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ALGUNAS REFLEXIONES EN TORNO

A LA ANCIANIDAD
por Rubén Vasconi

        

He leído con sumo interés la publicación del Centro de Investigaciones en Derecho de la


Ancianidad1 (Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario) y quedé
gratamente sorprendido. Encuentro allí, claramente enunciados, una gran cantidad de
derechos que creía que no existían.
Se nos dice (p. 10) que el anciano puede seguir “siendo un sujeto de derecho y con
derechos”. ¿Cuáles son estos derechos? Fundándose casi siempre en declaraciones de
organismos internacionales, encontramos la recomendación de que económica, política y
social de sus sociedades…” También se habla allí de brindar “oportunidades de desarrollo y
realización personal … incluso a una edad avanzada … mediante el acceso al aprendizaje
durante toda la vida” lo que le permitirá “continuar siendo productivo y obtener ingresos
(P. 39).
Esto va unido al derecho a la integridad física y moral (. 116) que comprende “el
mantenimiento de todas las destrezas motoras, intelectuales y emocionales…”. (p.117).
Estas ideas se van reiterando y reforzando a lo largo del libro. En las páginas siguientes se
nos habla del derecho de las personas de edad al “crecimiento continuo”, a “la expresión
personal por medio del arte y la artesanía”, a la participación “como ciudadanos
informados, en el proceso político”, etc.
En este punto me siento un tanto confundido. Me parece que si los ancianos seguimos
conservando todas nuestras destrezas motoras (jugamos al tenis tres veces por semana)
intelectuales (estamos cursando un postgrado en una universidad extranjera) y emocionales
(tenemos una nueva novia), si participamos activamente de la vida económica y política, si
nos seguimos educando y continuamos creciendo, si seguimos produciendo y nos
expresamos mediante el arte y la artesanía, ¿no será porque no somos ancianos?
Tengo la impresión de que en este libro que resume lo que en general hoy se piensa sobre
este asunto, se otorgan a los ancianos una gran cantidad de derechos, pero que falta el
fundamental: que todo anciano tiene el derecho de ser viejo.
Permítanme explicar lo que quiero decir apoyándome en un autor sensato y siempre
moderado en sus opiniones: el viejo Aristóteles. Éste decía que cada ser tiene un bien
propio, el que corresponde a su naturaleza. Esto es lo que este ser desea y cuando lo logra
alcanza la felicidad.
Dado que la vaca es por naturaleza un animal herbívoro, desea el pasto. Como el león tiene
naturaleza de carnívoro, desea la carne. El perro aspira a llevar una vida de perros y el
pájaro no será feliz encerrado en una jaula aunque ésta sea de oro. Y si quisiéramos hablar
aquí de justicia, podríamos decir que la justicia consiste en permitir que cada ser pueda
alcanzar su bien propio, el que corresponde a su naturaleza.
Pero pasemos al mundo humano. Sin duda, son derechos del niño correr, jugar, gritar,
divertirse, ensuciarse (“ensuciarse hace bien”, dice una propaganda televisiva, pero sólo
refiriéndose a los niños). Este es el comportamiento que corresponde a su naturaleza
infantil. Vestirlo como un hombrecito, forzarlo a guardar silencio y compostura es obligarlo
a una conducta contraria a su naturaleza. Por eso causa tanta pena ver esas fotos antiguas de
niños disfrazados de adultos que, con sus rostros serios, expresan el profundo sufrimiento
que se les hace experimentar.
Cuando sean adultos, habrán caducado sus derechos infantiles pero aparecerán otros
conforme a su nueva naturaleza: en lugar del triciclo ahora podrán manejar automóviles.
Conforme a esta visión de la vida humana, cabría preguntarnos ¿Cuáles son los derechos de
los viejos? Naturalmente, aquellos que correspondan a nuestra naturaleza ya que no somos
más ni niños ni adultos.

