envenenados, caminando, enamorados hasta la

muerte. Ya no podríamos hacernos más mal... Pero tú tuviste que querer huir.

No lo entiendo. ¿La chupo mal? No me mientas, ¿eh? Te he visto y sentido. Te

retorcías en nuestra cama; mi cama y la tuya. He notado cada uno de tus

espasmos golpeando a derecha, izquierda, arriba y abajo. Y finalmente,

recuerda que saboreé tu semen golpeándome en el paladar.

164
¿Aún sigues leyendo? Iba a escribir poco, pero esto me está resultando

altamente divertido. No esperaba noticias tuyas. De verdad. Incluso

descartaba que estuvieras enfermo. Sabía la posibilidad, pero pareces un tipo

con suerte. ¿De verdad lo estás? Lo siento. O no, no sé. Tal vez lo merezcas, por

cobarde. ¿Acaso lo merezco yo? Me repito, lo sé, pero me gustaría tenerte aquí

para poder oír ya todas las respuestas a mis preguntas. Mi historia es mucho

más dura que la tuya. Quizá por eso enloquecí. Estaba enamorado, más que

ahora de ti. ¿Te creíste la escena de la obra? No, ¿verdad? Patrañas, puras y

asquerosas patrañas. Tal vez te lo cuente en el futuro, pero en otra carta.

Aunque sólo en el caso que rechaces un encuentro cara a cara. ¿Volverás a

escribirme? Creo que sí. Me necesitas. Tienes cuentas pendientes conmigo.

Tienes dependencia a mí. ¿Nos volveremos a ver?

Pregunto demasiado y yo no respondo a tus preguntas. ¡Cómo soy! Sin

embargo, tampoco creo que quisieras eso. Querías tener noticias mías, nada

más. Además, no hay porqué, y si lo hay lo encontrarás tu mismo el día que

decidas actuar en silencio y rezar que el veneno no se propague. Porque no es

lo mismo follar con condón que sin él, ¿verdad? Los dos lo hablamos aquella

noche orgásmica en la que sacamos tantas virtudes a una relación

homosexual. La heterosexualidad sólo se cubre del embarazo, ¿verdad? ¿Y tú

qué quieres ahora mismo?

Ardo en deseos. Ardo si sueño saborear miles de mis deseos. El primero, verte.

Luego tocarte, olerte, saborearte, morderte, comerte, besarte. ¿Estás seguro de

que no me quieres? ¡Piénsalo bien! ¿Por qué me escribes? No hay más, Sergio,

mi loco. Debes afrontar tus pasos del futuro tu mismo. Por recurrir a mí no

vas a remediar nada. Sólo me vas a encontrar a mí, amándote. Yo no puedo

curarte. No sé si vienes a mí por la herida en la piel o por la enfermedad que

165
tal vez te contagié. Si es por el sida, sólo tú puedes afrontarlo. Si realmente lo

padeces, y no me quieres, deberás caminar tú solo. No hay espacio ni tiempo

para la venganza. Créeme.

Yo te quiero mucho. Lo sabías mucho antes de que organizara la cena. Pero te

hiciste el despistado una vez más y eso no es justo. Un día amaneció como otro

cualquiera y los besos y las caricias habían cambiado. Eso se nota, Sergio. Tus

gestos y palabras brotaban con suma medida, y las mías se dejaban llevar y

brillaban sin mesura. Tu mirada dejaba más que en evidencia todo lo que

sentías, pero preferías esconderte en tu biblioteca y aprovecharte del sexo.

¡Maravilloso! Loco te echo mucho de menos. ¿A qué juegas? Yo sé mi juego

pero, ¿el tuyo?

Tuve que detenerme. Aún me quedaba un folio, pero parecía que me restaba

una eternidad. Que vivía en ella. Necesitaba agua. Un buen trago de alcohol;

ron, whisky, vodka, tequila... Un buen polvo con una tía. Y pensé en Leticia.

¿Hora de tomarse esa cerveza o café? Franz Ferdinand seguía sonando en la

habitación. Su aroma, el de Carlos, me recorría las fosas nasales. ¿Cómo lo

había hecho? Incluso al pasarme la lengua por el paladar podía saborear sus

besos. Salí de la habitación, me metí en el baño sin llegar a ver a nadie y cogí

la pasta de dientes. Tuve una arcada. Me cepillé concienzudamente. Lo

necesitaba. El sabor a menta anegó mi boca y tuve otra arcada. Poco a poco,

Carlos desaparecía de mí. Me cepillaba rápido y fuerte. Oí dos golpes en la

puerta. Me sobresalté. Creí que al otro lado estaba él, que me esperaba para

seguir hablándome. Era absurdo, pero la maldita carta parecía tenerme

166
atrapado en su universo. Ni siquiera había podido soltar el sobre y las hojas.

Me quemaban en la mano derecha.

-¿Estás bien, hijo?

-Sí, papá –respondí tirando de la cadena inmediatamente.

La soledad volvió al baño. Mi padre desistió. Me miré al espejo. Estaba pálido.

Feo. Hacía mucho que no me observaba con detalle. ¡Cómo había cambiado!

“¿No quería quitármelo de la cabeza? ¿O sí?”, me pregunté observándome.

“¿Necesitaba verle para una venganza o simplemente para una explicación?”.

Cuando el agua del váter dejó de correr escuché el silencio. Mi padre se había

marchado definitivamente. Levanté las hojas y volví a mirar las letras de

trazo infantil. Analicé el escuálido sobre en el que únicamente aparecía su

apodo y mi dirección, y entonces descubrí algo más. No había caído en ello.

Estaba en el fondo y su delgadez o mis nervios me lo habían hecho obviar.

Sonreí. ¡Qué cabrón! No pude evitar reír. Entre mis dedos sujetaba uno de sus

porros de marihuana. Estaba envuelto, como si de un regalo se tratara, en un

amplio papel de fumar. Y estaba escrito. Lo deshice y leí: “Disfrútalo, sonríe a

la vida y recuérdanos”.

Abrí la puerta del baño apresurado, regresé a la habitación, escondí el porro

en un cajón y dejé la carta sobre la mesa. Aún tenía demasiado presente su

olor. Me maldije. ¿Cómo coño lo hace? De inmediato cogí el móvil y busqué en

la agenda. Llegué a la ‘L’ y escribí un mensaje. Necesitaba unos labios

femeninos. Necesitaba quedar con ella esta tarde, aunque sólo fuera mirarla,

oírla y olerla. Aunque mi interior pidiera besarla, desnudarla con furia y

follarla sin esperar su consentimiento. Necesitaba un espacio y un mundo

distinto. Para ello, el primera paso era conseguir la cita, el segundo engañarla

167
para ir a su casa, y quizá entre medias, explicar, de la manera adecuada, mi

ausencia. “Te he echado de menos”, escribí antes de enviar.

Miré los folios de nuevo y supe que no tenía ganas de continuar, pero debía

hacerlo. Tampoco iba a tener la concentración necesaria porque gran parte de

mí esperaba impaciente un mensaje. El móvil seguía apagado. Cogí la hoja.

Decidí cambiar de música y opté por los ‘Beatles’. Metí el CD, bajé el volumen

y comenzaron a sonar los primeros acordes.

Me quedé de pie apoyado en el escritorio. Miré el móvil, que seguía sin dar

señales de vida. Jugueteé con la última hoja y me la puse delante. Era la hora

de afrontar el final.

Si has escrito esto es porque quieres verme. Ese es tu juego. ¿Me equivoco,

loco? Me queda una duda. ¿Quieres verme para que follemos o para darme

una paliza? Algo me dice que más lo primero. No te veo capaz de lo segundo.

Así que concretemos. ¿Cuándo quieres verme? No será fácil. El control al que

soy sometido es muy alto. De todas maneras planearemos algo. Yo me las

ingenio, sigo teniendo los contactos suficientes.

Yo te estoy siendo fiel, ¿eh? Espero que tú también. Además, tuvimos una

despedida muy fea. Deberíamos mejorarla. Ardo en deseos. Iremos directo al

sexo, ¿te parece? Sobran las palabras, que son las que nos enfadan, y por

supuesto, evitaremos la cena. Curaremos nuestros pecados y perdonarás mis

heridas, ¿verdad?

A veces sueño demasiado, piensas diferente, lo sé.

Querido, Sergio, hoy enviaré esta carta. Estas letras surgen un día después.

He hecho una pausa de un día. ¿Se nota?

168
Hoy, antes de ponerle punto final al escrito he releído tu carta, y la verdad es

que me duelen tus palabras, y más lo que intuyo de ellas. Decirte que descubrí

mi enfermedad hace un año. Nadie lo sabe. Es la única solución para ser

normal; el de antes. Nadie debe saberlo. Es mi opinión. Si de verdad te he

contagiado, lo siento. Tal vez eres uno más de mi lista. ¿Qué elegirías tú con mi

vida a cuestas? Quizá mi vida sea ahora en cierta manera parte de tu vida.

Debes convivir con ello. Yo elegí obviarlo. El futuro nos lo revela todo y los

pacientes son los que mejor llevan la espera. En mi vida, en esta que me toca

vivir, me gusta más esperar y esperarte. Yo te espero.

Puede que hoy, el efecto de la medicación me haga soltar todas estas palabras

de un modo extraño, pero son sinceras, lo prometo. Estoy siendo consciente de

lo que escribo. Tal vez no estoy siendo consciente de cómo lo escribo. Sin

embargo, lo que sí soy es consciente de que te escribo a ti, Sergio.

Yo te esperaré, eso tenlo claro. No tengo mucho más que hacer, así que a la

espera de saber tus verdaderas intenciones, a la espera de saber el significado

o continuidad de estas cartas me quedo. A la espera de ti.

Te echo de menos, loco.

Carlos.

PD: En el fondo del sobre encontrarás una ayudita para pensar mejor en tu

futuro. ¿El nuestro?

El folio se me cayó de las manos. Mis dedos no tenían una gota de fuerza. La

hoja flotó suave hasta tocar el parqué, por el que resbaló suave hasta llegar al

borde de la puerta. Me sentía agotado, como si me hubieran dado una paliza.

169
La música evitaba a duras penas que sus palabras escritas sonaran altas y

claras en mi cabeza. Martilleaban en mi frente. Pellizcaban mis ojos. De

pronto, el corte entre una canción y otra me aterró por el excesivo silencio.

El móvil vibró, y mi corazón aceleró el ritmo cardiaco y el vaivén de mi pecho.

Incluso lancé un grito corto, agudo y absurdo. Di tres pasos, recogí la última

hoja de la carta del suelo y la uní al resto. Las doblé y apresé el móvil. Era

ella.

20

ObseXión

L
a masturbación se había convertido en una forma de vida. Exprimía mi

vida cada noche, cada tarde, cada mañana al despertar. Incluso en

170
sueños. Nada saciaba mis ganas de sexo. Ni el frío de la calle, ni la lluvia

constante del invierno, ni la oscuridad de los días, ni las duchas heladas a las

que a veces me sometía creyendo que así podría relajarme. Siempre acababa

aferrado a mi pene y al brío suicida de una posible existencia. Y no me

preocupaba, sólo me obsesionaba. Necesitaba sexo con una mujer de manera

inmediata. Me hería la espera. Deseaba tener entre mis brazos el cuerpo de

una mujer desnuda. Me hería porque, en ese tiempo, seguían aleteando en mí

las palabras de Carlos, a las que había decidido dar portazo sin valorarlas.

Anhelaba olvidar la razón que cargaba muchas de sus afirmaciones. Estaba en

un estado de transición, y obsesionarme con la carta no ayudaba. Los folios

reposaban intactos en el cajón junto al porro. Me aterraba escribir. No tenía

palabras; las palabras. Además, la herida del corazón supuraba rápido y el

dolor disminuía, por lo que mi cabeza regía con suficiencia para templar mi

sangre. Entonces no existían palabras para él. No poseía los hechos de la

penitencia que le devoraría.

De nuevo había vuelto a mis clases de informática. De nuevo había vuelto a

tener independencia lejos de mis padres. Y además de teléfono móvil, de

nuevo tenía tarjeta de crédito y dinero propio en billetes y monedas. Incluso

contacto con mis amigos. Y por supuesto, había vuelto a saborear una, dos,

tres y más cervezas. Lo único que me ataba al pasado era mi estado; las

primeras revisiones médicas relacionadas con la enfermedad de Carlos; ahora

mi enfermedad. Todavía no podía aceptarlo. Menos creerlo. De hecho, cada

vez que me enfrentaba al médico esperaba y deseaba con todas mis fuerzas

que él sonriera y dijera, “Espero que nos pueda perdonar, Sergio, pero todo

171
ha sido un error, porque usted está muy sano. No está contagiado”. Incluso

rogué a Dios. Sin embargo, esas palabras a las que les puse sabor a sandía

veraniega no se derramaron sobre las comisuras de mis labios.

Lejos de esa hiriente realidad comenzaba a disfrutar de la otra vida paralela a

la que me quería aferrar mientras fuera posible. Olvidaba así las sombras que

me hundían. En clase retomaba amistades. Y con los de ‘toda la vida’

organizaba un jolgorio grandioso por mi regreso. Sólo había pedido una cosa:

Putas.

La obsesión me azotaba constantemente después de más de dos meses fuera

del centro. “Seguía sin meterla en caliente, ¡joder!”. Imaginar la sensación de

follarme a una mujer me obligaba a masturbarme de inmediato. Daba igual

dónde estuviera. Lo había hecho entre clase y clase imaginando a todas mis

compañeras, en el Corte Inglés después de ver a varias dependientas con esa

faldita tan corta junto a su habitual e insinuante escote, en casa de Manu,

una tarde en el que su hermana acababa de salir del baño. No pude evitar ir

al servicio, inspirarme con su aroma, imaginarla desnuda en la ducha y

masturbarme. Mi casa también estaba tomada. El morbo me había llevado a

hacerlo en la cocina, en la habitación de mi hermano y en la mis padres, en la

entrada a riesgo de que me pillaran, e incluso en la terraza. El deseo crecía

tanto dentro de mí, que hoy dudo que no fuera una enfermedad; otra más.

Para construir la realidad paralela tuve que levantar un muro que evitara ver

el pasado. Y la mentira volvió a convertirse en parte de la decoración de mi

vida. La gente sí quería saber, y yo adorné a mi gusto el universo de mi

ausencia. Carlos no existía, y el porqué de mi ingreso en el Centro fue más

que injusto. Ofrecer una sonrisa, ojitos de pena y un silencio repleto de

172
resignación, continuado por la frase “así es la vida... Pero ahora hay que

mirar hacia el futuro”, ayudaba a calzar mis falacias.

Mucho más difícil fue lo de Leticia. También me había obcecado con ella.

Lejos del amor. Tal vez era que ella fuera la única chica que se había

interesado por mí. Además, la deseaba ardientemente. Aquella tarde de la

bañera había inspirado en mí un incansable onanismo. Era la única chica que

me sentía capaz de follar sin pagar. Y pese a la cercanía, aún dormía

demasiado lejos de mí. Al menos en cuanto a sexo se refiere. Ni siquiera pude

tocar sus mejillas con mis labios la primera vez que nos volvimos a ver. Y sin

embargo, quería lanzarme sobre ella, abrazarla, meterle la lengua, arrancarle

la ropa, lamerle el cuerpo, besarla, saborearla y penetrarla hasta sentir todo

su calor. Sentir sus abrazos, sus uñas en mi espalda, su humedad en mi

entrepierna, el aliento y sus gemidos, su sabor, la tensión física y nuestra

explosión final. Quería explotar. Estaba hastiado de una imagen que siempre

acababa conmigo de pie, con los ojos cerrados, tenso, y con un pañuelo de

papel aferrado a mi mano derecha esperando recoger el elixir de mi pene

palpitante.

173
Leticia contestó a mi mensaje de texto con frialdad. Aceptaba la invitación,

la del café, pero sus palabras prensadas mostraban dudas. Esa misma tarde no

quedamos. Tomamos ese café que acabó convertido en cerveza tres días más

tarde. Estaba preciosa, desconfiada, distante pero complaciente. Seguía con

su melena rubia, lisa y suelta. Sus ojos miraban distinto. Ella se había

convertido en una mujer. Apareció con un abrigo largo que dejaba todo su

interior a mi imaginación. Me saludó con un “hola” cauto. Sus brazos siguieron

pegados al cuerpo. No hubo contacto siquiera. Respondí casi de forma

idéntica y nos sentamos. Nos miramos, y los dos, estúpidos, sonreímos. Bajo el

abrigo llevaba un vestido morado que reavivó en mí una excitación ya

patente. Ella comenzó a quitar la pegatina del botellín de la cerveza y la

saboreó con un primer trago cortó. Yo imité.

-¿Qué tal estás? –Rompió el hielo.

174
-Bien –respondí seco y bebí-. Tirando...

Ella se desenfundó un fular del cuello y sus clavículas y el inicio de sus pechos

quedaron a la vista. Recordé besándolos. Me azoré, me tensé y excité deseoso

de ella.

-Creí que nunca nos volveríamos a ver, de verdad –dijo con un fino hilo de

voz.

-¿Por?

-¿Tú qué crees? –soltó ofensiva- Ni sé por qué estoy aquí. Te pasaste tres

pueblos, ¿no crees?

-O diez –corregí-. Lo sé, se me fue...

-¡Joder, tío! –Bebió otro trago y se recolocó en la silla.

-Lo siento –musité.

-No es suficiente, Sergio –me increpó- ¿Sabes?

-¿Qué? –pregunté intrigado mientras bebía hasta colocar la cerveza a su mismo

nivel.

-Yo te quería.

La cerveza se me detuvo en la traquea, como si hubiera pasado de una masa

líquida a sólida. La respiración no circulaba con normalidad en mi organismo y

la piel de mi cara empalideció. Mis pupilas buscaron la sinceridad en sus

palabras y la besé en mi imaginación.

-¿Sergio? –Me despertó.

-Lo siento... –Hundí la cabeza y traté de disculparme- Tienes toda la razón.

No sé ni cómo estás aquí conmigo. No lo merezco.

-Porque hay algo que me dice que no eres tan malo –dijo tras una pausa.

-¿El qué?

175
-Algo, lo siento, lo percibo.

-Vaya...

Enmudeció durante largos segundos hasta que lanzó una nueva declaración

que me congeló.

-Además, me gustas. Todavía.

Su mano se posó sobre la mía. Me asusté. No había caído en la cuenta, pero

hacía casi un año que una mujer no me tocaba. Estaba muy nervioso.

Mantenía mi excitación, pero en esta ocasión me hacía sentir raro. Aún quería

lanzarme sobre ella, pero en ese justo instante tenía miedo. ¿Qué buscaba

tocándome la mano?

-No soy tan malo. Fueron las circunstancias, una mala época –acerté a decir

sin olvidarme del tacto de sus dedos.

-¿De verdad pegaste a aquella chica? –Preguntó tras una pausa, por sorpresa y

con una sobriedad extrema.

Las manos me quemaron y me solté. Me recliné hacia atrás y la miré

desconfiado. El calor se congeló. Ella había cogido toda la baraja de la

conversación y jugaba a placer conmigo. No me gustaba. Nada.

-¿De qué estás hablando? –Fingí no recordar tras unos segundos de mutismo.

-Lo sabes, Sergio.

-No –mentí veloz-, no fue así.

-Era tu novia, ¿verdad? –preguntó con suma calma.

-Sí.

-¿Y yo?

-La chica de la que me estaba enamorando –mentí de nuevo.

-¡Mentiroso!

176
-No, no miento. Es verdad –insistí-. Me empezabas a gustar mucho, pero todo

se precipitó y no tuve tiempo de arreglarlo como es debido.

-Sí, descubrí a tiempo tu doble vida. Tu novia te dejó e hiciste todo lo posible

por recuperarla sin pensar un segundo en mí, y ocurrió lo que ocurrió.

-¿Qué ocurrió? –Pregunté con autoridad- No lo sabes, Leti, así que no vengas

de sabidilla. No sabes lo que he vivido. No es tan fácil todo. Creí que después

de la llamada de mi novia no querrías saber de mí. He pensado mucho en ti,

más de lo que te imaginas.

-No sé...

-Pues yo sí sé. ¿Por qué estoy aquí? –Pregunté con la sensación de que ganaba

terreno.

-Porque no tienes a nadie –golpeó con furia, sin contemplaciones.

Hubo un silencio y los dos relajamos nuestros cuerpos sujetando el botellín

con tan solo un par de sorbos de cerveza en nuestro haber.

-Te equivocas –dije sereno-, tengo, pero tú me gustas mucho.

El silencio volvió a adueñarse de nosotros, especialmente de ella, que había

cambiado su mirada. “¿Parecía creer algunas de mis palabras?” Logré mirarla

a los ojos, sostener su mirada y sonreír. Ella pesaba. De nuevo su mano se

posó sobre la mía e hizo un gesto con la cabeza para que abandonáramos el

bar. De nuevo sin tocarnos, pero esta vez sintiéndonos en la escasa distancia,

nos levantamos, salimos a la calle y caminamos. Sin palabras. Ella se detuvo

cuando las escaleras del metro podían verse.

-¿Lo intentamos de nuevo?

-Ardo en deseos –dije recordando las palabras de Carlos.

-Me gustas y lo sabes, pero necesito recuperar la confianza...

177
-Confía en mí. –Di un paso y le cogí la mano.

-Poco a poco, ¿vale?

La despedida me azotaba y pellizcaba. La tenía muy cerca, pero iba a tener

que esperar para desearla y sentirla. Sin embargo, ella quiso darme un

aperitivo de lo que podía ser el futuro. Sus labios volvieron a tocar los míos.

Fue un instante. Me derretí. Ella desapareció tras la boca del metro y yo

caminé, en principio, sin destino.

Lo que improvisas y haces sin pensar suele ser lo mejor que te ocurre en la

vida. La hubiera atacado y dado el beso de mi vida. Mi mano se hubiera

posado en su trasero para pegar su pubis a mi miembro excitado, pero lo

pensé, dudé y quedó en nada. Además, esa acción podía tirar por la borda

cualquier posibilidad de follármela. Era jugármela a una sola carta. Mi

entrepierna se ahogaba y ella se alejaba. Sus piernas, su culo, su coño, sus

tetas y labios dejaban de estar a la vista de mis ojos, y sin embargo, me

mantenían en llamas; temblando. Necesitaba una mujer.

Cogí el teléfono y llamé. De camino entré a un bar. Pedí papel y boli y apunté

la dirección. No pensaba en mis actos, sólo actuaba.

-¿Es privado? –Pregunté.

-Voy cada semana, Sergio. Trato exquisito y un precio asequible para lo que

tienes. Y te lo mereces, tío –dijo Manu con media sonrisa en la voz.

-¿Y a cuál no te has tirado tú? –bromeé ya fuera de la taberna.

-¡Ja, ja! A unas cuantas...

178
-Vale, entonces, dime a cuál es la que más te tiras, para evitarla, ¡Je, je! Las

comparaciones son odiosas.

-Mika y Floren la negrita –respondió sin pensar-, pero te las recomiendo. Di

que vas de mi parte.

-No te pases.

-No, en serio, dilo, y luego te llamo y me cuentas, ¿vale?

-¡Cabrón! ¡Y una mierda! –Exclamé entre risas.

-¿Hace cuánto que no follas, tío? ¿Un año?

Me mantuve callado. Él lo entendió y espero. Dudé, pero la mentira no sonaría

convincente así que respondí la verdad que él esperaba, pero sin detalles

dramáticos.

-Sí. Lo necesito, me está obsesionando.

-¡Joder! Hoy no puedo, pero el próximo sábado nos vamos los dos y te invito

yo, ¿vale?

-¡Ja, ja! Ok -acepté.

La conversación se alargó un poquito más. Yo fui quien la cortó. Y cuando lo

hice ya estaba frente del viejo edificio céntrico de la dirección. Era en la

cuarta planta. Mi primera vez de putas solo. Pensé en el condón que llevaba

en la cartera. “¿Fiel compañero de viaje sexual a partir de ahora?”.

179
Me crucé con dos hombres mientras subía por las escaleras. Los dos eran

mayores. Y de pronto, me asusté. Mi móvil sonó con fuerza en el eco del

portal. Un mensaje. Era Leticia. Lo leí dos veces. “Me ha gustado mucho verte

de nuevo y besarte. Te he

echado de menos. Voy a

confiar en ti”, venía a

decirme. El corazón se me

aceleró y la maldije por ese

deseo comedido. Llegué a la

puerta y toqué el timbre. Me

abrió una señora con una voz

dulce y sensual. Me invitó a

pasar con delicadeza. Dentro,

tras cerrar la puerta de la

calle, comencé a visualizar un

particular olimpo de diosas

desnudas ofreciéndome sus

servicios.

180
21

Adicciones

E
s fácil hacerse adicto al sexo. Es placentero, delicioso y único. “¿Por qué

no estar apegado a él todo el día?” “¿Qué tiene de malo?” La tarde que

salí de su coño, me lo planteé. Fue frío, pero era vivir dentro de un templo

hirviendo. Maravilloso. Distante, rápido, pero increíblemente necesario. Quizá

nunca volvería a ver a esa mujer. Ni siquiera me dijo su verdadero nombre, y

sin embargo, tuvo algo de especial e inolvidable. Tampoco sucedió en un

entorno maravilloso. Si bien, al pisar la calle, ligero, sonriente, relajado y

follado, me sentí vivo. Y al mismo tiempo, poseído. Aún golpeaba en mí su

mágico movimiento de cadera. La sensación me latía en la entrepierna.

Dudé. Pisaba cada una de las baldosas sin firmeza. Titubeaba porque deseaba

repetir. Dar media vuelta, subir las escaleras del portal de nuevo, tirar de

billetera y volver a follar. Hacérselo a una de las chicas que descarté sin estar

seguro de querer hacerlo. Entrar en la habitación, y aún con el miembro

rojizo, volvería a alojarme en el interior de una mujer.

Cuando se cerró la puerta por primera vez, todas las chicas desfilaron pegadas

a mí. Lo imaginé con todas, y eso no facilitaba mi decisión. La elegí a ella

181
porque sin terminar de desnudarse por completo, me embriagó su dulce voz y

la posibilidad inminente de posar mis manos sobre sus tetas. Ella me hizo

olvidar quien era. Al menos durante los cortos minutos que duró el

espectáculo. Me la hubiera follado como un loco desesperado tras una

felación orgásmica que apunto estuvo de hacerme eyacular. Sus gruesos labios

desfilaban perfectos por mi pene. La retiré en ese momento y me fui hacia

ella. Sin embargo, la palabra contagio bailó ante mis ojos. De sus dedos colgó

un preservativo que finalmente cayó en la palma de mi mano. De inmediato,

su otra mano se posó sobre mi pene y mantuvo una masturbación suave. Lo

que vino después, fue sexo.

