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palabras iniciales

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Carlos Fuentes

PALABRAS
INICIALES
(17 DE OCTUBRE DE 1972)

presentación
Octavio Paz

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Coordinación editorial: Rosa Campos de la Rosa

Primera edición: 2013

D. R. © 2013. EL COLEGIO NACIONAL


Luis González Obregón núm. 23, Centro Histórico
C. P. 06020, México, D. F.
Teléfonos: 5789.4330 • 5702.1878 Fax: 5702.1779

Impreso y hecho en México


Printed and made in Mexico

Correo electrónico: contacto@colegionacional.org.mx


colnal@mx.inter.net
Página: http://www.colegionacional.org.mx

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presentacion
por el señor octavio paz

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E n dos ocasiones me ha tocado recibir a
Carlos Fuentes. La primera fue hace más
de veinte años, en París; la segunda, esta
noche en El Colegio Nacional. ¿Somos los mis-
mos que se encontraron por primera vez una
tarde del verano de 1950 en un café de la Plaza
del Trocadero? ¿Los mismos que al día siguiente
fueron a una galería de la Plaza Vendóme para
ver una exposición de Max Ernest, recién vuelto
de Arizona? Desde hace mucho sospecho que el
yo es ilusorio. La creencia en la identidad per-
sonal es como una jaula fantástica. Una jaula va-
cía: adentro no hay nadie. El prisionero es irreal
pero la jaula es real, aunque sus barrotes estén
hechos de las especulaciones de la psicología y
la historia, esas dos quimeras. Quizá la creencia
en la identidad personal es un recurso de nues-
tra nadería para dar un poco de verosimilitud
a nuestro descosido y discontinuo transcurrir.
Pues no existimos: transcurrimos. Esta mane-
ra de pensar nos amedrenta porque, al extirpar

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una ilusión, extirpa también a la realidad que
la sustenta: si el yo fuese realmente ilusorio y
nuestros nombres no designasen sino aparien-
cias fantasmales en perpetuo cambio, el mundo
también sería insustancial, un tejido de impre-
siones y sensaciones evanescentes. Si yo no soy
yo, el mundo tampoco es el mundo. Esta idea
despuebla a la realidad, la hace irrespirable. Por
poco tiempo: las invenciones de la memoria,
más allá de su error o de su verdad, no tardan
en hacerla otra vez habitable y transitable.
La memoria es nuestro bastón de ciego en
los corredores y pasillos del tiempo. No nos de-
vuelve esa pluralidad de personas que hemos
sido, pero abre ventanas para que veamos (o
imaginemos: es lo mismo). Lo que vemos no es
la realidad misma sino su imagen. Las imágenes
de la realidad que nos entregan la memoria y
la imaginación son reales, incluso si la realidad
no es enteramente real. No, no era irreal aque-
lla ciudad de París anclada, por decirlo así, en
el golfo inmenso y casi inmóvil de un caliente
día de verano, ni era irreal el terciopelo rojo de
aquel sofá en que estaba sentado un muchacho
mexicano llegado hacía apenas unas horas de
Ginebra, alto y flaco, nervioso y de lentes, ves-
tido de azul, el pelo castaño, la frente vasta, el
mentón enérgico, ni eran irreales las preguntas

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y comentarios que disparaba sin cesar con voz
bien timbrada y ademanes rápidos, poseído por
una avidez de conocer y tocar todo —una avi-
dez que se manifestaba en descargas intelectua-
les y emotivas que, por su intensidad y frecuen-
cia, no era exagerado llamar eléctricas.
Desde el primer día Carlos Fuentes me pare-
ció un espíritu fascinado por los hombres y sus
pasiones. Al verlo y oírlo recordé unos versos
de Quevedo que, más que al orgullo insensato
del pecador, a mi juicio definen a la desespera-
ción lúcida del poeta: “Nada me desengaña, /
el mundo me ha hechizado”. Entusiasmo, capa-
cidad para asombrarse, frescura de la mirada
y del entendimiento, dones sin los cuales no
hay imaginación creadora ni fertilidad poética.
Y asimismo poder mental para convertir todas
esas sensaciones e impresiones en objetos ver-
bales a un tiempo sensibles e ideales: cuentos,
novelas. La avidez de aquel muchacho no sólo
era sensualidad sino curiosidad intelectual, an-
sia por conocer. Movido contradictoriamente
por deseo e ironía (su entusiasmo siempre fue
lúcido), Carlos Fuentes interrogaba al mundo y
se interrogaba a sí mismo. Lo interrogaba con
los sentidos y con la imaginación, con las yemas
de los dedos y con las redes impalpables de la
inteligencia.

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¿Qué relación hay entre aquel muchacho
que conocí en 1950 y el escritor que ahora ten-
go la suerte y la alegría de recibir en esta Casa?
La interrogación es el hilo que une al Fuentes
de ayer con el de hoy. A lo largo de estos vein-
te años Fuentes no ha cesado de preguntar y
preguntarse. Novelas, cuentos, piezas de teatro,
crónicas, ensayos literarios y políticos: la obra
de Fuentes es ya una de las más ricas y varia-
das de la literatura contemporánea en nuestra
lengua. A pesar de la diversidad de los géneros
y los temas, la pregunta siempre es la misma.
Cada uno de sus libros es una tentativa de res-
puesta, pero la pregunta renace continuamente
de cada respuesta. Sería presuntuoso en los po-
cos minutos de que dispongo, intentar definir-
la o describirla siquiera. Es una pregunta muy
vasta y tiene muchas ramificaciones. Así pues,
me limitaré a señalar una de sus características,
para mí la central: la pregunta de Fuentes no se
refiere, tanto al enigma de la presencia del hom-
bre sobre la tierra como a la índole y el sentido,
no menos enigmáticos, de las relaciones entre
los hombres. La literatura universal sólo tiene
dos temas: uno es el diálogo del hombre con el
mundo; el otro es el diálogo de los hombres con
los hombres. La pregunta de Fuentes se abre, se
cierra y se vuelve a abrir en el ámbito del se-

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gundo tema. En verdad, más que una pregunta
es un cuerpo a cuerpo con la realidad, a veces
un combate y otras un abrazo erótico. Por eso
las dos notas extremas de su obra son el ero-
tismo y la política: ¿Cómo se hacen, deshacen y
rehacen los lazos eróticos y los lazos sociales?
La alcoba y la plaza pública, la pareja y la mul-
titud, la muchacha enamorada en su cuarto y
el tirano agazapado en su madriguera. Doble
fascinación: el deseo y el poder, el amor y la
revolución. El autor de Aura es también el de La
muerte de Artemio Cruz. Sus libros están pobla-
dos por enamorados y por ambiciosos; Carlos
podría decir como André Gide: “los extremos
me tocan”.
No era raro que Fuentes haya provocado
—por la brillantez de sus dones, la resonancia
de su obra y la índole de la pregunta que se
hace y nos hace— la irritación, la cólera y la ma-
ledicencia. Escritor apasionado y exagerado, ser
extremoso y extremista, habitado por muchas
contradicciones, espíritu exaltado en el introver-
tido país del medio tono y los chingaquedito,
paradójico en la república de los lugares comu-
nes, irreverente en una nación que ha conver-
tido su historia trágica y maravillosa en un ser-
món laico y que ha hecho de sus héroes vivos
una asamblea de estatuas de yeso y cemento.

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Fuentes ha sido y es el plato fuerte de muchos
banquetes caníbales. Pues en materia literaria
—y no sólo en ella: en casi todas las relaciones
sociales— México es un país que ama la vianda
de carne humana. Salvo unas cuantas excepcio-
nes, no tenemos críticos sino sacrificadores. En-
mascarados por ésta o aquella ideología, unos
practican la calumnia, otros el “ninguneo” y to-
dos un fariseísmo a la vez productivo y aburri-
do. Las bandas literarias celebran periódicamen-
te festines rituales durante los cuales devoran
metafóricamente a sus enemigos. Generalmente
esos enemigos son los amigos y los ídolos de
ayer. Nuestros antropófagos profesan una suerte
de religión al revés y sus festines son también
ceremonias de profanación de los dioses adora-
dos la víspera. No les basta con comerse a sus
víctimas: necesitan deshonrarlas. No obstante,
tras cada ceremonia de destrucción, Fuentes
aparece más vivo que antes. ¿El secreto de sus
resurrecciones? Un arma mejor que el arco má-
gico de Arjuna: la risa. Fuentes sabe reírse del
mundo porque es capaz de reírse de sí mismo.
La risa es sabiduría que dispersa a los caníbales
y destroza sus flechas envenenadas.
Después de la risa, el escritor vuelve a sí
mismo y a su pregunta. Esta noche, una vez más,
Fuentes desplegará ante nuestros ojos su interro-

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gación, siempre la misma y siempre distinta. Se
pregunta ¿qué es la novela y qué significa escribir
novelas? Y la novela le responde con otra pre-
gunta: ¿Qué son los hombres, esas criaturas que
sólo alcanzan plena realidad cuando se transfor-
man en imágenes?

