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La escritura

del deseo
La escritura
del deseo

El encanto de la interioridad
en la literatura de Fernando Molano Vargas

Tesis para optar al título de
magíster en Literatura y Cultura

Marcel Camilo Roa Rodríguez


Bajo la dirección de la maestra
Hélène Pouliquen

INSTITUTO CARO Y CUERVO


Facultad Seminario Andrés Bello
Bogotá (Colombia) ・ 2019
INSTITUTO CARO Y CUERVO

Directora
Carmen Millán de Benavides

Subdirector académico
Juan Manuel Espinosa Restrepo

Decana de la Facultad Seminario Andrés Bello


Ofelia Ros Matturro

Coordinadora de la Maestría en Literatura y Cultura


Luz Marina Rivas Arrieta

Directora de la tesis
Hélène Pouliquen
Dios nos ha abandonado. Solo queda el amor.
ANDRÉ COMTE-SPONVILLE
Para ti, sol mis días:

Siempre el pensamiento en ti,


siempre a ti en el pensamiento.

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ


FORMATO DESCRIPCIÓN TRABAJO DE GRADO

AUTOR

Apellidos Nombres

Marcel Camilo Roa Rodríguez

DIRECTORA

Apellidos Nombres

Hélène Pouliquen

TRABAJO PARA OPTAR POR EL TÍTULO DE: Magíster en Literatura y Cultura

TÍTULO DEL TRABAJO: La escritura del deseo

SUBTÍTULO DEL TRABAJO: El encanto de la interioridad en la literatura de Fernando Molano

Vargas

NOMBRE DEL PROGRAMA ACADÉMICO: Maestría en Literatura y Cultura

CIUDAD: Bogotá

AÑO DE PRESENTACIÓN DEL TRABAJO: 2019

NÚMERO DE PÁGINAS: 224

TIPO DE ILUSTRACIONES: Fotogramas

MATERIAL ANEXO (vídeo, audio, multimedia): Ninguno.

PREMIO O DISTINCIÓN: Evaluada con la máxima calificación (laureada).


La escritura del deseo. El encanto de la interioridad en la literatura de Fernando Molano Vargas
Resumen: esta tesis intenta demostrar que la escritura de las novelas Un beso de Dick y Vista desde
una acera, de Fernando Molano Vargas, expresa de forma efectiva el deseo y la plenitud. Para esto,
este trabajo se aproximó a las novelas mencionadas desde una perspectiva transdisciplinar, en la
que confluyeron el psicoanálisis lacaniano, la sociología del texto literario y el análisis relacional
del campo literario de la última década del siglo XX en Colombia. Entre sus múltiples resultados,
este análisis, primero, relacionó los textos de Molano con la novela del encanto de la interioridad, la
tipología novelesca teorizada y presentada recientemente por Hélène Pouliquen; segundo,
describió y analizó el fanstama (fr. fantasme, ing. fantasy) de Oliver Twist-Mark Lester como el
origen de la escritura de Molano; y, finalmente, propuso que la causa y el destino del proyecto
creador de Molano se encuentran en su revuelta íntima, uno de los conceptos centrales del
pensamiento literario de Julia Kristeva.
Palabras claves: Molano Vargas, Fernando, 1961 - 1998 – Crítica e interpretación; Un beso de
Dick (Novela) – Crítica e interpretación; Vista desde una acera (Novela) – Crítica e
interpretación; Novela colombiana – Crítica e interpretación; Autores colombianos – Historia y
crítica.

The Writing of Desire: The Ravishment of Interiority in Fernando Molano Vargas’ Literature
Abstracts: This research attempts to prove that the writing of the novels Un beso de Dick and Vista
desde una acera, by Fernando Molano Vargas, expresses the desire and plenitude effectively. On
that purpose, this work approached the mentioned novels from a transdisciplinary view, where
Lacanian psychoanalysis, sociocriticism and relational analysis of Colombian literature of the
last twentieth century decade converged. Among its various results, this analysis first related
Molano’s texts to the novel of the ravishment of interiority, the novel typology theorized and
introduced recently by Hélène Pouliquen. Second, the analysis described and studies the fantasy
(fr. fantasme, span. fantasma) of Oliver Twist-Mark Lester as the origin of Molano’s writing.
Finally, it suggested that the cause and destiny of Molano’s creative project are in his intimate
revolt, one of the central concepts of Julia Kristeva’s literary thinking.
Keywords: Molano Vargas, Fernando, 1961 - 1998 – Criticism and interpretation; Colombian
fiction – Criticism and interpretation; Colombian authors – History and criticism.
CONTENIDO

INTRODUCCIÓN 15

I. PRECISIONES TEÓRICAS 17

II. FERNANDO MOLANO VARGAS, UN ESCRITOR EN REVUELTA 79

III. UN BESO DE DICK, UNA NOVELA DEL ENCANTO DE LA INTERIORIDAD 129

IV. VISTA DESDE UNA ACERA: ENTRE LA EROTICIDAD Y LA MUERTE 173

EPÍLOGO 211

REFERENCIAS 215
INTRODUCCIÓN

Fernando Molano Vargas nació en Bogotá el 9 de julio de 1961. En 1987, obtuvo su primer

premio literario con el cuento “La boca”, en el Concurso Nacional de Cuento de la Asociación

para la Promoción de las Artes (Proartes), de Cali. Luego, en 1992, con su novela Un beso de

Dick, ganó la primera versión del Premio de Novela de la Cámara de Comercio de Medellín,

gracias al cual se pudo publicar. Para la escritura de su segunda novela, titulada Vista desde

una acera, Molano contó con una beca de creación otorgada por el Instituto Colombiano de

Cultura (Colcultura) en 1995. Sin embargo, la novela solo fue publicada póstumamente en

2012, más de una década después de haber sido escrita. Mejor suerte tuvo su poemario Todas

mis cosas en tus bolsillos, publicado por la Editorial de la Universidad de Antioquia en octubre

de 1997, pocos meses antes de su muerte. Estos títulos, sumados a algunos cuentos, textos

críticos y autobiográficos aún inéditos, conforman todo lo que escribió Molano, quien murió

a los treinta y siete años, el 10 de abril de 1998, a causa del sida.

Esta tesis intenta describir, comprender y explicar las dos novelas de Molano a partir de lo

que consideramos su escritura del deseo, figuración de lo que Hélène Pouliquen (2018) ha lla-

mado el encanto de la interioridad. Para esto, en el primer capítulo, se hacen algunas precisiones

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teóricas y metodológicas y después se presentan las hipótesis que este trabajo pretende de-

mostrar. Luego, en el segundo capítulo se señalan algunos aspectos de la vida del autor que

permiten dar cuenta de cómo se convirtió en escritor: su procedencia social, su trayectoria,

sus afinidades literarias únicas, su apuesta y su toma de posición en el campo literario co-

lombiano. En el tercer capítulo se hace una lectura de Un beso de Dick como una novela del

encanto de la interioridad que pone en tensión las ilusiones y los ideales amorosos de Felipe

Valencia, su joven narrador protagonista, a partir de la relación que inicia con Leonardo, su

compañero de colegio. El cuarto capítulo está dedicado a la segunda novela de Molano, Vista

desde una acera, pues en ella se representa el encuentro amoroso de dos jóvenes adultos, fuer-

temente afectado por las presiones del mundo externo: la pobreza, el sida y la discriminación

por ser homosexuales. Finalmente, en el epílogo nos serviremos de un texto de Todas mis cosas

en tus bolsillos para revelar, a manera de conclusión, una de las particularidades del amor y el

deseo que aparece en todos los textos de Molano: “Dios nos ha abandonado. Solo queda el

amor” (Comte-Sponville [1999] 2008, 74). Justamente porque la literatura de Molano pro-

pone una nueva fidelidad al amor que, como el recorrido del barco del mismo nombre, pueda

durar “toda la vida […] en este ir y venir del carajo” (García Márquez 1985, 473), incluso

cuando por toda la vida tan solo se pueda entender las migajas de tiempo que se le gana a la

muerte en la etapa terminal del sida.

Por todo esto, con este trabajo se intenta dilucidar el contenido de verdad de la literatura de

Fernando Molano Vargas, en el sentido que le daba el esteta alemán Theodor W. Adorno

(1968), es decir, aquello que trasciende y que permite una convergencia entre la literatura y

la filosofía: la expresión del deseo, del impulso de vida, plena en sus textos, que le revela al

lector una visión erótica y de encanto, propia de una revuelta íntima satisfactoria.

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I. PRECISIONES TEÓRICAS

Esta tesis surge de la vocación teórica de Hélène Pouliquen, maestra nuestra, que actual-

mente compartimos y con la que hemos intentado comprender los interrogantes múltiples

que los textos de la cultura occidental proponen. Esta vocación teórica tiene su origen, su

causa, en la sociología de la literatura y en el psicoanálisis lacaniano. Ambas, como teorías de la

cultura, han tenido en el pensamiento de la maestra Pouliquen un lugar predominante, a

pesar de sus distintos desencuentros y oposiciones. Además, su pensamiento teórico ha sido

atravesado por la reflexión transdisciplinar de los saberes que suelen denominarse humanís-

ticos, especialmente la filosofía, la semiología, la historia, la sociología y la antropología.

A pesar de la multiplicidad y la heterogeneidad de los disversos enfoques que han alimen-

tado su reflexión, la maestra Pouliquen ha logrado leer en todos estos saberes una misma

toma de posición, que ha asumido como propia y a la que ha llamado estética sociológica. No

es nuestro interés explicar en este momento y con exactitud en qué consiste esta nueva dis-

ciplina (para esto, véase Pouliquen [2017]), pero sí debemos señalar que las reflexiones que

vienen a continuación han sido el resultado de la atracción que la estética sociológica y que

la maestra han tenido en sus alumnos. Obviamente, todos los errores o las imprecisiones que

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puedan achacarse a este capítulo, así como al resto de la tesis, son de nuestra entera respon-

sabilidad. De cualquier forma, adheridos al proyecto de la estética sociológica, como una

manera de leer un texto literario, en este primer capítulo hemos intentado hacer algunas

precisiones teóricas con relación a los dos conceptos que le dan título a esta tesis: la escritura

y el deseo. Esto con la intención de que el lector o la lectora de este trabajo compartan con

nosotros un código que nos permita comunicarnos de forma efectiva.

El concepto de escritura

La escritura no solo fue el primer objeto al que el semiólogo francés Roland Barthes dedicó su

trabajo, sino que fue el gran tema de su propia escritura, como afirma la escritora estadou-

nidense Susan Sontag ([1982] 2001). Dos momentos de su trayectoria intelectual me intere-

san resaltar acá con relación a esta problemática: cuando publicó El grado cero de la escritura

en 1953 y, veinte años después, cuando publicó El placer del texto. Barthes ([1973] 2002) dice

que en ese primer momento de su trabajo entendía la palabra escritura solo en un sentido

metafórico:

Era para mí una variedad del estilo literario, su versión en cierto modo colectiva, el conjunto

de los rasgos del lenguaje a través de los cuales un escritor asume la responsabilidad histórica

de su forma y se une mediante su trabajo verbal a cierta ideología del lenguaje. (87)

En ese primer momento, Barthes considera que la escritura es una “moral de la forma”, una

valoración “que permite tomar posición frente a la historia y afirmar una libertad”, y en la

que, en definitiva, “se encuentra el secreto (histórico y estético)” del texto literario, como

dice Pouliquen (2014, 10). Esta definición apareció en medio del “debate de posguerra acerca

de la responsabilidad de la literatura, cuyos términos fueron fijados por Sartre: la exigencia

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de que el escritor mantenga una relación militante con la virtud, […] con la noción tautoló-

gica de ‘compromiso’” (Sontag [1982] 2001, 70). En ese momento, aunque Barthes cree que

la “vocación de escritor tiene un imperativo ético”, considera errónea la concepción de la

literatura como una “comunicación y una toma de posición exitosas”, pues esta idea instru-

mental, expuesta por Sartre, hace de la literatura “algo perpetuamente obsoleto, una lucha

fútil —y fuera de lugar— entre buenos soldados éticos y puristas literarios” (ibíd.). Barthes,

en cambio, piensa que la literatura es algo mucho más complejo y ambiguo, a tal punto que

“invoca ‘la moralidad de la forma’, lo que hace de la literatura un problema y no una solución”

(ibíd.).

Las ideas de Barthes sobre la escritura y la literatura se complejizarán en sus textos poste-

riores. Por ejemplo, como él mismo dice, el sentido de la palabra escritura se ampliará y enri-

quecerá a inicios de la década del setenta, “mediante una especie de remontada hacia el

cuerpo” (Barthes [1973] 2002, 87). Así mismo, a partir de ese momento, como dice el profesor

español José Miguel Marinas (2007), la noción de texto, como proceso, quedará compuesta

no solo por su imperativo ético (el de la “moral de la forma”), sino que además tendrá en su

definición un entramado cultural y uno inconsciente, caracterizado como aquel “que circula

—mudo pero dando voces— por el cuerpo” (Marinas 2007, xi). Habría que añadir, además,

que, en ese segundo momento de la trayectoria del semiólogo francés que hemos señalado,

específicamente en sus “Variaciones sobre la escritura” ([1973] 2002), Barthes concluye que

la escritura es una actividad continuamente contradictoria, pues está

articulada sobre una doble pretensión: por una parte, es un objeto estrictamente mercantil, un

instrumento de poder y de segregación, tomado en la realidad más cruda de las sociedades; y,

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por otra parte, es una práctica de goce, ligada a las profundidades pulsionales del cuerpo y a

las producciones más sutiles y más felices del arte. (88)

Sobre esta segunda pretensión de la escritura profundiza El placer del texto, en cuyas primeras

páginas se encuentra la siguiente proposición: “El texto que usted escribe debe probarme

que me desea. Esa prueba existe: es la escritura” (Barthes [1973] 2011, 14). Todo escritor que

quiera asegurar el placer de su lector, agrega, debe rastrearlo “sin saber dónde está”, debe

crear un espacio de goce: “No es la ‘persona’ del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad

de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas, sino

que haya juego todavía” (13). Para evitar el aburrimiento de su lector, para que su texto no

sea un murmullo, es decir, una demanda de lectura, sino un deseo de lectura, Barthes dice que

el texto debe ser seductor, puesto que la escritura “es la ciencia de los goces del lenguaje, su

kamasutra” (14).

De acuerdo con lo anterior, un escritor no solo quiere un lector para su texto. Quiere, ade-

más, que ese lector tenga una experiencia sensible que le permita comprenderlo en su mul-

tiplicidad. Aspira a que su texto seduzca al lector y le provoque, por ejemplo, “la sed de un

encanto desconocido”, esa que, por ejemplo, el personaje de Swann experimentó con la frase

de la sonata de Vinteuil en Por el camino de Swann del escritor francés Marcel Proust ([1913]

2000). Porque aquella frase, según el narrador de la novela,

sabía liberar en su interior el espacio que necesitaba, y las proporciones del alma de Swann se

veían alteradas; en ella quedaba reservado margen para un goce que tampoco correspondía a

ningún objeto exterior y que, sin embargo […], se imponía a Swann con una realidad superior

a las cosas concretas. (213)

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Como el texto que seduce al lector, la frase de la sonata abre un espacio de goce en el alma

de Swann, lo despierta del letargo que produce el mundo en él y le muestra que nada en el

exterior, nada fuera de esta frase, puede producirle una verdad mayor. Si un escritor quiere

que entre su texto y el lector se produzca esta correspondencia, no puede esperar que ocurra

con solo pedírsela a su lector, con solo escribir el texto, con solo ser un escriba, puesto que,

cuando el texto solo demanda esta correspondencia, el texto murmura. El murmullo del

texto, dice Barthes,

es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad

de escritura. […] Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo,

automático, sin afecto, una mínima confusión de clics […]: son los movimientos de una succión

sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la

gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted

otra cosa que esa misma apelación. (13)

A través de ese reclamo de lectura la necesidad se articula en la palabra, por lo que en esa

apelación hay una demanda. Pero, repitámoslo, el escritor no solo demanda que su texto sea

leído, sino que aspira a que su lector sea seducido como Swann con la frase de la sonata. Para

que el lector pueda experimentar esta correspondencia, en el texto debe formarse, según

Barthes, el deseo. Antes de continuar con la explicación de Barthes, en este momento vale la

pena profundizar en el sentido de la palabra deseo, primero, a partir de la reflexión del psi-

coanalista francés Jacques Lacan y, luego, de su relación con la sociología, específicamente

con la sociología de la literatura.

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La dialéctica del deseo

En el ser humano, de la necesidad (entendida como un instinto biológico) surge el apetito

de satisfacción. Por ejemplo, para saciar sus necesidades, un bebé debe pedirle a alguien que

las satisfaga, pues es imposible que él pueda hacer esto por sus propios medios. Por eso, el

hambre del infante se expresa a través del llanto y los gritos, con los que le pide a alguien

que lo alimente (en principio, ese alguien es la madre lactante, pero puede ser cualquiera que

cumpla esta función no solo a través del pecho, sino también del biberón). En la terminología

de Lacan, la petición forma una demanda (en este caso, debe tenerse en cuenta que se trata

de una demanda primitiva, pues el bebé no puede expresarla con palabras). Es importante

señalar, así mismo, que, para Lacan, todas las necesidades de un sujeto pueden ser satisfe-

chas, pues todas se pueden saciar con un objeto de carácter determinado (el hambre del in-

fante se sacia gracias al pecho o el biberón, por los que circula el alimento).

Ahora bien, en la demanda no solo se pide la satisfacción de las necesidades biológicas, sino

que a estas se articula la demanda de amor. Esta, a su vez, no se sacia con un objeto concreto

(el pecho o el biberón), sino con una respuesta recíproca que, en el ejemplo, se corresponde

con la atención de la madre: ella (o quien cumpla con su función) debe interpretar el llanto

como una petición de algo y, a partir de esta, concluir que el infante tiene hambre, dolor, frío,

etc.; tal interpretación y su correspondiente reacción son para el infante la respuesta a su

demanda de amor. De acuerdo con Lacan, toda demanda es una demanda de amor.

Es importante señalar que en la respuesta de la madre el infante no solo ve la interpretación

de sus gritos y llantos como demandas, sino que, además, encuentra en ellas la posibilidad

de que la madre le ofrezca algo más que la satisfacción de sus necesidades: ese algo más, esa

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demasía, es un objeto desconocido, pero altamente valorado por él. Veamos esta situación

en el ejemplo que hemos utilizado ya: la madre ha hecho todas las interpretaciones posibles

del llanto del bebé y lo ha alimentado, arropado, limpiado, etc., pero él no deja de llorar. La

madre sabe que su bebé está sano, que está a una temperatura agradable, que está limpio,

que no tiene hambre ni sed, pero reconoce a través del llanto que algo le falta. En su llanto,

el infante no solo expresa una demanda, sino que manifiesta su deseo. En su etapa prelin-

güística, el bebé no puede expresar con claridad sus demandas ni su deseo por su falta de

palabras; tampoco podrá expresar su deseo más adelante, según Lacan, cuando crezca y haga

uso del lenguaje, pues el deseo en su totalidad es indecible (hipótesis que debe cuestionarse,

como se verá, cuando se habla de la literatura que no renuncia a la expresión del deseo, tal y

como lo ha mostrado Pouliquen [2018]). En esta primera etapa de la vida, aunque no pueda

expresarlo con claridad, el infante podrá por única vez en su vida saciar su deseo, gracias a

su relación con la madre, como veremos más adelante; pero esta experiencia de gozo será, en

el pensamiento de Lacan, la excepción que define una de sus máximas o reglas: el deseo es

inalcanzable.

Por ahora, hay que señalar que la diferenciación de los terrenos del deseo, la demanda y la

necesidad le permitió a Lacan formular que “el deseo no es el apetito de la satisfacción, ni la

demanda de amor, sino la diferencia que resulta de sustraer el primero de la segunda” (citado

en Evans [1996] 1997, 68). Es decir que el deseo no tiene un objeto concreto con el que se

pueda saciar ni tampoco implica una respuesta recíproca de alguien ante la demanda, pues

el deseo es cambiante y su funcionamiento es paradójico. A esto último se refiere el filósofo

esloveno Slavoj Žižek (2015), específicamente cuando dice que la causa del deseo, su origen,

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se encuentra en el objeto a, un concepto de Lacan que se puede definir como un obstáculo y,

al mismo tiempo, como una condición positiva de lo que se obstaculiza.

El objeto a media en la relación del sujeto deseante con el ideal, pues impide que aquel satis-

faga su deseo poniéndose en medio de ambos, como un obstáculo que aleja al sujeto del ideal;

pero también permite que exista ese ideal, pues, como carencia, hace que el sujeto anhele

algo que es imposible de obtener. El objeto a, por tanto, designa la presencia de una carencia.

Evans ([1996] 1997) señala el carácter mediatizado y el contenido enigmático del objeto a

cuando explica que Lacan, en su seminario de 1960-1961, lo relaciona con el término de ori-

gen griego ágalma, “que significa una gloria, un ornamento, una oferta a los dioses o la pe-

queña estatua de un dios […]. Así como el ágalma es un objeto precioso oculto en una caja

relativamente carente de valor, el objeto a es el objeto del deseo que buscamos en otro” (141).

En el ejemplo mencionado, a pesar de haber satisfecho todas sus necesidades, el bebé llora

desconsolado porque anhela obtener el amor incondicional de la madre: este anhelo se basa

en la creencia de que en el pecho o en el biberón, como ágalmas, se encuentra oculto el objeto

de su deseo (esta creencia está mal infundada en la respuesta recíproca de la madre a las

necesidades del niño). Obtener ese amor resulta esencial para el bebé, pues le permitirá sa-

ciar su deseo y lograr una plenitud real. Si bien en un primer momento de su relación con la

madre (entre los cero y los cinco años) el niño sacia su deseo al convertirse en el objeto de

deseo de su madre, la intervención posterior del padre, de la ley, le prohibirá en adelante

repetir esta experiencia, pues esta intervención provocará en él la angustia de la castración.

La imposibilidad de ser el objeto de deseo de la madre conlleva, de esta manera, que el infante

anhele ser algo que no puede ser (el falo de la madre, dice Lacan).

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Por lo anterior, al objeto a también se le llama objeto metonímico, pues todos los deseos del

sujeto se articularán a partir del deseo satisfecho del niño por su madre antes de los cinco

años; es decir, el objeto a funciona como un recuerdo de una falta irreparable, un dolor inco-

rregible, producto de que el sujeto haya satisfecho al principio de su vida su deseo y de no

poder volver a experimentar este gozo nuevamente. Por eso, el objeto a “designa el objeto

que nunca puede alcanzarse, que es realmente la causa del deseo, y no aquello hacia lo que

el deseo tiende” (Evans [1996] 1997, 141). El sujeto es deseante justamente porque experi-

menta la presencia de una carencia, es decir, la presencia de la plenitud original de la relación

que observamos entre la madre y su hijo, que se rompe como resultado de la intervención del

padre. La experiencia imposible del deseo satisfecho es la que designa el objeto a, que es

“tanto el objeto de la angustia como la reserva final irreductible de libido” (ibíd.). En esta

explicación hay, por supuesto, una evidencia del funcionamiento dialéctico del deseo y de

su estructura fundamental mediatizada. Precisamente, Pouliquen profundiza sobre esta en un ar-

tículo publicado en 1985 en la célebre revista Argumentos, titulado “Argumentos para una his-

toria de la sociología de la novela”.

A partir de las reflexiones de Lacan en “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, uno de

sus famosos Escritos publicados en 1966, Pouliquen (1985) señala que la “hipótesis del deseo

mediatizado como estructura fundamental” se explica a partir de la constatación de la fór-

mula de Lacan que dice que el deseo del hombre es el deseo del otro. Esta deducción es el

resultado de la concepción lacaniana de la constitución del sujeto en la fase del estadio del

espejo, un momento entre los seis y los dieciocho meses en el que el niño

se constituye como sujeto a través de la percepción de su cuerpo unificado en el espejo: no

tiene primitivamente la experiencia de su cuerpo como una totalidad unificada. […] Esa fase

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del espejo es una experiencia concreta que le permite una unificación imaginaria de sí mismo,

la cual se efectúa por identificación con la imagen del semejante como forma total; es la matriz

y el esbozo de lo que será el yo: el niño percibe en su imagen especular (que es para él la imagen

del otro) una forma (Gestalt) en la cual anticipa (de ahí su “gozo”) una unidad corporal que

objetivamente le falta, se identifica con esa imagen, se identifica con el otro. Es experiencia

temprana “aliena ese sujeto en la identificación primera, la cual forma el ideal del yo”. La identidad

del sujeto se logra a través de la imagen del otro por identificación […]. Según Lacan, el “yo

ideal” así constituido es, además, la matriz de las identificaciones posteriores. (29-30)

De esta manera, la imagen especular mediará como una matriz en todas las interacciones

posteriores del sujeto con el mundo exterior. Como el objeto a, el yo ideal tendrá en el ima-

ginario un efecto contrario y paradójico, pues permitirá la ilusión de que hubo un momento

de gozo, de plenitud real, al que, sin embargo, ya no se puede volver ni que se puede experi-

mentar de nuevo, debido a una distancia infranqueable. Por eso, a partir de esta explicación

de Lacan, se puede decir que, con relación a su deseo, el sujeto siempre tenderá hacia la nos-

talgia, es decir, a un dolor irreversible, que es producto del proceso simultáneo de, por un

lado, tener el anhelo profundo de regresar a ese estado ideal y, por el otro, de tener plena

conciencia de que es imposible retornar a ese momento o recuperar esa experiencia en el

presente (Rauch 2000, 210).

Ahora bien, distintos analistas han hecho explícita la relación que existe entre el deseo y el

otro, a partir de la explicación del filósofo ruso Alexandre Kojève de la dialéctica del amo y

el esclavo presente en la Fenomenología del espíritu del filósofo alemán G. W. F. Hegel. Esta

explicación evocó en Lacan, uno de los más famosos alumnos de Kojève, una hipótesis sobre

el funcionamiento del deseo. Pouliquen (1985) lo explica de forma precisa así:

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La Fenomenología puede ser considerada como la historia de la conciencia infeliz que trata de

lograr la certidumbre de sí misma y no la encuentra sino a través de otra conciencia, garante

de la suya. Lacan haca referencias precisas a Hegel: “El deseo mismo del hombre se constituye,

nos dice Hegel, bajo el signo de la mediación; es deseo de hacer reconocer su deseo. Tiene por

objeto un deseo, el del otro, en ese sentido que el hombre no tiene objeto que se constituye

para su deseo sin alguna mediación”.

Por otro lado, Lacan precisa el funcionamiento de ese otro que llevamos dentro en términos de

la teoría lingüística, llegando a formulaciones muy cercanas a las de M. Bajtín. Veamos: “El

otro como lugar previo del puro sujeto del significante ocupa en él la posición clave, aún antes

de llegar ahí a la existencia como amo absoluto, para decirlo con Hegel y en contra de él. Por-

que lo que está omitido en la banalidad de la moderna teoría de la información es que no se

puede siquiera hablar de un código si no es ya del código del otro, y en cuanto al mensaje eso

es todavía más serio ya que es de él que el sujeto recibe aún el mensaje que emite”. Lacan habla

de “el pretendido yo autónomo” y llega a partir de ahí, como Girard, a la agresividad, la hostilidad,

la rivalidad, entre los seres humanos: “Lo que el sujeto encuentra en esa imagen alterada de su

cuerpo es el paradigma de todas las formas de la semejanza, las cuales van a proyectar sobre el

mundo de los objetos una matriz de la hostilidad llevando a ese mundo la marca del avatar de

la imagen narcisista, la cual si bien resultaba llena de júbilo de su encuentro en el espejo, se

transforma en vertedero de la más íntima agresividad en su conformación con el semejante.

(30-32)

En el centro del funcionamiento del deseo se encuentra la mediación (como ya lo hemos visto

arriba, cuando nos referimos al estadio del espejo y al objeto a). Esta idea tiene una relación

directa con la sociología de la novela propuesta por el teórico rumano Lucien Goldmann,

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basada en la “serie de intuiciones geniales” que aparecen en Teoría de la novela del esteta hún-

garo Georg Lukács, a la que debemos referirnos en este momento antes de concluir la expli-

cación sobre el funcionamiento del deseo. De acuerdo con Pouliquen (1985):

Goldmann ve en Teoría de la novela un análisis de “la esencia de la condición humana en la so-

ciedad occidental moderna”, de las manifestaciones psíquicas del fenómeno de reificación,

analizado por Marx como característico de una sociedad que produce para el mercado. Pro-

pone, entonces, insertar la estructura de la novela en un análisis global y genético de este tipo

de conjunto social, para indicar claramente la relación inteligible entre la novela —principal

forma literaria correspondiente a la sociedad burguesa— y un conjunto social definido por ese

modo de producción. Goldmann llega así a la afirmación de que “la descripción lukacsiana de

la estructura novelesca, descripción redactada sin ninguna referencia implícita o explícita al

marxismo es, en efecto, rigurosamente homóloga a la descripción del mercado liberal tal como ha

sido elaborada en El Capital (especialmente en los pasajes sobre el fetichismo de la mercancía)”.

(16)

En esos pasajes sobre el fetichismo de la mercancía de El Capital, el intelectual prusiano Karl

Marx explica que “en un conjunto social que produce para el mercado, el valor de uso no es

el principal objetivo del productor […], sino la realización de un beneficio cuantitativo: lo que

realmente lo motiva es el logro de un valor de cambio que le permite ganancias importantes”

(ibíd., 16-17). A partir de esta lógica, Marx entiende el modo de producción capitalista y, en

su centro, la ley de la oferta y la demanda como productos históricos de la economía bur-

guesa. Como señala Pouliquen, para el productor la preocupación por el valor de uso de los

bienes que pone en circulación “está mediatizada por el interés que ocupa el primer plano de

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su conciencia: el interés cuantitativo, el interés por el valor de cambio de los bienes que pro-

duce” (ibíd.). A su vez, desde la perspectiva del consumidor, el valor de cambio siempre es

un punto por considerar en las decisiones comerciales, incluso cuando el valor de uso de los

bienes que adquiere tiene una importancia enorme en estas decisiones. Por eso, “tanto para

el productor como para el consumidor, la cantidad (el precio, el valor de cambio, el dinero) se

interpone entre él y la cualidad (las características concretas, el valor de uso) de los produc-

tos” (ibíd.).

Esta explicación de Marx es fundamental para la sociología de la literatura de mitad del siglo

pasado, incluso en dos de sus versiones más heterogéneas, como las de Theodor W. Adorno

y Lucien Goldmann. De acuerdo con el sociocrítico checo Pierre Zima ([1978] 2010), Adorno

y Goldmann “coinciden en considerar la mediación del valor de cambio como el problema

fundamental del arte moderno” (320-321). Adorno, en primer lugar, no ignora que “el dis-

curso de la publicidad obedece a las leyes heterónomas del mercado”, así como “toda la lite-

ratura trivial producida para dicho mercado” (ibíd., 322-323). Por eso, “para salvar los

valores cualitativos, […] para sustraer a los seres de los efectos del intercambio universal”,

dice Adorno (citado en Zima [1978] 1980), “las obras de arte son los lugartenientes de las

cosas ya no desfiguradas por el intercambio, de lo que no está estropeado por el beneficio y

por la falsa necesidad de la humanidad humillada” (323). Por su parte, Goldmann, a partir

de la mediación del valor de cambio, expone una homología entre las estructuras de la novela

y la condición del ser humano en el capitalismo, o sea, “su experiencia como ‘hombre econó-

mico’, como productor así como consumidor” (Pouliquen 1985, 17). Pero Goldmann no se

refiere a la dialéctica del héroe problemático con el mundo degrado, sino a “la estructura de

la experiencia fundamental del héroe problemático en ese mundo degradado” (ibíd., 18).

29
Pouliquen explica esta experiencia a partir del ejemplo de Rojo y negro, del escritor francés

Henri Beyle, mejor conocido como Stendhal. En esta novela, según Pouliquen, Julien Sorel,

su protagonista, debe asumir “la fea verdad” del mundo que habita, caracterizado por la mez-

quindad de la monarquía burguesa de 1830 y el ascenso de los seres más mediocres o malva-

dos. Y lo hace soñando “con héroes ausentes (Napoleón), con valores ‘verdaderos’ (virilidad,

ambición constructiva, coraje, tesón) que la realidad y su propia ‘degradación’ inevitable

(nadie escapa a su tiempo) transforman en su parodia: arribismo, afán de poder y de dinero

(valores de cambio, valores mediatizados)” (ibíd., 19). De esta manera, queda clara la tesis

de Goldmann, pues resulta innegable la “trasposición directa de la experiencia en un campo

(la vida económica) al otro (la novela)” (ibíd.).

Ahora bien, que exista esta trasposición no implica necesariamente que la novela sea con-

descendiente con el funcionamiento de la sociedad socializada (esto es, reificada y que re-

produce su funcionamiento sin agotarse), pues, según Goldmann y Pouliquen, en la novela

hay una crítica a esta sociedad regida por valores degradados. Justamente, esta es encarnada

por el mismo personaje de Sorel, quien, si bien “no dice categóricamente no a la injusticia, al

poder del dinero, a la ausencia de sentido estético y ético, e inclusive participa alegremente

del festín mortuorio de los valores, […] de pronto es capaz de renunciar a todo y retirarse del

juego en señal de protesta más o menos consciente” (ibíd., 20). Es decir, que la experiencia

de Sorel en ese mundo degradado resulta ambivalente, en el sentido que Zima (1980) le otorga

a esta palabra, con lo que se señala, a su vez, la complejidad de la novela, en la que no existen

ni distinciones claras y precisas, ni buenos ni malos; en definitiva, en la que no hay una lógica

maniquea, ni una visión de mundo única, sino una estructura plural y múltiple que se mani-

fiesta en todos los componentes de la novela.

30
Ahora bien, Goldmann justifica desde otra orilla la descripción de la estructura novelesca

como una mediación a través de la hipótesis del libro Mentira romántica, verdad novelesca del

filósofo francés conservador René Girard. De acuerdo con Girard, el fenómeno fundamental

para el análisis de la novela moderna

es el carácter inaudito del héroe: para desear este necesita de un modelo (“un dios o un ídolo”),

cuya función es la de indicarle un objeto y un movimiento apasionado hacia ese objeto. Girard

opone al deseo sencillo, espontáneo, representado por la línea recta, un deseo según uno mismo,

un deseo “triangular”, mediatizado, un deseo según el otro. La tesis que explica el título de su

obra es la que si bien los novelistas revelan la naturaleza imitativa del deseo, los “románticos”

no. […] Dentro de su sistema […], entendemos que merece el título […] de novelesca, una actitud

desmitificadora frente al deseo que mueve al ser humano y de romántica, una actitud mistifica-

dora. (Pouliquen 1985, 22-23)

Aunque esta hipótesis de Girard parece definitivamente incorrecta “desde el punto de vista

de la teoría literaria [por] su modo de oponer directamente, situándolos en un mismo plano,

una forma, un género literario (la novela), y un lenguaje literario, situado en un momento

determinado de la historia (el romanticismo)” (ibíd.), hay en ella, sin embargo, un acierto

innegable: permite demostrar la importancia del deseo en la estructura novelesca y en la so-

ciedad. En la propuesta de Girard, el deseo aparece bajo la forma del deseo triangular, cuya

característica fundamental es la mediación de un otro que representa la forma ideal de los

valores del protagonista de una novela y, al que, en definitiva, este busca emular (tal y como

lo hace Don Quijote, en la novela de Miguel de Cervantes, al imitar y seguir el ideal caballe-

resco de Amadís de Gaula, el héroe del libro de caballerías de Garci Rodríguez de Montalvo).

31
Como lo subraya Pouliquen (1985), a Zima ([1980] 1985) le resulta “curioso que Goldmann

no haya tratado de criticar y de reinterpretar la teoría de Girard a la luz de su propia apro-

ximación centrada en el concepto de valor de cambio” (45). Justamente, porque, según el

sociocrítico checo, Goldmann, por un lado, debía “insistir en el hecho de que la estructura

establecida por Girard, del deseo triangular (de la mediatización por el ídolo), es una repre-

sentación mítica de la mediación por el valor de cambio” (ibíd.); y, segundo, debía “sustituir el con-

cepto de deseo triangular, abstracto, metafísico e incapaz de explicar muchos avatares del

desear, por el principio de la oferta y la demanda” (Pouliquen 1985, 27). En sus “Argumentos

para una historia de la sociología de la novela”, como lectora imparcial de Goldmann, como

veremos a continuación, Pouliquen concluye que resulta temerario este reproche de Zima

—quien fue alumno y doctorando de Goldmann, pero que todavía hoy tiene una posición

ambigua con relación al legado intelectual del sociólogo rumano—.

Zima lanza su reproche contra el deseo triangular y la incorporación de este en la sociología

de la novela en un texto que apareció, primero, en Para una sociología del texto literario ([1978]

1980) y que, luego, fue reproducido en La ambivalencia novelesca: Proust, Kafka, Musil ([1980]

1985). Este último libro es el que Pouliquen cita y del que traduce, para el número monográ-

fico de la revista Argumentos (1985) que dedicó a la sociología de la literatura, el capítulo ti-

tulado “Para una crítica de la sociología de la novela”.1 Allí, en ese texto programático de la

sociología del texto literario, Zima

1
Este libro de Zima, central en la perspectiva sociocrítica de finales del siglo XX, todavía no ha sido
publicado en castellano, a pesar de haber sido traducido en su totalidad por Clara Isabel Sánchez
Salazar en 1991, como requisito para su grado en Licenciatura en Filología e Idiomas de la
Universidad Nacional de Colombia. Sin embargo, “Para una crítica de la sociología de la novela”, el
texto al que nos referimos, cuenta con dos traducciones: la de 1985, realizada por Pouliquen a partir

32
toma como ejemplo un episodio de la novela que se propone analizar, En busca del tiempo perdido:

el momento en que el narrador, después de haberse sentido fascinado por “una joven pesca-

dora”, sin imitar la pasión de ninguna otra persona, “de manera espontánea”, se siente decep-

cionado al comprender que sería muy fácil poseerla: “El deseo del narrador… se desvanece con

la oferta y no resucita sino en presencia de un objeto o una persona que no se entregue”. (Pouli-

quen 1985, 27-28)

Si bien es cierto que la explicación de Zima con relación al principio de la oferta y la demanda

resulta ser ingeniosa y absolutamente goldmanniana, ya que supone, por un lado, “una ho-

mología rigurosa entre las leyes del mercado y las leyes del comportamiento afectivo” y, por

el otro, “la equiparación del ser humano con las cosas, que tienen un precio” (ibíd., 28), Pouli-

quen señala que Goldmann, pese a lo que creía Zima, no se equivocaba al reconocer como

acertada la conclusión del funciomamiento del deseo triangular expuesto por Girard, pues

coincide con “la idea central mediación en el análisis de la sociedad capitalista en todos sus

niveles” (Pouliquen 2018, 54). Además, que el deseo tenga un lugar predominante, al lado del

funcionamiento de la sociedad capitalista, debe recordarnos que la condición humana no se

basa solo en la experiencia del ser humano con relación al capitalismo y la sociedad de mer-

cado (tal y como lo demostró el ejemplo de Rojo y negro), sino que en ella también repercute

la experiencia del inconsciente, específicamente la que hemos tratado de explicar, siguiendo

a Pouliquen, con relación al deseo. Esta explicación bifronte de la experiencia humana, así

de la versión de La ambivalencia novelesca, y la de 2010, que Camilo Sarmiento Jaramillo tradujo de


Para una sociologóa del texto literario.

33
como del texto literario, ha sido fundamental en la práctica de la estética sociológica pro-

puesta por Pouliquen (2017). Baste tan solo la siguiente cita de su más reciente libro, titulado

La novela del encanto de la interioridad, para resaltar la importancia de esta otra orilla:

El psicoanálisis lacaniano comporta una concepción del hombre, central en el siglo XX, que,

aún en sus versiones menos directamente humanistas, permite entender la ontología y el ori-

gen de muy diversas novelas desde el siglo XVII y conectar sus aportes con una tendencia crí-

tica, muy diferente, en los estudios literarios; tendencia que, durante décadas, no solo fue

opuesta, sino “enemiga” del psicoanálisis: la sociología de la literatura. (Pouliquen 2018, 51)

Aun cuando Goldmann tenía sus reparos por el psicoanálisis, como puede verse en su texto

sobre la “Conciencia real y conciencia posible, conciencia adecuada y conciencia falsa”

(1959), al reconocer en Para una sociología de la novela (1964) el papel central del deseo en la

estructura de la novela como género, el sociólogo rumano demuestra indirectamente la im-

portancia de alimentar las explicaciones del texto literario con teorías de la cultura distintas

a la sociología, como la filosofía conservadora y “metafísica” de Girard o el psicoanálisis y su

explicación del inconsciente: esa otra orilla de la experiencia humana descubierta por Freud,

visitada tantas veces por Lacan, así como por la psicoanalista austríaca Melanie Klein y el

psicoanalista francés André Green, entre otros. Pero, en el programa de una estética socio-

lógica, como lo señala el filósofo francés Jacques Rancière ([2001] 2005), a quien se adhiere

Pouliquen (2018), no se trata de psicoanalizar las novelas ni sus personajes, sino de hacer un

trabajo transdisciplinar, en el que el inconsciente resulta ser un objeto en litigio, que no solo

es propio del psicoanálisis, sino también de la literatura, la filosofía, la estética, la historia o

el derecho. A este programa, sin duda, también nos adherimos en esta tesis.

34
Ahora bien, a partir de este recorrido del psicoanálisis lacaniano a la sociología de la litera-

tura, en el que han aparecido los conceptos de mediación y deseo, podemos precisar el sen-

tido de la famosa fórmula de Lacan sobre el deseo como deseo del otro así: que el ser humano

desea ser objeto del deseo del otro, o sea, que quiere “ser ‘deseado’ o ‘amado’, o más bien

‘reconocido’, en su valor humano” por otro (Kojève citado en Evans [1996] 1997, 141.), así

como fue deseado, amado y reconocido por la madre en su infancia. Para Lacan, en definitiva,

el deseo es un anhelo de un objeto imposible de obtener y de nombrar, pues no es un punto

fijo, sino que siempre varía con relación a un ideal múltiple. Justamente porque se construye

en el tiempo y a partir de las distintas relaciones del sujeto con otros, en las que siempre hay

un mediador que, al tiempo, permite su existencia como meta e impide su realización efec-

tiva al hacerlo inalcanzable. Es decir, la dialéctica del deseo, desde la perspectiva de Lacan,

es imperfecta, pues la relación entre el deseo propio y el deseo del otro no implica, de nin-

guna manera, una síntesis, una superación o un progreso.2 Otras posibles explicaciones po-

drían servirnos en este momento para comprender el sentido de que el “deseo humano es el

deseo del otro”; sin embargo, preferimos esta porque, por un lado, mantiene la idea lacaniana

de la dialéctica del deseo y, por el otro, como lo ha mostrado Pouliquen (2018), nos remite,

como veremos a continuación, directamente al problema central del erotismo.

Los bordes del erotismo

Como la experiencia humana, el erotismo es bifronte. Por eso, en su caracterización caben

dos explicaciones que, aunque opuestas, resultan en cierta medida complementarias. Por un

2
Baste decir que, aunque no son homologables, la dialéctica del deseo de Lacan y la dialéctica nega-
tiva de Adorno implican “un atentado contra la tradición” (Adorno [1966] 1984, 7), contra la ontolo-
gía hegeliana, pues, como dice Lacan, la superación que implica la síntesis de la dialéctica “es uno
de esos lindos sueños de la filosofía” (citado en Evans [1996] 1997, 71).

35
lado, puede definirse con relación a la trasgresión de la ley expresada por el escritor francés

Georges Bataille (1957) y, por el otro, puede entenderse como un gozar del deseo, tal y como

lo expone el filósofo francés André Comte-Sponville (2012). En cualquier caso, el erotismo

surge de la relación que tiene el yo con los límites del placer y el goce, ya sea como una tras-

gresión del límite del placer, de la prohibición, o un disfrute del espacio que se forma entre

el deseo y el goce.

Con relación a la explicación de Bataille, es importante señalar que su teoría “revela el lado

más sórdido de la condición humana; esa parte irracional, que el hombre intenta ocultar a

toda costa, para no horrorizarse de sí mismo” como dice la profesora española Maider Tor-

nos Urzainki (2010, 196). Por eso,

el erotismo de Bataille se define en relación con la ley, instituida para reprimir la violencia de

los impulsos irracionales, que constituye el mundo del trabajo y de la razón. […] Para perpetuar

la existencia y garantizar el orden social, la sociedad debe cercenar una parte esencial del hom-

bre. Los tabúes aíslan la muerte y el sexo, cuya negatividad está en contradicción directa con

el ansia de durar de cada ser, pero bajo la prohibición, aquella parte espontánea y negativa, que

ha quedado aislada, se revela como algo fascinante. El hombre racional, que hoy conocemos,

se constituye a través del juego paradójico que inaugura una ley que, al mismo tiempo, somete

y libera al hombre: la ley crea al hombre, que se separa de la animalidad a través de las prohibiciones, pero

el terror, que le inspira infringir la norma, lo convierte en un esclavo de la prohibición. El mundo del trabajo

aprovecha este miedo para dominar al hombre que, sin poder transgredir los límites, se somete

a la norma social. La vuelta a la animalidad es el único modo que tiene de recuperar, de nuevo,

36
su soberanía perdida; la violencia ilimitada, propia del mundo animal, le permite desencade-

narse de la tiranía del mundo de las cosas. (197; las itálicas son nuestras)3

Es decir, que el erotismo de Bataille no se basa en el aparente afán de provocar violencia por

el horror en sí mismo, sino en el hecho de que, con la trasgresión de la norma, el hombre se

libera del orden social y recupera, de esta manera, su soberanía: “la transgresión no significa

un retorno a la naturaleza”, de la animalidad, pues el hombre no se convierte en bestia, sino

que “levanta la prohibición sin suprimirla” […], mantiene lo prohibido para gozar de él” (198).

Por eso, dice Bataille ([1957] 1974), “estás en poder del deseo al abrir tus piernas, exhibiendo

tus partes sucias. En cuanto dejases de experimentar esa posición como prohibida, el deseo

moriría de inmediato, y con él la posibilidad de placer” (175). Es decir, que el erotismo de

Bataille, como una teoría del deseo, se basa en el goce de la prohibición, en la medida de que

esta exista como límite transgredido.