Crucé una calle más y miré mi cartera. Apenas había dinero suficiente. “¿Por

qué deseaba tanto volver a follar otra vez?”. Me daba igual con quién. Mi

listón, en plena excitación constante, había desaparecido. La sangre me

hervía a diario, y en ese momento, recordando lo vivido, se incineraba en mis

venas. Junto a los billetes vi mi tarjeta de crédito. “¿Volver?” Me detuve

frente al paso de cebra. Un segundero me decía el tiempo que restaba para

que se pusiera el semáforo de peatones en rojo. “¿Por qué necesitaba tanto el

sexo de una mujer?” Lo medité. Quieto, sobre el borde de la acera. En ese

instante sonó el teléfono. Era Manu. Quería saber mi hazaña. Crucé la calle

veloz, descolgué y al fin descarté repetir. Al menos ese día. Manu se puso

eufórico con todo lo que le contaba.

Estuve días sin follar de nuevo. Regresé a las masturbaciones. Buscaba nuevas

formas. Incluso logré correrme mentalmente sin tocarme con las manos.

182
Solamente rozándome con las piernas y creyendo que penetraba un delicioso

coño. Casi siempre recordaba a Leti.

Quedé con Leticia un viernes. Fuimos al cine. La película la eligió ella. Era

española, y la verdad es que no me disgustó. La parte final tuvo un momento

estelar. Nuestras manos, cansadas de jugar a entrelazarse y de acariciarse en

el posabrazos conjunto, se apretaron. Su mirada me quemaba en la cara y no

tuve más remedio que girarla. Me sonrió sincera y me besó con excesiva

pasión. Su lengua volvió a cruzarse con la mía y su cuerpo se apegó a mí más

que nunca. Desde ese preciso instante, sin perder el hilo de la película, los

besos se atropellaban casi a cada minuto. Su mano continuaba acariciándome

el brazo. Únicamente lo apretaba cuando la película perdía intensidad y

deseaba mis labios.

183
-Son adictivos, ¿lo sabes? –Susurró.

-Pero no provoco sobredosis –bromeé.

-¿Ah, no? –sonrió y me beso de nuevo saboreándome-. No me importaría un

buen chute de ti.

Aquella tarde terminó de nuevo en el metro. Atrapados en una burbuja opaca

hecha a medida, sin oír el ruido que nos azotaba constantemente, sin ver las

infinitas imágenes que se aglomeraban en nuestro entorno, nos despedíamos

sin separarnos un milímetro el uno del otro. Acepté el juego. No iba a irme.

No iba a ser yo el que rompiera aquella escena, en la que, siendo sinceros, no

estaba del todo cómodo. Sin embargo, era el camino a recorrer para llegar al

destino deseado. Pegados, sujetos por la cintura, apretándonos hasta sentir la

asfixia en nuestros pubis, bailábamos. Con un vaivén constante que nos

gustaba; alimentaba; excitaba. El momento de decirnos adiós aún estuvo

lejos.

-Mándame un mensaje cuando llegues. –Sus manos cogían mis dedos y nuestras

miradas hipnotizaban- Hazlo, ¿vale?

-Lo haré, no lo dudes –dije con media sonrisa.

Ella se acercó de golpe y me besó otra vez. Me abrazó, y al oído, junto antes

de irse, susurró, “me gustas mucho”.

En apenas un mes hubo más citas. A dos o tres por semana. Tomamos cafés y

un helado mientras paseábamos por la ciudad. Salimos una noche hasta las

dos o tres de la madrugada. Los dos llegamos a casa con un principio de

borrachera acentuada, y finalmente, nos besamos apasionados en la

184
oscuridad, tal y como ocurrió la primera vez. Creo que los dos moríamos por

desnudarnos, abrazarnos, saborearnos y acostarnos; hacer el amor. Yo no

pondría impedimentos, pero intuí que ella quería cautela. Otro día, también

estuvimos juntos de turismo en otra ciudad. Todo un día. Viajamos en tren,

reímos, conversamos y tal vez comenzamos a enamorarnos. Y hubo una tarde

de picnic en un parque. Hubo más cines, e incluso fuimos al teatro. Ella me

invitó. En una pequeña calle paralela a la Gran Vía de la ciudad vimos la obra

‘Silenciados’. Extrañamente, muy interesante.

Nuestra relación caminaba con paso firme. Los dos habíamos decidido obviar

el pasado. Y los dos habíamos decidido no formalizar nada dialécticamente.

Que los hechos hablaran por sí solos. Y hablaron. Necesitábamos tiempo, pero

éste nunca se detiene y al final todo llega. Aunque antes hubo otros hechos en

mi vida. Ocurrieron de forma paralela. Hechos a los que poco a poco me hice

adicto. Evidentemente, Leticia los desconocía.

Todo comenzó el fin de semana previo a la gran fiesta. Aquella noche repetí

en el piso, pero con otra prostituta. No quería repetir. Además, volví a probar

una droga que mejoraba mi proyección sexual y escondía por completo mi

timidez.

-¡Es la ostia, tío! –Dijo chupando el carné- Te duerme paladar, lengua y

dientes.

-Lo noto, lo noto –le dije apoyado en la puerta del baño-. No siento el

tabique...

-Dos de estas rayas y a la puta le revientas el coño, ¡Ja, ja! –Vaciló Manu.

185
Reí. Reímos. Guardamos el billete y nuestras carteras. Pedimos otra copa y

hablamos indefinidamente hasta que decidimos ir a follar. Él invitaba. A las

putas y a la droga. Yo pagué las copas.

Manu se interesó por mi año en el centro, pero yo estuve esquivo y sólo

expuse mi versión. Le hablé de Carlos. Incluso le conté mi historia, pero puse

a otro como protagonista. Y la narré casi como una leyenda. “¡Putos

maricones!”, apuntilló Manu terminando la copa, entrecerrando los ojos y

haciéndome un gesto para que fuéramos de nuevo al baño.

Mi regreso al club fue muy distinto. Me sentía mayor, más alto, más fuerte y

borracho de confianza. Además, tenía la protección que me daba la compañía

de Manu.

-¿Por separado? Preguntó.

-Por supuesto –respondí mirando a una chica que seguramente sería de origen

africano.

Fue mi polvo más largo. No diría mi mejor polvo, pero sí uno de los que no se

olvidan. Ella sabía moverse y yo supe retener mi eyaculación el tiempo

suficiente como para disfrutar del momento. Me encantaban sus pechos de

chocolate, sus carnosos labios, que no me dejó besar. Me gustó que me

invitara a hacerlo a cuatro patas. Me trajo viejos recuerdos... Ella tuvo que

corregir mi posición para que me adentrara en el orificio correcto. Me sentía

en el cielo. Mientras, ella hacía lo posible porque me corriera, pero yo, de

alguna manera, tenía controlada la situación. Sentía como los bordes de su

vagina me presionaban. Yo empujaba, me retraía y volvía a sumergirme hasta

tocar el fondo del mar. El final me llevó a colocarme encima de ella. Sujetaba

sus piernas en alto y la apuñalaba fuera de mí, sudoroso y tenso. Metía mi

186
polla hasta tocar su pared vaginal, sentía su humedad recorriendo mi piel de

plástico. Me sentía muy poderoso; la soberbia de la coca. Explotar en ella iba

a ser una adicción superior a cualquier masturbación. Ella gritó. No sé si

fingió. Me apretó los brazos y entonces exploté. Mi semen se disparó, decidido

a ir hacia su interior, sin embargo, el condón impidió que se colara en su

organismo. Exhausto, ella me retiró, sonrió y me acarició mi pelo.

-Estuvo muy bien, nene.

Una semana después repetimos. El escenario cambió. Cogimos varios gramos

de copa, alcohol suficiente para emborracharnos hasta perder el conocimiento

y Manu contrató a dos mujeres para los siete que estábamos en aquella fiesta

casera. Las drogas y el alcohol fue a escote. Durante las tres horas que

estuvimos con ellas, sólo Javi, Manu y yo decidimos practicar sexo. Su belleza

no quitaba el hipo, pero supimos recrearnos en sus habilidades. No fue tan

intenso, pero tuvo su encanto.

Por primera vez en mucho tiempo, me sentía relajado. Y aunque sin olvidar

las dificultades que me había regalado el pasado, pero sí dejándolas

escondidas en el trastero de la memoria. Sólo quería follar, esnifar y beber.

La botella de Jack Daniels, poco a poco, aparecía más transparente. La

cocaína me reducía la borrachera y nuestras conversaciones se aceleraban. El

nirvana estaba cada vez más cerca. Entre veloces y nerviosos diálogos etílicos

olvidamos el paso del tiempo. Sólo lo tuvimos en cuenta cuando la luz del sol

comenzó a colarse por la ventana. El amanecer asomaba y la coca tomaba un

color más blancuzco sobre el tablero de parchís. Una imagen muy dantesca.

-Debemos repetir esto más a menudo –dijo Manu.

187
-Sin duda, tío –dije-, pero vamos a un puti, que sale más barato y es mejor...

-A no ser que alguna guarra nos la quiera chupar gratis –sugirió Manu que

volvió a jugar con la tarjeta de crédito y el polvo blanco.

-¿Y dónde la encontramos? –Preguntó Javi.

-¿Tu madre, Javi? –bromeó Manu.

Los dos reímos. Él se mantuvo serio con una mueca jovial. Bajo las risas, Javi

logró soltar algún insulto.

-¿Y tú no estás con Leticia? –Interrumpió Javi, que ya hacía un rulo con un

billete.

-Sí... a ver si me la follo –respondí- Está al caer...

-Luego la pasas, tenemos que probarla, ¿no? Hacerle una revisión, al menos

básica. Neumáticos, aceite, frenos, embrague, ¡Ja, ja, ja!

-Ni en tus mejores sueños –corté.

-Mis sueños son libres, no te metas con ellos –amenazó divertido- Incluso

puedo soñar con tu madre, ¿verdad?

Las carcajadas volvieron a invadirnos. Javi nos miraba con una leve sonrisa de

cortesía, impaciente por volver a esnifar. Manu terminó las tres rayas y los

tres esnifamos en casi completo silencio. Sólo se oyeron las aspiraciones. Javi

retomó la conversación.

-¿Y por qué no te follas hoy a Leticia?

-¡Eso! –apostilló Manu.

-¿Cómo?

-¡Llámala! –instó Manu desencajado- ¡Ahora!

Les miré. Estaba atónito. Me mantuve serio. De hecho, nadie rió.

-¡Estáis locos!

188
-Vas a echarla el polvo de tu vida y de todos tus sueños –insistió Manu.

Dudé. Pero cuando me vi follando con ella, no pude evitar buscar mi móvil.

Ambos vieron mi gesto y Manu fue lo suficiente rápido para levantarse, dar

tres pasos, cogerlo de la estantería y tendérmelo.

-¿A qué esperas?

189
22

Tres pollas siempre mejor que

una

E
ntre citas, juergas y clase, a veces aparecían tardes en mi vida en las

que sólo me dedicaba a azotarme con dolorosas dosis de dolor. El

pensamiento es el arma más fuerte, y la soledad batallaba conmigo hasta la

lágrima y la súplica. No podía obviar que yo caminaba a mayor velocidad hacia

la muerte, porque además del tiempo, que es el que come al ser humano por

dentro poco a poco, tenía un comensal más. Me punzaban en el estómago sus

mordiscos. Me desfilaba el alma por la tristeza infinita; perdida y sin rumbo.

Mi pena se alimentaba de una rugosa hoja médica que dormía cada noche en

mi escritorio. Y me recortaba el futuro esas tres letras mayúsculas. La

cantidad de mañanas, cada día, menguaban para mí. Ese trance ensordecía

mis palabras más positivas y envenenaba mi corazón. Y al dar un beso sentía

que escupía veneno; especialmente a Leticia.

Ignorar la realidad no la elimina. Ni siquiera ayuda enterrarla. Lo había hecho

infinidad de veces, pero siempre resucita porque la realidad no está muerta.

No podía cerrar la puerta y obviar que al otro lado hay una herida que

190
cicatrizar, un lamento que consolar, una gripe que curar. Nunca miraba la

sangre, nunca oía los llantos, ignoraba los síntomas que evidenciaban mi

enfermedad. La cobardía me apresaba y yo me sentía cómodo conversando

con ella. Sin embargo, en aquella ocasión, mi madre condujo el maltrecho

carruaje de mi vida herida hacia el mejor destino. Iba a controlar paso a paso

mi salud. No me iba a permitir que viviera en la ignorancia. No iba a ver cómo

otro hijo caminaba sin remedio hacia la muerte. Yo no podría aplicar la

famosa Ley de ‘Si no vas al médico nunca estarás enfermo porque nadie te lo

dirá’. En absoluto. Mis sesiones médicas estaban programadas para todo el

año, y mi primera cita llegó el lunes, horas después de nuestro amanecer en

casa de Manu.

Los excesos, en todos los sentidos, se pagan. Siempre. En ocasiones, como en

los bancos, con intereses y de una manera muy “hija de puta”. Sonreí al

pensarlo, de pie, en el primer escalón del portal. Cuando conseguí subir todas

las escaleras, sentí verdadero agobio en el solitario ascensor. Eran las seis de

la tarde. Cuando abrí la puerta de casa ofrecí a mis padres un rostro

desfigurado que en alguna esquina debía de emanar honor y felicidad. Mis

padres, en cambio, no encontraron nada de eso. En el salón y en la cocina

hallé dos frentes. La mirada de mi madre era de pura desaprobación, mientras

que los ojos de mi padre, enormes y firmes, eran soberbios, repletos de ira

retenida y desprecio. No obstante, optó por la cobardía, porque decidió seguir

lejano, sentado en el fondo del salón. Él estaba peleando conmigo a bofetada

limpia con su mirada imperturbable. Yo estaba deseando la soledad. Y en ese

instante, mi lengua y mandíbula se movieron para hablar sin pensar.

191
-¡Qué! –reté a mi padre desde la lejanía- Ya soy mayorcito para tener que dar

explicaciones.

Mi padre se mordió la lengua. Lo vi. Sólo cambió de canal y con ello

finalmente centró la mirada hacia la tele.

-Hijo, no son horas –reprendió mi madre-. No son horas... ¡Menuda cara traes!

Date una ducha y vete a la cama.

-Ya te dije que dormiría donde Manu...

-¿Y has dormido? –Me empujó hacia el pasillo y comenzó a susurrar- Mañana

tenemos un día duro y largo, ¿no recuerdas? Son los análisis completos...

-¿Tenemos? –Ironicé deteniéndome y mirándole a los ojos.

-Sí, tenemos. Voy a ir contigo. ¿No me dirás que lo habías olvidado?

Su voz sonó áspera. Yo retomé mi camino y aceleré mis pasos hacia la

habitación.

-No. –Mentí.

-Y que sepas que lo de las noches se tiene que acabar –dijo desde el pasillo-

Estos excesos no son buenos...

Cerré la puerta de la habitación y sus palabras cesaron. La tranquilidad y el

silencio me dieron unos segundos de paz. Pocos, pero segundos

maravillosamente degustados.

Poco a poco, imágenes comenzaron a chocar en mi cabeza. La coca despertó

en mí sudores fríos. La piel parecía convertírseme en papel de fumar húmedo;

roto. Incluso me costaba respirar. La sinusitis se me acentuaba. La nariz,

especialmente el lado del tabique izquierdo, seguía dormido; insensible por

completo. Mi mandíbula se tensaba en pequeños espasmos y el corazón me

corría a un ritmo desenfrenado. Sin darme cuenta, acabé tumbado en la

192
cama, mirando al techo, viendo cómo la noche se atropellaba en fotogramas,

rápidos, uno tras otro sin poder disfrutar de casi ninguno. Empujé con todas

mis fuerzas para detener algunos recuerdos, pero todos se escabullían.

Parecían embadurnados de aceite. Por mucho que los aferrara, resbalaban.

Los abrazaba y huían. Por arriba, por abajo, por la izquierda y por la derecha.

Echaba la vista atrás y veía cómo huían entre risas; se reían de mí. “¡Joder!

¡Mierda!”, pensé. Y en tanto, el círculo de imágenes continuaba su circuito

particular una y otra vez. Me mareaba; me agobiaba. Decidí cerrar los ojos

para mayor concentración. Traté de relajarme, buscar el silencio total, pero

mis latidos se empeñaron en golpear mi pecho con mayor fuerza; veloces. El

ruido era atroz.

-¿Estás bien, hijo? –Oí a mi madre golpeando la puerta.

Creí que soñaba.

-¡Sergio! –Insistió sin llegar a abrir la puerta.

Era de verdad. “¿Tal vez dije lo de ‘joder’ y ‘mierda’ en voz alta?”

-Sí, mamá –dije con una pesada velocidad.

Me recoloqué en la cama. No tenía sueño. No podía dormir. Demasiadas

emociones pasadas y demasiadas por llegar. Obvié las del futuro y me

obcequé en el círculo de imágenes; todas eran recientes, desternillantes y

excitantes. A veces las creía un sueño, sin embargo, el último mensaje de mi

móvil decía lo contrario.

Siempre he creído que la mayoría de las mujeres se emborrachan mucho más

cuando salen en grupo, acompañadas por miembros de su mismo su sexo. Las

193
mujeres abandonan el alcohol en exceso en cuanto encuentran pareja. Hay

excepciones, pero es un cambio manifiesto en muchas mujeres. Tal vez fue

eso lo que instó a Leticia a venir a casa de Manu. La escasa lejanía, el alcohol,

mi sutileza, y por supuesto, el sexo, la excitación, y sin duda, el alcohol en

sangre que atesoraba su organismo a las seis de la mañana.

Tras mandarle un ‘sms’ prudente pero tentador, Manu y Javi insistieron en

que llamara, pero sabía que si estaba en la cama nunca iba a venir. La fortuna

sonrió y yo respondí al tercer tono. Ella me estaba llamando...

-Hola, guapo –dijo entre un bullicio femenino cercano.

-Hola... –Respondí con un abismo de felicidad cayendo sobre mí- ¿Qué haces

despierta a estas horas?

-¿Y tú?

-Esperándote, ya te lo he dicho. –Me levanté y me alejé de la atenta escucha

de los dos-. Echándote de menos.

-Y yo –susurró ella.

Hubo un silencio telefónico. Mientras, los dos esperaban una respuesta con la

sonrisa dentuda, los ojos abiertos, las cejas invadiendo la frente y los brazos

inquietos repletos de gestos ininteligibles. Decidí obviarles de nuevo.

-¿Sergio?

-¿Sí?

-A mí también me apetecería dormir contigo.

-¿De verdad?

194
-Mucho... De verdad –dijo de nuevo colándose una voz femenina desbocada en

la conversación.

-Tengo casa –propuse nervioso.

-¿No están tus padres?-Mejor, el casón de un amigo. Solos.

El silencio me hizo dudar que fuera a aceptar.

-¿Estás seguro? –Titubeó.

-Me apetece mucho besarte –tenté.

No hubo más palabras de convencimiento. Estaba a tres paradas de metro.

Casi podía venir andando. Le di la dirección, y tras un beso sensible en voz,

dijo, “Hasta ahora mismo”.

-¿Viene? –Preguntó Manu.

-¿Viene? –Repitió Javi.

-¡Viene! –Afirmé.

El estruendo fue de órdago. Los gritos me ensordecieron. Sus caras ostentaban

excesiva felicidad. Excesivamente extrema. Ellos dos no van a follársela, pero

parecía que sí. Se desorbitaron, gritaron, saltaron, y Manu enloquecido puso

música, tres rayas y tarareaba feliz...

“¿Qué coño estaba pasando?” Me rayé de pie, quieto, aún con el teléfono

caliente entre los dedos.

“Qué tiene tu veneno, que me quita la vida sólo con un beso” sonó en el salón

sobre la melodía musical de una guitarra acústica. Manu esnifó. Javi esnifó. El

rulo de papel cayó en mis manos y los dos al fin se relajaron. Los dos estaban

expectantes.

-¿Cuándo llega?

195
Les miré e imaginé a Leticia viniendo en el metro. "¿Me estaba arrepintiendo?"

Excitada, nerviosa, enamorada, emocionada, deseosa de un gran momento

romántico, y no de la mierda que allí teníamos montada. Tres caballos

desbocados hambrientos de sexo. Me agaché y esnifé.

-¿Qué queréis hacer, tíos? –Pregunté sentado en sofá, invadido por una

desconocida chulería.

-¿Por? –Preguntó Manu.

-A Leti me la voy a follar yo, yo solo, así que os tendréis que pirar, ¿no? –

Sugerí sonriente.

-¿Cómo? –Vaciló Manu.

-¿Qué? –Inquirió Javi- ¿No me vas a dejar ni un cachito?

196
Los dos empezaron a descojonarse hasta que Manu desveló sus verdaderas

intenciones.

-La metes tú un poquito, que sude bien por dentro, luego la meto yo, luego

Javi, y repetimos todos hasta que salgan natillas... Las risas estallaron,

incluso yo sonreí. “¡Qué hijos de puta!”. Reí. No pude evitarlo. Me estaba

partiendo el culo con la puta frase. Y pensándolo e imaginándolo una y otra

vez, me puse cachondo. La tenía dura, allí en el sofá. Y pensé, “¿Y por qué

no? ¿Querría? Tres pollas siempre mejor que una” Reí. Reí más. Perdí el norte

y supe que para conseguirlo necesitaría tramar una puta estrategia genial. El

tiempo corría en mi contra. Miré el reloj. Habían pasado diez minutos desde

mi conversación con ella. Leticia estaba a punto de llamar al timbre.

197
23

Los ojos curiosos

S
us ojos chispeantes tambaleaban sin dar siquiera un paso. Su voz pastosa

bailaba natural a escasos centímetros de mí. Los dos estábamos de pie

sobre aquella alfombra rojiza y dorada de formas geométricas. La escasa luz

natural del amanecer irrumpía por la ventana de la cocina. Sonrió, se apoyó

en mis labios y me besó. Respondí con otro beso. Yo continuaba frenético,

excitado, acelerado. Cogí su cintura. Los dos, quietos, nos mirábamos. Sus

ojos retando a mis ojos. Su piel rojiza, cansada, ebria; feliz. La mía

desconocida para mí. El segundo beso estrechó nuestra distancia. El roce

nació. Sus manos se deslizaron lentamente por mi espalda hasta posarse con

firmeza en mis glúteos. Las mías hicieron el mismo recorrido. El roce se

incrementó con mayor intensidad y velocidad. Caricias, besos, pellizcos

suaves, mordisquitos y las primeras intenciones de querer desnudarnos.

Simulábamos que nos amábamos junto a la puerta de entrada, frente al salón,

donde apenas quedaban unas nimias pistas de lo que había sido aquella

198
noche. En la cocina, a la derecha, descansaban botellas, vasos de plástico

vacíos y colillas. Nosotros ignorábamos aquellos indicios del pasado reciente.

Únicamente nos besábamos, nos mirábamos y nos acariciábamos deseosos de

bebernos. El entorno que nos rodeaba era un vacío absoluto. Deseé escuchar

el silencio durante segundos mientras, excitados bajo una acelerada

respiración, continuábamos cosidos a nuestros ojos.

-Vamos –susurré.

Ella me detuvo. Creí que dudaba, pero me equivoqué. Me besó

desenfrenadamente. Su mano bajó por mi cintura hasta perderse en mi

entrepierna; justamente a la altura de mis testículos. Acarició levemente.

-Quiero hacer el amor contigo ahora, antes de dormir –dijo sin apartarme la

mirada-, porque espero que el dormir contigo incluya eso...

-Por supuesto –respondí inquieto al sentir que el primer botón de mi vaquero

se desabrochaba.

-¿Sergio? –Preguntó con su mano apoyada en mi segundo botón de pantalón.

-¿Sí?

-¿Me quieres?

La respiración me bloqueó. La glotis taponó mi garganta, y la sensación de

ahogo despertó sudores fríos en mi piel. Me lamí los labios, me los mordí y

acaricié su cabello. Levanté su mirada subiéndole la barbilla con mis dedos.

-Sí, Leticia... Te quiero. Me estoy enamorando de ti –embauqué nervioso.

-Y yo, Sergio.

Su cara ostentaba un resplandor diferente. Sin pausa, emitió una mirada

pícara, y al mismo tiempo, comenzó a desabrochar todos los botones de mi

pantalón.

199
Aquello nunca debió haber ocurrido en la entrada de la casa. No debió haber

ocurrido. Lo pensé cuando mis palabras mudas bucearon en mí sin encontrar

la salida. El plan “genial” que habíamos ideado comenzaba a desmoronarse

como un clásico castillo de naipes. Mis piernas se tensaron, suspiré hasta en

tres ocasiones, apreté los puños, clavé las uñas en las palmas de mis manos y

parte de mí desapareció dentro de ella. Necesitaba volar como estaba volando

en aquel instante. Acariciar su cabello era deslizarme completamente ebrio

de felicidad por espumosas nubes de cerveza. Sentía su baile por el infierno;

paso, giro, paso, paso y giro. Cada nota musical anudaba aún más los

músculos de mi organismo. Tal vez era el cielo y yo no me le había ganado. No

tenía derecho ni a verlo desde el patio de butacas. Sin embargo, lo estaba

viviendo.

Mi cuello se relajó, mi cabeza se inclinó hacia atrás. Iba a eyacular. Debería

avisar. Mi semen latía dentro de mí con una fuerza desorbitada. Sudaba en mi

piel. Aullaba en mi interior. Brincaba furioso como un oleaje que anhelaba

llegar a la orilla. Entonces, la puerta chirrió. Los dos nos congelamos. Ella se

despegó de mí, y con sus labios húmedos, y mi pene en sus dedos. Me miró de

rodillas.

-¿Oíste? –musitó.

-No. –Mentí- El viento tal vez.

-¿Seguro que estamos solos, Sergio?

-Segurísimo –volví a mentir.

200
Ella mantuvo un instante de duda. Pero finalmente sus ojos volvieron a

abandonar la inquietud y se arrojaron sin miedo a esa picardía excitante que

me estaba regalando un

dulce paseo por el

paraíso infernal. Ella se

sumergió en mí de nuevo.

