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Cuando, en los años sesenta, después de una serie de trabajos de aproximación

claramente asistemáticos, se encaró con seriedad el estudio de las relaciones del


cine con la literatura, se buscó el paraguas comprensivo de la literatura comparada.
Dentro de ese concepto entonces vigente de esa materia cabían multitud de
estudios que relacionan la literatura y el cine. Por ejemplo, los que tratan de las
influencias de la literatura en el cine o de éste en aquélla, desde el punto de vista
temático o formal. Las primeras suelen unirse al problema de las adaptaciones. Las
segundas son ya las que irán correspondiendo más propiamente al estudio
lingüístico o, mejor, semiótico:
¿Es posible hallar estructuras fílmicas en obras literarias o viceversa?
La historia del cine cuenta con una lista casi interminable de películas basadas
en obras literarias. Por razones obvias, no poseemos un trabajo general sobre ellas,
pero sí datos parciales, tanto referidos a autores como a culturas nacionales en
períodos determinados. En España se han elaborado varias listas, hasta el
diccionario de adaptaciones de la literatura española, titulado simplemente Cine y
literatura, de José Gómez Vilches, editado en 1998 por el Ayuntamiento de Málaga,
diccionario harto incompleto, por cierto. Un estudio de conjunto sobre las
adaptaciones permite ver cómo su carácter ha ido evolucionado a lo largo de los
años, que André Bazin ya observó, sin llegar a explicarlo del todo.
DE LA LITERATURA AL CINE
Sin duda la introducción del concepto de intertextualidad cambió el modo de
concebir la relación del cine con la literatura. La noción de texto primero de la
literatura comparada se amplió hasta considerar en ella textos no exclusivamente
literarios.
La narratología afectó a los estudios comparatistas de los años ochenta y la
consideración de la problemática de la traducción en paralelo a la propia teoría del
conocimiento fue ya un paso de los años noventa. La teoría de Bajtín, desligada ya
del reduccionismo que le impuso Julia Kristeva, ha renovado el estudio de las
adaptaciones y acaba de permitir al profesor de la Université Laval de Québec,
Richard Saint-Gelais, hablar de transfictionnalité, concepto que sitúa la adaptación
más allá de los textos narrativos,
Los estudios de la relación cine/literatura han sufrido también en estos treinta
años el paso de una concepción referencialista del lenguaje a otra concepción
constructivista. Si el lenguaje ya no es una suerte de léxico que permite nombrar,
sino una herramienta que afecta a nuestro concepto del mundo, si el nombrar
implica tomar lugar en el contexto, se rompe la discontinuidad entre el mundo
natural y la descripción y entra en crisis el concepto de representación y la propia
noción de verdad.
El atractivo que el cine tiene, por su modernidad, unido a que su estudio ya resulta
de indiscutible necesidad (la televisión o el videoclip, por ejemplo, aún no se
han asentado con autoridad en el mundo de la academia) lo hacen proclive a las
modas y se inclina según el viento que con mayor fuerza sople en cada momento.
Son varios los caminos que puede tomar el estudio de las relaciones del cine con la
literatura, y uno teme que el encarrilar de los investigadores en una línea específica
de análisis deje de lado posibilidades de estudio llenas de interés.
• Así, por ejemplo, el estudio de los contactos de todo tipo que los escritores
establecieron con el cinematógrafo (a la manera erudita en que lo hace Rafael
Utrera o no) tal vez sea una vía complementaria del análisis de los textos, pero los
datos que se obtienen permiten comprender y explicar muchas cosas.
• En tomo a las adaptaciones de obras literarias a la pantalla hay un estudio
importante que puede hacerse: el de su frecuencia. Naturalmente, es preciso extraer
las consecuencias sociológicas e ideológicas que puedan derivarse.
• El cine proporcionó a la literatura teóricas posibilidades de teóricos nuevos
géneros, que fueron presentadas con denominaciones abusivas: novela-film, cine
drama, poema cinematográfico, cinematógrafo nacional, films de París... Pero en
1932 no extraña que La mujer de aquella noche, de Luis Manzano y Manuel de
Góngora, se subtitule «Guión de película sonora en tres actos». No se busca ya un
género intermedio, un compromiso entre el teatro y un cine que aún no existe, sino
que se confiesa claramente lo que se hubiera querido hacer.
• Por último, y dentro de este brevísimo muestreo de líneas posibles de trabajo
que vengo haciendo, es posible estudiar la adaptación inversa, del cine a la
literatura.