A título de ejemplo, enumeremos al azar, algunos de estos derechos (después los


retomaremos más ordenadamente).
A los viejos nos corresponde caminar encorvados y arrastrando los pies. Como todos somos
un poco sordos, corresponde a nuestra naturaleza escuchar el televisor a todo volumen.
Siendo incapaces de enriquecernos con nuevas experiencias, es natural que repitamos
constantemente las mismas historias del pasado. La falta de dientes y las prótesis un poco
flojas, tienen como consecuencia natural que la corbata y el pullover estén un poco
babeados y chorreados de sopa.
Es preciso que enfrentemos decididamente el mito posmoderno de la “eterna juventud”.
Esta fantasía de algunos gerontólogos de añadir “vida a los años” me parece que tiene
consecuencias desastrosas. Vivo a media cuadra del parque Independencia y, como
corresponde a nuestra edad solemos, mi señora y yo, sentarnos en un banco y tomar
plácidamente algunos mates con bizcochitos. Allí vemos, cada tanto, aparecer algún viejito
en pantalones cortos, trotando, para tratar de mantener la “eterna juventud”. En el rostro,
desencajado por el dolor, se ve el sufrimiento que padece. ¿No es más acorde a nuestra
naturaleza sentarnos en un banco y disfrutar mirando las ágiles adolescentes que pasan
trotando?
Los que pretenden preocuparse por los viejos atentan contra nuestros derechos y contra el
orden natural. Pretender que los viejos seamos jóvenes implica la misma injusticia que se
cometía en el pasado con los niños a los que no se les permitía ser niños sino que se los
forzaba a ser adultos.
Piensen, por ejemplo, en estos productos a los que el lenguaje popular llama comúnmente
Viagra. Allí están nuestros hijos y nietos como testimonio de que hemos sido sensibles al
encanto de las mujeres y hemos cumplido con Dios y la Patria contribuyendo a la
propagación de la especie. ¿No es, ahora, un derecho poder ir tranquilamente a la cama a
descansar, acompañados en invierno de una bolsita de agua caliente? Pero no se nos
permite seguir el curso natural de las cosas. Lei, no hace mucho, en las frases destacadas
que trae en la 2da. página el diario La Capital, la opinión de una Profesora de la Facultad de
Medicina que decía: “la tercera edad es la época del erotismo”. ¡Vaya a saber lo que habrán
pensado los viejitos que leyeron el diario! -Qué sé yo, si la Dra. lo dice …Me han
comentado que un tecito de cola 'e quirquincho ayuda …
Los viejos medianamente inteligentes ya hemos sido niños y jóvenes y no deseamos volver
a serlo. Lo que le pedimos a la medicina no son ilusorios rejuvenecedores sino eficaces
analgésicos para el dolor de las articulaciones. Con eso sólo estaremos plenamente
satisfechos.
Resumiendo: los viejos tenemos derecho a ser viejos. Pretender que seamos limpios, ágiles,
curiosos, actualizados, es prohibirnos ser lo que somos, pretender que seamos jóvenes.
Esto, lo repetimos por última vez, es tan injusto como prohibir a los niños que sean niños y
obligarlos a ser adultos.

Estas consideraciones me llevaron a la idea de redactar, siguiendo el ejemplo del viejo