Con relación a esto último, Comte-Sponville (2012) plantea su desacuerdo con la teoría del

erotismo de Bataille, a propósito de su famosa y polémica Historia del ojo, puesto que en esta

novela muchas de sus

transgresiones no tienen nada de erótico (por ejemplo, la mayoría de los asesinatos, cometidos

por otras muchas razones); y muchas de nuestras noches más eróticas no tuvieron nada que

ver con el asesinato, por supuesto, pero tampoco mucho, aunque fuera desde la fantasía, con

la violación, la violencia o con otra transgresión extrema. […] La transgresión, si bien forma

parte del erotismo, no agota por sí misma el contenido y los encantos de este. Tiene que haber,

de nuevo, algo más. Que todo erotismo sea transgresivo, al menos en parte (aunque solo sea

3
Si no se indica explícitamente lo contrario, las itálicas serán siempre de los autores citados.

37
por “esa prohibición que pone el apareamiento bajo el signo de la vergüenza”), no significa que

la transgresión lo sea todo para este, ni siquiera que sea lo esencial. (155)

Ese “algo más”, esa demasía, está más relacionado con la psicología y el deseo que con el

funcionamiento biológico del orgasmo y el placer. Por eso, para Comte-Sponville “el ero-

tismo es menos un arte de disfrutar, […] que un arte de desear, y hacer desear, hasta disfrutar

del deseo mismo —el suyo y el del otro— para obtener de ello una satisfacción más refinada

y más duradera. Es amarse a sí mismo deseado, y el otro, ¡tan deseable!” (156). Aquello que

se disfruta no es solamente la satisfacción de la demanda (la obtención del orgasmo como

un fin del deseo sexual consciente), sino sobre todo el juego duradero de gozar del deseo, de

disfrutar de “la tendencia a mantener, variar o aumentar (y ya no a reducir, contener o supri-

mir) las excitaciones que la sexualidad nos permite o nos impone” (ibíd.). Por eso, el ero-

tismo de Comte-Sponville

instaura una suerte de reflexividad del deseo, que se torna a sí mismo como objeto, pero vivida,

casi siempre, en relación con el deseo del otro: se trata de disfrutar de desear, o de ser deseado,

antes que desear disfrutar. […] El deseo de los amantes, en el erotismo en acto, o del lector-

espectador, en el erotismo literario o cinematográfico, se convierte en su propio fin: tiende

menos a su satisfacción (el orgasmo) que a su propia perpetuación, a su propia exaltación, a

su propia degustación. […] El erotismo se da cuando el deseo tiende a algo más que a su propio

apaciguamiento. En su caso está menos sometido al principio del placer (que tiende a la “dis-

minución o al aumento de la tensión”) que a lo que yo llamaría un principio de deseo (que tiende

al mantenimiento o aumento de esa tensión). No anula el principio del placer (el descanso, es

decir el orgasmo o la muerte, tendrá la última palabra, o el último silencio), pero retrasa vo-

luptuosamente su aplicación. Se trata de mantener el fuego antes que tender a su extinción:

38
disfrutar del propio deseo, en mayor medida y durante más tiempo, en lugar del placer que lo

anula al darle satisfacción. (155-157)

En otras palabras, más que buscar un objeto para satisfacer al ser humano y lograr el placer,

el erotismo de Comte-Sponville implica encontrar el gozo en el mero intento de saciar la

falta, lo que conlleva, a su vez, como el erotismo de Bataille, a una subversión de la ley-del-

padre, pues el deseo no se reprime ni se sacia, sino que se reproduce en pos del gozo del

sujeto. Para referirnos al lector-espectador apenas evocado por Comte-Sponville en el pasaje

citado, volvamos ahora a la explicación doble del erotismo que aparece en El placer del texto.

Podría decirse, con Barthes, por un lado, que el disfrute del deseo no tiene que ver con que

el lector conozca la resolución de una novela ni con que se mantenga el suspenso narrativo

de un relato, pues ambos conllevan a un develamiento progresivo: “Toda la excitación se

refugia en la esperanza […]: conocer el fin de la historia”.4 Para Barthes ([1973] 2011), es en la

intermitencia entre dos bordes donde se disfruta del deseo, donde se da el erotismo, en “la

puesta en escena de una aparición-desaparición” (18). Por ejemplo, en Lois del escritor fran-

cés Philippe Sollers, se articulan a la vez la cultura y su destrucción, pues el texto

ya no toma por modelo la frase; a menudo es un poderoso chorro de palabras, una cinta de

infralenguaje. Sin embargo, todo esto viene a chocar con otro límite: el del metro (decasílabo),

de la asonancia, de los neologismos verosímiles […]. La deconstrucción de la lengua está cor-

tada por el decir político, limitada por la antigua cultura del significante. (16)

4
Hay que advertir que este tipo de erotismo textual se corresponde más con la trasgresión y la
violencia sobre la que Bataille insiste en El erotismo que con la reflexión de Comte-Sponville en Ni el
sexo ni la muerte. Aún así, Comte-Sponville estaría de acuerdo con Barthes en que la excitación no
debe refugiarse en la esperanza orgásmica que promete el fin de la historia.

39
En esta novela de Sollers, primero, el aparente caudal incontrolable de palabras, provocado

por el abandono de la puntuación, y, segundo, su también aparente disposición métrica en

endecasílabos (usada desde la Edad Media francesa en la poesía épica y lírica) ponen en es-

cena una aparición-desaparición: el roce de dos bordes que, aún sin revelar una información

explícita, permite ver un pequeño fragmento de piel capaz de seducir al lector: la articula-

ción de dos escrituras que se pensarían “incompatibles” en un mismo texto.

Un escritor puede seducir a su lector manteniendo la esencia de este juego, esto es, la posi-

bilidad de que situaciones verdaderamente opuestas (la excepción y la regla) o ambiguas se

puedan dar simultáneamente en un mismo espacio. En palabras de Barthes ([1973] 2011), se

trata de logar la intermitencia de dos límites: el límite conservador de la cultura —en el que se

copia “la lengua en su estado canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el buen uso, la

literatura”, es decir, el límite “prudente, conformista, plagiario”— y el límite subversivo de

la cultura —“móvil, vacío”, violento (15), donde ocurre la disolución del sujeto (el fading, se-

gún la terminología de Lacan)—. Entre estos dos límites está el espacio que debe buscar el

escritor, o sea, el espacio de goce, en el que el lector desea y encuentra todas las escrituras

que componen un texto. Se trata, finalmente, de “un profundo desgarramiento que el texto

de goce impone al lenguaje mismo” (19). También podría decirse que se puede disfrutar del

deseo a través de una “tmesis debilitada”: de un encabalgamiento (rejet, en fracés) en el que

no se lee un texto “enteramente con la misma intensidad de lectura”, sino que

se establece un ritmo audaz poco respetuoso de la integridad del texto; la avidez misma del

conocimiento nos arrastra a sobrevolar o a encabalgar ciertos pasajes (presentados como “abu-

rridos”) para reencontrar lo más rápidamente posible los lugares quemantes de la anécdotas

40
(que son siempre sus articulaciones: lo que hace avanzar el develamiento del enigma o del des-

tino): saltamos impunemente (nadie nos ve) las descripciones, las explicaciones, las conside-

raciones, las conversaciones; nos parecemos a un espectador de cabaret que subiendo al

escenario apresurara el strip-tease de la bailarina quitándole rápidamente sus vestidos, pero si-

guiendo el orden establecido, es decir: respetando por un lado y precipitando por el otro los

episodios del rito […]. La tmesis, fuente o figura del placer, enfrenta aquí los límites prosaicos:

opone aquello que es útil para el conocimiento del secreto y aquello que no lo es; es una fisura

producida por un simple principio de funcionalidad, no se produce en la estructura misma del

lenguaje, sino solamente en el momento del consumo; el autor no puede preverla; no puede

querer escribir lo que no se leerá. Y, sin embargo, es el ritmo de lo que se lee y de lo que no se lee

aquello que construye el placer de los grandes relatos; ¿se ha leído alguna vez a Proust, Balzac

o La guerra y la paz palabra por palabra? (El encanto de Proust: de una lectura a otra no se saltan

los mismos pasajes). (Barthes [1973] 2011, 19)

Al saltar y evitar ciertos apartados, el lector demuestra que su gusto por un relato no está

directamente relacionado con su contenido ni con su estructura, sino con las rasgaduras que

él mismo le impone a la “bella envoltura” del texto: “corro, levanto la cabeza y vuelvo a su-

mergirme” en el texto. Por eso, dice Barthes, en la lectura de los relatos clásicos no se privi-

legia el desgarramiento que el texto le imprime al lenguaje, como sí ocurre en Lois de Sollers,

sino que en ellos prima la perversión del lector, que desgarra la “temporalidad de su lectura”

(ibíd.).

En cualquier caso, como ha dicho el psicoanálisis, es “en la perversión (que es el régimen del

placer textual)” (18) donde se encuentra el deseo, y esto ocurre, repitámoslo, tanto en los

relatos clásicos como en novelas más “novedosas”. El perverso infringe la norma simbólica

41
que dicta la imposibilidad de ser el objeto de deseo del Otro cuando rechaza la lectura uní-

voca y guiada de un texto y, en cambio, goza tanto de la intermitencia de las escrituras y la

multiplicidad del texto como de los picos y sus articulaciones de placer o de la tensión entre

lo que no se lee y lo que sí.

Al respecto, Green ([1971] 2001), como lo muestra Pouliquen (2018), da cuenta de la necesi-

dad de que prevalezca una lectura flotante sobre una lectura rigurosa del sentido manifiesto

del texto, es decir, que predomine una lectura del sentido latente. Tal régimen de lectura im-

plica, para Green, el rechazo del “hilo de Ariadna que el texto propone al lector. Ese hilo es

el que tiende el texto hacia su meta, el que tiene la última palabra, que es el término de su

sentido manifiesto” (ibíd., 378). De acuerdo con la propuesta de Barthes ([1968] 1994), una

lectura flotante del texto debería, además, privilegiar el sentido total de la escritura, puesto

que

un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con

otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se

recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el

lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas

que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero

este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin bio-

grafía, sin psicología; él es tan solo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo

todas las huellas que constituyen el escrito. (71)

El gozo del lector, aquello que trasgrede los límites del placer y se convierte en jouissance, solo

es posible de dos formas: primero, cuando el lector encuentra en el texto la intermitencia de

42
sentidos múltiples, ambiguos o contrarios en “ese centelleo […] que seduce” (18), que es eró-

tico; y segundo, cuando desgarra el tiempo de lectura para fijarse en las articulaciones del

relato y mantener así un deseo exaltado. De cualquier forma, este gozo bifronte solo es posi-

ble a través de la escritura del deseo, en la que el texto desea y seduce a su lector en medio

de la multiplicidad de escrituras, en una “literatura que no renuncia a la expresión del deseo

a través de la palabra” (Pouliquen 2018, 64).

Sobre esto último, Barthes ([1973] 2011) afirma que en el texto de placer el escritor (y su

lector) “acepta la letra; renunciando al goce tiene el derecho y el poder de decirlo”, de nom-

brar el placer; y, a su vez, cuando el escritor y el lector de goce comienzan un texto insoste-

nible, imposible, fuera del placer, de la crítica, de la letra, el texto de goce “puede ser alcanzado

por otro texto de goce: no se puede hablar ‘del’ texto, solo se puede hablar ‘en’ él, a su manera”

(Barthes [1973] 2011, 32). Es decir que “el placer es decible, el goce no lo es” (31; las itálicas son

mías). Pero por decible habría que entender una escritura que se rige por los principios del

“estilo codificador y frontal […] que los franceses llaman, sin demasiada precisión, cartesia-

nismo” (Sontag [1982] 2001, 80). Es decir, que más allá de este margen claro y preciso, codi-

ficador y frontal, es posible una escritura capaz de expresar el goce, a su manera, como resalta

Barthes. Sin embargo, no fue Barthes, sino su alumna (y también de Goldmann, quien dirigió

su tesis doctoral sobre El texto de la novela) Julia Kristeva, “la extranjera” de origen búlgaro, la

que explicó de forma precisa la manera de decir del goce. Justamente, porque Kristeva, como

dice Barthes ([1970] 1987),

cambia las cosas de sitio: siempre está destruyendo el último prejuicio, aquel que podía tranqui-

lizarnos y del que nos enorgullecíamos; lo que ella desplaza es lo-yadicho, es decir, la insistencia

43
del significado, es decir, la estupidez; lo que ella subvierte es la autoridad, la de la ciencia mo-

nológica, la de la filiación. (43)

La expresión del deseo:

lo semiótico, el inconsciente estético y el Edipo-prima

El carácter destructor, erótico ciertamente, de Kristeva se hace evidente en el énfasis que la

teórica y crítica de la literatura, así como psicoanalista, pone sobre el carácter semiótico del

lenguaje, derivado, “hasta cierto punto, de lo imaginario de Lacan” (Pouliquen 2018, 70).5

Este énfasis, sin duda, va a contrapelo, à rebours, de lo que pensaba el mismo Lacan, para

quien la dimensión simbólica del lenguaje es fundamental. Para explicar esto, nos remitire-

mos, primero, a lo real, lo simbólico y lo imaginario como órdenes del pensamiento psicoanalí-

tico; luego, al planteamiento que hace Kristeva, la psicoanalista, de que exista una resolución

del Edipo menos negativa y catastrófica que la que planteó Freud y que precisó Lacan; y,

finalmente, a lo semiótico, el orden que Kristeva instaura y considera opuesto a lo simbólico.

Todo esto para entender la revuelta psicoanalítica que Kristeva desarrolló. Para esto, nos

apoyaremos, como siempre, en el trabajo excelente de Pouliquen (2018).

5
Como concepto lingüístico, lo semiótico no es una idea de Kristeva, sino de Émile Benveniste,
profesor y lingüista nacido en el corazón del Imperio Otomano, pero que desarrolló todo su trabajo
intelectual en Francia. De sus Problemas de lingüística general, texto revolucionario que cuestiona El
curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, vienen dos ideas fundamentales que retoma
Kristeva: la doble significación del lenguaje y la relación de la significancia con la experiencia. Pre-
cisamente, en un texto de homenaje a Benveniste titulado “Un lingüista que ni dice ni oculta, sino
que significa”, leído en la presentación de sus Últimas lecciones en París, en 2012, a más de tres déca-
das de su muerte, Kristeva trata la herencia de ese maestro en su trabajo. Invitamos a la lectora o al
lector que quieran profundizar en la importancia de Benveniste en el trabajo de Kristeva a que revi-
sen este texto afectuoso y del que tan solo evocamos las últimas oraciones: “¿A qué conduce la lin-
güística? A meditar hablando y escribiendo nuestros cuerpos en estos tiempos de austeridad y choques de
religiones. Tal fue para mí la ‘última lección’ de este cabalista de la Ilustración. No pude darte este
momento, este regalo” (Kristeva 2012; las itálicas son nuestras).

44
Entre los términos que conforman la triada de lo real, lo simbólico y lo imaginario se esta-

blecen siempre relaciones de oposición y diferenciación, pues cada uno designa una expe-

riencia heterogénea; y, sin embargo, la interrelación de los tres órdenes permite describir

todos los fenómenos psicoanalíticos. En Lacan, su representación es posible gracias al nudo

borromeo, en el que se distingue la interdependencia estructural de estos tres registros. El

primero de estos, lo real, puede ser definido como aquel “que se resiste a la simbolización

absolutamente […], el dominio de lo que subsiste fuera de la simbolización” (Lacan citado

en Evans [1996] 1997, 163). Es decir, “lo imposible de imaginar, imposible de integrar en el

orden simbólico e imposible de obtener de algún modo” (Evans [1996] 1997, 163); o sea, lo

imposible de representarse con el lenguaje o de tener un lugar en la imaginación, pues lo real

designa la materia bruta (el pene o el padre biológico, en contraposición al falo y el padre

simbólico), aquello que siempre parecerá ambiguo pues es imposible de analizar de forma

inmanente.

Lo simbólico, para Lacan, es “el reino de la ley que regula el deseo en el complejo de Edipo

[…], el reino de la cultura en tanto opuesto al orden imaginario de la naturaleza” (Evans

[1996] 1997, 179). En este reino, dice Pouliquen (2018), “la ley, la palabra-del-padre, prohíbe

el deseo, so pena de castración” y, para hacerlo, instaura el principio de placer, “la ley simbólica

que prohíbe el incesto y garantiza la distancia entre el sujeto y la cosa (das Ding), objeto

prohibido del deseo incestuoso por la madre”, por lo que salva al sujeto del peligro, de ma-

nera que “el sujeto, protegido por la palabra-del-padre, gira en torno a la cosa sin alcanzarla

nunca”. En este sentido, lo simbólico es el orden que queda instaurado tras la castración que

implica el Edipo: la ley. De ahí que se entienda por qué “Lacan prefiere subrayar que el orden

45
simbólico es el reino de la muerte, de la ausencia y de la falta, así como del significante abs-

tracto” (71).

Lo imaginario, dice Pouliquen, está asociado, en el sistema lacaniano,

con ilusión, fascinación y seducción (y no con la ley y el nombre-del-padre como lo simbólico),

con la relación dual con la madre, en el mundo preedípico del niño […] y específicamente de

la relación dual entre el yo y su imagen en el espejo, que es simultáneamente uno mismo y el

otro (el pequeño otro [el objeto a]). (Ibíd., 70)

En definitiva, entre lo imaginario y lo simbólico hay una oposición clara, que es producto del

complejo de Edipo y de su respectiva resolución, que puede ser doble si se siguen las indica-

ciones de Kristeva en Sentido y sinsentido de la revuelta: una madurez viril o una madurez feme-

nil. La primera es el resultado de lo que Kristeva ha llamado el Edipo-bis, mientras que la

segunda es producto del Edipo-prima. La denominación de estos conceptos señala dos mo-

mentos en la experiencia del Edipo. Kristeva “plantea la existencia y la importancia de una

primera vertiente del Edipo, a la cual llama Edipo-prima, punto de referencia estructural

tanto para la niña como para el niño” (Pouliquen 2018, 116), y que ocurre

antes del Edipo-bis, descubierto por Freud, que se daría hacia los cinco años, tanto en niños y

niñas. […] El Edipo-prima es un “encuentro decisivo”, un kairos, hacia los tres años, entre el

nuevo dominio de los signos, con el aprendizaje del habla, de signos abstractos y fríos, pero

46
que permiten nuevos desempeños y poderes, eventualmente exaltantes, y que convierte al su-

jeto, mujer u hombre, en sujeto pensante, además (y a la vez) de deseante, que experimenta

una excitación genital, “ya no oral o anal”, como lo plantea Freud. (Ibíd., 100, 116)6

La resolución del Edipo-bis, descubierto por Freud, es producto de la intervención del padre

simbólico en la relación imaginaria con la madre: a raíz de la intervención de la ley-del-padre,

el niño se ve obligado a renunciar a sus pasiones, “a su aspiración a la jouissance” y a su deseo,

para evitar ser castrado, lo que a todas luces sería una catástrofe. De otra forma, puede de-

cirse que la amenaza de castración, esto es, el ajuste de cuentas de la ley-del-Padre, implica

en el ser humano una renuncia catastrófica, pues con ella sobrevienen la desexualización y

la sublimación (el plano simbólico) en reemplazo de las pasiones (el plano imaginario) del

individuo (Pouliquen 2018). Ahora bien,

Kristeva subraya que Freud “no se plantea […] esa otra forma de ‘rebelión’ que representa para

el sujeto […] la creación de pensamiento o lenguaje, la creación estética, frecuentemente para-

lela a la neurosis, a la psicosis incluso, pero irreductible a ella”, aunque haya apoyado sus aná-

lisis frecuentemente sobre obras artísticas. (Ibíd., 115)

No se trata, obviamente, de que Freud no se haya ocupado del arte en su reflexión psicoana-

lítica —tan solo hay que recordar su análisis del Moisés de Miguel Ángel, en cuyo centro se

encuentra la sublimación, tal y como lo ha planteado Pouliquen (1985b)—, sino de que

Freud omitió el carácter revolucionario del arte. La omisión de Freud es fundamental para

Kristeva, pues en el arte se da una revuelta íntima, una rebelión contra la ley del padre y su

amenaza de castración. Esta revuelta se manifiesta en la experiencia sensible que conlleva el

6
Con la palabra kairos, de origen griego, se designa un “estallido de gozo, un sentimiento de
plenitud y de poder, mitigado eventualmente por una decepción angustiante, característica
también del estadio del espejo lacaniano” (Pouliquen 2018, 100).

47
arte, como una manifestación del “régimen expresivo que llama lo semiótico” (ibíd.) y que es

evidente, a menudo, en niños y niñas que experimentan el Edipo-prima y, a su vez, que tienen

fenómenos de carácter semiótico. En contraposición a lo simbólico de Lacan, lo semiótico de

Kristeva “es un sitio de subversión, específicamente femenino, de la ley paterna dentro del

lenguaje” (Butler [1990] 2001, 173).

Lo semiótico en el pensamiento de Kristeva aparece plenamente definido en su libro de 1974,

titulado La revolución del lenguaje poético. La vanguardia de finales del siglo XIX: Lautréamont y Ma-

llarmé. Para abordar las poéticas de los escritores franceses Isidore-Lucien Ducasse, conocido

mejor como el Conde de Lautréamont, y Stéphane Mallarmé, Kristeva dedica la mayor parte

de este libro a explicar las diferencias entre lo semiótico y lo simbólico, su lectura de la dia-

léctica hegeliana, la negatividad como rechazo, la importancia de las pulsiones en un orden

heterogéneo y, finalmente, a introducir el concepto de experiencia, que será esencial en sus

trabajos posteriores. Por eso, a pesar de su título, La revolución del lenguaje poético es más un

trabajo de teoría que de historia literaria. Sin embargo, no es gratuito que esté dedicado a

Lautréamont y Mallarmé, pues en la poesía de ambos se amplía la relación del significante

con el significado a partir de la introducción de elementos que no son referenciales, como

los afectos, las emociones y las sensaciones (Widawsky 2014). Estos elementos no simbóli-

cos del lenguaje conforman la significancia, característica del régimen semiótico, “una fuerza

disruptiva del lenguaje […], una representación de las sensaciones vocales y quinéticas del

proceso primario preedípico” (ibíd., 62).

Justamente, a propósito de la revolución que pone en marcha la vanguardia poética francesa,

dice Barthes ([1953] 2011) que, hacia 1850, la escritura clásica estalló y se desintegró, dando

paso a un momento en el que “la Literatura en su totalidad, desde Flaubert hasta nuestros

48
días, se ha transformado en una problemática del lenguaje” (12). Los críticos ingleses Mal-

colm Bradbury y James McFarlane (1976) consideran que este estallido es el resultado de “la

pluralización de visiones de mundo derivadas de la evolución de nuevas clases y comunica-

ciones” (21), que antes de 1850 no existían, pues, “en los tiempos burgueses, es decir, clásicos

y románticos”, dice Barthes, la “unidad ideológica de la burguesía produjo una escritura

única, […] una forma que no podía ser desgarrada ya que la conciencia no lo era” ([1973] 2011,

12). El desgarramiento de las conciencias, en la perspectiva de Kristeva, está presente en la

capacidad que tuvo la vanguardia poética de mover “los límites de la capacidad expresiva

del lenguaje en su forma clásica, […] ‘del discurso socialmente útil’, ‘del sujeto y sus estruc-

turas comunicativas’, ‘de las prácticas significantes socialmente instaladas’” (Pouliquen

2018, 66). Para explicar esto, como veremos brevemente, Kristeva (1974) considera que el

origen de la vanguardia poética se encuentra en la liberación del cuerpo y el sujeto, reprimi-

dos por la sociedad capitalista hasta los tiempos de la burguesía, a través de la liberación de

la significancia en contraposición al significado.

A partir de la tradición poética fundada por Las flores del mal de Charles Baudelaire, y especí-

ficamente en las vertientes del visionario Lautréamont y el joyero Mallarmé, como los llamó el

crítico suizo Marcel Raymond ([1933] 1960), así como en las escrituras del dramaturgo fran-

cés Antonin Artaud y del novelista irlandés James Joyce, Kristeva nos alerta del procedi-

miento errado de los análisis positivos del lenguaje, pues ocultan la significancia, ese flujo

esquizofrénico, presente en los textos de los autores mencionados, y que “encontró el len-

guaje para realizarse como flujo tomando de refilón al significante, para practicar en él el en-

gendramiento heterogéneo de la máquina deseante” (Kristeva citada en Pouliquen 2018, 67).

49
Kristeva (1974) entiende, justamente, por significancia (significance, en francés) a “este engen-

dramiento ilimitado, sin cierre posible, este funcionamiento incesante de las pulsiones hacia,

en y a través del lenguaje, hacia, en y a través del intercambio y sus protagonistas: el sujeto

y sus instituciones” (citada por Pouliquen 2018, 67). Es decir que en estos textos se evidencia

una modalidad del lenguaje que no se caracteriza por la representación mimética, sino por

la posibilidad de expresar el lenguaje del cuerpo y en la que, en definitiva, es posible la ex-

presión de la verdad del deseo, como dice Pouliquen (2018).

El orden semiótico del lenguaje se hace evidente en lo que Kristeva (1974) ha llamado la chora

semiótica, “una articulación muy provisional, esencialmente móvil, constituida de movimien-

tos y de sus éxtasis efímeros” (Kristeva citada en Pouliquen 2018, 68) que conforma una

“‘disposición’ estructurante de las pulsiones y también de los procesos ‘primarios’ que des-

plazan y condensan energía, así como su inscripción”. En la medida en que hay una inscripción

temprana “de la energía pulsional (en el cuerpo, en el sistema nervioso)” se hace posible “el

paso a algunos elementos no referenciales, no representativos del lenguaje (del orden del

ritmo, por ejemplo)” (ibíd.). Justamente, la presencia de los elementos no referenciales, se-

mióticos, ocurre antes de lo que Kristeva llamó el Edipo-bis, es decir, el descubierto por

Freud. Esto es fundamental en este trabajo, pues en contravía, á rebours, de la formulación de

Lacan sobre la imposibilidad de expresar el deseo, Pouliquen, que sigue a su vez a Kristeva

(1974), invita a

analizar en los textos literarios “las funciones semióticas preedípicas, descargas de energía que

relacionan y orientan el cuerpo en relación con la madre” […] es decir, “las funciones que orga-

nizan la chora semiótica podrán encontrar un esclarecimiento genético justo, solo dentro de

50
una teoría una teoría del sujeto que no lo reduce a sujeto del entendimiento pero abre, en él, la

otra escena de las funciones presimbólicas. (Pouliquen 2018, 71)

Esta invitación implica, sin duda, un análisis del texto literario en relación con su inconsciente

estético. En este punto, resulta insostenible profundizar realmente en este concepto de Ran-

cière ([2001] 2005), pues no es el objeto de esta tesis. Sin embargo, habría que decir que el

inconsciente estético está relacionado directamente con el régimen estético del arte, un mo-

mento histórico no mimético, no representativo, de las cosas del arte, que surge a partir de

una revolución estética que se puede datar en el siglo XVIII, con la Ciencia nueva del filósofo

napolitano Giambattista Vico, en la que intenta “establecer, contra Aristóteles y la tradición

representativa, la figura de lo que llamaba el ‘verdadero Homero’” (ibíd., 38). Este régimen

histórico estaría caracterizado por el no-pensamiento, por el pensamiento del inconsciente,

a través de la palabra muda, opuesta a la palabra viviente del orden representativo clásico,

identificada con la palabra que hace acto […]. A esa palabra viviente que normalizaba el orden

representativo, la revolución estética le opone el modelo de la palabra que le corresponde, el

modo contradictorio de una palabra que habla y calla a la vez, que sabe y no sabe lo que dice.

Le opone, entonces, la escritura. […] El inconsciente estético, consustancial al régimen estético

del arte, se manifiesta en la polaridad de la doble escena de la palabra muda: por un lado, la

palabra escrita en los cuerpos, que debe ser restituida a su significación de lenguaje mediante

un trabajo de desciframiento y reescritura; por otro lado, la palabra sorda de un poder sin

nombre que se mantiene detrás de toda consciencia y de toda significación, a la cual es nece-

sario dar una voz y un cuerpo. (Ibíd., 47, 55)

En este punto, el lugar hacia el que se dirigen las reflexiones de Kristeva y Rancière es muy

cercano, pues ambos ven en la escritura que se aparta de la representación mimética y asume

51
la expresión del deseo una manifestación del inconsciente: para Kristeva, del orden se-

miótico, en el que predomina la significancia por sobre el significado, y, para Rancière, del

régimen estético, en el que inconsciente estético toma la forma de escritura como palabra

muda para decir lo indecible. No se trata, como dice Rancière, de “exhibir el pequeño secreto

—siempre tonto o siempre sucio— que hay detrás del gran mito de la creación. Freud más

bien le pide al arte y a la poesía que testimonien positivamente a favor de la racionalidad

profunda de la ‘fantasía’” (ibíd., 63). Pero, por fantasía no solo hay que entender el hecho de

que el mundo posible sea estructuralmente distinto del real, como dice el intelectual italiano

Umberto Eco en su ensayo sobre “Los mundos de la ciencia ficción” (1985), sino, además, el

sentido lacaniano que esta palabra tiene (traducida más a menudo al español como fantasma).

El fantasma da forma al deseo, lo escenifica, “no solo en cuanto a la experiencia vivida parti-

cular, incomunicable —según Mukařovský y Lacan—, sino también en cuanto al deseo en-

carnado en una forma cultural, literaria: como un ‘hecho semiológico’” (Pouliquen 2018, 73).

Es decir, que la escenificación del deseo por parte del fantasma forma guiones o patrones que

son compartidos por una colectividad. Un fantasma plenamente descrito en diversas perso-

nas es la escena primitiva, en la que el infante observa o fantasea con la relación sexual de

los padres, y que provoca en él, a un mismo tiempo, excitación sexual y una angustia que

anticipa a la de la castración en el Edipo-bis. Vale la pena señalar que, por un lado, como dice

Pouliquen (2018), puede haber un número ilimitado de fantasmas y, por el otro, que Lacan

lo dota de una función protectora: “La escena fatasmatizada es comparable con la imagen

detenida sobre una pantalla cinematográfica. El tiempo así sostenido permite frenar la lle-

gada de la escena traumática que viene a continuación. Lo que caracteriza al fantasma es su

carácter fijo e inmóvil” (73).

52
Ahora bien, tras enunciar el funcionamiento la racionalidad de fantasía que aparece en la

escritura no mimética, propia tanto del régimen estético (Rancière) como del orden se-

miótico (Kristeva), hay que volver a la formulación del arte en revuelta que Kristeva elaboró

en Sentido y sinsentido de la revuelta. Justamente, porque “Kristeva se aleja de quien fue su maes-

tro en cuanto al psicoanálisis, negándose a considerar el mundo de la madre, el mundo pre-

edípico, como lo real no simbolizable, totalmente inaccesible a la expresión lingüística”

(Pouliquen 2018, 75). Esta negación es evidente, repitámoslo, por un lado, en la formulación

del orden semiótico del lenguaje, que reúne los elementos expresivos preedípicos imposibles

de simbolizar, como el ritmo, los sonidos o las repeticiones; y, por el otro, a través de la for-

mulación del Edipo-prima, cuando se “niega a considerar (como sí lo hace Lacan) el carácter

rotundo e irrevocable de la catástrofe del Edipo (Freud), de la castración que solo permitiría

la entrada en el mundo de la cultura, de la ética, el mundo simbólico” (ibíd., 75-76).

Sobre esta resolución anterior al Edipo-bis, hemos dicho ya que se trata de una experiencia

conectada con un éxtasis, con un kairos, de la intensidad del sentimiento oceánico observado

por Freud en los místicos. Ahora bien, el Edipo-prima logra este sentimiento extático, con-

trario a la angustia que provoca la amenaza de castración en el Edipo-bis, a partir de “la

consideración del valor del falo como ilusorio” (ibíd. 78). Si el Edipo-bis implica que el niño

renuncie a su deseo y acepte la ley-del-padre (el mundo simbólico), en el Edipo-prima hay,

en cambio, una burla, un descrédito al valor de la ley y el mundo simbólico, pues el falo pierde

su primacía como símbolo de poder a través de una actitud lúdica, juguetona, en la que el

53
infante actúa como si el falo fuera primordial, aun cuando sabe con certeza que no lo es.7 Pouli-

quen (2018) ha descrito esta actitud lúdica con una adaptación de la famosa fórmula del

Chavo del Ocho: “sin saber sabiendo” (76), el infante se rebela porque sabe que el valor otor-

gado por la cultura al falo no es primordial, sino ilusorio; pero en lugar de oponerse directa-

mente a la ley (lo que conlleva la castración) hace como si no supiera, actúa como si las leyes

del mundo simbólico fueran verdaderas y el poder del falo inquebrantable. De esta manera,

la resolución del Edipo-prima se caracterizaría por una revolución, una revuelta, en la que

en vez de renunciar al deseo que se experimentó en la relación primordial del infante con la

madre y en el estadio del espejo, el infante (y el adulto en el que se convertirá este) afirma su

deseo, lo expresa y lo reproduce en un acto políticamente transgresor.

Vale la pena señalar que el Edipo-prima es un descubrimiento que Kristeva observó en algu-

nas de sus pacientes mujeres, es decir, que tiene una relación directa con lo femenino. Sin

embargo, la resolución del Edipo-prima no es exclusiva de un género biológico, puesto que

así como el Edipo-bis puede darse en niños y niñas, el Edipo-prima puede presentarse tam-

bién en ambos. Que se manifieste en uno u otro depende exclusivamente del deseo del in-

fante; es decir, de su disposición a renunciar o luchar por su goce particular. Si bien es más

común que el Edipo-prima aparezca en mujeres, es posible que los hombres bisexuales y

homosexuales lo experimenten, pues su deseo no se rige por la norma simbólica y cultural

de la familia patriarcal; pero también es posible, como dice Pouliquen (2018), que la resolu-

ción del Edipo-prima se dé en hombres y mujeres que se convertirán en artistas o escritores,

7
Esta actitud irreverente hacia el falo simbólico y la ley-del-padre es resultado, a su vez, de una
bisexualidad menos reprimida y de la posiblidad que tiene el infante de obtener placer y
experimentar goce de múltiples maneras. Que no se reprima el goce ni la bisexualidad son
consecuencias de la resolución del Edipo-prima y de la evación de la la angustia de la castración
característica del Edipo-bis. Sobre este plantemiento de Kristeva, véase Pouliquen (2018).

54
aquellos que son capaces de acceder a un inconsciente estético, pues como el perverso poli-

morfo descrito por Freud o las personas que no reprimen su bisexualidad, los artistas no

renuncian a expresar su deseo y logran, en cambio, articular en la palabra (o en la forma que

sea) su deseo. Por eso, la hipótesis de Pouliquen en La novela del encanto de la interioridad es que

el goce suplementario que está más allá del falo no es inefable ni indecible, ya que existe una

escritura que sí sabe “sin saber sabiendo” o,

por lo menos, llega a saber de ese goce ambiguo, pero no inefable, como lo demuestra la escri-

tura de madurez de Virginia Woolf […] y de Marguerite Duras […]. Trataremos de caracterizar,

a través de diversos ejemplos, la escritura que registra ese “goce suplementario” específica-

mente femenino (¿femenil?), es decir, que está “más allá del falo”, más allá del “monismo fálico”

(Kristeva); un goce que no es “esencialmente fálico”, como el goce típico del hombre, sino un

goce marcado por un sabio escepticismo en cuanto a la sobrevaloración del falo, que produce,

eventualmente, angustia y depresión, cuando el goce femenil se caracteriza no por la satisfac-

ción del deseo, sino por su reproducción como deseo. (76)

El encanto de la interioridad

Para los estudios literarios, entre las implicaciones que conlleva la existencia de un orden

semiótico del lenguaje, así como de un inconsciente estético y de una resolución positiva del

Edipo, lúdica (esto es, que “sabe sin saber sabiendo”), como la descrita por Kristeva en el

Edipo-prima, la que más nos interesa acá es la que tiene que ver con la capacidad que ad-

quiere la escritura para expresar el deseo e, incluso, el goce. En un apartado anterior, decía-

mos que para Barthes el goce es indecible, insostenible en un texto, y, sin embargo, gracias a

55
los descubrimientos y planteamientos de Kristeva, Rancière y Pouliquen, podemos decir que

existe una escritura capaz de expresarlo, sin que esta resulte ininteligible o imposible.8

Además, para el caso específico de la novela (porque sus manifestaciones en otros géneros

pueden ser distintas, aunque cercanas, pues se tratan en definitiva de textos), que exista una

resolución como la del Edipo-prima, capaz de liberar de la angustia de la castración al sujeto

y que le permita disfrutar y expresar el deseo, implica una manera diferente de entender su

estructura. Por ejemplo, tomemos la estructura novelesca propuesta por Lukács en su Teoría

de la novela. Allí el esteta húngaro caracteriza a la novela, como género, por desarrollar una

dialéctica entre el héroe y el mundo degradado, cuya resolución es la madurez viril del héroe;

es decir, que el héroe toma consciencia de que sus ilusiones están perdidas y que sus ideales

no pueden ser realizados conforme a su deseo, lo que implica o bien su muerte o bien que se

adapte a ese mundo degradado. Ciertamente, esta es una reducción muy esquemática de la

propuesta teórica de Lukács, pero nos sirve para mostrar que la escritura del deseo puede

conformar una estructura novelesca distinta, en la que el héroe no deba renunciar a sus idea-

les, a pesar de los múltiples escollos que se le presenten. En cambio, aunque sea por un ins-

tante, el héroe de la novela del encanto tendría la posibilidad de gozar de su deseo al rechazar

las leyes simbólicas del mundo y su degradación, rigiéndose por leyes propias, por una axio-

logía particular. La existencia de dicha axiología es el resultado histórico de lo que el teórico

rumano Thomas Pavel ([2003] 2005) ha llamado la interiorización del ideal o el encantamiento de

8
Lacan observa en la escritura de Joyce, sobre todo en su Finnegans Wake, por su carácter innegable-
mente semiótico, la posibilidad de alcanzar el goce a través de lo que llamó sinthome y que, a pesar
de su carácter central en la propuesta de Pouliquen, por las dimensiones de este trabajo apenas
puedo mencionar. Sin embargo, ruego al lector o la lectora que se remitan a Pouliquen (2018) para
profundizar en este concepto, cuya esencia extática recuerda al kairos propuesto por Kristeva.

56
la interioridad: el proceso por el cual cada sujeto forma una ética propia, que ya no se corres-

ponde con la moral de ninguna institución; justamente estas expresiones cobran sentido en

la medida en que los seres humanos, a través de propias experiencias y vivencias particula-

res, descubren una brújula, que los guía en su devenir, que funciona solamente gracias a su

“corazón”, a su “alma”, a su arbitrio. En cierta medida, y aunque no lo dice Pavel, el encanta-

miento de la interioridad es el resultado de la ilustración del hombre, en el sentido que le

daba el filósofo prusiano Immanuel Kant en su famoso y breve texto Respuesta a la pregunta:

¿qué es la ilustración? ([1784] 2014), o sea, “la libertad para hacer uso público de la razón, para

exponer ante el público las propias ideas, aunque estas vayan en contravía de dogmas polí-

ticos o religiosos” (Díaz Villareal 2014, 12). Por eso, para Pavel ([2003] 2005), “todo ser hu-

mano, fuese cual fuese su lugar en el mundo, se vio impulsado a buscar la perfección de la

norma en el secreto de su interioridad” (131).

Para explicar la diferencia sustancial entre la interiorización del ideal (el encantamiento de

Pavel) y el encanto de la interioridad que propone Pouliquen (2018) hay que señalar, por un

lado, el carácter paradigmático de la novelística de Marguerite Duras en la teorización del

encanto de la interioridad hecha por Pouliquen y, por el otro, una definición (con los riesgos

que esto implica) de la novela como género.

Evoquemos, en primer lugar, una de las novelas de Duras que le permiten a Pouliquen ela-

borar su concepto: Le ravissement de Lol V. Stein (1964). En 1987, la escritora española Ana Ma-

ría Moix tradujo esta novela como El arrebato de Lol V. Stein, pero en su libro Pouliquen nos ha

demostrado que este título no es pertinente, ya que el fenómeno central que representa la

novela es el encanto de Lola Valérie Stein, su protagonista, no su arrebato. El cambio en la

57
traducción obedece a que la palabra francesa ravissement reúne varios sentidos que en caste-

llano se expresan con distintas palabras: el de encanto, como deleite o plenitud intensa, el

de arrebato o rapto violento y el de éxtasis místico o amoroso (Roa 2018). Todos estos sen-

tidos se relacionan entre sí en la palabra ravissement y en la novela de Duras aparecen siempre

representados en sus personajes o en ciertas circunstancias narradas. Sin embargo, la inter-

pretación de Pouliquen demuestra que en la novela de Duras predomina el sentido del en-

canto como dicha: en el relato se narran dos núcleos que son protagonizados por dos mujeres

que les arrebatan a otras dos mujeres su amante, pero estos raptos en lugar de ser traumáti-

cos provocan una plenitud intensa y dichosa. En primer lugar, en medio de una fiesta, Anne-

Marie Stretter, una mujer bella y madura, le arrebata a una joven e inexperta Lol su novio,

Michael Richardson. Con el rapto de Anne-Marie, Lol accede a una plenitud intensa, desco-

nocida hasta entonces por ella, una dicha inmensa que se repetirá mucho después al ser ella

quien rapta al amante de otra mujer: diez años después, en un eterno retorno, Lol, madura

ya, se queda con Jacques Hold, el amante de Tatiana Karl, su amiga de toda la vida. Ambas

experiencias se caracterizan por una plenitud que resulta ser ajena a la venganza, contraria

al sufrimiento y opuesta al furor de los dolores juveniles. Por eso, si hay un personaje nove-

lesco radicalmente opuesto al de Duras en El encanto de Lol V. Stein es el protagonista de Las

penas amorosas del joven Werther, del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe: ante el des-

encuentro amoroso, mientras Lol experimenta un gozo profundo, Werther decide suici-

darse. Más allá de la valentía o la cobardía que implican el suicidio o la continuidad de la

vida, sobre las que reflexiona la novela de Goethe, la diferencia entre Werther y Lol radica

en que, ante la situación límite y crítica, aquel ha desechado sus ideales mientras que esta

los ha mutado en algo todavía más precioso: la “plenitud de la madurez” (Duras [1964] 1987,

58
14), una transformación sin violencia, provocada por el encanto de Anne-Marie y que se ha-

cía evidente tanto en Michael Richardson como en Lol:

Él había cambiado.[…] Los ojos de Michael Richardson se habían iluminado. Su rostro se había

afianzado en la plenitud de la madurez. En él se leía el dolor, pero el viejo, el de la edad primera.||

En cuanto se le veía así, se comprendía que nada, ninguna palabra, ninguna violencia en el mundo

había sido la causa del cambio de Michael Richardson. Que ahora estaba obligado a vivirlo

hasta el final. La nueva historia de Michael Richardson empezaba ya a nacer.|| En Lol, esta

visión y esta certidumbre no parecían ir acompañadas por el sufrimiento.||Tatiana también la encon-

tró cambiada. Acechaba el acontecimiento, abrigaba su inmensidad, su precisión de relojería. De

haber sido el agente mismo no solo de su llegada sino también de su éxito, Lol no se hubiera

sentido más fascinada. (Ibíd.; las itálicas son nuestras)

Hemos resaltado en la cita de la novela de Duras varias palabras o expresiones que confor-

man un campo semántico preciso y que, sin duda, se corresponde con el sentido dado por

Pouliquen a la palabra ravissement, como hemos visto arriba. Por eso, dice Pouliquen (2018)

que en esta novela de Duras, “la heroína, encerrada en su propio mundo, ferozmente fiel a su

deseo y dispuesta a vivirlo hasta sus últimas consecuencias, es capaz de cierta forma del ‘goce

suplementario’, no estrictamente fálico, ‘más allá del falo’, característico del goce femenil

analizado por Lacan” (86). Si el suicidio no es una opción para Lol es justamente porque “sin

querer queriendo” asume la pena amorosa, el rapto de Michael Richardson, como una expe-

riencia que le permitirá escenificar su propio deseo, años después, al raptar ella misma al

amante de su amiga Tatiana. Justamente, como acertadamente señala Pouliquen, en esta no-

vela de Duras la expresión de la plenitud, del encanto con la vida, es el producto de “la reso-

lución feroz” de Lol V. Stein, “implacable cuando se da una oportunidad de hacer realidad

59
su fantasma, su fantasía, cuando Jacques Hold, el amante de su amiga de toda la vida, Tatiana

Karl, le manifiesta su amor, su preferencia, indubitable” (ibíd., 90).

En este punto, gracias a esta novela de Duras, habría que señalar una característica del en-

canto de la interioridad, como tipo estructurante del género, que ha quedado latente, dis-

tante al hilo de Ariadna y, por tanto, sumamente oportuna, en la reflexión de Pouliquen: en

El encanto de Lol V. Stein “y tal vez en todas las novelas en donde se expresa una forma de ple-

nitud, de encanto con la vida, en el mundo o en retirada de este, parece verificarse un aporte

de Lacan a la comprensión del fantasma” (ibíd.). Tal aporte lo señala claramente Evans

([1996] 1997) así:

Si bien Lacan acepta las formulaciones de Freud sobre la importancia del fantasma y acerca de

su calidad visual como guion que escenifica el deseo, él pone énfasis en la función protectora.

Compara la escena fantasmatizada con la imagen detenida de una pantalla cinematográfica;

así como es posible detener la película en un cierto punto para evitar una escena traumática

que viene a continuación, también la escena fantasmatizada es una defensa que vela la castra-

ción. El fantasma se caracteriza entonces por una cualidad fija e inmóvil. (90)

En este sentido, el fantasma permite que el deseo del sujeto, el deseo original que vimos rea-

lizado en la relación con la madre entre los cero y los cinco años o en el estadio del espejo,

no sea catastrado. Así, el fantasma le permite al sujeto reconocer su deseo y, lo más impor-

tante, expresarlo en una imagen fija e inmóvil, en un guion, en un patrón colectivo, pero

cuyos “rasgos únicos expresan el modo de goce particular del sujeto, aunque de una manera

distorsionada. La distorsión evidente en el fantasma es lo que le permite al sujeto sostener

su deseo” (Evans [1996] 1997, 91). En el caso de la novela de Duras, el fantasma del rapto le

permite a su escritora

60
desvelar las particularidades de un sujeto, tanto en sus dimensiones psíquica y corporal como

política (en el sentido más general: en su resistencia o en su ajuste a una sociedad particular),

cuando este sujeto aparece, históricamente, en un momento de ruptura y de constitución no-

vedosa. Se trata, entonces, de exhibir “el modo de defensa fundamental” del sujeto escogido,

característico de una clase y un momento histórico, de un género, por sorprendente que este

pueda parecer, en el momento de su emergencia, sin tratar de producir modificación alguna en

este modo de defensa fundamental, a cuyo conocimiento particular contribuye el hecho lite-

rario (en nuestra época que abandonó el modelo humano de la psicología clásica y busca, en

su literatura, desvelar los mecanismos secretos, inconscientes, semiconscientes o no conscien-

tes del ser humano). (92)

Que existan fantasmas o fantasías que permitan la expresión del deseo en la escritura im-

plica algunas precisiones con relación a la novela como género. Por eso, en segundo lugar,

presentamos esta definición que si bien puede resultar hoy parcial, falible, temporaria

(Pouliquen 2018, 29), como todas las definiciones “en el campo de las ciencias humanas y

sobre todo en el arte y la literatura” (ibíd.), sin duda, insiste en un hecho esencial de la pro-

ducción literaria: el carácter estructurante y estructurador, coherente, de un texto literario.

De ahí que la novela sea una

estructura que, a través de su carácter interrogativo, ambiguo, no-afirmativo, carácter que se

manifiesta en todos los niveles de la estructura […], constituye, sin embargo, una respuesta con

vocación totalizadora a un conjunto estructurado de problemas que la Historia propone al

escritor, como miembro de una comunidad.

