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PODER Y PROTESTA POPULAR

Movimientos Sociales Latinoamericanos

Susan Eckstein (coord.) Ediciones Siglo XXI. México 2001.

PODER Y PROTESTA POPULAR EN AMERICA LATINA (Paginas 15-73)

¿Por qué los ciudadanos salen a la calle y no acuden a lar urnas electorales para
expresar su descontento con las políticas del gobierno, tanto bajo regímenes
democráticos como con otros autoritarios? ¿Porqué los mismos coléricos
trabajadores algunas veces apoyan movimientos revolucionarios mientras que otras
expresan su cólera mediante la haraganería, las huelgas y los rituales? ¿Por qué
algunos campesinos se conforman con las condiciones rurales que les desagradan
mientras que otros no lo hacen? Es más: ¿por qué hay tipos de protesta
semejantes que producen resultados diferentes en distintos países? Ni los
paradigmas de los tipos de régimen de las ciencias políticas ni las teorías de los
movimientos sociales que se centran sólo en las quejas, la organización y el
liderazgo de los grupos desafiantes, explican con claridad las condiciones que
inducen a la gente común a resistirse y a protestas contra la explotación, la
degradación y la pobreza, la variedad de maneras en las que expresan su
descontento con su suerte, y los resultados de su desafío.

Este capítulo y los siguientes subrayan la diversidad de expresiones de


desafío y, lo que es más importante, la variedad de resultados del desafío en
América Latina. Tomothy Wickham-Crowley y Cynthia McClintock tratan de los
orígenes comunes, aunque con suertes distintas, de los movimientos de guerrilla
rurales; León Zamosc examina cómo, y explica por qué las ideologías, las
actividades y los logros de un movimiento campesino cambiaron con el tiempo, aun
cuando su base social no lo hiciera; y June Nash se centra en las protestas de
mineros que combinan creencias, costumbres y rituales primordiales con políticas
revolucionarias y reaccionarias del siglo XX. Daniel Levine y Scott Mainwaring
describen cómo, y explican por qué, los movimientos de las clases bajas basados
igualmente en la teología de la liberación han diferido en sus desarrollos,
dependiendo de condiciones específicas nacionales y locales. Manuel Antonio
Garretón, Maria Helena Moreira Alves y Marysa Navarro, en cambio, se centran en
los movimientos pluriclasistas de oposición común a los gobiernos represivos que
no han podido resolver los problemas económicos nacionales, y Navarro trata,
específicamente, del desafío organizado y encabezado por mujeres. John Walton
examina las protestas que han surgido, en algunos países, de las clases media y
“popular” en contra de las medidas de austeridad impuestas por los gobiernos para
mitigar sus deudas externas, así como el desafío a los gobiernos por las políticas
impuestas por los acreedores internacionales.

Los capítulos incluyen movimientos que abarcan el continente desde México


en el norte hasta Argentina y Chile en el sur. Estos capítulos son una muestra
simple de las maneras en que los latinoamericanos han desafiado, a menudo
valerosamente, las condiciones que juzgan intolerables. En muchos países de la
región, los que protestan han sido despedidos de su trabajo, encarcelados,
torturados, exiliados o muertos. Las élites latinoamericanas disponen de recursos
considerables para la represión, recursos que, con demasiada frecuencia, han
desplegado para defender sus intereses políticos y económicos cuando sin
impugnados “desde abajo”.

Si bien esta colección incluye estudios sobre los grupos que se han
dedicado a actividades de protesta en los decenios recientes, no incluye ni todo el
universo de grupos y movimientos ni una muestra representativa de los mismos. El
propósito del libro es el de descubrir patrones comunes en movimientos que tienen
bases sociales y metas diferentes, movimientos en contextos sociopolíticos distintos
y el desafío que se expresa de manera diversa. Nuestro conocimiento de América
Latina es lastimosamente inadecuado y se centra principalmente en las
preocupaciones y perspectivas de la élite. En consecuencia, sabemos mucho más
sobre las estructuras estatales, los partidos políticos y los grupos “populares”. Por
lo general, sólo cuando se desafía a los intereses de Estados Unidos y a la
hegemonía de la clase dominante, como ocurrió en América Central en el decenio
de 1980, es cuando se centra la atención en los grupos subordinados.

Nuestra limitada comprensión analítica y empírica de la protesta en


América Latina denota también prejuicios y modas disciplinarios. Cuando la
investigación de las ciencias sociales sobre América Latina “despegó” en el decenio
de 1960, estuvo muy influida por la teoría de la modernización y sus supuestos
conductistas, según los cuales los individuos serían económicamente móviles y los
países se desarrollarían económicamente y se volverían más democráticos
políticamente cuando la población asimilara los valores occidentales y participara en
las instituciones modernas. Sin embargo, la democracia sería socavada por las
políticas “extremistas” si los individuos fuesen desarraigados de su modo de vida
tradicional sin haber sido absorbidos por las instituciones modernas o si sus
expectativas no se materializasen.

El hecho de que la urbanización y la marginación masivas no hicieran surgir


movimientos revolucionarios obligó a un número cada vez mayor de expertos
(aunque ciertamente no a todos) a abandonar los análisis conductistas. El centro de
preocupación pasó de la sociedad al estado, a análisis del autoritarismo burocrático
y a criterios corporativistas de las relaciones entre el estado y la sociedad. El acento
se puso en el orden y el control social y no en la movilización, el desafío y la
protesta. Al mismo tiempo, las “ideas de dependencia” cuestionaron los supuestos
evolutivos, culturales e individualistas sobre los que se sentaron las premisas de la
teoría de la modernización, argumentando, en su lugar, que el desarrollo
latinoamericano debe ser comprendido en el contexto de la dinámica de la
economía global. Sin embargo, al subrayar de qué manera la dinámica global
limitaba las opciones latinoamericanas, los escritores encontraron que había poca
cabida para el voluntarismo y los conflictos izquierdistas basados en inexplicadas
relaciones no económicas.

Los latinoamericanos han sido más desafiantes de lo que la literatura


disponible nos hizo creer, si bien menos de lo que hubiera cabido esperar, dadas las
injusticias y desigualdades existentes. No obstante, la capacidad de penetración de
la protesta no significa que la dinámica política y económica global sea
inconsecuente. Varios de los autores de este volumen destacan cómo las fuerzas
globales directa e indirectamente moldea el estallido y el resultado de los
movimientos de protesta. Pero el efecto de estas fuerzas debe comprenderse en el
contexto de las estructuras, los mecanismos sociales y las tradiciones culturales
locales. Los legados coloniales similares y la misma subyugación poscolonial a las
fuerzas económicas y políticas globales no pueden explicar la diversidad de formas
en que nos latinoamericanos se han opuesto a las condiciones que les desagradan,
incluso estando sujetos al mismo conjunto de represiones externas.

Los lentes analíticos a través de los cuales los autores que han colaborado
en este libro ven los movimientos de protesta y de resistencia son algo eclécticos.
La diversidad refleja los sesgos teóricos y metodológicos de los autores y de sus
disciplinas, que incluyen la sociología, las ciencias políticas, la antropología y la
historia. Pero, independientemente de sus diferencias, los autores comparten una
perspectiva histórico-estructural. Estos autores muestran que la ideología, los
valores, las tradiciones y los rituales son importantes, y atribuyen la importancia de
la cultura a la dinámica de grupo, de organización y de comunidad y a otras
características de la estructura social. Los autores nos muestran que el patrón de
desafío depende de las circunstancias históricas.

La estructura social tiene importancia porque la distribución desigual del


poder, de la riqueza y del prestigio produce intereses dispares en la gente que está
situada de manera diferente en las jerarquías de grupo. Quienes controlan los
medios de coacción física y los medios de producir riqueza tienen poder sobre
quienes carecen de tales medios. Este poder puede incluir el control de las ideas,
así como de los recursos materiales. Cuando las clases pobres y trabajadoras se
rebelan no es porque sea intrínsecamente perturbadoras. Se rebelan porque tienen
medios alternativos limitados para expresar sus opiniones y para ejercer presión en
pro de un cambio.

Los estudios de caso en este libro muestran que las relaciones económicas,
especialmente las relaciones económicas cambiantes, son la causa principal de
protesta y de presión a favor de un cambio. Sin embargo, se mostrará que los
medios escogidos para protestas dependerán de los factores del contexto: de los
lazos entre clases, institucionales y culturales; de las estructuras del estado; y de
opciones reales, o, por lo menos, así percibidas, como salida en lugar de rebelarse.
Los análisis demuestran también que la política y la religión, así como las
preocupaciones basadas en la raza, la etnia y el género, independientemente de las
fuerzas económicas o en combinación con ellas, pueden ser fuentes de descontento
que incitan al desafío.

El enfoque histórico-estructural que los autores emplean difiere de los


análisis que explican la acción colectiva en el nivel del individuo. Las explicaciones
psicológicas subrayan los rasgos de carácter y los estados de tensión que
predisponen a los individuos a la rebelión. Los individuos con personalidad
autoritaria (Hoffer, 1951; Lipset, 1981) y aquellos que están enajenados o cuyo
sentimiento es resultante de la destrucción de las estructuras de la sociedad
(Kornhauser, 1959), que se sienten frustrados y privados en relación con otros con
los cuales se comparan (Davies, 1962; Feierabend y Feierabend, 1971; Gurr, 1970)
y que se sienten atraídos por nuevas normas y valores (Smelser, 1963) han sido
descritos como tipos desafiantes, como irracionales al rebelarse.

Los teóricos partidarios de la elección racional (véanse, por ejemplo, Olson,


1965; Popkin, 1979), también explican el desafío en el nivel del individuo. No
obstante, sostienen que la movilización es una respuesta calculada, basada en las
evaluaciones individuales de los costos y los beneficios de no acatar el statu quo.
Olson plantea que los individuos racionales y egoístas no tienden a asumir los
riesgos de la movilización para “el bien colectivo”, porque pueden actuar
independientemente. También sostiene que el desafío colectivo sólo es probable
cuando los actores reciben recompensas selectivas por su participación en
movimientos contra el statu quo y cuando los que no participan son penalizados por
su falta de participación.

La teoría basada en la opción racional no puede explicar cómo las formas


de solidaridad de grupo, el compromiso moral con la colectividad y otros valores no
racionales pueden movilizar a la gente para actuar independientemente de su
propio interés individual. Lo que es racional para el individuo no siempre es
congruente con lo que eligen los grupos, inspirados política o culturalmente.
Además, las participaciones de grupo y las características culturales moldean las
percepciones de los individuos y de qué manera desafían a las condiciones que les
desagradan. Por consiguiente, incluso cuando el desafío traduce el propio interés
del individuo, lo que los individuos consideran que es su propio interés sólo puede
se comprendido en el contexto de fuerzas sociales y culturales más vastas.

A su vez, es frecuente que las explicaciones en el nivel individual no


puedan explicar el efecto que producen los actos de desafío, puesto que el
resultado real de un acto difiere con frecuencia del resultado previsto que motivó la
rebelión. Es decir, la serie de formas según un patrón dentro del que los individuos
y los grupos responden a condiciones que consideran insatisfactorias y la serie de
resultados de los actos de desafío no dependen solamente de los atributos
psicológicos, el estado de ánimo y la toma de decisión racional individual. Hay
fuerzas culturales y estructurales que influyen en las percepciones individuales y de
grupo, en sus sentimientos y acciones, aunque no siempre de forma evidente para
los actores. Estas fuerzas culturales y estructurales influyen en la medida en que se
considera que cualquier situación es intolerable, tanto si los agravios son evidentes
como si son hechos mediante un desafío solapado, y tanto si los agraviados buscan
soluciones individuales a su suerte como si buscan soluciones colectivas.

Los estudios que reúne este libro señalan las características específicas de
la estructura social, que condicionan las formas en que los grupos subordinados
abordan su suerte, y también las respuestas de la élite. Los autores muestran que
el patrón de desafío es modelado por características estructurales,
independientemente de los atributos psicológicos y de ira que puedan haber
predispuesto a la gente a protestar. Los autores señalan también el impacto del
desafío en las respuestas de las élites y en las condiciones macropolíticas y
macroeconómicas, que no siempre se pueden deducir de los factores que inducen a
los individuos a desafiar el statu quo. Es posible que los rebeldes se encuentren con
consecuencias que no habían previsto. Por consiguiente, los análisis muestran que
los rasgos de la estructura social deben formar parte, teórica y empíricamente, de
cualquier comprensión cabal de la protesta y de la resistencia.

Es evidente que no somos los primeros en plantear una perspectiva


histórico-estructural. Marx y sus discípulos han sostenido que los intereses
económicos opuestos generan conflicto y desafío. Este capítulo y los análisis que
siguen se basan en ciertas tradiciones marxistas: en los análisis marxistas que
ponen de manifiesto la importancia del mercado así como la de las relaciones de
producción, relaciones económicas que cambian y que no son meramente
relaciones económicas bien establecidas, e injusticias cuya raíz se encuentra en las
relaciones económicas y no económicas. La vida de la gente está muy influida por
su “ubicación” económica, pero también por otras fuerzas. Las relaciones
económicas no determinan de manera mecánica si las personas en una posición
subordinada se rebelarán, y cómo y cuándo lo harán. Cabe recordar que el propio
Marx reconoció que la política de clases varía con sus circunstancias históricas.

Los no marxistas han señalado también una relación entre la estructura


social y los movimientos de protesta. Hay un vasto cuerpo de literatura en Estados
Unidos que interpreta los movimientos sociales desde una perspectiva estructural.
Sin embargo, buena parte de esta literatura no está históricamente fundamentada,
y otra es demasiado abstracta para explicar los matices importantes de los
movimientos. Neil Smelser (1963), por ejemplo, afirma que entre los factores
determinantes del desafío colectivo figuran el carácter propiciatorio (la permisividad
de los mecanismos sociales para la generación de movimientos sociales), la tensión
estructural (la existencia de ambigüedades, privaciones, tensiones y conflictos en la
sociedad), y el colapso de los controles sociales. Pero ¿cuáles son las características
de la estructura social que condicionan el conjunto de respuestas a las tensiones y
cuáles moldean resultados de desafío? Su tesis no especifica adecuadamente una
respuesta a estas preguntas.