Segundos antes de que

volviera a encenderse mi

excitación, tuve que

mirar hacia la puerta del

salón. Lo hice con

disimulo, como si la

excitación me llevara la

vista hacia allí.

Necesitaba confirmar su

presencia. Ella succionó.

Su lengua me saboreó.

Tuve un espasmo, dos, tres, perdí la cuenta. La puerta continuaba levemente

abierta. Ella buscó la base de mi pene. Sentí su glotis. Aceleró, y en ese

preciso instante vi sus cabezas aparecer. Una encima de la otra. Sabía que

habían sido ellos los que habían chirriado durante mi felación. Sonrientes, con

los ojos como platos, permanecían inmóviles. Yo creí estar mareándome.

Quise detener aquello, pero ella lo impidió. Aceleró más. La velocidad era

salvaje. Ella no quería frenar y yo no pude evitar la eyaculación mientras

observaba desencajado los rostros de Manu y Javi.

201
Nunca sucedió lo que habíamos planeado. Quizá fue un acierto. Nunca me

atreví a preguntarle qué deseaba, o si lo deseaba. De las palabras a los hechos

siempre hay un largo trecho; un riachuelo empedrado de corriente impetuosa.

Si tratas de saltar siempre corres el riesgo de caer. Los tres nos hundimos.

Cobardes. La cobardía nos abofeteó, y ellos no entraron en escena cuando

desnudos sobre la cama paternal íbamos a hacer el amor. Si bien, no llegué a

tenerlas todas conmigo hasta que nos volvimos a vestir.

Anhelaba sentirme dentro, y al mismo tiempo, temía ser interrumpido;

violado. Sus ojos me respiraban en la nuca como una losa ardiente. Los míos

penetraban su mirada. Sólo necesitaba cubrirme para rubricar el acto que

tantas noches había soñado; masturbado.

-Tengo yo, creo... –Dije mientras nuestros sexos se rozaban- Dame un

segundo...

-¿El qué? ¿Condón? –Preguntó cogiendo mi muñeca.

Asentí y sonreí.

-¿No querrás que seamos papás ya...? –Bromeé mientras me era imposible

eliminar de mi cabeza la imagen del papel que colgaba de mi habitación.

-¡Tonto! –Sonrió y me besó. Me echó hacia ella y me dejé llevar un poco por

sus besos y caricias- Tomo la píldora...

El susurro fue un eco suave que me excitó aún más. Mi pene escalaba hasta

alcanzar de nuevo su plenitud. No parecía afectado por la anterior

eyaculación. Quería. Suplicaba volver a expulsar el placentero brebaje que

hervía dentro de sí.

-Ya, pero... ¿Más vale prevenir que...?

202
No podía hacer aquello repetía mi mente. Lo deseaba. “¿Quién no desea

sentir el calor real de un coño en su pene?”. Pero no lo iba a hacer, me

aseguré. Traté de separarme e ir a por el preservativo.

-Quiero sentir tu piel –dijo pegándome de nuevo a su pubis.

Era el momento y no lo era. No podía decir nada. No podía revelar. Tampoco

podía renunciar a un polvo “a pelo”. No podía y debía. La batalla mental me

azoraba y la salida; la solución se borraba cada vez que la palpaba con la

yema de mis dedos. No y sí en plena batalla. Era un regalo del cielo. Además,

tenía dos espías que iban a torturarme físicamente si rechazaba aquel pastel.

La observé, desnuda, preciosa, ebria y excitada.

Sin poder dejar de ver en el aire el dibujo de un preservativo sentí que sus

manos en mi culo empujaban. Estaba decidida. El primer contacto me

contrajo. Sentí un cosquilleo al notar su vello púbico. Ella me besó. Deslizó un

poco más sus manos, las pegó con fuerza a mis nalgas, apretó y mi pene

resbaló hasta posarse en su interior. Atrás, pegados a la puerta, sus ojos

invisibles para mí, se clavaban cada vez con más ansia. Olía su piel, que

emanaba el fuerte hedor de la cocaína. Incluso podía advertir cómo sus

alientos alcohólicos se inmiscuían en nuestro sudor sexual. Cada vaivén más

cerca. Ella y yo, y ellos de mí. El oleaje que vivimos fue intenso, corto y fiero.

Ella gimió, gritó. Yo gemí, suspiré, gruñí. Nos arañamos; nos abrazamos, y

exhaustos consumamos el acto con un dulce beso. La fotografía de Manu y

Javi grabando todo lo que acontecía en aquella habitación no había

desaparecido ni un instante de mis pensamientos.

203
Al despertar de las locuras, éstas resultan sueños. Las deseamos enfrascadas

en esa ficción somnolienta. Y si uno se arrepiente, las cree una mentira

inamovible. Hace todo lo posible para que puedan desaparecer de su pasado.

Sin embargo, el ser humano es dueño y responsable de todos sus actos y éstos

siempre te persiguen.

El domingo por la noche, afectado aún por la coca, sin sueño, leía una y otra

vez el mensaje de Leticia. Decía que me quería y que había vivido el

momento más maravilloso de su vida.

El lunes, Manu me llamó para decirme que estaba deseando quedar conmigo

para ver juntos el vídeo. No mostré un entusiasmo excesivo. Por un lado

estaba arrepentido, pero por otro, estaba deseoso de verme en plena acción.

No concretamos el día. Además, mi madre escuchaba cada palabra con

excesiva hambre de curiosidad. Colgué y postergamos la concreción para otro

día. “¿Cómo se ve uno desde fuera cuando folla?”.

Llevaba una bata azul, pelo blanco, gafas de pasta, era alto y sonreía en

exceso. Leía unas hojas, anotaba y me volvía a mirar. No había duda de que

estaba enfermo. El virus no estaba atacando mi organismo aún, pero yacía

tranquilamente asentado en mí. La palabra “vigilancia” sonó en varias

ocasiones. Yo me mantuve en silencio, tratando de no escuchar. Sus palabras

siempre hacían mención a mi futuro. Me asustaban; me daban pánico. Me

recordaban a alguien a quien deseaba olvidar: Carlos.

204
Sin embargo, el doctor desconocía ese pasado y quería saber. Tal vez todos

los humanos somos curiosos por naturaleza. Y aunque conocer el origen de mi

contagio no iba a sanarme, él quería saber cómo.

-Da igual, ¿no? –Respondí.

-¿Drogas o sexo? –Preguntó mi madre.

La sorpresa fue de órdago. Giré la mirada y pedí una explicación, sin

embargo, ella se mantuvo firme en su decisión de preguntar. Incluso el doctor

abrió más los párpados y cambió el gesto. Opté por tomar aire y darle a mi

madre la verdad.

-Sexo.

El silencio se mantuvo durante unos segundos. El doctor retomó la palabra.

-¿Ella lo sabe?

-Sí -mentí.

-¿Está en tratamiento?

-No sé.

-¿No lo sabes? –Interrumpió mi madre con brusquedad- ¿Quién es?

-No te lo voy a decir, madre.

-Deberías.

-Debería tantas cosas... –Ironicé.

El hombre de la bata azul volvió a serenar la conversación. Anotó más

palabras en su cuaderno, y tras un silencio se levantó y fue hacia un armario.

Extrajo unos folletos y se acercó a mi madre. Yo me mantuve mirando al

suelo, paciente, deseoso de abandonar aquello. El doctor pidió a mi madre

que nos dejara solos. Entonces miré a los dos con desaprobación. No me gustó

en absoluto, pero ella aceptó. Recoloqué mis ojos y apunté hacia el suelo.

205
-Toma. –Me tendió los folletos y dos preservativos que obtuvo de su bolsillo-

No creo que sea necesario, pero entiendo que debo decírtelo.

Me quedé con todo en la mano, sonrojado, asqueado, y deseando desaparecer

con un solo chasqueo de dedos.

-He dicho a tu madre que saliera para que te sientas más cómodo. Espero

haber acertado... –Sonrío tratando de hablarme de colega a colega.

-Sí –dije reservado.

-Eres joven, y entiendo que esto no te va a privar de mantener una vida

sexual activa, pero... –Miró a la puerta y volvió a mí- A partir de ahora eso es

tu compañero de viaje. Siempre. Lo sabes, ¿verdad?

-Sí –musité.

-Sé que es una tontería, que no debería, pero tengo que preguntarlo. ¿Has

mantenido más relaciones sin preservativo?

Necesitaba huir. No esperaba este interrogatorio. Sus palabras me trasladaron

a la mañana anterior. No pude desviar mis pensamientos, pero sí pude

engañar torpemente al médico.

-No, claro... –titubeé.

-¿Seguro?

-Sí.

No lo creyó, aunque tampoco me importó. Sólo deseaba volver a casa y

dormir. Fue eterno. Además, el lunes todavía tenía un revés inesperado. Todo

pasa en la vida, y si aparece, es mejor afrontarlo, porque esquivándolo no

desaparece. El viaje en coche sostuvo un nuevo interrogatorio maternal. Yo

aposté por el silencio, y harto de su voz, tomé una pequeña y absurda

decisión que seguramente fue la que puso sobre la mesa mi secreto. En vez de

206
subir a casa, opté por tomar un café y leer el periódico en soledad;

disfrutando del silencio. Esa media hora dio a mi madre el tiempo suficiente.

En el buzón había una carta para mí. Ella decidió abrir la curiosidad que se

escondía en el sobre donde el nombre de ‘Lilly’ era el único remitente.

207
tf

24

La montaña de Mahoma

S
u mirada lo decía todo.

Triste, enrojecida, quieta,

vidriosa y rota. Sujetaba el sobre

de una mano, el folio de la otra. Al

verme, de inmediato, dejó las

hojas sobre la mesa de la cocina.

Me hipnotizaron. Mi madre quedó

en un segundo plano; borrosa. En

cambio, su letra quedó nítida para

mis ojos. Inolvidable para mí, y sin

embargo, desconocía el significado

de todo lo que había allí escrito.

Estaba a un palmo de la carta, y al

208
mismo tiempo, a mil años luz de poder leerla. “¿Qué había escrito ese hijo de

puta?”.

Necesitaba leer. Beberme de un trago todas aquellas palabras, como si de un

chupito de whisky se tratara. Pero todavía debía salvar la batalla que mi

madre había planteado en la cocina. Entre sollozos, mi madre lograba

chillarme frases donde las palabras protagonistas eran ‘maricón’, ‘mentiroso’,

‘vergonzoso’, ‘educación’, ‘cobarde’ o ‘confianza’. Mi madre tomaba aire a

trompicones tras cada frase, lloraba, volvía a gritarme y retomaba un lloro

lento y torpe. La batalla sólo podía empeorar si en aquel preciso instante se

hiciera realidad la presencia de mi padre. De momento, él no estaba.

Además, a mí no me preocupaba él. Ni siquiera pensaba en él. Sólo quería

huir, pero no era fácil la retirada. No había una bandera blanca que cortara

aquella ráfaga dialéctica.

-¡Nos has destrozado la vida! –Insistió sentándose en una silla- ¿Ya estás

contento?

Lo sentí como el primer reto, como la primera pregunta no retórica de aquella

batalla. Era una cuestión que necesitaba respuesta; la mía. Ella dudaba que

aquello lo hubiera hecho por otra razón que no fuera “joderles la vida”.

-Me muero, madre, es una verdad clínica, así que quizá no este tan contento.

Y una pregunta, ¿Vuestra vida? –Golpeé con ironía.

-Tu hermano también murió y el dolor nos llegó a nosotros. Nosotros lo

sufrimos. No entiendes todo lo que os queremos. ¡Ni lo sabías entonces ni

ahora! ¿Verdad?

-Entiendo que sois un poco egoístas.

209
-¿Egoístas? –Mi madre se levantó de la silla y dio un paso hacia mí- ¿Por qué?

¿Por darte la vida? ¿Por darte techo y de comer? ¿Por darte dinero sin pedir

nada a cambio, para que luego tú lo gastes en alcohol y drogas como dicen los

análisis? ¿Por tratar de enderezar tu vida? ¿O por gastarnos nuestros ahorros

en un centro privado para que tengas una vida mejor?

-Yo no lo he pedido.

Le vi el gesto, pero algo la detuvo. Su mano estuvo a punto de levantarse y

seguramente atizarme la misma bofetada que me dio dos días después de la

muerte de mi hermano. Sin embargo, mi madre cogió aire, se quitó un par de

lágrimas de los ojos y habló con una extraña serenidad.

-Tú no lo has pedido, es cierto, pero nosotros no queremos ver cómo te

mueres poco a poco en tu habitación. ¿O cuál es tu plan?

-No sé, aún no lo he pensado...

-Una vez muerto no se puede pensar –Apuñaló mi madre verbalmente

quedándosele un rostro neutro y desconocido para mí-. Piénsalo.

No pude moverme. Estaba petrificado por aquellas palabras. Y aunque

deseaba acercarme a la carta y borrar la cara de mi madre, no podía. El odio

maternal me mordisqueaba como una fiera lo hace a su presa muerta.

-Eres muy cruel –musité titubeando.

-Sergio, cariño, es la vida real.

-Mi vida –apostillé.

En ese instante mis ojos lograron escaparse de su mirada, que agazapada, se

secaba más lágrimas. Sin dudar, dirigí mis pupilas hacia los folios. Tenía las

hojas y el sobre a apenas cuatro palmos. Podía leer el encabezado y la

palabra ‘loco’. Cuando iba a comenzar la lectura, mi madre me desconcentró.

210
-¿Quién es el egoísta ahora? –Se sacó otro pañuelo de papel del bolsillo,

caminó hasta el cubo de basura para depositar el usado y tras sonarse los

mocos me miro seria.- Mira, Sergio, debes tener en cuenta que si quieres

seguir viviendo con nosotros debes cambiar. No sólo la actitud, que es un

paso, sino que a partir de ahora debes sernos sincero, porque sino...

-¿Me estás amenazando? –Interrumpí.

-Tienes que empezar por contarnos toda la verdad acerca de lo sucedido para

que volvamos a confiar en ti –continuó como si no me hubiera escuchado.

-¿Qué verdad?

Mi madre dio tres pasos. Su rostro tenía largos riachuelos rojizos en la piel, y

especialmente en la nariz. La humedad se almacenaba bajo sus ojos. Se

detuvo a un palmo de mí. Yo decidí no acobardarme, mantener la posición.

Me cogió la cara desde la barbilla, con suavidad, y la soltó. En ese instante

escupió con seriedad la parte de la conversación que más le ardía en las

entrañas.

-¿Desde cuándo te gustan los hombres? ¿Qué pasó realmente con el chico del

centro?

-No me gustan los hombres –zanjé-, te equivocas, madre. ¡Siempre te

equivocas en todo!

-Entonces, ¿Quieres decirme que eso es todo mentira? –Preguntó enfadada

señalando a las cartas.

-¡Sí! –Afirmé, cada vez más nervioso, y sintiendo, sin saber el motivo, que me

ahogaba por la falta de aire.

-No te creo, Sergio.

-¡Es tu problema! –Grité sintiendo por primera vez ganas de llorar.

211
-¿Fue él?

Enmudecí. Sabía que si pronunciaba una palabra más iba a llorar. “¡Cómo una

puñetera niña!”, me dije. Apreté los labios, no parpadeé y decidí terminar

con aquello. No iba a sincerarme. En absoluto. Me negaba. Di un paso atrás

para recuperar espacio, me lancé a por las cartas, las cogí sin la oposición de

mi madre.

-¡Métete en tu puñetera vida! –Arremetí dándome media vuelta con la

intención de irme.

-¡Tu vida también es la mía! –Increpó – Y haré todo lo que esté en mi mano

por saber qué pasó.

-¡Jamás! –Advertí mirándola con enfado- Prefiero caminar solo hacia la

muerte que de la mano contigo.

Nunca supe por qué lo dije, pero ya estaba ahí, flotando en el aire con toda su

maldad. Las palabras se repetían y tal vez desencadenaron mi futuro más

inmediato. El primer gesto llegó cuando mi madre me sujetó, me zarandeó y

me arrebató las cartas de la mano. Oí sus gritos pero no los traduje. Sus

lágrimas crecieron, su respiración se aceleraba, pero ella no me preocupaba.

No me afligía su malestar. Tan sólo quería evitar que ella destrozara las

cartas. Quería recuperarlas sin que sufrieran daño alguno.

-Soy tu madre... –Susurró más serena- No me merezco esto.

-No lo pareces –dije con maldad.

212
El bofetón me dobló la cara y el orificio izquierdo de mi nariz moqueó.

Instintivamente, sin saber por qué, lo devolví. Mi madre quedó de rodillas en

el suelo del golpe. Tampoco me dolió. Únicamente, sentí un cosquilleo en la

palma de mi mano derecha. Traté de limpiarme los mocos de mi nariz, pero

era sangre. Sin mediar palabra, con mis lágrimas aún escondidas bajo los

párpados, me agaché para arrancarle las cartas de los dedos. La mirada de mi

madre estaba acobardada y triste; débil. No me detuve un segundo a

observarla.

Decidí irme al baño y echar el cerrojo. Me lavé la cara mientras la sangre

goteaba constantemente en el baño. Me mojé la nuca y finalmente me

presioné el orificio nasal durante unos segundos. Después me coloqué una

bola de papel higiénico. Oí la voz de mi madre en el exterior, pero opté por

213
tirar de la cadena varias veces y abrir más grifos. Necesitaría una salida

alternativa. No quería volver a enfrentarme a ella. Menos aún a mi padre. Ya

pensaría más tarde en cómo escapar. En mis dedos me ardían las letras de

Carlos. Me senté en la taza del váter. El papel higiénico que colgaba de mi

nariz ya estaba enrojecido. Lo cambié. Desdoblé la hoja y decidí desconectar

de la realidad patente que me golpeaba. Volví a tirar de la cadena y leí

mientras los grifos de la ducha, el lavabo y bidé echaban agua fría a máxima

presión.

Hola, Loco,

Estás siendo malo conmigo. Te mereces unos azotes. ¡Qué picarón soy! ¿Eh?

¿Me has olvidado? ¡Qué cruel eres! No fastidies que esa va a ser tu venganza...

Olvidarme. Menudo rollo. No me gusta nada. Si era esa, lo siento, loco, no

vale. Por eso te escribo. Voy a tomar las riendas del asunto. Perdiste tu

oportunidad. Tenemos que decirnos adiós y va a ser de verdad, ¿te parece? ¡Te

parece! Y cómo decía el dicho, creo, si Mahoma no va a la montaña, será la

montaña la que tendrá que ir a Mahoma. ¡Me encanta ser montaña! ¡Qué

poderío!

No es que tenga poderes, pero tengo contactos. Y no quiero enrollarme en esta

carta. Sí contigo, pero no te dejas. Pero me centro, que pensar en ti me

descentra. Y pienso mucho en ti. ¿Tú? Mis contactos me han dado información,

¿sabes?, además de la posibilidad de tener la libertad suficiente para verte. Y

será lejos de este centro. ¿Qué te parece? ¿Nervioso?

214
Lo he hecho porque veo tu falta de iniciativa, loco, y mis ansias de volver a

hacer el amor contigo me comen por dentro. Así que voy a marcar una fecha,

con hora y lugar. ¡Ay loco! ¡Cuántas noches te recuerdo! Me toco mucho

pensando en ti. Revivo tantos momentos... ¿Lo recuerdas? Y ¿sabes? Invento

nuevos momentos contigo. Y siempre me toco hasta estallar de placer. ¿Y tú?

No me mientas, que sé que eres demasiado malo conmigo. ¡Mira que no

responder mi carta!

Pero concretemos, loco. Tengo dos días libres. El primero será para vernos. El

segundo para complicarte la vida en caso de que no aparezcas. No te diré más.

Eso sí, no te arrepentirás si vienes... Y sí, si no vas. ¡Deseo volver a verte!

Pues anota. No hay tiempo para modificaciones ni rectificaciones. Hazte un

hueco en la agenda. Nos veremos este jueves en la puerta de entrada a las

instalaciones deportivas de ‘El Retiro’. La hora: 22.00 horas. Tengo un regalo

para ti. No me falles, loco, se valiente.

Un beso ardiente.

PD: La chica rubia no se enterará, tranquilo.

Tenía un sudor frío recorriéndome la frente. Las piernas me temblaban y

deseaba apretujar aquella carta hasta convertirla en un punto minúsculo en la

palma de mi mano. Deseaba quemarla, escupirla, pisotearla, lanzarla al

interior de la taza del váter y tirar de la cadena hasta ver que desaparecía de

215
mi vida. Sin embargo, no podía quitarme la minúscula frase de la posdata.

“¡Joder!”.

-¡Hijo, estás bien! –Gritó mi madre golpeando la puerta.

-Sí –respondí seco.

-Por favor, sal, hablamos y lo solucionamos –rogó-, no se lo diré a papá...

-No –dije-. Más tarde.

-Vale...

El silencio volvió a estar protagonizado por los grifos. Decidí cerrarlos. Releí

de nuevo la carta. Me quedé de pie. Me miré al espejo y solté el folio que

Carlos había escrito de puño y letra. Me quité el papel rojizo de la nariz, me

lavé la cara con agua fría y volví a coger la carta sin secarme las manos. La leí

de nuevo. Al terminarla me sentía peor; fatal porque Leticia podría estar

medida en ese embrollo. “¡Qué hijo de puta!”, pensé. Me sentía empujado a

recorrer un camino que temía en exceso; repleto de peligros. Y quizá, sin

salida ni fin. Y no quería correr el riesgo.

Hice una bola de papel con la carta, apreté con fuerza y abandoné el baño

con una idea clara; dos. Iba a verme con Carlos de nuevo, e iba a poner punto

final a lo nuestro.

Abandoné el cuarto de baño, me senté en la cama y guardé las cartas

arrugadas en el cajón. Dos minutos después mi madre volvió a aparecer. No

tenía marca alguna en la cara por fortuna. Estaba triste, apagada y aún

emanaba el rojizo de los lloros recientes.

-¿Estás bien, hijo?

-Sí –repetí.

216
-No quería abofetearte, pero entiende que...

-Yo tampoco, madre –Interrumpí.

-Lo sé, hijo, pero entiende que yo tengo razón, no puedes guardarte ni

ocultarnos...

-¡Ya, madre! Por favor... –Supliqué.

-Pero...

-¡Ya! –Insistí elevando la voz.

Mi madre no estaba conforme, pero accedió al silencio. Sólo hizo un apunte

más.

-No le diré a tu padre lo de las bofetadas, pero sí tiene que saber todo lo de

las cartas.

-Tu misma.

-Y otra cosa...

-¿Qué?

-No vas a ir a la cita con ese chico el jueves.

217
25

La vida improvisa

A
ntes de vivir los enfrentamientos más deseados y temidos, los imagino;

los sueño y reconstruyo en mi mente de todas las maneras posibles.

Filmo pequeñas películas ficticias en mi imaginación. Bajo la luna, en torno a

un silencio otoñal acompañado por el silbar del viento, y con los minutos y

segundos de espera tensos y largos golpeando en los oídos. Son los momentos

previos a lo que será la gran batalla. Sin embargo, luego, cuando el enemigo,

pretendiente, contrario, o término que lleve en dicha ocasión, aparece en

escena, uno espera disponer de margen de maniobra para consumar lo que

uno ha imaginado días antes. No suele ser así.

218
No existe un protocolo establecido. Los segundos que sirven para analizar su

presencia, mirar su mirada, examinar sus gestos, buscar su miedo... Las

peleas físicas y psíquicas no siguen reglas. Trotan libremente. A veces son

sucias. Otras mueren de dolor en uno dentro porque no hay valor para

lanzarlas al exterior. Se ven, se palpan, se sienten en el ambiente, pero se

incineran en nuestras entrañas. Las otras son como las escenas preparadas del

cine. Perfectas; limpias, e incluso preciosas. Pero son las menos, creo yo.

Al final, si echas un breve vistazo al pasado, descubres que de poco sirven los

planes. En la vida se improvisa. No hay guión. Uno es el protagonista de su

gran obra de teatro, y los personajes secundarios que están contigo en escena

actúan con total libertad.

Sin saber muy bien dónde coño me metía, inicié mi locura nocturna como si

tuviera quince años. Escapándome de casa. Aquella noche no dormí en mi

cama. Ese hecho impulsó el futuro inmediato de mi vida diaria.

La noche era fría. El viento azotaba por los entresijos del arbolado. Las hojas

despegaban y aterrizaban sin un circuito concreto. Estaba nervioso. La

humedad me hacía tiritar. Me abrigué. Los días habían pasado como el

pegajoso ritmo de un caracol sobre un rugoso asfalto veraniego. Ni siquiera

me tranquilizó la tarde que pasé en el cine con Leticia. El protagonista murió

al final de la película. Nos besamos, nos tomamos una cerveza y nos

despedimos como siempre. Carlos se colaba en mi cabeza con aire sonriente y

me impedía disfrutar de la cita. Y la actitud de Leti me serenaba. Él no había

atacado a mi chica. Ella estaba feliz. Enamorada; jovial sin razón aparente.

Estuvimos enamorados, acaramelados. “¿Lo estaba yo?”, me lo preguntaba de

219
camino a casa. No tenía la respuesta precisa. Tenía sensaciones, pero no sabía

si simbolizaban el amor. Era feliz a su lado, estaba a gusto, y el miedo a

perderla me aterraba. Sin embargo, durante el trayecto pensativo deseé e

imaginé follarme con todas mis ganas a más de seis chicas. Tres del metro,

dos de la calle.

Después de horas muertas en el sofá, de unos días de clase, y frías

conversaciones con mis padres, llegó el jueves. Huí por la tarde aprovechando

la soledad del hogar. Eran las diez menos diez cuando comencé a pisar las

libres calles empedradas de El Retiro. La incomodidad me abrazaba. Todos los

que me rodeaban eran sospechosos de ser él. Cada paso ajeno me recordaba a

él. Cada ruido alimentaba mi absurda pesadilla. Dudada que estuviera en el

sitio acordado. Sabía que él iba a buscar su momento estelar. Su sorpresa.

Incluso podría estar siguiéndome desde casa. Yo quería joderle ‘su sorpresa’,

pero no sabía cómo, porque todas mis sospechas, a una por minuto, se diluían

al instante.

Llegué al lugar. Era de noche. Varios jóvenes con mochilas abandonaban el

centro deportivo. Dos farolas iluminaban la entrada. El resto del parque se

mantenía oscuro. No había rastro de Carlos. Introduje mi mano en el bolsillo,

y entonces, oí su voz. No acerté su procedencia. La primera palabra que

pronunció fue mi apodo. Nada más. Miré atrás, a un lado y al otro, pero el

vacío emergía con una totalidad absoluta. El aroma a marihuana bailó bajo mi

olfato. Un chispazo de frío encendió mis ojos. Las lágrimas brotaron y

eliminaron mi borrosa mirada. En ese momento, sus dedos en mi hombro

derecho agitaron mi respiración, despertaron mi pánico e hirieron mi miedo.