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palabras
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E n El arco y la lira, Octavio Paz define a
la novela como “la épica de una sociedad
en lucha consigo misma”. Si en su origen
la palabra “novela” significa “portadora de nove-
dades”, no es la menor de ellas esta extrañeza:
una épica crítica y contradictoria. Como indica
Paz, en la épica clásica pueden combatir dos
mundos, el sobrenatural y el humano, pero esa
lucha no implica ambigüedad alguna.

Ni Aquiles ni el Cid dudan de las ideas, creencias


e instituciones de su mundo… El héroe épico
nunca es rebelde y el acto heroico generalmente
tiende a restablecer el orden ancestral, violado
por una falta mítica.

En la épica fidedigna concurren varias ca-


racterísticas. La epopeya es lectura y escritura
previas. Es lectura y escritura únicas. Y es lectu-
ra y escritura denotadas. Existe identidad entre
la epopeya y el orden de la realidad en el que

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la épica se sustenta. Esa identidad es, además,
una sanción del orden: el de la polis griega, el
imperium romano o la civitas medieval. For-
ma y norma épicas coinciden totalmente: nada
intruye entre el significante y el significado. El
tema poético de la epopeya, como dice Ortega
y Gasset, existe previamente de una vez para
siempre:

Homero cree que las cosas acontecieron como


sus hexámetros nos refieren; el auditorio lo creía
también. Más aún: Homero no pretende contar
nada nuevo. Lo que él cuenta lo sabe ya el pú-
blico, y Homero sabe que lo sabe.

De esta manera, la épica excluye la ruptura


radical, la pretensión de originalidad, la rees-
critura o la pluralidad de lecturas. Nada puede
apartar a Penélope de su fiel caracterización y
convertirla en una promiscua Molly Bloom. Y
Odiseo no puede permanecer para siempre,
arrebatado por el amour fou, en brazos de Circe;
le esperan, debe regresar, el orden monógamo
y patriarcal debe ser restaurado. Las diferencias
que puedan surgir dentro de la normatividad
épica son siempre diferencias denotadas: desig-
nan, indican, anuncian, son el signo visible de
la normatividad que representan, constituyen

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su mensaje, la restauran si es violada. Troya ha
caído y, como a Humpty Dumpty, nada podrá
levantarla. Pero Eneas puede fundar otra ciudad
y asegurar la continuidad y el orden de las ci-
vilizaciones.
Pero hay una diferencia entre la epopeya
clásica y la épica medieval, y esa diferencia es-
triba, precisamente, en el carácter de la excep-
ción a la norma. En la épica clásica, la diferencia
de la norma se llama tragedia. La tragedia es
la libertad que se equivoca. El error trágico, al
purgarse, restablece, como dice Paz, “el orden
ancestral, violado por una falta mítica”. Edipo
quebranta la norma de la interdicción del inces-
to; pero su destino trágico, al cabo, restaura la
norma y la fortalece: la salud está en el origen y
el héroe trágico puede reintegrarse a su comu-
nidad. En la épica medieval, en cambio, no cabe
la tragedia. La libertad que se equivoca se llama
herejía y el error herético no tiene cabida en un
orden dirigido al final: la salud está en el futuro
y en el más allá. El hereje es expulsado de su
comunidad; no tiene adónde regresar.
Y es que la épica medieval se inscribe en
un orden donde las palabras y las cosas no sólo
coinciden, sino que toda lectura es finalmente
lectura del verbo divino, pues, en escala ascen-
dente, todo acaba por confluir en el ser y la

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palabra idénticos de Dios, causa primera, efi-
ciente, final y reparadora de cuanto existe. De
esta manera, la visión del mundo es única: todas
las palabras y todas las cosas poseen un lugar
establecido, una función precisa y una corres-
pondencia exacta en el orden cristiano. Las pa-
labras de la Summa Teologica y las del Roman
de la Rose, por igual, significan lo que contienen
y contienen lo que significan. El mundo feudal
y escolástico se expresa a través de una heráldi-
ca verbal, ajena a toda idea de transformación.
Los elementos de esa heráldica pueden enrique-
cerse, combinarse de mil maneras y someterse
a los cuatro modos interpretativos enumerados
por Dante: literal, alegórico, moral y anagógico.
Pero las cuatro vías de esta hermenéutica con-
ducen a una perspectiva jerárquica y unitaria, a
una lectura única de la realidad. Y fuera de este
canon, las lecturas son ilícitas.
Expulsada del orden feudal y escolástico del
Medievo, la herejía se convierte en historia y la
historia será el nombre moderno de la libertad
que se equivoca. Herejía, originalmente, quiere
decir tomar para sí, escoger. Es la falta de Pelayo
en su combate con San Agustín. Al perseguirla,
el cristianismo prepara el advenimiento de lo
mismo que habrá de minarlo: la crítica, el libre
examen, el tomar para sí.

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Al dogma del punto de vista único corres-
ponde otro dogma, no por común menos firme:
la tierra es el centro del universo; el planeta del
hombre es un cuerpo estacionario alrededor del
cual giran, obedientes, los demás astros. Como
la sociedad medieval, la tierra no se mueve: se
mueve, en honor de la tierra, el sol, y para favo-
recer la causa divina, Dios puede detener el cur-
so del sol: Josué fue testigo. Copérnico observa
las revoluciones de las esferas y revoluciona el
mundo del hombre: funda el mundo moderno,
elimina la reconfortante seguridad del geocen-
trismo y la posibilidad de un punto de vista
único o privilegiado. El universo se dilata, se
desmorona la idea triunfante del cosmos como
diseño emanado de la Deidad y reaparecen
las ideas soterradas de Heráclito y los herejes:
la realidad es un flujo de formas en perpetua
transformación. El centro desaparece en toda
composición y se multiplican las visiones, en
sentido estricto, herejes: la visión de la realidad
deja de ser única e impuesta jerárquicamente;
se escoge la realidad, se escogen las realidades.
Nicolás de Cusa, el observador privilegiado de
la disolución de la escolástica medieval y del
nacimiento de la sensibilidad humanista, indica
que en cada cosa se actualiza el todo y el todo
está en cada cosa, pues cada cosa es un punto

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de vista diverso sobre el universo; las perspec-
tivas posibles son infinitas y la realidad tiene
carácter multidireccional. Giordano Bruno ve al
universo animado por una tendencia incesante
a la metamorfosis: cada ser posee en sí mismo
el germen de formas futuras que son la garantía
de su carácter infinito. En 1600, Bruno es que-
mado por la Inquisición en Roma. Pero el mal
—o el bien— ya es irreparable.
La visión unívoca cede el lugar a la visión
plurívoca. Sólo hay una manera, la frontal, de
ver un icono bizantino; su espacio plano se
concibe idéntico a la imagen divina que, siendo
única, en todas partes es la misma y existe en
su totalidad. En cambio, las figuras y los espa-
cios de Signorelli en Orvieto giran, fluyen, se
transforman, se dilatan: su espacio es figurativo
y los lugares pintados diferentes. En el icono
no hay más tiempo o más espacio que el de
la revelación. En Signorelli sólo hay tiempo o,
más bien, un tiempo inasible en lucha con un
espacio, como el universo mismo, en dilatación.
La novedad es tan espantosa que el pintor, huér-
fano melancólico, se ve obligado a transformar
ese tiempo y ese espacio en los del fin de todo
tiempo y todo espacio: el apocalipsis, el juicio
final. Negándola, Signorelli se apoya en la nor-
matividad épica de la realidad medieval.