Aunque la tesis de Smelser puede tener una validez en un nivel abstracto,


los ensayos incluidos en este volumen ilustran la razón por la que esta teorización
abstracta no es muy esclarecedora: deja mucho sin explicar. La fuerza de estos
ensayos radica no sólo o principalmente en sus bases teóricas explícitas o
implícitas, sino también en su comprensión sutil de la variabilidad histórica. La tesis
de Smelser, en cambio, no nos ofrece un marco para comprender, por ejemplo, por
qué los programas de austeridad descritos por John Walton en su ensayo,
provocaron diferentes tipos de movimientos de protesta y movimientos con
resultados diferentes en distintos países latinoamericanos. Tampoco ayuda a
explicar por qué el movimiento campesino colombiano, que Zamosc analiza,
comenzó como un movimiento de reforma iniciado por el estado, luego rompió con
el mismo y se radicalizó y, más tarde aún, se volvió conservador e intrascendente.
El enfoque de Smelser tampoco puede explicar las distintas formas en que los
mineros del estaño boliviano han expresado sus quejas basadas en la clase: en
distintos momentos esas quejas fueron encauzadas hacia rituales enraizados en su
herencia campesina, a movimientos revolucionarios y a l apoyo a políticos
reaccionarios.
La teoría de la movilización de los recursos es, quizás, la mejor formulada y
no marxista que explica los movimientos sociales en el nivel de la organización y
no del individuo (véanse en Jenkisn, 1983, y en McAdam, McCarthy y Zald, 1987,
estudios excelentes de la “escuela” de movilización de los recursos): los que
proponen esta perspectiva sostienen que las quejas son endémicas en la estructura
social y que, por ende, no pueden explicar por sí solas el surgimiento de
movimientos sociales. Al igual que los teóricos de la opción racional, estos autores
ven las acciones de los movimientos como respuestas racionales a los costos y las
recompensas de diferentes líneas de acción. Sin embargo, hacen hincapié en que
los movimientos dependen, sobre todo, de los recursos, la organización de grupo y
las oportunidades para la acción colectiva. Dichos autores señalan que los recursos
económicos, de comunicación y humanos (es decir, las capacidades de organización
y legales y el trabajo no especializado de sus partidarios) pueden tener
importancia, y que el grado previo de organización de los grupos afecta también la
movilización potencial de los mismos. Los teóricos de la movilización de los recursos
plantean que cuando los grupos comparten fuertes identidades distintivas y densas
redes interpersonales, pueden movilizar fácilmente a los miembros: tanto la
identidad como las redes proporcionan una base para los incentivos colectivos.
Dichos teóricos sostienen también que los organizadores externos o los que
emprenden movimientos pueden ser críticos para la movilización de los mismos,
especialmente entre los grupos desposeídos que tienen una experiencia política y
organizadora mínima.

Piven y Cloward (1979) también explican la protesta en el nivel estructural,


no en el nivel individual. Sin embargo, no están de acuerdo con los teóricos de la
movilización de los recursos, quienes atribuyen el movimiento social potencial
primordialmente a las características y a los recursos de organización. Estos
autores ven la organización, especialmente con el transcurso del tiempo, como un
factor que socava las posibilidades de los grupos subordinados para lograr un
cambio. Piven y Cloward sostienen que los pobres son quienes más probabilidades
tienen de lograr un cambio mediante la disolución, y que la disolución puede ser
movilizada sin una organización formal. A su juicio, las organizaciones son
vulnerables a la oligarquía interna y a la apropiación externa, y las organizaciones
que se crean dentro de movimientos tienden a embotar la fuente principal de
influencia del movimiento, la militancia. Al sostener que la organización formal es
necesariamente incompatible con la movilización. Piven y Cloward exageran su
punto de vista. Estos autores señalan correctamente que hay tendencias
conservadoras en la mayor parte de las organizaciones, pero que las organizaciones
también pueden agrupar a la gente e infundir en ella valores que incitan al desafío,
intencionalmente o no.

Otros estudios de los movimientos sociales han señalado que el origen y el


destino del desafío no pueden ser comprendidos meramente, o incluso
principalmente, ni en el nivel de rebeldía de la organización y del grupo ni en el
nivel del individuo. Skocpol (1979) y Walton (1984), por ejemplo, subrayan cómo
las estructuras y las influencias macroeconómicas moldean las rebeliones. Estas
macrofuerzas pueden moldear la protesta de maneras que no son siempre
evidentes para la gente involucrada. Más adelante, veremos cómo estas
macrofuerzas pueden incluir en la forma en que las quejas se expresan y en las
probabilidades de éxito que el desafío pueda tener.
Al basarse en una tradición estructural ya existente, este libro se propone
especificar, como ninguno lo ha hecho hasta la fecha, las características
institucionales y culturales que moldean las respuestas a las quejas e influyen en
los resultados de la protesta y de los movimientos de resistencia en América Latina.
Este capítulo ofrece un marco para comprender las formas variadas que el desafío
adopta, sus dintintos orígenes y sus resultados diversos. En él describo cómo, y
explico por qué, las relaciones y las condiciones económicos son la causa principal
del desafío, pero también la forma en que los conflictos basados en relaciones
políticas, de género, de raza y de etnia también pueden tener importancia. Luego,
el enfoque del capítulo pasa a los factores de contexto que condicional las
respuestas a las quejas, a saber, los mecanismos institucionales locales, las
alianzas de clases, las culturas populares de resistencia y las estrucuras estatales.
Después, considero las carácter+isticas estructuraales que moldean los resultados
de desafío, con inclusión del impacto de las diversas, pero estructuralmente
basadas, respuestas de la élite. El capítulo termina con un resumen de algunas de
las características distintivas de la herencia latinoamericana que han pautado el
desafío en la región de manera distinta a la de otras parte del mundo.

Los capítulos restantes ilustran las propuestas establecidas en este ensayo inicial y,
en realidad, ofrecen algo del material en cuestión para algunas de las propuestas
que presento. Puesto que el número de estudios es pequeño y que no han sido
escogidos al azar, no pueden probar, por sí mismos, una teoría domiannte de las
causas y las consecuencias de la protesta y la resistencia. Sin embargo, los análisis
son interesantes por derecho propio y nos ayudan a comprender tanto la manera
en que los quejosos intentan aliviar su suerte como lo diverso del éxito que
obtienen.

Precisamente debido a que las causas y las consecuencias del desafío son
complejas (aunque siguen un patrón), este libro tiene objetidos modestos. Ninguna
teoría puede explicar y predecir adecuadaamente la gama completa de maneras en
las que los grupos en la soicedad civil expresan su cólera y los efectos que tiene el
desafío. Sin embargo, una comprensión mejor de los factores que enmarcan los
movimientos de desafío y el estudio detallado de protestas específicas pueden
contribuir a establecer "teorías de mediana alcance", para decirlo con las palabras
de Merton (1961).

A pesar del nivel de detalle en los ensayos, este libro también será de
interés para queienes no se especializan en el tema. Aparte de la importancia
histórica de los movimientos que los autores describen, el conocimiento de las
experiencias latinoamericanas puede contribuir a una comprensión mejor de las
características universales e históricamente específicas de los movimientos de
protesta. Gran parte la literatura estadounidense sobre movimientos sociales tiende
a hacer generalizaciones partiendo de la experiencia de Estados Unidos. Por
consiguiente, los estudios que teúne este volumen pueden ayudarnos de manera
indirecta a comprender mejor las características históricas y de contexto que
pautan los movimientos en el mundo industrial, a la vez que nos ilustran de manera
directa sobre los movimientos en América Latina.
LAS FORMAS VARIADAS DE PROTESTA

Las rebeliones en gran escala, aparte de las revoluciones, son raraa, y


cuando ocurren suelen ser aplastadas o dar lugar a la creación de estados que
subordinan los intereses de los rebeldes a los de los grupos dominantes y
gobernantes. Las expresiones de desafío que no llegan a ser una revolución, por su
intención y su efecto, son mucho más frecuentes. La gama de maneras en las que
la gente expresa un desafío está delimitada por la estructura social, al igual que el
comportamiento ocialmente más aceptado está a su vez delimitado.

James Scott (1986) sostiene correctamente y con justa percepción que los
campesinos se dedican con frecuencia a formas de resistencia cotidiana como la
haraganería, el incumplimiento pasivo, el engaño, los hurtos, la calumnia, el
sabotaje y el incendio premeditado que están muy cerca del desafío colectivo
declarado. Hay razones para creer que otros grupos económicamente subordinados
pueden resistirse a las condciiones impuestas por los grupos dominantes de
maneras muy semejantes, dependiendo de las circunstancias. Para la gente que
está en posiciones estructuralmente desventajosas, estas "formas de resistencia
cotidiana" pueden lograr más, tanto a corto como a largo plazo, que las protestas
públicamente organizadas; esto es especialmente probable cuando los riesgos de
represión son grandes. Su desafío puede requerir poca o ninguna coordinación y es
posible que no desafío de manera directa al dominio y las normas de la élite. Si
bien estas formas de desafío raras veces provocan un cambio importante, pueden,
en ocasiones socavar la legitimidad del gobierno y la productividad hasta el punto
en que las élites pol´tiicas y económicas sienten la necesidad de instituir reformas
importantes.

Además de estas "formas de resistencia cotidiana", hay maneras más


directas y explícitas en las que los quejosos han protestado históricamente por las
condiciones que les desagradan y por las que han tratado de buscar el cambio:
huelgas, apropiaciones de tierras, manifestaciones, disturbios, rebeliones y
protestas. En estos casos el grado de coordinación suele ser mayor.

Tales variadas expresiones de desafío tienen en común por lo menos una


característica importante: conllevan los esfuerzos de los que son política y
económicamente débiles para resistirse mediante cauces no institucionalizados a las
condiciones que consideran injustas.

Incluso cuando los grupos subordinados desafían colectiva y públicamente


las condiciones que les desagradan, es característico que no recurran a la violencia,
sobre todo al principio. Si la violencia se declara, suele ser iniciada por grupos más
poderosos con el fin de coaccionar a los débiles a volver ala docilidad. En América
Latina, por ejemplo, el ejército y la policía han sido responsables de muchos más
heridos y muertos que los grupos guerrilleros.
Los estudios de caso que aparecen en este libro se centran principalmente
en formas de desafío coordinadas y claramente no violentas. Sin embargo, la
mayor parte de los grupos de investigados combinan la resistencia y el desafío
abiertos con otras formas más sutiles y algunos han combinado la protesta no
violenta con la violenta. Por ejemplo, en su exposición sobre el movimiento
guerrillero de Perú, Sendero Luminoso, Cinthya McClintock destaca cómo los
campesinos que no estaban lo suficientemente comprometidos como para unirse a
los rebeldes, colaboraron calladamente con ellos con actos que contribuyeron a la
erosión de la legitimidad del gobierno. Los campesinos de la zona en donde
Sendero Luminoso comenzó sus operaciones apoyaron tácitamente a la guerrilla,
negándose a ayudar a los oficiales a exterminar a los guerrilleros y
proporcionándoles a éstos alimentos, techo e información; además, sabotearon las
elecciones, no mediante el ataque público al sistema político o, según la
terminología de Gramsci (1971) mediante el ataque frontal, sino de manera callada
e individual cuando gran número de ellos invalidó su voto. Una vez que Sendero
Luminoso logró establecerse en la región montañosa de Ayacucho, pudo también
difundir su base a otras regiones del país.

Esta relación entre la confrontación abierta y las formas de desafío más


sutiles también es abordada en otros ensayos de este libro; así, June Nash muestra
cómo los mineros bolivianos del estaño, mediante su participación regular en
rituales seculares basados en su pasado agrícola, fortalecieron el espíritu de
rebelión que ha impulsado huelgas, protestas y hasta revolución cuando las
condiciones estuvieron “maduras”. Los rituales están muy arraigados y
proporcionan la base sólida en la cual se apoyan las protestas políticas explícitas.
Los rituales y los actos abiertamente políticos se basan en las quejas compartidas.
En su artículo sobre religión y protesta, Daniel Levine y Scott Mainwaring, a su vez,
consideran cómo la participación en las “comunidades de base”, patrocinadas por la
iglesia y que nominalmente no tienen un carácter político, puede o no sentar las
bases de movimientos políticos de protesta.

Aunque los mismos grupos e individuos pueden participar en formas más


sutiles de resistencia declarada, el repertorio de la acción colectiva en el cual se
basan los grupos tiende a ser limitado y a estar muy influido por las características
sociales estructurales y por las tradiciones históricas. No es casual que algunas
personas se rebelen negándose a trabajar, o negándose a hacerlo con toda su
capacidad, mientras que otras roban y otras aun se manifiestan en las calles o se
dedican al sabotaje electoral. Los obreros de las fábricas hacen huelga porque con
ella pueden desafiar las reglas del lugar de trabajo y limitar las utilidades de los
dueños. Los trabajadores del sector informal, en cambio, se apropian de terrenos
para construir viviendas y protestan contra los aumentos del costo de la vida. Por
muy descontentos que puedan estar con su trabajo y con sus ganancias, el marco
en que laboran no es el adecuado para el desafío colectivo: son empleados de
pequeñas empresas, que no ofrecen ninguna seguridad de empleo, o son personas
que trabajan por cuenta propia.