Precisamente contamos con un ejemplo, a mi entender precioso: Joaquín Dicenta
hijo escribió el guión de una película de costumbres aragonesas; se tituló Nobleza
baturra y se rodó en 1924. Tres años más tarde, en 1927, se adaptó para la
escena, incorporándose un diálogo inexistente en el filme. El 1929 se publicó en la
colección «El Teatro Moderno».
Si no olvidamos que el fenómeno de la adaptación no es en absoluto nuevo (los
novelistas de éxito del XIX eran adaptados para la escena: Zola, Hugo, Dickens,
Galdós, Pereda ... ofrecerían ejemplos), resulta aún necesario estudiar las
convergencias y divergencias entre el cine y la literatura a partir de una tipología
genérica. Es un trabajo que servirá para una mejor historiografía de los géneros y,
desde luego, para un mejor conocimiento de medios sobre los que se habla
continuamente (y los socorridos cursos de verano sirven de campo de prácticas) sin
fundamento alguno más allá de la inspiración sobrevenida.
Durante al menos los veinticinco o treinta primeros años, el cine no soporta bien
la comparación con la literatura, fuera de las vanguardias. Nada más natural.
Solemos olvidar que no pueden expresarse conceptos de mayor complejidad que
aquella que la tecnología de la expresión nos permite. Ello explica la abundante
literatura sobre la insuficiencia del lenguaje, que no es efectivamente literatura, o
denuncia la incapacidad del escritor. Y es que la expresión lingüística exige el
conocimiento del léxico y, por ende, del código, pero también el de los distintos
recursos de selección, combinación y ritmo que posibilitan extraer partido de aquél,
es decir, utilizar al máximo las posibilidades que ofrece. Existen, pues, una o varias
técnicas para el uso del lenguaje y un conocimiento de dichas técnicas, una
tecnología.
Entendemos con facilidad que el relato fílmico no existe sin el uso de un canal
de comunicación, es decir, de un aparataje que permita la elaboración, la
transmisión y la lectura del mensaje en un lugar y un tiempo distintos de aquellos en
los que se filmó y se montó la película (la realización de un filme suele necesitar dos
actividades que no pueden, técnicamente, ser simultáneas). De no existir esa
materialidad cinematográfica, careceríamos de los soportes de registro (las cintas
de celuloide) y sería imposible no ya la recepción, sino el cine en sí mismo. Pero,
además, dicho conjunto de aparatos construye el lenguaje fílmico o, al menos,
participa de modo importante en su construcción. El lenguaje, aunque producto de
unas actividades de composición, selección y combinación de imágenes con
pretensiones significativas, sólo existe en tanto que una materialidad puede hacerlo
posible.
Pero a la literatura le sucede también algo semejante. Para vencer el vacío
existente entre escritura y lectura es preciso una materialidad objetual: el
manuscrito, el impreso ... Esa materialidad consiste en un soporte de registro y unas
herramientas para marcarlo, además de una serie de signos gráficos que simbolizan
el soporte primero de la literatura, la lengua (un sistema ya, a su vez, simbólico).
Esto corresponde a la escritura como actividad fijadora del lenguaje. Además,
tendremos que considerar las técnicas y normas del manejo de la lengua en virtud
de la escrituralidad y la retórica. Todo ello constituye lo que es posible llamar el
aparataje de la literatura y condiciona, en mayor o menor medida, la semiótica
literaria. El manejo se hace posible gracias a una serie de conocimientos técnicos,
que Bacon, y con él Alejandro Guichot, podría haber denominado «ciencia de los
instrumentos del discurso», pero que creo más exacto denominar tecnología de la
literatura.
Naturalmente, numerosos filmes y novelas tratan los mismos temas, buscan reflejar
ambientes semejantes, desarrollan mitos culturales o caen en idénticos tópicos.
El estudio de tales coincidencias merece la pena. También son habituales las
películas que se declaran adaptaciones de determinadas novelas, y el análisis de
unas y de otras permite extraer datos sobre la personalidad de los autores y los
intereses de los públicos. Pero son las diferencias entre los discursos lo que más
obliga a reflexionar y lo que aún no entendemos suficientemente; por eso mismo
busca, en parte, Sánchez Noriega sistematizarlas.
Pero podemos presumir también que las diferencias sean, en gran medida,
tecnológicas.
Al no contarse de la misma manera, no puede contarse lo mismo. La influencia
de la glosemática, primero, y de la semiótica greimasiana del mundo natural,
después, orientó las reflexiones hacia la forma del contenido o una estructura
elemental de la significación. Contemplar la tecnología obliga a pensar que, sin que
haya que olvidar a Hjelmslev ni al Greimas de Du sens, los condicionamientos
técnicos y teóricos del medio determinan límites y posibilidades.