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Épica, entonces, significa normatividad, lec-
tura única, escritura única. Ahora bien, si es
cierto que en la literatura no se repite el mila-
gro del génesis, sino que toda obra de escritura
se apoya en formas previas, más que comenzar
prolonga y más que formar transforma, enton-
ces lo interesante es considerar, en primer lugar,
cómo se apoya la escritura en una forma previa.
Si respeta la normatividad de la forma anterior,
la escritura sólo introduce diferencias denota-
das que contribuyen a la norma de la lectura
única. Pero si no respeta esa normatividad y la
transgrede, no para reforzarla, no para restau-
rar ejemplarmente el orden violado, sino con el
avieso propósito de romper la identidad entre
significante y significado, de quebrantar la lec-
tura única e instaurar en el abismo así abierto
una nueva figura literaria, la escritura introduci-
rá una diferencia connotada: creará un nuevo
campo de relaciones, opondrá la pasión al men-
saje normativo, criticará y superará la epopeya
en la que se apoya, vulnerará la exigencia de
conformidad de la lectura épica.
Estoy describiendo las características de la
escritura novelesca en oposición a la escritura
épica. Pero las manifestaciones originales de la
novela implican una grandeza y una servidum-
bre ambiguas. Ruptura del orden épico que re-

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prime las posibilidades de la ficción narrativa, la
novela hace caer la máscara de la epopeya y le
impone las marcas del tiempo, de la renovación,
de la crítica, de la duda. Sin embargo, la novela,
como la pintura de Signorelli, también se apoya
en lo mismo que intenta negar y es tributaria de
la forma anterior que se instala en el corazón
de la novedad confusa como una exigencia de
orden, de normatividad.
Quiero limitarme a la discusión de los dos
ejemplos supremos mediante los cuales la fic-
ción moderna, en sus extremos, totaliza sus
intenciones y se reconoce a sí misma. Sus pa-
labras, aunque las separen tres siglos, son las
palabras iniciales de la novela, alfa/omega y
omega/alfa. En estas novelas, es particularmen-
te agudo el conflicto de la gestación verbal, la
lucha entre la renovación y el tributo debido
a la forma anterior; en ellas, la épica de la so-
ciedad en lucha consigo misma es también la
épica del lenguaje en lucha consigo mismo; en
ellas, el destino de las palabras en su origen y
el origen de las palabras es su destino. Y las
palabras iniciales de los libros que abren y cie-
rran el ciclo novelesco que va del siglo xvii a
nuestros días superan el conflicto porque insta-
lan la crítica de la creación dentro de sus pro-
pias páginas. Esa crítica de la creación aparece

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como una crítica de la lectura en Don Quijote
y como una crítica de la escritura en Ulises y
Finnegans Wake.
De la crítica de lo leído a la crítica de lo
escrito: de Cervantes a Joyce, víctimas y ver-
dugos de sus propios libros, ambos a horca-
jadas entre un orden moribundo y una aven-
tura naciente; ambos educados en la cultura
de la Contrarreforma y por lo mismo cargados
de las benditas contradicciones que impiden
a un Fielding, un Thackeray o un Galsworthy
debatirse en la fructífera duda de amar lo que
combaten; ambos surgidos de países excéntri-
cos, de países desvelados y devorados por la
reflexión sobre su propio ser; España e Irlanda.
Uno, Cervantes, desenmascara la épica medie-
val y le impone las marcas de la lectura crítica;
el otro, Joyce, desenmascara la épica total de
Occidente, de Odiseo a la Reina Victoria, y la
marca con las heridas de la escritura crítica. Sin
embargo, tanto Cervantes como Joyce deben
servirse de un orden previo de referencias a
fin de apoyar en él la materia revolucionaria
de sus obras. La novela de caballería en Cer-
vantes. El mundo clásico de la epopeya homé-
rica y el mundo de la escolástica medieval en
Joyce. Ambos viajan a las fronteras de la certe-
za previa a la edad crítica; ambos rechazan la

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crítica inmediata o circunstancial que el orden
moribundo o el orden naciente podrían propo-
nerles, para limitarse a la crítica de la creación
literaria como lectura y como escritura. Su crí-
tica es primero la del universo verbal impreso,
novedad relativa para Cervantes, gastado pa-
limpsesto para Joyce. Pero por la inocente ren-
dija paródica de la épica caballeresca se cuela
la crítica de todos los fundamentos del orden
medieval. Y por encima de la Odisea tragicó-
mica y de la Summa festiva de Joyce se dibuja
el aura de cuanto ha sido grave y constante en
la historia del mundo posrenacentista. De esta
concentración en lo leído y lo escrito nacerá
una crítica más corrosiva, más lacerante que
cualquier manifiesto, de los mundos que Cer-
vantes y Joyce, instantánea y simultáneamente,
entierran y anuncian.
Quijotes Wake o El ingenioso hidalgo don
Finnegan de Irlanda: ambos partícipes del
Wake joyceano, funeral y resurrección en una
sola palabra que así adquiere esa espantable di-
latación de ciertos frescos renacentistas: Wake,
funeral, carnaveral, festival fúnebre, vigilia de
los muertos y despertar de la pesadilla, profun-
da noche y luminosa aurora, conexión verbal de
principio y fin, The womb and the tomb: tumba
y vientre de las culturas, los libros de Cervantes

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y de Joyce nos ofrecen con una desesperada
convicción el reducto humano de las palabras
para decimos: si todo ha de morir, muramos sin
renunciar a lo único que aún puede ser nuestro
porque es lo único que es de todos: las palabras;
y si todo ha de vivir de nuevo, no viviremos sin
nuestras palabras enterradas, resucitadas, sal-
vadas, renovadas, combatidas para devolverles,
anunciarles o encontrar1es un sentido y, sobre
ellas, fundar, otra vez o por última vez, la opor-
tunidad de la existencia.
Mejor que nadie lo ha dicho Octavio Paz:
dales la vuelta, cógelas del rabo, azótalas, ín-
flalas, pínchalas, sórbeles sangre y tuétanos, sé-
calas, cápalas, písalas, desplúmalas, destrípalas,
arrástralas, hazlas, poeta, haz que se traguen to-
das sus palabras. Loco de la lectura, ¿qué hace
don Quijote sino tragarse todas las palabras?
Loco de la escritura, ¿qué hace James Joyce sino
darles la vuelta, cogerlas del rabo, destriparlas y
desplumarlas?
Shem y Shaun, los hijos metamórficos de
la saga irlandesa de Finnegan, hablan e ima-
ginan que son árbol y piedra. No son árbol y
piedra —todavía— porque hablan y, porque
hablan, don Quijote y Sancho no son ideal y
realidad, espíritu y materia, sino precisamente
don Quijote y Sancho, creaciones de las pala-

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bras, nombres que son acto, que son verbo y
que, sin las palabras, se desvanecerían en el
campo de Montiel, menos reales en su abstrac-
ción simbólica que cualquier gigante llamado
Serpentino de la Fuente Sangrienta. Palabras,
palabras, palabras, dice Hamlet, y no lo dice
peyorativamente: señala con llaneza, y sin de-
masiadas ilusiones, la existencia de la literatura.
Pero, ¿de qué clase de literatura? ¿Acaso no ha
existido desde siempre la literatura? Don Qui-
jote y Hamlet son los testigos de cargo de una
nueva literatura que ha dejado de ser lectura
transparente del verbo divino pero no se ha
convertido en signo reflejo de un orden huma-
no tan congruente e indubitable como lo fue el
divino.
Palabras iniciales, palabras errantes, pala-
bras huérfanas: hemos perdido a nuestro padre
pero no nos hemos encontrado a nosotros mis-
mos. Las palabras empiezan a vivir una ambi-
güedad y una paradoja. “Todo es posible”, dice
Marsilio Ficino. “Todo está en duda”, dice John
Donne. Y en medio de estas oscilaciones del
humanismo, la literatura aparece como una
opaca región donde lo mismo caben la locura
metódica de Hamlet que el racionalismo opti-
mista de Robinson que el erotismo secular de
Don Juan de Sevilla que el erotismo celestial

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de San Juan de la Cruz: en la literatura, todo
es posible. En el cosmos medieval, cada reali-
dad manifestaba otra realidad, de acuerdo con
símbolos homologados de manera inequívoca.
Pero en el inestable y equívoco mundo que Co-
pérnico deja en su estela —en su wake— estos
criterios centrales se han perdido. No es fortuito
que en el mismo año de 1605 se publiquen el
Quijote, el Rey Lear y Macbeth: aparecen simul-
táneamente dos viejos locos y un joven asesino
dispuestos a llenar con el delirio de sus imagi-
naciones los vacíos abiertos por el tránsito de
las ruinas medievales al valiente mundo nuevo
de la modernidad.
Y no es fortuito que Macbeth sea el dra-
ma de las interrogantes. Todo allí, toda acción y
toda palabra que prepara la acción o la comenta
una vez cometida, se posa entre interrogantes,
desde que las Brujas se preguntan:
When shall we three meet again?, hasta que
Macbeth se prepara a morir en la interrogante:
Why should I… die on mine own sword?, pa-
sando por las preguntas centrales del crimen:
primero,
Is this a dogger which I see before me?, y en
seguida:
Will all great Neptun’s ocean /
Wash this blood clean from my hand?