220
Se había movido como un fantasma. Una luz naranja palpitaba en sus labios.

El humo voló hacia mí.

-¿Quieres? –Susurró tendiéndome el porro.

-No, gracias –musité tembloroso.

-¡Anda, dale un poquito!

Acepté. El calor del cigarrillo liado me ardió en los dedos. Mis labios lo

sujetaron. Respiré profundo, y el tabaco y la marihuana se encendieron para

volar hacia el interior de mi cuerpo.

-Estás tal y como te recuerdo...

-Y tú –asentí devolviéndole el porro tras una última calada.

-Echaba de menos el sabor de tus labios en mis porros –dijo tras dar una

calada.

Sonreí. No pude evitarlo. Fue una sonrisa nerviosa. Estaba casi frente a mí. A

menos de un palmo, pero seguía siendo una sombra en la que solo las pupilas

repletas de brillo le daban vida. El mundo que nos rodeaba había muerto para

mí. Me volví a meter las manos en el bolsillo. Le sentía observarme, como si

sus labios lamieran mi piel. Lamía cada resquicio con sus ojos. Volvieron los

temblores. Entre mis dedos, en el bolsillo del pantalón dormía la fría madera

de la navaja que un día me regaló. Me veía incapaz de usarla, pero en mi

cabeza había aparecido esa imagen infinidad de veces. Todas las noches antes

de dormir, mis sueños se habían inundado de sangre golpeándome tras cada

estocada. Allí, a un palmo escaso de él, la cobardía se reía de mí.

-¿Caminamos? –Preguntó.

-Vale. –Acepté.

221
Traté de mantener la distancia, pero el camino se me hacía cada vez más

estrecho e uniforme. Me costaba caminar con firmeza. Cada paso me sentía

más mareado; borracho. Tembloroso. El miedo me ahogaba. Iba sin un destino

concreto y estábamos demasiado solos. Él no quería mostrar aún sus cartas.

Yo tampoco. De hecho, mi carta sólo era una, dormía en el bolsillo del

pantalón, y cada segundo que pasaba dudaba mucho que fuera a destaparse

sobre el tapete. Abandonar la partida se convertía en la opción más factible.

-¿Por qué me has abandonado? –Rompió el silencio.

-Ya lo sabes –respondí seco.

-No lo sé. -Dio otra calada y me obligó a fumar- Cuenta.

-Es una tontería remover toda nuestra mierda, ¿no crees? –Fumé y me detuve.

-No lo sé, igual sí es divertido. –Rió.

Carlos siguió caminando. Vi su estela. Durante un segundo sentí la

oportunidad. Era la ocasión: “¡Abandona!”. Pero reanudé el camino. Me volví

a parar. Di una calada más, finiquité el porro y lo tiré al suelo. Lo pisé y

respiré hondo.

-Quiero empezar de cero, olvidarme del pasado. De hecho, ya he empezado a

hacerlo. He venido a decirte el adiós definitivo, no hay vuelta atrás y no

acepto chantajes –advertí.

El corazón me abofeteaba el pecho. Me sentí diminuto. Yacía de pie, firme,

pero preso de los nervios. Las rodillas me aleteaban como las alas de un

colibrí. Él me miraba, pero no le veía en aquella fría oscuridad arbolada.

Únicamente sentía su mirada, su aroma y respiración. De pronto, sus pasos se

oyeron en la arena.

222
-Vaya, vaya... –canturreó con sorna mientras empezaba a aplaudir con fuerza-

Alabo tu valentía, no la esperaba.

-No quiero seguir jugando. Tú tu camino y yo el mío –proseguí austero-. En el

pasado nos unió algo, sí, y por tu culpa vivirá siempre con nosotros, pero a

partir de ahora yo quiero vivir algo en lo que ya no estés tú.

-Entiendo... –Masculló compungido-. ¿Éste es tu adiós, loco?

-Sí.

-Pues lo siento, pero tengo que decirte que difiere del mío. Lo siento –planteó

tras una pausa eterna-. Tendremos que negociar, ¿no?

Su rostro se había colocado a un palmo del mío. Al fin le veía la cara. Le olía

la piel a crema. Me devoraba su mirada vidriosa, sonriente y enloquecida.

Evitaba mirar sus labios, los que tantas veces, en la oscuridad, había besado.

-¿Qué quieres? –Me atreví a preguntar.

-Que lo hagamos por última vez –dijo seductor.

-¡Estás loco! –Me giré brusco y traté de huir- Cuídate...

-¡Quieto, loco! –Gritó y me cogió del brazo con fuerza- El final a esta cita lo

pongo yo.

Su gruesa mano sujetaba mi muñeca. Lo hacía con energía y excesiva firmeza.

Yo volví la cabeza. Sonreía. Me miraba seguro de que iba a conseguir lo que se

proponía. No albergaba una sola duda. Su convicción aterraba. Yo me aferré a

la posibilidad de tirar con fuerza, de alejarme; de soltarme. Y me esforcé,

pero increíblemente no lo conseguí. Mi mano libre rozó el bulto del bolsillo.

-¡Suéltame! –chillé sin apenas voz.

-Ni hablar, loco –negó con un sosiego inaudito, y manteniendo la presión sobre

mi muñeca- ¿Has olvidado mis deseos?

223
-No, pero no es mi idea compartirlos.

-¿Y has olvidado a Leticia para venir aquí?

-¡Hijo de puta!

Luché más. Me acerqué a él. Mi mano libre le cogió del cuello. Apreté. Él se

dejó hacer. Sonreía, fascinado por lo que estaba ocurriendo. Él oprimió más

mi muñeca.

-Es una chica guapa –opinó con la voz ahogada-. Entiendo que no la quieras

perder, loco. Pero yo necesito que tengamos una despedida digna.

Acepté la derrota. Solté su cuello con resignación y esperé a que moviera

ficha. Poco después, llegó el movimiento sutil. No pude evitar caer en ese

desliz. De pie, permanecíamos pegados, separados por exiguos centímetros,

ahogado por su mirada, saboreando su aliento, comiéndome su calor.

-No puedes hacerme esto –rogué con aires de desesperación.

-Me gusta tenerte así de cerca. Mucho mejor...

En ese instante, cuando la palabra ‘mejor’ resonaba en mi cabeza, ocurrió. Mi

mano empujada con suavidad resbaló por su muslo y llegó hasta su

entrepierna. Estaba erecto. Apreté la mandíbula, hice un débil gesto de

separación, pero él pegó más mi mano sobre su pene.

-Me gusta respirar tu aliento –continuó con un tono seductor.

-Déjame marchar –pedí con un fino y tembloroso hilo de voz.

-¡Bésame! –Pidió cogiéndome de la cintura.

Cada vez me sentía más agotado. La soledad en aquel parque urbano me

parecía infinita. Tal vez lo era. O tal vez ignoraba mi alrededor. Seguí

224
sintiendo la navaja pegada a mi muslo. No tenía fuerzas ni valor. Se había

convertido en un instrumento inútil.

“Quizá el camino era ese”, pensé. “Quizá deseaba ese camino”. Mi

subconsciente estaba decidiendo por mí y no lo sabía. Nos mirábamos.

Ardíamos. Vivíamos de nuestros alientos. La piel, el calor y la mínima

distancia entre nuestros labios se acentuaba. Pero entonces, hubo un giro

inesperado. Él escupió dos palabras que jamás hubiera imaginado oír en su

voz.

-Puedes irte.

-¿Cómo?

Mi muñeca se liberó. Carlos, extrañamente, dio un paso atrás. La luz de una

pequeña farola se colaba entre los dos y el frío volvía a azotarme.

-No puedo forzar algo que no deseas...

Su rostro lucía hundido. Yo di un paso atrás por instinto. Di otro paso. Miré

alrededor, buscando al agente municipal o persona que hubiera

desencadenado aquello. Sin embargo, estábamos solos.

-Me voy, Carlos –dije titubeando.

Él permaneció callado, quieto, con la cabeza alicaída y la sensación de vivir

en plena tranquilidad. Busqué su mirada, pero estaba perdida. Di otro paso

atrás y empecé a alejarme. Advertí que su aroma seguía pegado a mí; que sus

ojos voraces volaban por mi cabeza; que su calor aún ronroneaba en mi piel.

No llegué a perderle de vista. Y cuando tomé la decisión, no supe el motivo.

Únicamente pregunté.

-¿Será el adiós definitivo?

225
Su sombra se movió. Sus ojos se avivaron y su cuerpo creció de nuevo. Algo

dentro de mí deseaba volver a probar sus labios. Él era una droga. Aquella

cercanía, aquel calor, aquella pasión retenida había sacudido mi apetito

dormido; mi deseo.

La única luz artificial volvió a caer con suavidad sobre nosotros. Las palabras

desaparecieron, y cuando quise utilizar el cerebro y la razón, nuestro

arrebato pasional ya había surcado los cielos y aterrizado de nuevo en la

calma absoluta. La humedad de sus labios inició un beso dulce, suave, casto.

Las caricias emergieron y un latigazo pasional nos desnudó y unió.

226
26

Hacia el libre albedrío

A
manecer desnudo en la calle con la sensación de haber cometido una

locura, despierta sentimientos indescriptibles. Había iniciado un vuelo

denso en el que planeaba cegado por un manto de nubes blancas. Era como si

me devorara esa especie de algodón inexistente. Dudaba. No sabía si sentirme

avergonzado u orgulloso. Necesitaba tiempo, pero corría despacio. Desde el

futuro el pasado siempre se ve de manera distinta.

227
Vestirme, sentir amanecer bajo un habitado arbolado, reír y besar con

satisfacción y armonía hería más mi duda. Ni siquiera el adiós que preguntó él

obtuvo la afirmación que los dos deseamos. Al caminar, supimos que mis

sendas tomaban rumbos opuestos. Que se volvieran a unir en el futuro era una

respuesta difícil de desenvolver.

-¡Sergio! –Gritó.

Me volví al instante, como si estuviera hipnotizado. Tembloroso como un niño.

Carlos parecía una figura enorme a lo lejos. Su piel albina brillaba y su sonrisa

podía saborearse con detalle desde mi posición. Sonreí. Tenía algo entre los

dedos, observé.

-¿Qué?

-Se te olvida esto –dijo sin gritar.

Recorrí los pasos que nos habían separado. Le miré con firmeza. Hallé un

gesto de niño en su rostro. Sobre mi mano posó la navaja. Los dos nos

mantuvimos como estatuas, en silencio. Piaban los pájaros, silbaba

lentamente nuestra respiración.

-¿Definitivo?- Preguntó.

228
-Sí –dije recogiendo la navaja de entre sus dedos.

Lo fue. El fin del principio de mi vida. Mi vida se precipitó a un revés que

quizá yo mismo construí de una manera indirecta. Con los mismos hábitos,

pero con un escenario distinto. Sin llegar a tener las maletas en la misma

puerta, aquella mañana, cuando regresé a casa, los dientes sangrantes de mis

padres escupieron sus palabras más mordientes. No hubo un resquicio de paz

o perdón. No hubo tregua. La decisión estaba tomada, y ni siquiera mi madre

dio un paso atrás. No dudó. Mis excusas no quebrantaban sus sentimientos ni

doblegaban sus raciocinios. Habían tomado la firme decisión a causa de mi

osadía. Si quería ser libre, tendría que volar. Tenía dos semanas para buscar

un nuevo nido. Fieros y serios, no creyeron una sola de mis palabras. No

querían gastar una sola gota de sudor más en mí. Quizá era un farol, pero

nunca arriesgué lo suficiente para averiguarlo. Decidí aprovechar la luz hacia

la que me empujaban para iluminar mi futuro. Darle otro color. Y caminé, con

miedo, pero caminé, y en el camino tropecé con la piedra que me llevó de

bruces a la solución.

Algunos cambios parecen imposibles. Parecen exigir saltos gigantescos, sin

embargo, cuando no queda más remedio y hay que afrontarlos, uno acaba

ejecutándolos. Yo lo hice poco a poco y sin pausa. Y cuando miré al pasado, vi

la otra orilla desde donde partí, y la vi demasiado lejana. Atrás quedaba mi

habitación, mis padres, la casa que me vio nacer y crecer; donde alimenté

muchos de mis dramas.

229
Casi nada es imposible en la vida. Un solo gesto puede transportarte de

inmediato a un escenario inesperado, completamente distinto. Yo di el paso y

coincidí en el camino con Leticia y su hermana mayor.

-Vivamos juntos –dijo tras escucharme durante diez minutos largos.

-Me tengo que ir en dos semanas –repetí.

-Mi hermana busca compañeros de piso, yo quería irme, pero sola dudaba...

-¿Compañeros?

-Sí, se le han ido los dos en una semana. Tiene dos habitaciones.

-No sería mejor compartir cama –insinué.

-Aún no, -cortó seria- es por mi hermana, no nos aceptaría.

-Entiendo.

El precio de las habitaciones, la zona, el piso y la oportunidad precipitó todo.

Lo creí temporal, pero me equivoqué. Era nuestro particular ‘apartamento

para tres’. Mi nueva vida me reubicaba en 70 metros cuadrados. Allí comenzó

mi libre albedrío; mi verdadera existencia sexual. Hasta ahora sólo había

conocido la punta del iceberg. Los meses de sexo más frenéticos de mi vida se

adentraban en mí. La adicción parecía insaciable con el paso del tiempo.

Descubrí la realidad de los polvos salvajes. Leticia retorcía por completo cada

uno de mis músculos mientras desgarraba con sus uñas mi piel. Y sin embargo,

buscaba más. De hecho, allí organicé fiestas con prostitutas, de nuevo con

Manu como gran artífice del evento. Aprovechaba que Leticia y su hermana

organizaban un fin de semana familiar para emborracharnos, drogarnos y

follarnos a dos, tres o cuatro putas. Los gastos nunca corrían de mi cuenta. Y

lejos del ocio y la vida sexual, allí, en aquel apartamento terminé mis

estudios y encontré mi primer trabajo. Mis padres sólo me pagaron los

230
primeros tres meses de alquiler. Allí llegué a vivir cerca de tres años. En ese

tiempo fui feliz. Y realmente, inicié una nueva andadura vital. Creí

convertirme en un hombre y sin darme cuenta comencé a beberme la soberbia

que me proporcionaba el sexo. Porque cuando uno logra sacarle el máximo

provecho al sexo, éste se vuelve sublime en todos los sentidos. Entonces, los

orgasmos aletean en ambas entrepiernas sin descanso. Cada segundo sumido

en la unión de este maravilloso acto es una sobredosis más de placer

imposible de describir con exactitud. El sexo es una droga. Baña de confianza

al ser humano y lo bautiza con una felicidad inamovible. Dudo que exista una

dosis excesiva y mortal. El sexo es la única droga del mundo con facultades

vitales.

Tras vaciar las cajas y las maletas, y asentarme en la habitación, comencé a

devorar sexualmente a Leticia, yo crecí como hombre. Descubrí que los

conocimientos sexuales prácticos me envalentonaban. Saber que había dejado

atrás las eyaculaciones

precoces y que disfrutaba

de horas de placer

inagotables me convirtió

en un personaje más

chulo y prepotente. Y en

absoluto me disgustaba.

Además, con Manu

continuaba más que

patente mi afición

‘putera’. No podía

231
abandonar esa extraña adicción a la prostitución. Además, de pronto había

surgido en mí una nueva inquietud que me empujaba a la infidelidad. Quería y

necesitaba enseñar a las mujeres lo bien que follaba. Ellas debían probarme,

saberlo. El hecho de tener que pagar era algo secundario. Tenía que hacer

valer la oportunidad de ofrecer orgasmos a cualquier chica del mundo. Esa

presión nerviosa previa a la primera penetración se había esfumado.

Caminaba recto abducido por una extraña confianza en mi mismo. Y tras cada

polvo, crecía un centímetro más. Me sentía como un carpintero que se

enzarza enloquecido a golpear clavos de acero con su martillo. Imaginaba

todos los clavos en fila. Yo levantaba el brazo y atizaba sin pausa, una y otra

vez, viendo como las cabezas de acero se hundían en la madera. Cada vez con

mas ira; fuerza y furia. Tampoco me pregunté el motivo, pero tenía esa

necesidad. Me decía: “Quiero meterla en coños jugosos y calientes”. Era un

placer idéntico al de clavar un clavo en la madera. Cada vez que estaba

sumergido en ellas, muchas veces reía en pleno acto. A las putas les daba

igual la risa. A Leticia le cambiaba el gesto. Sin embargo, me era imposible

evitar esa imagen del carpintero que clava clavos y dice con media sonrisa:

“coños jugosos y calientes”.

Practicaba el sexo a diario. A Leticia le encantaba y yo nunca decía que no.

Fue así durante los dos primeros años. Leticia y yo lo hacíamos sin pensar en

las consecuencias. Sólo nos saltábamos los jueves; mi día de putas. Aunque

esas mismas noches, en ocasiones solía despertar a Leti y violarla

consentidamente. A ella le encantaba hacer el amor casi sumida en un sueño

nocturno.

232
Mientras caminaba por este día a día, no miraba atrás. No veía el cambio que

había sufrido mi vida. Únicamente disfrutaba del presente. Olvidarme del

pasado había sido muy fácil. Él único recuerdo del pasado yacía en casa de

mis padres, la que visitaba para tres únicas necesidades. Recogía la

medicación, la correspondencia en blanco y me masturbaba en el baño. Carlos

seguía escribiendo, pero yo había decidido convertirlo en un insólito recuerdo

que borraba tras una eyaculación en soledad.

Dudo mucho que mi futuro hubiera sido alternativo si su hermana no hubiera

visto lo que vio. Llevábamos dos años de convivencia. Creo que hubiera sido

cuestión de tiempo que Leti cazara la realidad de mi vida paralela, o su

hermana la nuestra. Se fue por culpa del sexo evidente. Habíamos arriesgado

mucho, y aunque tenía sospechas sonoras desde hacía meses, aquella tarde

recibió una pitanza visual de órdago. La imagen era dantesca pero real. Fue

un ataque visceral de los muchos que teníamos cuando la soledad del

apartamento nos abandonaba. El cerebro se nos desconectaba y nos

lanzábamos a morder nuestro instinto más primitivo. En aquella ocasión,

estábamos haciéndolo de pie en la cocina, junto a la lavadora. Yo tenía

penetrada a su hermana pequeña. No pudimos hacer nada para evitar que nos

viera. Lo habíamos hecho en todos los lugares posibles del apartamento, y en

la cocina no era la primera vez. Yo lo propuse, ella aceptó. Me encantaba

vivir lo que creía una auténtica película porno. Nunca supe sus motivos porque

no hablábamos de sexo; sólo lo practicábamos. Los míos eran más que

evidentes: Necesitaba el sexo como el comer. Y si no era con ella, no iba a

dudar; tiraría de billetera.

233
Su hermana tardó tres días en abandonarnos, y durante ese tiempo no crucé

una mirada con ella. Nosotros tardamos tres semanas en encontrar

compañero. Leti lo sufrió más porque perdió la confianza. Yo trataba de

quitarle hierro al asunto. Incluso se me despertó un cosquilleo interno al

recordar la escena que califiqué como morbo. Recordarme detenido, dentro

de ella, con los calzoncillos en los tobillos, mientras sus pechos desnudos

colgaban frente e mis labios, me empujaba a una excitación imparable. Ella

se sobresaltó. Yo traté de pie que no se cayera. Fijé mis manos más aún en

sus nalgas. Ella se aferró a la repisa, junto a la lavadora, y al ver que su

hermana seguía inmóvil, junto a la puerta, observándola sin pestañear, se

apegó a mí con brutalidad. Sentí presión en mi pene. Me excité, eyaculé y

temblé. Fueron escasos tres segundos borrosos, pero en ese instante pude ver

a su hermana pasear por la cocina con dulzura, besándome mientras Leticia

quedaba aferrada a mi cintura sintiendo parte de mi elixir colándose por su

vagina. Todo fue un sueño. Desapareció primero de la puerta de la cocina y

después del piso. Lo hizo sin hacer mucho ruido. Tampoco creí que la pillara

por sorpresa después de dos años de convivencia. Ella debía de saber lo

nuestro, sin duda. Las paredes no estaban insonorizadas y existían indicios

típicos y difícilmente excusables; gemidos nocturnos y mañaneros, chirridos

de alcoba o condones olvidados en el baño, e incluso miradas o gestos cada

vez menos sutiles.

Las semanas que tardamos en encontrar compañero de piso vivimos

desatados. Tuve que suspender mi jornada ‘putera’ porque tenía heridas

sexuales en mi pene. Nuestro sexo había alcanzado una violencia extrema,

234
hasta el punto de caernos desde la cama, golpearnos contra una mesilla,

incluso abrir en dos una de las patas de la mesa del salón. También tiramos

una estantería. Desconectábamos por completo durante el acto y

conseguíamos olvidarnos de todos los objetos que nos rodeaban. Nos

golpeábamos en un vaivén continuo sin controlar la fuerza que nos

embargaba. Nos enzarzábamos entre mordiscos y arañazos desmedidos. Perdí

un trocito de oreja en una ocasión y le abrí el labio más de una vez. La sangre

volaba sobre mi piel al ritmo de nuestras eyaculaciones unísonas. Ninguno de

los dos quiso parar aquello, y quizá ese griterío violento expeliendo hormonas

sexuales por todo el apartamento desencadenó mi futuro inmediato.

Leticia fue la encargada de conseguir el nuevo inquilino. Fue chica, y sí, en

apenas un mes descubrió que los dos éramos pareja. Leticia había decidido

alquilar el piso así para evitar que la gente se espantara al vivir con una

pareja. Yo me desentendí. Y los dos continuamos teniendo ese sexo nocturno

que tanto nos encantaba. Era difícil evitar los gemidos, más imposible, el

ruido y casi inevitable ocupar las dos habitaciones. Traté de convencerle a

Leticia de que reveláramos nuestro secreto, sin embargo, ella se negaba.

Quería mantener el juego. Y a ese juego se unió María, la nueva chica de pelo

rizado, con unos kilitos de más, unos pechos enormes y sonriente. Sentada en

el sofá, una noche, en la que los tres veíamos uno de los reality show de una

cadena privada, mi móvil se encendió. Era el ‘Bluetooth’. Me quería llegar

una fotografía. El nick del teléfono móvil que me quería enviar la fotografía

era ‘Quiero follarte’.

Dudé si aceptar. Rechacé y me fui a la cocina a por agua. Dos minutos

después, la pantalla de mi móvil volvió a encenderse. Seguía en la esquina de

235
mi sofá. Miré a Leticia, a mi lado, que descansaba medio dormida sin perder

la compostura. En la otra esquina, María también perdía su mirada en la

televisión. Sin embargo, un gesto le delató. Su mano se perdía en el bolsillo

de su blusa y tenía un tic nervioso en el ojo izquierdo. Sabía que la observaba.

En ese instante acepté. Abrí la foto y descubrí una imagen de ella desnuda en

mi móvil. No veía su cara, pero sin duda era ella. Dos minutos después, la

pantalla de mi móvil volvió a encenderse. En esta ocasión había puesto a su

teléfono el siguiente nombre: “¿Te apetece?”.

236
27

La amante

E
s extraño que una mujer acose a un hombre. Quizá no sea el término

adecuado, pero sí debo decir que no es lo habitual. La mujer suele

conquistar desde la distancia, y si no lo consigue, suele retirarse. Y digo

“suele”, siempre hay excepciones. El hombre suele ser el que asome el papel

de acosador; el que agota e insiste. Su tarea es la de cansar y aferrarse al

sexo opuesto que desea sin atender las señales. No cesa hasta que ella pone

de manifiesto su negación más absoluta. El sexo con una mujer bien lo vale. A

veces, lo es el amor. En mi caso fue el morbo. Estaba de pie, frente a la

lavadora, echando el suavizante en el hueco del detergente, cuando María se

acercó y me tendió distintas prendas para lavar. En su mayoría ropa interior.

Me tembló la voz, el pulso. “¿Por qué?”. Sonreí y cogí una falda, varios

calcetines, un tanga y dos sujetadores que con delicadeza introduje en el

bombo. Jamás me había enfrentado a una mujer con tanta seguridad en sí

237
misma. No sabía si de verdad la tenía, pero algo en ella la transmitía. Su

mirada mordía lo que deseaba e iba a por ello. “¿Eran estas las chicas de siglo

veintiuno?”, pensé cuando la vi abandonar la cocina. Me asustaba. Mi corazón

aún latía temeroso. Y al tiempo, avivaba mi miembro a una velocidad inédita;

o eso creía yo. “¿Era una sensación mental o física?”.

Mi vida se había zambullido en una pequeña charca turbia con un excedente

de víboras a mi alrededor. Dos en apenas setenta metros cuadrados. Una de

ellas me ataba sexualmente, y además, vivía enamorada de mí. La otra me

acorralaba con pequeños gestos que me mordisqueaban los huevos. María

había estudiado farmacia, estaba en pleno periodo de beca y disponía de un

excesivo tiempo libre. Y la chica se había convertido en mi pequeña obsesión.

En apenas un mes había dejado atrás su actitud tímida y silenciosa para

convertirse en la “supuesta guarrilla” que todo hombre desea una vez en su

238
vida. Sin jugar la partida había ganado una gran mano. De hecho, el juego de

los mensajes a través de ‘Bluetooth’ no se zanjó tras la primera noche. Con

tacto, continuó atacando. Dejando sus pequeñas semillas. Ella sabía que yo no

la iba a delatar. Como una buena pescadora, iba dejando que yo mordiera el

cebo del anzuelo lentamente. Además, aprovechaba nuestra soledad para

avivar el contacto vía móvil. Y sin embargo, ninguno de los dos había hablado

del tema. El morbo invadía el apartamento, y la tensión chispeaba cada vez

que nos cruzábamos.

