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Los niños no llegan ignorantes a la escuela, pero pueden llegar analfabetos. Tal
vez ellos no salgan analfabetos pero muy frecuentemente salen ignorantes. Es
esta la situación en la cual los “buenos alumnos” entran a las universidades y a
otras instituciones de ignorancia superior y algunos de ellos regresan a las aulas
para continuar transmitiendo el virus de la ignorancia a otra generación de niños.
Me solicitaron intervenir en esta mesa redonda con el tema ¿Por qué no leen los
maestros? Y a este interrogante sólo puedo añadir nuevos interrogantes.
Antes que todo, pienso que siendo la educación un reflejo de la sociedad de la que
hace parte y, que en el lugar de convertirse en un factor de cambio, es un medio
para mantener el status quo, no veo con qué derecho exigimos a los maestros
algo de lo que la sociedad en su conjunto no está convencida. La lectura no está
valorada socialmente o las valoraciones que a nivel teórico la sociedad hace de la
lectura no se traducen en una práctica cotidiana consecuente.
Por otra parte, culpar a los maestros de malos lectores –que lo son la mayoría de
las veces- y por consiguiente atribuirles el fracaso de la formación de los niños, es
continuar afirmando que la responsabilidad corresponde sólo a la escuela, es
limpiar las conciencias de otros sectores, es buscar archivos expiatorios.
Ustedes me dirán: Pero a los maestros les corresponde enseñar y por lo tanto
deben ser buenos modelos para sus alumnos. Esto es verdad. Por ello es
fundamental que sean buenos lectores. Tratemos de examinar, entonces, algunas
de las razones que originan esta situación, pero también algunas consecuencias
de que no sean lectores:
En primer lugar, para el maestro leer y enseñar a leer, o mejor, leer y aprender a
leer, son dos cosas diferentes. El maestro no cree que el niño aprende a leer
leyendo, viendo leer, oyendo leer.
En las aulas –con pocas pero significativas excepciones que empiezan a darse- se
crean situaciones especiales para la evaluación de la lectura en donde ésta no
importa, en donde la lectura pierde su naturaleza, pues no se realiza con un
objetivo propio –el de buscar información, construir un aparato, buscar respuestas,
sentir placer- sino con el objetivo del maestro y del currículo –poner una nota,
pasar el año-; en donde sólo se permite una única interpretación: la del maestro.
Situaciones como por ejemplo la de someter a los alumnos a leer en voz alta para
evaluarlo, detectar titubeos, malas entonaciones, para encontrar los errores en el
deletreo, para crear inseguridades y, en definitiva, convertir a la lectura en una
pesadilla.
Para no hablar de la escritura. En la escuela escribir significa copiar. Copiar del
tablero, copiar de una enciclopedia, de un cuaderno a otro. Escribir no significa
expresarse, expresar deseos, fantasías, inquietudes, preguntas, sentimientos. Y
así leer, y aprender a leer y aprender a escribir, son actos que se excluyen entre
sí.
En este contexto no es necesario que un maestro comparta con sus alumnos sus
propias lecturas, ni se constituya en modelo para ellos. Es tal el divorcio entre el
acto de leer de verdad y el de enseñar a leer que aún en los casos cuando el
maestro es lector, éste no se muestra como tal ante sus niños.
En segundo lugar, la formación del maestro se hace con los mismos parámetros.
Las escuelas de pedagogía no incorporan en sus currículos una verdadera cátedra
de lectura y de literatura, que vaya más allá de la didáctica de la lectura, de dotar a
los futuros maestros con algunas técnicas y destrezas y en el manejo de algunos
ejercicios que le permitan lograr la decodificación o la “lectura comprensiva” –
como si toda lectura no lo fuera- en la escuela primaria o desanimar a los
adolescentes en la secundaria con análisis literarios que ni siquiera exigen la
lectura de la obra completa.
¿Lo anterior nos deja alternativa? Criticar un río es construir un puente, decía
Bertolt Brecht. Me permito invitarlos a que construyamos varios, y como en casi
todas las construcciones, de manera colectiva.