Los diferentes grupos no sólo se dedican a distintas formas de desafío. Con


el transcurso del tiempo, los repertorios sociales también han cambiado. Charles
Tilly (1978) y sus asociados (Tilly y Tilly, 1981; Shorter y Tilly, 1974; y Tilly, Tilly y
Tilly, 1975) señalan, por ejemplo, que en Europa occidental, entre los siglos XVIII y
XIX, el repertorio pasó de los motines para obtener alimentos a la resistencia a la
conscripción, a la rebelión contra los recaudadores de impuestos y a las invasiones
organizadas de campos y bosques para manifestaciones, reuniones de protesta,
huelgas y reuniones electorales. En el siglo XX, no sólo han sido más frecuentes y
prolongadas las actividades realizadas en gran escala por asociaciones, con
propósitos especiales, sino más comunes. Tilly y sus colegas atribuyen el cambio a
la concentración económica y al incremento de la proletarización por una parte, y,
por otra, al poder creciente de la nación y a la institucionalización de la democracia
liberal. A medida que los lugares de poder de la sociedad cambiaron, los intereses,
las oportunidades y la capacidad de la gente común para actuar en conjunto se
modificaron.

Sin embargo, las tradiciones históricas, así como los mecanismos


institucionales, influyen en la manera en que la gente responde a las condiciones
que les desagradan. La gente aprende mecanismos de desafío, en parte como una
reacción a las respuestas del grupo dominante. El repertorio latinoamericano ha
sido moldeado, como veremos después, por la dependencia del comercio exterior,
la tecnología y el capital, una tradición centralista burocrática y un criterio
característico del mundo católico.

América Latina es, en mayor medida que Europa, un “museo vivo”. Allí han
aparecido nuevas formas de desafío, aunque persisten las viejas formas. De esta
manera, los ancestrales tipos de protesta, como los motines para obtener alimentos
y las apropiaciones de tierra rurales ahora se dan junto a las huelgas, las
manifestaciones y las reuniones de protesta. El repertorio latinoamericano es
todavía más amplio y está basado, sin duda, en la naturaleza más parcial de la
transformación industrial de la región, las oportunidades económicas limitadas que
conlleva el “desarrollo dependiente” y el poder más limitado de la nación sobre la
vida de la gente común. Desde el punto de vista económico, la industrialización de
América Latina produjo el proletariado. Sin embargo, en la mayor parte de los
países de la región, los obreros fabriles sólo representan una minoría de la fuerza
de trabajo, mientras que la mayoría de los trabajadores siguen en la agricultura o
son empleados, ya sea por cuenta propia o por pequeñas empresas parternalistas.

El repertorio más amplio de América Latina está basado también en su


singular historia política. La historia latinoamericana en el siglo XX ha estado
marcada por alternancias entre un gobierno autoritario y otro democrático. En
cambio, y salvo algunas excepciones, Europa occidental pasó por una
democratización progresiva. Así como las condiciones de gobierno de América
Latina han oscilado, también ha oscilado la naturaleza de la lucha política; por esta
razón, las bases del conflicto político no han evolucionado de una forma a otra,
como ocurrió históricamente en Europa.

A pesar de tener algunas experiencias políticas y económicas compartidas,


las historias de los países latinoamericanos no han sido enteramente paralelas. Las
variantes nacionales en los niveles de industrialización, el momento y el alcance de
la sindicalización, la riqueza económica y la represión política, por ejemplo,
establecen entre los países latinoamericanos algunas diferencias de patrón en las
expresiones contemporáneas de desafío. Los modos diferentes de desafío “popular”
contra las medidas de austeridad impopulares descritos por Walton –motines en
Jamaica, manifestaciones callejeras en Chile y huelgas en las naciones andinas-
están basadas, al menos en parte, en diferentes tradiciones de protesta que han
evolucionado a lo largo de los años, en países con historias políticas y económicas
distintas. Las manifestaciones no violentas son, de manera característica, una
forma chilena de protesta. Tal como Garretón señala, los chilenos recurren a las
manifestaciones no sólo para desafiar a la autoridad por las medidas que han
causado que su nivel de vida haya caído abruptamente, sino también para desafiar
al gobierno represivo de Pinochet por sus injusticias políticas. Sin embargo, los
grupos de quejosos han salido a la calle para presionar en pro de un cambio, tanto
cuando tenían gobiernos elegidos democráticamente como cuando estaban bajo
gobiernos militares. Las clases “populares” lo han hecho de manera más
característica. Sin embargo, cuando el gobierno socialista de Salvador Allende
favoreció a los sectores más depauperados y a los de trabajadores, las clases
medias se movilizaron tambén por cauces extrainstitucionales: las amas de casa
con sus sartenes y cacerolas, los choferes de camión con sus vehículos (que usaron
para bloquear el tránsito y la entrega de bienes). De hecho, desde entonces, las
sartenes y cacerolas han formado parte del repertorio simbólico de protesta en
Chile. Los opositores del gobierno militar de Pinochet las golpearon ruidosamente
en determinadas situaciones.

En América Latina también sobresale el modo boliviano de protesta.


Cuando los campesinos y habitantes de las ciudades de Bolivia están descontentos
con las políticas, bloquean las carreteras. En un país cuyo sistema de carreteras
está muy poco desarrollado, esta táctica de desorganización puede ser muy eficaz.

El desafío, abierto o encubierto, supone una intención. Por consiguiente, el


desafío debe distinguirse analíticamente del incumplimiento basado en la ignorancia
o en la confusión sobre el comportamiento esperado y apropiado. Sin embargo,
tanto el incumplimiento deliberado como el involuntario puede producir las mismas
consecuencias sociales, con inclusión de una erosión de la legitimidad de la élite.

La intención del desafío puede ser defensiva, restauradora u ofensiva;


según Tilly, puede ser reactiva o proactiva, destinada a negar demandas hechas
por grupos súper ordenados o a ejercer presión a favor de nuevas demandas.
Aunque el desafío sea deliberado, puede provocar cambios que los actores nunca se
propusieron. La incapacidad para explicar analíticamente las maneras en que los
resultados del desafío pueden diferir de la intención es una deficiencia de gran
parte de la literatura existente sobre los movimientos de protesta y los sociales. Por
ejemplo, en la Revolución mexicana, los zapatistas protestaron contra los agentes
del capitalismo agrario que violaron sus derechos ancestrales sobre la tierra. Su
movimiento fue anticapitalista y, en espíritu, restaurador. Sin embargo, su
inmovilidad, una vez que les devolvieron sus parcelas de tierra de mala calidad,
facilitó el desarrollo capitalista en el resto del país. De igual manera, Nash muestra
en el capítulo 5 cómo los mineros bolivianos han apoyado movimientos
revolucionarios y golpes de estado militares populistas sólo para dar paso a
gobiernos que se volvieron contra ellos. Si bien la gente de todas las clases tiende a
tener una comprensión limitada de las fuerzas de la historia, la posición
subordinada de los que son débiles, política y económicamente, limita su capacidad
tanto para comprender las ramificaciones de sus actos como para contrarrestar el
poder de los grupos súper ordenados, incluidos los grupos que no pensaron que
serían importantes. Los grupos subordinados tienden a dirigir su desafío contra
blancos locales, pero las estructuras y las circunstancias nacionales e incluso
internacionales pueden influir en lo que sus actos logran. Examinaré los factores
que moldean los resultados del desafío después de haber considerado cómo las
bases sociales y los factores contextuales marcan el patrón de protesta.

LAS BASES SOCIALES DEL DESAFIO

El dominio y la subordinación son características comunes de la vida


institucional y dan lugar a ciertos intereses contradictorios. Las posiciones elevadas
inclinan a sus ocupantes a preservar el statu quo, mientras que las posiciones
inferiores disponen a sus ocupantes al cambio para mejorar su suerte. Las
desigualdades y las injusticias estructurales pueden ser toleradas por los
subordinados pero, desde luego, no siempre. Dada la importancia de trabajar para
ganarse la vida y la extracción del plusvalor a los trabajadores por parte del
empleador, existen razones estructurales por las que el conflicto se ha centrado con
frecuencia en el salario y en las condiciones de trabajo. Esto es cierto incluso en las
empresas socialistas dentro de las sociedades socialistas. Sin embargo, la
naturaleza de los intereses opuestos de la gente en las diferentes jerarquías
institucionales y las respuestas de las personas en posiciones subordinadas a dichos
intereses están moldeadas por marcos de organización y por una sociedad más
amplia dentro de la cual las organizaciones están inmersas. Más adelante,
considero cómo la producción y el mercado, pero también las relaciones de género,
políticas, raciales, étnicas y religiosas pueden ser fuentes de contienda y focos de
desafío.

Conflictos originados en las relaciones de producción

La gente sufre privaciones o}en marcos concretos. La ira de los trabajadores se


dirige básicamente a sus patrones, a quienes consideran sus opresores, no a vastas
fuerzas invisibles como el capitalismo o a agentes distantes del capitalismo como
los bancos, que finalmente pueden ser responsables de su suerte.

Marx nos da razones para creer que los trabajadores industriales serían
más desafiantes que los campesinos no porque sus condiciones de trabajo sean
peores, sino porque gran número de ellos sufre su miseria colectivamente. Desde
que los gobiernos latinoamericanos, después de la segunda guerra mundial,
fomentaron la industria, al principio para el consumo interno y más recientemente
para la exportación, la lógica de Marx nos llevaría a esperar que la lucha de clases
debería haberse intensificado a medida que las bases productivas de los países
cambiaban.

Hubo una razón más para creer que la industrialización en América Latina
avivaría la intranquilidad: los obreros fabriles en la región ganan poco en
comparación con sus equivalentes en los países muy industrializados. Sin embargo,
la respuesta de los obreros fabriles latinoamericanos a sus situaciones de trabajo
debe comprenderse en el contexto de sus respectivos países. Son un grupo
relativamente privilegiado. Figuran entre la minoría que gana, por lo menos, el
salario mínimo oficial yque tiene prestaciones de desempleo, salud y seguridad
social. Los trabajadores industriales han logrado ganar estas concesiones debido,
en parte, a que son comparativamente pocos, pero también a que su trabajo se ha
considerado fundamental para el avance económico de sus respectivos países y
porque, inicialmente, los partidarios de la industrialización buscaron el apoyo de los
obreros en su lucha por el control del estado en contra de las oligarquías ya
afianzadas. En esas circunstancias, los gobiernos y los patrones privados hicieron
concesiones al proletariado aunque con mucha frecuencia lo hicieron sólo en
respuesta a huelgas reales o potenciales.

Aunque en ocasiones hay huelgas autorizadas por el sindicato obrero, los


sindicatos organizan la mayoría de ellas. Vemos aquí cómo el desafío y la
organización pueden estar vinculados estrechamente. Sin embargo, más adelante
veremos que el efecto de la sindicalización en la actividad huelguística dependió de
las relaciones entre el estado y el sindicato en cuestión, y no de la organización per
se.

Si bien la huelga denota intereses opuestos fundamentales entre el trabajo


y el capital, su ausencia no siempre significa que los trabajadores estén satisfechos.
Es menos probable que el descontento se exprese en paros en el trabajo
coordinados bajo regímenes no democráticos en los que la huelga está prohibida y
cuando es muy probable que sea reprimida, puesto que, con frecuencia, los costos
se consideran superiores a las ganancias posibles. Esta interpretación costo-
beneficio de la actividad huelguística es congruente con la teoría de la opción
racional. Allí donde las huelgas están prohibidas, los trabajadores que se declaran
en huelga pueden incluso correr el riesgo de ser despedidos. Sin embargo, la teoría
de la opción racional no nos sensibiliza a la variedad de maneras en las que los
trabajadores pueden, en esas circunstancias, socavar los intereses de la élite sin
confrontar directamente los poderes existentes: por ejemplo, mediante la
haraganería, el ausentismo y los pequeños robos. Este desafío silencioso socavará,
como mínimo, la capacidad de los patrones para producir un superávit y es posible
que también les produzca algunas ganancias materiales a los trabajadores. Las
diversas expresiones del desafío no pueden explicarse en el nivel del individuo, en
el cual están basadas las premisas de la teoría de la opción racional.

Cabe esperar que la naturaleza de las quejas de los trabajadores difiera


entre las empresas socialistas y las capitalistas, debido a que las desigualdades en
la distribución del poder, la riqueza y el prestigio son muy distintas en los dos tipos
de jerarquías de organización y tienen diferentes expectativas sobre la justicia y los
objetivos de la empresa. Cuba, por ejemplo, afirma ser un “estado proletario”, y la
mayoría de las unidades de producción del país son propiedad del estado. Sin
embargo, la identificación pública del estado con los trabajadores no ha eliminado
las tensiones entre trabajadores y administradores. La revolución ha cambiado la
naturaleza de las quejas de los trabajadores y la forma en que se expresan. Puesto
que los trabajadores cubanos no pueden declararse en huelga y que los sindicatos
están políticamente controlados, los trabajadores han recurrido a formas más
calladas y más encubiertas de desafiar las condiciones de trabajo que les
desagradas. En ocasiones han expresado su resentimiento con bastante eficacia,
con sus manos y sus pies, en una escasa productividad y un elevado ausentismo.
Por ejemplo, su bajo nivel de cumplimiento obligó a la dirección revolucionaria a
modificar las políticas aplicadas durante el decenio de 1960. En aquel tiempo, se
solicitó a los trabajadores que trabajaran más horas y, en el caso de la zafra, sin
pago adicional. Mientras tanto, el nivel de vida material cayó en picada, ya que el
gobierno hizo hincapié en las exportaciones y en las inversiones en industrias
básicas. Aunque los pidieron que trabajaran por razones “morales”, por un
compromiso con el comunismo, los trabajadores resintieron las demandas de su
tiempo y el deterioro de su nivel de vida, y expresaron su resentimiento, a falta de
cauces institucionales para manifestar su descontento, con poca productividad en el
trabajo, con lo que se provocó una gran crisis económica que fue objeto de mucho
publicidad internacional. El gobierno, urgido de modificar su estrategia de
acumulación, no sólo volvió a establecer los incentivos materiales y a ampliar el
suministro de bienes de consumo, sino que concedió a los trabajadores más
derechos de participación en las empresas, los sindicatos y la toma de decisiones
del gobierno. Idealmente, por supuesto, los trabajadores deberían tener la libertad
de organizarse. Sin embargo, en los países latinoamericanos, donde existen los
derechos de organización y de huelga, los trabajadores rara vez han podido incidir
significativamente en las políticas estatales ni han logrado obtener concesiones
económicos y políticas como las que se lograron con los actos, al parecer no
coordinados y con las quejas no expresadas públicamente, como las que obtuvieron
los trabajadores cubanos a fines del decenio de 1960.