Esa respuesta tendrá un carácter más o menos afirmativo: hay momentos históricos en los cua-

les el futuro parece abrirse para todos, hay escritores sensibles a las posibilidades de afirma-

ción; pero también hay momentos de crisis, cuando afirmar es someterse a un orden injusto o

61
hacer el juego a dogmas que niegan al hombre, como también hay escritores fundamental-

mente contestatarios. (Pouliquen 1985, 21-22)

Con relación a esta definición, habría que decir, en primer lugar, que el carácter no-afirma-

tivo y ambiguo (hasta ambivalente) de la estructura novelesca es el resultado de que en los

textos existan distintas escrituras, distintas tomas de posición y no una sola y unívoca visión

del mundo. Ahora bien, en segundo lugar, la vocación totalizadora de la novela es el resul-

tado de la existencia de un autor-creador, en el sentido que le daba el esteta ruso Mijaíl Ba-

jtín; es decir, un autor que no es el autor empírico, el autor civil, sino una conciencia

organizadora que es capaz de distanciarse del texto para observarlo objetivamente y, de esta

manera, redondearlo y dar una respuesta al problema que trata. En tercer lugar, estos pro-

blemas y sus respectivas respuestas son siempre históricos, no solo porque en ellos se puede

señalar un acontecimiento histórico preciso o ubicar a sus personajes en determinado mo-

mento, sino, sobre todo, porque responden de manera particular a un problema que el escri-

tor, como autor-creador, ha considerado esencial y transversal no solo para él mismo, sino

para sus congéneres. Finalmente, la respuesta, la puesta en forma de un texto literario, no

tiene un carácter predeterminado, pues depende, justamente, de las condiciones de existen-

cia y de cómo el escritor perciba la condición humana en ese momento histórico.

En ese sentido, la novela del encanto de la interioridad descrita por Pouliquen es la respuesta

estética, la puesta en forma, del proceso histórico de la interiorización del ideal, de la ilus-

tración en el sentido de Kant: contraria el escepticismo radical que la Teoría de la novela del joven

Lukács consideraba esencial para este género, de acuerdo con Pouliquen (2018), la novela

del encanto toma dos caminos en su afirmación de la dicha y la vida: el erotismo y el amor.

62
De ambas formas, combinadas o no, los héroes y las heroínas de novelas como El tiempo reco-

brado, El encanto de Lol V. Stein, El amor en los tiempos del cólera o Middlemarch evitan la angustia y

la pena con relación a la condición humana y, en cambio, logran experimentar momentos

perfectos, extáticos, largamente esperados o construidos con entereza, en los que gozan,

aunque sea por una única vez, de su deseo (pero no del deseo satisfecho, es decir, agotado,

sino del deseo que se reproduce). Esta es, de manera también esquemática y sucinta, la pro-

puesta teórica que Pouliquen plantea en su libro más reciente y que invitamos a leer para

profundizar realmente en ella. Esta propuesta, sin embargo, ha sido a veces malinterpretada,

a tal punto que ha sido tachada de ingenua, idealista, acrítica, sensiblera y hasta de “supera-

ción personal”, lo que no solo es injusto, sino que está poco argumentado. Justamente, que

exista una respuesta estética de carácter afirmativo con relación a la condición humana re-

vela que esta no se puede caracterizar únicamente de forma negativa, reificada, traumada,

enajenada, etc., cuando existe la posibilidad, como lo hemos visto, de desear, de disfrutar

eróticamente del deseo y de expresar el goce.

Incluso, el mismo Barthes ([1973] 2011) da cuenta de la imposibilidad de que solamente

exista una literatura radicalmente escéptica (como la del escritor francés Gustave Flaubert),

decepcionada (como la del romanticismo aristocrático analizado por el sociólogo prusiano

Norbert Elias) o tendiente al silencio (como los poemas del escritor irlandés Samuel Be-

ckett). En uno de los fragmentos de El placer del texto, Barthes señala que “todos los análisis

socioideológios concluyen en el carácter deceptivo de la literatura”, en la que la literatura

sería la expresión de la decepción de un grupo socialmente “impotente, fuera de combate

por situación histórica, económica, política”. Y, sin embargo,

63
estos análisis olvidan (y es normal puesto que son hermenéuticas fundadas en la investigación

exclusiva del significado) el formidable reverso de la escritura: el goce, goce que puede explo-

tar a través de los siglos fuera de ciertos textos, escritos sin embargo bajo el amparo de la más

oscura y siniestra filosofía. (55)

Al respecto, habría que señalar dos cosas: primero, este fragmento es una crítica indirecta al

estructuralismo genético de Lucien Goldmann, especialmente de Le dieu caché, traducido al

español como El hombre y lo absoluto. Allí el sociólogo de la literatura demuestra que los Pen-

samientos de Pascal y el teatro de Racine se caracterizan por una visión o concepción del

mundo (Weltanschauung) trágica, es decir, la visión del jansenismo, producto de los conflictos

de la nobleza de toga con la realeza y la Iglesia. Pero este no es el asunto fundamental y

rescatable del fragmento de Barthes, pues, en segundo lugar, lo que muestra es que, aún en

los momentos más oscuros de la historia, como las guerras, es posible que la escritura revele

en su reverso el goce y el deseo. Que muchos análisis socioideológicos ignoren tal dimensión

de la escritura demuestra la necesidad de propuestas como la que aparece en La novela del

encanto de la interioridad. Allí, Pouliquen (2018) ha logrado abrir un espacio para el goce, el

deseo, el erotismo y la dicha en la teoría y la crítica literarias que, a menudo, omiten estos

fenómenos. Es más, este olvido también se le puede recriminar a la Teoría de la novela de Lu-

kács, escrita tras el estallido de la Gran Guerra en Europa (momento ciertamente muy os-

curo de la existencia humana), lo que, en definitiva, explicaría el porqué de su consideración

de la novela como un género escéptico que en su síntesis estructural solo contempla como

resoluciones válidas a los problemas humanos la muerte o la conversión del héroe problemá-

tico en un ser maduro virilmente que, aparte de haber renunciado a sus ilusiones, debe en-

terrar sus ideales y obrar conforme a las leyes simbólicas del mundo.

64
Hipótesis sobre la escritura del deseo

de Fernando Molano Vargas

Ahora bien, tras este recorrido teórico, nos gustaría señalar las hipótesis que este trabajo

intentará demostrar con relación a los textos de Fernando Molano Vargas. En primer lugar,

consideramos que la apuesta estética de Molano consistió en lograr una escritura del deseo,

con la particularidad de que sus tres libros están articulados temáticamente por el erotismo

y el amor. Para introducir esto, de momento, evoquemos las palabras de Pedro Carlos Lemus

(2017), quien ha dicho que a Molano la lectura le “llegó a través del deseo”. A partir de la

homologación de la experiencia del autor y el relato del narrador en el texto de Vista desde una

acera, Lemus concluye que, para Molano, su primer encuentro con el deseo fue todo un acon-

tecimiento: una noche, al hojear una revista Life, el narrador (todavía niño) encuentra dos

fotos que acompañan la reseña de la adaptación cinematográfica de la novela de Charles Di-

ckens Oliver Twist (dirigida por Carol Reed en 1968). Las fotos le causaron tal impresión que

las recuerda, ya mayor, en el tiempo en el que narra la anécdota del texto de la novela, con

las siguientes palabras:

No recuerdo qué decía el texto, si es que en realidad lo leí. Pero nunca pude olvidar dos de las

fotos que lo acompañaban. Una era grande [figura 1], ocupaba la mitad de una página, y mos-

traba un comedor inmenso con dos hileras de mesas rústicas, a las que estaban sentados una

cantidad de niños con sus cucharas quietas: todos ellos miraban a Oliver, caminando casi en

puntas, llevado por un hombre inmundo que le agarraba la oreja como se agarra un collar de

perro, arrastrando a Oliver como se arrastra a un perro. Viendo esa foto, recordé a Hansel y no

alcancé a sentir pena por Oliver. Tampoco odié al hombre inmundo. Tan solo tuve muchos

65
deseos de haber estado allí, y una sensación extraña y bella de la que no hablaré. Era una sensa-

ción nueva. Y era una sensación mía. (Molano 2012, 91; las itálicas son nuestras)

Figura 1. Imagen de Oliver

Fuente: Fotograma de la película


Oliver, de Carol Reed (1968).

La otra foto era del actor inglés Mark Lester interpretando a Oliver (figura 2), sobre quien

el narrador comenta:

Tenía en sus manos un cazo, y la mirada hacia arriba como en una oración. “Tengo hambre.

¿Me da un poco, señor?”, decía allí abajo. “¡Sí: denle todo lo que quiera!”, le susurré a esa foto

desde mi corazón… ¿Cómo explicarlo? Yo no conocía la palabra éxtasis, pero juro que fue eso lo

que sentí mirando así a Mark Lester, sin saber qué hacer. Pero recordé el baño de casa y en-

tonces lo supe: no había nadie en él, había que entrar de prisa, cerrar la puerta, dejar caer la

felicidad de un golpe, así: de rodillas al piso, de rodillas sobre la página sin parpadear, despacio,

gritando ¡Dios! Pasito. Y sin alzar la voz. (Molano 2012, 91-92; las itálicas son nuestras)

66
Figura 2. Imagen de Mark Lester

Fuente: Fotograma de la película


Oliver, de Carol Reed (1968).

Ambas imágenes se convertirán desde entonces, según relata la novela, en un recuerdo inol-

vidable que durante la infancia resulta ser indecible, imposible de expresar: con la primera

imagen, el narrador experimenta el encanto como un sentimiento inefable, mientras que, con

la segunda, logra su primer orgasmo, un éxtasis que era hasta ese día desconocido y de un

poder tal que, para evitar que lo descubran y se lo arrebaten, debe ser silenciado.

Con relación a la primera foto hay que señalar que si el narrador protagonista tuvo deseos

de asistir a esa escena, expectante como los niños sentados en las mesas, sin sentir pena hacia

Oliver ni odio hacia el hombre que lo lleva, es porque, quizá, esa imagen produce en el infante

una captación profunda, un encanto como el del niño que descubre, en el estadio del espejo,

su cuerpo como una totalidad. Para empezar con el análisis, habría que decir que la referen-

cia a Hansel remite al personaje del cuento alemán “Hansel y Gretel”, pues este cuento hace

parte de la infancia de muchos niños de Occidente y quien lo asocia a él es el personaje en su

infancia, que ya se ha referido a él páginas antes en la novela. Gracias a este referente, surge

una conexión interesante a partir de las similitudes que abundan entre Oliver y Hansel: los

dos son miserables, están en situación de desamparo por la ausencia de los padres, son in-

fantes (tienen menos de nueve años) y sus finales son tonificantes, de alguna manera “feli-

ces”, pues reconfortan al lector empático. Hansel y Gretel, tras derrotar ingeniosamente a la

67
anciana que los tiene capturados, toman sus posesiones y vuelven con ellas a la casa paterna,

donde son bien recibidos y alcanzan la felicidad gracias, justamente, al valor de las prendas

de la anciana, con el que pueden salir de la miseria. En el caso de la novela de Dickens, se

descubre (tal es la anagnórisis), tras varias peripecias y necesidades, que Oliver es el hijo

ilegítimo de un hombre rico del que puede heredar una gran fortuna con la condición de que

nunca haya mancillado su nombre con ninguna fechoría; al no ser responsable de ninguna (a

pesar de haber sido acusado de muchas), Oliver recibe el dinero, que comparte con su medio

hermano para que él inicie una vida mejor; finalmente Oliver es adoptado por su tía materna

y termina alegremente la novela sin sufrimientos. Creemos que, con relación a estas simili-

tudes, y a la situación particular del niño que observa a Oliver y lo relaciona con Hansel, sin

pena ni odio, pueden establecerse por lo menos dos interpretaciones válidas y, en cierta

forma, complementarias.

Por un lado, el asombro expectante y maravillado que produce la imagen de Oliver, como

metonimia de la imagen de Hansel, es producto del mismo encanto que ejercen los cuentos de

hadas en los niños, tal y como lo describía el psicoanalista austríaco Bruno Bettelheim

(1976). En ese sentido, el encanto depende, “en gran manera, de la ignorancia del niño” (Bet-

telheim [1974] 1994, 24). Ni Hansel, ni Oliver ni Fernando cuentan en sus infancias con las

vivencias necesarias para saber el porqué de sus temores, de sus angustias, de sus necesida-

des insatisfechas (tener hambre, tener frío, estar desamparados, etc.). El cuento, el relato, la

novela o la película le permitirá al niño lograr un conocimiento, perder su ignorancia, adqui-

rir una experiencia primigenia y, así, lograr una confianza en el futuro a partir de las fabulas

de estos textos. Justamente, todos estos relatos confluyen en una misma idea: son las propias

acciones o las propias condiciones de existencia de los niños como niños (representadas en

68
el ingenio con el que Hansel y Gretel vencen a la anciana o en la fortuna que Oliver y Moss,

su hermano, reciben por derecho de nacimiento de su padre) las que les otorgarán una reso-

lución feliz, satisfactoria, a sus problemas tempranos. Por eso, el encanto de los niños con

los cuentos de hadas, en el que repara Bettelheim, es resultado de su fascinación por ese

saber nuevo que fundará sus ilusiones e ideales posteriores. Por el otro lado, otra posible

explicación de la fascinación de Fernando (el personaje infante) por la imagen de Oliver

puede encontrarse en el hecho de que es un lector innato capaz de intuir que Oliver no será

maltratado por siempre, sino que logrará superar el revés de su desamparo y su situación de

miseria y pena sufrirá una transformación (el twist que lleva por apellido de expósito). De

hecho, de acuerdo con esta interpretación, lo que espera con la mayor confianza y deseo el

infante, y de ahí que no sienta ni pena por el niño ultrajado ni odio por quien lo ultraja, es

que ocurra tal transformación.

Con relación a la segunda imagen, la de Lester, hay que señalar que se trata a todas luces de

la primera experiencia amorosa y sexual de Fernando, el protagonista, en la que se observa

la transgresión doble de la ley tácita que le prohíbe, por un lado, tener un afecto de tipo

amoroso por otro varón y, por el otro, gozar de su cuerpo al masturbarse con la imagen de

este. Resulta muy llamativo que para Fernando, el personaje, la primera imagen ponga en

escena a Oliver, el personaje de Dickens, y que la segunda sea, en cambio, una imagen de

Lester, de la persona real. Esta diferenciación es esencial, pues nos desvela dos dimensiones

vitales del narrador: la del lector y la del cuerpo. Es necesario señalar, además, que tanto la

primera imagen (la de Oliver) como la segunda (la de Lester) producen en el niño una sen-

sación de plenitud inmensa, un kairos. Además, en nuestra interpretación, ambas imágenes

resultan ser dicientes representaciones de lo que sería un Edipo prima, como lo hemos visto

69
atrás. También se puede decir que ambas imágenes conforman una imagen de fantasía (un

fantasma), prelingüística, de la Infancia del hombre, o sea, una experiencia en el sentido que le da

el filósofo italiano Giorgio Agamben ([1978] 2015): “Como infancia del hombre, la experiencia es la

mera diferencia entre lo humano y lo lingüístico. Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido

y sea todavía in-fante, eso es la experiencia” (68). Es decir, que el carácter inefable de la expecta-

ción del lector, así como su correlato sexual en el éxtasis indecible, que en el narrador son

provocados ambos por la imagen doble de Oliver-Lester, son, a su manera, expresiones del

deseo que no se pueden representar ni con el habla común ni con la expresión literaria ca-

nonizada, pues ambas están gastadas y son incapaces de dar cuenta de la experiencia de

orden prelingüístico, de la conexión con el mundo de la Infancia, según Agamben, del perverso

polimorfo, como lo ha llamado Freud, o de lo semiótico, en el sentido de Kristeva.

En concordancia con esta apreciación de la infancia como mundo primigenio, babélico o ar-

caico que presenta Agamben, como una patria trascendental, también ambas imágenes tra-

tan sobre el mundo femenino, en el sentido que le da Kristeva ([1996] 1998). Este mundo

femenino (que también puede experimentar un hombre) es lo que Freud llama “la civiliza-

ción minomicénica detrás de la civilización griega (la relación arcaica madre-hija)” (Pouli-

quen 2018, 121); es decir, ese continente desconocido por Freud y sobre el cual apenas pudo

“descubrir” la envidia del pene. Las imágenes de Oliver-Lester son, a su manera, un negativo en

el que ha quedado impresa la experiencia amorosa y sexual del autor-narrador, así como su

esperanza en las resoluciones de carácter afirmativo en los textos, en la posibilidad de “man-

tener viva el alma, a pesar de múltiples escollos”, como dice Pouliquen (2018, 128). Por eso,

hay que concluir, por adelantado, que esta experiencia, aunque imaginada, soñada, verosí-

mil, irreal, etc., así como implícita, indecible e inefable, sin embargo, ha sido el origen y la

70
causa de la posibilidad de que en la literatura de Fernando Molano Vargas se pueda expresar

el deseo, su deseo propio y en reproducción, a través de la palabra.

Como experiencia del mundo arcaico, en las imágenes de Oliver-Lester el narrador de Vista

desde una acera descubre el deseo del Otro (en el erotismo y el amor), motor inagotable de la

escritura y la lectura, así como la novela Oliver Twist, su adaptación cinematográfica y el pla-

cer de los relatos. Es decir que en estas imágenes, que son fantasmas en el sentido psicoana-

lítico, Molano descubre los objetos más preciados de su propia vida y a los que se dedicará

totalmente hasta su muerte: el amor, el deseo, la lectura, la escritura y el cine. Por eso, como

dice Lemus (2007), “a partir del deseo se configura su obra en tal medida que una de las

escenas de la novela de Charles Dickens pasó, luego de ese primer acercamiento erótico y

literario, a dar título a la primera novela de Molano: Un beso de Dick”. Ese paso de la infancia

a la literatura, vale la pena señalarlo, sin duda, nos sugiere el paso energético que ocurre en

la chora semiótica descrita por Kristeva (1974), y al que ya hemos dedicado algunas líneas

arriba.

Con relación a Un beso de Dick, hay un pasaje de esta novela que es central para aclarar su

título. En él aparece Felipe, el narrador y protagonista de esta novela, sentado en las gradas

de la pista de atletismo de su colegio con Leonardo, su amigo (de esta manera siempre se

referirá a su novio). Sobre esta escena el narrador comenta: “Yo quisiera decirle a Leonardo

que lo amo. Y que me gusta tanto… ser de él. O algo así. Pero a mí solo me salen besos” (Mo-

lano [1992] 2011, 96). (Nótese que el narrador es consciente, como se ve en esta cita, de la

eficacia exclusiva del cuerpo a la hora de expresar el deseo y el amor). Los personajes se

besan bajo la noche, pensando que nadie los observa, pues el colegio en ese momento debería

71
estar vacío. Sin embargo, la pareja es descubierta por un celador que les grita: “¡Par de mari-

cones!” (98). Aunque no está muy cerca el vigilante, dice el narrador, “quiere venir a agarrar-

nos. Y ya nosotros corremos fresquitos: porque en correr le ganamos a cualquiera […] y

podemos saltar facilito este muro para besarnos más, muertos de la risa, del otro lado” (ibíd.).

Aquello que cela el vigilante no es el estadio en el que se besan los dos muchachos (¿¡qué

podría robarse alguien de un lugar así!?), sino que nadie pueda ocultarse en este espacio para

gozar de su felicidad.

Este encuentro le ocasionará a Felipe múltiples dolores, pues a través del celador llegará a

oídos de su padre la noticia de que su hijo se besaba con otro muchacho. En un diario ima-

ginario, el narrador comenta el castigo del padre así: “Bogotá, octubre 22. Querido Leonardo:

¡nos pillaron! El jueves, ¿se acuerda? Papá me dio un puño y ahora estoy ciego” (112). La ce-

guera es el resultado indirecto del puñetazo, pues Felipe es golpeado mientras sostiene una

batería que, al caer, desprende un ácido que quema sus ojos. Es muy interesante, como dice

acertadamente Pedro Adrián Zuluaga (2019), que Felipe pague “un precio semejante al de

Edipo por transgredir lo que su padre llama el orden natural” (16), pues Molano revela así

que el beso desestabiliza todo orden simbólico y es el germen de toda una verdadera revuelta:

“No hay revolución más fulgurante (ni mejor salvación) que la de dos amantes”, dice Zuluaga

(2019, 21). Ante la furia del padre y el miedo de perder a Leonardo, aparece en la fantasía del

personaje y narrador el fantasma de Oliver Twist, imagen arcaica, de la infancia, cuya impor-

tancia ya hemos señalado:

Mejor me voy de andariego por ahí. Y me vuelvo un gamín y todo. Como Oliver Twist… ¡Tan

caso!: Dick le dio un beso a Oliver porque se iba a morir. Pero no los vieron. Menos mal no los

72
vieron, qué chévere; porque, si no, los habrían matado. Si les pegaban por pedir comida… Los

habrían matado: seguro. (113)

Como imagen del deseo primigenio, en esta primera novela de Molano, el beso de Dick y

Oliver remite a una violación de la ley del Padre, justificada por la cultura patriarcal y homo-

fóbica. A Molano le interesa el beso porque en su relato permite la expresión del erotismo,

el amor, los sentimientos verdaderos y el deseo, positivos a todas luces, pues no hacen daño

a nadie y son la base de cualquier relación genuina; pero, al tiempo, el beso de dos mucha-

chos, como el de Dick y Oliver o el de Felipe y Leonardo, significa, también, una afrenta al

Padre, una transgresión de su ley que es castigada con el golpe cegador. Esta trasgresión

también puede verse en algunos poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos. Este poemario, en

palabras de Abad Faciolince (2012), “como una bisagra entre su primera novela y su novela

póstuma, completa y explica muchos de los sentidos de los dos libros de narrativa” (254).

Pero, además, le permite al lector comprender el amor y el deseo de Molano no solo como un

enunciado lingüístico, sino como expresión del cuerpo. Citemos un poema como ejemplo:

En qué boca
se han hecho
amigo
puñales nuestros
besos

Y por qué se clavan


detrás
mi amigo
en el cuello de papá
y de mamá

73
ahora que llego a casa
y no me miran. (31)9

En este poema, se observa, un problema de comunicación a partir de una misma situación:

en principio, la boca como órgano corporal produce una mediación doble: por un lado, sirve

para relacionar a los amantes a través de los besos y, por el otro, enfrenta al yo poético con

sus padres. Pero aunque son el mismo órgano, la boca de los amantes se comunica con el

afecto de los besos, de carácter semiótico, mientras que la boca del desconocido por el que

llega a los oídos de los padres el affaire de su hijo, del yo poético, se comunica con palabras,

de carácter simbólico. De esta manera, a partir de la mediación de la boca, se forma la anti-

nomia puñales-besos (no es casual que estas palabras tengan una posición opuesta y en dis-

tinto verso en la distribución gráfica del poema). Ahora bien, entre el amor del sujeto poético

y de su amigo, a quien va dirigido el poema (el vocativo se expresa a través del salto de verso),

y el amor que siente por sus padres se crea la tensión que expresa la antinomia puñales-besos.

Tal tensión es irresoluble, pues, en la primera situación, la del amor que aparece expresado

en los dos primeros versos, en la boca de los amantes hay una conexión, mientras que, en la

segunda situación, a través de la boca de un desconocido, que ha venido a contarles a los

padres (como en Un beso de Dick) sobre el beso, se establece una ruptura, manifiesta en la

mirada indiferente de los padres.

El quid de la antinomia en el poema se hace patente también de dos formas: por un lado,

cuando el yo poético se pregunta por el carácter doble de los besos y, a su vez, cuando siente

el desconcierto por la actitud de los padres, puesto que el yo poético no logra entender cómo

9
La mayoría de los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos no suele llevar punto final. En este tra-
bajo siempre se agregará para separar el poema del número de la página en la que aparece la cita.

74
esos besos, nacidos del amor, pueden herir a otras personas, con el agravante de que son

personas también amadas por él. De acuerdo con esta lectura, el problema comunicativo en-

tre el sujeto poético y sus padres radica en que quien les cuenta sobre el beso de su hijo con

su amigo no ha logrado transmitir el contenido semiótico del beso, su afecto, sino solo su

carácter simbólico: “Su hijo es marica”. Mientras los amantes pueden comunicar su deseo a

través del carácter semiótico de su deseo, expresado en el beso, los padres solo se quedan

con la dimensión de la ley, del castigo, que no puede ser otro que la indiferencia hacia el

sujeto poético y, a su vez, la transmisión de la culpa, por haber transgredido sus normas.

Como puede verse, tanto en las novelas como en los poemas de Molano se tocan y se super-

ponen varios bordes que forman espacios de goce: por un lado, el de la escritura sencilla y

diáfana, libre de artificios y sofisticaciones del material verbal y, por tanto, que provoca el

confort de la lectura ligera y, al tiempo, la destrucción de la expresión común de la cultura,

de la expresión canonizada por la doxa como “literaria”. Por el otro, convergen también el

límite de la ley del padre y su trasgresión a través del beso entre dos muchachos, capaz de

seducir al lector, al expresar el deseo de los amantes como un elemento opuesto a la ley.

Además, el beso en el mundo de Molano siempre será una metonimia de la lectura, del placer

de la lectura, pues nombra a su vez el beso de Dick y Oliver, desencadenante del gozo que

experimentó el narrador en su infancia al encontrar la imagen de Oliver-Lester. Con relación

a esto último, Lemus (2017) señala que

para el narrador de Un beso de Dick, como para el mismo Molano, la afirmación del deseo coin-

cide con el acercamiento a las letras y la pregunta por el lenguaje. A la vez que descubre su

atracción por otro hombre, el personaje se pregunta por metáforas y símiles […] como vehículo

para representar su deseo.

75
A partir de lo que informa el mismo Molano en una entrevista que David Jiménez, antiguo

profesor y amigo suyo, y que le realizó poco después de que apareciera Un beso de Dick, Lemus

(2007) propone que para el autor creador son homologables las mismas experiencias arcai-

cas que el narrador de sus novelas tuvo con las imágenes de la película Oliver.10 Si se parte de

esta conclusión, se podría intuir, además, que la iniciación en la lectura del escritor, como

una práctica conservadora de la cultura (en el sentido que Barthes le da en El placer del texto),

es el resultado justamente del encuentro prohibido con el goce, con la experiencia orgásmica

que la imagen de Oliver sella en su infancia. O, como dice Kristeva ([1998] 1999), “se trata de

la obra de un sujeto —pero de un sujeto en proceso—; que logra alcanzar regiones peligrosas

en las que la unidad se ve aniquilada a través del retorno a la arqueología de su unidad con

el propio material de la lengua y el pensamiento” (23).

La anterior intuición es de suma importancia para esta tesis, puesto que la segunda hipótesis

que nos proponemos demostrar acá sostiene que la escritura de Fernando Molano es el re-

sultado de una revuelta íntima (de acuerdo con la formulación de Kristeva), que se hace pa-

tente en la trasgresión de su propio habitus (uno de los conceptos centrales del sociólogo

10
Somos conscientes que homologar las vivencias de un autor con las anécdotas que narra en sus
textos sobre sus personaje resulta problemático si se lleva hasta el absurdo de considerar, en este
caso específcio, que los textos de Molano son una especie de biografía de su autor. Esto se sabe
gracias al trabajo de Bajtín, quien señaló que en los textos literarios existe un estatuto ficcional, un
pacto, que el lector no puede olvidar: no confundir la vida de un autor con la vida de los personajes
de sus textos. Tampoco, obviamente, es posible confundir al autor empírico con el autor-creador. Sin
embargo, es admisible recurrir a esta experiencia de la infancia que aparece en los textos de
Molano, pues no es la anécdota, la historia de Dick Tinto y Oliver Twist lo que importa, sino la
huella, el negativo, el registro, que dejó en la experiencia vital y creadora de Molano. Por eso,
consideramos que las imágenes de Oliver-Lester y el beso de los personajes de Dickens conforman
un fantasma, un patrón protector relevante tanto para los textos como para la vida misma de
Molano.

76
francés Pierre Bourdieu) a través de la lectura y la escritura. De otra manera, también se po-

dría afirmar, como lo hizo Abad Faciolince (2012), que nos interesa demostrar que “esas re-

vistas [en las que aparecían las imágenes de Oliver y Mark Lester] [...] resultan ser el origen

de aquello que —junto con el amor de su amigo— salvó a Fernando Molano de una vida

sórdida y sin sentido: la lectura y la escritura” (253). Pero habría que añadir dos cosas. Pri-

mero, que el amor, la lectura y la escritura devienen de la misma experiencia primigenia: el

deseo experimentado en la infancia, con el gozo del deseo ante las imágenes de Oliver y Mark

Lester. Y, segundo, que la salvación de Molano de una vida sórdida solo pudo lograrse al

precio de una revuelta, es decir, de una trasgresión de la ley con efectos irreversibles: ser la

excepción en su familia y clase social, aquel que representa la diferencia y un espíritu crítico

de su propio habitus.

La tercera hipótesis de esta tesis tiene que ver justamente con el resultado de la revuelta

íntima de Molano. Si seguimos uno de los planteamientos centrales de Pouliquen (2018) en

La novela del encanto de la interioridad, ese que señala que el erotismo y el amor son las “princi-

pales fuerzas generadoras” de este tipo de novela (29), resulta muy sugerente considerar la

relación entre las experiencias de la escritura, la lectura, el amor y el erotismo en los textos

de Molano, pues su articulación nos lleva a considerar que la escritura del deseo es el origen

de las figuras que el encanto de la interioridad ofrece tanto en sus novelas como en su poe-

mario.

En un artículo reciente, Pouliquen (2017) ha propuesto, como programa inmediato de su

línea de investigación en Estética Sociológica, “la construcción, a partir de novelas particu-

lares, de las figuras diversas y complejas del encanto de la interioridad”, como una posibili-

dad de “conectar, de manera grata o menos grata, pero de manera honesta, lo menos reificada

77
posible, con nuestro ser profundo” (47). Comprometidos con esta intención, reconocemos

en la figuración un “modo de aparición del cuerpo erótico (no importa la forma o el grado)

en el perfil del texto”, que da “testimonio de una figura del texto necesaria para el goce de la

lectura” (Barthes [1973] 2011, 74). Esta figura se puede observar en los textos de Molano, sin

duda, a través de la aparición del deseo y el erotismo como problemas centrales de su escri-

tura, tal y como se verá en los siguientes capítulos.

78
II. FERNANDO MOLANO VARGAS,

UN ESCRITOR EN REVUELTA

En este capítulo se hace un análisis relacional de la vida del escritor Fernando Molano Var-

gas a partir de tres conceptos del sociólogo francés Pierre Bourdieu: su habitus, su posición

en el campo literario en Colombia en la última década del siglo XX y su apuesta estética

particular. Este análisis relacional tiene como objetivos, primero, presentar las condiciones

de existencia particulares de Molano y, segundo, a partir de estas, señalar la axiología que

define su proyecto creador como un todo orgánico y coherente.

La formación del lector profesional

Para empezar, habría que decir que Molano nació en una familia sin comodidades, popular,

de “baja clase”, con constantes dificultades económicas, como él mismo afirma en una carta

de 1996 a su amigo Gabriel Lara (Serrato Castro 2016, 77). En su familia, conformada por un

padre obrero que se dedicaba a la mecánica, una madre ama de casa, cuatro hermanos y dos

hermanas sin relación alguna con el campo cultural, Fernando fue la excepción: gracias a la

herencia que dejó su abuelo materno, compuesta por papeles, cosas viejas y revistas, entre

las que se encontraban algunos suplementos culturales y literarios, Molano pudo iniciarse

en la lectura, acercarse a algunos clásicos de la literatura, como la novela Oliver Twist del es-

critor inglés Charles Dickens —paradigmática en su formación y a la que Un beso de Dick le

79
debe su título—, y convertirse en un inveterado visitante de la Biblioteca Luis Ángel Arango

de Bogotá, donde gozó hasta sus últimos días de la lectura de muchos libros. Así lo narra

Verónica Londoño, la editora de Vista desde una acera (2012):

En la casa de Fernando Molano solo hubo dos libros: el de páginas blancas y el de páginas

amarillas. Eso fue hasta el día en que murió su abuelo materno y dejó una herencia con la que

su familia esperaba salir de la pobreza. Pero tanta dicha no podía ser verdad: al final, la platica

fue a parar a una institución de caridad y como premio de consolación los Molano recibieron

unos muebles viejos y una colección de libros y revistas.

Un día, Fernando se puso a hojearlos y encontró una reseña de una película con una foto en la

que un niño moribundo, Dick, le daba un beso a su amigo, Oliver Twist. Conmovido con la

escena, se fue para la Biblioteca Luis Ángel Arango a buscar a Oliver, a Dick y a Charles Di-

ckens. Luego, todo vino por añadidura: la lectura, los estudios literarios y la escritura, aunque

debió batallar duro por ellos.

Este interés por la literatura motivó el cambio de su orientación profesional de los campos

de la ingeniería y la arquitectura —muy apetecidos, por considerarse más lucrativos que, por

ejemplo, las humanidades— hacia los estudios literarios y el cine, disciplinas a las que se

dedicó como estudiante de las carreras de Lingüística y Literatura en la Universidad Peda-

gógica Nacional y de Cine y Televisión en la Universidad Nacional de Colombia, y de las que

nunca se graduó (Urrea 2018). En la primera de estas universidades, Molano asistió a los

cursos de David Jiménez Panesso, reconocido poeta, crítico literario y profesor colombiano,

que lo acogió como alumno. De acuerdo con Marieth Helena Serrato Castro (2016), compa-

ñera universitaria de Molano, Jiménez

80
no solo fue su guía, sino también [su] amigo y consejero. Molano se dejó contagiar por su vasto

conocimiento de música, arte y literatura; fue un gran apoyo, orientó sus lecturas e influyó en

su formación literaria. Siempre estuvo atento para que Fernando se formara como escritor y

descubriera la senda que lo llevaría a forjar su obra literaria. (22)

Por eso no sorprende que Molano haya dedicado Vista desde una acera “sobre todo, a David

[Jiménez] y a mi mamá” (2012, 13).11 Este testimonio es un reconocimiento a la impronta que

Jiménez dejó en Molano, en su educación literaria, pues él lo formó como lector profesional.

Es decir, lo orientó en las lecturas de clásicos y contemporáneos de la literatura “universal”,

de autores del canon occidental, para usar el término de Harold Bloom ([1994] 2012), en el co-

nocimiento de la teoría y la historia literarias y en la explicación del texto literario como

crítico.12 Sin duda, los mejores ejemplos publicados de sus capacidades críticas son la reseña

que Molano hizo de la novela El vuelo de la paloma del escritor colombiano Roberto Burgos

11
Del reconocimiento a la madre del escritor muchas cosas se podrían inferir: que el hijo y la madre
gozaron de una buena relación, basada, quizá, en el apoyo, el cariño y la comprensión; podría incluso
señalarse una conexión especial en dicha relación positiva, en la medida en que estuvo caracterizada
no por la resolución catastrófica que Freud veía en el Edipo, sino por una resolución positiva, un
Edipo-prima, tal y como lo plantea Kristeva ([1996] 2000) y al que, en su origen primitivo, Molano
le debería su revuelta íntima. Sin embargo, dado que no se cuentan con suficientes materiales
biográficos del autor que permitan demostrar extensamente esta intuición, no profundizaremos en
su explicación puntual en la vida del autor, pero sí se considerará como un aporte para interpelar el
análisis de su proyecto creador.
12
Bajo la dirección de Jiménez, en el año 2000, el Departamento de Literatura de la Universidad
Nacional de Colombia elaboró un documento de autoevaluación del programa de pregrado en
Estudios Literarios. Allí se consigan las tres competencias ideales de un profesional en esta
disciplina: “El conocimiento directo y la comprensión crítica de las obras literarias del canon
occidental; el conocimiento de la historia literaria, en especial de las literaturas colombiana e
hispanoamericana; [y] el conocimiento de las corrientes principales del pensamiento teórico y de la
crítica en el campo literario” (8). En nuestro concepto, estas serían las cualidades que, para Jiménez,
definirían lo que entendemos acá por lector profesional.

81
Cantor, titulada “Sutil intemporalidad macondiana” (Molano Vargas 1992), y el análisis ex-

cepcional del poema “Lippi, Angelico, Leonardo” del escritor cubano Eliseo Diego que apa-

rece en su novela Un beso de Dick. A ambos textos críticos nos referiremos más adelante.

Por ahora, queremos resaltar un hecho que podría ser visto como aislado, pero que da cuenta

de las habilidades profesionales que como lector tenía el autor de Vista desde una acera. Aún

sin haber terminado sus estudios universitarios, Molano fue asistente de investigación de

Jiménez en un proyecto sobre el modernismo en Colombia, que años después fue publicado

con el título Fin de siglo. Decadencia y modernidad —un trabajo de historia literaria publicado

por Colcultura que al poco tiempo se volvió de consulta obligada para los estudiosos de la

literatura y las ideas de esta época, junto con los de Rafael Gutiérrez Girardot, especialmente

Modernismo. Supuestos históricos y culturales (1983)—. En el último párrafo del “Prólogo”, Jimé-

nez (1994) registra un agradecimiento a Molano, “estudiante de literatura en la Universidad

Pedagógica Nacional por aquellos años, hoy novelista galardonado, [...] colaborador invalua-

ble en el acopio documental que precedió la elaboración de estos ensayos” (7). Esto es im-

portante porque Jiménez fue un profesor exigente en sus cursos y, por eso mismo, los

estudiantes que colaboraron en sus investigaciones fueron siempre los más destacados —es

más, hoy muchos de ellos son reconocidos por sus juiciosas y brillantes carreras en los cam-

pos de la crítica literaria, la enseñanza de la literatura y la creación literaria—. En este sen-

tido, que Jiménez le diera este trabajo y lo reconociera con gratitud son muestras de la

confianza que tenía el maestro en el juicio profesional de su alumno, pues la recopilación

documental de la investigación implicaba no solo habilidad propia de un archivista o biblio-

82
tecario, sino sobre todo la capacidad crítica de seleccionar textos fundamentales de los es-

critores colombianos de finales del siglo XIX que le permitieran a Jiménez sustentar sus hi-

pótesis sobre el modernismo en Colombia.

Además de Jiménez, otros profesores, sus lecturas personales y sus vivencias contribuyeron,

sin duda, a que Molano adquiriera un capital cultural destacado. Un buen ejemplo de este

capital puede hallarse en uno de los pasajes de Vista desde una acera dedicado a la convalecen-

cia del personaje de Adrián a causa del sida. Tras uno de sus ataques, aparece un médico que

le pregunta a Adrián cómo se siente y si le gusta la música clásica “con ese tonito pedante

escuchando lo que está sonando en la grabadora. Así son todos estos médicos arrogantes: les

parece una curiosidad que a un paciente de este hospital pueda gustarle esta clase de música”

(las itálicas son nuestras).13 A lo que Adrián contesta: “Me gusta La trucha” (Molano 2012,

199). Desconcertado, el médico le hace preguntas sobre el lugar y el día en el que se encuen-

tran y, alertado, le pregunta discretamente a Fernando, su amigo, “si Adrián ha tenido mues-

tras de incoherencias, de desvarío”. Fernando contesta negativamente y le pregunta por qué.

A lo que responde el médico: “Por eso de la trucha. Le pregunté si le gustaba la música clásica

y me respondió que le gustaba la trucha”. Fernando no evita sonreír y le explica que “La trucha

es el nombre de la pieza de Schubert que está sonando” (200).

En este pasaje queda claro cómo el conocimiento de la cultura de Occidente de los personajes

de Fernando y Adrián difiere bastante del que tiene el médico, de “alta clase”, pero ignorante,

“imbécil” y “ridículo”, según el narrador. Y citamos este ejemplo, porque nos interesa señalar

13
Resalto en cursivas la palabra este, pues el hospital en el que se encuentran es público y le presta
sus servicios a quienes no pueden pagar por una mejor atención en una clínica privada.

83
un parecido entre las condiciones de existencia de estos personajes y de Molano, en la me-

dida en que, como ellos, su trayectoria como autor demuestra que un alto capital cultural no

es, por regla, propio de las personas con alto capital económico, sino que puede hallarse en

personas provenientes de sectores pobres (esto no significa, obviamente, que la escena ci-

tada haya ocurrido en la vida de Molano como persona empírica). Sin embargo, el caso de

Molano (así como el de sus personajes) es una excepción a las reglas sociales, puesto que

rompe con todas las expectativas y prejuicios que se pueden tener de una persona prove-

niente de la clase trabajadora de un país pobre como Colombia; sobre todo, cuando, gracias

a la lectura, se convierte en un escritor de talante crítico, formado e inteligente, esto es, un

escritor en revuelta (Kristeva [1996] 2000, [1997] 2001; Pouliquen 2009).

Sin duda, ante una excepción como esta —o la de Jean Genet, “marginado”, desde su infan-

cia, hasta el punto de que tenía que robar y prostituirse para sobrevivir— resulta más senci-

llo, aunque no fácil, responder a la pregunta sobre cómo un niño o una niña —por ejemplo,

Jaime Gil de Biedma, poeta y diplomático español, o Simone de Beauvoir, escritora e intelec-

tual francesa—, a pesar de haber nacido en una familia conservadora, noble, aburguesada,

católica, de clase acomodada y no del todo inculta, se convierte en un poeta de izquierda,

provocador y crítico o en una “intelectual intrépida, libre y ardiente”, como la considera Dei-

dre Bair, la biógrafa de Beauvoir (citado en Pouliquen 2009, 13). Pero en el caso de Molano,

es necesario reconocer que la lectura, los estudios literarios y la escritura no vinieron por

añadidura ni de forma espontánea, como dice Londoño (2012), sino que, como ella misma se

corrige inmediatamente, le implicaron a Molano un arduo trabajo. Por eso, responder a la

pregunta de cómo Molano se convirtió en un escritor de talante crítico, contrario a la show-

culture (Kristeva [1996] 2000) y con una apuesta literaria distinta a la de los demás escritores

84
del campo literario colombiano, no es una tarea sencilla, pero intentaremos resolverla acá.

En todo caso, para hacerlo, debemos partir del hecho de que, como Gil de Biedma y Beauvoir,

Molano demostró una predisposición innata a la revuelta. Y la primera revuelta de Molano

es con su habitus.

La revuelta del habitus

Considerar los textos de Fernando Molano en el campo literario de la última década del siglo

XX en Colombia tiene varias implicaciones. En primer lugar, entender que en ese conjunto

de textos de Molano se puede observar objetivamente una toma de posición, es decir, la ma-

nera en la que se sitúa la escritura ante a la historia (Pouliquen 2018, 126), pues “el auténtico

creador […] tiene que proponer una axiología, un sistema de valores propio” (Diaconu 2013,

91); y, en segundo lugar, que su toma de posición no se corresponde con ninguna moral, sino

que parte de una ética particular.

La sociología del arte que propone Bourdieu acentúa el carácter particular de la toma de

posición de un escritor en un campo literario a partir de un modelo relacional, en el que se

estudian las dinámicas entre los escritores y el campo literario en el que participan con sus

proyectos creadores y sus distintas tomas de posición. En otras palabras, se trata de un

campo de fuerzas distintas, en movimiento, en el que se encuentran y repelen las distintas

valoraciones del mundo que los textos hacen circular. A la manera de una partida de naipes,

quienes participan en el campo apuestan con sus textos por un capital que les da poder sim-

bólico. Obviamente, no todos los participantes de este juego han ganado el mismo capital y,

por tanto, no todos tienen el mismo poder simbólico: hay en el campo tomas de posición

centrales, consolidadas y reputadas, sobre las que se establece la dinámica del juego y a las

85
que se oponen las posiciones de los pretendientes o debutantes que no han consolidado su

poder simbólico, pero que reconocen el poder de las posiciones centrales (aunque lo dispu-

ten). La existencia de un campo está condicionada por dos factores: la ilusión (illusio) de que

vale la pena entrar en el campo, pues se reconoce la importancia del poder simbólico que se

disputa allí, y el habitus que estructura objetivamente las prácticas de los escritores.

De acuerdo con Bourdieu ([1979] 1998), por habitus hay que entender las percepciones que

tienen los individuos del mundo, no como informaciones originales y particulares, sino como

el resultado de sus condiciones de existencia. En ese sentido, el habitus es un “conocimiento

adquirido” (Bourdieu 1997, 268) que, en su totalidad, forma un patrón, esto es, una manera

de describir las prácticas de una persona con base a sus percepciones. A propósito del habitus,

Bourdieu ([1980] 2007) enfatiza en el peso que las experiencias primitivas de los individuos

tienen, es decir, en la importancia de las condiciones de existencia dadas y que deberá com-

partir desde su nacimiento un individuo. Este peso particular es resultado, esencialmente,

del

hecho de que el habitus tiende a asegurar su propia constancia y su propia defensa contra el

cambio a través de la selección que él opera entre las informaciones nuevas, rechazando, en

caso de exposición fortuita o forzada, las informaciones capaces de cuestionar la información

acumulada y sobre todo favoreciendo la exposición a dichas informaciones. (Ibíd., 98-99)

En este sentido, el habitus de un individuo es un manto conservador que resguarda las expe-

riencias iniciales de un individuo y las conecta en el futuro con otras similares, para labrar

un camino particular, unas opciones sistemáticas y unas percepciones coherentes, que son

el resultado de la selección de informaciones afines a las experiencias primitivas. Como lo

86
señala la profesora rumana Diana Diaconu (2013), “en determinadas situaciones, algún ele-

mento del habitus puede actualizarse para engendrar una nueva apuesta” (92); es decir, el ha-

bitus puede reformarse si las condiciones de existencia varían, lo que implica, en el caso

particular de los escritores y artistas, la producción de textos en los que se modifica la toma

de posición original. Por ejemplo, la pintura del periodo tahitiano del franco-peruano Paul

Gauguin puede ser entendida como una apuesta distinta en el campo artístico francés, pues

presenta un cambio radical en el uso del color y las formas con relación a las que el pintor

desarrolló en sus inicios como artista, es decir, cuando sus técnicas eran más cercanas al

impresionismo. El cambio, la actualización de su apuesta le valió un mayor poder simbólico

y una posición central en el campo, a tal punto que las tomas de posición que posteriormente

fueron centrales, como las del español Pablo Picasso, tuvieron como referente su apuesta

tahitiana.

Cuando Fernando Molano debuta en el campo literario en Colombia, es decir, cuando pu-

blica su primera novela con la que gana el premio de la Cámara de Comercio de Medellín,

cuenta ya con suficientes conocimientos de la literatura y el cine y ha adquirido un acervo

cultural que le permite situarse en el campo literario; o sea, ya tiene un habitus que le permite

situar su producción con relación a otras que considera valiosas. Específicamente, reconoce

las tomas de posición que son centrales para él en la literatura colombiana en los años no-

venta: los proyectos creadores de García Márquez y Fernando Vallejo.

Pero Molano, a diferencia de un escritor como Héctor Abad Faciolince, que debutó al mismo

tiempo que él, desde su nacimiento no tenía las condiciones de existencia que suelen ser

consideradas como necesarias para proponer una apuesta literaria en el campo, pues su ha-

87
bitus original no tenía ninguna relación con la literatura colombiana, ya que venía de un en-

torno obrero en el que la educación, la lectura y la escritura solo eran importantes en la me-

dida en que permiten que el individuo medre, mejore su posición social, sobreviva

económicamente y se adapte a las reglas de producción de la sociedad capitalista. Que Mo-

lano se haya convertido en escritor con una toma de posición relevante en el campo literario

es el resultado de la revuelta de su propio habitus y de la creación de sus propias condiciones

de existencia, como lo veremos a continuación.

