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¿LEEN LOS MAESTROS?

Por Silvia Castrillón

Bibliotecóloga colombiana con especialización en documentación


educativa y en literatura infantil, es actualmente presidente de la
Asociación Colombiana de Lectura y Escritura, dirigió Fundalectura
desde su fundación en 1990 hasta abril de 2001. Es miembro del
Comité Latinoamericano de IRA. Fundó y dirigió la Asociación
Colombiana para el Libro Infantil y Juvenil.

Intervención en el Seminario Jornada Internacional Literatura Infantil


por la Paz, San Salvador, 7 al 11 de febrero de 1994, revisada por la
autora.

Permítanme iniciar mi intervención con unas palabras de Frank Smith que, no


obstante haber sido escritas en Canadá para un medio y unas condiciones muy
diferentes son aplicables a la realidad de nuestros países y me parecen
pertinentes:

Los niños no llegan ignorantes a la escuela, pero pueden llegar analfabetos. Tal
vez ellos no salgan analfabetos pero muy frecuentemente salen ignorantes. Es
esta la situación en la cual los “buenos alumnos” entran a las universidades y a
otras instituciones de ignorancia superior y algunos de ellos regresan a las aulas
para continuar transmitiendo el virus de la ignorancia a otra generación de niños.

Me solicitaron intervenir en esta mesa redonda con el tema ¿Por qué no leen los
maestros? Y a este interrogante sólo puedo añadir nuevos interrogantes.

Antes que todo, pienso que siendo la educación un reflejo de la sociedad de la que
hace parte y, que en el lugar de convertirse en un factor de cambio, es un medio
para mantener el status quo, no veo con qué derecho exigimos a los maestros
algo de lo que la sociedad en su conjunto no está convencida. La lectura no está
valorada socialmente o las valoraciones que a nivel teórico la sociedad hace de la
lectura no se traducen en una práctica cotidiana consecuente.

Para la mayoría leer es importante, no lo dudo. Es difícil encontrar a alguien que


se confiese abiertamente no lector por vocación o por convicción. Únicamente
encontramos personas que no tienen tiempo para leer (aun cuando lo tengan para
otras actividades) o para quienes los libros son demasiado caros (aun cuando no
tienen reparos en invertir su dinero en otras diversiones o bienes de consumo
culturales menos gratificantes). Y los maestros también son miembros de esta
sociedad que desvaloriza la lectura.

Por otra parte, culpar a los maestros de malos lectores –que lo son la mayoría de
las veces- y por consiguiente atribuirles el fracaso de la formación de los niños, es
continuar afirmando que la responsabilidad corresponde sólo a la escuela, es
limpiar las conciencias de otros sectores, es buscar archivos expiatorios.

Ustedes me dirán: Pero a los maestros les corresponde enseñar y por lo tanto
deben ser buenos modelos para sus alumnos. Esto es verdad. Por ello es
fundamental que sean buenos lectores. Tratemos de examinar, entonces, algunas
de las razones que originan esta situación, pero también algunas consecuencias
de que no sean lectores:

En primer lugar, para el maestro leer y enseñar a leer, o mejor, leer y aprender a
leer, son dos cosas diferentes. El maestro no cree que el niño aprende a leer
leyendo, viendo leer, oyendo leer.

La prueba de ello es que la mayoría de las actividades diseñadas para el


aprendizaje de la lectura nada tienen que ver con la lectura, no se realizan en un
contexto significativo, ni siquiera implican un acto de comunicación. Tampoco se
emplean textos de verdad, libros de verdad, materiales de lectura de verdad, que
signifiquen algo a los alumnos y de paso al profesor. Los materiales empleados en
el aula no emocionan, no estremecen, no producen miedo ni risa, no invitan a la
reflexión, ni al diálogo interior, no dicen nada nuevo al alumno, ni tampoco
plantean dudas o preguntas.

En las aulas –con pocas pero significativas excepciones que empiezan a darse- se
crean situaciones especiales para la evaluación de la lectura en donde ésta no
importa, en donde la lectura pierde su naturaleza, pues no se realiza con un
objetivo propio –el de buscar información, construir un aparato, buscar respuestas,
sentir placer- sino con el objetivo del maestro y del currículo –poner una nota,
pasar el año-; en donde sólo se permite una única interpretación: la del maestro.
Situaciones como por ejemplo la de someter a los alumnos a leer en voz alta para
evaluarlo, detectar titubeos, malas entonaciones, para encontrar los errores en el
deletreo, para crear inseguridades y, en definitiva, convertir a la lectura en una
pesadilla.
Para no hablar de la escritura. En la escuela escribir significa copiar. Copiar del
tablero, copiar de una enciclopedia, de un cuaderno a otro. Escribir no significa
expresarse, expresar deseos, fantasías, inquietudes, preguntas, sentimientos. Y
así leer, y aprender a leer y aprender a escribir, son actos que se excluyen entre
sí.

En este contexto no es necesario que un maestro comparta con sus alumnos sus
propias lecturas, ni se constituya en modelo para ellos. Es tal el divorcio entre el
acto de leer de verdad y el de enseñar a leer que aún en los casos cuando el
maestro es lector, éste no se muestra como tal ante sus niños.

En segundo lugar, la formación del maestro se hace con los mismos parámetros.
Las escuelas de pedagogía no incorporan en sus currículos una verdadera cátedra
de lectura y de literatura, que vaya más allá de la didáctica de la lectura, de dotar a
los futuros maestros con algunas técnicas y destrezas y en el manejo de algunos
ejercicios que le permitan lograr la decodificación o la “lectura comprensiva” –
como si toda lectura no lo fuera- en la escuela primaria o desanimar a los
adolescentes en la secundaria con análisis literarios que ni siquiera exigen la
lectura de la obra completa.

¿Lo anterior nos deja alternativa? Criticar un río es construir un puente, decía
Bertolt Brecht. Me permito invitarlos a que construyamos varios, y como en casi
todas las construcciones, de manera colectiva.

Invitemos a los maestros a una reflexión permanente sobre su práctica


pedagógica. Abramos espacios para que los maestros descubran en sus propias
historias las causas de sus fobias por la lectura y puedan así, romper el círculo
vicioso que conduce a que enseñen como ellos aprendieron.

Busquemos reformar los currículos de formación de los docentes incorporando


lecturas voluntarias, lecturas por placer también en su formación.

Empecemos a valorar nosotros mismos la lectura, a descubrir su importancia, su


magia y su placer y sigamos trabajando para que los niños las descubran y, tal
vez, algunos de ellos regresen al aula como maestros y sean capaces de
transmitir su emoción a nuevas generaciones, o aún, siendo todavía niños,
contaminen a sus maestros, como Ignacio, el protagonista de Un pasito y otro
pasito de Tomie de Paola, que enseñó a caminar a Nacho, su abuelo inválido.

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