Los patrones (en Cuba, el estado) son probablemente más sensibles a las
presiones “desde abajo” cuando los trabajadores, además de expresar de varias
formas su inconformidad, ejercen una resistencia que provoca la repentina
disminución de la productividad, o cuando no se dispone de fuentes alternativas de
manos de obra (debido a las regulaciones de la misma, a los requisitos de
capacitación o al pleno empleo), o cuando la represión para obligarlos a
conformarse es demasiado costosa política o económicamente. En cambio, cuando
los hurtos, la baja productividad y otras formas de resistencia callada persisten en
niveles establecidos desde hace tiempo, es probable que los patrones toleren los
costos en pro del aumento de sus utilidades o que traten de modificar las
condiciones de trabajo en pequeñas dosis para inducir a una mayor productividad.

No sólo las condiciones de empleo industrial, sino también la pérdida de tal


empleo pueden provocar protestas. Garretón señala, por ejemplo, que como
muchos trabajadores chilenos perdieron sus empleos bajo el gobierno derechista de
Pinochet, la base de las movilizaciones pasó de las “clases” a las “masas”, es decir,
del sector formal de la sociedad, más organizado, a los sectores económicamente
más marginados. Estos se movilizaron, sin embargo, mediante grupos de vecinos, y
no basados en el trabajo. En contraste, los trabajadores chilenos sindicalizados
estuvieron relativamente tranquilos, a pesar de su historial de militancia. Esos
trabajadores temían perder sus empleos si protestaban. Además, los militares
fueron más capaces de regular la actividad de las organizaciones sindicales que las
de la población en general, amorfa y no sindicalizada.

Sin embargo, el desafío de los trabajadores latinoamericanos no se ha


confinado a los marcos urbanos. Marx sostuvo que las relaciones de producción
hacían de los campesinos una fuerza política conservadora, pero estudios recientes
sobre la revolución han mostrado que los campesinos no deben ser políticamente
descartados. Marx observó (1959:338) que los campesinos hacen el mismo trabajo
pero sin coordinación: en contraste con los obreros fabriles que trabajan hombro
con hombro en actividades afines; los campesinos, según dijo, eran una “simple
adición de magnitudes homólogas, así como las papas en un saco forman un saco
de papas”. Es frecuente también que posean “los medios de producción”, de hecho,
si no de derecho. Independientemente de estas restricciones estructurales, los
campesinos latinoamericanos han tenido un papel fundamental en las revoluciones
mexicana, boliviana y cubana. Sin embargo, el papel del campesinado no debe
exagerarse. Si bien las rebeliones agrarias en regiones de cada país contribuyeron a
derrocar a los viejos regímenes, la propia “ubicación social” de los campesinos
provocó una gran distincia entre lo que intentaban lograr mediante el desafío y lo
que realmente lograron. En ningín kpaís los campesinos derrocaron al estado por sí
mismos. Hay que considerar que los campesinos ayudan más a “hacer” la
revolución apoderándose de tierra, interrumpiendo la producción y creando
desorden, que participando en movimientos inspirados por una ideología
revolucionaria.

Pero incluso cuando los campesinos son aparentemente pasivos,


respetuosos y tranquilos pueden, como dijimos antes, desafiar las condiciones que
les desagradan reteniendo la producción y ocultando información esencial a sus
superiores. Estas formas sutiles de desafío contra la explotación y el abuso son, sin
duda, más comunes que la rebelión declarada. Por lo general, los campesinos sólo
asumen los riesgos de la confrontación directa cuando perciben que la injusticia es
intolerable, cuando lo que se exige de ellos aumenta súbitamente (y no de manera
gradual) y cuando las condiciones institucionales y culturales locales y nacionales
(que consideraremos más adelante) los inclinan a buscar remedio colectivamente.

Las quejas de los campesinos, sea cual fuera la forma en que se expresan,
varían según las relaciones de propiedad y de trabajo. Por esta razón, las
preocupaciones de los agricultores arrendatarios, los aparceros, los pequeños
terratenientes y los jornaleros difieren. Los jornaleros rurales están preocupados
por las condiciones de salario y de trabajo, los campesinos que tienen tierra, por los
precios de los productos que comercian y por los bienes y servicios que consumen,
y los agricultores que son arrendatarios de la tierra y los aparceros están
preocupados por las demandas sobre su trabajo (o sobre el producto de su
trabajo).

El impacto de los mecanismos de arrendamiento en la rebelión campesina


es objeto de un gran debate. Wolf (1969) sostiene que la economía global devasta
la economía moral del campesinado y radicaliza, en particular, al campesino medio.
Paige (1975), en cambio, sostiene que los aparceros y los trabajadores migratorios
son la base principal de los movimientos revolucionarios, debido a las condiciones
específicas basadas en sus relaciones con los que no son cultivadores. Según Paige,
las rebeliones agrarias van desde las protestas reformistas sobre los precios de los
productos básicos y las condiciones de trabajo a los movimientos revolucionarios
nacionalistas y socialistas, dependiendo de las combinaciones particulares en la
organización de la tierra, el capital y los salarios. Cuando los ingresos de los
cultivadores dependen de salarios y los ingresos de los que no cultivan dependen
de la tierra, es muy probable que ese conflicto produzca movimientos
revolucionarios. Tanto Wolf como Paige basan sus estudios en experiencias
campesinas en todo el mundo durante el siglo XX.
La historia latinoamericana contemporánea indica que las quejas de los
campesinos varían con las formas de tenencia de la tierra, pero que las
dislocaciones económicas, y no los patrones de tenencia de la tierra mismos,
alimentan la rebelión agraria. En el capítulo 4, Wickham-Crowley muestra, por
ejemplo, que los movimientos guerrilleros (comenzados de manera característica
por estudiantes educados) han obtenido mayor apoyo campesino en las regiones
pobladas en gran número de aparceros, invasores de tierra sy trabajadores
migratorios. Sin embargo, el autor mencionado encuentra que las dislocaciones que
socavan el sentido de seguridad de los campesinos, y no meramente las relaciones
de clase rurales, contribuyen a la radicalización agraria. Es más probable que los
campesinos involucrados en el cambio apoyen los movimientos revolucionarios que
los campesinos que permanecen seguros en posesión de la tierra o que los
jornaleros rurales cuando el capitalismo agrario ha estado asentado durante algún
tiempo. De igual manera, en el capítulo 2, McClintock indica que el movimiento
guerrillero Sendero Luminoso se aseguró una base campesina entre los pequeños
terratenientes en la región de Ayacucho, Perú, a fines del decenio de 1970 y
comienzos de los ochenta debido a una crisis de subsistencia que había allí; sus
observaciones implican que las dislocaciones y las inseguridades que inclinan a los
campesinos agrícolas a apoyar los movimientos guerrilleros pueden no ir de la
mano con un cambio actual o potencial en los arreglos de tenencia de la tierra. Las
demandas de tierra de los campesinos no fueron cuestionadas, pero el significado
de la tierra para la subsistencia de los campesinos cambió. No obstante, el estudio
de McClintock muestra también que las percepciones de los campesinos, y no sólo
sus condiciones económicas objetivas, influyen en su disposición hacia los
movimientos guerrilleros. El apoyo que Sendero Luminoso tenía en Ayacucho se
desvaneció cuando Alan García, un carismático dirigente nacional izquierdista,
empezó a prometer cambios.

Las respuestas rurales a las condiciones económicas pueden complicarse


además por la diversidad de relaciones económicas que entablan los trabajadores
de la tierra. Aunque varias relaciones de tenencia de la tierra y del trabajo de la
misma son analíticamente diferenciables, los agricultores podrían verse
involucrados en múltiples relaciones de trabajo. Por ejemplo, los campesinos con
derechos comunales o individuales a la tierra pueden trabajar por tiempo parcial o
por temporada como agricultores asalariados, ya sea dentro o fuera del sector
agrario. Cabe esperar que aquellos que se encuentran en dos o más situaciones de
trabajo respondan a las condiciones que les desagradan de manera diferente a
aquellos que sólo se dedican a una. Los pequeños terratenientes que hacen trabajo
suplementario por un jornal bajo pueden tolerar la explotación más que los
trabajadores sin tierra. La participación misma de los agricultores en múltiples
relaciones económicas debe verse como un modo de adaptación a las condiciones
económicas insatisfactorias y como una respuesta estructurada que debe ser
explicada. El impacto de la diversificación del trabajo y las condiciones en lq que
suele ocurrir se considerarán más a fondo a continuación.

Tensiones basadas en el mercado

Los estudios sobre la protesta de los trabajadores y, en menor medida, sobre la


protesta de los campesinos han tendido a centrarse en conflictos basados en las
relaciones de producción. Sin embargo, las relaciones de mercado pueden ser una
fuente de tensión independiente.
Tanto la población rural como la urbana experimental el mercado de dos
maneras, al ser tanto consumidoras como productoras de bienes y servicios. Sin
embargo, la capacidad para enfrentar las relaciones de mercado y cambiarlas a su
favor, en cada grupo es distinta debido a que la influencia económica y política son
diferentes. Las quejas basadas en el mercado también están estructuralmente
enraizadas, pero en la sociedad en general, no en las condiciones existentes.

La fuerza de trabajo rural experimenta el mercado mediante interacciones


con agentes del gobierno y empresarios, con inclusión de las personas que
comercializan y gravan su producción y controlan su acceso al financiamiento. Así
como los obreros fabriles perciben claramente a sus patrones y no al capitalismo en
abstracto, como origen de sus problemas, también aquí el gobierno y los agentes
privados son el blanco de la ira, no el mercado invisible o los burócratas distantes,
de alto nivel, que hacen, pero no aplican, las políticas estatales que afectan las
operaciones del mercado local. Los costos generados por tales agentes –por
ejemplo los impuestos sobre la propiedad y el mercado y las tasas de la
transportación- encolerizan particularmente a los pequeños terratenientes rurales
que “poseen los medios de producción”, pues les provocan directamente mayores
gastos. Debido a que estos pequeñoburgueses, a diferencia de la burguesía, tienen
poco poder político y de mercado, es frecuente que no puedan hacer repercutir los
nuevos costos sobre los consumidores de su trabajo mediante precios más altos.
Por lo general, la competencia o incluso el propio gobierno, limitan la cantidad que
pueden cobrar por sus bienes. Desde la segunda guerra mundial muchos gobiernos
en la región han regulado los precios de los productos básicos, incluso en las
economías de mercado, para mantener bajo el costo de vida de la población urbana
que es más influyente políticamente.

Las tensiones basadas en el mercado están destinadas a ser cada vez más
importantes en América Latina, ya que las relaciones, tanto de productores como
de consumidores, se mercantilizan cada vez más, y que el empleo independiente
orientado al mercado se expande. Simultáneamente, con el progreso del
capitalismo agrario e industrial, el empleo por cuenta propia ha aumentado tanto
en las ciudades como en el campo en gran parte de la región. La proletarización no
es la única consecuencia, y a menudo no es la consecuencia principal, de la
“profundización” del capitalismo. Y, tal como acabamos de observar, los dueños de
los “medios de producción” sufren directamente el impacto de las fuerzas del
mercado. En las regiones rurales, la concentración de la tierra y la agricultura con
gran intensidad de capital, combinadas con el crecimiento de la población, han
creado una fuerza de trabajo sin tierra. Algunos de los trabajadores sin tierra con
empleados como jornaleros en haciendas agrícolas, pero no la mayor parte. Para
minimizar el tamaño de la población sin tierra en las regiones que no son
adecuadas para una producción en gran escala de gran densidad de capital, los
gobiernos han institucionalizado los derechos a la pequeña tenencia de tierra. Los
gobiernos promulgaron reformas agrarias inicialmente sólo como respuesta a la
presión revolucionaria “desde abajo”. Sin embargo, después de la revolución
cubana, y en parte por presión de Estados Unidos, lo han hecho también para
evitar movimientos radicales.
Sin embargo, la proletarización “incompleta” de América Latina no es sólo
una consecuencia de la política estatal. Denota también la resistencia de los
campesinos a perder el control de sus trabajos. Estos, con frecuencia, optan por
dedicarse al comercio en pequeña escala que requiera un trabajo intenso y a la
producción de bienes de consumo menores, en lugar de trabajar por un salario. Si
bien de esta manera evitan el sometimiento directo a la explotación capitalista en
su marco de trabajo inmediato, permanecen en extremo vulnerables a las fuerzas
desfavorables y fluctuantes del mercado debido a su escaso poder dentro del
mismo.

Las tensiones del mercado pueden estar basadas en procesos tanto


globales como nacionales. El estudio de la protesta agraria hecho por Paige, el más
sistemático, con bases cuantitativas y teóricas, que se han realizado hasta la fecha,
se centra específicamente, por ejemplo, en el conflicto en el sector de exportación.
Sin embargo, no analiza cómo la dinámica del mercado global moldea los
movimientos agrarios independientemente del efecto que tiene en las relaciones de
clase internas. Wickham-Crowley se basa en los argumentos de Paige para mostrar
que el apoyo de los campesinos a los movimientos guerrilleros en el decenio de
1960 se concentró en lugares en donde una baja en los precios mundiales de un
producto básico redujo la capacidad de los campesinos para obtener ingresos; no
obstante, en el decenio de 1970 y comienzos del siguiente no ocurrió l mismo. Las
conclusiones de las observaciones de Wickham-Crowley son que las condiciones
adversas del mercado global pueden atraer a los campesinos a los movimientos
guerrilleros, pero que no siempre lo hacen. Las respuestas de los campesinos
dependen de ciertos factores del contexto de los que hablaremos más adelante.