Pero antes, hay que señalar que la teoría de Bourdieu ha mostrado que “las probabilidades

objetivas inscritas en cada habitus, que reflejan los datos estadísticos, son vividas como posi-

bilidades subjetivas por los agentes sociales, como expectativas de éxito o fracaso si empren-

den esas acciones” (Martínez García 2017, 4). Según Martínez García, los individuos,

consciente o inconscientemente, saben que sus expectativas están fuertemente condiciona-

das por las probabilidades y posibilidades objetivas de sus habitus. Y aunque esto resulte

cierto en la teoría de Bourdieu, Martínez García reduce el alcance del habitus cuando señala,

por ejemplo, que

los hijos de los obreros se encuentran con más dificultades objetivas (la distancia entre la cul-

tura de la familia y la cultura escolar es mayor que para otras clases) de pasar satisfactoria-

mente por el sistema formal de educación, con lo que se plantean como poco probable llegar a

los estudios universitarios y ni siquiera diseñan un plan deliberado para alcanzarlos. (Ibíd.)

Hay otros factores importantes que permitirían plantear una hipótesis diferente sobre el he-

cho de que los hijos de los obreros consigan trabajos de clase obrera, como los que presenta

el sociólogo inglés Paul Willis en Aprendiendo a trabajar ([1977] 2017). De igual forma, habría

88
que considerar una explicación menos reduccionista con relación a quienes logran una edu-

cación formal y se convierten en profesionales —que llegan a ser incluso excepcionales,

como Fernando Molano—, más allá del hecho de que estos diseñen un plan consciente para

alcanzar determinados éxitos y evadir ciertos fracasos. Para explicar esto, tratamos de seguir

acá la sociología relacional que Bourdieu plantea, para demostrar que, para convertirse en

un escritor profesional, el habitus de Molano no solo tuvo que actualizarse, sino que se modi-

ficó de tal manera que, aunque sus condiciones económicas no variaron sustancialmente

desde su nacimiento, sus percepciones del mundo ya no eran iguales a las de su grupo social.

Para explicar esto, analicemos como un antecedente la propuesta de Willis ([1977] 2017).

Willis ([1977] 2017) hace un trabajo etnográfico con estudiantes hombres, de últimos grados

de secundaria en Londres, en el que reafirma en parte la hipótesis del filósofo francés Louis

Althusser, en lo que tiene que ver con la escuela como un aparato ideológico del Estado, con

la diferencia de que, según Willis, en la escuela, además se pueden gestar culturas contraes-

colares; esto es, movimientos contrahegemónicos que permiten reafirmar el carácter subal-

terno de la cultura obrera. Para hacer esto, Willis identifica dos subgrupos escolares de

estudiantes hombres: los earholes y los lads.

Los primeros son receptivos, cumplen al pie de la letra las reglas escolares, respetan la auto-

ridad del profesor y están conformes con la idea de que, al finalizar sus estudios, deben titu-

larse, intentar acceder a la educación universitaria o buscar un empleo en el que sean más

determinantes sus capacidades intelectuales que sus habilidades manuales. Los segundos

son estudiantes que en las tardes trabajan como obreros en las fábricas, que buscan diferen-

ciarse de la cultura escolar hegemónica, rompiendo las reglas de vestuario y teniendo diná-

micas de grupo excluyentes: rechazan a sus compañeros earholes, categoría en la que entran

89
los hombres “cobardes” y “afeminados”, denominados peyorativamente cissy, y hasta los hijos

de migrantes asiáticos, así como las mujeres, de quienes de muchas formas se aprovechan

(con todo esto, muestran su innegable pertenencia al patriarcado). Los lads, finalmente, jus-

tifican estas actitudes rebeldes porque consideran que es mejor el trabajo manual de las fá-

bricas, por ser, desde su perspectiva, más genuino con lo que ellos son: hijos de obreros. En

este grupo Willis centra prácticamente toda su atención, puesto que, en su concepto, a tra-

vés de sus actos de rebeldía y autoafirmación, los lads desarrollan una contracultura revolu-

cionaria con relación a las formas autoritarias y dominantes de la escuela, pero que

paradójicamente permite la reproducción de la sociedad socializada: los lads estudiados por

Willis terminan con trabajos de obreros o desempleados, pues, aunque tienen clara su con-

ciencia de clase, nunca inician una revuelta real (en el sentido que le da Kristeva en La revuelta

íntima, Sentido y sinsentido de la revuelta y El porvenir de la revuelta).

Creemos que Willis pone toda su atención en los lads no porque considere positivo este tipo

de identidad de clase, a todas luces ineficaz para una revuelta real, sino porque reafirma la

hipótesis sobre el carácter histórico del desarrollo individual que tenía Marx. Es decir que

así como los individuos “no pueden dominar sus propias relaciones sociales antes de haber-

las creado”, tampoco se puede concebir que ese nexo puramente material haya sido “creado na-

turalmente, inseparable de la naturaleza de la individualidad e inmanente a ella”, ya que “el

nexo es un producto de los individuos” y “pertenece a una determinada fase del desarrollo

de la individualidad”, como dice la cita de los Elementos fundamentales para la crítica de la economía

política de Marx (trabajo personal e inconcluso conocido ampliamente como los Grundrisse)

que abre como epígrafe el libro de Willis.

90
El fenómeno que observa Marx es evidente en la identidad de clase de los lads, puesto que, a

su manera (con todo y lo paradójica que esta resulte), estos saben que la dominación que

implica el capitalismo, evidente en su condición obrera, no es algo dado, algo puramente

natural, y por eso mismo más que medrar, esto es, mejorar sus propias condiciones sociales

y continuar con la reproducción de la sociedad, reafirman conscientemente su identidad

como hijos de la clase obrera. Es decir, desde su conciencia individual, los lads resisten al

nexo social a través de su contracultura escolar, ya que no se consideran ni víctimas ni en-

granajes del sistema, sino hijos de una clase que, en masa, podría aminorar la capitalización

del mundo e incluso iniciar una revolución. Por esta razón, Willis concluye que los lads re-

afirman el carácter histórico de su desarrollo individual a partir de su condición de hijos de

la clase obrera. Y por eso mismo, advierte que

se considera con demasiada frecuencia las aptitudes profesionales y educativas de los miem-

bros de la clase obrera desde un punto de vista reduccionista, como si los jóvenes obreros en

peor situación tuvieran que aceptar los peores trabajos sin ponerlos en cuestión, haciéndose el razona-

miento de que “admito que soy tan estúpido que es legítimo que me pase lo que me queda de

vida apretando los tornillos de las ruedas en una fábrica de automóviles”. (Wills [1977] 2017,

14; las itálicas son nuestras)

Todo lo contrario: la contracultura de los lads que estudia Willis no es el resultado de un

sentimiento trágico de determinación histórica, sino de la conciencia de clase de un grupo

social de muchachos obreros que se cuestionan por su situación. Para describir y explicar

esto, Willis responde a dos preguntas en su estudio: primero, ¿por qué a los hijos de la clase

media les permiten los demás (o sea, los hijos de la clase obrera) conseguir trabajos de clase

91
media?; y, segundo, ¿por qué los hijos de la clase obrera están de acuerdo con conseguir tra-

bajos de obreros? Su respuesta a ambos cuestionamientos es que existe una contracultura

escolar propia de ciertos hijos de obreros, que además son patriarcales, racistas y discrimi-

nadores, que agrupa a ciertos estudiantes que repudian el trabajo intelectual al que aspiran

sus compañeros earholes (hombres, hijos también de obreros, pero “débiles”, “cobardes”, “afe-

minados” o “pasivos”), porque los lads consideran que tal aspiración va contra su identidad

de clase y solo favorece la reproducción de la sociedad tal como esta se ha desarrollado en el

capitalismo.

En este sentido, no se puede negar que la contracultura escolar de los lads reacciona a los

problemas de un sistema educativo en el que, por un lado, quienes ejercen su tutela no eman-

cipan a los alumnos. En cambio, los castigan cuando van en contra del sistema al pensar de

forma propia, casi siempre, porque disfrutan de forma perversa de la corrección, conscientes

de que al castigar perpetúan el sistema, con el agravante de que no les importa.14 Y, por el

otro, porque el sistema educativo es, como ya se mencionaba arriba, un aparato ideológico

del Estado, que reprime el espíritu crítico y legitima la reproducción de las condiciones de

producción capitalista.

Si bien Aprendiendo a trabajar responde acertadamente a las preguntas que su autor se planteó,

habría que señalar lo que nos podría decir sobre un caso excepcional: un muchacho de la

clase obrera, homosexual (cissy, dirían los lads), sensible, que está interesado en el estudio y

que, en principio, podría tener las aspiraciones de los earholes. Sin embargo, ese muchacho

14
Esto es evocado claramente en la canción “Another Brick in the Wall”, escrita por Roger Waters,
de Pink Floyd, una banda británica de rock que la publicó en 1979, es decir, casi en el mismo mo-
mento en el que vivieron los lads estudiados por Willis.

92
tiene una fuerte identidad de clase, trabaja en las tardes como mecánico para subsistir y se

sabe contrario al sistema capitalista, como los lads. Ahora bien, este muchacho no solo com-

parte los rasgos de ambos grupos, sino que tiene otras características particulares que lo

diferencia de estos. Su interés en el estudio y, sobre todo, en la lectura no radica en el afán

de medrar, sino que es mucho más genuino y está dado por el gozo mismo que estas activi-

dades le provocan. De ahí, justamente, se puede explicar el porqué no terminó sus estudios

universitarios y se dedicó a leer y escribir. Para ese individuo, la lectura no es un medio, sino

un fin en sí mismo, una actividad autónoma que, como tal, le permitirá convertirse en un

escritor profesional, galardonado, con obras que serán admiradas tanto por el público aficio-

nado como por la crítica académica. Además, sin hacer proselitismo ni considerarse un aban-

derado de las luchas sociales, este individuo no es ni machista ni racista, pues no tiene

ningún inconveniente con la diferencia, a tal punto que se sabe del lado opuesto a la opresión

de la sociedad sobre los diferentes y los oprimidos. Es decir, un individuo así, cuya descrip-

ción no cabe ni en la categoría de lad ni en la de earhole, nos invita a pensar en una categoría

en la que confluyen una conciencia no alienada (esto es, un pensamiento crítico), la sensibi-

lidad femenil (no patriarcal) y capacidades intelectuales y habilidades fabriles sin entrar en

contradicción, como ocurre con Fernando Molano. Para considerar esto, hay que retomar un

par de ideas que aparecen implícitamente en el epígrafe que Willis cita de Max, pero en la

versión original, para hacerlas explícitas.

93
La creación de las condiciones de existencia

de un escritor en revuelta

Antes del pasaje citado de los Grundrisse que cita Willis, Marx ([1857] 2005) señala que la

existencia del dinero, como medio de cambio en el mercado, presupone la reificación del

nexo entre el individuo y el mundo (el nexo social), porque “los hombres depositan en la cosa

material (el dinero) la confianza que no están dispuestos a depositar en ellos mismos como

personas”, en la medida en que el dinero es una prenda de garantía social, pues los individuos

“han enajenado, bajo la forma de objeto, su relación social” (89). Pero Marx creía que la ena-

jenación del nexo social podría revertirse a través de la crisis que produce una contradicción

en el desarrollo del mercado: conforme se acrecienta la autonomización del mercado mun-

dial (en el que la actividad de cada individuo está encerrada) —con el desarrollo de las rela-

ciones monetarias (del valor de cambio)—, al mismo tiempo y contrario a la

autonomización, “la conexión y la dependencia de todos en la producción y en el consumo

se desarrollan a la par de la independencia y la indiferencia recíproca de los consumidores y

de los productores”. Por tanto, Marx pensaba que, al tiempo que la enajenación del nexo

social se desarrolla, aparece una manera de revertirse, pues el mercado obliga a que el indi-

viduo vuelva a abrirse, a conectarse con los demás; esto es, a restablecer su nexo social, pues

los productores y los consumidores, si bien conservan su carácter ajeno, de extraños, se ven

obligados a “informarse sobre el estado de la oferta y demanda generales” de los demás pro-

ductores y compradores.

Con lo anterior, Marx demuestra que los individuos “se enfrentan a su propio cambio y a su

propia producción como si se enfrentaran a una relación material, independiente de ellos”. En

94
esto, justamente, el autor de El Capital veía la “belleza y la grandeza” (89) del capitalismo,

pues, independientemente del saber y de la voluntad de los individuos, en este sistema de

producción reaparece el nexo social. Pero si bien esto le parecía muchísimo mejor que las

relaciones aisladas del vasallaje de la Edad Media, en las que todo quedaba encerrado en lo

local, sin ninguna posibilidad de universalidad, Marx estaba seguro de que el nexo social no

podía ser, de ninguna forma, puramente material. Para él, esto sería un absurdo. Y por eso,

Willis cita lo que nos interesa resaltar de su presupuesto teórico marxista:

El nexo es un producto de los individuos. Es un producto histórico. Pertenece a una determi-

nada fase del desarrollo de la individualidad. La ajenidad y la autonomía con que ese nexo

existe frente a los individuos demuestra solamente que estos aún están en vías de crear las condicio-

nes de su vida social en lugar de haberla iniciado a partir de dichas condiciones. […] Los individuos uni-

versalmente desarrollados [...] no son un producto de la naturaleza, sino de la historia. (Marx

citado en Willis [1977] 2017, 12; las itálicas son nuestras)

En el caso de Molano, nos interesa esta explicación sociológica, porque, a pesar de las cir-

cunstancias sociales en las que nació, creció y se educó, de lo que fue en principio su habitus,

el de su familia, es decir, aquello que estaba incorporado en él y que persiste en la mayoría

de sus hermanos —a quienes les costó mucho tiempo llegar a un acuerdo sobre la importan-

cia de reeditar los libros de su hermano, pues algunos los consideran problemáticos por sus

temas—, a pesar de todo esto, Molano creó las condiciones de su vida social a través de la lectura de

literatura, como una experiencia capaz de transgredir todos los aspectos de su vida. Además,

a través de la literatura, en el fantasma de Oliver-Lester, Molano descubrió que un beso entre

dos niños hombres no debía ser reprimido o censurado, sino que hacía parte de un gesto

afectuoso, sincero, real y que se correspondía con su propio deseo. Es decir que en la lectura

95
comprobó que aquello que la doxa considera normal es tan solo una opción entre la multipli-

cidad de experiencias posibles y, por tanto, que el amor y el deseo pueden darse de maneras

distintas e incluso puede ser cuestionado en su versión normalizada. Pero de esto, así como

del carácter crítico, subversivo, de su literatura para el orden social dado en Colombia, como

lo demuestra el sentido particular de su revuelta íntima, nos ocuparemos en los siguientes

capítulos.

Justamente, la categoría que permite caracterizar a Molano frente a los lads y los earholes es

la de la revuelta íntima: el camino “que encaran los realistas que ansían lo imposible”, aquellos

para los que “el cuestionamiento constituye el único pensamiento posible, indicio de una

vida simplemente viva” (Kristeva 1999, 9). Tal cuestionamiento conlleva a una rebelión que

ya no puede ser política, pues esta se “atasca en los compromisos entre partidos cuyas dife-

rencias se hacen cada vez menos nítidas” (ibíd., 14), sino que implica la revalorización de “la

experiencia sensible como antídoto para el raciocinio técnico” (ibíd., 15).

Kristeva recuerda en El tiempo sensible ([1994] 2005) que la experiencia es la “configuración sin-

gular por la cual accedemos a un goce”. Ya sea “en los límites del cuerpo, en el silencio o en los

excesos del sexo, entre el mundo y lo que yo puedo nombrar, la experiencia es esta dinámica

de amor y de odio que hace de mí una persona viva” o en “los confines de una fe […], la expe-

riencia es extrema”, pues “me abre a mí mismo, me empuja hacia el final, me hace salir de mí,

en ella por fin puedo encontrarme con los otros, y también perderme. Una chance” (257). Al

abordar En busca del tiempo perdido como una experiencia, en la que los lectores “por identifi-

cación perceptual y significante con el universo de la escritura […] padecemos la verdad”

(256), Kristeva subraya que ante la muerte de los valores y, por tanto, la muerte de la vida

96
psíquica en la que se encuentra la sociedad francesa de comienzos del siglo XX, Proust en-

cuentra un antídoto: el tiempo incorporado, esto es, cuando las palabras se hacen carne,

cuando decir es percibir (el dominio de lo semiótico), cuando lo sentido y lo dicho son iden-

tificables como una sola experiencia: los momentos perfectos, en los que el tiempo es des-

truido y que revisten de dicha y plenitud al protagonista y narrador de la novela. Tal

experiencia, descrita detalladamente por Pouliquen (2018, 41-47) y por la cual accedemos al

goce tanto los lectores como el escritor de En busca del tiempo perdido, es sin duda el resultado

de una revuelta, en la que se ponen en duda todas las leyes. Se trata de evitar la catástrofe

del Edipo, o sea, la castración simbólica, a través de la creencia de que el orden fálico-simbó-

lico es un orden ilusorio, principio de la teoría de la bisexualidad que plantea Kristeva. Aun-

que sobre esta creencia se ha profundizado en el capítulo anterior, hay que señalar que es

experimentada por

el sujeto (mujer u hombre) que no acepta la mentira de la realidad, ya que presiente que esta

aceptación significaría la renuncia a lo real y a la jouissance opta por buscar “el carácter doble y

relativo de adhesión y desadhesión al falo (al significante, al deseo), una experiencia del sen-

tido y de su gestación, del lenguaje y de su erosión, del ser y de su reserva”. (Pouliquen 2018,

123)

Es decir, un sujeto femenil, de madurez femenil, crítico, pero no escéptico, pues a través de

su revuelta ha podido acceder al goce, tal y como lo ha hecho Proust o el mismo Molano al

crear las condiciones de su vida social a través de la lectura de literatura y la transgresión de

su habitus. Por eso, en definitiva, por sencillas y comunes que parezcan, la escritura y la lec-

97
tura resultan ser los actos más revolucionarios en la vida de Molano, aquellos que le permi-

ten su revuelta íntima, a través de la creación de una experiencia que le permite expresar su

deseo que, a su vez, va contra las normas sociales, pues es un deseo homosexual.

La escritura: un acto de lectura

Como práctica personal e intelectual, la lectura le permitió a Molano, a su vez, una segunda

revuelta a través de la condición de escritor, como queda claro a continuación:

Recuerdo que al leer se producía en mí cierto encantamiento que me hacía como envidiar la

manera como otros podían expresar lo que sentían, lo que pensaban y lo que veían del mundo,

y yo sentía que quien escribía, de alguna manera, y estoy hablando de literatura, intentaba

comprender el mundo […]. Encontraba que había belleza en las palabras […]. Escribo porque leo.

(Molano citado en Niño, Ávila y Pinzón 1998, 111)

Por eso puede afirmarse que Molano concibió la escritura como acto de la lectura. Con esto

queremos decir, en primer lugar, que al igual que Gil de Biedma ([1983] 2010), Molano creía

que hacer literatura no es una actividad espontánea, sino que deriva precisamente “de ha-

berla leído. [...] Uno jamás hubiera escrito poemas si no hubiese leído poesía, si no hubiese

leído poemas” (1124, 1126). Y, por tanto, Molano creía, como Gil de Biedma, que “entre la

condición de lector [...] y la condición de escritor [...], [hay] bastantes afinidades” (ibíd.,

1126).

De igual forma, podría decirse, en segundo lugar, que escribir era, para Molano, un producto

de la ansiedad de la influencia, en el sentido que Rudas (2010) propone como punto de partida

para la teoría de Bloom ([1973] 1991), o sea, que “la escritura literaria es ante todo un acto de

98
lectura”. Más allá de las ideas de Bloom sobre las lecturas erradas o reinterpretaciones (mis-

readings) que hacen los escritores de algunos textos de la tradición literaria, de las reinter-

pretaciones que el mismo Bloom hace de las imágenes de la cábala y el psicoanálisis

freudiano para explicar “la lucha a muerte” entre el escritor y sus precursores, es decir, su

influencia, nos interesa resaltar que Bloom pone en el centro del problema la originalidad de

un escritor, su capacidad diferenciarse de sus antecesores y contemporáneos. Tal ruptura es

el resultado no de la ignorancia de la tradición literaria, sino de su profundo conocimiento

y, a su vez, de su habilidad para establecer todo tipo de relaciones con los textos que confor-

man dicha tradición: el efebo (el debutante, en términos de Bourdieu) puede sentir por su

precursor (el escritor canónico, reconocido por su posición en el campo) toda clase de sen-

timientos, del amor al odio, que serán puestos en forma en sus textos, con una apuesta par-

ticular. En definitiva, se trata de contestar a la siguiente pregunta: ¿cómo leyó determinado

escritor los textos de sus precursores a través de su propia escritura?

Una teoría de la lectura tal y como la proponen Bloom o Gil de Biedma (cercanas, pero no

idénticas) demuestra que la originalidad de un escritor no es fruto de su inspiración, sino de

su trabajo como lector, de su capacidad de interpretar y disentir, de crear a partir de sus

lecturas nuevas apuestas en el campo. Esto puede comprobarse en el trabajo de Molano

como autor, pues Molano “no fue un escritor inocente, sin formación y sin lecturas” (Jiménez

2012, 8). Y Jiménez no lo dice solo por haber sido su maestro y una de las personas que mejor

lo conoció en vida, sino sobre todo porque Un beso de Dick, Vista desde una acera y Todas mis cosas

en tus bolsillos dan cuenta de diversas relaciones con los textos de escritores como el estadou-

nidense J. D. Salinger o el colombiano Fernando Vallejo. Veamos, a continuación, a manera

de ejemplo, cómo sus lecturas de dos novelas de los escritores mencionados condicionaron

99
su escritura y le permitieron dar forma a una apuesta particular y novedosa en el campo

literario en Colombia.

La afinidad y la divergencia de El cazador oculto

y Un beso de Dick

Además de “robar cuatro o cinco frases” de El cazador oculto —la edición argentina de la no-

vela The Catcher in the Rye (1945)—, como le admite a Jiménez en una entrevista que le conce-

dió en 1993, Molano toma de Salinger el tono característico de sus textos: cercano, directo,

sincero, juvenil y libre de manierismos. Además, como Salinger, Molano privilegia el narra-

dor en primera persona y el uso del presente, así como el tema de la rebelde adolescencia.

Pero, sobre todo, Molano compone Un beso de Dick a partir de una fantasía que el narrador

protagonista de El cazador oculto, Holden Caulfield, le confiesa, en medio de su depresión, a

su pequeña hermana Phoebe, lo que le gustaría “de verdad ser si tuviera la puñetera oportu-

nidad de elegir” (Salinger [1945] 2010, 230):

Me imagino a muchos niños pequeños jugando en un gran campo de centeno y todo. Miles de

niños y nadie allí para cuidarlos, nadie grande, eso es, excepto yo. Y yo estoy al borde de un

profundo precipicio. Mi misión es agarrar a todo niño que vaya a caer en el precipicio. Quiero

decir, si algún niño echa a correr y no mira por dónde va, tengo que hacerme presente y aga-

rrarlo. Eso es lo que haría todo el día. Sería el encargado de agarrar a los niños en el centeno.

Sé que es una locura; pero es lo único que verdaderamente me gustaría ser. Reconozco que es

una locura. (Salinger citado por Sorrentino, 2002)

100
Esta fantasía es narrada justo antes de un momento crucial en la novela de Salinger, en el que

un antiguo y apreciado profesor de Lengua del protagonista le da posada en su casa y le dice

insistentemente que está por enfrentarse a una caída muy profunda, terrible:

Es el tipo de caída destinada a los hombres que en algún momento de su vida buscaron en su

entorno algo que este no podía proporcionarles. O que creyeron que su entorno no podría pro-

porcionárselo. Así que dejaron de buscar. Abandonaron la búsqueda antes de iniciarla siquiera.

(Salinger [1945] 2010, 248)

Preocupado a su manera por su antiguo alumno, pues imagina que morirá noblemente por

una causa totalmente indigna, el profesor anota en un papel una cita de Wilhelm Stekel, uno

de los primeros seguidores de Freud, que dice: “Lo que distingue al hombre inmaduro es que

aspira a morir notablemente por una causa, mientras que el hombre maduro aspira a vivir

humildemente por ella” (249). El profesor le pide que guarde el papel con la cita y luego lo

acomoda en su sofá para que pueda dormir. Pero la escena no termina ahí, pues el aire de

grandilocuencia e inteligencia es corroído por lo que el narrador considera una perversión:

el profesor, ebrio, acaricia la cabeza de su alumno que ya duerme, quien repentina y violen-

tamente despierta, temeroso por lo que pueda suceder después. Asustado, Holden se despide

y escapa despavorido de la casa de su profesor en la madrugada de una fría noche decembrina

de Nueva York hacia la estación de trenes, el único espacio público abierto en ese momento

en el que puede estar sin sentirse hostigado.

Los tres capítulos en los que trascurren estas acciones en la novela de Salinger revelan una

crisis de juventud, producto de la dominación que ejercen el colegio, los profesores y los

padres en las expectativas del protagonista. Justamente, el deseo más sincero que tiene el

101
protagonista puede ser interpretado como una representación de su situación actual: se en-

cuentra al borde del precipicio, de la caída que le anuncia su profesor de Lengua, en un

campo de centeno que podría representar la infancia, pero del que se aleja cada vez para caer

en el abismo de lo que implica la madurez viril, para decirlo con las palabras de Lukács. Y, sin

embargo, más que aferrarse al campo, su deseo último es cuidar a los niños, ser su guardián,

para evitarles su encuentro con el abismo. Que esta confesión sea hecha a su hermana menor,

a quien tanto quiere, que lo escucha y que lo ayuda, provoca en él un llanto conmovido y

ahogado y remite, sin duda, a la imagen del campo, en el que todavía ella se encuentra y en

cuyo borde él no dudaría en protegerla de la caída: en ser su guardián en el centeno.

Este pasaje de la novela de Salinger es relevante para Molano, pues coincide, en parte, con

una idea que señaló en la entrevista realizada por Jiménez a raíz de la publicación de Un beso

de Dick. En esta entrevista, Molano (1993) manifestaba que en su novela quedaba implícito

el impacto que producía en el adolescente salir del pequeño mundo feliz de la infancia para

afrontar la realidad concreta a la que se enfrenta un adulto; esto es, la obligación de subsistir

y cumplir con lo que espera la sociedad del niño cuando sea adulto. De ahí que Molano le

diga a Jiménez que, al componer la novela, pensaba en

la manera cómo la sociedad quiere atrapar a un niño y utilizarlo para sus fines de sobrevivencia

económica, la reproducción de la sociedad tal como está y cómo todo esto choca con las aspi-

raciones individuales de una persona [...] en el momento crítico en que se están descubriendo

todos estos conflictos.

De esto se percató Consuelo Pardo (2016) en su análisis de la infancia en la obra de Molano.

Allí, describe la adultez en las novelas de Molano como “un vigilante dentro de la esfera de

la infancia”, que “intenta despojar al niño de su inocencia y menosprecia la visión que tiene

102
de la realidad” (212). Pardo señala acertadamente que los protagonistas de Molano, adoles-

centes y jóvenes recién convertidos en adultos, deben resistir, “sin preguntas, el mundo como

está dado, con todas las injusticias que han sido naturalizadas y que se perpetúan en lo ‘tra-

dicional’; lo que arbitrariamente es designado como ‘lo correcto’” (212). Esto sucede porque,

ante el panorama de la sociedad socializada que plantea Molano en su conversación con Ji-

ménez, lo único que se espera del niño y el joven es que sea sumiso y entre en la dinámica de

la producción.

Sin duda, se trata del mismo problema que expone Salinger en su novela: las expectativas y

las aspiraciones que tiene el joven cuando se convierta en adulto y la angustia que le produce

que estas no se puedan cumplir; y, mucho peor todavía, que termine cayendo sin tocar fondo

en un abismo, separado eternamente del campo sereno de centeno, en el que los amantes se

conocen, como dice la canción que en la relectura de Salinger le da título a su novela: “If a

body meet a body / coming through the rye” (si un cuerpo se encuentra con un cuerpo /

cuando viene entre el centeno). También podría decirse que este es el mismo problema que

afrontan los jóvenes obreros que estudia Willis ([1977] 2017), en la medida en que, ante el

inevitable roce con la sociedad establecida, en su adolescencia, por un lado, los lads reaccio-

nan rebelde e infructuosamente a través de una contracultura y, por el otro, los earholes lo

hacen aceptando las reglas sociales. Es decir, que el problema tanto para el joven Holden

como para los lads y los earholes está dado por la necesidad de escoger entre morir notable-

mente por una causa o vivir humildemente por ella (la inmadurez o la madurez, de acuerdo

con la cita de Wilhelm Stekel). En Un beso de Dick si bien aparece este problema, su resolución

difiere radicalmente de la de El cazador oculto, a pesar de la devoción con la que Molano la

leyó.

103
Un beso de Dick narra en primera persona la historia de Felipe y Leonardo, unos protagonistas

adolescentes que descubren su homosexualidad y que se enamoran. Felipe, el narrador y

protagonista, relata también momentos dichosos de su juventud, como el disfrute que en-

cuentra en el sexo, el fútbol, la literatura, el cine, la música, el baile, el alcohol o el arte. Así

mismo, como contrapunto, esta novela plantea algunos roces suaves con el mundo que los

protagonistas deben sopesar, como los juicios de los padres y los profesores. Por eso, Jiménez

(1993) considera que se trata de una novela de formación y de educación sentimental, pues

estos muchachos descubren las demandas de la sociedad en la que se encuentran y, al

tiempo, hallan el amor. De acuerdo con esta explicación, se puede decir que sus vivencias

eróticas aparecen como una demostración de que es posible llegar a un encuentro con otro

ser humano y que ese amor es el sentimiento más noble y perfecto al que pueden aspirar,

pues es sincero y está acorde con su deseo.

La novela de Salinger muestra que la rebeldía de Holden es inútil, pues no permite lograr

nada efectivo ante el inexorable proceso de transición hacia la madurez viril: en el último

capítulo, Holden aparece recostado en el diván de un psicoanalista intentando prometerle

que será aplicado en el nuevo colegio al que irá el próximo año, a pesar de que días antes se

ha prometido no volver a casa y a ningún otro colegio. En cambio, el final de la novela de

Molano, como veremos en el siguiente capítulo, es ambivalente pues permite comprobar que

es posible seguir su resolución de ser feliz, a pesar de los múltiples escollos que le esperan a

Felipe, amando a su amigo Leonardo, jugando fútbol, escuchando las canciones de Mecano,

etc., en un movimiento de revuelta íntima; y, al tiempo, que la madurez que ha adquirido el

protagonista le permite tener un sabio escepticismo con relación a las ilusiones amorosas

104
que tenía al principio de la novela. De cualquier forma, la novela no termina con una conver-

sión abrupta del héroe en un héroe maduro virilmente que desconsoladamente deba ajus-

tarse a los parámetros de la sociedad renunciando a sus ideales (auque deba dudar, sin

embargo, de sus ilusiones juveniles). A propósito de esta resolución, Jiménez en su entrevista

con Molano (1993), señala que

es interesante que el personaje, con todo el problema que puede tener descubrir que es homo-

sexual, no es un personaje infeliz. Es más, me parece que ni se siente oprimido en la escuela,

[...] tiene problemas en la casa, pero no parece estar en un medio particularmente hostil, no

parece ser tampoco demasiado hostigado por sus compañeros. Es curioso eso.

A lo que Molano contesta:

Si usted ve, la novela siempre está narrada desde la interioridad de él [se refiere a Felipe, el

protagonista], es decir, nunca llega al punto de saber cómo está siendo visto el personaje y su

relación con su amigo desde el exterior. Y, precisamente, yo quería algo así, [...] es decir, para

alguien que es gay no es ningún conflicto ser gay, el conflicto es para los otros, los otros son los

que le problematizan su afectividad, su eroticidad —¿está bien dicha esa palabra?—, entonces

para él no es ningún conflicto ese asunto y no aparecen estos conflictos en el libro, pues están

vistos desde la interioridad de él. (Las itálicas son nuestras)

Esta parte de la conversación con Jiménez es sumamente importante para el tema de este

trabajo, pues permite dilucidar la presencia del encanto de la interioridad en la novela de

Molano. Por un lado, porque Molano es consciente de que la forma en la que ha compuesto

la novela privilegia el punto de vista interior del narrador protagonista y, por el otro, porque

en esta interioridad aparece el elemento decisivo de la toma de posición de Molano como

autor-creador en el campo y, a su vez, la apuesta que hace en él. Me refiero a la expresión de

105
su eroticidad, palabra que, aunque no aparece ni aparecerá nunca en el diccionario, es correcta

en las márgenes de este trabajo, pues de una forma muy particular resguarda el sentido del

proyecto creador de Molano al tiempo que lo diferencia de cualquier otro texto que encarne

la expresión del deseo.

En la interioridad del personaje de Felipe no hay lugar para una moral tradicional o conven-

cional que, como ley simbólica, sirva para juzgar como inadecuado su deseo por Leonardo,

sino que impera en ella una ética propia, individual y concreta regida por el deseo. Gracias a

este sistema de valores, Felipe, el narrador protagonista, puede ser homosexual y no sentirse

conflictuado, a pesar del mundanal ruido, de la convención de la moral o del peso de las ins-

tituciones. Por eso, será su eroticidad, como dice Molano, la que marque el signo distintivo

de su ética propia como autor-creador, es decir, su toma de posición, en el sentido de Bour-

dieu.

Por lo anterior, conectan perfectamente las ideas de Molano con las de Pouliquen (2018).

Para ambos, que la novela represente unos valores propios —hallados no de forma trascen-

dente, sino inmanente, en el deseo singular— que les permitan a sus héroes ser felices o, por

lo menos, no fracasar, sino emerger redimidos aunque sea por un instante, es, ante todo, un

signo propio del encanto. Pero tanto Molano como Pouliquen son conscientes de que el en-

canto no es inmune a la crisis, sino que está amenazado continuamente por el mundo, por

las fuerzas externas. Por eso, Molano dice que “si la historia hubiese continuado, [Felipe]

llegaría a tener el roce con el exterior”.

Como autor, Molano es consciente de que esa eroticidad engendrada en la interioridad de

sus personajes podría ser amenazada, por ejemplo, por los problemas que Vista desde una acera

106
pone sobre la mesa: la desidia de la sociedad ante quienes sufren, la precariedad de las con-

diciones de vida de estos jóvenes de familias de clase baja y, si llegaran Leonardo y Felipe a

contraer el sida como Fernando y Adrián, la presencia de la muerte prematura y, en sí, el

dolor que produce la enfermedad, por el desconocimiento de un tratamiento efectivo para

evitar el deterioro que causa el sida (recordemos que la anécdota de esta novela transcurre a

finales de la década del ochenta del siglo pasado). Y, sin embargo, Molano es consciente que

sus propias vivencias (como una persona particular) le confirman que “es perfectamente po-

sible” ser gay, encontrar el amor como homosexual y no sentirse conflictuado con eso, incluso

ante condiciones tan desfavorables como las que soportan los personajes de Vista desde una

acera. En definitiva, porque hay en su proyecto creador una confianza en la posibilidad del

encanto, de enamorarse, de ser feliz. Por eso, el sentido de la revuelta de Molano está dado

por el hecho de que, sin idealizar, el amor y el erotismo son el contrapeso de la reificación y

la enajenación que la sociedad establecida impone.

De esta forma, podría concluirse que, para Molano, El cazador oculto resultó ser una de sus

lecturas paradigmáticas, una de sus afinidades literarias únicas (como diría Bourdieu), y Sa-

linger, un precursor valioso (para decirlo a la manera de Bloom). Sin embargo, la resolución

que le da Molano a los conflictos adolescentes, presentes en la novela de Salinger así como

en El retrato del artista adolescente de Joyce, da cuenta de un nuevo tipo de novela, que no encaja

del todo con la forma de la novela de formación propuesta por Lukács (y a la que se refirió

Jiménez en la entrevista que le concedió Molano), sino que comparte su origen y desarrollo

con la novela del encanto de la interioridad. Es decir, no se trata del tipo de novela en la que

las experiencias de los protagonistas los llevan a convertirse en héroes virilmente maduros

107
o en sujetos que aún conscientes de sus conflictos y de sus ideales prefieren seguir sin cues-

tionar las leyes simbólicas del mundo que habitan con su renuncia al deseo o el amor. Se

trata, en cambio, de un tipo de novela en la que se aspira a una madurez femenil, sabia, ca-

racterizada no por la renuncia al deseo, no por las consecuencias de la catástrofe del Edipo,

sino por el goce, por la posibilidad de la revuelta a través de la eroticidad. Justamente, porque

Molano consideraba, por un lado, que la eroticidad de sus personajes les permitía tener con-

fianza en valores auténticos como el amor y, por el otro, que el arte era un medio de resisten-

cia ante la alienación del ser humano en el mundo actual, como se verá en el siguiente

capítulo, dedicado a Un beso de Dick.

El rechazo a la militancia gay de El fuego secreto

Desde su publicación, Un beso de Dick ha sido leída como una novela de la literatura gay y queer

en Colombia y a Fernando Molano se le considera un representante notorio de esta litera-

tura, justamente por poner en sus textos los conflictos de personajes homosexuales.15 Tal

clasificación no es gratuita y tiene que ver con las condiciones en las que se publicó su pri-

mera novela y, obviamente, con su tema. Recién apareció, cuenta el escritor colombiano Héc-

tor Abad Faciolince ([1998] 2011), “Un beso de Dick circuló muy poco, porque la Cámara de

Comercio debía enviar muchos ejemplares de cortesía a muchos mercachifles (algunos se

15
Un ejemplo de estas lecturas centradas en la temática homosexual son los trabajos de Daniel Bal-
derston, especialmente Los caminos del afecto (2015) y Baladas de la loca alegría: literatura queer en Colombia
(2007), en los que establece una tradición literaria queer. No es mi interés debatir acá la pertinencia
de este tipo de aproximaciones, sobre todo porque reconozco en los trabajos de Balderston dedicados
a los textos de Molano o a las notas de El beso de la mujer araña de Manuel Puig, para poner otro ejemplo,
un trabajo juicioso que presenta hipótesis y conclusiones válidas. Sin embargo, en este trabajo me
acojo a la definición de literatura que el mismo Molano expresa y que es contraria a la literatura
comprometida con las luchas, respetables y necesarias, del movimiento LGBTI.

108
escandalizaron con el premio, y hasta enviaron rigurosas cartas de protesta por las ‘vulgari-

dades’ del libro)” (9). Además, los organizadores del concurso, por única vez, en las catorce

versiones que se han celebrado hasta hoy, hicieron que la novela de Molano compartiera el

primer lugar con Polvo eres, una novela de Sigifredo Betancur Mesa, porque “algunos miem-

bros de la Cámara de Comercio de Medellín pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron

que el jurado iba a ‘premiar a un marica’ y, por arte de magia, hubo una segunda novela ga-

nadora” (Patiño 2009).

Este encasillamiento en el tema de la novela no solo es recurrente entre los detractores de la

novela, sino también en los lectores de Molano, que convirtieron a Un beso de Dick en “un

objeto de culto”, como dice Abad Faciolince ([1998] 2011, 9), por la temática homosexual, el

lenguaje coloquial y la narración sin manierismos de la novela. Además, que la novela estu-

viera escrita de una forma tan accesible para cualquier lector, por su expresión testimonial

y alejada de lo que la doxa considera “lo literario” (formas artificiales, muy elaboradas, de

difícil entendimiento, etc.), contribuyó a su culto entre sectores amplios y populares. Con

relación a su temática homosexual, la reseña de Un beso de Dick hecha por el editor y profesor

colombiano Camilo Jiménez (200) insiste en cómo este tema modifica la experiencia de lec-

tura:

A pesar de que la atraviesa el día a día tan bien pintado de un adolescente corriente, esta novela

está concentrada con terquedad en el amor de Felipe y Leonardo. Se pregunta uno: y si estu-

viera enfocada con la misma intensidad en un cataclismo de amor semejante, pero heterose-

xual, ¿nos mantendría tan pegados a sus páginas? ¿Nos conmovería igual? ¿Habrá que hablar,

entonces y contra la voluntad, de una “literatura homosexual” u “homoerótica”?

109
Las preguntas que formula Camilo Jiménez son acertadas si se considera que la novela pro-

duce el mismo efecto de atención sincera y sostenida en cualquier lector, sin importar su

género u orientación sexual. Sin embargo, este efecto no es el resultado del tema que trata

Molano, el amor homosexual, ni de la manera cómo lo narra, sino de lo que considero su

apuesta estética: la expresión del deseo a través de una escritura cuya toma de posición se

caracteriza por la eroticidad. Obviamente otras novelas producen en el lector esta atención

sostenida, a partir, por supuesto, de su expresión del deseo, como lo hace, por ejemplo La

edad de la inocencia de Edith Wharton (1920). En esta novela también serán las vicisitudes de

una relación amorosa, pero en una suerte de triángulo amoroso, entre May Welland, Ne-

wland Archer y Ellen Olenska, las que mantendrán a los lectores “pegados a sus páginas”,

como dice Camilo Jiménez. Tal fue su recepción que, a comienzos del siglo XX, Wharton fue

la primera mujer en ganar el Premio Pulitzer de Ficción (1921) con esta novela. Además, se

han hecho distintas adaptaciones para televisión y cine que confirman la popularidad y el

placer que ha producido la historia relatada en la novela en todo tipo de públicos. Dado que

sobre esta novela Pouliquen se referirá de forma extensa y explícita, en un segundo volumen

de La novela del encanto de la interioridad, no es nuestro interés profundizar en este análisis en

ella. Sin embargo, que ambas novelas, la de Wharton y la de Molano, sean capaces de seducir

de esta forma a su lector da cuenta no de la importancia de los temas (las relaciones hetero-

sexuales u homosexuales), sino del carácter central de la expresión del deseo, de la erotici-

dad. Para decirlo en los términos del esteta ruso Mijaíl Bajtín, nos referimos a la síntesis de

la forma composicional y la forma arquitectónica en la novela, que intentaremos señalar en el ca-

pítulo siguiente. Por ahora, basta decir que la eroticidad a la que se refirió Molano en su

entrevista con David Jiménez en 1993 estructura su proyecto creador en la medida en que,

110
con este término, agrupa unos valores, una axiología, que dotan de un sentido total y cohe-

rente a sus textos. Sin embargo, no siempre esta eroticidad es tenida en cuenta por los lec-

tores; incluso, algunos piensan que el logro de la novela de Molano consiste en poner en

escena un argumento homosexual a través de una narración sencilla y accesible.

En la entrevista citada que le concedió Molano a David Jiménez, cuando este le pregunta

sobre los antecedentes de novelas con temática homosexual en Colombia, aquel menciona

Te quiero mucho, poquito, nada, una novela de Félix Ángel, las novelas de Fernando Vallejo, es-

pecíficamente El fuego secreto, y los poemas de Raúl Gómez Jattin. Y más que subrayar los

parentescos con estos referentes, Molano identifica una diferencia específica:

Al leerlas sentí algo que no me gustó. […] Eran unas novelas que trataban en una especie de

militancia lo gay. Esa idea me parece estúpida. […] nunca he pensado militar en una causa en

favor de los gays. A lo que aspiro es a vivir mi vida, […] es decir, no deseo convencer a alguien

de asumir un tipo de vida, un tipo de amor, semejante al que yo vivo.

De esta forma Molano (1993) declara, como escritor, que es un error “pensar que un relato,

porque habla de un amor homosexual, deba fundar un género en específico de novela. Yo

más bien pienso que existe una tradición de novelas que tratan de amor. […] Me parece in-

trascendente que sea un amor homosexual o heterosexual”. Por esto, al inscribir sus textos

en la tradición amorosa, Molano declara que su objetivo como escritor no consiste en com-

poner novelas que sirvan de panfletos o manifiestos de las luchas del movimiento LGBTI,

sino en elaborar textos autónomos que expresan el deseo y el amor, como experiencias in-

trínsecas de la condición humana que él mismo ha vivido. Obviamente, más que descon-

fianza o rechazo por las causas y las luchas de estos movimientos sociales, Molano

manifestaba su compromiso con la tradición de la novela moderna en Occidente, es decir,

111
con la representación de la existencia del ser humano, en la medida en que “el hombre indi-

vidual captado en su dificultad de habitar el mundo” es el objeto secular de los intereses del

género novelesco (Pavel 2005, 44). Y, por eso mismo, el amor de un muchacho por otro, pro-

blema central de las novelas de Molano, les plantea a sus personajes ciertas dificultades par-

ticulares, pero que no son más o menos especiales que las que tengan otros personajes

novelescos (homosexuales o no) con relación a las problemáticas a las que se ven abocados

(por ejemplo, en La edad de la inocencia, el encuentro entre los personajes de Newland y Ellen

quedará postergado para siempre por el compromiso social de aquel con May).

Con relación a la crítica de Molano al carácter militante de los textos de Félix Ángel, Fer-

nando Vallejo y Raúl Gómez Jattin, queremos aprovechar este momento para relacionar el

proyecto creador de Vallejo con el de Molano, puesto que en ambos hay dos novelas cuya

publicación es relativamente cercana (El fuego secreto de 1985 y Un beso de Dick de 1992). El

criterio para relacionar ambas novelas no puede ser el tema, desestimado tanto por Molano

como por Vallejo, aunque en ambas puede parecer que de lo que se trata es de narrar las

experiencias homosexuales de dos muchachos en formación, en tránsito hacia la adultez.

Siguiendo los “criterios esenciales para el análisis relacional de las novelas”, que Pouliquen

(2011) propuso para “definir (dentro del campo de la novela colombiana en la última década

del siglo XX) un campo construido” (35), consideramos acá, primero, el tipo de novela que

desarrollaron Molano y Vallejo; segundo, el tipo de realismo que ambos autores ponen en

forma en sus novelas; y, tercero, la resolución al conflicto que cada novela presenta.

Ambas novelas no siguen al pie de la letra el estatuto de ficción, puesto que, como diría Ed-

mond de Goncourt, matan lo novelesco para acercarse a la novela pura (Pouliquen 2011). Por

esta razón, los lectores suelen confundir las anécdotas que se narran en los textos de Molano

112
y Vallejo muchas veces con la narración testimonial, verificable en el discurso histórico, sin

percatarse de que estas anécdotas hacen parte de una autoficción. Los textos autoficcionales

pueden ser entendidos como un género autónomo o como una tipología de la novela, tal y

como lo señala la profesora rumana Diana Diaconu en su libro sobre Fernando Vallejo y la au-

toficción. Coordenadas de un nuevo género narrativo (2013). En el centro de la problemática teórica

de la autoficción, Diaconu subraya el carácter ambivalente de este tipo de textos que pro-

blematizan “los límites entre ficción y la realidad” (33). En este sentido, a Diaconu, que sigue

a Manuel Alberca (2007), le interesa resaltar que la autoficción plantea una equidistancia

simétrica con relación a los pactos narrativos de la novela y la autobiografía, pues entre am-

bos existe una tensión de intensidad máxima que no se resuelve y que, por tanto, implica

una lectura ambivalente (49). Por esta razón, como bien señala la profesora rumana, la au-

toficción puede ser considerada un género en revuelta, pues plantea una crítica a la repre-

sentación mimética del realismo, apoyada en el rasero doble de su discurso que es, a un

mismo tiempo, ficcional y factual. Ahora bien, creemos, como Diaconu, en que los textos de

Vallejo son autoficciones y, apoyados en su propuesta teórica, consideramos, además, que

los de Molano tienen la misma particularidad tipológica.