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Entre los signos de interrogación, el esta-
do del mundo se deshace y ese mañana, sólo
anuncia la entrada al gran teatro universal de
las sombras en movimiento, de los pobres ac-
tores idiotas que contratan un cuento que nada
significa, lleno de rumor y de cólera. Y tam-
poco es fortuito que las grandes metáforas de
El Rey Lear se deriven siempre de un universo
tumultuoso, en el que los eclipses, las estrellas,
la necedad de la compulsión celestial; la mentira
dictada por influencia planetaria y el gobierno
de nuestra condición por los astros, se mezclan
con las imágenes de los elementos terrenos dis-
locados, agitados, tormentosos: drama de lluvia
y fuego, de bruma y trueno, pero en el cual los
elementos irracionales son menos ingratos que
los seres racionales y en cuyo centro, amarrado
a un círculo ardiente, un viejo abandonado, in-
capaz de aprender más de lo que ya sabe, asi-
milado a una naturaleza solitaria y sollozante,
es la víctima de las pasiones, como el cosmos lo
es de sus propias fuerzas desencadenadas, sin
mesura, ininteligible.
Todas las cosas han perdido su concierto.
En el alba misma de su afirmación humanista
y liberadora, el individuo cae fragmentado por
la misma crítica, la misma duda, la misma inte-
rrogación con que Copérnico y Galileo liberan

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a las fuerzas dormidas del universo, ensanchán-
dolo hasta empequeñecer al individuo que en-
tonces se despliega en la pasión desbocada, la
afirmación del orgullo, los crueles usos del po-
der, el sueño utópico de una nueva ciudad del
sol, la imaginación cronófaga y omninclusiva,
el hambre de nuevo espacio humano que opo-
ner al nuevo espacio mudo del universo: ape-
tito espacial evidente así en el descubrimiento
de América como en los frescos de Piero della
Francesca. Nada debe ser desechado, afirma
Ficino; la naturaleza humana contiene todos y
cada uno de los niveles, desde las horrendas
formas de los poderes de lo hondo hasta las
jerarquías de inteligencias divinas descritas por
los místicos: nada es increíble, nada es imposi-
ble; las posibilidades que negamos son sólo las
posibilidades que no conocemos. El libertino y
el asceta, Don Juan y Savonarola, César Borgia
y Hernán Cortés, el tirano y el aventurero, el
Fausto de Marlowe y los amantes incestuosos
de John Ford, el pensamiento rebelde y la carne
rebelde: las faltas ya no establecen un orden an-
cestral, sino que se consumen en los principios
autoeficientes del orgullo, la razón, el placer o
el poder. Pero, apenas ganados, estos principios
son puestos en duda por la crítica, puesto que
la crítica los fundó.

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Todo es posible. Todo está en duda. Sólo un
hidalgo manchego sigue adhiriéndose a los có-
digos de la certidumbre. Como la España de la
Contrarreforma, Don Quijote navega entre dos
aguas y pertenece a dos mundos. Para él, nada
está en duda y todo es posible: como la Invenci-
ble Armada derrotada en tiempo de Cervantes,
es un anacronismo que no sabe su nombre. En
el nuevo mundo de la crítica, don Quijote es un
caballero de la fe. Esa fe proviene de una lec-
tura. Y esa lectura es una locura. Don Quijote
se empeña, igual que el monarca necrófilo de
El Escorial, en restaurar el mundo de la certeza
unitaria: se empeña, física y simbólicamente, en
la lectura única de los textos e intenta trasladarla
a una realidad que se ha vuelto múltiple, equí-
voca, ambigua. Pero porque es dueño de esa
lectura, don Quijote es dueño de una identidad:
la del caballero andante, la del héroe antiguo.
De ser el dueño de las lecturas previas que
le secaron el seso, don Quijote pasa a ser, en
un segundo nivel de lectura, dueño de las pala-
bras del universo verbal del libro Quijote. Por-
que lo leemos y no lo vemos, nunca sabremos
qué es lo que el caballero se pone en la cabeza:
¿tendrá razón don Quijote, habrá descubierto
el fabuloso yelmo de Mambrino donde los de-
más, ciegos e ignorantes, sólo ven un bacín de

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barbero? Dentro de la esfera verbal, don Qui-
jote comienza por ser invencible. El empirismo
de Sancho es inútil literariamente, porque don
Quijote, apenas fracasa, restablece su discurso y
prosigue su carrera en el mundo de las palabras
que le pertenecen. Comparemos la famosa es-
cena del play within the play en Hamlet, con el
capítulo del retablo de Maese Pedro en el Qui-
jote. En la obra de Shakespeare (¿de quién?) el
rey Claudio hace interrumpir la representación
porque la imaginación empieza a parecerse pe-
ligrosamente a la realidad. En la obra de Cer-
vantes (¿de quién?) don Quijote se lanza contra
“la titerera morisma” de Maese Pedro porque
lo representado empieza a parecerse peligrosa-
mente a la imaginación. La identificación de lo
imaginario con lo real remite a Hamlet a la rea-
lidad, y de la realidad, naturalmente, le remite a
la muerte: Hamlet es el embajador de la muerte,
viene de la muerte y a ella va. La identificación
de lo imaginario con lo imaginario remite a don
Quijote a la lectura. Don Quijote viene de la
lectura y a ella va: don Quijote es el embajador
de la lectura. Y para él son los encantadores que
conoce por su lectura, y no la realidad, los que
se cruzan entre sus empresas y la realidad.
Nosotros sabemos que no es así, que es sólo
la realidad la que se enfrenta a la loca lectura

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de don Quijote. Pero él no lo sabe, y esto crea
un tercer nivel de lectura. “Mire vuestra merced,
dice continuamente Sancho… Mire que aquellos
que allí se parecen no son gigantes, sino moli-
nos de viento”. Pero don Quijote no mira: don
Quijote lee y su lectura dice que aquellos son
gigantes. Don Quijote quiere meter al mundo
entero en su lectura mientras cree que esa lec-
tura es la de un código unitario y consagrado:
el código que, desde la gesta de Ronces­valles,
identifica el hecho ejemplar de la historia con
los hechos ejemplares de los libros. Nacido de
la lectura, don Quijote, cada vez que fracasa, se
refugia en la lectura. Y refugiado en la lectura,
don Quijote seguirá viendo ejércitos donde sólo
hay ovejas sin perder la razón de su lectura; será
fiel a ella porque para él no hay otra lectura
lícita.
Pero el siguiente nivel de lectura empieza
a minar esta ilusión. En su tercera salida don
Quijote se entera, por noticias del bachiller Ca-
rrasco que Sancho le transmite, de la existencia
de un libro llamado El ingenioso hidalgo don
Quijote de la Mancha. “Me mientan a mí —dice
Sancho con asombro— y a la señora Dulcinea
del Toboso, con otras cosas que pasamos a so-
las, que me hice cruces de espantado cómo las
pudo saber el historiador que las escribió”. Co-