Buena parte de la literatura sobre las revoluciones supone que las


transformaciones de estado y de clase resuelven los conflictos rurales,
especialmente cuando los campesinos obtienen derechos legales a parcelas
privadas, que son muy deseadas por ellos. Sin embargo, la propiedad de la tierra
puede producir nuevas tensiones después de la revolución, debidas tanto a las
políticas del gobierno como a la dinámica del mercado que los campesinos
beneficiados con las reformas agrarias comienzan a experimentar directamente.
Después de la revolución, las preocupaciones del campesino variarán, según cómo
experimente el mercado, las políticas fiscales, crediticias y de precios del gobierno.
Por ejemplo, no todos los campesinos que obtuvieron derechos a la tierra como
resultado de la revolución de 1952 en Bolivia han permanecido tranquilos. Desde
entonces han protestado cuando se han encolerizado por distintas circunstancias.
Los beneficiarios de la reforma de la tierra han bloqueado las carreteras para privar
a los habitantes de las ciudades de los productos agrícolas, para presionar a los
transportistas y camioneros a fin de que no aumenten los precios del transporte y
para presionar al gobierno a recovar los aumentos de precios de los alimentos
básicos que deben adquirir. Los pequeños terratenientes bolivianos también han
desafiado los reglamentos del gobierno y se han dedicado al contrabando y a la
producción ilegal de coca (para la cocaína), que son lucrativos, ya que las
ganancias son considerables; incluso han capturado y mutilado a funcionarios que
obstaculizaban esas actividades. Su deliberado incumplimiento de la ley denota un
esfuerzo por optimizar su propia ventaja económica, tal como la tesis racional
campesina nos hace esperar (véase Popkin, 1979); estos campesinos no están
naturalmente predispuestos al crimen y a los desórdenes. Sin embargo, su forma
de desafío están en parte moldeada culturalmente. El bloqueo de carreteras, como
ya dijimos, es propio del repertorio de protesta distintivo boliviano.
Incluso bajo el socialismo, la dinámica de mercado puede ser una fuente de
conflicto. Cuando está prohibida la actividad económica privada, la presencia misma
de actividad del mercado representa una forma de desafío callado a la ley; en este
contexto, el conflicto no sólo está basado en las relaciones de mercado sino que la
actividad del mismo expresa una protesta contra el estado o, para decirlo con más
precisión, contra políticas específicas del estado. En Cuba, la participación del
mercado ha variado con las opciones económicas oficiales. Por ejemplo, los
pequeños agricultores, que se han encolerizado por los precios bajos que paga el
organismo de compras del estado, han mantenido su producción baja o la han
dirigido al mercado negro, que es más lucrativo. Fue evidente que su bajo
productividad era deliberada y no el resultado de pereza o incompetencia cuando el
gobierno mejoró sus (legítimas) oportunidades de mercado. La producción de los
agricultores privados aumentó en seguida en los comienzos del decenio de 1980,
cuando el organismo de compras del estado aumentó los precios que pagaba a los
productores por sus cosechas y cuando el gobierno permitió a los cultivadores
vender privadamente lo que producían, por encima de sus obligaciones con el
estado.

En toda América Latina, la dinámica del mercado ha sido también una


fuerte tensión en las ciudades. Puesto que los empleos urbanos que se pagan con
sueldos y salarios no se han expandido a la parque la tasa de crecimiento de la
fuerza de trabajo urbana, cada vez es mayor el número de ciudadanos así como de
campesinos con tierra que buscan ganarse la vida con pequeñas empresas. Al igual
que los pequeños terratenientes en el campo, estas personas tienen poco poder de
mercado y, por ende, no pueden estructurar las relaciones del mismo en su favor.
Las personas que trabajan por cuenta propia en las ciudades pocas veces desafían
las condiciones que tienen que ver directamente con si situación de trabajo. En vez
de esto, sus protestas se enfocan hacia el impacto económico que su escasa
capacidad de ingresos tiene sobre su poder de compra. Estas personas han
buscado, en particular, reducir los costos de los bienes y servicios que consumen.

Al igual que lo que ocurre en el campo, en la ciudad algunas


protestas deben comprenderse en el contexto de la dinámica de mercado global y
no meramente nacional, Por ejemplo, el capítulo 11 pone de manifiesto cómo los
gobiernos latinoamericanos, agobiados por la deuda, han puesto en marcha
programas de austeridad que eliminan los subsidios a algunos alimentos y
transportes, han congelado los salarios (a pesar de la inflación) y han
desmantelado las empresas estatales. Han hecho esto en gran medida por la
presión de los acreedores extranjeros (sobre todo el FMI), aunque a menudo con el
apoyo de, por lo menos, ciertos segmentos de la burguesía local. Los acreedores
internacionales, que tienen presentes sus propios intereses, han condicionado sus
préstamos a reformas cuyas consecuencias políticas tienen que sufrir los gobiernos
latinoamericanos. Loa medidas de austeridad han sido causa de manifestaciones
callejeras, motines, huelgas, pillajes, reuniones políticas, ataques a edificios del
gobierno y violencia en las calles, especialmente en las ciudades. Sin embargo, el
desafío no ha estado determinado mecánicamente por las fuerzas y las instituciones
económicas mundiales. Walton sostiene, en el capítulo 11, que las formas variadas
de desafío no han sido puramente espontáneas, sino que han conllevado cierto
grado de organización y que las protestas contra la austeridad tienen su propia
economía moral; de manera muy semejante a la que tuvieron los motines ingleses
que ocurrieron por el pillaje de alimentos en el siglo XVIII (Thompson, 1971). Los
que reclaman hacen patente que la austeridad no es socialmente viable ni justa. De
manera característica, las protestas han sido producidas por aumentos súbitos de
precios iniciados por el gobierno, que hacen mucha mella en la capacidad
económica de la población urbana pobre que no puede atender a sus necesidades
de subsistencia. La clase media asalariada, que ha tenido que hacer frente no sólo
al aumento en el costo de la vida sino también al desempleo causado por las
reducciones de personal en la actividad del sector público, no siempre ha aceptado
calladamente su repentina pérdida de estatus y de medios de subsistencia.

En realidad, estas protestas basadas en el mercado resultaron más


problemáticas para los gobiernos en el decenio de 1980 que las quejas basadas en
la relación de producción. Estas últimas pudieron ser más fácilmente contenidas y
contrarrestadas mediante una manipulación paternalista o burocrática de las
relaciones entre el trabajo y la administración. Además, las fuerzas de mercado
normalmente de escala global no pueden ser controladas en seguida por las élites
locales que son en la arena internacional relativamente débiles.

De hecho, los gobiernos socialistas pueden ser más vulnerables al desafío


de los consumidores urbanos que los gobiernos de los países capitalistas. Aunque
los gobiernos socialistas pueden estar sujetos a menos presión directa de los
financieros internacionales para reducir los subsidios de alimentos, tienen sus
propias necesidades fiscales. A mediados del decenio de 1970, los países socialistas
recurrieron al financiamiento de Occidente cuando las tasas de interés eran bajas y
la demanda de sus exportaciones era bastante alta. Los préstamos se convirtieron
en una fuente importante de financiamiento de capital, particularmente desde que
permitieron a los gobiernos adquirir bienes y servicios occidentales. Sin embargo,
cuando las tasas de interés subieron y los precios de las exportaciones cayeron en
los últimos años de dicho decenio, los gobiernos en las economías socialistas, al
igual que en las economías de mercado, incurrieron en grandes deudas con el
Occidente. Para atender a sus necesidades fiscales ellos también se vieron
obligados a reducir los subsidios proporcionados por el estado. Debido a que
administran los precios de mayor cantidad de bienes y servicios que los gobiernos
no socialistas, los cambios de precios afectan, de manera concomitante, a muchos
más consumidores. Como ya dijimos, los cambios repentinos que golpean a mucha
gente a la vez suelen despertar el desafío colectivo. En Polonia, por ejemplo, los
precios se convirtieron en la clave del orden público en los comienzos del decenio
de 1980. En Cuba, el gobierno evitó el problema durante casi dos decenios,
manteniendo los precios de los bienes racionados en los niveles establecidos en los
primeros años del decenio de 1960. Cuando finalmente el gobierno quiso reducir la
carga fiscal del subsidio de alimentos, siguió una estrategia menos explosiva que la
del régimen polaco. En lugar de limitarse a aumentar los precios oficiales de los
bienes de consumo, los dirigentes de Castro permitieron que un número cada vez
mayor de bienes fuera vendido al margen del racionamiento. Al privatizar y
desregular las asignaciones distributivas, el gobierno cubano evitó convertirse en
blanco de las revueltas de los consumidores, en contraste con el gobierno polaco;
pero lo hizo a costa de los “principios distributivos socialistas”. La apertura del
mercado llevó graves distorsiones en el sector estatal restante y a tal grado de
acaparamiento, a expensas de los consumidores, que el gobierno cerró los
mercados privados a mediados del decenio de 1980. El sistema de distribución del
mercado, regulado por el estado, resolvió algunos problemas, pero produjo otros.
La dinámica del mercado también creó problemas para el gobierno
sandinista en Nicaragua. Sin embargo, allí el gobierno –hasta la fecha- se ha
enfrentado más al desafío de las regulaciones comerciales que a las protestas de
consumidores sobre los precios oficiales. Los esfuerzos del gobierno por hacer
cumplir “los principios socialistas de distribución” han sido socavados por
mediadores que buscan aprovecharse del comercio ilícito. La escasez ha llevado a
un mercado ilícito provechoso, con consecuencias adversas para la producción
promovida por el estado en la economía legal. Los comerciantes con licencia
desafían los controles de precios y muchos nicaragüenses han dejado sus empleos
en el sector productivo, o se ausentan de los mismos con frecuencia, para
dedicarse al comercio no autorizado, pero más lucrativo. En vez de movilizarse en
demanda de mayores salarios, lo cual es difícil, ya que los sindicatos están
controlados por el gobierno, los trabajadores descontentos se dedican a la actividad
comercial ilícita, difícilmente controlable. En consecuencia, los focos de conflicto
han pasado de las “relaciones de producción” a la esfera de la distribución, y de la
tensión entre el trabajo y el capital a la tensión entre una nueva burguesía pequeña
(o pequeñoburguesía de tiempo parcial) y el estado.

En los países capitalistas del tercer mundo la urbanización también ha


provocado tumultos por el problema de la vivienda. Esto ha sido especialmente
cierto en América, en donde la tendencia urbana contribuye a una migración
masiva a las ciudades. El costo elevado de las viviendas profesionalmente
construidas, que están comercialmente disponibles, ha llevado a muchos de los
habitantes de las ciudades que tienen bajos ingresos a apropiarse de terrenos
ilícitamente y en masa en las zonas suburbanas y a construir sus propias viviendas
en los terrenos que ocupan. El fin del sistema de rentas congeladas también ha
producido protestas en las zonas más antiguas del centro de las ciudades; esto
ocurrió, por ejemplo, en Sao Paulo en 1987. La mayoría de las “invasiones” de
terrenos están organizadas a menudo con el apoyo tácito de partidos políticos o
funcionarios del gobierno. Aunque los organizadores de estas invasiones suelen
instalarse en los terrenos después de que éstos han sido ocupados, es característico
que los invasores sigan movilizándose después para obtener servicios para la
colectividad, con inclusión de agua, electricidad, caminos, mercados y derechos
legales sobre los terrenos.

Los residentes de los asentamientos urbanos de estos invasores, que cada vez son
más, fueron típicamente descritos en los decenios de 1960 y 1970 como
políticamente tranquilos, porque, por lo general, apoyan a los gobiernos en
funciones y raras veces a partidos de izquierda (excepto allí donde, como en Chile
con Salvador Allende, la izquierda estaba en el poder y organizaba las invasiones de
terrenos). Pero la política radical no es la única ni la más frecuente expresión de
desafío. El apoyo electoral que brindan los invasores de terrenos a los principales
partidos, no debe oscurecer el hecho de que tales apropiaciones ilícitas son una
expresión de desafío de los consumidores: una forma de protesta por el alto costo y
la baja oferta de viviendas en el mercado habitacional formal. Los aspirantes a
propietarios de una vivienda han colocado demandas de propiedad en desafío al
mercado, cuyos precios por un techo van más allá de sus posibilidades.

Los gobiernos democráticos y no democráticos en los países capitalistas de


la región han presentado algún tipo de resistencia a las invasiones de terrenos,
aplastando con aplanadoras y quedando las chozas de los invasores y deteniendo y
atacando violentamente a los propios invasores que se negaron a abandonar el
terreno. Sin embargo, también han tolerado muchas de las apropiaciones de
terrenos, especialmente cuando han ocurrido en propiedades públicas. Los
gobiernos han permitido estas invasiones por razones económicas y políticas.
Económicamente, un techo barato les ha ayudado a mantener bajo el salario que
los patrones deben pagar a los empleados para subsistir en la ciudad. Con ello han
ayudado a la industrialización, que los gobiernos latinoamericanos han alentado
desde la segunda guerra mundial. Políticamente, una posición permisiva logra
aliados para los políticos entre la población urbana pobre; además, en el proceso de
legitimar los reclamos de terrenos de los invasores, los funcionarios logran regular
/y minimizar) los problemas en torno a los cuales los pobres se movilizan después
(Eckstein, 1977).