Ella vivía en aquel apartamento porque sus padres le pagaban un máster. Con

la beca no tenía para vivir. Poco más sabía de su vida. Cuando afrontábamos

la soledad, ambos optábamos por encerrarnos en nuestras respectivas

habitaciones. Nuestra comunicación sexual fluía por ‘Bluetooth’. Nuestros

breves diálogos asaltaban en escasas ocasiones, tímidos y vacíos. Desde que

lanzó la primera bala, no había dejado de acotar mi terreno. Yo trabajaba

hasta las cinco de la tarde, Leticia lo hacía hasta las nueve de la noche de

dependiente en una firma de ropa. Aquellas horas de soledad con María se me

hacían interminables. Trataba de luchar contra una tentación demasiado

fácil. Por mucho que buscara planes alternativos, siempre acababa en casa

antes de tiempo. Ella no me atraía, pero me había puesto sobre la mesa, en

bandeja, una excelente merienda sexual. Sólo tenía que dar el paso, atrapar

el bistec y morder.

Nuestro salón era amplio y oscuro. Nuestras habitaciones estaban pegadas

unas a otras. La mía era la de la esquina, aunque supuestamente, porque en

aquella cama pequeña no dormía casi nunca. En el medio dormía yo con

239
Leticia. En la habitación más próxima al salón y a la cocina dormía María.

Nadie entraba en el cuarto de nadie. En la cocina, compartíamos ciertos

productos comunes. En la nevera nos distribuíamos por baldas. Era extraño

para Leticia y para mí, pero ella, por alguna razón que nunca pregunté,

mantenía esa artificial apariencia. El mando de la tele era de Leticia, si bien,

María compartía gustos televisivos. Yo era más de la lectura o la indiferencia.

No teníamos turnos para limpieza oficiales, pero sí mentales. Cada semana

limpiábamos uno de los tres. Y raramente, nadie se los saltaba. Todo

funcionaba bien. La única incomodidad me arañaba cuando su móvil y el mío

decidían penetrar en ese extravagante juego erótico de nimia distancia.

Ninguno daba un solo paso hacia el cuerpo a cuerpo. Ninguno declaraba la

retirada; Ni cortábamos el juego por lo sano ni avanzábamos para jugar en un

nivel superior. Ambos, que habíamos aceptado las reglas.

Al mes de conocernos, alcanzamos el disparate divino. Ella decidió poner su

correo electrónico en el nombre del móvil y activó el ‘Bluetooth’. Un minuto

después tenía en mi teléfono un nuevo tono y su dirección de mail. Tres

minutos más tarde estábamos hablando por Internet a una sola habitación de

distancia. Absurdo; morboso. Monstruosamente morboso. Por primera vez,

practiqué ‘cibersexo’. Era tal la vergüenza, que cuando terminábamos,

desconectábamos y permanecíamos encerrados en la habitación. Era mi

“ciber-amante”, me dije sonriente, tumbado en la cama y aún con pequeños

fluidos seminales en la punta de mi pene. En ese instante, ante el pánico de

la presunta soledad y el silencio real, opté por escuchar un excelente disco

acústico de Nirvana. Esperé a que Leticia llegara a casa, y entonces, María y

yo nos vimos. Sin embargo, apenas intercambié pequeñas palabras que

240
construían estúpidas frases impersonales. Aquella tarde sexual a distancia

viciada por la imaginación y la creatividad individual se repitió tres veces más

antes de que uno de los dos decidiera mostrar sus cartas. Ella ganó y planteó

cambiar de juego. Yo me negué.

Manu me dio plantón un jueves. Y aquella tarde, con una cerveza en la mano,

María decidió acompañarme, mirarme desde la distancia en el sofá, sonreírme

y azotar la tensión que respirábamos impacientes. La tele empequeñeció, el

salón subió de temperatura, el oxígeno se esfumó y ella rompió el hielo tras

echar limón a su cerveza.

-¿Hoy no vas al ordenador?

La pregunta me inquietó literalmente. Di un diminuto respingo, bajé el

volumen de la televisión, bebí cerveza de una lata y examiné su figura.

Apenas se parecía a la que yo había imaginado durante nuestra conversación

erótica en Internet. Ella puso sus piernas desnudas sobre la mesa y solo se

colocó el vestido para que no le viera las bragas.

-Aún no... –respondí alicaído

-¿Prefieres ver la tele?

-No...

-¿Y qué prefieres?

-No sé. –Me incomodó y bebí.

-Igual tienes una amiga en Internet con la que charlar un rato –insinuó

recolocándose las piernas, que continuaron mostrándome su desnudez

blanquecina.

-Igual... –Afirmé aceptando el juego y con media sonrisa.

241
Miré la hora del móvil. Era pronto. Leticia no iba a parar el combate que ella

quería iniciar. “¿Pero adónde íbamos? ¿Ficción o realidad?”

-¿Entonces? –Insinuó mientras recortaba la distancia que nos separaba del

sofá.

Terminé la cerveza y sentí una prominencia importante en mi entrepierna.

Estaba inquieto ante la oportunidad de follarme a una tía que no me atraía

pero que me inflaba un efecto morboso inconcebible. Mi cerebro trabajaba en

exceso en aquellos instantes. No podía retirarme de la cabeza el rostro de

Leticia. La veía llegar cansada, contándome sus problemas, desnudándose en

la habitación, besándome y haciéndome el amor como todas las noches.

-Sergio, te quedaste mudo... –Susurró.

-No, en absoluto –dije sin una gota de saliva.

-¿Me voy al cuarto? –Preguntó.

-Como quieras... –respondí sonriente.

-Si fuera lo que yo quiero... –Insinuó dando un pequeño saltito más en el sofá.

Su piel me rozaba- ¿A qué jugamos?

-No sé...

-La realidad siempre es mejor que la red...

-Lo sé...

-¿Entonces?

Podía oler su piel. Sentía su respiración; ese aroma a cerveza humedeciendo

sus labios. Me estremecía el suave balanceo de su brazo sobre el mío. Me

achicharraba su mirada, y me hería la conciencia cuando mis ojos se distraían

hacia la puerta de entrada. No podía dejar de pensar en Leticia. Quizá no en

242
ella y el daño que podría hacerle, sino en el riesgo. En esa duda, María se

apoyó en mi hombro y me susurró al oído.

-Quiero que hagamos realidad el final de la otra tarde...

-¿De verdad lo haces tan bien? –Pregunté mientras sentía sus labios por mi

cuello.

-De verdad –afirmó.

El siguiente paso lo ejecutó de manera vertiginosa. Y dos minutos después

María ya había movida ficha. Abrió sus piernas, se colocó sobre las mías y

comenzó a besarme. Bajo el vestido no llevaba bragas. Me besaba los labios,

el cuello, me quitó la camiseta y me besó la clavícula, los pectorales, y en

tanto, yo trataba de acariciarle los pechos, enormes, preciosos con unos

amplios pezones marrones. La realidad nos vapuleó sexualmente. Ella me

desabotonó los pantalones y me masturbó. Resbaló sobre mí y quedó de

rodillas sin soltarme el pene. Me lo lamió, lo chupó, lo succionó y ella me

permitió eyacular. Le encantó saborear. Tenía razón, lo hacía muy bien.

-¿Vamos a mi cuarto?

-Un momento, –dije- voy al baño.

El arrepentimiento me roía y alimentaba mis dudas cerebrales. Me limpié los

fluidos. La puerta se abrió por detrás. El corazón se me detuvo un instante.

-¿Estás bien?

-¡Joder! ¡Qué susto, tía!

-Lo siento.

Me subí el pantalón y mentí.

-Lo siento, tendremos que continuar otro día, tengo que irme –apunté

echando un vistazo al móvil-. Lo siento, de verdad.

243
Ella se quedó mirándome unos segundos, después me dijo que lo entendía. Yo

me encerré en la habitación, me eché desodorante y salí a la calle sin

despedirme de María, que también, sin mediar palabra, estaba escondida en

su cuarto con la puerta cerrada. Caminé, caminé y pensé. No era el hecho de

la infidelidad, era el acto de haber corrido tanto riesgo lo que me

preocupaba. “¿O no?”. Me importaba interpretar las sensaciones

recientemente vividas y así poder tomar una decisión; un rumbo. Sin

embargo, no las descifré. Me tomé una cerveza en un bar, en soledad, y a la

segunda vi todo con mayor claridad; tenía que disfrutar más de aquellas

mamadas. Aquella tarde, cuando volví a casa era de noche. Leticia

descansaba en una esquina del sofá, casualmente, en la misma que María me

había hecho la felación hacía unas horas. Ella estaba en la habitación. Aquella

noche, por primera vez en tiempo, no hicimos el amor.

No volví a tener noticias de María hasta una semana después, en un escueto

mail. Mi vida no volvió a darse un revolcón hasta una semana después y dos

días de un fin de semana. Esas 48 horas las viví con Manu y Javi de senderismo

en plena Sierra de Ávila. Necesitaba desconectar de la presión de la charca de

víboras en la que se había convertido nuestro ‘apartamento para tres’.

Además, el sexo con Leticia había perdido un pelín de intensidad; o eso creía

yo, y mi cabeza no podía quitarse de la cabeza los labios de María limpiando

con suavidad las “venas de mi polla”. Me reí al pensarlo. La tarde que sobre la

espalda cargaba una mochila, leí el mail. Me preguntaba si le había gustado y

si quería repetir. Que si no le había gustado, que no pasaba nada, que se

244
olvidaría de mí. Sonreí, y respondí. “A la vuelta repetimos. Queda mucho por

practicar...”

Y practicamos. No pude quitarme de la cabeza nuestras actuaciones

pendientes. La montaña me ayudó a pensar, y entre rocas, árboles, aves,

riachuelos y paz rural me planteé que quizá la relación sexual con Leticia

había llegado a tocar techo y necesitaba investigar nuevos pantanos. La

necesidad siempre latía en mí, pero la noche nunca me había ofrecido la

oportunidad si no era tirando de billetera o tarjeta de crédito.

Llegué a casa un domingo a las seis de la tarde. Junto a Manu y Javi había

tomado más de seis cervezas antes, en un bar que quedaba junto al

apartamento. Habíamos llegado a la ciudad a mediodía, habíamos comido de

tapas y bebido. Estaba ligeramente ebrio.

-¿Hola? –Asomó su cabeza desde la habitación.

-Hola –dije roto por el agotamiento y el alcohol- ¿Leticia?

-Trabajando –anotó con felicidad-. Al final ayer cambió el turno a una

compañera.

-Ajá...

Se acercó a mí. Levanté las palmas de las manos pidiéndole un respiro. Sonreí

y la besé ligeramente en los labios. Me descolgué la mochila de los hombros,

caminé por el pasillo sin dar tumbos, abrí la puerta de mi habitación y lancé

la mochila con brusquedad.

-¿Saldamos cuentas? –Preguntó desde el fondo del pasillo con un tono de voz

que me resultó deliciosamente picarón.

-Saldamos –afirmé-, un momento.

245
Me encerré en el baño, me lavé las manos y busqué los preservativos que

nunca usábamos. No quería convertir mi pene en una ruleta rusa con todas las

mujeres. Ya me había metido en un callejón sin salida con Leticia, no quería

ampliar mis complicaciones y envolverme en una telaraña vírica. Busqué pero

no encontré. Pensé, “en la mesilla de la habitación de Leticia”. Salí, ella ya

no estaba en el pasillo.

-¡Ahora voy! –Grité.

Entré en la habitación de Leticia; la nuestra. Abrí el primer cajón. Vi sus

bragas y tangas, después varios preservativos sueltos. “¡Bingo!”. Sin embargo,

la mirada se me hundió de pronto en el parqué. Fue como si alguien me

hubiera arrancado los ojos y me los hubiera pegado en el suelo. Junto a la

cama, donde yo había vivido tanto, descansaba un preservativo usado. Lo

intuía, porque estaba dentro

de su sobre verde. Parpadeé,

pero seguí allí. Me arrodillé y

me quedé observando

aquello durante largos

segundos. “¿Me engañaba

Leticia?”, cavilé. “¡Joder!”,

grité. No tenía elección.

Estiré el brazo, cogí el

envoltorio y con mis dedos

saqué el fino plástico de

color beige.

-¿Estás bien?

246
La voz llegó desde la puerta. Yo me puse de pie. Solté el envoltorio y sólo

pude verme como un estúpido sujetando un preservativo lleno de semen. Las

rodillas me temblaban y ni siquiera podía ver con nitidez el rostro de María,

que optó por la mudez. “No es mío, no es mío”, me repetía en silencio una y

otra vez y otra vez, deseoso de hallar un error en mis recuerdos. “No es mío”,

me afirmé tras largos segundos.

247
28

A 2 y 3 bandas

M
e obsesiono con las mujeres. Ese, tal vez, es mi problema. Siempre me

ha ocurrido, y en aquella época lo descubrí. Nunca supe reponerme

con dignidad. Ni siquiera actué con diligencia. Tampoco me entristecí. Ni me

enfadé. Tampoco pedí una explicación. La venganza, de la única manera que

entonces la conocía, la apliqué. Tampoco creo que María dudara de su papel.

Ella era la amante y su cuerpo mi momento de placer vengativo. La duda me

atormentaba en una única y escueta pregunta. “¿Por qué?”

Volví a recorrer el mismo camino diez minutos después. Lo hice de igual

manera, con un preservativo entre los dedos, pero en esa segunda ocasión,

desnudo. María reposaba en la cama, en cueros; en su cama. Yo me sentía

satisfecho, en paz, sin las ansias inmediatas de saber el porqué del primer

condón. Me quedé de pie, en la cocina, con el preservativo usado entre mis

dedos y mi pene aún levemente erecto. Abrí el cubo de la basura, y con

248
valentía lo dejé caer sin querer ocultarlo. Era mi manera de plantear la

batalla. Miré el reloj de la cocina. Eran las ocho y cinco de la tarde.

Entrábamos en zona de riesgo 3. Dejé atrás mi habitación y la de Leticia. Me

atusé el pelo en el baño, oriné y volví con María. Salté sobre la cama y nos

besamos.

Leticia llegó cansada a las nueve de la noche. No había rastro de la contienda

sexual anterior. Me miró. Su enorme bolso aún colgaba del hombro. Lo hizo

con frialdad. Caminó deprisa hacia su cuarto, y cuatro segundos después,

asomó la cabeza y me buscó. Le vi desde el salón.

-¿Qué tal, pequeña? –Pregunté.

-Te necesito –susurró.

-¿Cómo? –Pregunté acercándome hasta ella.

-Un buen polvo... He tenido un día horrible –dijo en voz baja y desplegando

media sonrisa.

-Pero... ¿Y...?

-Me da igual. ¡Vamos! ¡Pasa!

Fue un polvo extraño. Siempre sin valorar los no gratuitos ni los

homosexuales. Una infidelidad con doble sentido. “¿Quién era la engañada?”,

me cuestioné. Sin lugar a dudas, cuando Leticia cabalgaba sobre mí, supe que

ella era la principal. Sin embargo, no podía evitar sentir pena por María. Al

tiempo, la rabia me pellizcaba. El preservativo me reavivó un ardor

estomacal. Traté de acelerar aquel momento sexual; dibujar en su interior el

punto y final. Las ideas se me acumulaban en la cabeza, y aunque era capaz

de mantener la erección con facilidad, era incapaz de correrme. Traté de

alcanzar su techo sexual para excitarme, pero sólo logré que ella se corriera,

249
tuviera un orgasmo y gritara. “¡Joder!”, pensé mientras la besaba. Ella me

mordió y arañó al tiempo que los dos nos hundíamos sudorosos en una final

apoteósico.

María no hablaba. Yo tampoco. Teníamos sexo y conversaciones vacías;

divertidas, pero sin trascender en ningún momento en lo que implicaba la

relación. Ella obviaba y yo me dejaba lleva por la otra manera de sentir el

sexo. María disfrutaba más de los preliminares. Me besaba por todo el cuerpo,

me tensaba y destensaba con sus caricias labiales, y cuando llegábamos a la

penetración, ambos rozábamos un orgasmo casi constante. Lográbamos

mantenernos en esa cima deliciosa durante largos minutos. Y en el momento

que la velocidad rompía la belleza sexual y llegaba el “córrase quien pueda”,

entonces el placer escupía a borbotones nuestro elixir. Sentía cómo los

espasmos de mi semen le golpeaban sin cesar. Sin alcanzar el salvajismo que

250
en ocasiones me atrapaba y cautivaba con Leticia, disfrutaba de un sexo

plenamente distinto. Me entusiasmaba y necesitaba bucear más en ella.

Y no abandoné a Leti. Tampoco le pregunté por el preservativo. Ella tampoco

preguntó por el que yo tiré. No al menos de manera directa y acusadora.

Ocurrió tres días después, una noche que María se acostó temprano después

de que el sofá se hubiera convertido en una olla a presión porque los mimos

de una encendían la ira de la otra. La tierra no me tragó. María optó por la

retirada, y en ese instante, Leticia abordó el tema.

-¿Sabes si se ha echado novio, amante o rollete?

La pregunta me cazó por sorpresa. Incluso sentí sudores fríos. Temblé, y

seguro que sufrí un leve cambio en el color de mi piel.

-No, ¿por?

-Es que... –Bajó el tono de voz- Después del fin de semana que tú te fuiste a

la Sierra aparecieron dos condones en la papelera de la cocina.

-¿Dos? –Pregunté sorprendido.

-Sí, ahí, sin envolver ni nada... –Musitó.

No pude por menos que mantenerme en silencio durante largos segundos. “¿A

qué jugaba?” Aquella maldita conversación Me enervaba. “¡Qué hija de

puta!”, pensé dejando escapar una sonrisita por la comisura de mis labios.

-Tendrá derecho, ¿no? –Hablé al fin.

-Pero no sé, –estalló con un humor más bronco- debería ser más limpia.

-Déjala, mujer

-¡Se lo voy a decir! –Saltó- ¡Joder, Sergio! Aquí vivimos tres, y aunque no

tenemos reglas estrictas, algo de educación, decencia...

251
-Leticia, por favor –interrumpí sujetando sus brazos con suavidad-, no

hagamos una montaña de esto.

-¿Te pones de su parte? –Me reprochó encendida.

-No, en absoluto. –Traté de mantener la calma, manteniendo el silencio y

dudando qué decir o si decirlo.

-¿Entonces?

-Sólo ha ocurrido una vez, démosle un voto de confianza –apacigüé.

Aquello del voto de confianza no calmó mucho a Leticia, pero sí mi beso.

Luego ella acabó arrastrándome a la cama casi de manera literal. El tema de

los condones se finiquitó ahí. Nunca volví a saber de ellos en meses.

Curiosamente la vida que envolvían murió y resucitó.

Mantener una relación a dos bandas agobia mucho mentalmente; agota. Ya no

es solo el famoso error del nombre, que es el mínimo a superar para mantener

una ‘bi-relación’, sino el hecho de las historias que cuentas; qué cuentas y

cómo las cuentas. Hay que construir dos vidas. Una de ellas es más de verdad,

la otra es más de mentira. Hay aspectos de una vida que los puedes

aprovechar para tu otra vida, pero hay otras que es obligatorio ocultar. En mi

caso todo fue más sencillo, porque aunque no fuera explicito, María sabía de

mi vida real. Ella sólo fingía cuando Leticia estaba en casa, y yo cada vez me

las ingeniaba mejor para irnos fuera cuando ella estuviera. Además, María

colaboraba, y cada vez desaparecía con mayor asiduidad cuando los dos

descansábamos en el sofá.

El pequeño escalón piramidal llegaba los jueves. Manu seguía llamándome y

me era difícil; casi imposible decirle que no. Tomábamos copas, nos

252
drogábamos y nos contábamos la vida semanal. Risas, intentos de ligues

gratuitos imposibles por nuestra ebriedad, y al final, la derrota tirando de

billetera o tarjeta de crédito en un club. La verdad es que yo empezaba a

cansarme de aquella pelea nocturna que siempre me despertaba con resaca,

peor cuerpo y varios dígitos menos en mi cuenta bancaria. Pero una noche,

Mika apareció junto a la barra y me enamoré.

Siempre me ha parecido más fácil el billar de las bolas de colores, una blanca,

una negra y seis agujeros. Sólo tienes que preocuparte de meterlas. Nunca me

gustó el billar a tres bandas. Excesiva dificultad; excesiva maña. En esos casos

abandono. Prefiero lo fácil. Llegar, coger el palo, untarle el taco, apuntar,

acariciarlo, empujar, golpear y meter. Es maravillosa la sensación de golpear

las bolas de billar. Uno puede imaginar el ruido que produce sin llegar a

pestañear.

La noche que solté 40 euros a Mika y volví a casa caminando solo con

pequeñas dosis etílicas en mis venas y unos cuantos miligramos de coca en mi

organismo, descubrí que me obsesionaba con facilidad con ciertas mujeres.

No era amor. Me encaprichaba y necesitaba descubrirlas, vivir su vida,

follarlas, y luego hacer con ellas el amor varias veces. Esa noche, con el olor

de Mika aún en la piel, supe que por muchos años que viviera con Leticia, ella

no era el amor de mi vida. Tampoco María, y quizá, casi imposible que lo

fuera Mika, una chica del Congo de 22 años que hablaba un perfecto español.

Sus ojos me hipnotizaban como a un niño de un año un sonajero. Sin embargo,

ella era puta y yo un hijo de puta.

253
Pese a la dificultad lo intenté. Deseaba conocer a aquella mujer de piel

nocturna. Deseaba invitarla a cenar, a un helado, a follar cien veces, sacarla

de la prostitución, desayunar a su lado... Las imágenes me golpeaban de

camino a casa, lo que tal vez perjudicaba más aún mi inexistente rectitud.

También sabía que era cuestión de tiempo que yo me aburriera de ella. “Ese

era mi problema”, pensé frente al portal. Siempre habría una mujer en el

mundo con la que yo quisiera acostarme y mantener una relación. Aunque yo

ya tuviera una. “¿Aunque estuviera enamorado?” Aquella noche me dije que

sí. Tenía el deseo perenne de investigar el sexo opuesto.

Sonreí, subí las escaleras, ebrio, y las imaginé a las dos dormidas. Reí. “Si es

sexo, cualquier chica vale, o casi”, me dije emitiendo una muda carcajada.

Abrí la puerta y pensé de nuevo en Mika. “¿Cómo era su vida?”

Nunca lo adiviné. Uno no gana todas las batallas, y quizá es la derrota la que

más enseña. La victoria es disfrute y ciega. Tal vez en esta historia no haya

hablado de todas mis derrotas; sexuales, sentimentales o vitales. Uno siempre

guarda secretos.

Me obsesioné y comencé a ser yo el que llamaba a Manu. Y como trabajaba y

tenía un sueldo 'decente' comencé a ser yo el que compraba e invitaba a

droga y a copas. Sin embargo, el largo viaje hacia la noche no era sencillo y

debía evitar pequeñas zancadillas y piedras molestas en los zapatos. Una de

ellas era que Manu quería cambiar de club. Yo insistía en repetir, y además,

siempre esperaba a que él subiera a la habitación para irme con Mika. Tenía

que cumplir su regla básica: “No repetir con una puta”. Yo alcancé mi cifra

récord: 7 noches con ella. La séptima, borracho, pero que muy borracho, y

254
‘encocao’, me declaré a ella y perdí. Mika decidió cerrarme la puerta y

derrotar mis intentos. Yo acepté la derrota como un verdadero inútil

impotente.

Por primera vez en mi vida, follarme a Mika era secundario. Deseaba sentirla

y verla en otro estado. Anhelaba descubrir su piel a la luz del día. Y por

supuesto, también follármela mientras esa claridad del alba iluminaba su

cuerpo desnudo. Follármela sin ese mecanismo económico y temporal que

enfría el sistema de la prostitución. Y así se lo dije.

-Estás loco, nene –dijo ruborizada.

-Habló en serio –balbuceé-, vente conmigo.

-Vístete, guapo –dijo colocándose el topo que escondía sus pechos de

chocolate- dormirla te sentará bien.

-Mika... –farfullé- Me gustas...

-Por favor, señorito Sergio, váyase –suplicó.

-¡Te quiero! –Grité.

De pronto la vi avanzar. Sentí sus dedos en mis bíceps. Una fuerza desorbitada

emergió de ella y comenzó a arrastrarme. Las lágrimas se descolgaban de mis

párpados y su gesto serio continuaba expulsándome de la habitación. No

peleé. Rogué, pero me dejé hacer. Recuerdo que Mika me susurró una última

frase.

-Esta fue nuestra última cita...

De rodillas, me quedé quieto en el pasillo, sobre una alfombra morada, en

calzoncillos, con los vaqueros, mi camisa y la corbata del trabajo sobre el

regazo. Avergonzado. La puerta se abrió y con ella la esperanza, no obstante,

sólo fueron mis zapatos con los arrugados calcetines en su interior.

255
Bebí demasiado aquella noche. Mucho más. Ni siquiera esperé a Manu. Me

sentí tan derrotado... Creí ser una estrella de Hollywood al que le rompen el

corazón en cien mil pedazos y se lo queman. Pedí un whisky con hielo. Me

bebí tres más y no encontré la salida del bar. Me ayudaron. Tampoco encontré

el camino a casa. Ni siquiera podía dar un paso sobre otro. Me senté, vomité y

traté de volver a caminar. De nuevo vomité. La memoria me abandonó, el

recuerdo decidió irse a dormir y yo me emborroné por completo. No sé qué

sucedió aquella noche. Cuando salí de un taxi aún era de noche. Y al

despertar me dolía la cabeza, la luz del sol entraba por la ventana y tenía el

paladar como un estropajo disecado. Estaba completamente desnudo, me giré

y besé a Leticia. Abrí los ojos y vi mi error. El rostro sonriente y aún

somnoliento era el de María.

256
29

El cazador cazado

E
l miedo es un sentimiento que cuando se apodera de uno, bloquea todo

sistema de raciocinio. Suele disparar la adrenalina e impulsar al cuerpo

humano a ejecutar actos incontrolados que pueden alcanzar límites

insospechados. Aquella mañana, el miedo me atormentaba. Desnudo, a

escasos centímetros de María, buscaba y no encontraba una sola imagen del

pasado que construyera mi camino hasta aquella cama. Me sentía indefenso,

impotente, avergonzado, y sin una explicación coherente que ofrecer a mi

cerebro exhausto. “¡Por qué!”

Abrí los ojos hasta alcanzar una amplitud mayor del entorno. María sonreía.

Me volvió a besar, acarició mi torso con su dedo índice con excesiva suavidad.