Resulta imposible disociar cualquier manifestación del pensamiento de las
condiciones técnicas de inscripción, soporte y transmisión que la hicieron posible.
Por lo tanto, el cambio tecnológico repercute en el régimen de las ideas. Cuando
leemos en el libro décimo de La república, por ejemplo, que «todos los poetas,
empezando por Homero, que ya traten en sus versos de la virtud o de cualquier otra
materia, no son más que imitadores de fantasmas, sin llegar jamás a la realidad»,
asistimos a la negación que los modernos hacen de la cultura oral sobre la que se
asentaba el concepto del mundo de los antiguos. Marshall McLuhan establecerá un
diagnóstico similar aplicado, primero, a la difusión del alfabeto fonético, que también
«produce una revolución en las formas de pensamiento y de organización social» y,
luego, al paso del manuscrito al impreso que «ha transformado nuestras opiniones
sobre el estilo literario y artístico, ha introducido ideas relacionadas con la
originalidad y la propiedad literaria de las que poco o nada se sabía en la edad del
manuscrito, y ha modificado los procesos psicológicos mediante los cuales
empleamos palabras para la comunicación del pensamiento». Y Régis Debray,
quien quisiera distinguir los efectos que produce la comunicación, según tenga
como vehículo la voz de un orador en el ágora, la lectura salmodiada de un texto
sagrado en una iglesia, o la lectura silenciosa de la biblia en lengua vernácula,
propone una ciencia, llamada mediología, para estudiar las correlaciones entre las
funciones sociales superiores y las estructuras técnicas de transmisión.
Desde el momento en que se conceptualiza con finalidad comunicativa, la
tecnología condiciona el producto final. Podríamos decir que incluso el mundo
vivido, la Lebenswelt, está cada vez más colonizado por el sistema de
comunicación.
El cine primitivo no podía expresar más que aquello que su lenguaje en elaboración
le permitía. Cada logro lingüístico constituye un hito dentro de la historia del
lenguaje cinematográfico, pero no necesariamente dentro de la cultura. A lo largo
del siglo hemos podido apreciar el enriquecimiento intelectual progresivo de los
filmes, no porque sus autores fueran necesariamente más inteligentes que sus
predecesores, sino porque -aceptemos la expresión metafórica- «hablaban mejor».
Por ello tenía en gran medida razón Roger Boussinot cuando escribía -en
1967, hace más de treinta años- en su libro Le cinéma est mort. Vive le cinéma (El
cine ha muerto. ¡Viva el cine!) que «la historia del cine" está ya cerrada. [...] La
historia del cine se inscribe con exactitud entre las invenciones de dos mecánicas
igualmente rudimentarias (en relación con sus evoluciones posteriores, claro es): el
Cinematógrafo Lumiere de 1895-1896 y el Magnetoscopio de 1965-1966».
La historia del cinematógrafo y la semiótica histórica del filme obligarán pronto
no ya a comparar el cine con la literatura, sino el cine con el post-cine. Incluso
cabe ya plantearse la comparación de un «filme del cine» con el mismo filme
transformado,
por los nuevos modo y contexto de visión, en «filme del post-cine», teniendo
en cuenta el distinto efecto de realidad que sin duda modo y contexto producen.
Ahora bien, si el cine pudo significar un cambio en el sistema literario, hay una
literatura anterior y otra posterior al cine, esta última afectada por él, del mismo
modo que los manuales escolares distinguen una literatura oral y una literatura
escrita.
Personalmente estimo que, al.ser los sistemas de la oralidad y de la escrituralidad
absolutamente distintos, la llamada literatura oral no es literatura; en todo caso
es pre-literatura. El cambio en los modos de concepción del mundo y de la realidad
que el cine introduce obliga a considerar la existencia de una literatura con tantas
variaciones con respecto a la anterior al cine que resulta lícito denominarla
post-literatura.
Los escritores fueron conscientes de ello desde muy temprano.
Si las producciones simbólicas de una sociedad en determinado momento histórico
no pueden explicarse debidamente sin relacionarlas con las tecnologías en
uso, resulta imposible considerar unos teóricos cine y literatura aislados de los
nuevos soportes y de los lenguajes que conllevan, aunque estén éstos en período
inicial. La importancia de algunos videoclips o las experiencias con los libros
electrónicos así lo demuestran. Para ello debemos contar con un trabajo metódico
de comparación del discurso literario y del fílmico.

JORGE URRUTIA
Catedrático de Literatura
Universidad Carlos III de Madrid
(Extracto del prólogo de “De la literatura al cine” de Sánchez Noriega.)

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