Si bien las movilizaciones por una estrecha gama de bienes y servicios


fueron la norma en el decenio de 1960 y comienzos del siguiente, la recesión de
mediados del decenio de 1970 y comienzos del decenio de 1980 y las políticas
represoras de algunos de los gobiernos en el poder, dieron lugar a nuevos tipos de
movimientos urbanos. En unos pocos países –por ejemplo en Nicaragua, El
Salvador, Chile y Perú- un gran número de pobres urbanos empezaron a apoyar a
partidos de la izquierda y a las políticas distributivas que éstos defendían; sin
embargo, incluso en países en donde no lo hicieron, los pobres urbanos
comenzaron a movilizarse alrededor de nuevas cuestiones y su manera de desafío
en ocasiones cambió. Las protestas contra el costo de la calidad de los bienes y
servicios aumentaron, como cuando se pusieron en práctica programas de
austeridad. Sin embargo, las asociaciones de vecinos también empezaron a romper
con los gobiernos afianzados y a presionar por lo que consideraban derechos, no
favores. En el norte de México y en la periferia de la capital del país los grupos de
vecinos rechazaron deliberadamente la ayuda gubernamental para resistir la
persuasión por parte del estado, prefirieron robar materiales y obtener ilícitamente
el agua, la electricidad y otros servicios urbanos (Castells, 1983). Algunos grupos
vecinales de bajos ingresos –por ejemplo en Chile, México y Brasil- incluso
empezaron a presionar para que se aplicara una economía popular, en oposición a
la patrocinada oficialmente (Portes y Johns, 1986): estos grupos se movilizaron
para la adquisición colectiva, la preparación y el consumo de alimentos, las mejoras
colectivas a las viviendas y el cuidado colectivo de los niños. Queda por verse si
estos movimientos autónomos y colectivistas se difundirán y si podrán lograr
mucho en los sistemas de clase y políticos existentes.

Conflicto étnico y racial

Aunque las injusticias arraigadas en las relaciones de clase y de mercado son las
fuentes principales del conflicto contemporáneo en América Latina, en ocasiones la
etnia y la raza han sido bases independientes de movilización en pro del cambio. Si
bien la mayor parte de los movimientos de protesta raciales y étnicos están
basados en quejas económicas, deberían considerar analíticamente distintos cuando
entrañan sólo segmentos racial o étnicamente definidos de las clases
socioeconómicas y cuando se centran en cuestiones étnicas y raciales y no mera o
necesariamente en cuestiones de clase.
En América Latina la raza y la etnia tienden a definirse en términos sociales
y culturales, no en términos biológicos. Por consiguiente, muchos han supuesto que
la importancia de la raza y de la etnia desaparecería en cuando los indios y los
negros aprendieran el español el portugués, vistieran ropas de estilo occidental, se
trasladaran a las ciudades y tuvieran empleos en el sector moderno. Sin embargo,
incluso cuando tal asimilación cultural y tal integración social han ocurrido, los
latinoamericanos se han movilizado según líneas étnicas y raciales y han ejercido
presión para tener derechos étnicos y raciales. Esto ha ocurrido en gran medida
cuando gente con distintas identidades culturales y distintos rasgos físicos también
fue socialmente segregada (de hecho, que no de derecho en América Latina),
cuando sufrieron privaciones como grupo y cuando los controles sociales
establecidos se derrumbaron. Sin embargo, los cambios en la posición absoluta o
relativa de los grupos étnicos por escasas posiciones privilegiadas son los que
impulsa a estos movimientos y no la privación per se. Por ejemplo, en las tierras
altas y pobres de Bolivia, durante el decenio de 1980, los campesinos que lucharon
violentamente al terminar el siglo por intereses de clase –por la devolución de las
tierras comunales que les habían quitado- ejercieron presión por los derechos de
los aimará (incluso mediante sus propios partidos políticos). El movimiento de base
étnica ganó impulso porque varios factores concomitantes (con inclusión de otro
tipo de factores de contexto que conforman el desafío, como adelante
mostraremos): los campesinos de la región sufrieron un deterioro de su situación
económica, y la migración se convirtió en una opción menos viable debido a una
severa recesión económica nacional; una apertura democrática, bajo el gobierno de
Siles Zuazo, hizo posibles las movilizaciones de grupos en la sociedad civil; los
miembros de la inteliguentsia urbana apoyaron el movimiento, y un dirigente
carismático que había quedado inválido en luchas anteriores con un gobierno militar
hizo un llamado a la herencia étnica de los campesinos de la región. En Guatemala,
la tensión con base racial entre indios y ladinos se ha hecho más patente en las
últimas décadas, y ha unificado a los grupos indios anteriormente divididos y
separados; esta tensión aumentó cuando la producción orientada al mercado
socavó las relaciones rurales existentes. En Brasil, a su vez, los negros se
movilizaron en contra del dominio racial, cultural y social en el decenio de 1970, a
pesar de (y, en parte, debido a) las afirmaciones de la sociedad de ser una
democracia racial; sus movilizaciones aumentaron al mismo tiempo que la
oposición al gobierno militar cobraba impulso.

Es relativamente poco lo que se sabe de estos y otros movimientos raciales


y étnicos, en parte debido a que en América Latina las consecuencias son menores
que en otras regiones del mundo, pero también porque la ideología dominante en
América Latina oscurece este asunto. Puesto que se afirma que la raza es un
fenómeno social y cultural, no biológico, se supone que las privaciones son un
problema individual, no de grupo; supuestamente la gente puede “pasar” si adopta
la cultura y participa en la vida institucional de la nación. Esta ideología ha influido
en gran parte del pensamiento sociológico acerca de este asunto: en particular,
sobre los análisis establecidos con base en la premisa del paradigma de
modernización, que dominó en la literatura de Estados Unidos a mediados del
decenio de 1970. Los análisis marxistas no adolecen del mismo reduccionismo
individual, pero el énfasis marxiste en la solidaridad de clase y en el conflicto de
clases no proporciona una base analítico para comprender cómo, cuando y por qué
las identidades raciales pueden volverse significantes por derecho propio. Este es,
sin duda, un tema sobre el cual hace falta más teoría y más trabajo empírico.

La resistencia basada en el género


Los intereses de la mujer se definen por una combinación de su posición de clase
individual y familiar en la economía, y por su posición dentro de la familia tal como
lo determina la división del trabajo en el hogar. Como es bien sabido, la mujer
ocupa una posición subordinada en la familia, y, en general, si trabajo, también en
la economía. Las mujeres no sólo sufren porque tienen condiciones subordinadas en
ambos marcos, sino también porque los hombres usan sus posiciones dominantes
en provecho propio (Bourque y Warren, 1981). Por lo general, los hombres
controlan el acceso a los recursos fundamentales y a las justificaciones culturales
de por qué debe ser así.

El aislamiento de las mujeres en el hogar, y su marginación económica han


contribuido supuestamente a su inmovilidad. No obstante, ellas desafían con
frecuencia el dominio de los hombres sin confrontarlos directamente. Su posición
débil dentro de la familia y la economía limitan sus posibilidades de maniobra, pero
pueden socavar en cierta medida la autoridad masculina mediante el chismorreo, la
calum ia y el poder informal que ejercen en la esfera del hogar (Lamphere, 1974).

En América Latina, la marginación económica de la mujer tiene algunos


efectos económicos y políticos positivos en los hogares, aunque no en su posición
dentro de la familia. Esto ha sido especialmente cierto en los asentamientos ilícitos
de invasores de tierras. Muchas mujeres en estos asentamientos permanecen en
sus vecindarios durante el día mientras sus hombres trabajan en otros lugares,
tanto porque son responsables de los niños y del hogar como porque están
limitadas en sus opciones de empleo. Por consiguiente, pueden defender los
derechos familiares a la tierra. Las mujeres pueden ayudar a rechazar a la policía, a
los inspectores fiscales y a otros agentes del estado. En la ciudad de México, por
ejemplo, las mujeres de las barriadas más pobres han protegido a su comunidad
incluso con la violencia física, contra los urbanizadores que quisieron desalojar a
sus familias y contra la policía que intentó detener a participantes de una
organización local (Vélez-Ibáñez, 1983:119-122). En Sao Paulo, a su vez, las
mujeres a cargo del consumo hogareño constituyeron la fuerza principal en el
Movimiento por el Costo de la Vida y en los esfuerzos por crear grupos comunales
de compra en los últimos años del decenio de 1970 (Singer, 1982).

Estas mujeres en los asentamientos de invasores defienden los intereses


del consumo basado en la clase. Sin embargo, en los decenios de 1970 y 1980 las
mujeres de clase diferentes se unieron también debido a la similitud de intereses
compartidos, incluyendo los derechos a la maternidad. Amas de casa, pobres y
ricas por igual, han desafiado públicamente a los gobiernos militares en Argentina,
Chile, El Salvador y Guatemala, que secuestraron y mataron a sus hijos y nietos.
También en estos casos la marginación económica de la mujer fue un factor en su
movilización. Debido a que las mujeres que tienen empleo son menos que los
hombres, tienen más tiempo que sus parejas para buscar a los niños que “han
desaparecido”; y no se exponen a ser despedidas del trabajo por desafiar al
régimen, como puede sucederles a sus cónyuges empleados. Además, la
marginación política previa de las mujeres ha funcionado en su propio beneficio, ya
que no fueron tan sospechosas cuando se movilizaron políticamente por primera
vez.
Evidentemente, los hombres comparten con las mujeres su preocupación
por los niños. Sin embargo, en América Latina, en donde se glorifica la maternidad
y la mujer es exaltada como un ser doméstico –como se rel}fleja en el Marianismo,
la contraparte del machismo (Stevesns, 1973)- las mujeres sufren un sentido de
pérdida particularmente intenso cuando sus hijos “desaparecen”. En esas
circunstancias, la maternidad crea un vínculo y un sentido de solidaridad, del cual
las mujeres han sacado la fuerza necesaria para desafiar las prohibiciones de
protestar y para desafiar, en efecto, la legitimidad de los regímenes represivos.

El movimiento de mujeres sin ninguna experiencia política que se unieron


en defensa de los “desaparecidos” fue particularmente eficaz en Argentina. Allí las
mujeres protestaron como se describe en el capítulo 8 cuando pocos hombres
osaron hacerlo. Los militares argentinos intentaron disolver el movimiento y
desacreditarlo. Sin embargo, las manifestaciones callejeras persistentes, silenciosas
y no violentas de las mujeres, así como sus huelgas de hambre contribuyeron a
derrocar al gobierno represivo, especialmente después de que se perdió la guerra
con el Reino Unido por las Islas Malvinas, hecho que desacreditó gravemente a las
fuerzas armadas.

Estos ejemplos ilustran que, analíticamente, el género puede tener


importancia de dos formas distintas: como una base social de movilización y
resistencia y como un conjunto de cuestiones acerca de las cuales hombres y
mujeres pueden reunirse para presionar a favor de un cambio. Por supuesto, las
dos maneras pueden estar relacionadas concretamente. Sin embargo, si las
mujeres se movilizan a menudo por cuestiones que atañen a los hombres y a los
hogares, es muy poco frecuente que los hombres se movilicen por cuestiones
tipificadas como de mujeres. Si alguien lucha por los “asuntos de las mujeres”
suelen ser sólo ellas.

Desde un punto de vista analítico, los movilizaciones de las mujeres en


defensa de sus demandas de vivienda y otras de consumo, así como en defensa de
“los desaparecidos” instan a otra revisión importante de las ideas marxistas
ortodoxas. Como hemos visto, la no participación de la mujer en el proceso de
producción ha hecho que sea más fácil para ellas desafiar el orden establecido;
Marx, como sabemos, supuso que las semillas de la protesta estaban, sobre todo,
en los intereses opuestos dentro de las relaciones de producción.

El desafío de base política

Las protestas antigobierno realizadas por los familiares de los desaparecidos en


Argentina, Chile, El Salvador y Guatemala no sólo muestran que las mujeres
pueden resistir colectivamente a las condiciones que les disgustan, sino también
que las instituciones y los procesos políticos pueden ser causa de quejas y blando
del desafío, independientemente de las tensiones basadas en las clases o en el
mercado. La protesta política puede estar basada en el deseo de los grupos
políticamente excluidos de ser incorporados en el cuerpo político; en el descontento
entre grupos emancipados con los mecanismos políticos existentes, y en la
oposición a la manera en que se ejerce el poder político como se muestra en
políticas estatales específicas. Por estas razones, el desafío político puede buscar un
cambio en la esfera política y en otras esferas institucionales.

Las luchas que se centran explícitamente en los derechos y en la justicia


políticos, suelen volverse más intensas y tener una base más amplia cuando los
grupos también se sienten económicamente agraviados y cuando el desempeño
económico del régimen es cuestionable. Tilly (1978) añade que el conflicto político
es especialmente probable cuando cambia el equilibrio de los recursos económicos,
militares y de organización entre los grupos. Al parecer, los cambios en el control
de recursos simbólicos ideológicos también pueden tener importancia, y los
cambios críticos en el equilibrio de los recursos que despiertan el desafío de las
“masas” pueden centrarse en el nivel de la élite (no entre las élites y las “masas”).

El descontento con los mecanismos políticos puede ser expresado mediante


un desafío extrainstitucional y la participación en movimientos izquierdistas que
desafían el statu quo. Sin embargo, también puede ser expresado no participando
deliberadamente en las elecciones, destruyendo boletas electorales y negándose a
participar en actividades políticas y cívicas. Lo que se ve como apatía puede
denotar un descontento silencioso con las opciones políticas existentes y un desafío
a las mismas. En la medida en que esto sea cierto, la base potencial para el cambio
político es mucho mayor de lo que las quejas políticamente expresadas sugieren.

La historia latinoamericana del siglo XX, como dijimos, ha estado marcada


por oscilaciones entre gobiernos militares y gobiernos democráticamente elegidos.
Si bien los ciudadanos han aceptado con frecuencia, aunque a regañadientes, su
pérdida de derechos políticos como resultado de golpes de estado, estos derechos
se han convertido luego, con frecuencia, en motivo de movilizaciones políticas. Los
capítulos 9 y 10 documentan cómo ricos y pobres se han lanzado a la calle para
hacer presión juntos para el restablecimiento de los derechos electorales y otros
derechos políticos.