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sas a solas: antes, sólo Dios podía leerlas. Aho-
ra, los Duques preparan sus farsas porque han
leído la primera parte del libro. Al entrar a la
segunda, don Quijote ha sido tema de la rela-
ción apócrifa de Avellaneda; los signos de su
verdadero ser se multiplican; don Quijote criti-
ca la versión de Avellaneda; pero la existencia
de otro libro sobre él mismo le hace cambiar
de ruta e ir a Barcelona a “sacar a la plaza del
mundo la mentira deste historiador moderno y
echarán de ver las gentes como yo no soy el don
Quijote que él dice”.
Este nivel de la lectura, en el que don Qui-
jote se sabe leído, es crucial para determinar los
que siguen. Don Quijote deja de apoyarse en la
épica previa, la de Amadís, la de Palmerín, la de
Roldán, para empezar a apoyarse en su propia
epopeya. Doble víctima de la lectura, don Qui-
jote pierde dos veces el juicio: primero, cuando
lee; después, cuando es leído. Pues ahora, en
vez de comprobar la existencia de los héroes
antiguos, deberá comprobar su propia existen-
cia. Don Quijote, el lector, se sabe leído, cosa
que nunca supo Amadís de Gaula. Y sabe que el
destino de don Quijote se ha vuelto inseparable
del libro Quijote, cosa que jamás supo Aquiles
con respecto a la Ilíada. Su integridad de héroe
antiguo, nacida de la lectura, es anulada, no por

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los galeotes o las burlas de Maritornes, no por
los palos y pedradas que recibe, sino por las
lecturas a las que es sometido. Y esas lecturas
le convierten en el primer héroe moderno, es-
cudriñado desde múltiples puntos de vista, leído
y obligado a leerse, asimilado a los propios lec-
tores que lo leen y, como ellos, obligado a crear
en la imaginación a don Quijote.
Y esto nos conduce a otro nivel de la lectura
crítica. En cuanto lector de epopeyas que ob-
sesivamente quiere trasladar a la realidad, don
Quijote fracasa. Pero en cuanto objeto de una
lectura, empieza a vencer a la realidad, a con-
tagiarla con su loca lectura: no la lectura previa
de las novelas de caballería, sino la lectura ac-
tual del propio Quijote de la Mancha. Y esa nue-
va lectura transforma al mundo, que empieza a
parecerse cada vez más al mundo del Quijote.
Para burlarse de don Quijote, el mundo se dis-
fraza de las obsesiones quijotescas. Pero, como
dice Salvador Elizondo en su Teoría del disfraz,
nadie se disfraza de algo peor que de sí mis-
mo. El mundo disfrazado de quienes han leído
el Quijote dentro del Quijote revela la realidad
sin disfraces del mundo: como don Quijote, el
mundo tampoco sabe ya dónde está ubicada la
realidad. ¿Logran burlarse de don Quijote, Doro-
tea cuando se disfraza de Princesa Micomicona,

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Sansón Carrasca cuando le desafía disfrazado
de Caballero de los Espejos, los Duques cuan-
do escenifican las farsas de Clavileño, la Dama
Adolorida con sus doce dueñas barbudas y el
gobierno de Sancho en la ínsula Barataria? ¿O es
don Quijote quien se ha burlado de todos ellos,
obligándoles a entrar, disfrazados de sí mismos,
al universo de la lectura del Quijote? Discutible
materia de psicoanálisis. Lo indiscutible es que
don Quijote, el hechizado, termina por hechizar
al mundo. Pero el precio que debe pagar es la
pérdida de su propio hechizamiento.
Pródigo, Cervantes nos conduce a un nivel
más de lectura. Cuando el mundo se quijotiza,
don Quijote, cifra de la lectura, pierde la ilusión
de su ser. Cuando ingresa al castillo de los Du-
ques, don Quijote ve que el castillo es castillo,
mientras que en las ventas más humildes podía
imaginar que veía un castillo. La realidad le tuba
su imaginación. En el mundo de los Duques, ya
no será necesario que imagine un mundo irreal:
los Duques se lo ofrecen en la realidad. ¿Tiene
sentido la lectura si corresponde a la realidad?
Entonces, ¿para qué sirven los libros?
De allí en adelante, todo es tristeza y de-
silusión, tristeza de la realidad, desilusión de la
razón: las aventuras con Roque Guinart, autén-
tico bandolero, ladrón de la plata de Indias y

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agente secreto de los hugonotes franceses, vivo
en tiempo de Cervantes, como en tiempo de
Cervantes ocurrió la matanza de la noche de
San Bartolomé, y el combate naval auténtico en
Barcelona, privan a don Quijote de toda opor-
tunidad de acción imaginativa. El hidalgo se en-
frenta a su opción final: ser en la tristeza de la
realidad o ser en la realidad de la literatura.
Aventura de la desilusión. Por algo llama
Dostoievski a la obra de Cervantes “el libro más
triste de todos” y en ella se inspira para figurar
al “hombre bueno”, al príncipe idiota, Mishkin.
El caballero de la fe se ha ganado, al terminar
la novela, su triste figura. Y es que, como indi-
ca Dostoievski, don Quijote sufre una “nostalgia
del realismo”. Pero, ¿de cuál realismo? ¿El de las
imposibles aventuras de magos, caballeros sin
tacha y descomunales gigantes? Exactamente:
antes, todo lo dicho era cierto… aunque fuese
fantasía. No había fisura alguna entre lo dicho y
lo hecho en la épica. “Para Aristóteles y la Edad
Media —explica Ortega y Gasset— es posible lo
que no envuelve en sí contradicción. Para Aris-
tóteles es posible el centauro; para nosotros no,
porque no lo tolera la biología”. Es este realismo
coincidente, sin contradicciones, el que añora
don Quijote; en su camino podrán cruzarse la
nueva ciencia, la nueva duda, todos los escep-

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ticismos que anacronizan la fe del caballero de
la lectura única, del embajador de la lectura líci-
ta. Pero por encima de todo, lo que rompe ese
realismo son las lecturas plurales, las lecturas
ilícitas.
Don Quijote recobra la razón y esto, para
él, es la suprema locura: es el suicidio, pues la
realidad, como a Hamlet, le remite a la muerte.
Don Quijote, gracias a la crítica de la lectura
inventada por Cervantes, vivirá otra vida: no le
queda más recurso que comprobar su propia
existencia, no en la lectura única que le dio
vida, sino en las lecturas múltiples que se la qui-
taron en la realidad añorada y coincidente pero
se la otorgaron, para siempre, en el libro y sólo
en el libro.
En Barcelona, don Quijote rompe definitiva-
mente los amarres de la ilusión realista y hace
lo que jamás hicieron Aquiles, Eneas o Roldán:
visita una imprenta, entra al lugar mismo donde
sus hechos se convierten en objeto, en producto
legible. Don Quijote es remitido a su única rea-
lidad: la de la literatura. De la lectura salió; a las
lecturas llegó. Ni la realidad de lo que leyó ni la
realidad de lo que vivió fueron tales sino espec-
tros de papel. Y sólo liberado de su lectura pero
prisionero de las lecturas que multiplican hasta
el infinito los niveles de la novela, sólo desde el

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centro de su verdadera realidad de papel, soli-
tariamente solo, don Quijote clama: ¡Crean en
mí! ¡Mis hazañas son reales, los molinos son gi-
gantes, los rebaños son ejércitos, las ventas son
castillos y no hay en el mundo todo doncella
más hermosa que la emperatriz de la Mancha,
la sin par Dulcinea del Toboso!
La realidad puede reír o llorar al escuchar
semejantes palabras. Pero la realidad misma es
invadida por ellas, pierde sus propias fronteras
definidas, se siente desplazada, contagiada por
otra realidad de palabras y papel. ¿Dónde termi-
nan el castillo de Dunsinane o el páramo donde
Lear y su bufón viven la helada noche de la
locura? ¿Dónde termina la cueva de Montesinos
y empieza la realidad? Nunca más será posible
saberlo porque nunca más habrá lectura única :
Cervantes ha vencido a la épica en la que se
apoyó, ha puesto a dialogar a Amadís de Gaula
con Lazarillo de Tormes y en el proceso ha di-
suelto la normatividad severa de la escolástica y
su lectura unívoca del mundo.
Pero Cervantes tampoco se rinde ante la mo-
dernidad: si la realidad se ha vuelto plurívoca, la
literatura la reflejará sólo en la medida en que
obligue a la propia realidad a someterse a lec-
turas divergentes y a visiones desde perspecti-
vas variables. Pues precisamente en nombre de