Algunos lectores no se percatan de este pacto ambivalente en los textos autoficcionales, por

lo que no resulta extraño que algunos vean tanto en los textos de Molano como en los de

Vallejo una plasmación exacta de sus vivencias como personas concretas, sin preguntarse

por los límites de los discursos ficcional y factual en las anécdotas narradas. En su libro,

Diaconu (2013) muestra muchas de esas lecturas crédulas en su explicación de las novelas

113
de Vallejo.16 Para el caso de Molano, sorprende, tan solo por nombrar un ejemplo, un artículo

reciente de Fátima Vélez (2016) publicado por el magazín en línea Vice, en el que afirma que

Molano tuvo un impulso por combatir la inequidad del país que “lo llevó no a escribir lite-

ratura, sino a enlistarse en las células urbanas de las FARC [Fuerzas Armadas Revoluciona-

rias de Colombia-Ejército del Pueblo]”. No es nuestro propósito desmentir o corroborar esta

afirmación, pero sí podemos intuir que, a falta de un documento o un testimonio histórico,

Vélez basa su afirmación en un pasaje de Vista desde una acera, en donde el protagonista dice

que colaboró con una guerrilla de izquierda, pero a la que no identifica nunca como las

FARC-EP, lo que en nuestro concepto es una lectura ingenua, caracterizada por la homolo-

gación acrítica de la vida de un personaje y la de su autor como persona empírica.

A propósito de esta identificación del narrador protagonista con el autor real, veamos las

palabras iniciales de Molano (1992) en su reseña de la novela El vuelo de la paloma de Burgos

Cantor:

Hace algunos años, en Bogotá, en una rueda de prensa ofrecida por Mario Vargas Llosa a pro-

pósito de la publicación de Historia de Mayta, con la mejor buena fe una periodista le hizo al

escritor una pregunta que ya no recuerdo, pero que empezaba diciendo: “En La ciudad y los perros

usted dice que…”. La respuesta, que recuerdo mucho menos, estuvo precedida por una especie

de disertación-regaño en la que Vargas Llosa señalaba el imperdonable error de confundir al

autor con el narrador. “El primer personaje que un escritor ha de inventar al escribir una novela

—decía— es el narrador”. Cosa, ciertamente, ya sabida y anotada por otros: “Quien habla (en

16
Es curioso que todavía hoy sea común que, en las presentaciones de libros o conferencias de Va-
llejo, algunos asistentes le pregunten sobre “sus relaciones con los sicarios” o que le achaquen a él
las críticas furibundas y violentas que el personaje de Fernando tiene con relación, por ejemplo, a
las mujeres que son madres.

114
el relato) no es quien escribe (en la vida)”, dice una conocida frase de Roland Barthes. (130-

131)

Aunque Un beso de Dick, Vista desde una acera y Todas mis cosas en tus bolsillos tengan un tono y

una narración muy cercana al testimonio, a tal punto que las anécdotas que narran pueden

ser malentendidas como una confesión, Molano sabía perfectamente que en todos estos tex-

tos no era él, como persona civil, quien hablaba, sino un personaje que, si seguimos el plan-

teamiento de Diaconu (2013) no es de carácter empírico, sino textual: el autor-creador, en el

sentido que le da Bajtín en su texto sobre el “Autor y personaje en la actividad estética”. Es

decir, “una conciencia superior que permea y organiza el universo ficticio”, de carácter in-

tratextual; una “especie de autor empírico en estado de gracia, directamente relacionado con

la forma arquitectónica de la obra, a través de la cual a menudo se expresa sutilmente su voz”

(ibíd., 65-66). En ese mismo sentido, Molano explica en su reseña que

en literatura, el autor […] no importa; es un sujeto trivial.[…] Pero puestos a leer una novela

suya […] nos importa aún menos el narrador en su papel de personaje ficticio cuya función es

comunicar el relato. Lo que al leer, quizá, realmente nos interesa, y no porque la busquemos,

sino porque ella sencillamente nos llama, es la porción de conciencia, de humanidad, que el

primero va dejando en la voz del segundo mientras escribe. […] solo algún instante del uno

podrá sobrevivir en el otro, en alguna página válida que escriba; instante que al leerla quizá

venga a nuestro encuentro y nos salude. Igual, existe en cada novela “válida” la voz de una

conciencia, que no es la de la persona civil del autor, sino la de ese otro que él es mientras

escribe; […] es una conciencia que existe allí, en el relato; que percibimos como humana, y en

ella nos reconocemos. Pues la novela, en tanto que es una forma de la poesía (como, por su

parte, el poema), no es menos que la voz de un hombre que indaga acerca del sentido de lo

humano, de lo que le es esencial en este accidente que es la vida. (Molano 1992, 131)

115
Precisamente, en la anterior explicación, el planteamiento de Molano coincide con el de Dia-

conu sobre el autor-creador, pues la conciencia humana a la que se refiere Molano, que so-

brevive más allá del autor empírico es un ser axiológico que en una distancia objetiva dota

al relato de un carácter coherente y total, de una valoración del mundo. Esta valoración, para

Molano, como dice el final de la cita anterior, es una indagación de la condición humana

(como diría el escritor francés André Malraux), de su sentido esencial, más allá de las viven-

cias triviales del autor empírico. Por eso, repitámoslo, el texto de la novela como autoficción

no narra de ninguna manera las vivencias de sus autores, sino la puesta en forma de la axio-

logía del autor-creador. Por todo esto, resulta válido concluir, en este primer momento de la

comparación, que las novelas de Vallejo y Molano son autoficciones.

Ahora bien, con relación al tipo de realismo que aparece en los textos de Vallejo y Molano,

vale la pena ver de cerca las anécdotas y algunos ejemplos de las novelas que comparamos.

En El fuego secreto, Fernando, el narrador protagonista, aparece siempre en dos temporalida-

des: como personaje en el pasado recordado por el narrador maduro y como narrador perso-

naje, en el presente en el que este narra. En estas dos temporalidades, el narrador relata

algunos sucesos de su infancia, caracterizada por “la plenitud, la felicidad y la magia de la

vida en la finca Santa Anita de los abuelos”; es decir, por un orden premoderno (Pouliquen

2011, 27) que es evocado de forma romántica. Pero la novela no se centra en este orden pre-

moderno, pues en ella se rememoran las experiencias juveniles de Fernando, especialmente

las que tienen que ver con su homosexualidad, entre los cafés, bares y calles sobre todo de

Medellín, pero también de Bogotá. Es notoria la presencia del bolero en sus evocaciones,

pues suele sonar en los traganíqueles que se encuentran en los cafés y bares. Muchas de las

116
letras de boleros que aparecen citadas en la novela dan cuenta del amor, de su carácter efí-

mero, así como del reclamo que suele hacer el amante al ser amado por no corresponderle,

por dejarlo u escoger a otro. Pero en lugar de que la novela esté concentrada en un solo ser

amado, lo que se narra siempre son las distintas experiencias sexuales del protagonista, el

afán de conseguir cada día un nuevo cuerpo con el cual gozar sin límites.

La expresión de este deseo en la novela de Vallejo, sin embargo, no apunta solo hacia el goce

sexual del personaje de Fernando, sino que está relacionada inevitablemente con la muerte.

Los recuerdos de los demás visitantes del Café Miami, del Gusano de Luz o del Arlequín, de

los amigos de Fernando, homosexuales también (aunque también por disentir, por ser po-

bres o ricos), están marcados por sus muertes violentas: “Jesús Lopera, Jesús Restrepo, Er-

nesto Isaza, Luis Cortés, Jaime Ocampo, Fabio Moreno, mis amigos, los mataron… Colombia

asesina los mató” (Vallejo [1985] 2008, 25). Y es en este punto en el que el narrador pone en

el centro la cuestión del gozo y la felicidad: “Colombia no soporta la ajena dicha: un Stude-

baker viejo y unos muchachos contentos son demasiado para su envidia: doble insulto con

escupitajo a la cara. ¡Pobre país de insania que camina a pie limpio, amargado, desarrapado,

con un puñal escondido, hacia la vejez” (ibíd., 65).

Las experiencias homosexuales de Fernando y de sus amigos en la novela de Vallejo implican

una trasgresión de la norma social. Por eso, las mujeres miran de reojo lo que sucede en los

bares donde se reúnen “secretamente” los homosexuales, esperando no encontrar a sus es-

posos o a sus hijos; y quienes realizan estas prácticas son perseguidos, golpeados y ultrajados

hasta la muerte por la policía, por los padres de los muchachos que seducen y por todo aquel

que no comparta su dicha. Un ejemplo de esta persecución es el encuentro de Marta la Pe-

luda, con su hijo Javier y Fernando. Cuando estos dos últimos tienen relaciones sexuales en

117
un cuarto del Gusano de Luz, Marta, que se dedicaba a la prostitución, al encontrarlos reto-

zando, “energúmena, enfurecida, acuchillando al aire, despanzurrando al aire, con voz de

trueno, dijo: –¿Con lo puta y verraca que he sido toda la vida, y con lo que me han gustado

los hombres pa que me venga a salir un hijo marica!” (ibíd., 85). Y mientras Marta dice esto,

empuña un cuchillo con el que tiene la intención de asesinar a Fernando y a Javier, su propio

hijo, lo que no ocurre, porque, en medio de tal acontecimiento, la tierra empieza a temblar y

se devora a Marta y a Javier. Este ejemplo da cuenta de la ley simbólica, cultural, descrita por

Freud, que obliga a los hombres a que eviten el goce, y, en caso de que ocurra, a que el padre

(o quien haga sus veces) los castigue con la muerte por no ajustarse al principio de placer.

Además, en la novela de Vallejo, el personaje de Marta permite comprobar el hiperrealismo

característico de sus textos: la figura de la madre es el resultado de una exageración y una

contradicción: Marta goza del sexo (“con lo que me han gustado los hombres”) y lo ha con-

vertido, parece, voluntariamente en su medio de subsistencia, y al tiempo es “más papista

que el papa”, sumamente patriarcal, y demanda un castigo definitivo para su propio hijo por

disfrutar y hallar la dicha en el goce sexual, un castigo que ella misma se propone ejecutar

con un cuchillo, es decir, de la forma más dolorosa y sangrienta posible. Vallejo expresa con

la figura de esta madre colérica y sangrienta una crítica coherente y certera: envidiosa de la

dicha ajena, represiva de las voluntades individuales, pacata con el disfrute sexual y apegada

a la norma hipócrita, la idiosincrasia colombiana dictamina que quien disfrute sin medida

debe hacerlo en secreto, para no merecer un castigo ejemplar; pero quien lo haga como Fer-

nando y Javier, a ojos de todo el mundo, merecerá la muerte a manos de sus progenitores o

quien se considere con derecho a hacerlo (la Iglesia, las instituciones policiales, etc.). En la

representación pasional y vehemente de la madre filicida se encuentra, por tanto, el espíritu

118
hipercrítico de Vallejo, con el que acertadamente, primero, Abad Faciolince (2001) y, luego,

de manera más precisa y extensa, Diaconu (2013) han caracterizado el realismo de sus tex-

tos.

Es importante señalar que en la expresión hipercrítica de Vallejo, por lo menos en El fuego

secreto, no hay cabida para el eros. Su mirada escéptica, su valoración desencantada del

mundo se hace patente al final de la novela. El lector inocente puede pensar por un momento

que el fuego secreto es una imagen del novelista antioqueño para evocar el deseo o el amor

homosexual. Craso error. Al final de la novela, se lamenta el narrador por no poder decir más:

“Después volví a Medellín y en el Miami conocí a Jesús Lopera. Hubiera querido consignar

aquí, tal cual fueron, ese hervidero de momentos que con él viví… La vida está llena de con-

dicionales. He dado cuenta, si acaso, de lo que dijo el doctor: un mísero uno por ciento” (234).

Al inicio de la novela, el narrador confiesa que escribe para recordarlo a él (9), a Jesús Lopera,

compañero de viajes por la calle Junín, donde “pescaban sardinas”, o sea, jóvenes adolescen-

tes casi niños, que “se burló a su antojo de medio Medellín y con el otro medio se acostó”

(10). Pero al final, reconoce que es imposible recordar a su amigo y que, por tanto, no se

puede narrar. De acuerdo con el narrador, en el Café Miami, con Jesús Lopera, Fernando pasó

su última noche de juventud. A raíz de un apagón, el dueño del café pasó mesa por mesa

encendiendo candiles de petróleo y en ese momento, mientras se levanta Fernando para mar-

charse, se vuelca el candil de su mesa y un reguero de petróleo, de llamas, se extiende por el

piso y las paredes del café lo que provoca un incendio:

Del Miami al Metropol, y saltando por sobre el pavimento de la calle se apoderó del Salón

Versalles y la acera de enfrente. Poco después ardía, espléndido, Junín, y con Junín el centro.

Por cuadras y cuadras iba dando cuenta el fuego de todas esas viejas construcciones de tapia

119
y bahareque de otros tiempos, de otros dueños, limpiándolas de recuerdos. El fuego purifica-

dor que todo lo borra, que todo lo iguala. (235).

El fuego secreto es la imagen con la que Vallejo representa el tiempo perdido, el tiempo que

se ha ido para siempre, con el que se consume la Medellín de la infancia de su personaje

Fernando, por la cual solo se puede sentir nostalgia, pues está irremediablemente perdida. Y

con ella, los últimos anhelos de su juventud, las últimas esperanzas en un mundo que, desde

su axiología no las merece, en la Colombia asesina que Vallejo devela y sobre la que insiste

en cada una de sus novelas. El fuego secreto, como una energía destructiva y poderosa, es el

signo perfecto del escepticismo.

Con relación al tipo de realismo de las novelas de Molano, es necesario señalar que la mirada

de sus narradores siempre resulta muy personal o íntima. Abad Faciolince (2011) cita en su

posfacio a Vista desde una acera una apreciación de David Jiménez que puede guiar nuestra

aproximación al narrador: “Molano no quería escribir como un literato; para él lo importante

era lo vivido, lo confesional, y de ahí que haya escogido ese tono coloquial, alejado de ‘lo

literario’, para escribir sus novelas” (256). Justamente, el realismo de los textos de Molano

se caracteriza por revelar las particularidades de la intimidad de sus narradorres protago-

nistas, en una especie de “confesión”. En este sentido, el narrador de las novelas de Molano,

como diría Adorno ([1974] 2003), renuncia al tipo realismo que, “al reproducir la fachada[,] no

hace sino ponerse al servicio de lo que de engañoso tiene” la realidad (44), es decir, que solo se preo-

cupa porque de su contenido emane “la sugestión de lo real” (42). Por eso, según la evalua-

ción de Adorno, en el tipo de novela que produce Molano, la posición del narrador socava “el

precepto épico de la objetualidad” (ibíd.), lo que Roland Barthes ([1968] 1972) llama el efecto

de realidad.

120
Esto es posible gracias al subjetivismo imperante con que el narrador de los textos de Mo-

lano evalúa la anécdota que debe contar. No se trata de que el narrador se niegue producir

lo verosímil a través de los detalles nimios (las catálisis o lujos a los que se refiere Barthes),

sino a que estos detalles solos ya no le permiten dar cuenta de lo real, pues reproducen “la

mentira de la representación” al emular la realidad en una especie de fachada (ibíd., 46). Por

eso, el realismo de Molano está comprometido con mostrar las reflexiones subjetivas del na-

rrador protagonista, pues allí se focaliza la acción de gran parte de sus textos. En el caso

específico de Un beso de Dick, al ser su narrador protagonista un ser inmaduro y juvenil, todo

el tiempo sus reflexiones son atravesadas por la duda; pero no una duda cartesiana, metó-

dica, capaz de aislar las hipótesis demostrables de las informaciones falsas, sino por la duda

producto de su inexperiencia e ingenuidad. Este carácter cándido de la narración le permite

al narrador de la novela desde el principio estar abierto a la posibilidad del encanto, del amor

o el erotismo. De ahí que si bien encuentra distintos obstáculos y problemas, hay en su valo-

ración una duda positiva que le permite cuestionar el sentido catastrófico de la condición

humana, incluso ante resoluciones en las que, si bien los amantes no se separan, sí les plan-

tean una fuerza adversa a su eroticidad, como compartir al amado con otro o al declararse

impotente ante la enfermedad mortal que mata a su ser amado. Por eso, además, en la narra-

ción las acciones se presentan a partir de las apreciaciones y reflexiones del narrador, es de-

cir, que este focaliza siempre su interioridad. En la “Segunda parte” de esta novela cambia

un poco el tipo de narración, pues el narrador hace mayor uso del diálogo dramático; y, sin

embargo, no renuncia a valorar subjetivamente las acciones de los protagonistas. El diálogo

en esa segunda parte, quizá, tiene como función ahondar en el presente puro en el que se

narra y que sirve, además, para mostrar el cambio en la posición del narrador protagonista,

de la inseguridad a la creencia, “sin creer creyendo”, del amor de su amigo Leonardo (pero de

121
esto nos ocuparemos en el siguiente capítulo). Este rasgo es fundamental, pues marca una

clara diferencia con relación al narrador de Vallejo, que siempre tiene posiciones muy claras

y definidas, ciertamente negativas, caracterizadas por su abyección y que dotan a las novelas

de su característico hiperrealismo y, a su vez, de un carácter escéptico con relación a la vida.

Con relación al tercer punto de la comparación, al apostar por una escritura del deseo, a

partir de la revuelta de su habitus, Molano desarrolla una toma de posición (Bourdieu) en el

campo de la novela en Colombia en la última década del siglo pasado que es contraria a la

que hemos expuesto con relación al proyecto creador de Vallejo. En este sentido, como pre-

tendiente o debutante en este campo, el proyecto creador de Molano busca invalidar la toma

de posición de Vallejo, especialmente la que aparece en El fuego secreto, en la medida en que

lo considera un proyecto de “militancia gay”, como afirma en la entrevista citada que Jiménez

le realizó.

Este reparo surge de la gran acogida que ha tenido hasta hoy la lectura de las novelas de Félix

Ángel o de Vallejo, y de otras con temática homosexual, incluidas las del mismo Molano,

como literatura queer, gay, homosexual, etc., es decir, de definir a partir de su argumento, de

su tema, sus novelas. Diaconu (2013), una lectora especializada en los textos de Vallejo,

desde una perspectiva en la que se reconoce en el proyecto creativo de Vallejo una toma de

posición, resalta, sin embargo, que en sus novelas “la homosexualidad, mucho más que una

orientación sexual, resulta ser una opción cultural y una opción de vida” (295). Es más, dice

Diaconu que, “a partir de lo que se podría llamar, en sentido figurado, una ‘mirada homose-

xual’, con una pasión destructora”, el narrador protagonista de las novelas de Vallejo se per-

mite “cuestionarlo todo apasionadamente” (265), lo que implica a su vez que salga a flote su

característico hiperrealismo. Además, en la lectura de Diaconu se plantea que en los textos de

122
Vallejo existe una dicotomía entre los heterosexuales y los homosexuales, de manera que,

por ejemplo, en La Virgen de los sicarios la homosexualidad queda

intrínsecamente vinculada […] con la condición del analfabeta, la condición homosexual tam-

bién connota pureza, autenticidad, verticalidad. Todos estos valores se contraponen a la con-

dición degradada, moralmente sucia y hasta perversa del ser inferior que es aquí el

heterosexual. Desde luego, […] no se trata meramente de la disidencia —digamos, biológica—

del homosexual, sino sobre todo, de una disidencia cultural, por lo cual se hace imprescindible

para una lectura apropiada del texto reconocer en la condición homosexual una categoría

axiológica clave para el sistema de valores que propone la obra. (220)

Con esto, habría que decir que advertir que, si bien el tema de la homosexualidad o de la

mirada homosexual ha resultado clave en la lectura de las novelas de Vallejo, es un elemento

que no permite explicar la totalidad de su logro estético, pues su toma de posición, caracte-

rizada por su hiperrealismo, su escepticismo y su crítica, resultan centrales en su apuesta

estética, tal y como ha enfatizado Diaconu en su libro de 2013. Y, sin embargo, en El fuego

secreto, el problema de la homosexualidad resulta ser tan abarcador y tan estructurante que

no resulta del todo descabellado que Molano caracterice a esta novela como un texto de

militancia gay; lo que no significa que confundiera su valor estético con su tema, sino que,

en nuestro concepto, consideró como excesiva la focalización de la acción en una condición

sexual que, a Molano, le parecía igualmente posible como cualquier otra. Tal observación no

estaba mal infundada ni era un prejuicio de Molano. Por ejemplo, cuando el narrador de El

fuego secreto relata las aventuras que él, como protagonista, y su hermano Darío tienen en el

Studebaker, cazando “sardinas”, señala como efectiva e inteligente la implícita bisexualidad

de Darío: “Volvimos a Santa Anita al amanecer. Chofer y músico y convidado de piedra, en

123
las noches sucesivas Darío fue entendiendo mi tesis del hombre libre y el despilfarro: que solo los

pendejos descartan por prejuicios a media humanidad” (Vallejo [1985] 2008, 59; las itálicas son nues-

tras). Contra esta tesis del narrador de Vallejo reacciona Molano, sobre todo, en el sentido

de que la orientación sexual no es una opción de vida que se base en argumentos racionales,

como el de la probabilidad de tener, cada noche, una pareja sexual. El problema de Molano

con esta tesis no está en la libertad del hombre ni en la posibilidad de que, a partir de esta,

pueda despilfarrar su existencia en los placeres que quiera. Todo lo contrario, en principio,

a los placeres y al gozo del cuerpo se adheriría sin dudarlo Molano. Con lo que no está de

acuerdo, repitámoslo, es con que esta libertad implique una opción sexual como imperativo

y, sobre todo, una defensa política de esta identidad sexual. Por eso, para Molano resulta

cuestionable que el narrador de Vallejo se responsabilice con esta tesis en toda la novela.

Ahora bien, esta tesis tiene sentido en la novela de Vallejo cuando se le relaciona, como he-

mos visto, con la dicha, que, para el narrador, es imposible en Colombia. Contra ambas tesis

de El fuego secreto Molano reacciona críticamente, de forma explícita, en la entrevista con re-

lación a lo que llama la militancia gay. Y en sus textos, reacciona contra la tesis de que en

Colombia es imposible la dicha y lo hace, específicamente, poniendo a unos personajes ho-

mosexuales que disfrutan de su sexualidad en el centro de la narración.

Justamente, ante una toma de posición caracterizada por “un cuestionamiento radical, hasta

la ‘abyección’ —en el sentido de Kristeva—, y un desvelamiento sin piedad ni ilusiones de

las fragilidades del ser moderno en siglo XX colombiano” como la de Vallejo, como dice

Pouliquen en la contratapa del libro de Diaconu (2013), Molano elabora un proyecto creador

caracterizado no por la abyección, sino por un optimismo basado en la creencia de que es

124
posible ser feliz aunque sea por un instante, siguiendo los criterios de una ética propia ca-

racterizada por el encanto de la interioridad. Si los textos de Vallejo se caracterizan por un

hiperrealismo que exagera las condiciones exasperantes de la sociedad colombiana, Molano

se apega a la realidad no solo para mostrar las mismas condiciones de existencia (la miseria,

la enfermedad, la injusticia social, etc.), sino sobre todo para señalar, en un contraste soste-

nido, la naturalidad y el carácter genuino y real del amor de sus personajes.

Quizá una valoración semejante en el proyecto de Vallejo pueda verse en La virgen de los sica-

rios (novela que no nombra Molano en la entrevista de 1993, pues se publicó un año después,

en 1994), al lado de otras posiciones contrarias, como la de “Colombia asesina”. Como acer-

tadamente ha dicho Pouliquen (2011), sobre la posición nostálgica del mundo de la infancia

en Santa Anita y la posición posmoderna, tecnológica, que elimina lo bello del mundo, en

esta novela de Vallejo se privilegia la mirada hipercrítica, moderna. Desde esta perspectiva,

Fernando, el narrador protagonista, observa el carácter degradado del mundo que habita, en

un acto de genuina resistencia de tipo romántico

del romanticismo que se afianzó en el siglo XIX occidental como crítica a la modernidad ma-

terialista sentida ya como poco favorable al hombre sensible[…]. Esta resistencia se apoya en

el amor, un amor absoluto pero abocado a la pérdida, ya que se dirige a bellos sicarios adoles-

centes susceptibles de ser asesinados en cualquier momento” (ibíd., 30).

Wilmar y Alexis, los jóvenes sicarios de los que se enamora Fernando, no solamente ponen

en contacto la experiencia del narrador protagonista con la posmodernidad tecnológica, sino

que, a su vez, le permiten un encuentro amoroso comprometido y profundo. Tal es el com-

promiso de Alexis con el gramático que, no por dinero, sino por un amor puro y verdadero,

asesina a todos los que Fernando critica: Fernando es el cerebro y Alexis el brazo, como dice

125
Diaconu (2013). Al tiempo que su mirada hipercrítica se posa sobre los que considera inde-

seables, a quienes Alexis asesina en una especie de "limpieza”, de resistencia romántica a la

degradación en la que se encuentra Colombia, Fernando expresa su deseo absoluto por el

sicario, en un amor que no es de creer, pues para él tiene palabras tan dulces como las que

usa para referirse a los globos rojos de su niñez o a sus abuelos (en Los días azules); por Alexis,

su sicario, “su niño” de ojos verdes, “más puros que las esmeraldas gota de aceite”, siente un

amor inefable. Justamente por esto, en La virgen de los sicarios hay una experiencia doble: por

un lado, la del mundo en conflicto que es analizado severa e hipercríticamente y, por el otro,

la del encanto que provee el amor correspondido, tierno y puro por los jóvenes sicarios que,

como dice Pouliquen, contrasta con el oficio implacable de los sicarios, pues entre estos y

Fernando el trato amoroso y tierno, genuino, es una constante.

A diferencia de El fuego secreto, La virgen de los sicarios no se ocupa tanto de la mirada homose-

xual ni de lo que Fernando Molano llama la militancia gay, sino de un amor homosexual que

le sirve para resistir ese mundo degradado y condenado (como ocurre en los textos de Mo-

lano), pero en el que, sin embargo, no existe ninguna redención ni una posible resolución

positiva, pues Eros no vence a Tánatos: al final de la novela el narrador protagonista descubre

que su amado Alexis fue asesinado por Wilmar, su nuevo amante, a quien no le puede recri-

minar su asesinato, pues no es producto de un arrebato, sino de una venganza familiar. Con

el deseo de alejarse de ese mundo degradado, Fernando le propone a Wilmar que se marchen

del país, pero no lo consigue, pues Wilmar también es asesinado. Por eso, la responsabilidad

de la muerte de ambos jóvenes recae justamente en ese mundo degradado al que el narrador

protagonista se acerca hipercríticamente: la responsable es, sin duda, la misma que mató a

Chucho Lopera en El fuego secreto: “Colombia asesina”.

126
Incluso en una novela en la que hay cabida para la experiencia del encanto amoroso, como

La Virgen de los sicarios, o en una novela enteramente escéptica como El fuego secreto, la resolu-

ción de los conflictos, como en la novela de Salinger, difiere notoriamente de la de Molano.

Como se ha insistido, Un beso de Dick plantea una resolución positiva, marcada por la recon-

ciliación del protagonista con el mundo, en la medida en que puede seguir disfrutando del

amor de su amigo y, por tanto, de dar rienda a su deseo. En este caso, el de Molano, Eros sí

vence a Thánatos, aunque la muerte siempre acecha. Esta particularidad dota a los textos de

Molano de un carácter afirmativo, no deceptivo, que, sin embargo, siempre encontrará un

correlato negativo, como la pérdida de las ilusiones juveniles, especialmente en Un beso de

Dick, o la enfermedad terminal y la muerte prematura del ser amado en Vista desde una acera.

Es decir, que en los textos de Molano se mantiene siempre una tensión entre el amor, el

encanto, y la amenaza de su pérdida que, sin embargo, se resuelve, momentáneamente, en

instantes que embargan de dicha a sus protagonistas. Esta tensión sostenida se puede ras-

trear en cada uno de los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos.

Por eso, el proyecto creador de Molano da forma a una apuesta estética que en el campo de

la literatura colombiana de la última década del siglo XX no se había manifestado entre los

escritores debutantes de ese preciso momento, salvo en los textos de Tomás González (Pri-

mero estaba el mar y Para antes del olvido) y Marvel Moreno (En diciembre llegaban las brisas y, sobre

todo, sus cuentos), que, sin embargo, son anteriores a este momento y que tampoco propo-

nen resoluciones tan afirmativas y sostenidas como las de Molano. Entre los escritores ya

consagrados, como García Márquez, en la década del noventa una novela como Del amor y

otros demonios manifiesta la plenitud y el encanto que ya había expresado en El amor en los

tiempos del cólera, aunque a diferencia de esta, su resolución no es afirmativa, pues plantea la

127
separación de los amantes y su posterior muerte (lo que no ocurre en El amor en los tiempos del

cólera). En todo caso, el proyecto creador de Molano resulta ser muy particular en el campo

literario que hemos tratado de describir, por el carácter pleno y afirmativo que caracteriza a

sus textos y que está ausente de las novelas de Vallejo, Abad Faciolince o Antonio Caballero,

seguramente por las condiciones de existencia que en ese momento caracterizaban a Colom-

bia como un país sumamente violento, imposible de habitar.

128
III. UN BESO DE DICK, UNA NOVELA

DEL ENCANTO DE LA INTERIORIDAD

La primera novela de Fernando Molano Vargas, la única que pudo ver publicada en vida,

narra el encuentro amoroso de dos adolescentes que viven en Bogotá a finales de los años

ochenta del siglo XX: Felipe (16 años) y Leonardo (17 años). La anécdota de la novela se

centra en Felipe, su narrador protagonista, y en cómo experimenta el amor y el deseo por

Leonardo. Algunas de estas circunstancias son narradas en pequeños fragmentos, que se

centran en un momento decisivo en su vida y que empieza cuando Felipe, agobiado por la

distancia que hay entre él y Leonardo, producto de una discusión adolescente, encuentra la

forma de hacer las paces con él y de confesarle su homosexualidad y su amor por él. Esta

confesión será bien recibida por Leonardo, pues él le manifestará los mismos sentimientos.

A partir de este amor correspondido, Felipe inicia su vida sexual y afectiva con Leonardo de

forma muy satisfactoria, pues, además de experimentar el gozo sexual en un erotismo lo-

grado, ambos personajes, por un lado, comparten ciertos gustos y aficiones juveniles como

el fútbol o la música y, por el otro, se ofrecen mutuamente las experiencias más tonificantes

de su vida: Leonardo le muestra a Felipe su gusto por la literatura y busca que él lea a Di-

ckens, el Quijote, a Eliseo Diego, etc.; y, a su vez, Felipe comparte con Leonardo su gusto por

el cine y la pintura. Sin embargo, y a pesar de la apariencia feliz de su situación amorosa, la

129
novela planteará algunas vicisitudes y escollos relacionados con su naciente noviazgo que

pondrán en tensión su vida amorosa.

Cuatro serán los conflictos que, aun sin ser trascendentales (no pondrán en riesgo su vida),

marcarán al protagonista y le permitirán adquirir una experiencia madura del mundo. En

primer lugar, Felipe se cuestionará todo el tiempo el contenido de verdad de los sentimientos

y de las acciones humanas. Este cuestionamiento le permitirá comprender la importancia de

evitar las manifestaciones falseadas y estereotipadas de los afectos. En segundo lugar, justa-

mente por seguir el carácter genuino y real de su vida afectiva, tendrá que renunciar a cum-

plir las grandes esperanzas que sus familiares, especialmente su padre y su hermano, tienen

puestas en él para hacer su vida de acuerdo con su deseo y a lo que lo hace feliz. En tercer

lugar, ante el cuestionamiento por la utilidad y la necesidad del cine, de su vocación artística,

Felipe sin embargo no renunciará a su ideal de convertirse en cineasta; es más, compartirá

con su tía y con Leonardo, quienes mejor lo comprenden, su vocación y su proyecto de hacer

una película titulada Los ladrones de relojes. Finalmente, el mayor conflicto que tendrá que

afrontar Felipe está relacionado con una convicción que verá traicionada y que lo hará sufrir

hasta el final de la novela. Al referirse a Leonardo, al inicio de la novela, Felipe siempre dirá

que él “juega limpio”, es decir, que sus sentimientos y acciones son leales y sinceros. Sin em-

bargo, Felipe descubrirá que Leonardo no ha sido sincero con él, pues le confiesa que vive

con un hombre mayor con el que esporádicamente tiene relaciones sexuales. Aunque tal con-

fesión les provoca su primer disgusto, Felipe reconoce que Leonardo siente un amor sincero

por él y que, por tanto, ciertas circunstancias penosas lo obligaron a vivir con ese hombre.

Esta revelación si bien no provoca que Felipe y Leonardo terminen su relación, sin embargo,

130
sí hará que la emoción sostenida en gran parte de la novela y la actitud hacia Leonardo sea

más fría o, por lo menos, que no sea del todo afirmativa ni ilusoria, sino ambivalente.

Sin embargo, como se verá, la novela plantea una respuesta de carácter afirmativo a los con-

flictos de los personajes, en el sentido de que el aprendizaje (el Bildung) que traen consigo

estos conflictos no hacen que el protagonista cuestione sus ideales, aún cuando pierde, por

ejemplo, la ilusión del juego limpio en su relación con Leonardo. En este sentido, la novela

plantea la imposibilidad del idilio en el que Felipe creía al inicio de la novela, cuando soñaba

ingenuamente que con el amor de Leonardo nada podría separarlos ni detenerlos, pues el

mundo estaría a sus pies. Pero que el idilio resulte imposible al final de la novela no implica,

sin embargo, que los ideales de este también deban ser desechados. Con las resoluciones de

sus cuatro conflictos, Felipe descubrirá que, a pesar de las traiciones del mundo, sus ideales

deben mantenerse a toda cosa, pues son el resultado de experiencias genuinas: el amor por

Leonardo, la convicción de la necesidad del arte cinematográfico y el deseo sexual que expe-

rimenta en todo su cuerpo. Pero antes de profundizar en esto, vale la pena introducir la si-

tuación comunicativa de la novela expresada en su primer capítulo.

Una introducción al análisis estructural del relato novelesco

El primer capítulo de Un beso de Dick empieza así: “Hoy es lunes, Hugo. Y usted murió hace

cuatro años. ¡Cuatro años ya, pelotudo!” (Molano [1992] 2019, 25). De este inicio al lector o

lectora le quedan tres impresiones: primero, que la novela está narrada desde el presente de

la acción. Luego, que la narración es performativa, es decir, que en el relato “el sentido de

una palabra es el acto mismo que la profiere”, por lo “que agota su sentido en su propia enun-

ciación” (Barthes [1966] 1977, 92). Y, finalmente, que a quien se dirige el narrador, como lo

131
muestra el vocativo, es a Hugo. Sin embargo, si bien las dos primeras observaciones resultan

ciertas para toda la novela, esta última es incorrecta, pues Hugo es una presencia con la que

el narrador protagonista no se puede comunicar, que jamás habla, que jamás actúa en la no-

vela, pues está muerto.

Al principio de este acápite, el narrador protagonista se refiere a Hugo como si estuviera

vivo, como si pudiera escucharlo, pero sabe que de él solo quedan sus despojos físicos y que,

por más que él lo siga queriendo, por más que desee abrazarlo, resulta inútil hacerlo, pues

“él ya no va a sentirlo” (28). Aunque añora lo contrario, no cree que su “alma o lo que sea”

exista, puesto que sabe que “los malditos espíritus no existen; si no, ya se me habría apare-

cido Hugo para hablar conmigo. O para asustarme: al menos… Claro que a veces… ¡maldición:

es como si de verdad volviera!” (28). Aunque el narrador protagonista crea verlo en las calles,

en los rostros y los cuerpos de otros jóvenes, sabe que es solo su recuerdo el que lo confunde

y lo atormenta, como una presencia que se desvanece, que empieza siendo similar a Hugo,

pero que al final se convierte en un otro que “¡ni siquiera se le parece!”. Por eso, para el na-

rrador ,“Hugo siempre se está muriendo”(29). Y eso es lo que Felipe representa en un dibujo

en el que aparece un muchacho que está tendido boca abajo en un pastizal y sobre cuya es-

palda está la sombra de un meteoro que está a punto de acabar con su vida: “El muchacho

tiene sueños en la cabeza, Hugo: y el meteoro se la va a aplastar… Pero nadie lo sabe: solo yo.

Porque yo lo dibujé, claro” (26).

De esta manera, desde el primer momento de la novela, quedan unidas las ideas del amor y

la muerte, en la medida en que para el protagonista Hugo representa el objeto amado y, al

tiempo, un distancia imposible de franquear, provocada por la muerte, que ha vuelto a Hugo

una carroña insensible. Como una presencia ausente, Hugo estará en toda la novela, no como

132
un agente, como un actante, sino como un mediador del deseo del narrador protagonista: a

través de lo que relata de su experiencia con él, el narrador protagonista descubrirá el amor

de Leonardo. De ahí que al lector se le diga desde el primer momento quién es Hugo: no el

depositario de la comunicación que establece el narrador cuando relata, sino un punto de

referencia a partir del cual se narra.

Ahora bien, Felipe les muestra ese dibujo a tres personajes: a su tía, que es profesora de arte

en una universidad de Medellín, como lo dirá más adelante el narrador; a Libia, que es su

novia en ese momento del relato; y a Leonardo, su amigo. Su tía le pide que le ponga un título,

pues a ella le parece que la sombra en la espalda del muchacho dibujado es de una nube;

Libia, por su parte, no manifiesta ningún entendimiento del dibujo, a ella solo le parece “bo-

nito”, pues “todo le parece bonito: es terrible”. Pero “Leonardo sí lo entendió” o eso infiere el

narrador de lo que le comenta Leonardo: que a ese muchacho “dan ganas de decirle que se

despierte”. Que al narrador protagonista le parezca que Leonardo ha entendido el dibujo le

lo hace sentir una profunda correspondencia, resultado de una comunicación efectiva, que

provoca en el protagonista un deseo de abrazarlo: “¿Cómo sería?: abrazar a Leonardo todo.

Pero abrazarlo muy largo para poder pensar despacio: lo tengo abrazado. Al menos una vez

pensarlo… ¡ufff!”. Este sentimiento contrasta radicalmente con lo que el narrador protago-

nista piensa de su propia novia, de Libia, a quien considera superficial y de sentimientos

estereotípicos, pues su apreciación del dibujo, y de todo, resulta siempre vacía y llena de

lugares comunes: “El otro día —dice el narrador— le regalé una boleta que compré en una

papelería, de esas que dicen ‘Te quiero’ con un dibujo de Snoopy: inmunda. Pero ella la vio y

133
saltó hasta el techo como si se pusiera muy contenta” (26; las itálicas son nuestras). De esta ma-

nera, comprobamos que, para el narrador protagonista, las acciones basadas en sentimenta-

lismos falsos y vacíos, en cursilerías kitsch, resultan insoportables. Y por eso dice:

No debí regalarle esa boleta. Yo sé que se la di solo por no decir mentiras: ¡cómo voy a decirle

que la quiero si no la quiero! Pero Libia se lo tomó muy a pecho: me dio la misma, definitiva-

mente… Al menos no tuve que decir nada: decir “te quiero” es jartísimo: tiene uno que poner

cara de bobo y eso. […] En la televisión nunca lo dicen. O sí, pero cuando lo dicen uno sabe que

es mentira. Si se lo hubiera dicho a Libia, tal vez ella hubiera sabido que es mentira. (26-27)

Mientras que el narrador protagonista solo desea abrazar a Hugo (a sus despojos, pues está

muerto) y a Leonardo, con relación a Libia solo desea que le caiga un meteoro encima, que le

pase algo que evite seguir con esa mentira. Con esto, queda claro que, en el sistema de valores

del narrador protagonista, la autenticidad de los sentimientos y la verdad de los afectos

siempre prevalecen. Idealmente, esta verdad debería evidenciarse siempre en todas las ac-

ciones de su vida, pero, como en este caso, hay ciertas condiciones atenuantes que impiden

que esto suceda, pues para un muchacho homosexual en una sociedad patriarcal (como la

bogotana de finales de los años ochenta) resultará más fácil camuflar sus afectos reales y

cumplir con lo que espera la sociedad de él. Es decir, que uno de los primeros problemas que

plantea la novela es cómo el protagonista puede ser fiel a sus sentimientos en un mundo que

busca que los reprima y que los maquille con otros. Por eso, será esencial para la novela la

manifestación del amor genuino. El mismo narrador protagonista lo dice, cuando se refiere

a su deseo de hacer una película para expresar algo que pueda ser entendible para el público,

dado que su dibujo no lo fue.

134
En esta película imaginada, que ha titulado Los ladrones de relojes, el narrador vuelve a subrayar

la relación entre el amor y la muerte. En su escena final, un muchacho, que ha postergado

bastante la confesión de su amor a una muchacha, por fin se lo dice una noche. La llama

desde un teléfono público y le declara su amor, “y ella le suelta todo el suyo, porque ella

también estaba enamorada de él. Y se quedan un rato, felices, diciéndose cosas de enamora-

dos y que mañana se verán en el colegio y todo eso; hasta que él cuelga el teléfono de no saber

qué más decirle”. Tras esto, dos hombres, que estaban detrás de él y a los que no había visto,

lo intentan robar, pero como “no tiene reloj ni nada; entonces lo acuchillan y cae al piso mu-

riéndose. Mientras los ladrones corren, él muere; y mientras él muere, ella mira un reloj sobre

su mesa, y en su diario […] escribe: ‘8 y 16: él también me quiere’” (30). Aunque el narrador

confía en la autenticidad de los sentimientos, es consciente, de forma muy madura, que estos

siempre son amenazados y están condicionados, incluso de forma determinante como en su

película, por el mundo, por la sociedad y por la violencia. Como el narrador de “El Ojo Silva”

del escritor chileno Roberto Bolaño, el narrador protagonista de Un beso de Dick sabe que “de

la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos

en Latinoamérica” ([2001] 2018, 213). Y, sin embargo, en medio de los escollos, de los encuen-

tros con Thánatos, el narrador protagonista de Un beso de Dick declara que un día hará esa

película y que se la dedicará a Hugo, como hace el cineasta polaco Roman Polanski que le

dedica Tess (1979) a Sharon. Porque aunque la muerte siempre ronde, el narrador protago-

nista de Un beso de Dick tiene una creencia innata en el amor que permite edificar proyectos

estéticos como una película, un dibujo o un libro. De ahí que considere que así como existen

formas kitsch, determinadas, no por su contenido (un Snoopi acompañado de un “Te quiero”),

135
sino por su ausencia de verdad, también existen formas auténticas que expresan este conte-

nido de verdad, que para él es el deseo o el amor.

Pero aunque Felipe tenga el deseo sostenido y real de dedicarle su película a Hugo, él sabe

que Hugo no podrá corresponderle en ese amor, que él no podrá sentir algo con la película

que le dedica, pues está muerto. Pero más allá de la tristeza o la impotencia, el narrador pro-

tagonista concluye que si él ha sobrevivido a la muerte de Hugo y tiene su cuerpo vivo, con

el que un día espera jugar fútbol con la Juventus de Turín (la Juve) o con el que filmará su

película y se hará rico y famoso, es a causa de su deseo:

Felipe el Conquistador tendrá bajo sus zapatos el mundo como un balón…: ¿y para qué? Ah, yo

solo quisiera que Leonardo me amara; que él estuviera a mi lado… y ser como de él. Felipe solo

sueña ser el hombre más grande de este mundo, Hugo. Para que Leonardo lo desnude cuando

quiera…

—Y haga con él lo que quiera… (32)

Así, se confirma en el primer acápite que el sentido de la existencia de Felipe, desde su propia

perspectiva como narrador protagonista, está dada por el amor, por el deseo. Por eso tiene

sentido en esta última cita que el narrador protagonista se dirija a Hugo, que le diga a él que

vivirá, aún cuando él esté muerto, para amar a Leonardo, con lo que se confirma nuevamente

el carácter de mediador de Hugo en su relación amorosa con Leonardo. De esta manera, ade-

más, el lector comprueba que este capítulo, que en principio tenía un tono elegíaco por la

muerte de Hugo, resulta ser también un canto, una oda a la vida, pues su sentido se halla en

el amor por Leonardo. De eso trata justamente Un beso de Dick, ese es su mensaje. Además, el

lector constata que este mensaje no tiene como destinario a Hugo, sino, al parecer, al mismo

narrador, pues toda la reflexión interior que se observa en la novela es el producto de su

136
experiencia que se transmite en una experiencia interior, como la que produce en los lectores

los poemas o las novelas. Pero, como dice Barthes ([1966] 1977), “no tendría sentido que el

narrador se diera a sí mismo una información” (32), por lo que resulta claro que su receptor

es el lector. De ahí que sea tan importante la codificación del relato.

El lector supone, quizá, que al abrir el libro se encontrará con una novela; sin embargo, no

imagina que su narrador será, a su vez, su protagonista, ni que el tiempo en que relata será

siempre un presente puro ni que el narrador protagonista usará siempre un lenguaje sencillo,

sin artificios o manierismos, verosímil con relación a la expresión de los colegiales bogotanos

de finales de los años ochenta del siglo pasado. Producto de esta constatación (la del narra-

dor protagonista, el presente puro y el estilo sencillo), el lector cuestionará el código nove-

lesco del relato, es decir, su estatuto de ficción. Pero tal cuestionamiento no implica que el

relato demande una lectura crédula, sino que el código del relato tensiona los límites del

discurso factual y el discurso ficcional, para que el lector modifique su pacto de lectura y

encuentre en el relato una interpretación ambivalente; lo que produce, en definitiva, una au-

toficción, como lo veíamos en el capítulo anterior al referirnos a los textos de Vallejo en la

lectura de Diaconu (2013). Lo interesante de este código ambivalente es que, además de po-

ner en tensión el estatuto de ficción al acercarlo al discurso factual, resulta ser muy eficaz a

la hora de expresar la lengua del cuerpo, el deseo y el amor del hablante. Por ejemplo, en la

última cita, se puede ver cómo los puntos suspensivos, los silencios, resultan ser más dicien-

tes del deseo y el amor del narrador protagonista que el “Te quiero” falseado de Libia.

Ahora bien, a propósito de lo que considera su mayor ilusión (ser rico, jugar con la Juve, ser

cineasta, etc., para ser amado y desnudado por Leonardo, para ser su objeto de deseo, pues

Felipe a su vez lo desea), el narrador protagonista cierra el primer capítulo así:

137
Una estupidez de sueño, me digo, ahora que el timbre suena y las puertas del colegio se abren:

otra vez estaré sentado en el salón mirando a Leonardo la tarde entera. Ni siquiera podré ha-

blarle porque hace días andamos de disgusto. Pero en el recreo Libia me buscará de nuevo para

decirme “te quiero”, claro; y yo le sonreiré para mentirle lo mismo…

Quién sabe; tal vez hoy tenga valor para no sonreírle, pienso.

Y siento miedo: hoy tendré examen de historia… ¡maldición: no estudié nada! (32)

Con este final abierto del acápite se termina de explicar el referente del relato. Si bien Hugo

es un punto de referencia para narrar el amor que Felipe siente por Leonardo, el contexto de

este mensaje en el relato está dado por el espacio escolar en el que se encuentran los perso-

najes adolescentes que estudian en bachillerato. Además, a este espacio se sumarán, en los

demás capítulos, las calles de Bogotá, el Parque Nacional, el estadio, las gradas de la pista de

atletismo, las casas de ambos muchachos, es decir, espacios urbanos, abiertos y cerrados, del

mundo adolescente, donde son capaces de gozar de su deseo. Habría que decir, además, que

este final del capítulo si bien no forma un núcleo, una articulación narrativa, sí plantea un

problema que permitirá la narración del resto de la novela: Felipe se ha peleado con Leonardo

y no se hablan. La respuesta de cómo se vuelven amigos nuevamente y las vicisitudes que

implica tal encuentro formarán la secuencia de núcleos que es la novela.