Yo me mantuve quieto con la respiración sostenida, nervioso y muerto. Me

257
sentí un muñeco de cera, aunque ante aquel calor corporal me hubiera

derretido. Recordaba. Hacía mil esfuerzos por recordar, pero el final de la

noche estaba velado en mi memoria fotográfica. A la luz seguía habiendo

oscuridad; negro absoluto. “¡Joder!”. Mi última imagen se remontaba una y

otra vez a la calle, al fugaz encendido de una luz verde que se alejaba calle

abajo sobre un vehículo blanco. Veía esa escena una y otra vez en la cama

indebida y no conseguía avanzar hacia el final de la noche; hacia mi destino

matinal. La resaca peleaba con los últimos latigazos de la borrachera. Los

segundos me parecían minutos y el instante una eternidad.

Un portazo me sobresaltó. Icé mi cuerpo hasta dejarlo sentado sobre la cama

con mis manos sujetas a las sábanas del colchón. Me giré despacio y traté de

poner los pies en el suelo sin marearme. Desnudo, sobre el parqué, busqué mi

258
ropa. La planta de mi pie pisó el botón de mi pantalón. Fue como un

minúsculo mordisco. Traté de no ser derrotado por el mareo. Me sostuve tras

un suave vaivén, miré al frente y al fin escupí mis primeras palabras.

-¿Qué ha pasado? -Mi voz sonó ronca y pastosa.

María sonrió ya de pie al otro lado de la cama, colocándose una bata verde

escondiendo su desnudez completa. El miedo me castigó más la inseguridad.

-Estabas borracho –dijo indiferente pero jovial-, muy borracho.

-¿Y...? ¡Joder!

Encontré mis calzoncillos entre las sábanas. Oí pasos. Me meaba encima de

miedo y también casi de manera literal. Mi vejiga iba a explotar. María se

había ajustado la bata hasta tapar por completo su cuerpo de cuello a

tobillos. Yo me subí los pantalones con torpeza. Afuera los pasos se sucedían,

las puertas se abrían y se cerraban. El miedo me mordía la yugular y

disfrutaba con mi acelerado ritmo arterial. Me sentía muy débil.

-Tranquilo –dijo caminando hacia la puerta-. Yo lo explico...

-¡Para! –Grité en un susurro histérico al tiempo que daba un salto torpón que

me colocó frente a ella- Necesitamos un plan.

-No nos va a dar tiempo, Sergio. Actuemos con naturalidad, además, Leticia

acaba de despertarse...

-¡Y una leche!

Aquella fue mi última expresión en la soledad dual. La frase se me repitió

durante largos y eternos minutos. Quizá fue porque como nunca actúo bien

bajo presión, utilicé aquella voz en mi cabeza para escudarme de la batalla

sangrienta que se avecinaba. Todo se precipitó. De pronto, una bofetada me

hundió hasta la profundidad más oscura del océano. La bofetada fue la puerta

259
de la habitación de María, la fuerza fue la mirada de Leticia. Repleta de ira y

tristeza, pude palpar el resplandor de sus ojos en llamas. Y de la sequedad de

sus pupilas emergieron dos enormes olas que inundaron aquella habitación

hasta arrojarme con brío a la más absoluta oscuridad.

Los pantalones se me deslizaron de entre los dedos y quedaron rugosos en mis

tobillos. La habitación encogió como si fuera de plastilina y un niño hubiera

decidido apretujarla al límite. Me faltaba aire. Me ahogaba en aquella

silenciosa tensión. Mi corazón aturdido y temeroso no cesaba de nadar en

busca de una superficie en calma, pero en la humedad más claustrofóbica no

hallaba la superficie; el aire; el oxígeno. “¡Mierda!”. Me subí de nuevo los

pantalones a gran velocidad. La resaca me clavó un cuchillo en la sien, pero

fue una herida fugaz. Busqué el resto de mi ropa, que dormía ebria en el

suelo. Leticia ya debía de estar hablándome, sin embargo, yo no podía

escuchar ni una sola de sus palabras. Vi a María de reojo. Había retrocedido

varios pasos y se ajustaba la bata hasta el cuello. De nuevo la boca de Leti

vocalizó mi nombre. En esa ocasión, sus palabras sí martillearon mi cabeza.

-Sergio, por favor, ¿me vas a decir qué coño haces aquí?

-No sé –acerté a responder como un gilipollas-, me he despertado...

-¡Cómo que no sabes! –Gritó retirándose las lágrimas de la cara y sin moverse

aún un ápice de la puerta de entrada.

-No hemos hecho nada –aclaré sin firmeza mientras me abotonaba la camisa.

-¿Cómo? No puedo creérmelo. ¡Increíble! ¡Encima! ¡Joder! -–Dio tres pasos con

furia y decisión, y me abofeteó.

260
-Estaba muy borracho, no me acuerdo... –Justificaba mientras dolido mi mano

acariciaba el cosquilleo de mi mejilla-. Pero te juro que no ha pasado nada,

¿verdad?

María se había pegado a la ventana. Ni siquiera hubiera podido verla de reojo,

pero en ese momento la estaba mirando. Leti había decidido obviarla en esa

primera fase de la batalla.

-Sergio... no, no... –Se trabó. Cogió aire y tras retirarse las lágrimas giro el

cuello.- ¿Y tú? ¿Tú qué?

La cuchillada vocal cazó por sorpresa a María, y al oír el tono de voz

mordiéndole el cuello se sobresaltó. Aproveché la tregua para recuperar mi

corbata, mis calcetines y mis zapatos. Observé a María, sosegada y escondida

tras la cama, de pie, con los brazos cruzados.

-No pasó nada, Leticia. Tiene razón –dijo mirándome con lástima-. Si me dejas

te lo explico.

La prepotencia no debió gustar a Leticia, que cruzó los brazos también y se

dibujó con una pose de incrédula a la espera paciente de la explicación. Yo en

cambio estaba impaciente por oír la historia.

-Cuando llegó yo estaba en el ordenador. Esta noche no he dormido. –Parecía

sincerarse- Él estaba muy borracho...

-¿Y? –Exigió Leticia.

-Yo estaba... –Tomó aire y bajó la mirada- Chateaba con un amigo... Iba ligera

de ropa y él empezó a vacilarme...

-¿Por?

-Porque casi me pilla en pleno...

-¡Qué!

261
El silencio inundó la habitación. Sólo bailaban nuestras respiraciones

aceleradas. Todos cruzamos las miradas un instante buscando una respuesta.

María apretó los labios, tomó de nuevo aire y expulsó su verdad.

-Estaba teniendo sexo por Internet... ¡Vamos, cibersexo!

Mentía. Lo sabía. Los dos minutos de tregua me habían dejado observar y

rescatar alguno de los detalles que antes había obviado. El primero; el que

más me atormentaba, dormía sobre la mesilla del fondo, a escasos dos metros

de María. Un nuevo maldito preservativo usado y escondido en su sobre rojizo

roto. Yacía en una esquina, junto a un libro de Ken Follet y una lámpara de

flores. Rezaba porque cayera al suelo, pero no era creyente. De pronto,

imágenes reales o ficticias en forma de recuerdos me atropellaron e

invadieron mi memoria.

-¿Y él te ayudó? –Ironizó, señalándome sin mirar.

-No –respondió con rotundidad.

-¿Entonces?

María exhibió media sonrisa pícara, cómplice, y de nuevo, jovial.

-Se quedó dormido ahí, en la silla.

-¿Y la ropa?

-Leti, no le des más vueltas. No pasó nada. Se emborrachó, empezó a quitarse

la ropa burlándose de mí, y cuando iba a irse a la cama contigo se quedó

dormido...

De nuevo el silencio, y cada vez era más incómodo. Observé a Leticia, más

convencida, más serena, menos lacrimosa. Ella volvió la mirada hacia mí. No

había perdón, pero sí una gota de luz en aquella completa oscuridad.

-Lo siento –musité-, de verdad.

262
-¡Joder, Sergio! –Reprochó cogiéndome del brazo y empujándome a abandonar

el cuarto de María- Date una ducha y llama al trabajo. ¡Mira la hora que es!

Decidí huir sin dudar. La tensión y el calor me calcinaba en aquellas cuatro

paredes. Quería que Leticia me acompañara para eliminar el más mínimo

riesgo, pero no fue así. Miré atrás, y el condón todavía brillaba en la esquina

de la mesilla.

-Lo siento, María –dije desde la puerta.

-Eso, perdónale –Atacó Leti con rencor-, no sabe lo que hace.

-No pasa nada –tranquilizó María.

-Y a mí también...

Fue lo último que oí desde el pasillo.

Las mentiras al nacer viven dentro de quien las escucha. Pero lo peor de las

mentiras es que son frágiles, y que bajo ellas vive siempre la verdad. Es

eterna. Bajo la mentira pueden esconderse otras mentiras, sin embargo, en el

corazón de éstas siempre reside la verdad. Ésta nunca desaparece. Paciente,

espera una minúscula grieta que le permita asomar y ver de nuevo la luz del

sol. Son la raíz de nuestras vidas y se agarran a nosotros por mucho que las

queramos ocultar. No hay veneno que las mate. Es un cáncer para el ser

humano, y le atormenta cuando se confunde la ficción y realidad; mentira y

verdad.

La mentira de María sirvió. Leticia había picado el anzuelo y asumido que

aquel cebo era caviar del bueno y no un simple placebo barato improvisado.

Aceptó mi error, y tal vez ofreció el perdón silencioso, si bien, nada fue igual.

Todo cambió después de aquella mañana. La herida abierta había derramado

263
excesiva sangre y ciertas manchas eran difíciles de quitar. La cicatriz no

desaparecería sin largas horas de cirugía. “El tiempo lo cura todo, ¿no?”,

pensé aquella tarde en el salón sin intercambiar una sola palabra con ella.

Sabía que necesitaba tiempo, y además, yo tenía que ser paciente. Y lo fui a

mi manera. Ella, por su parte, supo castigarme. De repente dejamos de hacer

el amor. No estaba de humor. Yo lo acepté, pero en absoluto lo llevaba bien.

Fue un terremoto hormonal y cerebral que me llevó a un onanismo

exacerbado. Y además, tampoco salí con Manu el jueves siguiente. No lo creía

correcto por mucho deseo sexual que tuviera bajo mis pantalones. Él lo

entendió después de largas carcajadas telefónicas.

Fueron días extraños. Creí que Leti pediría a Maria que se fuera, pero no lo

hizo. Todo lo contrario. Ambas afianzaron la amistad y consiguieron

arrinconarme en una extraña soledad en compañía. Me sentía aislado, dolido,

e impotente.

El tema apenas salía a la luz. Nuestras conversaciones de pareja fueron

paralelas a aquella noche. Tan sólo escuetos “ya te vale... mira que...” Me

echaba en cara la borrachera y que hubiera intentado ‘tontear’ con nuestra

compañera de piso, pero nada más. Yo asumía la responsabilidad balbuceando

dulces palabras. “Yo te quiero, Leti. Jamás te engañaría... De verdad, de

corazón”. Ella me dio un beso leve en los labios con los ojos tristes, y

desapareció de la habitación. La impotencia me martirizaba.

María también tardó en hablarme. Lo hizo dos semanas después. Era de nuevo

jueves, y por primera vez desde aquella noche estuvimos de nuevo los dos

solos en un mismo espacio. Durante ese tiempo, yo la había huido, y María

también. Aquella tarde ella decidió romper la barrera opaca que nos cegaba.

264
Yo, descalzo, aún con mi traje de trabajo, veía la tele. Ella apareció con

decisión y se sentó a mi lado en el sofá, posando con suavidad su mano sobre

mi pierna.

-¿Cómo lo llevas?

Sonreía y mantenía una cercanía que de pronto me parecía inaudita. Alcé la

mirada, las cejas, me retiré sorprendido y sonreí.

-¿Cómo?

-No fue para tanto. Se le pasará –auguró acercándose de nuevo a mí.

-¿Por qué me salvaste el culo?

María amplió su sonrisa. Su mano subió por mi pierna y no fui incapaz de

mover mis brazos para detenerla.

-Te he echado de menos –susurró.

-¿A qué jugamos?

-¿Tú qué crees?

-¿Quieres que me la vuelva a jugar? –Pregunté acomodándome en el sofá,

buscando una gota de aire, nervioso.

-Mira la hora –dijo señalando al amplio reloj que colgaba en la pared del

salón-. No hay riesgo.

Dudaba, pero tenía mi centro neurálgico sexual a pleno rendimiento, lo que

debilitaba mis neuronas.

-No sé –pude decir mientras sus labios rozaban ya los míos.

-Una última vez –Mentía sabiendo que no iba a ser así-, tengo un nuevo juego

a poner en práctica. ¿Me dejas?

Fue como si un torbellino en plena calma se adentrara en mi cuerpo sin

avisar; por sorpresa. Nada podía detenerlo. Sentir su pequeña mano entre mis

265
piernas convirtió la chispa en una enorme llamarada. Su ímpetu me zarandeó

y una vez más me vi lanzado hacia el averno que todo ser humano desea; el

sexo. Sus pechos en mis labios, su mano en mi pene, sus labios en los míos y

yo deseoso de dar una respuesta a todos aquellos envites. De inmediato tiró

de mi corbata, la desanudó y cogiéndome del brazo me llevó hasta su cama.

Me entraron escalofríos. Sentía deseo y miedo. El deseo frente a mí, el miedo

fuera de aquella casa. Me desnudó. Ella hizo lo propio y con la corbata en la

mano, se quedó mirándome. Echó un vistazo a la puerta. Me estremeció.

-¡Échate! –Ordenó colocando su mano en mi pecho desnudo.

Sumiso, caí boca arriba. Ella caminó con suavidad y sensual alrededor de mi

cama, y con una habilidad vertiginosa ató mis manos a la cama.

-¿Este es el juego?

-En absoluto –apuntó pícara-, esto sólo son los preparativos.

Me gustó sentirme atado y saber que ella iba a hacer conmigo todo lo que

quisiera y, seguramente, yo deseara. Apretó con fuerza la corbata a mis

muñecas y me susurró al oído, “No quiero que te escapes... Pero tranquilo,

hoy tocarás el cielo... o el infierno, no sé”.

Nunca tuve tantas ansias de que me follaran. O sí, pero aquella sensación era

nueva y me aceleraba el deseo, el miedo, la excitación, el morbo... Deseaba

que de inmediato, ella cabalgara sobre mí sin caricia alguna previa. Ansiaba

darle todo aquel semen que burbujeaba desde hace varios minutos en mis

testículos. Mi pene latía con cada una de sus caricias, y chillaba, imploraba la

necesidad de entrar ya en un coño. Sin embargo, María tenía una tortura

preparada especialmente para mí.

266
Se arrodilló al final de la cama, acarició mis pies, los besó y entonces fue

cuando yo decidí relajarme, cerrar los ojos y disfrutar de aquel juego. Quería

sentir cómo iba a recorrer con sus labios cada poro de mi piel. Fueron treinta

segundos maravillosos y ni siquiera había llegado a la altura de mis rodillas.

Todavía restaba el clímax más brutal. Sin embargo, un segundo después, la

oscuridad de dos pequeños ojos metálicos me dejaron sin aliento. Ni siquiera

había oído sus zapatillas en el parqué, pero estaba allí. Pestañeé y me removí

en la cama sobrecogido. En ese momento María ya estaba de pie, miraba al

suelo y cogía la bata verde. No dijo una palabra. Me revolví en la cama de

nuevo, en esta ocasión con rabia y fuerza, pero realmente la ”zorra” me

había apretado fuerte. Leticia sujetaba una escopeta. El pánico me comía.

“La maldita escopeta de dos

cañones de su padre, ¡Joder!”,

pensé. Me iba a cagar encima.

El estómago convulsionaba y los

esfínteres se debilitaban. “¿Se

le había ido la puta cabeza a

Leticia? ‘¡Joder, mi vida!”, me

decía. No dejaba de mover mis

muñecas sin perder de vista la

escopeta y el dedo índice de

Leticia colgado junto al gatillo.

La erección había desaparecido,

y con ella, María. Sin mediar

palabra abandonó la habitación. Yo tenía el paladar tan seco como si hubiera

267
caído sobre mi boca la candente arena de una playa. No tenía palabras, sólo

tacos y onomatopeyas que apenas escupía entre dientes. El miedo me

conquistaba y la incertidumbre me aterraba.

Dos minutos después entró María, vestida, con una jeringuilla en la mano y

sonriendo. Leticia seguía con la escopeta entre sus manos, los ojos

enrojecidos por las lágrimas. Su rostro emanaba furia a borbotones. No iba a

decirme nada, lo sabía. María tampoco lo hizo. En silencio actuó sin dudar. Yo

no pude reaccionar. La fina aguja que traía en su mano derecha se hundió en

mi pierna y sentí cómo el líquido que contenía empapaba mi organismo.

“¿Cuál era el juego?”. Iba uniendo piezas recordando detalles del pasado que

me ayudaban a entender, pero mi vista se emborronaba y los párpados

comenzaron a pesarme demasiado. La oscuridad, esta vez sí, me devoró por

completo.

268
30

Prisionero de la agonía (I)

N
o tenía oxígeno suficiente. Me ahogaba. La claridad, curiosamente, la

asimilé con la muerte, que parecía obsesionada con envolverme en la

soledad. Al despertar, el recuerdo más cercano que escupió mi cerebro

encerraba demasiados cabos sueltos. Al despertar apenas abrí los ojos.

Únicamente tenía la necesidad de dar una bocanada de aire, pero sentía la

lengua como una lija y mis labios palpitaban comprimidos y sellados a una

cinta aislante. Pronto comenzaron a avivarse mis articulaciones y percibí que

mis tobillos también estaban ahogados por una suave cuerda. Traté de

deshacer el nudo a la fuerza, pero apenas había holgura. Al escuchar oí

zumbido. Enseguida deduje que era el motor de un viejo coche. La imagen de

éste me vino de inmediato a la cabeza. Era un viejo R12 rojo. Lo había visto

269
aparcado hace semanas en una comida familiar por parte de Leticia. La

incertidumbre me aterraba, y morir no era un futuro próximo imposible.

Pronto pude visualizar parte de mí. Estaba desnudo. Acto seguido, imaginé

una foto de mí. Un cosquilleo me recorría todo el cuerpo por la tela ruda que

me rozaba la espalda debido al movimiento constante e irregular del

automóvil. Estaba atado por las muñecas y tobillos. También los testículos,

aunque no estaba seguro. Notaba una presión rugosa ahí abajo, sin embargo,

no podía verla. “¡Joder!”

Volví a intentar moverme por mi propia voluntad y fuerza. Lo logré

levemente, pero mi organismo chilló de dolor. Percibí movimientos

involuntarios y el dolor fue idéntico. Curvas, acelerones, pequeñas y largas

frenadas, y mi corazón nervioso tomando mayor velocidad. La luz también

comenzó a clarear mi mirada. Pequeñas flechas de albor se colaban entre las

270
minúsculas rendijas de una densa tela. Podía ver sombras en la oscuridad.

Traté de rotar de nuevo, pero en ese instante vi que no sólo estaba sobre una

tupida y áspera tela, sino que ésta me envolvía. Era un maldito saco. Un

puñetero saco de patatas.

Intenté estirar las piernas, entumecidas por la postura, sin resultado positivo

alguno. Era un feto ahogado por una agónica placenta, y torturado por mi

artificial cordón umbilical. Cualquier movimiento me flagelaba los ligamentos

de todas mis articulaciones. De hecho, el único vaivén que era capaz de

ejecutar era a causa del coche. Las curvas parecían más extremas y la tortura

crecía tras cada una de las consecutivas sacudidas. Deseaba morir. Golpearme

en la cabeza y perder el conocimiento; desmayarme. Si bien, nada de eso

ocurrió. Cada minuto que viví allí dentro me trasladó a la sensación que

supone atravesar todo un puñetero túnel infernal en soledad repleto de

drogadictos que se juegan la vida por un puñetero céntimo de euro. Eterno,

aterrador, desconocido y asqueroso. Deseaba correr, huir con toda mi

adrenalina hinchando mis anoréxicas venas hasta hacerlas explotar. Jamás

miraría atrás. Únicamente esperaría a que mi corazón irrumpiera por mi boca

junto a mis pulmones. Además, a mi incómoda posición tuve que empezar a

añadirle el frío. Por las mismas rendijas que entraba la luz, comenzaba a

colarse con rabia una fina pero helada ventisca que comenzaba a graparse en

mi desnuda piel. Tiritaba inconscientemente. Lo descubrí cuando mis dientes

comenzaron a hacer ruido pese a que mis labios seguían sellados. El castañeo

era un sonido interno, pero me molestaba. No podía detenerlo. La respiración

tampoco quiso perderse aquella fiesta de incómodas sensaciones y se trajo

271
consigo una aceleración. El oxígeno que entraba por los orificios de mi nariz

no era suficiente. El aire estaba excesivamente viciado y mi organismo quería

más y más y más. Anhelaba una buena bocanada de aire puro. Expandía al

máximo mis fosas nasales, pero no era malditamente suficiente. “¡Me

ahogaba, joder!”. Grité, aunque sólo emití una eme oscura. Y por segundos

creí perder el sentido.

Boté y la realidad volvió a despertarme. Debió de ser un bache. Un latigazo

me hirió en la entrepierna. Sentí que me desangraba allí abajo. El olor luego

me dijo lo contrario. Quise volver a intentar desatarme, pero todos los

intentos se convertían en un peor resultado. Vi que mis dedos sí podían llegar

a mis labios. Iba a dolerme, pero mi dedo índice y pulgar decidieron coger de

una esquina de la cinta aislante. Tiré con rabia, escupí un histérico grito

mudo y respiré profundamente. La mortificación se acrecentaba, el dolor me

laceraba con mayor constancia y el miedo me escupía con media sonrisa y

soberbia.

¿Cuándo empezó todo? Quizá nunca lo sepa. Tal vez me muera y me quede

con esa duda escondida en un rincón de mi cerebro inerte. Si fuera creyente

podría aprovechar el limbo, ese espacio previo al infierno o al cielo, para

disiparla. No saber aquello se convertía en una puñetera espinilla

remordiéndome una y otra vez la piel que queda justo debajo de una uña.

Necesitaba saberlo, pero mi enemigo sabía que desconocerlo me hería.

Descubrir cómo pasó todo era el agua de mi sed. Al final, mi vida continuó

seca de cualquier líquido que saciara aquella necesidad.

272
Atando cabos uní pequeñas conclusiones que construyeron mi teoría, pero las

cuerdas bailaban demasiado y había lagunas negras de dimensiones

considerables. Mis primeros pensamientos al respecto llegaron en aquel

coche. Me ayudaron a ignorar el dolor. Pensé en Leticia. “¿Lo había

organizado ella todo?” No obtuve respuesta en aquel maletero. Horas después

sí hallé algunas respuestas y enigmas. Fueron mínimos. Leti sabía que

ocultármelos me malhería más si cabe. Sonreía, disparaba y callaba. No

disfrutaba, aunque tratara de convencerme de que sí. Sólo sonreían sus

labios. Lo pedía el juego, pero no sus ojos; su alma. María era una efigie

borrosa desde la distancia. Era la mujer sincera que yo creí. Para ella fui

diversión. No me cabía duda.

Un golpe me hirió en la frente. No me hice sangre. El coche frenaba. Se

detuvo, aunque el motor seguía ronroneando. En la quietud me sentía más

aliviado. Asfixiado, a oscuras, congelado y dolorido, pero con una menor

desazón. Mi mente volvió a quedarse paralítica, vagando sobre un denso y

eterno manto de nieve. “Necesitaba saber”, me grité. “¿Cuántos días,

semanas o meses había durado aquel engaño? ¿Y qué engaño? Porque tal vez el

engaño no era tal”. Había construido una mentira sobre una mentira ajena y

yo no sabía que existía la segunda. Me rayé. “¡Joder!”

El coche de nuevo arrancó. Dio tres giros bruscos, sentí un revolcón estomacal

y vomité. Una tupida catarata esmeralda sucumbió sobre el saco, mi cara y

parte de mi pecho. Aún me atacaban las arcadas mientras trataba de volver a

pensar en el engaño.

273
Me sentía estúpido, avergonzado. Quería desaparecer de aquel maletero, pero

estaba jodidamente atado. Además, comenzaba a notar una sensación de

cosquilleo en mis articulaciones. “¡Se me estaban durmiendo las piernas y

brazos!” Tenía más náuseas, esta vez por el olor, que inundaba aquel

habitáculo. No podía limpiarme y mis líquidos gástricos recorrían lentamente

parte de mi cara, cuello y torso con el hormigueo insufrible que conllevaba.

Era una nimia gota de agua en un vaso a rebosar. De nuevo, los pensamientos

me salvaban del suplicio físico. Busqué el motivo de mi situación, pero no lo

encontré. Había algo más que una mera infidelidad. Todo el mundo es infiel

alguna vez en su vida y a nadie o a casi nadie se le ocurre llevar a cabo una

tortura de este calibre. Pensé en los asesinatos e intentos denominados

‘violencia de género’. “Jamás había vuelto a ponerle la mano encima a una

mujer”, me dije orgulloso.

En aquella situación, no se me ocurrió más que tal vez el mundo se está

volviendo loco y el día a día nos empuja hacia una locura irremediable. El

ritmo frenético de esta sociedad devora la paciencia hasta robárnosla por

completo. Y no existe vacuna. El estrés, la ira y la rabia afloran en nuestros

gestos, palabras y miradas con demasía facilidad. No somos las mismas

personas de antaño. Hemos cambiado y cada vez aceptamos menos el dolor,

las amenazas o los ataques.

Volví a escupir vómito. Hasta en tres ocasiones. Mis ojos lloraban, mi nariz

respiraba, y de pronto, vi en mí unos brotes verdes que, sin duda,

comenzarían a florecer odio y venganza. Era prisionero de una agónica

tortura, pero sólo estaba haciendo el camino de ida.

274
El porqué volvió a atormentarme cuando las últimas gotas de vómito se

perdían bajo mi barbilla. “No siempre lo hay”, me susurré. Yo lo necesitaba.

Quería oírlo de sus labios. Quería que aquella tortura, aquella agonía pasara

veloz y llegara el tiempo de las palabras y la reflexión. No obstante, nada fue

así. El daño se encolerizaba con mi estado, y el frío seguía colándose sin

escrúpulos por las rendijas, cristalizando los poros de mi piel. “¿Estaba

despierto?”. Los ojos los tenía abiertos, creía. Temblaba mucho. “¿Deliraba?”

Entonces el coche se paró, y también el motor. Pronto oí voces.

La luz me cegó. No sé qué fue primero, si sus ojos o los dos cañones escopeta

nítida clavándoseme en la frente.

-¡Joder¡ ¡Qué olor! –Exclamó un chico.