Moisés, un Decálogo que consignara los derechos de los viejos. Desgraciadamente no
llegué hasta diez, ya que la irrigación cerebral no me permitió un esfuerzo tan grande, de
manera que como sólo alcancé a siete, tendremos que conformarnos con un Heptálogo.
Lo primero que sostengo es que todo viejo tiene derecho a ser viejo. De este axioma
indubitable e irrefutable porque se trata de una mera tautología, se deducen algunas
consecuencias.
Por ejemplo, en segundo lugar, que todo viejo tiene derecho a caminar arrastrando los pies
y tan encorvado como le de la gana y se sienta cómodo.
Siguiendo esta enumeración podríamos consignar, en tercer lugar, el derecho a contar, por
lo menos siete veces por semana las peripecias vividas durante el servicio militar y las
picardías de los festejos del día de la primavera. Los jóvenes tendrán, correlativamente, el
deber de escucharlos con la mayor atención, pedirles más detalles o que repitan la historia y
festejar ruidosamente todos los chistes.
Para aquellos jóvenes que viven en la casa que, dicho sea de paso en la mayor parte de los
casos pertenece a los viejos, y que se sientan molestos por tener que escuchar
reiteradamente las mismas historias, proponemos la siguiente solución.
En lugar de los tradicionales geriátricos, como depósito de los ancianos molestos,
sugerimos la creación de otras instituciones para las cuales proponemos también un nombre
griego. Dado que joven, muchacho, se dice en griego neanías, sería razonable fundar un
número suficiente de neaniátricos, destinados a depositar estos jóvenes insoportables.
Será, en cuarto lugar, un derecho de los viejos, mantener el televisor en un nivel tan alto
como para poder escuchar con comodidad, dado que hipoacusia es un característica natural
de la edad avanzada Sólo que esta hipoacusia no debe ser considerada una enfermedad sino
una mutación adaptativa darwiniana favorable que nos defiende a los viejos de tener que
escuchar la inmensa cantidad de pavadas que dice la gente. Son, más bien los jóvenes
hiperacúsicos que están desadaptados.
Enumeremos, en quinto lugar, el derecho a estar arrugados, ser cada vez más feos, tener el
cabello escaso y canoso, pelos en las orejas y, con frecuencia, alguna gotita en el pantalón
que revela la hiperplasia benigna de próstata, acompañante infaltable de la vejez. Todos
estos rasgos se deben ostentar con verdadero orgullo ya que muestran que constituimos una
especie realmente privilegiada. Hemos podido sortear con éxito los peligros de las
enfermedades, de la delincuencia, de los accidentes de tránsito y de los espantosos
gobiernos y temibles ministros de economía. Las canas y la hipertrofia de próstata deben
ser lucidas como las medallas con que nos ha premiado la vida.
La búsqueda de la “eterna juventud”, tan promocionada en este mundo posmoderno y que
incluye este horror senectutis (horror a la vejez) encubre un temor más profundo, el horror
mortis, horror que trae como consecuencia la negación de la muerte, ya sea en la forma
norteamericana en que, mediante la tanatopraxia, el muerto parece más vivo de lo que
estaba antes de fallecer o mediante el estilo escandinavo; de la terapia intensiva al
crematorio y la dispersión de las cenizas. Pero, esta negación y encubrimiento de la vejez y
la muerte, esta sustitución de la realidad por la ilusión y el simulacro, ¿no será, en el fondo,
una negación de la vida real, un horror vitae? Los viejos somos como carteles móviles que
van anunciando a todos la inexorable inminencia de la decadencia y la muerte.
Podríamos, en sexto lugar, enumerar algunos derechos menores pero cuyo reconocimiento
es importante para la vida doméstica. Pienso, por ejemplo, en el derecho a dejar abierta la
canilla del lavamanos, de olvidarse de apretar el botón del inodoro o dejar la llave puesta en
la puerta de calle o encendida la hornalla de la cocina. Me limito a enumerar estos ejemplos
a los que cada uno podrá agregar algunos más según su experiencia personal.
Y, cerrando este Heptálogo, no quiero dejar de enumerar el derecho de los viejos a ser
poseedores de una sabiduría serena, distante, objetiva y descomprometida que sólo se va
gestando cuando uno se va desprendiendo de los intereses mezquinos de la vida.
Vayamos concluyendo nuestra reflexión. Hemos hablado de los derechos de los niños, de
los adultos y de los ancianos y, naturalmente pensamos que respetar estos derechos es un
acto de verdadera justicia.
Pero mucho más elevado que la justicia y mucho más perfecto que ella es el amor.
Y así como un corazón sensible no podrá dejar de experimentar, ante una criatura pequeña,
un amor tierno que saluda la maravilla de la vida que nace, ese mismo corazón sensible no
podrá menos que experimentar, ante un anciano, un amor lleno de piedad que venera la
vida que se desvanece.
Y gozar de este amor piadoso es lo único que nosotros, los abuelos, realmente deseamos.
Rosario, 2009

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