Las articulaciones del relato

El relato de Un beso de Dick se concentrará en mostrar el deseo que Felipe, su narrador prota-

gonista, experimenta por Leonardo, en el sentido de que el protagonista quiere ser amado y

deseado por Leonardo tanto como él lo ama y lo desea, así como las consecuencias que tal

deseo amoroso implica. A raíz del problema de comunicación entre Felipe y Leonardo que

138
abre la novela, como señalábamos en el párrafo anterior, el relato puede ser dividido en dos

momentos nucleares: el primero va de la resolución del disgusto que los enemistó hasta la

ratificación del amor entre ambos; mientras que en el segundo están las crisis que este amor

desencadena y la manera en que las afronta Felipe.

Tal división en dos momentos es planteada por la novela misma, pues así está compuesta, lo

que resulta muy diciente de la tensión sobre la que está estructurada la novela: la primera

parte, que representa el idilio de los amantes, choca con la serie de crisis que plantea la se-

gunda parte. Específicamente, habría que decir que el signo distintivo de ambas partes es la

ceguera emocional y, luego, la ceguera física del protagonista en la primera y la segunda

parte, respectivamente. Irónicamente aunque Felipe puede ver en la primera parte, sin em-

bargo está cegado por la ilusión de un amor caracterizado por el “juego limpio”, por la since-

ridad y la autenticidad. De esta manera, confía en que el mundo es perfecto al lado de

Leonardo, pues considera que él sería incapaz de mentirle. Esto contrasta con la segunda

parte, en la que Felipe, a pesar de que sus ojos están quemados, puede ver con más claridad

el carácter ilusorio de sus sueños al descubrir que Leonardo no “juega limpio” con él. Lo in-

teresante de la tensión que plantea la novela es que si bien el narrador protagonista desecha

al final sus ilusiones (el fair play que tanto lo obsesiona en la primera parte) y se porta un

poco más frío y ambiguo con su pareja, sin embargo, no pierde su ideal amoroso, es decir,

aquello que le permite gozar del deseo y experimentar el encanto de la interioridad.

De igual forma, la novela plantea una subdivisión por capítulos, en los que se agrupan los

núcleos del relato. No es nuestro interés señalar todas las acciones de la novela, puesto que

esto resulta bastante esquemático, pero sí queremos centrar su análisis en un par de núcleos

139
o articulaciones que dicen mucho sobre el tipo del encanto que hay en ella: la confesión amo-

rosa de Felipe y Leonardo; la explicación de “Lippi, Angelico, Leonardo”, el poema de Eliseo

Diego, que hace Leonardo en la clase de español; la revelación ante la familia del deseo amo-

roso y, finalmente, la resolución de la novela.

La confesión de Felipe y Leonardo

Para que Felipe y Leonardo se encuentren, el narrador pone como antecedentes en el capí-

tulo segundo un juego entre adolescentes varones, en el que queda implícito en el chiste y en

el bullying un deseo bisexual que, sin embargo, se reprime. Esta escena ocurre en las duchas

del colegio, donde todos los muchachos están desnudos. En medio de los juegos con toallas,

de las bromas pesadas, de las miradas sin censura del cuerpo del otro, Felipe se dirige a Leo-

nardo, tras su pelea de hace un mes, y le hace un chiste: todos los compañeros de Leonardo,

tras bañarse, juegan con los pantaloncillos blancos de Leonardo, se los pasan de mano en

mano y se burlan de su forma y color mientras él termina de asearse. Cuando llegan a Felipe,

él seca con ellos su cara y los huele con una expresión de profunda satisfacción:

Comencé a secar con ellos mi rostro: despacio, como si lo hiciera con mi pañuelo, como si yo

estuviera solo con mi pañuelo. Sentí perfectamente cómo todos se silenciaban mirándome; y

todavía me di tiempo para extenderlo sobre mi nariz, y aspirar profundo como si tuviesen un

perfume: simulando simular: como si no fuera cierto el placer que yo sentía.

—¡Chanel! —dije con un suspiro de lo más payaso. (22; las itálicas son nuestras)

Asumiendo el riesgo inmenso de que Leonardo no le vuelva a dirigir la palabra, pues agudiza

el bullying que le hacían sus compañeros, Felipe se atreve a mostrarle a todos, en una doble

simulación, su placer genuino. A los ojos de sus compañeros, esta simulación resultaba ser

140
una broma pesadísima, pero para Leonardo, que entendía bien sus dibujos, el sentido latente

de tal expresión de placer no pasó desapercibida. Justamente, tras esta situación, los com-

pañeros de Leonardo empiezan a molestar a Felipe; Carlos, uno de ellos, le mete los panta-

loncillos de Leonardo en la boca, mientras los demás no lo dejan terminar de vestirse, por lo

que, cuando suena el timbre para el cambio de clase, todos se van y dejan a medio vestir a

Leonardo y a Felipe desnudo. Frente a frente, Felipe no se atreve a mirar a Leonardo por

miedo a estar solos, pero Leonardo le dirige la palabra:

—Muy hijueputas, ¿cierto?

—Sí… —le dije mirándole sus ojos inmensos: sintiéndome humillado por estar desnudo.

Le entregué sus pantaloncillos: había tenido que ponerse el pantalón sin ellos y sentí un poco

de alivio pensando que de alguna manera él estaba desnudo como yo…

—¿A qué saben? —me preguntó con picardía mientras los metía en su maleta.

—A usted… creo.

—…

—…

—¿No va a ir a clase?

—Ya no alcanzo.

—Sí: vístase rápido — me dijo—. Yo lo espero…

En este diálogo quedan resueltas las rencillas que los habían separado hacía un mes, pues,

por un lado, al esperarlo Leonardo demuestra su empatía y afecto por Felipe y, por el otro,

en su boca aparece una pregunta en el mismo registro de la doble simulación de Felipe: al

141
preguntar por su sabor, el narrador nota una picardía, un tono lúdico (de hacer las cosas sin

querer queriendo, como el Chavo), que alarga el juego que había empezado Felipe y que, en

definitiva, abre un espacio de goce entre ambos. Hay, por tanto, en ese juego, una forma de

seducción que ambos comparten y que ambos interpretan implícitamente como tal. A partir

de esta constatación, el deseo de Felipe se exacerba y lo hace fantasear luego con Leonardo,

con su boca, evidente en el tipo de fetichismo con el toma una botella de gaseosa que com-

parte con él, en los besos que le propina en secreto a su asiento, etc.

Con este antecedente ambivalente que se establece a partir de la escena de las duchas, la

novela muestra cómo, en una fiesta a la que han sido invitados Felipe y Leonardo, aquel le

confiesa su amor a este. Precisamente, Felipe se apareja para esta fiesta con unos jeans que

le quedan ajustados y rotos, muy a la moda de entonces, cuyos huecos funcionan como bor-

des eróticos (Barthes), y con unos tenis que compra horas antes de la fiesta con un dinero

que su padre le ha dado. Felipe también compra aguardiente y prepara un plan para beberlo

con Leonardo, pedirle perdón por la rencilla que los separó y, quizá, decirle que lo quiere,

que está enamorado de él. En la fiesta, la conexión entre ambos, a pesar de que no pueden

bailar juntos por la convención social, es innegable, pues sus miradas se dirigen hacia ellos y

no hacia sus parejas de baile; además, Leonardo le pide, “entre chiste y chanza”, simulando

simular, un roto de los jeans a Felipe, que él le niega para hacerse desear aún más. Es decir,

para el narrador y protagonista, estas situaciones plantean unas circunstancias favorables

para expresar sus sentimientos amorosos. Cuando encuentra un momento, Felipe se lleva a

Leonardo a un lugar apartado fuera de la casa donde se realiza la fiesta, lo invita a tomar

aguardiente, se disculpa por los golpes que le dio y ambos empiezan a hablar de las razones

142
por las que Felipe terminó con Libia. Tras un largo rodeo, Leonardo le pregunta a Felipe si

le gustan los hombres. A lo que contesta Felipe:

—Noo.

—Ahh…

¡Los hombres! ¡¡Pero qué grandísimo güevón soy, Dios mío!!

—O sea… sí me gustan. No… no los hombres… Es que… es… ¡Ufff: qué preguntica!

—…

—Lo que pasa es que yo…

—…

—…

—A mí…

—…

—A mí solo me gusta usted, Leonardo.

Lo interesante de esta confesión, provocada por la pregunta de Leonardo, es que este reac-

ciona de la mejor forma a tal punto de que se ríe, pues Leonardo le confiesa, a su vez, que él

está enamorado de Felipe. Esta confesión es central en la novela, pues permite, en primer

lugar, que la narración continúe, en la medida en que articula las acciones que siguen a esta

escena. Además, en segundo lugar, revela una conexión entre eros y philia, el amor pasional y

la amistad: el deseo que sus miradas y su complicidad revelan en el juego de seducción de las

duchas de su colegio tiene sentido en la medida en que Felipe y Leonardo no solo se sienten

143
atraídos física y sexualmente entre ellos, sino porque, además, en ellos es posible “la alegría

de amar” a la que se refiere Comte-Sponville (2012) cuando intenta responder si es posible

que persona pueda hacer el amor con su mejor amigo:

Una pareja feliz no es un hombre y una mujer (o dos hombres, o dos mujeres) que han hallado

el secreto de la pasión perpetua, que saben hacer que renazca indefinidamente esa falta, ¡hasta

echar en falta a aquel o aquella que no falta! No: es una pareja que ha sabido transformar la

falta en alegría, la pasión en acción, el amor loco en amor sabio. (71)

Justamente, para Comte-Sponville, aquellos que logran la felicidad en pareja son aquellos

que saben disfrutar de hacer el amor con su mejor amigo, que no ven a su pareja solo como

un objeto de deseo (eros), sino que viven con ella las experiencias del amor filial (phillia). Por

eso, no resulta extraño que ante la pregunta de Felipe de qué hacer ahora que saben que se

quieren, Leonardo responda: “—No sé… ¿Nos casamos?”. Mitad en broma, mitad en verdad,

lo que vendrá a continuación en la novela es el resultado de disfrutar de su amor pasional y

de afianzar su amistad (no es gratuito que el narrador protagonista siempre se refiere a Leo-

nardo como su amigo), a tal punto que en el momento de mayor crisis (cuando la familia y el

colegio increpan a Felipe por su amor y, al tiempo, cuando sabe que Leonardo no ha jugado

limpio y mantiene una relación con otro hombre) el narrador protagonista no pierda sus

ideales, como veremos más adelante. Por ahora, baste decir para cerrar este aparte que Felipe

descubrirá a partir de esta confesión que resultará muy placentero hacer el amor con su me-

jor amigo, con Leonardo, porque es su amigo: aquel que “no falta, sino que se alegra, aquel al

que más amamos, al que mejor conocemos” (Comte-Sponville 2012, 72). Obviamente, luego

de esta confesión amorosa, si bien Felipe y Leonardo no se casarán, siempre que puedan,

harán de miel sus días y noches; retozarán, se acariciarán y se besarán en el Parque Nacional,

144
en el cuarto de Felipe o en donde puedan hacerlo. Esto es narrado en la novela de forma

explícita y realista, con las palabras de dos adolescentes apasionados que son muy sinceros

con lo que les produce placer: los besos, el sexo oral y anal, el exhibicionismo, las caricias,

los juegos, compartir la cama juntos mientras duermen, etc.

Lo interesante de la narración de la sexualidad de los amantes, aparte, obviamente, del fulgor

con el que se narra, está en que los orgasmos se codifican no con palabras, sino con puntos

suspensivos. Ciertamente, en la novela, este signo de puntuación, con el que se suele codifi-

car el suspense o una elipsis de la narración, es usado bastante en Un beso de Dick, pero no siem-

pre con el mismo sentido. Por ejemplo, en toda la novela ayudan a manifestar

dramáticamente la indecisión o la candidez del narrador protagonista. Pero, con relación a

su uso en los diálogos que ocurren en las escenas sexuales, los puntos suspensivos dejan de

expresar suspenso o intermitencia y se convierten en signos afirmativos del éxtasis. Así, por

ejemplo, en la figura 3 se puede ver cómo los puntos suspensivos cambian la codificación de

la página, a tal punto que en una sola página aparecen menos de veinte palabras y, sin em-

bargo, al lector se le revela con precisión las impresiones orgásmicas de las relaciones sexua-

les en Un beso de Dick.

En esta página el código de lectura que estaba establecido desde el comienzo de la novela se

modifica para que se exprese el cuerpo, pues acá el lenguaje deja de ser simbólico para pasar

a dar cuenta la pulsión sexual, del espacio de goce en el que aflora la significancia y lo se-

miótico. Pero, para poder expresar tal significancia, la escritura presenta en medio de los

puntos suspensivos algunos signos, algunas palabras, que se refieren a la “verga” de Leonardo

o al “culo” de Felipe, y que hacen que a partir de esas palabras se pueda expresar lo indecible,

el éxtasis de la relación sexual.

145
... ... . .. .. . .. . . .. .. . . . . .. . ... . ..
... .. . ... ... .. . .. . . . . . .. .. . . . . .. . . . . ... ... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... .. . ... ... ... ... ... ... ... ... . ....... .

b~~it¡'·;¡i ·Di~s;.··..·.··..·.··..·.··........................
··· ··· ·· · ···········¡Q~é-~e;g·~-
... ... ... ... ...
... ... ... ... . .. .. . . . . ... .. . ... . . . ... ... . . . ... ... .. . ... ... ...

-¿Me va a dejar?
-Sí.
-«Sí», ¿qué?
-Sí por favor.
-Voltéese.

-Levante el culo, Felipe .

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
. .. .. . ... .. . .. . .. . ... . .. . .. . .. .. . .. . .. . ... .. . . . . ... . . . ...
... ... . ..

. .. .. . ... .. . . . . . . . .. . ... . .. ... ... ... ... . .. ... . .. ...


... ... ... .. . ... . .. .. . .. . . .. .. . . . . . .. ... .. . . . .. .. . .. . ... .. . . ..
.... ... ' ..... . ...................................... .. ...... . 61 Figura 3. Imagen de una página de
. . . . .. r ..
1

\
Un beso de Dick
Fuente: Molano ([1992] 2011, 61)

Una teoría de la lectura

Tras haber reconocido su deseo y convertirse en novios, Leonardo y Felipe siguen su vida

escolar con normalidad: van a clases, pasan tiempo con sus amigos, estudian para sus exá-

menes, etc. Es más, en el capítulo cuarto de la novela se narra un partido de fútbol en el que

Leonardo y Felipe juegan en el mismo equipo. Como resultado de este partido, Leonardo

quedará malherido por un golpe que le propinará intencionalmente un jugador del equipo

146
contrario (resulta curioso que ambos personajes, Felipe y Leonardo, resulten malheridos

emocional y físicamente, respectivamente, por culpa de juegos distintos en los que, sin em-

bargo, no siguen las reglas del fair play). Justo después del partido, el curso de Leonardo y

Felipe tiene una clase de español en la que Leonardo expondrá un poema.

Sin embargo, Leonardo no llegará a tiempo a la clase por culpa de la lesión que sufre y que lo

obliga a ir antes a la enfermería. Para su clase, Leonardo preparó el comentario del poema

“Lippi, Angélico, Leonardo”, del escritor cubano Eliseo Diego, que es anotado en el tablero

por Lucía, una de sus compañeras, quien lo excusa por no estar a tiempo y le anuncia a la

clase que ya viene. El poema aparece citado así en la novela:

No hieden, las imágenes, ni cimbran

de dolor —las imágenes. Serenas

miran desde las rocas el tumulto

de las horas hiriéndonos, el ansia

de lunes yéndose. Las aguas

no arrullan a su espalda muertes

sino que van de vida en vida, eternas

en su perfecta identidad. ¿Las odias

desde el desgarramiento de tus días

y el hambre de ti mismo, a las imágenes

—impasibles, quizás? Y entonces,

el alivio brota, y sacia,

en la raíz del alma, ¿no es ya el aire

libérrimo del oro, no es la fiesta

147
de las hebras finísimas? Sus ojos,

que no te ven, miran

—te aman. (Molano [1992] 2011, 85-86)

Al ver el poema que ha copiado Lucía en el tablero, la maestra de la clase se sorprende, pues

creía que Leonardo iba a hablar de un poema del escritor peruano César Vallejo, aunque

luego recuerda que se trató de un cambio de último minuto que Leonardo le avisó. Gracias

al narrador, nos enteramos de algunas generalidades que la maestra hace sobre Diego y su

relación con la Revolución cubana, en particular, el hecho de que

a pesar de ser cubano y vivir en Cuba, [Diego] no hace una poesía de militancia, ni de defensa

panfletaria del régimen castrista, como ocurre con otros poetas posteriores a la Revolución.

No es que ella esté en contra de la sensibilidad de la poesía frente a las cuestiones sociales,

dice; incluso esa ha sido una preocupación importante en poetas como Vallejo, que es uno de

sus favoritos, y también en Neruda [...]. Pero la profe dice que Eliseo Diego tiene la suficiente

madurez política y poética como para no hacer de la poesía un instrumento, simple y llano, de

un movimiento ideológico, sino que la entiende en sí misma. (86)

El entendimiento de la poesía en sí misma, en su autonomía, remite al hecho señalado por

Barthes en el primer capítulo de esta tesis: que el compromiso de la literatura no puede ser

instrumental, sino que debe aspirar a una “moral de la forma”, en cuyo centro está el lenguaje

poético, que en este caso se corresponde con el carácter semiótico que Kristeva ha descrito,

tal como lo confirmará el personaje de Leonardo. Tras señalar esto, los estudiantes discuten

sobre el sentido de la palabra ideología y, en medio de esta, tras ser juzgado por su ignorancia,

uno de los alumnos manifiesta su aversión hacia los libros. Esto provoca una reacción furiosa

en la maestra que, sin embargo, explica el significado que tiene para ella la lectura:

148
Además de enriquecer las ideas, como siempre hemos dicho aquí..., más que eso, es un ejercicio

de vida; si la descubren verán que puede ser una experiencia tan vital como una caricia, o como

una despedida... Por los libros podemos conocer..., y compartir el mundo que está más allá de

la punta de nuestros dedos: yo no conozco París, pero he leído a Víctor Hugo, y he leído a

Baudelaire y ya París está en mi corazón; cuando algún día la visite, la voy a saludar como a

una vieja amiga; y cuando camine por sus calles, sentiré que regreso a las calles donde jugaba

siendo niña...: porque en los libros no solo he visitado otros lugares; también he visitado mis

sueños. (Molano [1992] 2011, 88-89)

Es importante señalar que hay una diferenciación entre dos tipos de lectura en el parlamento

citado. Por un lado, está la lectura que enriquece los conocimientos de quien lee, cuya fun-

ción es en gran medida instrumental y pedagógica, puesto que su fin es comprender “que en

este mundo existen dos o tres ideas más, aparte de las de ‘mi mamá me mima’ y ‘el lápiz es

mío’” (88). Este tipo de lectura evidencia, ciertamente, una posición pasiva ante lo que se lee,

pues implica una vivencia del conocimiento como comunicación efectiva. Y, por el otro, hay

un tipo de lectura más ambicioso, que implica una experiencia capaz de enriquecer la con-

dición humana, de transformarla y de ir más allá de la transmisión de un mensaje. Los ejem-

plos de la caricia y la despedida resultan dicientes a este respecto, pues como actos no solo

transmiten una información particular, es decir, no son simples demostraciones de afecto o

ruptura, sino que, además, modifican a quienes participan de dichos actos con su reacción.

Esto es fundamental, pues en la novela, esta teoría de la lectura, en la que los textos se abren

como espacios de goce, como lugares en los que es posible desarrollar una experiencia sen-

sible (Kristeva), será demostrada con el análisis hecho por Leonardo.

149
Tras la intervención aireada de la maestra, aparece Leonardo en pantaloneta, lo que provoca

el chiflido burlón de sus compañeros y la admiración coqueta de sus compañeras y, por su-

puesto, de Felipe, su amigo y narrador de la novela, que comenta mentalmente: “Como tiene

medias blancas y tenis blancos, y la pantaloneta también es blanca, se le ven lindas las pier-

nas: morenas y gruesotas. Además tiene puesta su chamarra, y así se ve más pinta” (89). Des-

pués de estas burlas, Leonardo empieza su presentación del poema de Diego, señalando que

quiere hablar del poema “como cuando uno habla de un partido de fútbol que ha jugado”, es

decir, no con términos técnicos, sino de las jugadas,

o sea, de la emoción de las jugadas [...]. Y entonces cuando habla de un partido, uno como que

vuelve a ponerse contento o de mal genio, como cuando lo estaba jugando. Y yo quería eso:

hablar de un poema, pero no de su forma, ni casi de su contenido; sino de la emoción que yo

siento con un poema [...] y decir por qué me gusta; por qué me emociona. (90)

Para hacer esto, Leonardo recurre a lo que él y la maestra llaman su experiencia íntima de lec-

tura: “Lo que me pasó con este poema fue que al principio yo no lo entendía. Y no lo entendía,

pero me gustaba. […] a pesar de no entenderlo [lo leí] porque en el título estaba mi nombre:

‘Lippi, Angélico, Leonardo’”. A continuación, Leonardo comenta lo que le gusta del poema y

relata lo qué dicen sus versos: “Me gustó eso de unas imágenes que no huelen ni sienten dolor

[…] también me gustó que, además, esas imágenes miraban. Y que miraban ‘serenas’ desde

unas ‘rocas’ me gustó más: porque me pareció chévere ese contraste entre una cosa serena,

como tranquila, puesta en unas rocas, que es algo duro” (91). También insiste en lo que no

entiende, “por ejemplo, lo del ‘aire libérrimo en el oro’, y lo de ‘la fiesta de las hebras finísi-

mas’”, así como en los elementos que le resultan agradables, a pesar de ser contradictorios a

su juicio, especialmente en el hecho de que en el poema hay

150
unos ojos que no ven, pero que miran… que miran y aman […]. Pero esa contradicción de no ver

y mirar, ahí puesta junto a la palabra amar, a mí me hizo pensar en el momento cuando uno

cierra los ojos para dar un beso, y uno como que puede ver al otro por los labios y no por los

ojos; y hasta me puse a pensar cuando uno da un beso, es como ponerse a repasar con los labios

lo que uno ha estado todo el tiempo estudiando con los ojos. […] Además, después yo volvía a

leer el poema, y me parecía que esa contradicción del final era parecida a la mía, sintiendo que

me gustaba el poema sin entenderlo siquiera. Eso es como cuando uno se enamora de alguien,

y no sabe por qué…

Pero a mí lo que más me gustaba del poema, cuando no lo entendía, era esa pregunta de la

mitad… que es como si el que escribió ese poema me preguntara a mí si yo odiaba esas imágenes

desde el desgarramiento de mis días. Y eso me gustaba porque… a veces uno se siente así: todo

desgarrado, porque tiene problemas y eso. Y entonces sentía como si Eliseo Diego fuera alguien

que se preocupara por mí preguntándome eso…, porque era como si de alguna manera él su-

piera que yo andaba mal. Y me causaba gracia pensar que él sabía que yo estaba mal y, en

cambio, yo no sabía de qué era lo que él me hablaba.

A mí me pasó eso con ese poema. (91-92)

Después de intentar explicar su experiencia de lectura, sus impresiones, Leonardo les con-

fiesa a sus compañeros que pudo entender el poema después, porque con una “amiga” que

quiere mucho, y que “sabe de pinturas porque le gustan, y además tiene una tía que estudió

artes”, leyeron el poema y compartieron su experiencia de lectura. A esta amiga “le pareció

que el poema hablaba de un cuadro de Da Vinci que se llama La Virgen de las rocas” (figura 4).

Justamente, porque, según el par de amigos, el título del poema coincide con tres nombres

de tres reconocidos pintores del Renacimiento: “‘Leonardo’ es el nombre de Da Vinci... Yo ya

sabía eso [...]. Pero no sabía que ‘Lippi’ era el apellido de otro pintor del Renacimiento que

151
se llama Filipo, que es como Felipe, pero en italiano. Y pensamos los dos que ‘Angélico’ debía

ser el nombre de Miguel Ángel, pero también en italiano. Claro que después descubrimos

que hay otro pintor de esa época que se llama Fra Angélico, y tal vez sea ese el título...” (92).

Figura 4. La Virgen de las rocas (1483-


1486), de Leonardo Da Vinci

Fuente: Museo de Louvre, París (Francia)

Luego, Leonardo señala las semejanzas entre las imágenes del cuadro y del poema que su

amiga le ha indicado:

Mi amiga decía que las imágenes que dice el poema, las que no huelen ni sienten dolor, estas

mujeres y estos niños... Y fue muy chévere escucharla hablar de esta pintura. Porque ella decía

que todo el cuadro daba una sensación de tranquilidad, sobre todo por las miradas de esos

ojos, y por las manos de estas dos mujeres. Y mirábamos esta fuente de agua que se ve al fondo,

152
y... ella decía que parecía como si estuvieran quietas esas aguas, a pesar de que uno sabe que

se mueven, porque hasta forman una cascada chiquita entre las rocas; y nosotros pensamos

que por eso el poema decía que esas aguas no arrullaban muertes, sino que iban de vida en

vida...

Y nos pusimos a mirar cuál sería el oro en el que estaba el aire, y pensamos que eran los reflejos

dorados del sol sobre las hojas de estas matas que se ven por aquí, y en las pieles de las cuatro

figuras; y que “las hebras finísimas” debían ser los cabellos de ellas. Mi amiga... decía que esos

reflejos eran como si hubiera un poco de alegría en esa tristeza de las rocas oscuras, y que

también era como sentir que salía vida de esos cuerpos, en medio de unas cosas como muertas

que son las rocas..., y tal vez por eso el sol se refleja mucho en las cosas que tienen vida, en las

personas y en las hojas, y en cambio no alumbra casi a las rocas.

Yo le escuchaba eso... Yo no sé: era la primera vez que miraba un cuadro de esa manera; yo

pensaba que era como descubrir que también había poesía en los cuadros. Y yo miraba a mi

amiga... a su cara... y sentía que en sus ojos también había. (93)

En el público, Felipe, su amigo, quien lo escucha atentamente piensa: “¡Dios, qué tipo! || Leo-

nardo me mira de pasada. Y es como si estuviéramos solos en otra parte”. Luego, vuelve a

fijarse en sus piernas, que contempla con deseo y añade: “Hasta la Virgen de las rocas mira

como si le estuviera mirando a él sus piernas; y hasta parece que ella quisiera tocárselas con

su mano...” (94). Pero Felipe percibe que Leonardo parece estar triste,

porque ahora él dice que nosotros descubrimos que el poema habla de una sensación rara, que

solo los poetas se ponen a sentir: estar mirando las figuras de La Virgen de las rocas y sentir que

no es uno el que las mira, sino que son ellas las que nos miran a nosotros. Y entonces dice que

él ha sentido lo que dice el poema; que esas mujeres de las rocas, ahí tranquilas como están,

nos miran con pesar y con amor, a nosotros y a las desgracias que nos pasan. (94)

153
En cierta forma, con la descripción de la mirada de las imágenes, Leonardo explica la dialéc-

tica que surge entre las imágenes de La Virgen de la roca y su observador, puesto que los ojos

de las mujeres y los niños representados no esperan pasivamente a ser contemplados, sino

que observan a quienes intentan ver en ellos algo. Y su mirada es como la de una Medusa

invertida: no petrifican, sino que conectan empáticamente con el que las observa, sienten su

dolor y se conduelen de él. Hallarse observado por las imágenes y percibir en su mirada una

sensación afectiva y de compasión resulta ser una experiencia genuina de la creación artís-

tica, “que solo los poetas se ponen a sentir”, porque implica ver el mundo como un reino de

analogías y conexiones. Al respecto, vale la pena recordar los primeros versos del poema

“Correspondencias” de Baudelaire ([1857] 2008):

La creación es un templo de pilares vivientes

que a veces salir dejan sus palabras confusas;

el hombre la atraviesa entre un bosque de símbolos

Que le contemplan con miradas familiares. (95)17

La sensación poética que describe Leonardo en su comentario de las imágenes del cuadro de

Da Vinci tiene que ver con el hecho de que estas imágenes no son solo la representación

inanimada de unas mujeres que descansan con sus hijos, sino que son, para el poeta, una

imagen cifrada, un enigma, que al resolverse permite una conexión profunda con el mundo,

con la creación, pero sobre todo con el objeto descifrado. Las imágenes de La Virgen de las rocas

y “Lippi, Angélico, Leonardo” están el bosque de símbolos y son pilares vivientes que le ha-

17
El poema original en francés dice: “La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sor-
tir de confuses paroles; / L’homme y passe à travers des forêts de symboles / Qui l’observant avec des re-
gards familiers” (Baudelaire [1857] 2008, 94).

154
blan al artista y al poeta, pero con palabras crípticas, con enigmas, que se parecen a los acer-

tijos de la Esfinge. Y, sin embargo, el enigma resulta familiar gracias a la mirada de los pilares,

que no apremia ni busca castigar como la reacción de la Esfinge ante una respuesta inco-

rrecta. Por eso, la labor del poeta y del artista consiste no tanto en descifrar el enigma de las

palabras confusas, sino en darles forma, en extender y reproducir sus sentidos en un hilo de

correspondencias que van de la Naturaleza, la Creación, a los textos, a las formas artísticas.

Es decir, la contemplación del poeta revela una doble existencia de las imágenes: no solo son

objetivas (existen realmente como representaciones pictóricas), sino que, además, necesitan

de la “actividad de la fantasía subjetiva” (Buck-Morss [1977] 2011, 256) del observador para

ser descubiertas, para existir en toda su plenitud. Justamente, será la mirada poética de Eli-

seo Diego la que capte esta existencia doble de las imágenes en su poema, tal y como lo ex-

plica Leonardo, como veremos más adelante. Por ahora, hay que señalar que, con su tono

melancólico y triste, y tras describir el carácter dialógico de las imágenes, Leonardo continúa

con su explicación así:

Yo miro ese cuadro —dice él con las manos entre la chamarra, recargado a la pared, al lado del

tablero, mientras el libro rueda por todos los puestos— y es... yo no sé, es como mirar lo que

uno siempre sueña: estar ahí como las figuras del cuadro, en medio de las rocas tristes que son

como la vida de uno a veces; pero estar así de tranquilo como esas mujeres; y ya no sentir miedo

de estar solo; o de saber que un día se va a morir uno... Yo creo que eso dice el poema: que un

día yo me voy a morir y ya no podré mirar más ese cuadro, pero las mujeres de las rocas van a

seguir mirando a otros; entonces a uno le dan ganas de estarse otro rato mirándolas, como si

uno quisiera meterse en el cuadro, y estarse al ladro de ellas como están esos dos niños…

Yo les digo todo esto porque... porque ese poema y ese cuadro a mí me han hecho pensar que

cuando uno se enamora es como estar en esa pintura de las rocas. Porque el mundo sigue triste,

155
y la gente se mata, y hay gente que lo odia a uno..., hay gente que lo odia mucho a uno... O sea,

todo sigue igual de mal; pero uno se enamora, y se enamora alguien de uno... Y eso es como

estar en un lugar como ese: donde a uno lo alumbra el sol como a las figuras de las rocas. Y allí

uno puede estar tranquilo y no sentir miedo....

Claro que uno se enamora y también siente miedo...: de que al otro el amor se le acabe..., o que

se vaya, o que se lo lleven, y uno quede otra vez solo, y todo oscuro. Y entonces a uno le dan

ganas de coger a su amor y abrazarlo, y no soltarlo. (94-95)

La lectura que hace Leonardo del poema de Diego es muy particular, pues se sale de las már-

genes de los ejercicios escolares, donde la convención suele ser la lectura del contenido sim-

bólico del texto acompañada casi siempre por la revisión de aspectos formales como la

métrica, el ritmo, el vocabulario, etc., del poema. Leonardo no se interesa tanto en esto, pues

busca rescatar la emoción de la impresión primera que le produce el texto, esa fuerza de

atracción que lo obliga a leerlo y a releerlo, aun cuando no lo entiende y que le permite ahon-

dar en otros procesos de lectura. Por ejemplo, es interesante que las primeras impresiones

que él tiene del poema se conecten con las impresiones que provocan otros textos, como la

pintura de Da Vinci, en otros lectores, como la que él llama su amiga. Esto es llamativo en la

medida en la que entre él y “ella” buscan explicaciones del poema en la pintura al relacionar-

los, creando nuevos sentidos y posibilidades de interpretación, que provienen de un desci-

framiento de correspondencias (Trujillo Montón 2016), de analogías que entre ambos textos

y lectores aparecen: las imágenes de las mujeres serenas, el entorno natural que forman las

aguas y las rocas, la mirada de esas mujeres que parecen traspasar los límites de la pintura

para observar a quienes las miran, etc. Ahora bien, el quid de la lectura de Leonardo se en-

cuentra en el hecho de que, para él, tanto el poema como la pintura presentan una tensión

156
entre la serenidad de esas mujeres y la dureza de esas piedras, la vida que florece entre las

rocas y la muerte que teme el espectador o el lector, y, sin embargo, a pesar de esa tensión,

Leonardo se siente seducido por la serenidad que transmite el cuadro y de la que habla el

poema: frente al correr del tiempo, y la amenaza de la muerte y de la vida exterior, la obra de

arte promete una existencia intemporal, hecha por mano humana: un refugio más allá de la

mera vida inmanente y problemática, pero que surge de esa misma vida. (Trujillo Montón 2016,

30-32)

Pero no solo el arte promete tal refugio, sino que, además, hay en la lectura de Leonardo una

valoración positiva y enérgica de la correspondencia amorosa, pues de esta deviene el hecho

de que, aunque el mundo esté mal y sea problemático, los amantes pueden crear un espacio

donde el sol los alumbre como a las figuras de las rocas, donde pueden estar tranquilos y no

sentir miedo, a pesar de ver y sentir la dureza del mundo, como las imágenes que están entre

las rocas y en las que, sin embargo, experimentan la plenitud, el encanto, como el gato del

poema “Pax” de D. H. Lawrence, que en la casa de los vivos se siente a sus anchas, “siente la

presencia del Dios viviente / igual que una gran sensación de seguridad, / que una gran calma

que llena su corazón” (citado por Sacks [1973] 2010, 305).

Para que sus compañeros comprendan lo que Leonardo explica, este recurre siempre a imá-

genes afectivas que remiten a vivencias o experiencias que ellos también han tenido, como

la del espacio imaginado entre quienes se besan o la del enamoramiento que acabamos de

ver. Pero lo hace, además, porque con la lectura del poema le declara su amor a Felipe, quien

lo escucha y al que se ha referido como su amiga, en otro juego de doble simulación como el

que utilizaba Felipe cuando olía los pantaloncillos de Leonardo en el episodio de las duchas.

Para su declaración, les dice a sus compañeros y a su maestra que cree que ya está hablando

157
más de la cuenta y que, quizá, a todos ellos su exposición y su interpretación les puede pa-

recer una “bobada”. Mientras la maestra y los demás compañeros de ambos se quedan en la

primera simulación (la que tiene forma de amiga), Felipe sabe que Leonardo le habla a él:

Y tal vez yo no debería decirlo: porque a quién le interesa lo que yo siento. Pero, de todos

modos, desde el día en que leímos el poema y vimos el cuadro, a mí el poema me gusta más. Y

desde ese día yo... yo quiero mucho más a mi amiga. (95)

Irónicamente Leonardo manifiesta así que a nadie en ese salón de clase puede interesarle sus

sentimientos más que a él mismo; pero sabe, ciertamente, que Felipe, con el que ha inter-

cambiado miradas, lo desea, lo ama y está más interesado que cualquiera en lo que él siente

(aun cuando toda la clase ha quedado pasmada, captada por Leonardo). De esta manera,

Leonardo le muestra a Felipe todo su amor y le da un valor tan alto en su vida que lo asocia

a un poema y a una pintura que ambos valoran inmensamente. (Algo similar ocurre, por

ejemplo, con la cristalización que sufre Swann al equiparar a Odette con la Séfora de Boticelli

en Un amor de Swann de Proust; sin embargo, en Un beso de Dick, ambos amantes se asocian

mutuamente a partir de las imágenes del poema y de la pintura).

Finalmente, sobre este análisis poético, habría que rescatar que la emoción inicial de la lec-

tura que hace Leonardo no desaparece conforme se desarrolla la interpretación, sino que se

incrementa, en la medida en que esta queda inscrita en otro texto (la pintura) y en una ex-

periencia íntima (el amor). Justamente, a través de esta asociación, Leonardo halla el conte-

nido de verdad del poema y lo expresa a sus compañeros, a su maestra y a Felipe, quienes

también, por un momento, parece que logran captarlo. Este contenido de verdad sería, sin

duda, el que señala la profesora Patricia Trujillo Montón (2019) cuando dice que

158
hay momentos en la vida que son intensos y felices, y nos dan la ilusión de que el tiempo se ha

detenido. Esos momentos se pueden atesorar, como hacen estos dos muchachos. La lectura, y

esa no es la menor de sus funciones, también da asomos de esa plenitud y esa felicidad. (32)

Se trata, obviamente, de la plenitud que ya había explorado Proust en El tiempo recobrado, con

sus momentos perfectos, en los que el tiempo se detiene y el sujeto se fortalece y termina en

un encanto profundo. Si bien estos momentos perfectos no se pueden garantizar en la vida

de todos los seres humanos, pues son producto del azar, no dejan de ser una posibilidad

capaz de impulsar la escritura, como en el caso del narrador y protagonista de la novela de

Proust. Justamente, sobre esta plenitud posible se estructura Un beso de Dick. Pero esta ple-

nitud no debe ser idealizada ingenuamente por los personajes de la novela ni por el narrador

protagonista, pues aunque existe y es posible, está amenazada por el mundo exterior, pero

eso solo lo descubrirán más adelante. Por eso, tras el encanto que produce la lectura del

poema de Eliseo Diego, ese capítulo se cierra con las muestras de afecto entre Fernando y

Leonardo en las gradas de la pista de atletismo, aquella noche en la que los descubre un ce-

lador besándose y les grita que son “maricones”. Es decir, con la huida de Felipe y Leonardo,

llenos de dicha, porque han gozado de su amor y están confiados en que nadie los puede

atrapar, que nadie puede intervenir en su amor. O, al menos, eso creen.

La revelación familiar

La presencia del celador, que, en apariencia no resulta amenazante ni peligrosa al final de la

primera parte de la novela, será un contrapunto para el gozo sostenido de Felipe, una ame-

naza que, aún sin producir miedo, será efectiva y le provocará grandes dolores en la segunda

parte del texto. Ese grito del celador del que se burlan los amantes será, por tanto, un anun-

cio de las crisis que deberán enfrentar más adelante. Por eso, de lo que el lector se enterará

159
en el primer capítulo de la segunda parte es que la seguridad que les produce a los amantes

su escape no es efectiva, pues el celador encontrará un cuaderno en las gradas marcado con

el nombre de Felipe Valencia. Con este cuaderno, identificará al protagonista de la novela

como uno de los dos “maricones” que se besaban aquella noche en las gradas de la pista de

atletismo. A raíz de esto, Felipe sufrirá varias crisis que contrastarán notablemente con el

aspecto idílico que caracteriza a la primera parte de Un beso de Dick. Por eso, en primer lugar,

es necesario señalar las reacciones críticas que produce en la familia de Felipe este (re)cono-

cimiento de su orientación sexual y, obviamente, de su situación amorosa. Y, para esto, ha-

bría que aclarar que en la novela aparecen cuatro familiares de Felipe: su padre, su madre, su

hermano y su tía. Sin embargo no todos reaccionan de la misma forma, como lo veremos a

continuación.

Con relación al padre de Felipe, hay que señalar como antecedente que, en el segundo capí-

tulo de la primera parte del texto, este se muestra muy orgulloso de su hijo ante uno de sus

clientes (el padre es mecánico de carros), pues este le alaba la inteligencia y la candidez de

su hijo a propósito de una de las respuestas que Felipe le da con relación a su futuro profe-

sional: “Si uno hace bien su trabajo puede irle bien a uno en cualquier cosa” (35). Es necesario

señalar, además, que este cliente le advierte a Felipe que no debe defraudar a su padre, pues

es su obligación hacer que él se sienta orgulloso de él. Pero Felipe recibe estas palabras de

forma ansiosa, pues teme que cualquiera de sus decisiones vitales destruya las grandes espe-

ranzas que su padre ha depositado en él. Precisamente, en la segunda parte de la novela,

cuando el padre ha descubierto la homosexualidad de su hijo, lo golpea y a raíz de este golpe,

Felipe, que sostiene en ese momento una batería de un carro, cae al piso y el ácido de la

batería quema sus ojos, lo que lo deja ciego. Ya hemos adelantado en apartados anteriores

que, en el primer capítulo de la segunda parte del texto, el lector se encuentra con un Felipe

160
golpeado, enfermo y cegado. Además, hemos indicado, como lo ha subrayado Zuluaga

(2019), que esta ceguera puede ser interpretada como el castigo por transgredir la ley del

padre y no contener su deseo, tal y como le sucedió a Edipo. Habría que añadir, además, que

el padre, a pesar de su reacción colérica e impulsiva con relación a la noticia de la sexualidad

de su hijo, no deja de amar a Felipe (agape).

Esta reacción violenta se debe a varias circunstancias históricas ampliamente conocidas por

todos hoy. Por ejemplo, que, aunque desde 1981 la homosexualidad se despenalizó en Co-

lombia, solo hasta mayo de 1990 la Organización Mundial de la Salud dejó de considerar que

la homosexualidad era una enfermedad, es decir, meses antes del momento histórico en el

que se supone es narrada la novela (finales de 1989).18 Además, en los años ochenta, circula-

ban distintas creencias mal infundadas en Colombia.19 Por ejemplo, que la homosexualidad

era una desviación antinatural que debía ser tratada médicamente; o que resultaba ser una

afrenta social para cualquier familia tener un miembro homosexual, pues, además de traer

como lastre la condena moral y religiosa por la malinterpretación de los pecados de los so-

domitas en el Antiguo Testamento, a finales de los años ochenta al homosexual se le identi-

ficaba automáticamente con la pandemia del sida. Tal es el grado de identificación de la

18
Esto se sabe por las informaciones que da el narrador y los personajes con relación al aumento
desmesurado de la violencia en Colombia y los hitos de algunos campeonatos de fútbol, como la fi-
nal de la Copa Libertadores que se dio entre febrero y mayo de 1989, y en la que se llevó el título el
equipo Atlético Nacional, un club deportivo de Medellín. Justamente, en la novela recuerdan mu-
chas veces el estilo con el que el jugador colombiano René Higuita tapa los goles o el dramatismo
de la tanda de penales de la final de la Copa Libertadores en la que el Atlético Nacional se coronó
como campeón.
19
Dado que no es nuestro interés explicar a profundidad la homosexualidad como un fenómeno so-
cial, no por lo menos en este capítulo, remitimos al lector interesado a dos estudios socioculturales
que hoy por hoy son clásicos y que en muchos aspectos todavía son muy actuales: El sida y sus metáfo-
ras de Susan Sontag (1988) y Homos (1995) del profesor estadounidense Leo Bersani. Además, con
relación a la presencia gay en Colombia, hay que señalar la pertinencia del trabajo de grado en Co-
municación y Literatura de Álvaro David Urrea Ramírez (2018), dedicado también a Molano, y en
el que expone la presencia del homosexual en la prensa colombiana de los años noventa del siglo
pasado, como un referente de los textos de Molano.

161
homosexualidad masculina con el sida que aquella se convirtió en uno de los temas recu-

rrentes en los medios de comunicación (las portadas de los magazines eran ocupadas por

artistas homosexuales, surgió una contracultura travesti que inundaba la cultura pop de en-

tonces, etc.), justamente porque la enfermedad no se podía controlar y se creía que afectaba

exclusivamente a esta población, lo que profundizaba el prejuicio que relacionaba a la ho-

mosexualidad con la enfermedad. De manera que, cuando los fenómenos de la homosexuali-

dad y el sida se volvieron inseparables, las luchas del movimiento LGBT adquirieron

visibilidad, aunque al tiempo esto implicaba, además de la muerte incontrolable de muchos

homosexuales, un prejuicio sociocultural. Pero volvamos a la novela y al padre de Felipe.

Tras el golpe y la cólera del padre, Felipe se siente ansioso y preocupado, pues a raíz de la

revelación de su sexualidad varias personas han intervenido en su vida, como una psicóloga,

que ha tratado de mostrarle que está confundido. Pero su ansiedad no tiene que ver con el

hecho de que él crea en tal confusión, sino con que se pregunte: “¿De qué me sirve estar vivo

si mi vida no es mía? Ayer sí que pensé en eso: porque papá le estaba diciendo a mamá que

me iban a cambiar de colegio. […]Todo porque quieren separarme de Leonardo” (111). Si al

principio de la novela se plantea que Felipe está vivo para amar y desear a Leonardo, en este

momento, el narrador protagonista cuestiona esa ilusión y se ofusca por la manera en que su

papá y el colegio intentan controlarlo desconociendo la naturaleza de sus sentimientos y de

sus afectos (tal y como le ocurre a Holden, el protagonista de El guardián entre el centeno). En

todo caso, mientras Felipe se cuestiona por estos asuntos en voz alta, el padre de Felipe lo

escucha y le pregunta por qué está sentado en el suelo. Luego le ayuda a levantarse del piso

para que se siente en la cama y con bastante dedicación le ofrece algunos cuidados y hasta

se refiere a él con un sobrenombre cariñoso, Pitucho, lo que resulta sorprendente para Felipe:

162
“Tan chévere: ‘Pitucho’… Hace siglos que pá no me llamaba así. Desde bien chiquito; ya ni me

acordaba. ¿Qué le pasará? ¡Y se sentó a mi lado y todo!...” (114).

Esta actitud afable del padre contrasta con la que imaginaba Felipe de él tras su castigo, pues

pensaba que “papá iba a matar a Leonardo” (113), es decir, que su furia colérica sería irrepri-

mible. En este sentido, Felipe se anima a preguntarle si está enojado con él. A lo que el padre

contesta con un abrazo. Esto confunde todavía más a Felipe:

¡¿Por qué me abraza así, papá?!, si usted estaba puto conmigo: por lo del beso, ¿se acuerda?...

¿No ve que me hace sentir como una mierda?, y ya me está haciendo llorar y todo, ¿sí ve? Usted

no debería abrazarme así, viejo. Usted siempre va a estar emputecido conmigo, papá: porque

yo [¡]nunca voy a dejar a Leonardo, ni nada!...(116)

Sin embargo, esta actitud comprensiva y cariñosa del padre mengua cuando Felipe lo increpa

por haberle pegado. Felipe sustenta que no debió hacerlo, pues él no había hecho nada malo,

sino que tan solo se había enamorado. Pero el padre le reprocha que le pegó porque se ena-

moró de quien no debía. A esto, Felipe le contesta, usando una frase usual del padre, que

“uno debe enamorarse de alguien que lo haga feliz a uno” (124), pero el padre le reprocha

subiendo cada vez más la voz que

no puede ser feliz así […] nadie puede. […] Es que no se puede ser feliz con quien no se debe

[…] ¡Por qué todo tiene un orden, Felipe!... Un pájaro no se puede enamorar de un gato: ¡cómo

puede ser feliz con un gato? […] Vea, Felipe: a su edad hay cosas que todavía no se pueden

entender. Y a su edad se es muy ingenuo, y este mundo está lleno de gente depravada que se

aprovecha de eso para hacer daño. […] A su edad no se pueden entender… Además, uno no se

enamora a esa edad: enamorarse es algo serio.