Al instante, dos sombras me tomaron de piernas y cuello. Salí del coche como

un globo cargado de helio. No pataleé desde dentro del saco, sin embargo,

fue algo que no me sorprendió hasta días después. En el exterior el frío

encogió mi piel. Los huesos me dolían, la nieve tomaba las laderas de aquella

fría montaña. “¿Qué hacéis?”, creí farfullar. Nadie respondió. Dos

pasamontañas cubrían los rostros de mis transportistas. Pese a ello, enseguida

supe, por sus andares y gestos, que uno de ellos era el primo de Leticia. Le

había visto ya a mi lado en infinidad de ocasiones. El silencio verbal se

interrumpió cuando los seis pasos comenzaron a hundirse en la nieve.

-¿La esperamos? –Preguntó una voz masculina.

-Sabe el camino –musitó Leticia con un fino hilo de voz.

-Estás como una puta cabra –Rió la otra voz masculina.

Pronto descubrí que María nos perseguía a escasa distancia. Ella llevaba la

pócima de mi salvación. Por alguna razón cerré los ojos y no lo supe hasta que

275
mis nalgas se hundieron en una explanada desértica repleta por un denso

manto de nievo. Apreté los dientes y traté de olvidar el frío que me azotaba

en el rostro, pies y entrepierna especialmente. De pronto, mi organismo pasó

a quedar colgado de los hombros de un individuo. A derecha e izquierda,

decenas de árboles decían quedar a mi zaga. Yo trataba de no pensar.

Únicamente, obviaba aquella ficticia realidad que me estaba hiriendo en cada

una de las partes más vejatorias de mí cuerpo humano. En ese instante, ni

siquiera el aire puro que conseguía colarse por el saco, ni la vomitona que me

atormentaba el olfato, y menos aún el frío, me atormentaban lo suficiente.

Vivía en un estado de congelación plena.

No sé lo que duró el camino. Únicamente oí los pasos, percibí la luz, el

cansancio de mi transportista, olí su aliento y me mantuve en silencio como

una estatua. La travesía fue larga, pero menos dolorosa que el trayecto en

coche. Sin duda. Lo difícil acaeció cuando alguien pulsó el interruptor de la

luz. Cuando mi cuerpo, semisentado, se posó en la nieve y el frío me

adormeció más. Noté cómo se rozaban las cuerdas tratando de deshacerse de

un nudo. Pensé en un plan de huída. Pensé sorprenderles, e incluso hacerme

el muerto. Si bien, nada sucedió. Ellos fueron más inteligentes.

La luz del sol sobre las nubes ofrecía excesiva claridad. La piel que me cubría

la verdadera piel, murió en el suelo, a la altura de mis muslos. Vi dos

pasamontañas, a Leticia y después, al fondo, a una sombra. Nadie habló. Los

tres me miraron, incrédulos, y esperaron pacientes sin perderme de vista su

turno para la tortura.

-¿A qué viene esto? –Dije casi para mí.

-¿Eh? –Preguntó Leticia con la escopeta en la mano.

276
-¿Qué por qué me jodes? –Insistí desde el suelo.

-Te jodes tu solo, ¿no lo ves? –Rebatió Leti.

Decidí callarme. Decidí dar un paseo pero me era imposible. Opté por

moverme, pero mi cuerpo estaba paralítico. Opté por reír, ahogado por la

impotencia. Me caí para atrás. Mis pies apuntaron al suelo. Dos fuertes brazos

cogieron mis brazos del codo, me elevaron y fui feliz. De nuevo aterricé. La

nieve seguía a una temperatura inhumana.

Cuando caí al suelo, desnudo, sus grandullones desaparecieron. Yo me

acomodé, busqué mi mejor sonrisa, la lancé y esperé paciente la reconquista.

Me dolía el fracaso, la ausencia de respuestas, pero sabía que en esos casos

debía esperar. Leticia, con la escopeta en la mano apuntando a cada una de

las huellas pasadas, me miró. No quiso decir una palabra. Levantó el brazo,

dio un paso más y cumplió su amenaza. El frío metal volvió a clavarse en mi

rugosa frente. Ella temblaba, aunque al tiempo atemorizaba. Inclinó su

cuerpo y el gatillo se movió.

-No lo vas a hacer. –Supliqué viendo como mis lágrimas se mezclaban con mi

vómito.

-Sergio, cariño. –Mantuvo un silencio- Tienes que pagar un precio.

-Estás loca, Leticia –afirmé sin dudar.

Esas fueron mis últimas palabras aquel atardecer y aquella fue mi última

escena. Temblé, ella me imitó empuñando el arma, y entonces, oí una mínima

explosión; un enorme zumbido que nació sin duda en el cañón metálico. Mi

cerebro se asustó. El paladar se me secó. Me costaba pronunciar una sola

palabra más, de manera que, el pánico, me obligó a soñar que moría

277
desangrado entre la densa nieve. Dos segundos después, yo estaba en la nieve

esperando la herida de su escopeta.

31

Prisionero de la agonía (II)

A
quel cartucho debió haberme reventado la tapa de los sesos. Mi vida

tuvo que haber terminado allí. Sin embargo, el disparo apenas me

pellizcó el hombro. Quizá ni eso siquiera. Si la muerte me hubiera abrazado,

no habría sentido una gota de pena. Triste, pero sincero. Si la amenaza se

hubiera convertido en un verdadero azote y mi corazón hubiera dejado de

latir al instante, el final no habría dolido. Y no fue así. Dolió. Leticia jugaba a

278
que doliera. No lo sentí como una locura. Había perdido la cabeza, sí, y sólo

lo podía justificar en un odio hacia mí del que yo me alimenté con cada uno

de sus gestos y acciones. Y lo entendí justo en el momento que sin dejar de

apuntarme con la escopeta extrajo dos preservativos usados de su cartera y

varios sobres inconfundibles.

279
Los dos encapuchados encendieron un fuego frente a mí y desaparecieron.

Mientras temblaba de pánico y frío, aún con el zumbido del primer y último

cartucho impregnado en mi oído izquierdo, Leticia sonreía y me miraba sin

verme. María había desaparecido. La nieve me helaba la piel y el fuego no

apaciguaba mis espasmos corporales. Decidí continuar en silencio. Apenas

tenía fuerzas para hablar. Tampoco ganas. El miedo del disparo aún recorría

todos los centímetros de mi piel. Leti siempre tuvo puntería. Había aprendido

de su padre. El fallo, sin duda, tenía un propósito. Ella no quería matarme. Al

menos, yo creía que tampoco tenía una razón suficiente para firmar mi

muerte. Si bien, esta siempre es subjetiva. Cada ser humano da un tamaño a

sus motivos. Hay quien mata por una monedas, otros por la pérdida de un

amor, otros cobrándose el ojo por ojo y hay quien lo hace en guerras

defendiendo o atacando a un país, y también los hay quienes no matarían en

280
cien vidas. Yo me creía incapaz de matar, aunque seguramente me

equivocaba. Quizá nadie me había arrastrado a una situación tan extrema

como para despertar mi instinto asesino. “¿Habría matado a Laura si no

hubiera aparecido aquel vecino?”.

Abrí los ojos después de largos segundos en la oscuridad. Trataba de soportar

un extraño e inédito dolor en mi organismo. Leti esperaba. Su pose lo

evidenciaba. Algo faltaba por hacer en su plan diabólico. Visualicé el entorno.

Lo desconocía. Sí sabía que estábamos en algún punto de la Sierra. Me

rodeaba mucha nieve, pero tampoco era un manto excesivo. No me habían

ascendido hasta una zona de gran altitud, aunque el frío me afligía de forma

incesante. En la lejanía descansaban largos y vertiginosos valles verdes junto

a ejércitos de árboles sin una gota de nieve. Además, el cielo me observaba

piadoso sin ninguna nube acechadora.

-¿Qué quieres? –Pregunté.

Leticia ni pestañeó. Siguió lacrimosa, mirando al vacío y esperando. No quería

hablar. Busqué los famosos preservativos, pero ya no los tenía entre las

manos. Los busqué y al final creí verlos entre el fuego. También examiné su

entorno para dar con los sobres, pero no se reflejaron en mis pupilas. Apreté

la mandíbula, sentí que se tambaleaban los empastes y las encías se unieron a

la fiesta de la agonía. Cerré de nuevo los ojos con la cabeza hundida y traté

de obviar un frío que cada segundo masticaba con mayor malicia por todos los

recodos de mi piel, y especialmente, entre las uñas de los pies.

De pronto, sentí un pinchazo. Fue en el hombro. Grité. Abrí los ojos de nuevo

y vi a María extrayendo sin delicadeza una aguja de mi piel.

281
-¡Joder! ¿Qué es esto?

-Disfruta del viaje –dijo María dándome la espalda-, nuestro juego termina

aquí.

-¿De qué hablas? –Farfullé estrangulado por la afonía y atado por mis gélidas

sacudidas orgánicas.

María no dijo nada más. Caminó torpe sobre la nieve y fue desapareciendo.

Leticia se acercó lentamente y se detuvo a la altura del fuego.

-Me da igual lo que te vaya a pasar –Musitó triste.

-Perdóname, Leticia –rogué sabiendo que no iba a funcionar.

-Cuando leí esto hace varios meses no supe qué hacer –Dijo sujetando tres

sobres entre sus dedos-. Tú sabes lo que significa. Estuve a punto de irme de

casa y no dar señales de vida. Muchas veces creí que necesitaba una

explicación, pero Sergio, no la necesito.

-No entiendo –dije aprovechando su silencio.

-Luego María me abrió los ojos. Ella quiso jugar... Pero no picaste el anzuelo

hasta hoy...

-¿De qué hablas?

-Hablo de dolor. Me has herido mucho más de todo lo que yo te voy a herir,

Sergio. El dolor que tú tienes desaparecerá cuando mueras o logres escapar.

En cambio, mi dolor es tan inhumano, que vivirá conmigo siempre.

-Te equivocas...

-Suerte.

Sonó a despedida. Acerté. Lanzó las tres cartas por encima del fuego, que se

debilitaba por segundos y comenzó a dar pequeños pasos hacia atrás.

-¡No...! -Aullé

282
Ella no respondió. Bajó la escopeta y sin previo aviso disparó con rabia dos

cartuchos sobre la nieve. Me sobresalté y un latigazo hirió mis tobillos y

testículos. Cuando la miré descubrí que las lágrimas en los ojos la ahogaban.

Se dio media vuelta y avanzó hacia el coche. Yo no sentía pena. Únicamente

me visitaba un odio extraño que me exigía huir de aquella prisión para

expresarme con una violencia extrema y descontrolada. Me sentía un

estúpido, un gilipollas, un pobre cabrón que no había sido lo suficiente

inteligente para esconder sus mentiras. Tal vez éstas siempre salen a la luz.

“¿No hay manera de ocultarlas? ¿O el sexo nubló mi cabeza? ¡joder!”, pensé.

El silencio se convirtió en un suave silbido del viento. En ese instante viví un

final absurdo a mi vida.

Sentí un vahído. El frío se mezclaba como un remolino con los densos sudores

fríos que invadían mi frente, axilas, espalda y pecho. Parpadeé tres veces y

busqué en la lejanía a Leticia, pero se emborronaba. Los árboles que nos

rodeaban crecían hasta devorar el cielo, que empezaba a acompañarse de

ovejas blancas. Pedro las guiaba por los prados verdes mientras la cabaña se

encogía hasta ser un punto en el infinito. Heidi sonreía, y volaba abducida por

una exhausta felicidad sobre un fabuloso columpio de madera. El cielo parecía

encogerse y los dibujos albinos comenzaban a tomar aspectos terroríficos.

Creí oír más palabras de Leticia que se distorsionaban en mi cerebro. Eran

recuerdos. Ella no estaba. Busqué los sobres húmedos entre la nieve. Pude

leer con claridad el remitente y ver que de ellos salía su imagen como si de un

genio se tratara. "Tres deseos", susurró mientras el aroma a marihuana

bailaba en tonos grises a mi alrededor. Observé mi entorno con lentitud y

283
busqué una manera de huir. Mis dedos se hundían en la nieve. Intenté que

emergieran. Al aire mostraban distintos tonos morados. Apenas me importaba.

Apenas me dolía. Una idea me golpeó en la mente y reí. Sin embargo, al

oírme reír descubrí que llevaba tiempo haciéndolo. Creí que quemando la

cuerda de mis tobillos podría desatarme y salir corriendo. Ese plan quemaría

mis pies. “Un mal menor”. Tendría que decidirme rápido porque el fuego se

empequeñecía. Iba y venía. Subía y bajaba. La nieve me quemaba el culo.

Sentí un cosquilleo por el cuerpo y noté cómo el bosque comenzaba a girar

sobre mí. El vahído se convirtió en un mareo. “¡Tenía que huir ya!”

Hice un gran esfuerzo para levantar mis pies. Me pesaban toneladas. Las

lágrimas de mis ojos volaban como cubitos de hielo derritiéndose por mi piel.

Me dolía el viento y el frío escarbaba con desesperación en mis ojos. Mis pies

eran pequeños ancas de rana ante mis ojos. Saltaban una y otra vez

temblorosos. El fuego escapaba de mi movimiento con un gesto burlón.

Trataba de colocarlos sobre la punta de la llama para ver cómo la cuerda se

deshacía. Sin embargo, me era imposible concretar la posición del fuego. Me

arrastré sobre la nieve, y de mi entrepierna vi que nacía un orín, vi que la

nieve se derretía y vi brotar un río de oro. El atardecer del Nilo corrió

montaña abajo hasta las baldosas amarillas, donde del brazo llegaba un

espantapájaros, un hombre de hojalata, un león y una niña. Pestañeaba una y

otra vez, respiraba con calma tratando de frenar mi corazón, que chillaba,

pero continuaba inmerso en malditas alucinaciones.

284
Creí que todo aquello era verdad. ¿Qué era verdad y qué mentira? Y, cuando

trataba de concentrarme en la nieve para evitar imágenes, la vi. Una

serpiente de más dos metros escupía su lengua viperina de un color rojizo,

mirándome con ira y maldad. Se acercaba; arrastraba. Y lo hacía con dulzura,

insinuándose, sensual. Con decisión, parecía tener la firme decisión de

devorar mis huevos. La serpiente crecía tras cada uno de los subjetivos

segundos que estaba viviendo. ¿Iba a engullirme? Su cabeza verde se inflaba

alcanzando el tamaño de un balón de fútbol. Abría la boca y tenía claro que

su objetivo era comerme. Tras de sí, dejaba un reguero de sangre por la

nieve. Esquivó el fuego y se deslizó entre las dos cartas. Yo no me moví. No

respiré, no pestañeé. Sólo la observaba con una quietud extrema. Una vez

más, no tomé una decisión en mi vida.

Me recordó al sexo. La serpiente comenzó a recorrer mi piel. El cosquilleo de

su piel áspera me acariciaba, y cuando quise darme cuenta, su boca escondía

mis pies en su interior. Era como si una aspiradora me estuviera absorbiendo.

La saliva, sus músculos me empujaban con una fuerza constante hacia su

interior. Me estaba ahogando en su calor. Con una calma constante, la

serpiente me chupaba. Era como si mi cuerpo fuera un pene y estuviera

viviendo la penetración de mi vida. Iba a desaparecer en su interior y vivir

dentro de una vagina.

El viento seguía silbando, yo temblando de pánico y frío. El calor de su

paladar en mi entrepierna me excitó. Entonces pensé en apoyar mis manos en

los bordes de su boca, empujar y abandonar aquella locura. Pero de pronto, la

abertura se ensanchó, el cielo se oscureció y la saliva vaginal de aquella

serpiente me ahogó los labios, cegó mi mirada y escondió mi cabeza. Si era la

285
muerte, por alguna razón, no dolió. Sonreí. Era una muerte preciosa. El calor,

la ausencia de oxígeno y aquella suave respiración interna provocó en mí

sueño. Quería dormir. Cerrar los ojos y no despertar. Parpadeé, pero la

oscuridad ya era absoluta. Me abracé a mi cuerpo y al fin obtuve un sorbito de

paz. El sueño también me devoró.

32

El camino de mi hermano

286
L
a muerte no siempre te quiere. A mí me escupió en la cara y no me

invitó a pasar. Tal vez ni siquiera fuera la muerte. A lo mejor

únicamente fue un disfraz barato; una pésima imitación del adiós a la vida.

Uno cree que cierra los ojos, que no respira, que el corazón dijo basta y cesó

en sus golpes contra el pecho para sobrevivir, y cree aceptar morir. Sin

embargo, aquellas sensaciones sólo fueron fruto de los sueños; mi

imaginación; mi cerebro. Y las drogas, el gran motor de todas aquellas

emociones. Cuando volví a abrir los ojos estaba semidesnudo, la cabeza me

pellizcaba de dolor, pero no sentía frío.

Estuve tres días tendido en la cama de un hospital. Llegué con hipotermia.

Además, los médicos debieron introducirme una aspiradora para hacerme un

buen lavado de estómago. Sin móvil, sin objetos personales, y sin apenas

ropa, acabé de nuevo en casa de mis padres. El tobogán volvía a dejarme caer

hasta los brazos familiares. Pero el descenso no despertaba en mí ni una

risita. Mi madre preguntó una sola vez. Yo me negué a contar, si bien, el

sexto sentido materno escondía en su mirada la certeza de aquello había sido

un lío de faldas. En mi cama, sentado ante una habitación desértica decidí

examinar los detalles para olvidar lo sucedido. No obstante, sabía que era

imposible. Encontré una explicación a los recuerdos más recientes que aún me

atormentaban, cuando decidí abrir uno de mis cajones y descubrir que

faltaban dos cartas de Carlos. El resto estaban leídas con descuido. Golpeé la

mesa del escritorio y engullí una buena cucharada de ira visceral.

Por su parte, mi madre quería salvarme del “camino”, que según ella había

escogido de forma inmadura e inocente. Mi padre ni siquiera me dirigió la

287
palabra, ni la mirada, ni una mínima cercanía o tacto. El regreso a casa

tuvimos que hacerlo en taxi.

Días después, a mi madre aún se le podían ver las lágrimas secándose en las

mejillas. Sentada en el comedor, con su delantal sucio y sus zapatillas de

casa.

-¡Ay! Y Si no llega a ser por los forestales...

-Ya, madre –corté.

-¿Quién lo hizo?

-Basta, madre...

-Si no llega a ser por...

-¡Por favor!

-Muerto, te hubieran encontrado muerto. –Las lágrimas no cesaban y ella no

se las retiraba.

-Por favor, mamá, que ya lo sé... –Musité tras absorber los sabrosos espaguetis

que había cocinado.

-Primero tu hermano, luego tú... Esta familia necesita ya una alegría.

-Perdona, mamá –insistí tratando de buscar un silencio.

-La semana que viene hará siete años... ¿Vendrás?

Volví a enroscar los espaguetis en el tenedor. Ella me miraba. Me quemaban

sus ojos. Me llevé la pasta a la boca. Mastiqué suavemente, engullí y medité.

Sentí que la masa engordaba en mi garganta y me costaba tragar. Lo logré y

expulsé las palabras que sabía no quería escuchar.

-No, mamá, sabes que no me gustan las celebraciones de ningún tipo.

288
Su rostro comenzó a metamorfosearse. Los ojos se le escondieron y las

lágrimas se secaron por un instante.

-¡Era tu hermano! –Chilló- Tú estabas allí, deberías recordarle, al menos una

vez en la vida, ¿no?

-Le recuerdo, madre.

-¡Mentira! –Los ojos le estallaron- Nunca has querido saber nada de él desde

aquel día. Dime, Sergio, ¿Por qué?

Se me hizo un nudo en el estómago que me escaló hasta el pecho. Mi corazón

se encolerizo y los espaguetis parecían trepar al mismo ritmo hasta taponar el

pequeño espacio de mi garganta. Bebí agua, tragué con dificultad y cuando

conseguí quitar aquella enorme bola de ansiedad, respiré hondo. No quise dar

un paso más hacia el frente.

-Ya, mamá, por favor...

-¡Vendrás! –Exclamó levantándose de la silla. Cogió un paño con rabia y lo

retorció varias veces.

Decidí callar. Agité la bandera blanca hundiendo la barbilla. Terminé mi plato

a duras penas. Ella recogió la cocina. La tensión apenas dejaba un resquicio

de libertad. Las respiraciones se entrecruzaban y nuestros corazones peleaban

a ritmos distintos. Finalmente fue ella la que se retiró. Lo hizo después de

largos minutos en un mismo espacio sin dirigirnos la mirada.

-Limpia los platos y recoge cuando termines –apuntilló durante la huida.

Cuando mi madre descubrió las drogas alucinógenas que me habían inyectado,

tales como la psilocibina, así como una leve dosis de mezcalina, más conocida

como peyote, ella creyó que, bien había sido yo voluntariamente, o bien me

había dejado engañar. No pudo por menos que recordar a Jon; su hijo; su

289
muerte. La mirada que expuso junto a concisas y breves palabras, mientras

sus dedos se pegaban con rabia al parte médico, lo decían todo. Sus labios se

despegaron, su lengua los humedeció y entonces habló.

-¿Te lo hicieron?

-Sí.

-Mientes... ¿Qué pasó?

-Déjalo, madre –zanjé.

Que las drogas volvieran a planear sobre nuestra familia abría heridas

intrínsecas, sobre todo, en mi madre, que nunca ha superado la muerte de

Jon. Mi padre siempre tuvo su particular teoría. Yo, único testigo de todo lo

que sucedió, decidí callarme, apartarme y declararme inocente.

Superado el trance, llegó el día. No recuerdo si era el cuarto, quinto o

séptimo. Tenía que recuperar mis cosas; mis objetos personales; mi día a día.

Empecé a las nueve de la mañana en mi sitio de trabajo. La habilidad

dialéctica materna había evitado un despido. Después, necesitaba recoger el

resto de mi vida, que dormía donde hasta hacía bien poco había sido mi casa;

el escenario donde había comenzado mi martirio. Las señales de aquello

respiraban en mi piel. Una cicatriz en mi hombro y feas heridas en los dedos

de mis pies debido al frío. Me costaba caminar. Calzarme fue un maldito

suplicio. También tenía pequeñas marcas en los tobillos y manos.

Me recorrió un enorme escalofrío cuando caminé por la acera que me dejaba

frente al que fue mi portal. Sentí que en cualquier instante iba a volver a ser

asaltado. No podía evitar mirar atrás, a un lado y al otro de manera

constante. El número de viandantes se multiplicaba y el pánico me albergaba

290
entre tanto rostro golpeándome con su odio y sus miradas. Un leve golpe en el

hombro me hizo volar, me retiré y un señor refunfuñó. Me detuve junto a la

calzada y traté de recomponerme.

No tenía un plan. No tenía un odio visceral hacia ella, y tampoco sabía bien

cómo iba a actuar. Ni siquiera sabía si podría entrar en casa. ¿Y ella? ¿Me

esperaría? El surrealismo se adueñaba de aquel momento, sin duda. Si echaba

un vistazo atrás, mi vida tenía verdaderos picos de surrealismo. Sin embargo,

todas las vidas tienen esos picos. Algunas más, otras menos, y muchas

desgraciadamente acaban siendo públicas en los titulares del telediario. Yo no

quería llegar a ese extremo. Mi cerebro había clavado delante de mis ojos un

enorme cartel con la palabra ‘NO’ en mayúsculas. Así debía actuar.

La puerta del portal era descomunalmente enorme. Me invadía un extraño

pavor. Tenía miedo. Introduje la mano en el bolsillo de mi pantalón y extraje

las llaves de emergencia que un día di a mi madre. Sentí cómo el relieve

tartamudeaba en mis dedos. Giré el metal y huí del frío natural de la calle

para adentrarme en un portal de sobra conocido. Opté por examinarlo con

mayor precisión. Buscaba detalles anteriormente ignorados. Me ayudaba a

retrasar la batalla. Y subiendo cada una de las escaleras, despacio,

en silencio, me convencí de que quería pasar página, hoy al menos. No quería

una pelea, únicamente deseaba recoger todas mis cosas. Ya habría tiempo

para una venganza elaborada.

291
Frente a la puerta comenzó todo. Introduje la llave, me dispuse a girarla y

entrar con una amplia sonrisa que dijera, “¡Buenas tardes! ¿Qué tal va todo?”

Pero algo lo impidió. La llave rozó en exceso y el giro fue imposible. Estuve

dos segundos paralizado. Extraje la llave, la observé y encontré el motivo.

Respiré profundamente y, antes de que me atacara el pánico, pulsé el timbre.

Deseaba que no hubiera nadie. “El encuentro bien podía ser otro día...” Y los

pasos se oyeron. De nuevo un silencio. Me retiré de la mirilla instintivamente,

esperé y volví a tocar el timbre. En ese momento la puerta se abrió y una

Leticia temerosa y desmejorada asomó la cabeza.

-¿Sergio?

-El mismo –respondí con una amplia sonrisa repleta de satisfacción.

-¿Qué haces aquí? Vete...

292
Estuvo a punto de cerrarme la puerta en las narices, sin embargo, una vez

más, mi instinto despertó a tiempo y bloqueé la acción. Empujé con fuerza,

pero la cadena atada al marco me impidió entrar.

-Me iré –dije tratando de meter el pie entre la puerta, manteniendo un pulso

de fuerza contra la puerta-, pero necesito todas mis cosas.

En ese instante la vi llorar. Pensé que si en ese preciso momento aparecía

María, el pulso seguramente acabaría en derrota. La situación empeoraría si

un vecino salía en su ayuda. Y cuando estaba sumido en esos pensamientos,

Leticia lanzó las palabras que comenzaron a cambiarlo todo.

-No están... –Dijo entre lágrimas- Aquí ya no hay nada tuyo.

-¿Cómo? ¿Dónde están?

Leticia se tomó un tiempo breve que me pareció eterno. Se escondía tras la

puerta, pero podía sentir su fuerza, su olor. Cada segundo, más asustada y

cansada.

-¡Vete, Sergio! –Clamó desde el otro lado- Aquí ya no hay nada tuyo.

-¡Y dónde están mis cosas, joder! –Grité.

-Las tiramos.

-¿Qué?

-María y yo tiramos todo a la basura.

Cada letra fue como un pequeño alfiler atravesándome la piel testicular.