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la polivalencia de lo real, la literatura crea lo
real, añade a lo real, deja de ser corresponden-
cia verbal de verdades inconmovibles o anterio-
res a ella. Nueva realidad de papel, la literatura
dice las cosas del mundo pero es ella misma una
nueva cosa en el mundo. Como si previese todas
las fechorías del naturalismo, Cervantes destruye
la ilusión de realidad de los personajes de no-
vela, pero le impone al suyo una realidad aún
más poderosa y difícil de soportar: le impone
una existencia a todos los niveles de la crítica
de la lectura. Al radicar la crítica de la creación
dentro de la creación, Cervantes ha fundado la
imaginación moderna: la poesía, la pintura y la
música reclamarán después idéntico derecho de
ser en sí mismas y no dóciles imitadoras de una
realidad a la que mal sirven reproduciéndola,
pues el arte no reflejará más realidad si no crea
otra realidad. A través de un personaje de papel,
Cervantes traslada los grandes temas del univer-
so descentrado y del individualismo triunfante,
pero azorado y huérfano, al plano de la lite-
ratura como eje de una nueva realidad: ya no
habrá tragedia ni epopeya, porque ya no hay un
orden ancestral restaurable ni un universo único
en su normatividad. Habrá niveles múltiples de
la lectura que sometan a prueba los múltiples
niveles de la realidad.

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Resulta que ese pícaro, galeote convicto y
falso titiritero, Ginés de Pasamonte, alias Gine-
sillo de Parapilla, alias Maese Pedro, está escri-
biendo un libro sobre su propia vida. ¿Está ter-
minado el libro?, pregunta don Quijote. Y Ginés
le contesta: ¿Cómo va a estarlo, si mi vida aún
no termina? Esta es la última pregunta de Cer-
vantes: ¿quién escribe los libros y quién los lee?
¿Quién es el autor del Quijote? ¿Un tal Cervantes
más versado en desdichas que en versos, cuya
Galatea ha leído el cura que hace el escrutinio
de los libros de don Quijote? ¿Un tal de Saave-
dra, mencionado por el Cautivo con admiración,
en razón de los hechos que cumplió y todo por
alcanzar la libertad? Cervantes, como don Qui-
jote, es leído por los personajes de la novela
Quijote, libro sin origen autoral y casi sin des-
tino, agonizante apenas nace, reanimado por
los papeles del historiador arábigo Cide Hamete
Benengeli, que son vertidos al castellano por un
anónimo traductor morisco y que serán objeto
de la versión apócrifa de Avellaneda… Puntos
suspensivos. El círculo de las lecturas se reini-
cia. Cervantes, autor de Borges; Borges, autor de
Pierre Ménard; Pierre Ménard, autor del Quijote.
Cervantes deja abierto un libro donde el
lector se sabe leído y el autor se sabe escrito y
se dice que muere, en la misma fecha aunque

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no en el mismo día que William Shakespeare.
Eduardo Lizalde me contaba el otro día que Au-
gusto Monterroso sostiene que ambos eran el
mismo personaje, que las prisiones y deudas y
combates de Cervantes fueron ficciones que le
permitieron disfrazarse de Shakespeare y escri-
bir su obra de teatro en Inglaterra, en tanto que
el comediante Shakespeare, el hombre de las
mil caras, el Lon Chaney isabelino, escribía el
Quijote en España. Esa disparidad entre los días
reales y la fecha ficticia de una muerte común
permitió al espectro de Cervantes trasladarse a
Londres a tiempo para volver a morir en el cuer-
po de Shakespeare. No sé si se trata del mismo
personaje, pues los calendarios en Inglaterra y
España nunca han sido los mismos, ni en 1615
ni hoy.
Pero sí estoy convencido de que se trata
del mismo autor, del mismo escritor de todos
los libros, un polígrafo errabundo y multilingüe
llamado, según los caprichos del tiempo, Ho-
mero, Virgilio, Dante, Cervantes, Cide Hamete
Benengeli, Shakespeare, Sterne, Goethe, Poe,
Balzac, Lewis Carroll, Proust, Kafka, Borges,
Pierre Ménard, Joyce… Es el autor del mismo
libro abierto que, como la autobiografía de Gi-
nés de Pasamonte, aún no termina. Con otras
palabras, Mallarmé dirá lo mismo que el pícaro

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de Parapilla: “Un libro ni empieza ni termina;
a lo más, hace como si…” Joyce es un novelis-
ta del Renacimiento que dialoga íntimamente,
mientras se pasea por las plazas italianas, con
Nicolás de Cusa, Giordano Bruno y Giambattis-
ta Vico; pero también Homero, el primer aeda
de Occidente, y James Joyce, el último, son el
mismo ciego. Y escriben el mismo libro abierto:
el libro de todos, de tutti, de alles, de tout-le-
monde, de everybody.
¡Here comes everybody! El título original de
Finnegans Wake es en sí un programa de libro
abierto, de escritura común. Joyce retiene ese
“Aquí vienen todos” como uno de los signifi-
cados de H. C. E., iniciales de su personaje, el
soñador proteico H. C. Earwicker. ¿Y qué sueña
Earwicker en la larga noche de la estela fúne-
bre y festiva del héroe popular Tim Finnegan,
muerto en apariencia al caer de una escalera y
resucitado de su sueño mortal durante su pro-
pio velorio, cuando los dolientes/festejantes le
rocían con el buen whiskey irlandés? ¿Qué sue-
ña? Lo sueña todo. Pero lo sueña como una es-
critura total.
Entre Cervantes y Joyce, la novela, que origi-
nalmente luchó contra la normatividad del orden
medieval definido de acuerdo con signos indu-
dables, debió librar una segunda batalla contra el

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orden moderno y su propia, discutible normati-
vidad de la producción, el optimismo, el progre-
so y la salvación individual a través de la ener-
gía y del éxito. Bastaría recordar los nombres de
Sade, Beckford, Emily Brontë, Flaubert, Melville,
Dostoievski, Proust y Lawrence para evocar la
naturaleza de las relaciones entre la novela y la
sociedad moderna: es la historia de un divorcio,
sí, pero también la de una cohabitación; pareja
que se odia pero duerme en la misma cama. La
sociedad posrenacentista no podía imponer un
código indudable, como lo hizo la Edad Media,
ni remontarse a un origen ideal y por antiguo
intocable, como lo hizo la Grecia clásica: la mo-
dernidad no puede creer en normas invariables
sin sacrificar el espíritu crítico que es su legiti-
mación; y carece de pasado ancestral: Napoleón
y Rastisgnac nacieron hoy, sin más blasones que
el talento individual, el egoísmo y la ambición.
Jane Austen intenta elaborar un código univer-
sal de conducta para la clase media; lo rompen
el loco amor de Heathcliff y Cathy, la orgullosa
demencia del capitán Ahab en su delirante ca-
cería de la ballena blanca, las pasiones querúbi-
cas y demoniacas de los Karamazov. Quizá sólo
Stendhal y Balzac alcancen el perfecto equilibrio
burgués entre la sensibilidad y la energía. No
tardará Marcel Proust en meditar sobre las rui-

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nas de los mundos de Julien Sorel y Lucien de
Rubempré. Presente en el ambiguo bautizo del
mundo moderno, la novela decide no perderse,
por nada del mundo, los funerales de ese mismo
mundo. Y en ese largo velorio, en ese Wake la
literatura se sabe culpable de uxoricidio.
La ciudad, la Troya moderna, desangrada y
patibularia, ha caído. Eliot canta el réquiem de
la “ciudad irreal bajo la parda niebla de un alba
invernal”. Yeats prevé una segunda natividad,
un nuevo milenio; pero después de veinte siglos
de pétreo sueño, quizás sólo despertemos para
entrar a la pesadilla de una sangrienta redención
personificada por el áspera bestia que, al sentir
que su hora ha sonado, se arrastra hacia Belén,
hacia Guernica, hacia Dachau, hacia Hiroshima:
surgida de las arenas del desierto, cuerpo de
león y cabeza de hombre, mirada vacía e impla-
cable como el sol, la bestia de Yeats presidirá
los horrores de la urbe histórica moderna:

Todo se desintegra; el centro no resiste; una ba-


nal anarquía invade al mundo; crece la opaca
marea de la sangre y en todas partes es ahogada
la ceremonia de la inocencia.