A esto contesta Felipe: “Pero usted y má…”. El padre enfurecido le responde gritando: “¡Es

distinto, Felipe: entiéndalo! Gabriela y yo… Yo podía amarla a ella porque… ¡porque es natu-

ral! Pero… ¡Dios!... ¡¿Usted sabe de quién se enamoró ese muchacho?”. A lo que le contesta

163
muy temeraria pero inteligentemente Felipe, refiriéndose a sí mismo: “Él no se enamoró de

un gato” (126).

Estos diálogos muestran de forma exacta la argumentación falaz que predominaba en el dis-

curso de los sectores tradicionales que se oponían a la homosexualidad que, en el caso del

padre de Felipe, es considerada como antinatural, lo que Felipe refuta de forma directa, sin

titubeos. Sin embargo, hay que señalar que el comportamiento y el discurso del padre resul-

tan ser ambivalentes para el narrador protagonistas, pues reconoce en ellos un cariño sin-

cero, un amor real (agape), que, sin embargo, implica un abuso de poder y un deseo de

controlar la sexualidad del hijo. Esto es interesante, pues para Felipe si bien es un motivo de

crisis, no implica un cambio con relación a los ideales que manifiesta en la primera parte del

texto.

Con relación al hermano de Felipe, es importante señalar que si bien este no actúa como el

padre, al enterarse de boca de su propio hermano que lo han encontrado besándose con otro

muchacho en las gradas de la pista de atletismo, sí rompe en llanto. No le recrimina nada a

Felipe, no lo grita, no se desespera, pero sí llora silenciosamente por la revelación de la ho-

mosexualidad de su hermano. De su llanto, así como de su silencio y de la sorpresa con la

que toma la noticia, se intuye que, en cierta forma, el hermano comparte con el padre una

posición similar en la novela y que, por tanto, ambos representan la visión más tradicional

sobre la homosexualidad pública, con la particularidad de que ambos expresan, explícita e

implícitamente, la culpabilidad de Felipe. En el caso de la madre, resulta muy diciente que

en la novela ella no tenga una sola línea en la que hable. Se sabe que existe, el padre la llama

por su nombre (Gabriela), se le dice al lector que es enfermera, que ha cuidado la lesión de

su hijo, pero nunca se dice explícitamente que lo haya recriminado o apoyado, ni tampoco el

narrador muestra su reacción. En principio, se podría pensar que su silencio implica que no

164
agencia ninguna acción. Sin embargo, se sabe de boca de la tía paterna de Felipe, que lo visita

días después del accidente, que “Gabriela es una mujer muy cuerda” (137). Es decir, que la

tía paterna y la madre de Felipe comparten la misma posición en el campo de fuerzas que es

la familia de Felipe. Por lo que su posición se puede deducir gracias a la de la tía en la novela.

La tía, que se dedica a la enseñanza de arte en una universidad de Medellín, visita a Felipe

porque su hermano, el padre de Felipe, le ha pedido que se lo lleva unos días a esa ciudad (de

la que todos son originarios). Sin embargo, ella no hace esto y, en cambio, le pregunta a su

sobrino sobre las circunstancias de su relación amorosa. De esta manera, confronta lo que le

han contado sus familiares en Bogotá, a partir de la versión que Felipe le narra y que esta

privilegia. En ese diálogo, lo primero que descubre es que Leonardo es un joven apasionado

por la lectura. Es más, en un ambiente de confianza, Felipe le pide que le lea una hoja de

cuaderno que alguien le ha enviado, pues él no puede hacerlo. Pero, en lugar de un mensaje

o una esquela de Snoopy como la que Felipe le envió a su exnovia Libia, la tía encuentra un

poema del escritor francés Jacques Prévert, titulado “Para ti, mi amor” que dice:

Hoy he ido al mercado de pájaros

y he comprado pájaros

para ti,

amor mío.

Hoy he ido al mercado de flores

y he comprado flores, hermosas flores,

para ti,

amor mío.

Hoy he ido al mercado de hierros,

y compré cadenas, pesadas cadenas,

165
para ti,

amor mío.

Y luego, he ido al mercado de esclavos

para comprarte.

Pero no te encontré,

amor mío. (137)

Tras la lectura del poema, la tía señala la belleza del poema y le pregunta a Felipe si se lo ha

enviado Leonardo. Con esto, queda claro para Felipe que sus familiares le han informado

sobre todos los detalles de su relación y se lo hace saber, a lo que ella contesta: “No… no

creo. Casi todo lo que he oído han sido bobadas. Aunque tengo que reconocer que Gabriela

[la madre de Felipe] es una mujer muy cuerda”. A lo que contesta Felipe:

—Ella no me ha reprochado nada.

—Tal vez… No sé, tal vez no haya nada que reprochar.

Ah… que rico oír eso. (137; las itálicas son nuestras)

Este gesto de comprensión de parte de su tía le permite confiar en ella, confirmarle que él y

Leonardo se quieren mucho y preguntarle a ella si eso le molesta, a lo que contesta: “Nnno.

Yo me imagino todo y… me parece bello. O sea, yo me imagino al otro muchacho, y lo imagino

hermoso…, y los veo a ustedes dos juntos…, y entonces todo me parece bello. […] Pero me

pongo un poquito triste también. Imaginarlo me pone triste” (138). Más adelante, cuando

Felipe y ella han ido a comer un helado y, luego, a recoger a Leonardo, ella le confiesa que esa

sensación de tristeza tiene que ver con una necesidad irracional de saber quién es Leonardo:

“Lo que más deseo es conocerlo… No realmente conocerlo, sino… ver quién es el que lo besa

a usted…, mirar quién es el que acaricia a mi sobrino y… No me explico el objeto de hacerlo”

(151). Ante esta reacción, es posible intuir que la tía de Felipe siente angustia o culpa por la

166
relación de su sobrino, en la medida en que considera que conociendo a Leonardo se sentirá

más tranquila, pues confirmará que se trata de un joven hermoso como el que ha descrito

antes y quizá no de un seductor, de un adulto aprovechado. En cierta forma, y aunque el

texto no lo dice, esta actitud ansiosa de la tía demuestra su ambivalencia con relación a los

sentimientos y la orientación sexual de Felipe: sabe, de forma racional, conscientemente, que

una relación homosexual no debe ser reprochada, pero, al mismo tiempo, se siente en la ne-

cesidad de comprobar, quizá, que nadie se aprovecha de su sobrino o, mejor, de que este no

se encuentra en una situación de desventaja y que, por tanto, se trata de una relación acep-

table. Ahora bien, según el texto, específicamente, según el parlamento de la tía, su ambiva-

lencia con relación a Leonardo es el resultado de una experiencia nostálgica producida por

el amor juvenil perdido y por la idea de que los seres humanos tienen la

manía de hurgar en la intimidad de los otros. Como si algo muy importante estuviera ocu-

rriendo siempre en la vida de los otros […] sobre todo si los otros son uno jovencitos… Enton-

ces, ya no se trata de algo de lo que nos estemos perdiendo, sino de algo de lo que

definitivamente nos perdimos. (151)

Sin embargo, ella misma reconoce que tal explicación nostálgica no es conveniente, pues no

la experimenta con la relación amorosa que tiene su propia hija adolescente. Quizá lo que

alimenta la curiosidad del personaje es el deseo que entre su sobrino y su amigo existe, pues

es de carácter prohibido y políticamente resulta transgresor. En todo caso, si bien el sobrino

y la tía logran establecer un vínculo de confianza, aquel no le cuenta todos los detalles de su

relación por pudor y por miedo, por ejemplo, a que recrimine el juego sucio de Leonardo. Por

eso, evita contarle las razones que motivaron su último disgusto. Pero, ella nota que, más allá

de desencuentro, Felipe y Leonardo se aman y de desean de forma genuina, por lo que le

propone que lo recojan en el colegio y vayan a cenar afuera. De esta forma, queda claro que

167
mientras el padre y el hermano se oponen al deseo de Felipe, la madre y la tía no se oponen

a su deseo o, si lo hacen, no son tan radicales y escépticas como el padre. A esto se refiere

Zuluaga (2019) cuando dice al final de su sentido prólogo a la edición más reciente de la

novela que, como el catcher que cuida a los niños en el campo de centeno de Salinger, la tía

aceptó el deseo de estos dos muchachos, y fue su cómplice, pero no por una falsa o fácil tole-

rancia, sino porque tal vez entendió que no hay revolución más fulgurante (ni mejor salvación)

que la de los amantes. Que el amor de ellos necesitaba de su bondad. Y que al permitirles ser,

ella era. (21)

E Por todo esto, se puede decir que las posiciones de los hermanos Valencia, de la tía y el

padre de Felipe, resultan diametralmente distintas. Si el padre insiste en el carácter “antina-

tural” del deseo homosexual, la tía, en cambio, le propone a Felipe que en su película, Los

ladrones de relojes, los jóvenes amantes no conformen una pareja heterosexual, sino una homo-

sexual, compuesta por dos muchachos. Con esta sugerencia, la tía expresa que el deseo ho-

mosexual no le parece problemático ni antinatural. Es más, parece que lo envidia, no por las

condiciones en el que se da, sino porque, por un lado, es tan fuerte y robusto que puede

soportar la crisis familiar y, por el otro, su contenido de verdad, su carácter genuino, resulta

innegable. Justamente, porque aquello que han perdido los adultos con relación a la expe-

riencia amorosa de los jóvenes resulta ser el carácter genuino de los sentimientos y la posi-

bilidad de no tener que vivir de acuerdo con una convención social o moral, pues lo que de

alguna forma envidia la tía de Felipe es que él y Leonardo, a pesar de las crisis que deben

afrontar, mantengan su deseo y su amor a flote. Lo que no sabe la tía, sin embargo, es que a

raíz del juego sucio de Leonardo Felipe ya no confía plenamente en la ilusión cándida del

amor sin convenciones.

168
La resolución ambivalente

Al final de la novela, el texto insiste en la necesidad de mantener viva el alma a pesar de los

escollos que plantea la vida, en el sentido de que, como lo señalan Pouliquen (2018), resulta

necesario “asumir el fracaso, levantar la cabeza, abrir nuevas vías”, para “rehacer sin cesar”

la apuesta de amar-matar. Justamente, Leonardo deberá enfrentar que sus ilusiones sobre un

amor que se juega limpio sean corroídas con una confesión de Leonardo. Antes de encon-

trarse con su tía, al siguiente día de que sus ojos fueran curados tras la quemadura con ácido,

Felipe se escapa al estadio de la ciudad, donde había quedado días antes de encontrarse con

Leonardo para ver un partido de fútbol. La parte que dedica la novela a este episodio nunca

explica explícitamente qué le dice Leonardo a Felipe, sino que se centra en el momento an-

terior a su encuentro, en el que un vendedor ambulante, miserable y proveniente de Mede-

llín, la ciudad natal de Felipe, conversa con él y reconoce como legítimo su deseo y su amor

por Leonardo. Ahora bien, por informaciones posteriores que aparecen en los capítulos ter-

cero y cuarto de la segunda parte del texto, el lector se entera que Leonardo le ha dicho algo

que ha provocado un desencuentro entre él y Felipe. Por eso, para Felipe resulta muy valiosa

la ayuda de la tía en su esfuerzo por hacer que se encuentren, como un alcahueta. En todo

caso, en los últimos capítulos de la novela el lector se entera en un comentario del narrador

protagonista de que, el día de la cita en el estadio, Leonardo le ha confesado a Felipe que él

no vive en su casa:

Que vive con un tipo. No un tipo. Sino con un amigo. Un tipo que es un amigo, como dice tía.

Además, un tipo de veinticinco años no es un tipo. […] Y Leonardo pensará que estoy enojado

con él por eso. Yo creo. Porque no le dije nada cuando me lo contó. Ni después… ¡Pero yo qué

le podía decir! Y como iba a enojarme, si antes de soltármelo me había dicho que yo ya no lo

iba a querer. Como mil veces lo dijo… Leonardo siempre me dice eso: “Usted un día no me va a

169
querer, Felipe”. Y yo me enamoro más de él cada vez que me lo dice. Él sabe que yo me enamoro

más… ¡Bien astuto Leonardo! […] ¡Yo no sé cómo estoy! Enojado, no. Pero los celos, claro… ¿Y

celos de qué?: si él no ama a ese tipo. Sí lo quiere, claro. Pero si él se fuera, Leonardo no se

pondría triste: así me dijo. ¡Además a mí qué me importa con quién viva!... : yo no quiero eno-

jarme con mi amigo. […] ¿O sí?… En el fondo me dan ganas de bajarle el pantalón y darle como

azotes por el culo… Pero después abrazarlo. Y besarlo mucho… (139-140)

Los deseos de Felipe hacia Leonardo plantean, sin duda, una reacción ambivalente, producto

de la confesión de Leonardo que pone en crisis su relación. Aunque el lector reconoce que

Felipe no quiere separarse de Leonardo (y por eso va a buscarlo con su tía al colegio), tam-

bién sabe que una de las ilusiones de Felipe, el amor con juego limpio, ha sido corrompida

por la confesión de Leonardo.

Sin embargo, en el último capítulo, Leonardo le reafirma a Felipe que, si por él fuera, no vi-

viría con su amigo de veinticinco años, pues le amarga pensar que es un “putáneo” un man-

tenido, una cocotte, como dice el narrador protagonista de En busca del tiempo perdido de Odette

de Crécy. Pero a diferencia de esta, Leonardo siente pena por su condición de mantenido y

sabe que si vive con ese tipo es porque su papá lo ha echado de su casa y lo ha dejado en

situación de desamparo, sin que nadie pueda cubrir sus necesidades, por lo que ha tenido

que recurrir a este amigo, que tiene dinero y es hijo de uno de los socios de su papá. En su

encuentro con Felipe, Leonardo insiste en remarcar esta situación como un atenuante al do-

lor que le produce a su amigo pensar que ha sido engañado y que le ha jugado sucio. La novela

no lo dice explícitamente, pero el lector puede intuir a partir de las situaciones que Felipe y

Leonardo experimentan al final de la novela que el narrador protagonista comprende esta

situación de forma realista, aunque no le place ni le parece conveniente, pues le duele; de ahí

que busque a su amigo, pues sabe en carne propia lo que significa la desaprobación del padre

170
y la familia y, a diferencia de Leonardo, ha corrido con mejor suerte y su castigo no le ha

quitado ni el amor ni la protección de su familia (aunque sí lo ha dejado ciego).

Por esta razón, Felipe acompaña a Leonardo a la casa donde vive con su amigo de veinticinco

años, pues este no se encuentra en la ciudad. Allí escuchan música, se acarician, se besan y

gozan del deseo del encuentro sexual. Aunque nos encantaría subrayar y dedicar muchas

páginas a la experiencia sexual en Un beso de Dick, no es posible hacerlo en este lugar, pues es

algo que el lector o lectora debe conocer por su propia cuenta, ya que al no ser nuestro texto

un texto de goce, como dice Barthes ([1973] 2011), no es posible alcanzar a explicar la expe-

riencia de los amantes en todo su esplendor. Sin embargo, hay que señalar que la novela ter-

mina con otra declaración de amor de Leonardo, en la que quedan mezcladas las pulsiones

sexuales, y de la que se sobreentiende que Felipe lo ha perdonado con algo de recelo, “sin

querer queriendo”, pues ante la petición que le hace Leonardo de que no se vaya, Felipe con-

testa, con la última línea del texto: “No me deje ir” (164). Es decir, le manifiesta su deseo de

seguir juntos, pero demanda, implícitamente, que Leonardo haga algo por ellos y que, puede

suponerse, consiste en dejar a su amigo y encontrar un cuarto propio, donde su amor no se

vea amenazado por el exterior.

De esta manera, la resolución de la novela se caracteriza no por su escepticismo o su carácter

negativo, como el que caracteriza a El guardián entre el centeno, sino, todo lo contrario, por su

respuesta afirmativa a los problemas que el mundo le plantea a Felipe. Y debemos insistir en

el carácter afirmativo de esta respuesta, puesto que en la novela se privilegia la toma de po-

sición de Felipe, caracterizada, sin duda, por la plenitud que produce el amor y por la con-

fianza que este puede depositar en una vida basada en la autenticidad de los sentimientos,

pero que, sin embargo, debe enfrentarse a múltiples escollos, a la posibilidad del desamor,

de que exista otro en la vida del ser amado. De cierta forma, esta toma de posición resulta

171
ser muy semejante a la de El amor en los tiempos del cólera, tal y como ha sido estudiada por

Pouliquen (2018), en la medida en que ambas novelas plantean en sus finales una figura clara

del encanto, que el caso de Molano se extasía por el gozo de la sexualidad, pero que es ame-

nazada al mismo tiempo por la muerte, en el caso de la novela de García Márquez, y por la

separación definitiva, las crisis que provocan los celos o el desamparo económico del sujeto,

en el caso de Un beso de Dick.

172
IV. VISTA DESDE UNA ACERA: ENTRE

LA EROTICIDAD Y LA MUERTE

Vista desde una acera inicia con un epígrafe que anuncia los temas y problemas de la novela. Se

trata del poema titulado “Funeral Blues” del escritor inglés W. H. Auden, cuyo primer verso

es “Detengan todos los relojes, corten el teléfono”. Resulta curioso que bajo la firma de Au-

den aparezca, entre paréntesis, la circunstancia en las que el poema fue hallado: “Recordado

por un muchacho para su amigo en Cuatro bodas y un funeral” (15), una película dirigida por el

inglés Mike Newell en 1994. En esa película el poema es recitado por el personaje de

Matthew (interpretado por el actor escocés John Hannah) en el funeral de su pareja Gareth,

cuyo ataúd está justo delante de Matthew. Más allá del argumento de la película, nos in-

teresa destacar que de toda la película el momento en el que el personaje recita el poema es

el más conmovedor por el dolor y la pena evidentes en las expresiones faciales y en el tono

de voz entrecortado con el que Matthew recita el poema. Por eso, quienes asisten al funeral

(los personajes, los espectadores y, gracias a la aclaración de la novela, los lectores) se co-

nectan con su dolor empáticamente.

A diferencia de la oda a la vida, al amor y al deseo con la que inicia el primer capítulo de Un

beso de Dick, esta novela empieza con un tono elegíaco propiciado, sin duda, por los versos de

Auden. Pero que aparezca la mención a la película nos hace inevitablemente referirnos, a un

173
mismo tiempo, a la puesta en escena y al sentido que cobran en ella los versos. Justo antes

de recitarlos, Matthew dice que aquello que expresa el poema es exactamente lo que quiere

comunicarles a todos. Y empieza con la lectura de los tres primeros versos que muestran que

la voz poética demanda ciertos preparativos silenciosos para unas pompas fúnebres: “Deten-

gan todos los relojes, corten el teléfono / que el perro no ladre con su jugoso hueso / Silencien

los pianos y con tambores aturdidos saquen el ataúd” (Molano 2012, 15). Matthew alza la

cara y empieza a recitar de memoria el poema de Auden. Con una mirada hacia lo profundo,

sin un punto en específico, continúa diciendo las demandas de la voz poética; y mientras la

cámara enfoca los rostros compungidos de sus amigos y conocidos recita: “Permitan que sus

seres queridos se acerquen / Que los aviones sobrevuelen el lugar / dejando en el cielo este

mensaje: ÉL ESTÁ MUERTO” (ibíd.). Luego señala otros preparativos, como que los policías

usen guantes blancos, que se corresponden más con un funeral de Estado que con el de un

familiar o un ser amado. Cuando termina esta parte del poema, que trata sobre todo de unos

preparativos que tienen más la forma de los augurios, Matthew, con voz más fuerte, pero

más triste, recita los siguientes versos: “Él era mi norte mi sur mi este mi oeste / mi semana

laboral y mi descanso dominical / mi medio día mi media noche mis palabras mi canción”

(ibíd.).

Estos versos demuestran a través de las imágenes de los puntos cardinales, de los tiempos

de descanso y trabajo, de los registros del habla y del canto, que aquel que ha muerto era todo

para la voz poética: era el espacio y el tiempo sensible que experimentaba en su corazón,

como dice el narrador de La prisionera de Proust al referirse al amor. Por eso, el último verso

que le oímos y vemos recitar a Matthew es fulminante: “Creí que este amor sería para siem-

pre: me equivoqué”. Con la muerte de Garreth, obviamente, muere el amor como ese tiempo

174
sensible para el personaje de la película y, para la voz poética, la muerte del ser amado solo

revela la ironía de la vida, el destino inexorable de los seres humanos. Por eso, no hay “amor

constante más allá de la muerte” ni posibilidad de seguir viviendo, como queda claro con los

últimos versos del poema que resuenan en la voz de Matthew mientras suben el ataúd al

coche fúnebre, en una superposición del texto poético y la imagen en movimiento:

Las estrellas no son deseadas ahora: apánguelas todas

empaquen la luna y desarmen el sol

desborden el océano y levanten los bosques

ya que nada ahora puede tener sentido. (Ibíd.)

Así, tanto para el personaje de la película como para la voz poética, el sentido de la vida se

agota con la muerte del ser amado, de tal forma que ningún elemento de la naturaleza puede

ser cantado (no hay romanticismo ni lirismo posible), pues, a pesar de su esplendor, lo único

que demanda la voz poética es callar toda esa belleza. Justamente, porque la muerte del ser

amado elimina el deseo y sin este la vida pierde su “eroticidad”, sus momentos de plenitud,

de manera que lo único que queda, como dice Shakespeare, es el silencio.

Como veremos, Vista desde una acera expresa el dolor que provoca la proximidad de la muerte

del ser amado, pero, al mismo tiempo, como el poema de Auden, este dolor, como la dureza

de las piedras de La Virgen de las rocas, estará en tensión permanente con el amor incondicional

de Fernando y Adrián, los protagonistas de la novela. En todo caso, el epígrafe anuncia el

final de la historia amorosa de los protagonistas de la novela, pero el relato que el narrador

cuenta no irá tan lejos, sino que se concentrará en la vida de los amantes por separado, en su

posterior encuentro y en lo que les implicará saber que su existencia está irremediablemente

comprometida por el sida.

175
La sentencia de muerte

Luego del epígrafe, la segunda novela de Molano inicia con una entrada de un diario escrito

por Fernando, el narrador protagonista, titulado “Escenas para un diario: primer día”. Las

escenas que narra este diario nada tienen que ver con un idilio amoroso: Fernando y Adrián,

dos jóvenes estudiantes de la carrera de Lingüística y Literatura de la Universidad Pedagó-

gica Nacional de Bogotá, se encuentran en un hospital esperando los resultados de la prueba

de VIH de Adrián, que ha padecido distintos trastornos digestivos sin hallar la razón de es-

tos. Como es de esperarse, después del anuncio del poema, el “primer día” que narra este

diario tiene que ver con un acontecimiento relacionado con la enfermedad y la muerte que

cambiará radicalmente las rutinas de los personajes como estudiantes de literatura y aspi-

rantes a escritores: los achaques de Adrián son un producto del sida.

Esta noticia no tendría tanta trascendencia hoy, pues actualmente existen tratamientos re-

trovirales que permiten reducir la presencia del virus de tal forma que les permiten a los

enfermos de sida tener la misma expectativa de vida que quienes no están enfermos y, ade-

más, el tratamiento hace que los infectados sean incapaces de contagiar a otros, pues se vuel-

ven “indetectables”. Sin embargo, en el tiempo en el que Fernando Molano escribió la novela

(1994) y en el que se sitúa el relato (1988), haber sido diagnosticado con VIH se consideraba

mortal. Para ese momento, el sida ya se había llevado al reconocido filósofo francés Michel

Foucault (1984) y pronto sería la causa de muerte del poeta español Jaime Gil de Biedma

(1990) y del cantante inglés Freddy Mercury (1991).

176
Aunque Fernando y Adrián están tristes, acongojados y perplejos por el dictamen médico,

estas primeras escenas del diario no son tenebristas ni lúgubres, pues ellos asumen la enfer-

medad valientemente como el producto de su gozo. Justamente, Adrián rompe el silencio

tras la entrega de los análisis diciéndole a Fernando: “Pero fuimos felices, ¿cierto?” (18). Esta

afirmación, con su respectiva pregunta conativa, provoca en Fernando la admiración de la

valentía de su amigo y, a su vez, la necesidad de decirle que lo ama. Pero, además, el lector la

puede interpretar como una afirmación de la libertad sexual y de su gozo irrestricto, como

veremos a continuación.

Actualmente no existe un tratamiento efectivo que permita curar el sida, aunque se sabe,

por un lado, que muchos laboratorios y centros médicos trabajan muy interesadamente por

conseguirla, y, por el otro, que hoy en día existen avances significativos, como la síntesis de

medicamentos antirretrovirales que, con su uso constante, evitan la transmisión del virus,

así como el uso de las profilaxis prexposición (PrEP) y posexposición (PEP) que, usadas

correctamente, tienen una alta efectividad para evitar el contagio del VIH. Sin embargo,

desde 1981, cuando se entendió el cuadro clínico de la enfermedad y esta se consideró una

pandemia de proporciones mundiales, si se nos permite la redundancia, no existían trata-

mientos médicos y tres eran los métodos profilácticos para enfrentar la pandemia: la absti-

nencia sexual, el no uso de drogas inyectables y el uso del condón.

De todos estos, ya se sabía en ese momento que el condón era (y todavía lo es) el método más

efectivo para prevenir el contagio. Es decir que en el tiempo del relato de la novela de Mo-

lano, incluso en un país en desarrollo como Colombia no era un secreto el carácter mortal

del sida ni su manera más efectiva de prevenirlo. Aunque, ciertamente, la hipocresía sexual,

como la llama Sontag ([1988] 2010), que caracteriza a un sociedad tan tradicional como la

177
colombiana y, sobre todo, la bogotana, ha hecho imposible que exista una educación sexual

bien informada incluso hoy,20 de manera que se puede inferir que en el tiempo de Vista desde

una acera las campañas de prevención eran excepcionales. Es más, en un artículo médico de

1989, los especialistas H. I. Goldberg, N. C. Lee, M. W. Oberle y H. B. Peterson demuestran

que en Colombia el uso del condón, aunque se conocía, era también excepcional y mínimo.

Por lo anterior, podría decirse que quizá entre muchachos homosexuales de un país en desa-

rrollo y en situación de pobreza, como Fernando y Adrián, el uso del condón no estaba ge-

neralizado, no por desconocimiento, sino por dificultades en el acceso o incluso desidia ante

los alcances y efectos de la pandemia del sida, así como de otras enfermedades de transmi-

sión sexual. Y, sin embargo, que la primera reacción verbal ante el resultado de la prueba

tenga un sentido adversativo (“pero fuimos felices”) demuestra, en cierta forma, que tanto él

como Fernando conocían los riesgos de una sexualidad activa y sin protección, que no se

arrepienten de haberla experimentado más allá de los límites de la seguridad y que, con esa

convicción gozosa de su libertad sexual, alcanzaron la felicidad. Obviamente, la fuente de

esta interpretación se halla en el psicoanálisis y en su explicación del principio del placer a

través de su famosa sentencia: “Más allá del placer está la muerte”. Justamente, porque el

principio de placer regula la satisfacción humana y evita que esta transgreda los límites de

la seguridad; si se transgreden estos límites, el sujeto, al no renunciar a la satisfacción, al-

canza el goce (la jouissance), una satisfacción desmedida que puede provocar la muerte, pues

20
Como puede verse en la polémica que provocó el uso de las cartillas de educación sexual que impulsó
el Ministerio de Educación Nacional en el año 2016, la sexualidad activa no deja de ser incluso hoy algo
que se considera moralmente ilícito (Hurtado 2016).

178
transgrede los límites de la civilización, de la cultura, como ocurre con el erotismo de Bataille

y de su Historia del ojo, como veíamos en un capítulo anterior.

Con la afirmación de su felicidad, Adrián señala un aspecto de la dicha “desmesurada” que

imperó entre los varones homosexuales desde los años setenta en las urbes de América. Jus-

tamente, sobre esto Sontag ([1988] 2013) comenta:

La opinión de que las enfermedades de transmisión sexual no son graves llegó a su apogeo en

los años setenta, cuando muchos varones homosexuales se reconstituyeron en algo así como

un grupo étnico, una de cuyas particulares costumbres folclóricas era la voracidad sexual, y

las instituciones de la vida urbana homosexual se convirtieron en algo parecido a un sistema

de mensajería sexual de una rapidez, una eficacia y un volumen sin precedentes. (186)

En el placer desmesurado que la voracidad sexual le permitió, Adrián implícitamente ob-

serva la dicha desmedida que le prodigó felicidad en su momento y que, al tiempo, lo ha

condenado a padecer la enfermedad. En todo caso, Fernando y Adrián deben asumir la en-

fermedad como un hecho innegable y, por tanto, consideran luego cómo afrontarla. Por eso,

se plantean algunas posibilidades para su vida de ahora en adelante, que van desde un idílico

e imposible suicidio en el mar hasta la continuación de sus vidas en la precaria situación

económica en la que se encuentran (al ser esta última la única opción posible será por la que

optarán). Aunque los protagonistas saben asumir tal disposición resultará ser dolorosa y

difícil, sus rostros en ese momento son iluminados por la luz de un atardecer que “parece de

mentiras”, que es como la luz que alumbra las imágenes de La Virgen de las rocas. Ese martes

12 de abril de 1988, en el que han recibido una sentencia de muerte, tiene un efecto ambiva-

lente para el narrador, que encantado con la luz y la valentía de Adrián termina el fragmento

diciendo: “No puedo creer este atardecer tan bello” (22).

179
Si a las imágenes del cuadro de Leonardo las alumbraba la luz que formaba hilos de oro era,

quizá, porque el amor que estas podían experimentar por quienes las contemplaban. En

cambio, a Fernando y Adrián ese atardecer los iluminará con la luz difícil: la misma que, en

la novela del mismo nombre del escritor colombiano Tomás González, representa no la an-

gustia por la inminencia de la muerte, sino la aceptación “tranquila” de que se está viviendo

el epílogo de una vida y que su final no se puede postergar. Y, sin embargo, para los persona-

jes de Molano y de González, ese final tendrá la capacidad de liberarlos de la enfermedad, el

dolor y la pena de forma plena y “feliz”, pues saben que lo afrontarán estando al lado de sus

seres más amados y deseados.

Como en un fragmento del diario del escritor Franz Kafka, el final de “Escenas para un dia-

rio” relaciona dos cosas que parecen ajenas: si en Kafka el estallido de la guerra aparece al

lado de la visita a la piscina, en la novela de Molano el primer día de la guerra perdida de los

personajes se relaciona con un atardecer excepcionalmente bello. ¿Cómo es posible que el

narrador y protagonista de la novela pueda experimentar placer estético al ver la luz dorada

que baña los cerros y edificios, mientras sobre él y su amigo se posa la sombra del desgaste

físico, el dolor y la muerte prematura? ¿Cómo puede contemplar desde la acera la belleza del

mundo cuando se encuentran él y su amigo condenados al padecimiento y el horror de una

enfermedad que, para entonces, era extraña e incurable? ¿Cómo es posible la felicidad efí-

mera, el gozo, que produce la experiencia estética mientras se hunden los sueños, la espe-

ranza y la vida misma?

Para empezar, habría que decir que Fernando y Adrián no sienten alegría banal ni tampoco

son indiferentes con su situación, pues saben de la enfermedad y le temen; tampoco pueden

estar tranquilos ni cómodos, pues están en la Fundación Santa Fe, bien al norte de la ciudad,

180
tan lejos de sus casas, y saben que para regresar a la casa más cercana, que es la de Fernando,

deben viajar por lo menos una hora y media en un bus lleno de gente; y todo se agrava todavía

más si se tiene en cuenta la diarrea y el malestar de Adrián. Y, sin embargo, si hay algo de

placer en la escena es porque Fernando y Adrián están juntos. Por eso tiene sentido que Fer-

nando le narre a Adrián sus fantasías de asaltar la dicha, de hacer un viaje a Cartagena, de

disfrutar mucho, y de que Adrián las complete con sus propias imaginaciones, en una escena

que recuerda, en alguna medida, los diálogos del Chavo del Ocho con sus amigos, cuando

imaginan mil juegos que no logran ni empezar o las tortas de jamón que tanto le prometen,

con las que tanto sueña, pero que nunca le dan. Es decir, cuando se le da rienda suelta a la

imaginación. Pero en Vista desde una acera la fantasía no tiene ese efecto cómico y jocoso del

Chavo, pues sus protagonistas, que aunque ya no son niños y aún así pueden jugar, saben que

todo lo que se dicen es una mentira que les evita caer en el patetismo trágico:

Es algo muy tonto, pero sonreímos, sabiendo que hemos empezado a mentirnos. Pues no hay

nada más cierto, y lo sabemos, que será imposible vivir juntos, que el dinero que yo gane al-

canzará, apenas, para sobrevivir; para, como hasta ahora, vivir la vida de coger bus, vernos en

algún lugar del centro, alguna vez ir a cine o beber una cerveza. Así que lo de vivir juntos,

Cartagena, disfrutar mucho y el préstamo que no le pediremos a David, ni a Beatriz, ni a nadie,

son solo mentiras que decimos para decirnos otra: que estamos juntos, o algo por el estilo.

Solo eso. (Molano 2012, 21)

La sonrisa que les produce mentirse mutuamente no es, de ninguna manera, resultado de un

shock, sino una forma muy realista e irónica de afrontar la desgracia, porque sin nada en los

bolsillos y sin nadie que los apoye, el sueño de morir felices y tranquilos no es más que otro

lujo que no pueden permitirse. De esta manera, el inicio de Vista desde una acera nos plantea

181
problemas similares a los que ya enfrentamos con Un beso de Dick: un narrador protagonista,

un tipo de novela que es muy cercana a la autoficción, etc. Sin embargo, la dicha y la plenitud

desmedida, apenas amenazada por el exterior en Un beso de Dick, si bien no se reduce en esta

novela sí queda fuertemente determinada por inminencia de la muerte y la pesadez de la

enfermedad. Aunque son jóvenes los protagonistas de Vista desde una acera, el sida ha traído

consigo, tanto para Adrián que lo padece como para Fernando que lo cuida, una muerte

anunciada.

El código de la novela

Vista desde una acera es una novela mucho más codificada que Un beso de Dick. Su narración es

producto del entrecruzamiento de los códigos del diario personal y del relato novelesco en

tercera persona. Para narrar la anécdota, la novela se divide en tres partes: “Memorias de dos

niños”, “No te toques ahí” y “Adrián”. Cronológicamente, estas tres partes van desde el naci-

miento, pasando por la infancia y la juventud, hasta el inicio de la adultez de Fernando y

Adrián, con la particularidad de que las tres partes son narradas por Fernando.

Esto es muy interesante, pues, cuando habla de sí mismo, se trata de un narrador protago-

nista, pero cuando relata los sucesos de la vida de Adrián, antes de conocerse con él, es decir,

en las dos primeras partes, se vuelve un narrador en tercera persona. La tercera parte vuelve

a ser narrada en su totalidad por Fernando, como protagonista, en la medida en que esta

cubre el lapso en el que los protagonistas se encuentran. Ahora bien, a partir del diagnóstico

de Adrián como enfermo de sida, Fernando elabora un diario, pero sus entradas no aparecen

al final de la novela, sino que son puestas entre las partes y los capítulos del texto, de tal

forma que ambos códigos (el del relato novelesco y el del diario) contrapuntean. Es impor-

182
tante señalar que, con relación a Un beso de Dick, en esta novela el presente puro de la perfor-

matividad queda reservado para el diario, mientras que la narración de los demás aconteci-

mientos se hace en pasado.

El uso de todos estos recursos, la inserción de otros textos y códigos como el de un ensayo

al final de la novela complejizan la estructura novelesca y obligan al lector o lectora a estar

más atento a las variaciones. Sin embargo, la lectura de Vista desde una acera, como la de Un

beso de Dick resulta amena y cercana con el lector, pues su escritura no renuncia al estilo libre

de manierismos y depurado de lo que la doxa considera la lengua literaria o culta. Como dice

el mismo Molano, su trabajo consistía en no

escribir textos pretensiosos, recargados de formas, buscando sorprender, ni nada por el estilo.

Quería contar simplemente una historia, y ni siquiera una historia, me gustaba escribir relatos

en los que hablara de sensaciones, de instantes, de momentos que seguramente a mí, de alguna

manera me impresionaban, y aspiré siempre a poder hacerlo de una manera sencilla, sin nin-

guna pretensión literaria. (Citado por Jiménez 2012, 8)

Es decir, nuevamente estamos ante un deseo de liberar las formas del artificio, de buscar una

escritura que sea capaz de expresar la experiencia íntima, tal y como hace Leonardo en su

lectura del poema “Lippi, Angélico, Leonardo”, de Eliseo Diego. Y, sin embargo, en una no-

vela como Vista desde una acera, con tantas codificaciones, cuyo carácter polifónico es innega-

ble; donde se tocan los bordes de una estructura temporal compleja, pues el pasado se inserta

en el presente, se encuentran así los límites de la composición elaborada y el confort de la

lectura. Es decir, se trata, como veremos, de un texto de goce. Pero, para explicar la novela,

debemos primero centrar nuestro análisis en algunos núcleos narrativos.

183
Del rapto de la infancia

al encuentro con el encanto

La primera parte de la novela está conformada por las memorias que el narrador protagonista

relata de su niñez y de la de Adrián. Fernando relata cuatro aspectos que serán fundamenta-

les y una constante en ambos niños: la miseria, los problemas intrafamiliares, el reconoci-

miento de su deseo y la lectura. A diferencia de los protagonistas de Un beso de Dick, los de

esta novela no gozan de una situación económica estable. Si en casa de los Valencia, en Un

beso de Dick, solo había dos hijos y ambos padres trabajaban (ella como enfermera y él como

mecánico de carros), en Vista desde una acera la familia está compuesta por siete hijos, una

madre ama de casa y un padre que es mecánico, pero no de carros sino de platería, un oficio

que cayó en desuso bastante pronto. En esa familia, eran comunes las peleas de los padres,

los reproches mutuos, la violencia y la presencia de las amantes del padre. Sin embargo, Fer-

nando pudo experimentar momentos de alegría y deseo genuinos, como cuando se sintió

atraído por Miguel, un compañero de primaria, lo que le significaba

no aburrirse en la escuela haciendo planas de palitos, esas planas interminables, que me que-

daban tan feas como la letra que tengo ahora; era volver la cabeza para buscar su pupitre y

mirarlo escribir con su mano izquierda sobre su cuaderno volteado; era ponerse triste cuando

él no iba a clases: era esa cosa rara, aquí en el estómago, cuando volvía. (26)

También Fernando se alegraba cuando su madre debía colaborar en el taller y lo dejaba a él

y a su hermano Carlos al cuidado de su hermana Lyda, es decir, a los tres más pequeños, pues

“aquello se parecía a la felicidad” (37). Justamente, porque Carlos y Fernando se dedicaban

toda la jornada a imaginar divertidos juegos. Pero, hay un detalle que el narrador subraya de

estos días de felicidad:

184
Algunas veces (muchas veces, recuerdo), de tanto jugar conmigo, Alberto se quedaba dormido;

y sucedía también que mi buena fortuna se llevaba a Lyda a comprar algo en las tiendas: por

fin yo estaba solo. Buscaba entonces uno de los pantalones de Alberto para ponérmelo: eran

mucho más pequeños que los míos. Me fascinaba ver cómo me quedaban más altos y mis pier-

nas se veían largas, larguísimas, y yo no resistía el deseo de acariciarlas. […] Y más que otra

cosa me encantaba sentir el ajuste de mi pantalón, recio como un castigo hermoso, y aun pasar

por los ojales las tirantas, tirarlas hacia arriba y amarrar muy fuerte, cada vez más fuerte…

Siempre me ocultaba en el armario para que nadie me viera (¡como si hubiese alguien para

ver!), y permanecía allí, extasiado con las caricias de mis manos, con el dolor de mi pantalón

entre los muslos, cuando aún no existían “el placer” ni “el sexo”, tampoco “el amor”: solo mi

“corazón excitado”. (39)

Este recuerdo es sumamente importante para la novela, pues revela la dicha que produce un

fetichismo en la sexualidad del infante. El éxtasis de la experiencia infantil estará asociado,

en la perspectiva del narrador protagonista, con su sexualidad adulta. De esta manera, la

dicha de esa experiencia primigenia volverá a experimentarla el narrador con el placer, el

sexo y el amor que aún no conoce o que creía no conocer (aunque sabe perfectamente que la

atracción por Miguel era un producto de un afecto innombrable: el amor o la atracción por

otro varón).

De igual forma, otra experiencia sexual del infante queda grabada en la memoria del narra-

dor. Al cambiar de casa por una en mejores condiciones en el barrio San Fernando, cerca al

parque El Salitre, el narrador relata que disfrutaba bastante de ese parque, desde que se en-

contraba en tercero de primaria hasta cuando cumplió quince años, pues “era un hermoso

lugar para estar solo” (48). Y la soledad para el personaje significaba, como veíamos más

185
arriba, la oportunidad de gozar de aquello que no tenía todavía nombre, pero que le propor-

cionaba un gozo extático. Allí, en el parque, aprovechaba para sentarse en el pasto y mirar a

los muchachos que jugaban fútbol entonces:

No había en el mundo nada más bello que sus piernas recias pateando balones, el bulto ajus-

tado que se les veía debajo de sus pantalonetas cuando se caían. Y no ha habido nadie tan

hermoso como aquel chico que un día se acercó a mí, después de mirarlo tanto: parecía que

viniera a pegarme, y me miró como si me hubiera odiado […], mientras se desenfundaba frente

a mí todo lo que tenía entre sus piernas. Juro que jamás tuve tanto susto entre mi pecho, ni

tanta saliva en mi boca.

—¡Usted es un marica o qué! —me gruñó.

“Sí yo soy”, me dije. —¿Qué es eso? —Le respondí. (48)

La palabra marica, de la que aduce no conocer su sentido el protagonista al hablar con el

muchacho que juega fútbol, cobra todo el sentido en el narrador, cuando descubre que sus

experiencias de éxtasis con los pequeños pantalones o su pensamiento constante en Miguel

se parecen a la posición de Rafael, un muchacho afeminado que varias veces visitaba la os-

trería de una de las amantes de su padre. Con Rafael, que es molestado por sus hermanos

mayores, en un bullying del que, sin embargo, Fernando participa, el narrador protagonista

se siente en cierta medida identificado, pues ambos eran llamados por otros maricas. Rafael

por su actuar femenino y Fernando por no ocultar en sus ojos el deseo por el cuerpo mascu-

lino. En este sentido, las remembranzas de Fernando apuntan a conectar ese encuentro de-

cisivo con el placer sexual que se prolongaría y que determinaría su adultez y la de Adrián.

Precisamente, sobre este último, el narrador relata una infancia mucho mejor en Armenia,

con sus padres y sus hermanos, en una familia también disfuncional, pero que gozaba de

186
mayores comodidades, aunque marcada igualmente por la presencia de las amantes del pa-

dre. Adrián, como Fernando, era uno de los hijos menores de esa familia y solía estar en ese

hogar protegido del mundo exterior. Pero a diferencia de Fernando, su encuentro con su

deseo no es voluntario. A su casa solía venir a menudo Iván, un primo mayor, de quince años,

que, un día, aprovechando la soledad de la casa, la misma que disfrutaba Fernando, violó al

pequeño Adrián de siete años. Sobre esta experiencia, comenta el narrador:

Adrián no tuvo la oportunidad de vivir la aventura de descifrar el acertijo. Muy al contrario de

la plácida sorpresa que se siente cuando un amigo nos lo cuenta, Iván le había revelado aquel

día en su propio cuerpo, sin desearlo, el punto más oculto de su secreto. Le había dado la res-

puesta mucho antes de que, simplemente viviendo, a él se le hubiera aparecido la pregunta.

Cosa que no tendría ninguna importancia si no fuera porque todo aquello a lo que se nos fuerza

aniquila el encanto de lo que se obtiene por el propio deseo. Algo de nosotros muere cuando

nos raptan la voluntad. Así, todo aquello, asociado al dolor, le dejó a Adrián para siempre un

incómodo sentimiento de suciedad. (72)

Precisamente, que el deseo de Adrián sea descubierto en una relación sexual por alguien que

no había escogido voluntariamente y que había accedido a él por la fuerza marcó no su ho-

mosexualidad, que ya existía latente, sino la posición ambigua que el personaje tiene sobre

esta: al tiempo que podía disfrutar de su cuerpo, que podía intercambiarlo por una navaja

con otros niños en el río, pesaba sobre él el dolor y el trauma de la experiencia con Iván. Su

placer, en este sentido, estará de alguna forma asociado a la culpa, como la mancha de sangre

que quedó en sus pantaloncillos tras la violación: solo él la ve en su intimidad, solo él sabe

su razón.

Pero si al principio de su vida Adrián no conoció la miseria, más adelante, cuando ya estu-

diaba en primaria, se encontraría con un sinfín de problemas derivados de la muerte súbita

187
de su padre, que sostenía económicamente a su familia, y de que su madre, a raíz del shock

que le provocó tal noticia, fuera internada en una clínica de reposo. Así, Adrián y sus herma-

nos fueron separados y terminaron viviendo con distintos familiares. Precisamente, él y su

hermano menor (un bebé) fueron con su abuela materna y su abuelo político, un hombre

que, como Iván, también aprovecharía la soledad de la casa para violarlo. Sin embargo, esta

situación no duraría, pues Adrián aprende a defenderse del viejo. Lo que importa de este

momento es que Adrián inicia sus estudios en un colegio donde tenían un currículo que in-

tegraba bastantes disciplinas y saberes, entre ellos los de la literatura y la filosofía, a los que

se dedicaría enteramente, pues Adrián era un lector innato. Justamente, cuando la madre se

recupera e intenta llevárselo junto con sus hermanos para Bogotá, a rehacer su familia,

Adrián decide quedarse en Armenia para poder terminar sus estudios, pues resultaban fun-

damentales para él.

Este amor por la lectura se puede ver también en el personaje de Fernando, de quien ya he-

mos adelantado más arriba su encuentro paradigmático con Oliver Twist a raíz de las foto-

grafías que encontró el narrador protagonista en una revista Life. Sin embargo, habría que

añadir que el encuentro con la lectura no significaba que Fernando fuera un estudiante tan

aplicado como Adrián. Es más, cuenta el narrador que alguna vez perdió un año de estudio

por no ir nunca al colegio y desviarse, en cambio, hacia la Biblioteca Luis Ángel Arango,

donde leía todo el día.

Estas memorias infantiles se mezclan con tres entradas del diario que Fernando escribe en

el presente puro de la enfermedad de Adrián: abril 15, 21 y 30 de 1988, es decir, los días si-

guientes al dictamen médico de sida. En la primera entrada, el narrador protagonista relata

los cuidados que él intenta darle a Adrián en su casa, la diarrea crónica y su responsabilidad

de trabajar embobinando motores para obtener algún dinero.