Incluso cuando el pueblo tiene derechos políticos formales, el conflicto no


se encauza siempre por vías rutinarias políticamente legítimas. Es posible que los
derechos formales inciten a protestar si los ciudadanos creen que las elecciones
fueron fraudulentas o las opciones electorales limitadas. Especialmente cuando los
estados son débiles y los grupos civiles están politizados, como ocurre en Bolivia, la
manipulación electoral de los partidos políticos gubernamentales se ha topado con
protestas públicas. En 1978, por ejemplo, los campesinos se negaron a permitir que
los candidatos (de derecha) apoyados por el gobierno se presentaran en público.
También establecieron el bloqueo de carreteras y lucharon contra la policía y los
soldados que intentaron detener a los que se oponían al gobierno. Aunque las
opciones políticas mejoraron luego, siete años después las elecciones también
fueron perturbadas por el desafío de “masas”. Los dirigentes campesinos
amenazaron con trastornar la economía nuevamente con los bloqueos de carreteras
para marcar su oposición a las elecciones; los campesinos creyeron que el gobierno
intentaba debilitar su coto al no facilitar adecuadamente el registro de electores
rurales. Incluso en México, en donde es más fuerte y los grupos de la sociedad civil
son más débiles, las elecciones suscitaron protestas violentas y no violentas en el
decenio de 1980, especialmente (aunque no sólo) en la región industrial del norte.
Puesto que la crisis económica de la nación hizo que el nivel de vida cayera, la
clase media, así como los pobres (por razones algo diferentes) se volvieron menos
tolerantes a la corrupción del gobierno y al fraude electoral.

El desafío electoral tiene una historia particularmente larga en Argentina.


Allí los ciudadanos han expresado calladamente durante decenios su oposición a las
opciones políticas en las urnas electorales. Este desafío electoral culminó en 1960,
cuando aproximadamente en 20% de todos los que votaron lo hicieron “en blanco”.
Muchos de estos votantes que optaron por “desperdiciar” su voto eran peronistas,
éstos resentían el hecho de que su partido hubiera sido proscrito y dejaron
constancia de su resentimiento en las urnas.

El uso deliberado de la boleta electoral como un instrumento de desafío


político se ilustra también en la región peruana de Ayacucho, cuando Sendero
Luminoso tenía una fuerte base allí. En los comienzos del decenio de 1980 la mayor
parte de los campesinos se abstuvo de votar, anuló sus boletas o votó en blanco
como expresión de su hostilidad por las opciones políticas. Los militantes en la
guerrilla vieron en el sufragio una institución importante que desafiar, y los
simpatizantes en la región contribuyeron a socavar la legitimidad del estado al
negar apoyo electoral en 1985, cuando el candidato izquierdista a la presidencia,
Alan García, les dio motivos de optimismo.

Aun cuando algunas condiciones, tradiciones e historias algo distintas han


dado lugar a variaciones en las expresiones de desafío de base política en los países
latinoamericanos, en toda la región las mismas clases socioeconómicas han tendido
a expresar sus quejas políticas de maneras bastante parecidas, tanto bajo
regímenes democráticos como no democráticos: los grupos económicamente
subordinados protestan en las calles con más frecuencia, pues su capacidad para
influir en la toma de decisiones por canales políticos formales o no agresiones es
limitada, a pesar de la fuerza que tienen por su número. En América Latina el poder
real pocas veces se confiere a las instituciones políticas formales, y aun cuando los
campesinos, trabajadores y los pobres urbanos tienen derechos políticos formales,
carecen de acceso a los canales de influencia informales eficaces.

Los empresarios y otros segmentos de la llamada clase media (que en América


Latina están entre los de más altos ingresos) raras veces se lanzan a la calle
porque, por lo general, pueden confiar, tras bambalinas, en canales políticos de
influencia informales y eficaces, a los que las clases “populares” no tienen acceso.
Sin embargo, cuando los grupos de élite no pueden defender sus intereses por
medios formales o informales, ellos también tienen que lanzarse a la calle: por esta
razón, las movilizaciones contra los militares en Brasil y en Chile tuvieron cierto
apoyo de la clase media.

Sin embargo, las clases medias no sólo protestan en pro de la democracia.


En algunas ocasiones han desafiado a la democracia hasta el punto en que han
apoyado los golpes de estado militares, y, en casos extremos, han financiado a sus
propias milicias. Las clases medias han apoyado a los golpes de estado
autidemocráticos y a las milicias cuando la democracia no pudo, a su juicio, limitar
de manera suficiente las demandas de los trabajadores y la clase baja. Aunque las
clases medias tienden a estar favorablemente dispuestas a la democracia, han
sacrificado sus derechos políticos cuando sus intereses económicos se han visto
amenazados. Por consiguiente, los cambios en la dinámica de clase y en las
condiciones económicas explican por qué los mismos grupos de clase media que
hicieron presión para la instalación de la democracia en Brasil y en Chile en el
decenio de 1980, apoyaron las usurpaciones ilícitas del poder por parte de los
militares en el decenio de 1980, miembros de la burguesía desafiaron a la
democracia hasta el punto de financiar los escuadrones de la muerte, de derecha.
Hicieron esto para subvertir las reformas sociales moderadas del gobierno y para
sofocar un movimiento de guerrilla de amplia base que amenazaba sus intereses de
clase.

Aunque el desafío político oculta con frecuencia quejas económicas


fundamentales, la “autonomía relativa” de los políticos provoca, en ocasiones, que
las clases se vuelvan en contra de ellas mismas. En las sociedades estructuradas
jerárquicamente –que es lo que los países latinoamericanos han sido
históricamente- las contiendas electorales pueden hacer que facciones de clase se
enfrenten cuando las propias élites están divididas; esto puede suceder incluso
cuando las quejas económicas basadas en la clase están en la raíz de la
politización. El ejemplo latinoamericano más notorio de lucha intraclase ocurrió en
Colombia en el decenio de 1940 durante el llamado período de La Violencia, cuando
los campesinos, muchos de los cuales habían sido económicamente desarraigados
durante la depresión, se enfrentaron entre sí en apoyo al partido político al cual
estaba afiliado su patrón.

En suma, el desafío de base política ha sido expresado de diversas maneras, que


van desde la actividad guerrillera, el apoyo a los partidos de izquierda y el desafío
público a la ley hasta las actividades más sutiles y encubiertas que incluyen el
equivalente político de la haraganería y el sabotaje electoral. Los grupos
socioeconómicos tienden a expresar sus quejas de manera políticamente diferente,
debido a los distintos canales de influencia real que tienen a su disposición; las
clases medias recurrirán a las mismas tácticas de desorganización que los pobres
cuando les fallan los canales formales e informales de influencia. Sin embargo, la
falta de un desafío políticamente expresado no necesariamente significa satisfacción
con los mecanismos políticos ni la probabilidad de que la tranquilidad sea continua.
Las personas que están políticamente descontentas pueden pensar que los costos
de expresar ese descontento públicamente son demasiado grandes. Cuando
perciben los riesgos, pueden recurrir a expresiones de desafío encubiertas o
retirarse de la política y negar que el régimen tenga legitimidad electoral. Las
clases “populares” no necesitan incentivos selectivos, como la teoría de la opción
racional plantea, para desafiar los mecanismos políticos de maneras silenciosas.
Centrarse tan sólo en las expresiones de desafío manifiestas da una impresión falsa
de apoyo y legitimidad del régimen.

La religión: no sólo un opio


Se ha pensado que la religión era un atavismo que probablemente desaparecería
con la modernización, epifenomenal y una alternativa irracional de la política. En los
decenios recientes nuevos valores religiosos y una nueva actividad religiosa han
producido conflictos no sólo dentro de las jerarquías religiosas sino también en las
sociedades en las que están enclavadas.

En América Latina, la Iglesia católica ha sido uno de los pilares del orden
establecido durante siglos. Ya no es siempre así. Desde el decenio de 1960 las
comunidades eclesiales de base (CEB) POPULARES, INSPIRADAS POR LA
“TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN”, BASADA EN EL Concilio vaticano II, han
alimentado el desafío, han contribuido a una deslegitimación de las estructuras y de
los dirigentes establecidos y han sentado una base para nuevos tipos de dirigentes
y para otras formas de solidaridad. Al hacerlo, han creado una tensión en el seno
de la iglesia misma, nacional e internacionalmente, y en las formas locales de
gobierno (Levine, 1986).

La nueva teología hace hincapié en las cuestiones de justicia y de igualdad


y llama a una “opción preferente por los pobres”. Por consiguiente, sus partidarios
ven los valres y los símbolos religiosos como una razón para que la gente pobre se
movilice contra las estructuras sociales inmorales. Las injusticias, que otrora se dijo
que estaban divinamente ordenadas, se describen ahora como inventos sociales
que pueden ser modificados. La nueva teología ha arraigado especialmente allí
donde las dislocaciones económicas han preparado el terreno desmantelando los
lazos sociales tradicionales entre las clases; esto ha ocurrido especialmente en
_América Central, pero también en Chile y en Brasil.

La naturaleza de las participaciones de las CEB varía considerablemente


según el país, aun cuando los grupos están basados en la misma doctrina religiosa
y en la misma organización jerárquica. Las CEB han sido una fuerza detrás de las
protestas contra políticas injustas, como los programas de austeridad en la
República Dominicana (véase el capítulo 11), los movimientos revolucionarios en
Nicaragua y en El Salvador y la presión masiva por la democratización en Brasil,
Chile y Haití. Sin embargo, en otros marcos han reforzado y fortalecido a los
regímenes conservadores. Levine y Mainwaring sostienen, en el capítulo 7, que las
participaciones de las CEB varían según las interpretaciones de la doctrina religiosa
por el clero y su papel sociopolítico por una parte, y según las relaciones entre la
iglesia y el estado por otra.

Las CEB ejemplifican los vínculos entre la protesta y la organización. Algunas veces,
las organizaciones populares de las CEB incitan al desafío, al refutar teorías que
plantean que la desorganización florece cuando no hay organizaciones
intermediarias. Las CEB ofrecen un nexo institucional por el que la gente con las
mismas privaciones se reúne regularmente, reconoce que sus problemas son
compartidos y, en ocasiones, intenta cambiar su suerte. Además, la gente puede
ser movilizada mediante sus participaciones con las CEB aun cuando no se afilien
inicialmente con este fin. Además, las CEB se han convertido en un lugar
importante en donde las personas laicas han desarrollado la capacidad de dirección,
especialmente en aquellas sociedades en donde la organización en la sociedad civil
está restringida. Esto ocurrió especialmente en Nicaragua bajo Somoza.
El clero ha sido un crítico principal de los regímenes represivos en la
región. Ha desafiado a los gobiernos cuando muy pocos osaban hacerlo, porque su
vocación sagrada les deba cierta inmunidad contra este abuso “mundano”. No
obstante, a medida que el clero participa cada vez más en la esfera de lo “profano”,
parece estar perdiendo algo de su aureola sagrada. Aun cuando el clero que habló
contra la tortura y la represión en Brasil y en Chile entre mediados del decenio de
1960 y mediados luego del decenio de 1970 sufrió represalias mínimas, el
arzobispo Romero fue asesinado luego en San Salvador mientras pronunciaba un
sermón, y otros sacerdotes y misioneros fueron asesinados en El Salvador y en
Guatemala.

Las CEB no representan meramente una respuesta basada en la iglesia a las


injusticias en la sociedad civil. Representan una respuesta a una crisis dentro de la
iglesia misma. Debido a que la iglesia no había respondido lo suficiente por sus
miembros en los decenios recientes, la participación laica en la vida de la iglesia
había disminuido. En número cada vez mayor los católicos se pasaban al
protestantismo y la jerarquía tenía dificultades para reclutar sacerdotes. Los
católicos, en esencia, expresaban su insatisfacción con la iglesia con sus posturas;
no confrontaron directamente a la jerarquía y demandaron un cambio. En aquellas
circunstancias, la jerarquía vio a las CEB como un medio de fortalecer su base en el
nivel popular. Sin embargo, algunas CEB se han convertido en fuerzas por sí
mismas, cuestionando la jerarquía y las creencias de la iglesia por una parte, y, por
otra, presionando por un cambio en diversas esferas institucionales.

La gran mayoría de los latinoamericanos siguen considerándose católicos,


participen o no en las CEB o en las actividades más tradicionales de la iglesia. Sin
embargo, el protestantismo ha estado ganando gran número de conversos en los
últimos decenios y ha hecho sus mayores progresos allí donde las dislocaciones
económicas han debilitado ls patrones de autoridad y de control y donde la Iglesia
católica no ha respondido a las condiciones cambiantes. Los latinoamericanos se
han vuelto hacia el protestantismo quizá más por su insatisfacción con la vida bajo
el orden establecido que por su comprensión de la nueva doctrina religiosa y por
una creencia en su superioridad, o al menos en la misma medida. Los conversos de
las clases bajas, en particular, con frecuencia saben muy poco sobre el contenido
de su recién adquirida filiación. Sin embargo, su nueva religión es generalmente
muy significativa para ellos. El protestantismo, como religión minoritaria es la
región, es sectario en su estructura y su mentalidad.

Aunque el protestantismo representa un desafío religioso a la hegemonía católica


en la región, su impacto político tiende a ser conservador. Puesto que su
orientación es hacia “el otro mundo”, es tolerante de las injusticias sociales de “este
mundo”. Además, algo de la obra misionera ha sido financiada por grupos
conservadores de Estados Unidos y ha servido como un vehículo para implantar
criterios anticomunistas y religiosos estadounidenses (Hvalkof y Aaby, 1981).
Sin embargo, la importancia política de la religión no sólo depende de las doctrinas
que los grupos abrazan. Tanto los protestantes como los católicos han sido agentes
del cambio cuando han cuestionado los patrones de dominio establecidos por largo
tiempo. Por ejemplo, en las tierras altas de Guatemala, los misioneros católicos y
protestantes por igual han roto el dominio del catolicismo popular y el orden social
que éste legitimaba (véase Brintnall, 1979). El orgullo que acompañó la conversión
fomentó el cambio. Los conversos indígenas fundaron ligas de campesinos,
cuestionaron el dominio político de los ladinos y rompieron con la estructura
indígena de poder civil-religioso. Vemos aquí cómo el impacto de la religión en la
sociedad descansaba no mera o necesariamente en su contenido manifiesto, sino –
como Weber sostuvo- en las predisposiciones que inspiró. Sin embargo, la nueva
religión cautivó los corazones y las mentes de los indios sólo cuando los cambios
nacionales y locales les proporcionaron nuevas oportunidades económicas; los
esfuerzos misioneros anteriores habían fracasado. Las revueltas religiosas que
transforman las relaciones sociales parecen tener más probabilidades de surgir
cuando el viejo orden ya ha empezado a cuartearse.