La ciudad, la sede y el signo de la civiliza-


ción, ha caído, vencida por la pesadilla de la

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historia; la ciudad ha exiliado o asesinado a sus
ciudadanos; la ciudad ha perdido su lenguaje.
El sentido de la escritura está exhausto, como
está exhausta la sociedad que se de-sangrará en
las dos guerras mundiales que son como las
trincheras históricas de la actividad literaria de
Joyce. Y sin embargo, esa misma sociedad pre-
tende ser dueña de una escritura única, racional,
estilística, realista, individualista: las palabras
poseen un sentido recto, el que le otorgan Rud-
yard Kipling y el London Times, el que definen
los diccionarios, que para eso están. Pero Joyce
no se contenta con los diccionarios; toma el dis-
curso total de Occidente, lo lee y no lo entiende:
el tiempo y el uso y las aventuras de la épica de
una sociedad en lucha consigo misma han gasta-
do todas y cada una de las palabras: el campo de
la escritura está sembrado de cadáveres corrup-
tos, de monedas semánticas adelgazadas hasta la
extinción, los huesos verbales blanqueados por
el sol de la costumbre; en el muro de la escri-
tura occidental se inscribe secretamente lo que
Jacques Derrida llama la mitología blanca: una
escritura invisible, de tinta blanca, del hombre
blanco, deslavada por la historia.
Descifrar la “mitología blanca”, re-escribir
el verdadero discurso de Occidente, con todas
sus cicatrices, sus graffiti, sus escupitajos, sus

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parodias, sus solecismos, sus anagramas, sus
palindromas, sus pleonasmos, sus onomatope-
yas, sus prosopopeyas, sus obscenidades, sus
heridas abiertas, sus marcas de cuchillo y de
pluma: tal es la descomunal tarea que Joyce se
echa a cuestas: comprobar la escritura, como
don Quijote quiso comprobar la lectura. Y como
don Quijote descendió a la cueva de Montesinos
para escuchar las palabras iniciales de la perdi-
da Edad de Oro, Joyce parte, “por millonésima
vez”, “para forjar en el taller de mi alma la con-
ciencia increada de mi raza”. Esa raza es una
raza cultural: el Occidente, pagano y cristiano, y
su triple trama de la libertad errante: la falta mí-
tica de la antigüedad clásica, la herejía medieval
y la historia moderna. Nada puede quedar fuera
de este proyecto, pues cada palabra del hombre,
por banal, corrupta o insignificante que parez-
ca, contiene detrás de su apariencia exhausta y
dentro de sus delgadas sílabas todas las simien-
tes de una renovación y también todos los ecos
de una memoria ancestral, original, fundadora.
Nada es desperdiciable: Joyce abre las puertas a
la totalidad del lenguaje, de los lenguajes. Verbi-
gratia efectiva. No selección.
Pero así como Cervantes se apoya en la de-
notación épica para establecer su crítica de la
lectura única, Joyce, para dar forma a su radical

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connotación del lenguaje, acude a una triple tra-
ma del orden: la epopeya homérica, la escolás-
tica medieval y la progresión histórica moderna
de Vico. Esta triplicidad ideológica que ordena
en sentidos vertical y horizontal, en profundidad
y en extensión, meridiana y paralelamente, en
cortes diagonales, de tiempos y espacios el po-
liedro de la escritura en Joyce, posee variados y
poderosos signos. Occidente se piensa a sí mis-
mo en triadas. Georges Dumézil ha demostrado
que las estructuras y articu­laciones religiosas de
los indoeuropeos son tripartitas. El cristianismo
sería irreconocible sin el dogma trinitario y sin
las metamorfosis heréticas del dogma por arria-
nos, gnósticos, apolinarios y nestorianos. Las
escatologías milenaristas de la Edad Media, y en
particular El evangelio eterno del monje Joaquín
de Flora, conciben una progresión apocalíptica
en tres etapas, la última de las cuales será pre-
sidida por el Anticristo. La sucesión de Roma es
vista como una triada por los mundos bizantino
y eslavo: Constantinopla, segunda Roma, teme
ser desplazada como “cabeza del mundo” por
una tercera y Moscú, al casarse la última here-
dera de Bizancio, Zoé Paleóloga con zar Iván
III, asume el destino mesiánico de ser la Tercera
Roma: “y no habrá una cuarta”, dicen lo mismo
las epístolas ortodoxas que las novelas de Dos-

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toievski. Vico, al fundar en La ciencia nueva el
pensamiento moderno de la historia como crea-
ción y objeto del conocimiento humano, imagi-
na su desarrollo en triadas epocales cíclicas y
en espiral: edad bárbara, edad heroica y edad
clásica, seguida de una nueva barbarie. Las pro-
gresiones de Comte, Hegel y Marx se cumplen
en tres movimientos e incluso el Reich de Adol-
fo Hitler será el tercero y vencerá a la Tercera
República emanada de la Revolución Francesa,
fundadora del tiempo histórico actual, como
Vico fundó el tiempo histórico intelectual. Y en
el Tarot, el número tres significa solución armó-
nica del conflicto de la caída, incorporación del
espíritu al binario, fórmula de cada uno de los
mundos creados y síntesis biológica: el hombre
con su padre y su madre; con su mujer y su hijo;
con su padre y su hijo: Bloom, Molly y Esteban.
Así, Ulises y Finnegans Wake esconden un
orden y una dinámica escatológicos; Joyce uti-
liza los cortes trinitarios de las ideologías de
Occidente como cribas, como cedazos capaces
de captar y de filtrar totalmente el lenguaje de
Occidente en el momento de un nuevo tránsito,
de una nueva pasión: los de la caída de la ciudad
individualista moderna y el exilio de sus ciuda-
danos que ya no se reconocen ni en la religión
ni en la familia ni en la patria ni en sí mismos y

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buscan, sin embargo o por este motivo, el ori-
gen de todo, el padre, padre carnal o padre ver-
bal, libertad errante: errabundo Ulises buscado
por Telémaco, Dios Padre errante buscado por
Giordano Bruno bajo las máscaras de las me-
tamorfosis, padre buscado por Esteban Dédalo,
hijo buscado por Leopoldo Bloom, y una tercera
persona, Molly, que realiza la unión entre ambos
caricaturizando —o invirtiendo—el amor con-
sustancial de las tres personas de la Trinidad.
Arena, circo y templo semánticos, luchan
entre sí, se parodian entre sí y comulgan en-
tre sí, en los libros de Joyce, lo orgánico pre-
vio y el caosmos escritural: triple proceso de
destrucción, de construcción y de remontarse
al origen mismo de las palabras, más allá de las
epopeyas. Las presencias tutelares de Nicolás de
Cusa y de Giordano Bruno, cuyas ideas expuse
someramente al principio, se confunden con las
presencias actuales de Einstein y de Eisenstein,
de Webern y Schoenberg, y Joyce las integra a
la escritura, a la metamorfosis de las palabras,
a la abolición de centros tonales, a la construc-
ción de la página como campo de posibilidades,
a la sustitución de toda relación verbal unívoca
e irreversible por una nueva causalidad de fuer-
zas recíprocas: a la escritura de novelas don-
de pueden coexistir todos los contrarios vistos

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simultáneamente desde todas las perspectivas
posibles. Pero, ¿pueden llamarse novelas estos
libros, estos hechos radicales de la escritura crí-
tica que terminan por significar una demolición
de los géneros, una invasión de la escritura por
la ciencias fisicomatemáticas, por el cine, por la
plástica, por la música, por el periodismo, por la
antropología y, sobre todo, por la poesía?
Entre el magma totalizador de los lengua-
jes y el orden tripartita convocado para darle
semblanza formal, existe otro orden evocado y
simétrico, en el que encarnan fugazmente las
palabras: Esteban, Molly y Bloom; Earwicker, su
esposa Ana Livia Plurabelle y sus hijos Shem y
Shaun, el escritor y el cartero. Los personajes
hablan y sus palabras, mediante la asociación
poética, se abren al significado multidireccio-
nal, y se despliegan en vastas espirales, en los
corsi e ricorsi de Vico trasladados a la historia
del lenguaje que es lenguaje de la historia. Los
personajes son, como el vaso en el poema de
Gorostiza, forma transparente, molde pasajero
del agua verbal que apenas dicha, derramada,
se convierte en palabras escritas: nadie sabe
cuánto dice, cuánto evoca, cuánto escribe al ha-
blar: una palabra dicha —dicha de la palabra—
libera una constelación de palabras, de cifras,
de ayuntamientos verbales nuevos y antiguos,