188
La entrada del 15 de abril narra de forma particular una crisis de Adrián provocada por un

hongo que le produce la diarrea y su deshidratación. La crisis es tan severa que debe llevarlo

a las urgencias médicas de cualquier centro hospitalario. Para esto, le pide ayuda a su her-

mano Carlos, que tiene un carro, pero él se niega a colaborar por los prejuicios que siente

hacia su hermano y su novio por su orientación sexual. Su padre y su madre, sin embargo, sí

le ayudan, pues le permiten vivir con Adrián en su casa, se preocupan por él y, de cierta

forma, los quieren. Sin embargo, a raíz de los prejuicios por la homosexualidad de su hijo, el

narrador cuenta que el padre de Fernando y él no se hablan desde hace más de dos años. En

todo caso, Fernando logra pedir una ambulancia que llega dos horas después y que los llevan

por azar a él y a Adrián al Hospital Simón Bolívar, el único que, a finales de los ochenta y

según cuenta la novela, trataba a pacientes con sida en Bogotá.

Allí si bien sienten los prejuicios de los médicos y enfermeras, Adrián y Fernando también

encuentran la ayuda de un médico especialista que los trata humanamente y que les da al-

gunas esperanzas, puesto que está familiarizado con la enfermedad y le trata efectivamente

la diarrea crónica que Adrián sufre desde hace meses. Resulta interesante que el narrador

protagonista, a pesar de la crisis, no deje de manifestarle su amor a Adrián al punto de que,

mientras lo observa, en medio de su inconsciencia, comenta: “Me maravilla cómo no deja de

verse hermoso así mi amigo, de todos modos… Vaya: enamorado como estoy, no quiero creer

que alguien tan bello pueda morir así… ¿Por qué tienen que pasarnos, justo a nosotros, estas

cosas?” (54).

La segunda entrada del diario, del 21 de abril, empieza con una queja del narrador protago-

nista, en la que manifiesta su decepción por la discriminación que sufre como homosexual:

“Creo que nunca dejarán de castigarme por ser un marica; y el látigo siempre golpeará donde

sea más frágil mi piel” (77). El narrador comenta esto porque le ha pedido dinero prestado a

189
su padre para poder pagar lo necesita Adrián en el hospital, pero él se lo ha negado. Y re-

cuerda que, cuando una de las novias de uno de sus hermanos ha quedado en embarazo, su

padre no dudó en ofrecerles dinero para el aborto. Lo que le parece paradójico al narrador,

pues el padre no tenía problemas con ayudar a su hermano, pero sí a él por ser homosexual.

Por eso, justamente, el narrador comenta: “Desde niño supe que por mi felicidad tendría que

pagar bastante caro” (78).

De esta primera parte de la entrada del diario hay que señalar que el narrador expresa uno

de los conflictos esenciales de la literatura moderna en Occidente, si no el más importante

de acuerdo con los análisis de Goldmann y Adorno: el problema del valor de cambio como

mediador en las relaciones humanas. Justamente, porque el precio de la felicidad, de la re-

vuelta íntima, de Fernando provoca que su propio padre lo rechace y lo ponga en aprietos

económicos, tal y como le sucede a Leonardo en Un beso de Dick. Mientras las normas sociales,

mientras el funcionamiento de la sociedad exija un tipo de comportamiento esquemático

que le permita reproducirse tal como está, la presencia del homosexual, del diferente, será

siempre problemática, pues no contribuye, por ejemplo, a la reproducción sexual de la espe-

cie, sino que profundiza las diferencias entre la familia ideal que se ha planteado como nú-

cleo de la sociedad socializada y las familias homoparentales, ajenas en muchas de sus lógicas

y políticamente adversas a su funcionamiento. En esa medida, la discriminación es el precio

de ser diferente y, al mismo tiempo, la condición que permite una revuelta íntima con la que

el personaje logra su felicidad al lado de Adrián o de cualquier hombre con el que desee gozar

de su cuerpo. Pero ante la urgencia de la enfermedad, el precio de su gozo irrestricto no solo

se cifra a través de la inminente muerte, sino que implica el abandono afectivo de quienes se

suponen son familia y a quienes, en principio, se puede acudir ante la dificultad: tanto su

hermano, que se queja de ayudar económicamente a Adrián, por no ser de su familia, como

190
su padre, que no le presta el dinero necesario para comprar los medicamente que necesita

Adrián, le permiten a Fernando tomar consciencia de su soledad, de su ignorancia sobre el

funcionamiento de los valores en su familia y del hecho rotundo de que entre su familia y él

median valores netamente monetarios; y, al tiempo, de la importancia de Adrián en su vida,

Fernando toma consciencia de que su relación, a diferencia de la que lleva con los demás,

funciona a partir de valores auténticos y genuinos.

Sin embargo, ante la necesidad de dinero, Fernando le pide ayuda a David, su profesor de

literatura, que, al enterarse de su relación con Adrián y de su enfermedad, no reacciona con

horror o desprecio, sino que es comprensivo y amable. Esto ocurre aún cuando Leonardo ha

tenido una pésima actitud con un compañero de la clase de David, por culpa de la ansiedad

que le provoca la enfermedad de Adrián, y que aquel comprende como tal. Nuevamente, re-

sulta obvio que David, al tener mejores condiciones económicas, decida prestarle dinero para

comprar medicamentos. Pero no lo hace porque le sobre dinero, sino porque aprecia a ese

par de jóvenes y siente empatía por su amor. El personaje de David, a su manera, resulta

análogo al de la tía de Felipe en Un beso de Dick: por un lado, por su conexión con el mundo

del arte, la literatura y la cultura y, por el otro, por su capacidad de entender plenamente la

diferencia como un elemento necesario y valioso en la sociedad en la que se encuentran. Por

eso, el préstamo que le hace a Fernando se debe comprender como una prenda de valor ma-

yor o distinto al monetario, pues implica el valor genuino del cariño y la comprensión. Este

cariño queda cifrado además en lo que le pide que le diga Fernando a Adrián: “Me mandó a

decirle a usted que no se preocupe por Teoría, que él le pone una buena nota con lo que usted

ya ha hecho. O que si usted quiere, después le recibe un ensayo sobre Bajtín o alguna mari-

cada” (83). Esta actitud afable y conciliadora, sumamente cuidadosa con el otro, contrasta

191
radicalmente con la actitud del padre y el hermano de Fernando, que desaprueban su rela-

ción, o de la madre y los hermanos de Adrián, que jamás lo visitan en el hospital y lo dejan al

entero cuidado de Fernando.

Más adelante, en esta entrada del diario, Fernando narra cómo logra pasar esa noche con él

en el hospital y se refiere al deseo de Adrián de escribir un libro que cuente todas las cosas

por las que han pasado, a lo que contesta Fernando:

—¿Como una novela? —le digo medio en risa; medio burlándome, mejor dicho.

—Sí. O una crónica. Algo para contar estas cosas.

—Y para qué.

—No sé. Al menos para que no les pase a otros… Tal vez sirva.

— ¡Qué va! La literatura sirve esencialmente para nada.

[…]

Y Adrián me dice que es cierto como si se pusiera decepcionado de esta vida. Pero ahora le

brillan los ojos como a él le brillan, y me dice que la literatura no tiene la culpa y que tal vez no

les sirva a los hombres, pero quizás pueda servirle a uno que otro hombre y ellos haría que

valiera la pena la cosa; como en Sodoma y Gomorra, me dice: cuatro o cinco hombres buenos

bastarían para salvar una porquería de mundo. (85).

Si bien la escritura del libro que imagina Adrián tiene, en cierta forma, un sentido morali-

zante (no porque vaya de acuerdo con la moral de la sociedad, sino porque proporciona un

tipo de enseñanza a su lector y, por tanto, supedita su función estética a una función más

pragmática, como es la del aviso ejemplificante), demuestra el interés de estos jóvenes en la

escritura como parte de sus procesos de lectura. Es más, ya que la idea no le parece tan con-

veniente a Fernando, pues se burla de Adrián, aquel le propone la escritura de un ensayo

sobre “la libertad de culos”:

192
Si los culos fueran libres para ser amados y deseados… pues nadie podría reprocharles a dos

muchachos que se amaran y se comieran. Y entonces a ellos nos les daría vergüenza ni nada. Y

no estarían obligados a buscar amigo solo en los bares o en los saunas, sino que se podrían

encontrar en el barrio, o en el colegio, o donde trabajen…, o donde les dé la gana: como hacen

las personas. (86)

El ensayo que plantea Fernando es muy diciente de la importancia que tiene para él, en su

axiología, la expresión del deseo y, por tanto, la necesidad de pasar de la represión a la liber-

tad. En cierta medida, se trata del quid de la revuelta íntima de Fernando Molano, el autor,

en la medida que consideraba imperativamente que la sociedad dejara su hipocresía, acep-

tara en su seno la diferencia y, sobre todo, que entendiera que, por encima de la orientación

sexual, el amor y el deseo deben ser considerados en su valor esencial, como valores que per-

miten dos grandes promesas de la modernidad: la felicidad y la libertad real.

Ahora bien, de alguna forma, Vista desde una acera puede ser leída como la síntesis del relato

que propone Adrián y del ensayo de Fernando, en la medida en que a través de su relato hace

una reflexión antropológica de la necesidad de dicha libertad.

Finalmente, la entrada del diario concluye con un diálogo entre Fernando y Adrián en el que

cuestionan si la libertad de culos puede provocar, como un efecto negativo, un aumento de

la promiscuidad. A través de chistes sobre, por ejemplo, la frase de García Márquez que dice

que “todos nacemos con los polvos contados; y que polvo que dejamos pasar, polvo que se

pierde” (86), la pareja de amigos concluye que el carácter oculto y fuera de la ley, a escondi-

das del mundo, que implica la socialización homosexual los hace relacionarse siempre con

desconocidos en lugares sórdidos como los saunas o en medio de la oscuridad de un parque,

mientras que la socialización heterosexual, abierta y aceptada, se caracteriza por relaciones

193
con personas que pueden conocerse a plena luz del día y sin temor. En ese sentido, los ho-

mosexuales, concluye Fernando, “ligamos promiscuo con cualquiera que pase y quiera… Con

tal de que no nos conozca y no se lo vaya a contar a nadie” (87). Justo tras esta conclusión,

Adrián dice: “—Usted no es así, Fercho: a usted no le importa que todo el mundo sepa. Ade-

más, yo me gozo cualquier polvo que se me ponga en frente; en cambio usted no se va con

todos. Usted no es un muchacho de polvos” (ibíd.). De este reparo es importante subrayar,

para confirmar una conclusión anterior, que para Adrián su sexualidad de forma implícita

plantea un carácter culposo. Si Adrián quiere escribir una novela que advierta a los homose-

xuales de los peligros de la promiscuidad es justamente porque, en su condición de promis-

cuo, ante la libertad sexual que le plantea Fernando en su proyecto de ensayo tiene una

reacción ambivalente: por un lado, obviamente se siente satisfecho con esta libertad, pero al

tiempo, teme que esta sobrepase los límites y lleve a sus congéneres a la muerte que ahora

experimenta tan cerca o, lo que es peor, que implique para el ser amado también una condena

de muerte.

En la última entrada del diario que aparece en la primera parte de la novela, con fecha del 30

de abril, Fernando relaciona dos elementos que hasta ese momento la novela ha tratado por

aparte: la escritura y el dinero. Para conseguir dinero Fernando debe trabajar embobinando

motores hasta las madrugadas, razón por la cual, no puede estudiar, pues, además, debe cui-

dar a Adrián. Es decir que si tuviera dinero, por lo menos gozaría de la tranquilidad queda

no preocuparse sino solo por lo importante, por la mejora de su amigo y la posibilidad de

leer y escribir a su placer. En todo caso, tras la salida de Adrián del hospital y mientras este

se queda con su familia, Fernando debe dedicarse a las labores mecánicas para conseguir algo

de dinero que le permita pagarle a David y comprar todo lo que necesite su amigo. Pero dado

194
que su trabajo mecánico implica un gran esfuerzo que lo cansa, Fernando considera la escri-

tura como una posibilidad de obtener dinero. Además, porque David se lo sugiere y le insiste

en la necesidad de escribir sobre lo que han pasado él y Adrián, sin que este último le haya

comentado nada. Este gesto le parece muy bonito a Fernando, puesto que

él habrá de ser de los pocos que tengan el corazón para ver lo que realmente sucede. […] Sé que

David ve la misma miseria que yo veo: dos tipos luchando encantados, los dos juntos, por salir

del barro, pisoteados por un zapatazo maestro de esta vida para hundirnos definitivamente; y

justamente con esta “magnífica ironía”, como dice don Jorge Luis [Borges], dándonos a la vez

el dulce amor y la amarga muerte. Supongo que por eso me ha sugerido escribir algo sobre ello.

Por la ironía. Además, él sabe cuánto nos gusta a Adrián y a mí escribir. Él aprecia lo que es-

cribimos. Él siempre ha confiado en nosotros. Y entonces me ha sugerido escribir algo. Cuando

todo esto pase. Cuando Adrián esté bien. (113)

Justamente, la ironía a la que se refiere Fernando es el resultado de la tensión que, para pa-

rafrasear a Lukács, surge del conflicto que Adrián y él deben encarar al enfrentar al mundo.

Pero este conflicto, si bien sabemos que anunciado por el poema de Auden, implica la muerte

del ser amado, sin embargo no significa la rendición de Fernando. Justamente, porque, aun-

que no puedan salir ambos del barro, aunque su ilusión de que Adrián se recupere no se

cumplirá, su ideal amoroso, esa energía erótica que le hace manifestarle a él todo su amor no

cesará o, por lo menos, en la novela no tendrá lugar su declive, por lo que se mantendrá a

flote a pesar de los grandes y mortales escollos ante los que se enfrentan los amantes. Y si

solamente los amantes sobreviven, tal y como lo ha propuesto también Jim Jarmusch en su

película de 2013, es justamente gracias al amor, a Eros, que ante la desgracia puede propor-

cionarles a los personajes, así sea en los últimos instantes de su vida, un estado de dicha y

plenitud: el encanto de la interioridad.

195
Por eso mismo, la idea de escribir una novela, un relato, ya no le parece tan absurda y pueril

a Fernando, no solo porque su admirado profesor de literatura se lo ha propuesto muy en

serio, sino porque implica la posibilidad de vivir, de sobrevivir, con un trabajo que realmente

ama. De cumplir, en definitiva, con el ideal juvenil del personaje de Leonardo en Un beso de

Dick: “Si uno hace bien su trabajo puede irle bien en cualquier cosa” (Molano Vargas [1992]

2011, 35). Por eso,

si, aun siendo una escritura pobre, a la historia le añadimos el asunto del virus, y ese asuntillo

sórdido del mariqueísmo que (así sumado como es de moda) constituye lo que se llama todo

un tema de actualidad… No sé, tal vez se vendiera el libro. Tal vez sería un pequeño best-seller.

Tal vez tendríamos algo de dinero. Tal vez podríamos ponernos la felicidad de ruana… Siempre

y cuando conservemos la dignidad y no rebajemos el asunto a “lágrima o reproche”. (Molano

2012, 113)21

Para Fernando, la posibilidad de “hacer lo que ama de acuerdo con las tendencias profundas

de su alma”, como dice Proust en Los placeres y los días, significa una oportunidad real de al-

canzar la felicidad, de obtener una dicha posible y efectiva con un oficio que sabe hacer y

que lo libraría de los disgustos con los motores que arregla para sobrevivir. Precisamente,

ante ese oficio que le disgusta, aunque no desprecia, Fernando se refiere a continuación a la

posibilidad de hacer algo más tonificante, tan placentero como la escritura:

Un carpintero de medio tiempo en una aldea, que dictara clases de literatura en la otra mitad

de su tiempo. Y el tiempo entero viviese enamorado de su amigo y de un jardincillo que para

los dos cuidara. De ser posible al lado de un lago. Sin despreciar, claro, un poco de turbulencia.

Eso sería la buena vida. Toda sencilla. Toda humana. (114)

21
Otra gran ironía borgiana es, sin duda, que hoy los libros de Molano no solo hayan logrado este
objetivo, sino que se venden muy bien, a tal punto que la editorial Planeta ha publicado, tras las más
difíciles negociaciones con los hermanos de Molano, sus dos novelas y se prepara para publicar el
poemario.

196
La descripción de este oficio sin duda es deudora de la axiología de la primera burguesía que

aparece en Candide, la nouvelle de Voltaire y a la que Pouliquen (2018) ha dedicado un mara-

villoso análisis. En cierta forma, el jardín que cuidarían los amantes es el mismo que la sabi-

duría voltaireana propone como forma para lograr la felicidad: “Una vida simple y buena”,

como dice el personaje de Fernando al referirse al oficio del carpintero. Obviamente, como

Pouliquen, Fernando sabe que esa vida tranquila, lejos del mundanal ruido, está condicio-

nada por el dinero. Por eso le parece imposible para él, “porque la maldita felicidad es un

lujo. Y la vida sencilla es un ideal que vale solo cuando se tienen unos cuantos pesos en el

banco. Unos cuantos que siempre aseguren el mañana” (114). Para ponerse la felicidad de

ruana —expresión que detesta el narrador protagonista de El fuego secreto, de Vallejo ([1985]

2008, 65) y que seguramente el autor-creador de Vista desde una acera usa conscientemente en

contraposición a Vallejo—, se necesita dinero, “la maldita plata… La divina plata, las bendi-

tas monedas” (Molano 2011, 113). Pero el encanto, sin embargo, puede experimentarse aun

cuando no se goza del dinero que permite la vida tranquila y buena del carpintero que ima-

gina Fernando o el agricultor que cultiva su propio jardín de Voltaire. Por eso, dice Fernando:

Pero si algo escribiera, escribiría eso: que yo tuve un sueño así, un sueño de carpintero. Tal

cual lo escribiré. Para que suene de la manera cursi, patética e idiota como me suena. Para que

todos digan lo que digo: el pobre estúpido todavía presumiendo con sueñitos romanticones.

¿En qué planeta vive…?

—Me importa un culo. Me fascinan esos sueños. (114)

Justamente con la expresión del deseo que caracterizaría la escritura de ese libro imaginado,

Fernando buscaría comunicar no el idilio ni de la fantasía, sino la fascinación que produce el

sueño de una vida tranquila; tampoco, a pesar de no tener dinero, le interesa el patetismo

trágico ni el posible escepticismo que la miseria y el trabajo arduo pueden significarle a otras

197
axiologías. Lo que le importa a Fernando, y al autor-creador de Vista desde una acera, es la po-

sibilidad de que las cadenas de Eros soporten los ideales del personaje. En eso, Fernando

resulta ser una figura excepcional del encanto de la interioridad, pues se trata de gozar del

deseo, pero no del deseo satisfecho (el logro de una vida tranquila y buena), sino del deseo

que se reproduce, tal y como lo han explicado Pouliquen (2018) y Comte-Sponville (2012)

Una educación sentimental

para la plenitud

La segunda parte de Vista desde una acera es, a nuestro entender, una corrección muy intere-

sante de La educación sentimental de Flaubert. Como lo hizo García Márquez con El amor en los

tiempos del cólera, Molano en esta parte expone las vicisitudes que formarán y prepararán para

el amor a Fernando, el protagonista del relato. Claramente, tanto Molano como García Már-

quez corrigen a Flaubert en el sentido de que se alejan de su escepticismo radical, de su vi-

sión negativa de la existencia humana y, en lugar de burlarse de su héroe, le permiten como

autor-creadores la posibilidad de conservar sus ideales amorosos, sus sueños juveniles, para

entregarles el galardón de su persistencia en el deseo y el amor: a Florentino Ariza se le per-

mitirá al final de la novela navegar su Nueva Fidelidad en un ir y venir del carajo acompañado

de Fermina Daza, el amor de toda su vida; y a Fernando se le entregarán diversas experiencias

de amor furtivo solo para que, en la tercera parte de la novela, pueda conocer y enamorarse

plenamente de Adrián, para cumplir sus sueños de adolescente y arrebatarle a la vida un

momento perfecto y de dicha rotunda.

En el caso de esta segunda parte de Vista desde una acera, el narrador empieza su relato con la

historia de un hipócrita sexual, su maestro de religión en cuarto de primaria. Ese profesor se

caracteriza por su rigor al disciplinar a sus alumnos y por tener ideas ultraconservadoras y

198
retardatarias sobre todos los aspectos de la vida. Es más, el narrador toma como ejemplo el

hecho de que en el discurso de ese profesor la sexualidad solo tiene una finalidad reproduc-

tiva y, en esa medida, todos los actos sexuales que se salgan de ese margen y se ocupen del

gozo del cuerpo son mal vistos por Dios. Tal es su pensamiento retardatario que llega a con-

siderar que las mujeres no tienen deseo sexual y que su única función, como dice el narrador,

es satisfacer las necesidades del hombre y procrear. No es mi interés profundizar en esta

visión de mundo simplista, anticuada y, a todas luces, errónea, pero sí cabe señalar que, su

disciplinamiento moral (en el sentido que le da el filósofo francés Gilles Lipovetsky en El

crepúsculo del deber, es decir, opuesto al significado que tiene la ética) es solo una fachada para

esconder, de forma filistea, su propio placer. En un paseo al que invitan a este maestro sus

estudiantes, tras beber mucho y desinhibirse, toca abusivamente los cuerpos de sus alumnos

y comete otros actos que, a todas luces, son producto de la represión de su homosexualidad.

Dado que Fernando, el protagonista, ha sufrido sus abusos disciplinarios, no pierde la opor-

tunidad de vengarse de su maestro con su mismo método: lo acusa disciplinariamente ante

las directivas de su colegio por sus actos lascivos, lo que conlleva que, antes de ser notificado

de su despido, él renuncié a su puesto de profesor.

Que la segunda parte inicié así da cuenta, sin duda, de una educación sentimental fallida.

Obviamente, la represión del deseo y la autoimposición de una moral castrante le impidieron

al maestro de Religión vivir conforme a una ética genuina y propia y, sobre todo, conforme a

su deseo, lo que lo lleva a un fracaso afectivo y sexual y, por supuesto, a una doble vida: una,

como un dechado moral y otra oculta y sórdida, de homosexual reprimido y “cacorro”, como

lo califica Fernando. Este antecedente sirve en la novela para mostrarle al joven Fernando

que no debe reprimir su deseo ni sus sueños eróticos. Más adelante, en un apartado poste-

rior, él confesará que si bien no podía repudiarlo por ser homosexual,

199
no podía comprender esa necesidad de disfrazarse que iba descubriendo en personas como él,

como yo. Que aquel profesor ocultara, o al menos no advirtiera, sus gustos en el deseo, era

obvio. Además, ¿a quién le importa? Pero, descontando cuáles fueran sus gustos, ¿cómo podía

hablar a diario en su clase en contra de lo que amaba? ¿Cómo podía, incluso, devengar un

sueldo por pregonarnos la contenencia, mientras en otro lugar, a otra hora, él mismo era un

perfecto concupiscente (que hasta invertiría su sueldo en serlo)? Quiero decir, ¡cómo podía

alguien ser dos personas a la vez? Sobre todo, ¿cómo podía alguien ser al mismo tiempo él y su

enemigo? Pensar en todo eso me deprimía un poco. Cada vez la vida me iba pareciendo como

un espectáculo obsceno; y no entendía nada, lo juro. Pero esta vez aprendí una lección: para

vivir se necesita una máscara. Era triste saberlo; porque para mí había una felicidad en saber

que, pararme frente a mí, ese a quien veía era yo mismo. Y decidí que nunca luciría un antifaz,

ni un traje que no fuera el mío. || Jamás sería como ese hombre. (139)

Ciertamente, la primera lección de su educación sentimental y aquella que conformará la

base del sistema de valores de Fernando será la necesidad de llevar una vida genuina y acorde

con el deseo propio, una vida sin mentiras y en la que se privilegia la autenticidad de los

sentimientos que el personaje de Felipe en Un beso de Dick ya nos había mostrado como parte

esencial de su ethos.

Sumado al rechazo por la falsedad de los sentimientos y los valores, Fernando aprenderá a

través del espejo de su hermana Miriam que todas las prácticas sexuales que no se ajusten a

la norma social converitirá a los infractores en seres indeseables y despreciables. Al quedar

en embarazo, sin haberse casado, la familia de Fernando hará de su hermana el blanco de sus

críticas, el objeto de su vergüenza, y se permitirán todos, excepto el narrador protagonista,

opinar sobre su vida, menguar su voluntad y convertirla en “el estereotipo que la humanidad

entera tiene dispuesto para las madres como ella: una mujer neurótica, frustrada y, casi esen-

cialmente, sola. Porque jamás encontraría a un hombre que la amara” (127).

200
Pero ante el panorama decepcionante que la penosa situación económica le planteaba a la

familia de Fernando, así como sus prejuicios por quienes son diferentes o sufren, como él y

su hermana Miriam, la educación de Fernando le permitirá encontrarse con varias parejas

sexuales que le demostrarán, en cuerpo y alma, que su deseo sexual no debe reprimirse, sino

que, todo lo contrario, se debe gozar de él hasta lo indecible. Dos encuentros marcarán esta

educación sentimental: el primero, con un joven universitario de veintitrés años, jugador de

voleibol y oriundo del Santander, que se encontraba de visita en Bogotá y con el que se en-

cuentra gracias a la mediación de una novela: La muerte en Venecia del escritor alemán Thomas

Mann. Justamente, mientras Fernando lee esta novela en la barra de la bolera del centro de-

portivo de El Salitre, aquel joven universitario, altísimo, reacio y viril se acerca por la imagen

de la cubierta del libro y le pregunta si le ha gustado y si se ha visto la película. Ciertamente,

la pregunta no es ingenua, pues la novela trata justamente del affaire entre un hombre mayor

y un muchacho veneciano y, por tanto, su pregunta funcionará como un guiño, como una

invitación a conocerse mejor. Nervioso por la pregunta y por el encuentro con aquel Adonis,

Fernando se comporta tímida e inconscientemente sus gestos reflejan a un mismo tiempo el

deseo de retozar con aquel muchacho y su nerviosismo, pues se trata de su primera relación

sexual. En su encuentro sexual, Fernando y el joven santandereano entran en juego de roles

en el que Fernando se deja dominar por el otro y de esa dominación, de esa dialéctica de amo

y esclavo, deviene el orgasmo. Los encuentros con el universitario se repetirán un par de

veces más antes de que este se marche a su ciudad natal, no sin antes dejarle como suvenir de

su encuentro unos pantaloncillos, que Fernando conservará y olerá con placer: “Años des-

pués, extravié sus calzoncillos. Pero todavía hoy recuerdo su delicioso aroma. || Y el nombre

de ese muchacho que me los dio” (164). (¿Este fetichismo con los calzoncillos en los textos

de Molano remitirá quizá a otro fantasma?, como ya se ha dicho, en la primera novela aparece

201
una escena similar y en la primera edición del poemario la ilustradora de la cubierta inteli-

gentemente ha puesto la imagen de los pantaloncillos?).

Lo interesante de esta relación con el joven santandereano es que, así como los encuentros

furtivos de Florentino Ariza con toda clase de amantes en su vida antes de Fermina Daza y

la Nueva Fidelidad, no corromperá sus ideales amorosos, sino que los afianzará convirtién-

dolos en un sueño erótico juvenil:

La felicidad que yo buscaba se convirtió en un sueño simple: todo lo que yo fuese, todo lo que

yo lograse, tendría sentido si, al llegar a casa, hubiese un hombre al que amara para entregár-

selo todo, para que él me tomase a mí y todas mis cosas, e hiciera con ellas y conmigo lo que le

viniera en gana. Solo eso quería, un amigo que decidiera por mí, un amigo que mandara sobre

mí. […] Eso, exactamente, era lo que yo más quería: ser como su esclavo obediente, sumiso, fiel.

Imaginaba lo lindo que sería esperarlo en casa para servirle, preparar su cena, cuidar su ropa,

planchar sus camisas; acariciar y lamer sus pies desnudos como un perrito; escucharle decir:

“Ven, abre mi bragueta; a ver qué sabes hacer con esos labios”. Complacerlo, sentir la dicha de

ser completamente suyo. “Ahora te desnudarás y me entregarás tu correa —me diría—, porque

quiero hacerte daño antes de abrir tu trasero y propinarte…”. Y así, después del placer, cansa-

dos, permaneceríamos juntos y desnudos, para escuchar su voz diciéndome palabras amoro-

sas, mientras pasara sus labios por mi cuerpo aliviándome sus daños antes de quedar

dormidos. (148-149)

Este sueño erótico será el polo ideal hacia al que tenderá el deseo de Fernando, será la fanta-

sía que mediará en sus relaciones posteriores y el objeto que buscará saciar en otros encuen-

tros. Justamente, el segundo encuentro con otro hombre, un bisexual, mucho mayor que él,

y que está ad portas del matrimonio con una mujer que se encuentra en Europa, y a la que

desea tanto como a Fernando, le permitirá restablecer los roles de esclavo y amo. Sin em-

bargo, así como el joven santandereano se marcha, este también lo hará rumbo a España,

202
dejándolo sin la mitad del sueño erótico cumplido: sin las palabras bonitas y las caricias que

hacen de ese sueño erótico algo más complejo que una fantasía sadomasoquista.

Fruto de sus decepciones, de su imposibilidad por encontrar un hombre que lo haga suyo y

que lo ame, Fernando tendrá dos encuentros decisivos en su formación ética: por un lado, se

enlistará en una guerrilla urbana de izquierda, con la que intentará soñar con la posibilidad

de una revolución igualitaria, que elimine los prejuicios de la diferencia y que le permita a él

y otros que sufren y son indeseables tener un lugar en el mundo. Sin embargo, el sueño de la

revolución pronto resultará decepcionante, pues el compromiso político estará en contravía

de sus deseos de dedicarse a la lectura y, sobre todo, porque en los años ochenta la revolución

que planteaba la izquierda no consideraba pertinente que un homosexual participara en ella.

Es más, como la sociedad socializada en la que se encontraba, el horizonte de la revolución

lo despreciaba y lo discriminaba por su deseo homosexual. Esta decepción, sin duda, mar-

cará su descrédito por las revoluciones y las organizaciones políticas, pero no minará sus

ideales verdaderamente revolucionarios: luchar por un lugar en el que su amor no sea discri-

minado, en el que tenga espacio su hermana en embarazo y todos los desprotegidos y desam-

parados, cuya identidad intersectorial los dejaba fuera del campo de juego, de la vida real y

plena, en un movimiento de revuelta íntima, como dice Kristeva.

La segunda experiencia que marcará su consciencia de clase será posterior al enlistamiento

en la guerrilla urbana. Justamente, a raíz de su decepción con la revolución, mas no con la

revuelta, Fernando huirá de su casa rumbo a Santa Marta, en plena época de la bonanza

marimbera, e intentará hacer una vida en una de las grandes haciendas cafeteras de la sierra.

Allí aprenderá con su propio cuerpo lo que significa la desigualdad, la vida indigna de los

obreros que no pueden aspirar a una vida plena, sino que por sus condiciones materiales de

203
existencia empeñarán su propia vida para tener un plato de comida y un techo donde refu-

giarse todas las noches. Justamente, el cansancio y la imposibilidad de ahorrar alguna suma

de dinero que le permita escapar de ese calvario hacia España, en busca de su antiguo

amante, minarán su paciencia y lo obligarán a volver al calor del hogar familiar, donde tendrá,

a pesar de todas las dificultades económicas, la posibilidad de estudiar e intentar hacer algo,

de llevar a cabo su revuelta íntima.

Esto último es sumamente importante en la novela, pues si bien Fernando no era un estu-

diante aplicado y sus profesores llegaban al descaro de pedirle a sus familiares que lo pusie-

ran a trabajar, pues lo consideraban inútil para el estudio, sin embargo, él luchará por crear

sus condiciones de existencia y modificar las aspiraciones que su entorno social tenían en él.

De esta manera, tomará una decisión radical: terminar sus estudios en el colegio y luego ha-

cer una carrera, pues su “revolución sería dejar de ser un ignorante. Salir de mi propio barro”

(193). Aquella decisión, sin duda, implica un repliegue hacia su interioridad, pues en la de-

terminación de estudiar por convicción, pese a la pasión por la ignorancia que caracteriza,

según Lacan, al ser humano, para tener ese oficio con el que soñaba puerilmente de carpin-

tero, esa vida tranquila, honesta y buena, significa, al fin y al cabo, una transformación de su

sistema de valores, una revolución sin violencia, que lo llevará a la plenitud de la madurez en

un movimiento de revuelta íntima. Ya no sería un lad ni un earhole, sino que se convertiría en

un sujeto en revuelta, en un espíritu crítico y femenil, que, renunciando a la madurez viril

que caracteriza a las tipologías novelescas establecidas por Lukács en su Teoría de la novela,

podrá alcanzar momentos de verdad en los que pueda gozar de su propio deseo.

Esto es muy diciente en un apartado final del texto, en el que el narrador cambia y se refiere

a sí mismo en tercera persona: “En verdad el muchacho cree poder lograrlo” (193). Este apar-

tado muestra que no solo tendrá en contra de todos sus sueños e ilusiones, su creencia en

204
una revuelta íntima, a la sociedad socializada, sino también a su familia, al Estado, al Go-

bierno de turno y a todo el mundo. Por eso, en cierto punto, el narrador dice:

Es un ingenuo.

Piensa que basta con ser un buen tipo, una persona honrada, un hombre decente, para ser

querido, para ser acompañado. No sabe que para sobrevivir se necesita un poco de cinismo.

Un poco de cautela. Un poco de hipocresía.

Él cree en la decencia. Él cree en la fidelidad a sí mismo. Él cree en la transparencia. Él ama la

honradez.

Él es bastante estúpido. (194)

El desdoblamiento del narrador implica acá una mirada despersonalizada de Fernando. La

novela intenta así poner en tensión la visión del encanto y la plenitud posible a las que acce-

dido a través de sus experiencias amorosas, sexuales, políticas y sociales con la visión escép-

tica que, irónicamente, como una sordina romántica, califican su posición de ingenua y

estúpida. Sin embargo, lo que la novela mostrará en su tercera y última parte es que, si bien

siempre estarán en tensión su ethos de encanto y su visión escéptica, la posibilidad de cumplir

sus sueños y alcanzar la felicidad con otro hombre, estudiando en una universidad Litera-

tura, aquello que tanto lo ha apasionado desde niño, y, por tanto, de tener aunque sea por

poco tiempo un momento perfecto y dichoso en su vida.

Pero antes de pasar a la parte final de la novela, conviene señalar que esta segunda parte

también hay entradas del diario. En general, todas insisten en cómo de en menos de un mes,

del 17 de mayo al 15 de junio, la situación médica de Adrián se agrava cada día más, sufre

convulsiones y experimenta un dolor de cabeza insoportable; así mismo, conforme se radi-

calizan los síntomas, Fernando se vuelve cada vez más consciente del carácter terminal de la

enfermedad y de la cercanía de la muerte, pues su amigo, al que tanto ama, se ha convertido

205
en un despojo físico, a tal punto que todos los que lo rodean ya no quieren intentar salvarlo

y lo tratan a menudo a él y a su enfermedad con displicencia. Esta situación provocará en

Fernando un sentimiento de extrema soledad, de desamparo y desarraigo, pues incluso

Bertha, la madre de Adrián, no entiende el amor de su hijo por Fernando ni su deseo sexual,

al punto que llega a juzgarlo duramente aún en su estado terminal. Preocupada por el estado

de su hijo y por un ataque que le acaba de dar, le pide ayuda a una enfermera, que le dice:

—¿Para qué me ha llamado? ¿No ve que ahí no se puede hacer nada? ¿No ve que él ya se va a

morir?

—¿Pero cómo es posible que no se pueda hacer nada? —le dijo doña Bertha—. ¿No le pueden

dar algo para que le pase eso?

—¿Acaso no sabe lo que su hijo tiene? ¿No sabe lo que es él?

¡“Lo que es él”! No podía creer lo que me contaba la mamá de Adrián.

—Ah, yo no se —le respondió ella a la enfermera—. Uno nunca sabe lo que son los hijos afuera

de la casa. Pero en la casa, él es un muchacho decente.

Maldita sea. No supe qué era peor: si lo que dijo la enfermera, o lo que le respondió esa señora.

A la final era como si las dos sintieran el mismo desprecio por mi amigo y estuvieran aliadas

en su contra. ¿Cómo es posible que una madre diga eso de su hijo? ¿Cómo es posible que no

tenga el valor de defenderlo? Los maricas no tenemos familia, definitivamente. (169)

Este diálogo así como el comentario del narrador revela el desamparo absoluto ante el que

los homosexuales deben todavía enfrentarse al transgredir la norma social, aunque sin las

implicaciones dolorosas y terminales que provoca el sida. Prácticamente, todas las entradas

del diario de la segunda parte de la novela profundizan en ese desarraigo y, como sucede en

El castillo de Kafka, sus protagonistas terminan perdidos, desorientados, en un mundo en el

que sus ideales y su amor es despreciado y, por tanto ignorado.

206
La tercera parte de la novela está dedicada a la historia de Adrián y Fernando, a su encuentro

amoroso, sobre el que es imposible insistir en su totalidad, dado que allí aparecen bastantes

problemas relevantes y sustanciosos sobre los que se necesitarían muchas más páginas. Sin

embargo, de las muchas anécdotas preciosas que el narrador conserva de entonces, la que

más nos interesa subrayar acá es la que tiene que ver con su pasión compartida por la litera-

tura y con el inicio de una formación profesional en esta disciplina.

Enamorados y encantados el uno del otro, ambos recién graduados de bachilleres trabajan e

intentan ahorrar algún dinero para poder presentarse a la Universidad Nacional de Colom-

bia a estudiar Literatura y Filosofía. Pero, después de mucho esfuerzo y trabajo, en el año

que intentan presentar su admisión, la universidad es cerrada tras una revuelta estudiantil,

lo que provocaría “el inicio de la privatización, la muerte de la única y verdadera universidad

pública” (213) del país. Por esto, Fernando y Adrián inician sus estudios de Lingüística y

Literatura en la Universidad Pedagógica Nacional, donde tienen la dicha de encontrar a un

maestro como David, a quien ya nos hemos referido, que les da sus clases preferidas y los

motiva a escribir. Tal es su influencia y el aprecio que ambos jóvenes sienten por él, que él

los invita a que participen de un taller de creación poética con un profesor extranjero, donde

leen sus poemas y se ganan merecidamente el reconocimiento del extranjero, de David y, por

supuesto, de sus compañeros.

Con esta vocación sincera de escritores y lectores, a pesar de las penas y los sufrimientos que

les provocan la necesidad y el deber de trabajar al mismo tiempo que estudian, afianzan su

amor y se convierten en una pareja estable. Obviamente, en su trayecto, se encuentran con

algunos amantes y otros escollos que tensionan su relación, pero que no son capaces de de-

vorar su relación. Solo el anuncio de la muerte minará el espacio de goce que con bastante

trabajo han logrado establecer juntos, contra su familia, la sociedad y el mundo, en general.

207
Por eso, sin lugar a duda, el mayor problema se los dará la vida, mientras escriben un ensayo

a cuatro manos sobre el sentido y el significado de la poesía, pues los enfrentará en las últi-

mas páginas de la novela a los síntomas que conformarán el cuadro clínico del sida, revelado

en Adrián a través de su homosexualidad:

—¿Usted es homosexual?

Fue lo primero que le preguntó ese gastroenterólogo después de leer la remisión.

—Sí —le respondió Adrián extrañado.

—¿El muchacho que está afuera es su compañero?

—Sí.

—Bien —le dijo mientras escribía una orden—, vamos a necesitar hacer estos exámenes. Son

muy especializados, pero en la Fundación Santafé los están haciendo… Eh…, intenté no preo-

cuparse, pero… lo más probable es que usted tenga sida, muchacho.

Y eso fue todo. (249)

Pero sin querer terminar este análisis con esta situación, la última que aparece en la novela,

quisiéramos reservar las últimas líneas de este capítulo a explicar someramente la definición

de poesía que Fernando y Adrián proponen en su ensayo, pues de esta deviene su concepción

del mundo de encanto. Para ellos, la poesía resulta ser, como hemos visto, una actividad do-

ble: se trata de leer poesía y de escribir poesía, pues se trata de una actividad comunicativa,

en la que sin embargo se falla, pues es “un intento fracasado por comprender el alma de los

hombres a través de un artificio” (Molano 2012, 245).

208
El fracaso que se halla implícito en el intento de comprender y al que se refieren los prota-

gonistas de Vista desde una acera deviene, en nuestro concepto, justamente de la dificultad del

alma humana y de la ineficacia de las mediaciones para comunicar su complejidad. Así, pues,

para Fernando y Adrián, las obras de arte, los poemas y las novelas, como artificios, no logran

capturar un sentido total y unívoco, sino que de estas se desprende, a menudo, un sentido

que resulta o bien enigmático, esto es, misterioso, o bien inefable, es decir, indecible o inex-

plicable con palabras (como ocurre, por ejemplo, con la mirada de las imágenes de La Virgen

de las rocas y con su representación en el poema de Eliseo Diego “Lippi, Angélico, Leonardo”,

a los que ya nos referimos en otro capítulo). Pero, incluso así, Adrián y Fernando reconocen

que la poesía, la literatura, está ahí presente y que existe, como dicen en su ensayo,

en el acorde de dos notas que hechizan e impiden escuchar el resto de la música, en la impre-

cisa tensión de dos colores que se tocan, en la línea que contornea una forma, acariciándola;

en la sencilla frase leída que captura algo de nosotros, por un instante nos ata y nos deja como

cualquier amante; y también en la ternura del sol que cae como un gigante cansado en los oca-

sos, en la magnificencia de una abeja sobre un pétalo, [...] en el leve giro de una mirada que

embruja y nos deja a punto de caer en el amor, y en todas las cosas que en amor o en dolor,

amargura o gozo, vienen a nosotros tocadas por el encanto de lo que simplemente es bello: [...]

la poesía no es, la poesía tan solo está. E igual que el amor, está allí donde exista un corazón

que pueda hallarla, o que pueda hacerla aparecer. [...] Porque, bien mirado, la poesía pertenece

a ese orden de atributos que siendo predicados de las cosas, no les pertenecen a ellas, pues

existen solo en el alma de aquel quien las contemple y como su imagen a un espejo, se los

presta. (247-248)

La mención de estas y otras experiencias poéticas, extáticas en cierta medida, tiene el único

sentido de confirmar que la poesía existe y no es una mera invención o un artificio ilusorio.

209
Todo lo contrario: se trata de la actividad más valorada por la pareja de amantes, aquella con

la que pueden mediar su relación y la que les permite, sin duda, expresar su deseo y su amor.

Y, sin embargo, para que exista, la poesía depende de su lector, de quien sea capaz de expe-

rimentarla, de encontrarla, aunque sea por un instante. Por eso, esta novela, en su última

parte, renuncia a incluir una entrada en el diario dedicada a la muerte de Adrián, pues en la

tensión de dos límites, de dos colores, como dicen los protagonistas, el límite del encanto

que provoca la literatura y el amor y el silencio que antecede la muerte, Vista desde una acera

busca provocar en su lector una plenitud, un encanto, en el que se puede contemplar a sí

mismo. En eso consiste, en definitiva, el efecto de su luz difícil.

210
EPÍLOGO

Hemos renunciado a incluir sensu stricto unas conclusiones. La razón: aunque hemos tratado

de comprender como un todo orgánico los textos de Molano, no podemos dedicarles el es-

pacio suficiente a los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos, con lo que nos declaramos en

deuda y esperamos en otra ocasión poder profundizar en las múltiples relaciones que esta-

blecen con sus novelas. Pero, como diría George Steiner, esta es una deuda de amor, que

gozosamente en otro texto buscaremos subsanar de la mejor forma posible. Sin embargo,

queremos dedicarle algunas líneas a un texto de este poemario en la medida que nos permi-

tirá presentar algunas de nuestras conclusiones de investigación.

El último libro que pudo Molano ver publicado en vida tiene en su contratapa un texto es-

crito por él en el que, de alguna manera, presenta sus poemas al lector. Vale la pena transcri-

bir el texto en su totalidad:

Estos casi no son poemas de amor. Son poemas de mi amor. De un amor, quiero decir. Y son

también de mi deseo. Así ¿a quién más que a mi novio, o a aquellos amigos cercanos que me

quieren, o a mí, podrían interesar? Temo que para otros podrían resultar muy aburridos. Es

probable. Porque fray Luis comentó algo acerca de un pasaje del libro que Salomón le hizo a

su amada: si alguien ve de lejos, sin oír la música que los anima, a una pareja que baila, así,

sordo, solo verá un par de monigotes moverse como idiotas. Y es cierto. Pero fray Luis también

211
creía que justamente por eso valen, y son bellos, los escritos sobre amores. Porque a veces evo-

can esa música; la que los dos danzaron. Acaso, a pesar de mi torpeza, haya sido yo capaz de

hacer sonar algo de ellas en estas líneas. | Ojalá así sea. (1997)

Este texto no solo resume las intenciones de Molano con relación a su poemario, sino que es

absolutamente pertinente como declaración estética de lo que intentó hacer con todo su

proyecto creador: escribir textos de amor, de un amor propio, atravesados por el deseo y

capaces de hacer vibrar al lector, de hacerlo conmover, aún si es o no homosexual, pues ha

hecho en todos resonar el contenido de verdad de su trabajo: que a través de la escritura del

deseo el baile de los amantes permita reproducir el deseo del lector y llevarlo a un encanto

desconocido, a un éxtasis y a un gozo digno de ser un momento perfecto, a la manera de

Proust.

Justamente, en Un beso de Dick, Molano representa la tensión amorosa juvenil de una forma

tan natural y cercana que el lector se deja llevar por la anécdota, por la fabulación. De esta

manera, el lector cae rendido a los pies de los amantes que sufren, pero se aman, en una ten-

sión entre el fin de las ilusione juveniles, los sueños pueriles del adolescente y la formación

y maduración de los ideales que compondrán el ethos del sujeto. Tal sistema de valores lo

hemos considerado, no hallando mejores palabras que las del mismo Molano, propio de la

eroticidad, de esa energía vital que, aún ante los escollos de una vida difícil, es capaz de mo-

tivar los sueños y, sobre todo, el deseo en una escritura que no cesa ni tiende al silencio.

En Vista desde una acera la fuerza de los ideales ya maduros y que conforman un ethos claro le

permitirá al narrador del diario, así como a sus lectores, una comprensión nueva de uno de

los problemas fundamentales de la poesía y la literatura: la tensión entre analogía e ironía

que Octavio Paz describe en Los hijos del limo; es decir, entre Eros y Tánatos, de acuerdo con

212
la comprensión precursora y visionaria de Freud, o entre el spleen y el ideal, según la pro-

puesta poética de Las flores del mal de Baudelaire. Esta tensión implica, sin duda, la aceptación

rotunda de la muerte como el destino inexorable de la humanidad. Por eso, el arte y la lite-

ratura tendrán en esta novela de Molano y en todo su proyecto creador una función esencial:

resguardarán la experiencia erótica no para postergar la existencia humana, sino para que

otros puedan contemplarla y extasiarse, así como lo hicieron Felipe y Leonardo al observar

las imágenes de La Virgen de las rocas. En este sentido, que se resguarde la experiencia erótica

demostrará, sin duda, la existencia del encanto de la interioridad, como una fuerza capaz de

motivar la escritura (tal y como se ha visto con el ejemplo del carpintero en Vista desde una

acera), producto de una revuelta íntima, que se ha reproducido hasta hoy en distintos lecto-

res de los textos de Molano, resultando todavía más efectiva que cualquier revolución polí-

tica.

213
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