Habían herido mi vida; mi pasado; mi presente; mi futuro. Habían borrado

toda mi vida. No quise creerlo, y perdí la razón cuando decenas de imágenes

me ametrallaron la cabeza. Mi ropa, mis regalos, mis recuerdos, mi música,

mis libros, mis fotografías, y sobre todo, mis cuadernos con mis escritos

personales. Toda mi creación sentimental eliminada de un plumazo. No podía

293
creerlo. El ‘NO’ con mayúsculas tomó otro significado completamente

opuesto. La tristeza me invadía y derrotaba. Ella vio la debilidad y quiso

finiquitar aquella conversación. Empujó con brío. Tardé en ver su intención,

pero mi pie izquierdo sintió la presión y reaccioné con violencia. Mi acción

albergaba más odio y fuerza. Nadie venía a ayudarla. Hoy los vecinos no

hacían uso de sus viviendas. Logré sujetarla del brazo y le susurré colérico.

-Ábreme la puerta, Leticia.

Temblaba, casi tanto como yo. Lo que hubiera deseado tener un arma. A mi

cabeza vino una escena cinematográfica inolvidable; un hacha. Y tras este

pensamiento sucedió todo. Fue rápido, como un sueño que atropella y solapa

todas las imágenes. Golpeé una vez más la puerta, dos y tres, y como el

cuento, cedió. La cadena no debía de estar bien enganchada. Leticia vociferó,

corrió, pero yo no fui a por ella. Cerré la puerta y vi que se escondía en su

habitación. Oí ruidos, movía muebles. Yo caminé con decisión hacia mi

cuarto. Quería ver la mentira de sus palabras. Oí hablar a Leticia. Lo haría por

teléfono. Abrí la puerta de mi habitación, y cuando golpeó contra la pared,

unas manos invisibles me exprimieron el cuello. Vacía. Nada. Una cama sin

sábanas y muebles desnudos. “¡Joder!” Corrí a la habitación de María, y

también nada. Una cama vacía y muebles desnudos. En el salón tampoco

había nada que me perteneciera, sólo algunos objetos personales de Leticia.

Acelerado, ahogado, nervioso, percibiendo una y otra vez los lloros

palpitantes de ella, grité: “¡Habéis matado una parte de mí!”

La frase comenzó a castigarme en la cabeza y con ella imágenes pasadas,

presentes y futuras. Aquella frase había tenido otra voz. La había dicho mi

hermano con tan solo diez años. Mis padres le habían tirado a la basura gran

294
parte de sus juguetes rotos, los que él guardaba con mimo en pequeñas cajas

de zapatos. Lloró, gritó, pataleó, pego, se escapó de casa y volvió. Ese día,

aún preso del odio, hizo lo que nunca nadie imaginó.

No sé bien cómo me invadió. El sentimiento de mi hermano comenzaba a

asaltarme. Lo hizo muy rápido. Aún hoy, cuando recuerdo, tengo demasiada

borrosidad. Vi las llaves, vi los periódicos y sentí el pánico constante en la

habitación. Sonreí tal y como lo hubiera hecho si tuviera un hacha en mis

manos. Reí, cogí la prensa y corrí a la cocina. Allí empecé mi obra

maquiavélica. Estaba fuera de mí. Reí más cuando las primeras llamas

quemaron el mantel y varias servilletas de tela y papel. Inicié otros dos fuegos

en los dos cuartos vacíos. Un tercero en el salón. Cuando el sofá sufría sus

primeras llamaradas, cogí las llaves del salón. El humo curioso y denso

comenzaba a recorrer los pasillos. En ese instante salí corriendo cerrando la

puerta. Aturdido, acelerado, temeroso y excitado, caminé sin descanso

durante una hora sin un destino. Después entré en un bar. Bebí. Después me

deshice de las llaves. Luego bebí más. Apenas podía hilar ideas en mi cabeza.

Ni siquiera pensaba en las consecuencias de mis actos. Bebí más. Borracho,

triste, desorientado, lloré, y lo hice por mi hermano. Aquellas lágrimas eran

suyas.

En la calle, bajo una noche oscura y fría, la luz de un comercio oriental me

orientó. Me hice con dos botellas de Jack Daniels y caminé torpe a casa de

mis padres. La soledad me sorprendió cuando vi que la puerta estaba cerrada

con llave. No sabía dónde podían estar. En aquel estado me era totalmente

indiferente. Cogí un vaso y fui al salón. “Una es para ti y la otra es para mí,

mi hermanito”, me sorprendí hablando en voz alta.

295
Sonaba un maravilloso tema de los Beatles y bailaba una buena cantidad de

whisky entre mis dedos. La botella se desnudaba al ritmo que la besaba. Mis

ojos se entrecerraban. La última vez que bebí aquel whisky Jon estaba

conmigo. Era una borrachera en son de paz. La guerra la iniciamos el día que

él se tiró a la chica que yo deseaba. Hoy, tan absurdo. Entonces, una herida

imperdonable. Era una joven morena de ojos vedes del instituto. Marta le

eligió a él. Yo no pude soportarlo.

Me levanté del sofá, me tambaleé, me terminé el vaso de whisky y caminé

torpe hasta la habitación de mis padres. Allí estaba. Una caja de cartón rota y

un nombre de sobra conocido: Prozac. Volví al salón, me senté y volví a

llenarme el vaso.

-Esto va por ti, hermano. –Levanté el vaso y sostuve tres pastillas en la otra

mano.

-¿Qué haces, canijo?

Su voz llegó nítida. Inconfundible. Lloré. Miré a la izquierda, pestañeé tres

veces, pero no desapareció.

-¡Joder!

296
-Baja eso inútil –ordenó.

-El alcohol, ¿verdad? –Me dije borracho y cómico- Voy a lavarme la cara...

-Soy tu puta imaginación, sí -dijo con hastío-, pero si me has traído aquí

espero que no sea para ver cómo la palmas.

-Sí... Mejor será que beba un poco más.

-Eres un estúpido. Siempre los has sido.

Bebí un poco de whisky del vaso. Decidí tomarme las pastillas para terminar el

resto, pero éstas ya habían desaparecido de mi mano. Traté de coger más,

pero la caja estaba vacía sobre la mesa. Ya las había tomado.

-Hermano.

-¿Qué?

-Tengo un secreto que confesarte.

297
33

Lo oscuro

N
egro es el final de una vida. La oscuridad irrumpe siempre en nuestro

organismo cuando no respira. Negro es el cielo de un invierno lejos de

una gran ciudad, abandonado por la luna y desnudo de estrellas. Negra es la

soledad; la muerte. Negra era la mierda y el vómito que expulsé después de

aquella noche alcohólica. Negro era el carbón que los dos siempre mordíamos

en Navidad, dulce de sabor y amargo en la conciencia. Negra es la oscuridad

dentro de un ataúd en el que comienza a caer la tierra. Negro es el color que

tantos quebraderos de cabeza ha traído a este mundo. Negro es siempre el

final de un ser vivo; para el que se va y a veces para el allegado que se queda.

Negro es el final de una obra de teatro; de una película, y debiera serlo de un

libro. Y negra fue el color de la camiseta que llevaba Jon aquella noche.

298
Sonreía, bebía, sostenía entre sus dedos a la chica que yo quería, y de vez en

cuando la besaba. Creo que era feliz. Yo me reconcomía en un odio fraternal

que nunca debí dejar escapar sin control. Después de aquella noche, una

enorme sombra emborronó el camino de mi vida.

Nunca quise dar aquel paso. Ni recuerdo el momento exacto en el que lo di,

pero lo di. Los dos lo dimos. Los dos iniciamos aquella batalla de reproches y

envidias que terminó sincerándonos a bofetada limpia. Y cuando llegó la hora

de ondear la bandera blanca, todo fue una farsa. Y al final, la sangre llegó al

río. Yo nunca acepté la culpa de lo sucedido. Fue un puñetero accidente.

Aquella noche, descubrí que por una chica llegaba a ser capaz de perder la

razón hasta límites insospechados. Aquella noche, descubrí que mis actos

trataban de eliminar las verdades que Jon arriesgó a chillarme. Quería borrar

el desprecio y la humillación que me había herido sin reparo días atrás. No

quería aceptar el futuro ni el presente que me escupía de manera tenaz. Y a

ello, sin lugar a dudas, se unió mi increíble obsesión por las mujeres. Las

había visto en revistas, en la televisión, pero nunca había visto un cuerpo

desnudo real. Me obsesionaba verlo y palparlo. Porque la primera vez

impresiona demasiado. Recuerdo que me dio pánico; vértigo. Porque cuando

uno es tan joven y no ha disfrutado del sexo femenino ni una sola vez, ni ha

observado a una mujer como su madre la trajo al mundo, a escasos metros de

sí, se estremece. El hombre deja de ser hombre y empequeñece. Un denso

cosquilleo le recorre la piel, especialmente entre los testículos, y le apresa la

cobardía. Los nervios se agarran tanto al organismo masculino, que en

ocasiones inhabilitan su gran rifle sexual.

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Poco antes de que Jon me levantara la chica deliberadamente, yo quería

hacerlo con todas, y hacerlo como en las películas. Sin embargo, el sexo para

mí es como escribir, raramente se aprende en un día, y nunca del todo. Tan

joven, y desconocía aún qué era exactamente lo que me obsesionaba, sí las

mujeres, o únicamente el sexo; el morbo de follármelas por primera vez.

Desde mi primera paja siempre soñaba con “tirarme” a cada una de las miles

de mujeres que había en este “puto y enorme planeta”. Sin duda, cada coño

era un paraíso completamente distinto. Lo era cada par de pechos, cada beso,

cada movimiento sobre mi polla, cada caricia, cada olor, cada felación, cada

orgasmo, cada una de mis eyaculaciones dentro de su coño. Cada copulación

era un puñetero mundo completamente distinto al otro; como un libro.

Demasiadas chicas a las que follar y la vida hija de puta me daba tan poco

tiempo para disfrutarlas a todas. Y todo aquello comenzaba a obsesionarme.

Acababa de iniciar la adolescencia. Además, si el coño se acompañaba de un

buen cuerpo y un mejor rostro, nacía en mí una adicción enfermiza que me

empujaba a querer descubrir sus recónditas maneras de darle placer. Y si no

lo lograba, me sumergía en una masturbación imaginativa constante.

Durante la adolescencia fue cuando nació mi fuerte deseo inhumano hacia el

sexo femenino. Éste ya nunca desapareció. Reflexioné y creí que tal vez era

algo químico, que mi organismo tendría un gen único en el mundo capaz de

despertar esa atracción colérica hacia el sexo femenino; un tumor en la

testosterona; una enfermedad. Nadie me había examinado para confirmar mi

teoría, pero si algún día la corroboraban, jamás querría curarme; matar ese

deseo. Me encantaba follar y quería seguir deseando desear follar. Hasta la

300
fecha, los únicos exámenes perpetrados en mí, detectaron drogas y un virus

letal que, adormecido, esperaba paciente destruir mi organismo.

La batalla obsesiva dio sus primeras patadas la tarde que pude oír de la propia

voz de mi hermano lo maravilloso que había sido follar con la chica que yo

más deseaba en aquella época. Marta llegó a venir conmigo al cine, e incluso

tuvimos nuestro beso adolescente. Sin embargo, un día dejó de hablarme. Ni

siquiera me miraba a la cara. Aquella chavala de 16 años, que tantas veces

había protagonizado mis masturbaciones nocturnas, decidió subirse a la noria

de mi hermano. Sus gemidos sobre él me arañaban de manera suave, hiriente

y constante la testosterona y la envidia.

Jon apareció un viernes. Yo descansaba en calzoncillos en el salón. Yo tenía

quince años. Mi hermano tenía diecisiete. Ella se colaba entre los dos en

edad. Cuando también la vi aparecer a ella tras él me sobresalté, recogí una

manta y me tapé. Una ráfaga inmensa de pensamientos me nubló la vista. No

hacía ni un mes de nuestra cita. Marta se perdió por el pasillo sin llegar a

mirarme. Jon sí se acercó decidido. Sin mediar palabra apagó la televisión.

Luego sí habló.

-Canijo, vete –ordenó con serenidad.

Había movido todos los hilos para que nuestros padres se fueran el fin de

semana. No quería perder la oportunidad. El único obstáculo en su plan

llevaba mi nombre, y no iba a ser lo suficientemente grande.

-¿Qué? Ni hablar –respondí con firmeza.

-Eres un estúpido. Vete por las buenas, no quiero forzar las malas –advirtió.

-¿Cómo puedes...? ¡Cabrón! Lo sabías, te lo dije...

301
-Es cuestión de poderes, de talento –fanfarroneó-. Es algo que tú nunca

tendrás, eres demasiado estúpido.

-Eres un... Cabronazo –cuchicheé mientras me levantaba del sofá para

colocarme a su altura de sus ojos-. No me voy a marchar, hermano, así que sí

quieres tirártela tendrá que ser por encima de mi cadáver...

-Y por detrás –amenazó cogiéndome del cuello-. Eres demasiado orgulloso.

Acéptalo, has perdido, así que vete.

-Ni de coña –reafirmé ahogado.

Los dos nos mantuvimos de pie mirándonos a los ojos. Yo traté de hacerme el

fuerte pese a que me crecía el miedo. Al fondo oí sonar una canción de

Mecano. Dejé escapar una sonrisa burlona. Jon me soltó y se retiró varios

pasos. Yo decidí sincerarme.

-Jon, ella iba a ser mi primer polvo, ¡joder! Allí tenía que estar yo. –Señalé a

su habitación- Tú puedes tener a cualquiera... ¡Ya las has tenido!

-Pero Marta es la que a ti te interesa –Rió-, y aún necesitas crecer mucho para

poder decir la palabra polvo. Ahora, canijo, vete.

-No.

-¡Vete! –Insistió elevando la voz.

-¡Te he dicho que no! –Grité- ¿O quieres que llame a papá y mamá?

Jon se quedó con la palabra en el paladar. Al fin se detuvo, se retiró dos pasos

y aceptó mi chantaje. Aunque no frené su plan. Y lo que vino después fue una

tortura sicológica inolvidable. Me obligué a vivirla. Era una guerra fría que

creía ganar, pero me engañaba. Ella gemía sin recato. Cada suspiro que

emergía del otro lado de la habitación lo quise mío, pero yo no los provocaba.

Anhelé entrar. Estuve a punto de hacerlo en más de diez ocasiones, pero

302
finalmente me fui de casa en pleno orgasmo. Me odiaba. Impotente y estúpido

caminé sin rumbo. Aquella noche, cuando regresé a casa, no pude dormir ni

quitarme las imágenes ficticias de aquel polvo.

Sin embargo, la gran batalla llegó la noche de su muerte. Toda una maldad

que nació como una broma y se finiquitó con el adiós definitivo de mi

hermano. Recuerdo la noche impoluta, fría. El gentío en la plaza bebiendo

hasta los límites más extremos. Ella vestía una minifalda que apenas dejaba

algo a mi imaginación. Estaba a su lado. Yo bebía whisky con coca cola. Mi

hermano también. Ella no.

-Te va a sentar mal, canijo –bromeó mi hermano quitándome el mini.

-Ni en tus mejores sueños –advertí. Sonreí y esperé paciente mi oportunidad

para recuperarlo. La noche se emborronaba levemente. La distancia con mi

hermano era la justa, hasta que el orín nos unió contra la pared. Allí, preso de

los primeros síntomas alcohólicos, lancé mi primera cuchillada.

-Poco debió sentir con eso... –Apunté a su polla con mi pis y reí- Apenas la oí

gemir.

-¡Qué dices, imbécil!

-Sin haber follado aún una sola vez en mi vida, lo haría mejor que tú, ¡seguro!

-¡A qué te meto dos hostias, gilipollas!

-¿Con esa mierda polla? –Reí, me subí la cremallera y le empujé mientras aún

meaba.

Aquel tanto me regaló una extraordinaria dosis de felicidad. Al volver di un

buen trago de mi bebida. Sonreí y reí recordando. Creí que sería el tanto dela

victoria. Eran las once de la noche. El alcohol bailaba dentro de mí con

303
soltura. Y a su regreso, Jon tampoco quiso discutir en público sobre su

pequeña picha. Después, desapareció con Marta.

-Hola, Sergio –Oí a mi espalda varios minutos después

-Hola –respondí tembloroso y sorprendido, dándome la vuelta y viendo su

rostro angelical.

-¿Puedo hablar contigo un momento?

El universo social de aquella plaza parecía esfumarse. Marta, sin mi hermano,

me estaba pidiendo un favor y me sonreía. Me regalaba su mirada en

exclusiva; sus dulces palabras; su maravilloso aroma; su plena sensualidad.

Hizo un gesto con el dedo índice, dio un giro sutil hacia atrás y nos

distanciamos. Caminaba nervioso tras ella. La creí seguir como lo hacía

Michael Jackson en ‘The way you make me feel’.

-La verdad, Sergio, es que tú... me gustas –se sinceró en un susurro escuálido.

-¿Y Jon?

-Un capricho –siseó-, tú eres el que...

Suspendió las palabras en el aire, pero yo las creí atrapar y escuchar con total

nitidez. A escasos metros del bullicio, con el riesgo soplándome en las orejas,

no veía más que su maravilloso cuerpo desnudo sobre una bandeja de plata. Y

ella fue la que actuó, también nerviosa. Me cogió las dos manos y comenzó a

besarme suavemente en el cuello. El alcohol y la oscuridad detuvieron

cualquier raciocinio al respecto y lanzaron el atrevimiento. Ella controlaba

mis manos en todo momento. Yo me moría por acariciar su piel, pero ella me

frenaba. Las voces ya no me llegaban a los oídos. De pronto, ella introdujo sus

manos bajo mi camisa, y cuando comenzó a desabotonar mis pantalones me

paralicé, como si el hielo hubiera envuelto toda mi piel. Iba a ser esa la

304
primera vez que una mujer me tocaba la polla... Pero me equivoqué. La

brusquedad me golpeó un minuto después. Alguien tiró de mis pantalones

hacia abajo, y seguido, de mis calzoncillos. Marta desapareció como si un

mago la hubiera tocado con una varita, y yo, sin que pudiera evitarlo, fui

arrastrado al centro neurálgico del botellón. La voz de mi hermano repicó

suave y maliciosa en mi corazón sensorial.

-Siempre serás un estúpido. Nunca apuntes tan alto con las chicas.

Nunca he olvidado aquellas dos frases, aquella acera, los rostros mirándome a

mí, desnudo. Allí nació mi verdadero deseo de venganza. Mi secreto. Lo que

provocó su muerte.

305
-¿Lo recuerdas, hermanito? –Pregunté volviéndome a servirme dos dedos de

whisky.

-Inolvidable, canijo... Momento inolvidable.

Jon se emborronaba ante mis ojos. Estaba quieto, sonriente y mirándome sin

ápice de sentimiento. El salón se empequeñecía y mis palabras se mezclaban

con los recuerdos. “¿Cuánto tiempo llevaba en aquel estado?”

-Tu tiempo se acaba, canijo –advirtió su voz.

Bebí sin saborear, recordé y permanecí nervioso rememorando todo lo que

vino después.

-Hermanito –suspiré-, tengo que confesarte algo.

-Eso ya lo has dicho, estúpido.

-Te lo diré. –Bebí y me acomodé.

-¡Dale! –Dijo sentándose en una silla frente a mí.

-Después de lo de los pantalones me fui, ¿recuerdas? Pero sólo me fui para

volver. Me habías ganado esa partida, pero yo quería ganar la guerra. No

podía quitarme de la cabeza que todo el mundo me hubiera visto en pelotas.

Me sentía tan ridículo... Deseé con todas mis fuerzas que vivieras mi misma

situación. Se me fue de las manos... ¿Recuerdas cuando volví? Lo hice en son

de paz con un mini de whisky. Era Jack daniels, como hoy. Entonces tenía un

poco de coca cola, como te gusta a ti. Tú aún tenías esa sonrisa maliciosa en

los labios. Tus ojos bailaban vidriosos, ebrios de felicidad. Marta ya se había

ido. No sé cómo, pero debí sacar fuerzas de algún recóndito lugar de mi

organismo para enfrentarme de nuevo a ti y a mi vergüenza. Aún me

temblaba el pulso cuando te di la bebida. Era nuestra pipa de la paz.

Tranquilo, canijo, ya pasó, me dijiste, y me diste unas pequeñas palmaditas

306
en el hombro. Ahí estuve a punto de echarme atrás, pero tú bebiste y no lo

hice. No me atreví. ¿Recuerdas que compartíamos la bebida? Pues no fue así.

Yo no bebía, hermanito. Tú te bebiste todo el mini. Tal vez no fuiste

consciente. A esas horas ya estábamos suficientemente borrachos para

engañarte con facilidad. En mi defensa debo decir que no fue idea mía. Sabes

que siempre me ha faltado iniciativa. Siempre me dejo llevar por los

acontecimientos. La idea fue de Manu, él me pasó el LSD líquido. Sí, Jon, tu

whisky con coca cola tenía LSD... y a saber qué más... No lo pregunté... Se

nos fue de las manos... Tras el primer mini, la droga no te había hecho

efecto, así que nos encargamos de aumentar la dosis en el segundo y de que

te lo bebieras todo. ¡Joder! Todo ocurrió muy deprisa. Estabas tan normal,

charlando y riendo con nosotros, bebiendo, y de pronto, tu estado cambió por

completo. Comenzaste a reír de una forma extraña, a correr sin destino,

huyendo de mentiras, a desnudarte, a fantasear. Sí, nos reímos mucho, pero

cuando tus pupilas parecían no mirarme, sentí que me ahogaba el miedo. Algo

no iba bien. Tu mandíbula temblaba, la respiración acelerada te ahogaba.

Parecías poseído por un ser endemoniado. No eras tú, Jon, ¡No eras tú, joder!

Perdiste la camiseta, tirabas el dinero, piedras, querías arrancar bancos,

lanzabas botellas, tenías miedo de las farolas, ¿recuerdas? ¡Ve hacia la luz!,

gritabas. Todos reían. Yo no, te lo aseguro. No me gustaba hacia donde iba la

broma, y entonces, desapareciste. Sólo yo te busqué. Y te encontré tendido

sobre el césped, boca arriba, sin camiseta, completamente desorientado. No

eras capaz de pronunciar una sola palabra, no conseguías mirarme; temblabas

tanto, tan frío... Balbuceabas pero no te entendía nada. Dime algo, dime

algo, te pedía una y otra vez desesperado. Te traté de levantar para que

307
respiraras mejor, grité, chillé, vociferé, me desgañité la garganta. ¡Te lo juro!

Sentí pánico, una desolación e impotencia infinita. Y de pronto, sin

despedirte, sin previo aviso, te fuiste otra vez. Y entonces fue para siempre.

Tu cuerpo se detuvo, tu mirada se esfumó. De rodillas, a tu lado, vi que mi

mano dejaba de temblar sobre tu pecho desnudo. Tú ya no estabas allí,

aunque yo te llamara a voces... Te abofeteaba, te gritaba una y otra vez, te

besaba, te lloraba, y soñaba con verte despertar. Pero nunca volviste...

Me detuve en ese instante para recogerme las lágrimas. Hipaba. Bebí un

nuevo vaso y busqué a Jon. No estaba a mi lado. Me levanté torpe. El suelo se

movía o yo no me sostenía. Sentía ardor en la cara. Giré sobre mí mismo, pero

no encontraba espacio para moverme. No sabía salir de aquel pequeño

cubículo. Me giré, y de repente sentí sus nudillos en mi cabeza junto a un

grito femenino y agónico. Mi cuerpo voló, golpeó contra la mesa y cayó sobre

la alfombra. Los ojos me parpadeaban nerviosos. Los abrí, busqué la nitidez

pero no la encontré. En la borrosidad de mi alcohol pude notar una herida

mojándome la frente y la ira odiosa de mi padre sujetada por los débiles mis

brazos de mi madre. Los dos lloraban sobre mi cuerpo tendido.

Allí firmé el final de un principio en el que la oscuridad psíquica fue la gran

protagonista de mi vida. Al despertar, el calendario ya había avanzado varias

hojas. Entre mis dedos descansaba la noticia arrugada y desgastada. Se le

podía ver la cara borrosa entre los bomberos, policías y vecinos. Aterrada.

Había leído la noticia cientos de veces en apenas unos meses. La palabra

‘superviviente’ en negrita me aliviaba. No podía desprenderme de esa

realidad. Me perpetuaba en los recuerdos el grado de locura que había

308
alcanzado mi mente. Cosido a la soledad, la medicación y un cuaderno en

blanco junto a un bolígrafo comencé a ser un poco más feliz. El divorcio

paternal era definitivo. El maternal tenía visos de recuperación. No obstante,

no los necesitaba. Quería abrazarme a la incomunicación y a mis

pensamientos. Quería caminar hacia un rumbo opuesto y sincero. Quería

enderezar mi desequilibrio psíquico y emocional. Y sentía pánico, como un

equilibrista sin red que está a punto de pisar la cuerda por primera vez.

Recaer en un centro psiquiátrico y esquivar los barrotes de metal fue sencillo

con mis antecedentes. Además, me adapté a gran velocidad. Ayudó la soledad

de mi cuarto. Mi actitud era austera y eremita. No intercambiaba palabras, ni

saludos, ni miradas, ni gestos, ni siquiera un insignificante detalle que

evidenciara que vivía en compañía. Era como si me hubieran vaciado la

mirada y arrancado toda la sensibilidad. Y inexplicablemente sentía paz

dentro de mí. Era un ser feliz. Sonreía dentro de mí.

No recuerdo si fueron tres o cuatro meses el tiempo que transcurrió hasta que

mi sonrisa emergió al exterior. Sí recuerdo con exactitud muchas de los

detalles de aquel día. Recuerdo la ubicación de los rayos del sol sobre mi

armario, o la página exacta en la que me detuve de leer el esperpéntico y

maravilloso ‘Sopa de miso’. Supe que mi vida iba a recoger el equilibrio que

necesitaba.

Ocurrió a primera hora de la mañana, durante el desayuno. Zumo, una

tostada, yogur y leche. Lo estaba acariciando en el ambiente, sin embargo, no

identificaba el qué. Lo estaba viendo ante mis ojos, pero hacía tiempo que no

observaba. Tirité. Un escalofrío y me estremecí cuando un dedo índice se

posó en mi piel después de tanto tiempo. Un chispazo neuronal me empujó

309
hacia un interminable fotograma repleto de sensaciones y del que no sabía

huir. Sexo, besos, sonrisas y risas, masturbaciones, experiencias, felicidad,

paz, amor, vino, sangre, violencia, contagio y un dulce aroma a marihuana

inundando mi corazón. Me relajé, sonreí, escuché, y me sentí invadido por la

plena felicidad.

-Hola, loco.

fin

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