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latentes, premonitorios u olvidados: mediante el
calambur, Joyce destruye una palabra para hacer
que nazca otra o varias más de los despojos del
vocablo destripado. Así, en su definición misma,
Finnegans Wake es una scherecharada, un vico-
ciclómetro, un colidoscopio o calidoscopio de
colisiones, un proteiformógrafo y un meander-
tale, cuento de meandros, valle de laberintos,
cuento contado por y para el hombre de Nean-
derthal, alba de la conciencia y, en las palabras
de Vico, “todo estupor y ferocidad”: los contra-
rios, como quiso Giordano Bruno, se identifican
instantáneamente: alba y ferocidad, conciencia
y estupor, todo está inmerso en el río: riverrun,
correría, correrías del lenguaje y de la vida: río
Liffey, río vital, que acaba por anular el yo de
quien habla, ahogarlo en la multiplicación de la
escritura y depositar la posesión de las palabras
en todos, en everybody, en la comunidad total
del lenguaje.
La novelista y crítica francesa Helene Cixous
ha visto que la escritura de Joyce se instala en
la brecha del yo para desacreditar al sujeto, al
tiempo que desacredita el mundo del discur-
so occidental, transgrediéndolo, connotándolo,
dislocándolo y viciando todas sus metáforas tra-
dicionales. El sujeto quiere ser autor, yo, ego;
Joyce lo anula con una radical crítica escritural

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que convierte a las novelas en libros escritos por
el uno/plural, por todos y por Joyce, por Joyce
que es todos y por todos que son Joyce, Every-
man, Odiseo que regresa, no a Ítaca, sino a lo
que Gastan Bachelard llama “esa orilla donde
nace la palabra”. Y en esa orilla, desconocemos
el nombre del escritor.
Jung vio en Ulises un libro que se libera-
ba en bloque del mundo antiguo —es decir,
no sólo del mundo vivido hasta Joyce sino por
Joyce. Ahora vemos que la crítica de la escri-
tura en Joyce es una épica de la escritura in-
dividual, de la escritura del yo, de la escritura
única, como la crítica de la lectura en Cervantes
desintegró la lectura única, la lectura jerárquica,
la lectura épica. Y la novedad de la Joyceización
es que inscribe la desyoizacíón dentro del pro-
ceso total de la economía del lenguaje, desde
su origen paradójica y estremecedoramente si-
lencioso, hasta producción y consumo actuales
y clamorosos. Como Marx hizo la crítica radical
de la economía de las cosas, Joyce hace la críti-
ca radical de la economía de las palabras.
Para Joyce, esa economía se expresa como
lujo y desgaste; su pródiga escritura es la de
Proteo, el héroe de las metamorfosis. Georges
Bataille da cuenta de la ruptura de la economía
del trueque por la del potlatch o don que crea

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una economía del desgaste o de la pérdida con
el propósito de poner fin a la estabilidad de las
fortunas dentro de la economía totémica que lo
era, típicamente, de manos muertas. El potlatch
rompe el statu quo conservador y erige en su
lugar un principio contrario a la conservación:
fiestas y espectáculos, juegos, ceremonias fúne-
bres prolongadas, guerras, cultos, artes y activi-
dad sexual pervertida. Gracias a una analogía
delirante, la economía se asimila primitivamen-
te a la naturaleza, “cuyos recursos son excesivos
y para la cual la muerte es un sinsentido”, en
tanto que la existencia particular corre siempre
el riesgo de carecer de recursos y de sucumbir.
Fiesta, espectáculo, duelo, batalla, ceremo-
nia, actividad literaria pervertida, atentado con-
tra toda la cultura previa, contra el sujeto tradi-
cional, contra las distinciones entre exterioridad
e interioridad, bien y mal, idea y naturaleza,
epopeya crepuscular de la estupidez y epope-
ya auroral de un nuevo logos, exilio circular de
Dédalo y Bloom en los laberintos de la ciudad
caída, sueño sin principio ni fin de Finnegan, la
escritura de Joyce es un po-tlatch, que rompe
el régimen tradicional de la narración y modi-
fica la norma avara del trueque entre escritor y
lector, la norma colombiana del melés y teleo.
Melés, telés y noslés, le dice Joyce al lector, te

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ofrezco un potlatch, una propiedad excrementi-
cia de las palabras, derrito tus lingotes de oro
verbal y los arrojo al mar y te desafío a hacerme
un regalo superior al mío, que es el don asimi-
lado a la pérdida, te desafío a que leas mis/tus/
nuestras palabras de acuerdo con una nueva le-
galidad por hacerse, te desafío a que abandones
tu perezosa lectura pasiva y lineal y participes
en la re-escritura de todos los códigos de tu
cultura hasta remontarte al código perdido, a la
reserva donde circulan las palabras salvajes, las
palabras del origen, las palabras iniciales.
Cervantes, Joyce y la soledad de la literatu-
ra. Uno vive en la ciudad renaciente, la ciudad
fénix; el otro, en la ciudad caída, la ciudad bui-
tre. Pero ambos pronuncian las palabras ceniza
del final y las palabras llama del inicio. Ambos
plantean, uno al nivel de la crítica de la lectura
y el otro al nivel de la crítica de la escritura, la
crítica de la creación dentro de la creación: sus
libros son poemas desdoblados que toman su
propia génesis como ficción: poesía de la poe-
sía, cantando el nacimiento del poema. Saben
que el mundo quiere que la literatura sea todo
y sea otra cosa: filosofía, política, ciencia, moral
¿Por qué esta exigencia? —se pregunta Bache-
lard. Porque la literatura está siempre en comu-
nicación con los orígenes del ser parlante, allí

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mismo donde filosofía, política, moral y ciencia
se vuelven posibles.
Pero cuando ciencia, moral, política y filo-
sofía descubren sus limitaciones, acuden a la
gracia y a la desgracia de la literatura para que
resuelva sus insuficiencias. Y sólo descubren,
junto con la literatura, el divorcio permanente
entre las palabras y las cosas, la separación en-
tre el uso representativo del lenguaje y la ex-
periencia del ser del lenguaje. La literatura es
la utopía que quisiera reducir esa separación.
Cuando la oculta, se llama épica. Cuando la re-
vela, se llama novela y poema: la novela y el
poema de Caballero de la Triste Figura en su
lucha por hacer que coincidan las palabras y las
cosas; la novela y el poema del artista adoles-
cente asesinado por las buenas cosas y resucita-
do por las palabras.
Pero las cosas no son de todos y las pala-
bras sí; las palabras son la primera y natural ins-
tancia de la propiedad común. Entonces, Miguel
de Cervantes o James Joyce sólo pueden ser
dueños de las palabras en la medida en que no
son Cervantes y Joyce, sino todos: son el poeta.
El poeta nace después de su acto: el poema.
El poema crea a sus autores, como crea a sus
lectores. Cervantes, lectura de todos. Joyce, es-
critura de todos.

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índice

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Presentación,
por el señor Octavio Paz........................................ 7

Palabras iniciales............................................................... 17

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Se terminó de imprimir el 30 de agos-
to de 2013 en los talleres de Impre-
sos Chávez de la Cruz, S. A. de C. V.,
Valdivia 31, Col. Ma. del Carmen, C. P.
03540, México, D. F. Tel. 5539 5108.
En su composición se usó el tipo
Garamond de 10.5:12.5, 9.5:12.5 y
8.5:10.5 puntos. La edición consta de
1 000 ejemplares. Captura y composi-
ción de textos: Rebeca Rodríguez Jai-
mes y Laura Eugenia Chávez Doria.
Editor: Hildebrando Jaimes Acuña.

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