Precisamente debido a que el impacto de la religión radica no sólo en su


contenido manifiesto, incluso las secuelas religiosas populares han servido como
fundamento para desarrollar movimientos de protesta y de resistencia. Los cultos
indígenas que sobrevivieron a la conquista y a la occidentalización, adaptándose a
las características cristianas y modernas e incorporándolas, no ofrecen ningún
mandato explícito para el desafío político. Sin embargo, tal como June Nash lo
documenta, las prácticas populares pueden mantener un espíritu de desafío vivo
cuando reúnen a gente de la misma posición social; en las condiciones que se
describen más adelante, estas culturas de resistencia pueden contribuir a la
protesta política aun cuando la gente no participe en los rituales con tal fin. En
Brasil, los movimientos afroamericanos se basan igualmente en los restos de las
religiones africanas que los antiguos esclavos trajeron consigo. Incluso la
Revolución cubana dominada por el marxismo no ha obliterado el poder de las
creencias de raíz africana. Las religiones sincréticas que implican resistencia
cultural al dominio blanco han desempeñado un papel particularmente importante
en los movimientos con bases racial y étnica que hubo en la región.

En resumen, en los decenios recientes las instituciones y los valores religiosos han
alimentado el desafío, deliberadamente o no. La insatisfacción con el catolicismo,
que durante siglos fue la fuerza religiosa hegemónica en América Latina ha
adoptado muchas formas. Algunas veces la iglesia ha respondido de una manera
que le ha hecho ganar de nuevo la lealtad de los laicos. Al hacer que los laicos
participen más en las actividades de la iglesia, y al modificar con ellos las relaciones
dentro de las instituciones religiosas, la iglesia se ha convertido, en ocasiones, en el
lugar de movilización para el cambio también en otras esferas institucionales: la
jerarquía no ha sancionado necesariamente dicha actividad “de este mundo”, aun
cuando ha sido apoyada por sacerdotes en el nivel local. La importancia de la
religión deriva de los significados que sus seguidores dan a sus sistemas de
creencias; estos significados no están determinados meramente por el contenido
formal de la religión.

FACTORES DE CONTEXTO QUE MOLDEAN LAS RESPUESTAS A LAS QUEJAS


Las relaciones de clase y de mercado, el género, la política y la religión pueden ser
causas de ira, pero hemos visto que las maneras en que se expresa el descontento
pueden varias de manera considerable. Las pruebas históricas indican que las
estructuras institucionales locales y los entornos culturales, los lazos y las alianzas
entre las clases y las opciones vislumbradas condicionan si las quejas compartidas
llevan al desafío y a la resistencia y la forma en que esto se realiza. Sólo cuando
“las condiciones estén listas” la gente protestará públicamente en masa contra las
condiciones que considera injustas.

Relaciones institucionales locales, alianzas de clase y culturas populares de


resistencia

Cuando las instituciones reúnen a la gente en situaciones estructuradas de manera


parecida, es probable que los individuos sientan que sus quejas privadas son
compartidas colectivamente y pueden resolverse también colectivamente de la
misma forma. El desafío colectivo es una respuesta particularmente probable a las
quejas compartidas si los rituales y las creencias “populares” refuerzan una cultura
de resistencia. En tales circunstancias, es probable que las personas descontentas
recurran a estrategias de adaptación colectivas y no individuales; esto ocurre
particularmente cuando –como detallaremos más adelante- las condiciones
macropolíticas son también conducentes.

Los agricultores que mantienen lazos mediante instituciones culturales y


sociales basadas en la comunidad, y no mera o incluso necesariamente mediante la
producción, tienden a percibir cuáles quejas son compartidas. Cuando más se
fortalecen los lazos sociales y culturales y cuanto mayor es la historia de protesta
comunitaria sobre la que es posible basarse, más probable es que los aldeanos
comprendan un desafío colectivo. Aunque se cree ampliamente que el capitalismo
agraria socava la solidaridad de los pueblos, las relaciones de mercado pueden
crear nuevos recursos que refuerzan a las instituciones locales allí donde los lazos
ya son fuertes y donde los individuos que comparten quejas comunes están
vinculados por lazos de parentesco, étnicos y culturales. Cuando, además, las
comunidades están diferenciadas social y económicamente en dos campos distintos,
es probable que las injusticias que se comparten se resistan colectivamente. En
cambio, cuanto más compleja es la estructura de clases, menos probable es que las
quejas se perciban como compartidas colectivamente y puedan corregirse también
en colectividad. Cuando los lazos de parentesco, de patronazgo y rituales cortan
transversalmente las líneas de clase, la solidaridad colectiva es rara.

En los lugares en donde la solidaridad del pueblo es fuerte, los miembros


de la familia que migran para resolver problemas basados en la clase y en el
mercado pueden reforzar involuntariamente los lazos culturales e institucionales, a
la vez que recurren a soluciones individuales y hogareñas para las situaciones
consideradas intolerables. Por ejemplo, cuando la presión de la población es
grande, algunos miembros de la familia pueden migrar, pero regresan para las
fiestas, los rituales y las épocas con gran demanda de mano de obra del ciclo
agrícola. De esta manera, mantienen los lazos con sus antiguas comunidades y
contribuyen a su base económica y social. Además, los migrantes reducen la
presión sobre la tierra, que, de otra forma, podría dividir a la comunidad. Sin
embargo, al regresar con ideas urbanas pueden inducir al descontento del pueblo
con su statu quo. Los migrantes que buscan soluciones privadas a sus problemas
socioeconómicos pueden ser la chispa que prende la llama de la lucha basada en el
pueblo, a la vez que refuerzan la solidaridad del mismo. Wolf (1969:292, 294)
sostiene que el campesino medio tiene un papel esencial en las revoluciones
precisamente porque conserva un pie en la vida del pueblo al mismo tiempo que los
miembros de su familia migran y están expuestos a las ideas política e industriales
urbanas. Según este autor, es el intento mismo de los campesinos por mantener
sus tradiciones lo que los hace revolucionarios, con los habitantes de los pueblos
que desfogan su fuerza hacia fuera para obtener más espacio vital para su modo de
vida colectivo acostumbrado.

Las estructuras pueblerinas diferentes explican las respuestas distintas de


los campesinos a los abusos y a la explotación (véase Skocpol, 1979; Wolf, 1969:
Migdal, 1974). En el contexto latinoamericano, estas estructuras han conformado
los movimientos revolucionarios y han influido en la manera en que la gente
quejosa del campo ha respondido a las “situaciones revolucionarias”. La rebelión
campesina de Zapata se centró en la región de México en donde la vida colectiva de
pueblo prevalecía y sus seguidores lucharon por el restablecimiento de los derechos
colectivos a la tierra y la preservación de sus comunidades. La economía azucarera
había corroído a las comunidades cubanas orientadas “hacia dentro” mucho antes
de que Castro organizara su movimiento de guerrilla rural. Por consiguiente, el
apoyo rural que recibió Castro provino de los invasores de tierras campesinos a los
cuales les prometió derechos individuales a la tierra; Castro basó su movimiento
guerrillero en una zona en donde la seguridad de la tierra era un problema, pero el
capitalismo agrario no había proletarizado a la fuerza de trabajo.

Las estructuras de los pueblos pueden contribuir a actos de desafío


colectivos incluso después de la revolución, especialmente cuando la solidaridad de
clase está reforzada por la transformación del estado y de las clases. Por ejemplo,
el movimiento aymará en las tierras altas de Bolivia en el decenio de 1980, del que
hablamos antes, se basó en una economía rural en deterioro y vínculos rurales-
urbanos más fuertes. Sin embargo, los campesinos buscaron soluciones colectivas a
su situación en parte basada étnicamente, porque las reformas revolucionarias
sobre la tierra, el trabajo y de orden político habían fortalecido previamente la
solidaridad pueblerina. En el México posrevolucionario las estructuras pueblerinas
no han despertado, hasta la fecha, gran desafío colectivo entre los campesinos
económicamente presionados. Allí, los grupos locales han perdido gran parte de su
autonomía pro su incorporación a instituciones del gobierno nacional y de partido, y
el liderazgo local fue cooptado mediante el patronazgo en estructuras
institucionales nacionales (que se consideran con más detalle más adelante). Así,
las experiencias de México y de Bolivia indican que las revoluciones agrarias que
refuerzan los lazos comunícales y preservan la autonomía institucional local son
más probables que aquellas que no despiertan movilizaciones de base pueblerinas
subsiguientes.

El desafío colectivo es especialmente probable cuando el clima cultural es


propicio también a los esfuerzos de movilización (Gamson, 1986). Debido a que la
cobertura de los medios de información de masas puede ser decisiva para informar
a las élites y al público sobre acciones de los movimientos así como para crear la
moral y la propia imagen de los activistas de los mismos, los medios de información
son actores importantes en los conflictos políticos. Estos pueden convertirse en un
canal por el cual se expresen criterios, símbolos y significados alternativos. Esto
implica que los discursos de los medios crean temas para el público, y que los
medios pueden convertirse en un campo en el que los grupos debaten acerca de la
definición y la interpretación de la realidad social. Por estas razones, las clases
dominantes en América Latina, y de manera especial, mas no exclusiva, bajo
regímenes militares, han ejercido frecuentemente un gran control sobre las
opiniones que llegan a expresarse. El analfabetismo y la pobreza de la región han
limitado más estas funciones de los medios. Sin embargo, estos han tenido
importancia en los movimientos de protesta y resistencia. Por ejemplo, las mujeres
que protestaron contra la “guerra sucia” en Argentina, tuvieron una gran cobertura
de los medios de información, incluida la cobertura en el exterior. También, el
movimiento aymará de Bolivia tuvo una estación de radio aymará que reforzó la
identidad y comunicó las preocupaciones étnicas.

La importancia de los medios puede radicar no sólo en que permiten a los


grupos impugnadores expresar sus opiniones, sino también en dar a conocer a la
gente modos de vida y de pensar distintos y, con ello, movilizar a los que
previamente no estaban informados. McClintock sostiene, por ejemplo, que las
comunicaciones modernas hicieron que los campesinos de la región peruana de
Ayacucho estuvieran más conscientes de sus privaciones relativas, lo que, a su vez,
avivó sus simpatías por el movimiento de guerrillas que se organizaban en su
región.

En las comunidades en las que las tradiciones culturales refuerzan una


identidad común un espíritu de resistencia, el desafío colectivo contra quejas
comunes es probable aun sin acceso a los medios de información. La cultura es una
esfera de la vida sobre la cual es frecuente que los grupos subordinados tengan
algún control. Por lo tanto, puede ofrecer un ámbito en el que los grupos
subordinados tengan algún control. Por lo tanto, puede ofrecer un ámbito en el que
los grupos subordinados pueden alimentar su disensión moral contra el dominio.
Sin duda, las expresiones culturales de desafío tienen más arraigo allí donde las
privaciones han sido sufridas colectivamente durante generaciones y donde la vida
institucional une a la gente en situación parecida. Las conmemoraciones de luchas
pasadas, los funerales en honor de amigos y familiares que cayeron en defensa de
causas comunes, los héroes y las baladas populares, y los rituales que incluyeron
una protesta simbólica contribuyen a crear y reforzar expresiones culturales de
resistencia. Wickham-Crowley, por ejemplo, encuentra que los movimientos
guerrilleros arraigan de manera desproporcionada en las zonas que tienen historias
de rebelión popular contra la autoridad central y a menudo fracasan allí donde
faltan.

Si bien las culturas de resistencia hacen que el desafío colectivo sea más
probable, raras veces son la chispa que prende la protesta. Sendero Luminoso, por
ejemplo, estableció su base social inicial en una región con una tradición cultural de
rebelión, Ayacucho. Sin embargo, Ayacucho dio poco apoyo a los esfuerzos de la
guerrilla realizados veinte años antes, y una región vecina, Cuzco, con una tradición
cultural de rebeldía tan fuerte o más que la de Ayacucho, pero con una base
económica más viable en los decenios de 1970 y 1980 no respondió a los esfuerzos
desestabilizadores de Sendero Luminoso. Una tradición de rebelión puede contribuir
a los esfuerzos colectivos para producir un cambio cuando los grupos sienten
motivos de queja compartidos. Sin embargo, la causa fundamental de la protesta
tiende a radicar en las desigualdades y las injusticias que son de origen estructural.

Las culturas de resistencia pueden seguir siendo significativas para la gente


incluso después de que las condiciones que las originaron ya no son importantes.
Es probable que estas culturas persistan cuando la gente que tiene antecedentes
comunes sigue compartiendo quejas comunes y conservando las relaciones mutuas.
Nash muestra que los mineros bolivianos, que figuran entre los trabajadores más
militantes de América Latina, están profundamente influidos por las creencias y los
rituales primordiales basados en su pasado agrícola. Las creencias de base
campesina, anteriores a la conquista, que se perpetúan y se refuerzan mediante
rituales, contribuyen a una identidad colectiva continua y a un sentido de cuándo la
colectividad ha sido maltratada. Por consiguiente, la herencia cultural de los
mineros ha influido tanto en el momento como en el lugar de las protestas sobre
sus condiciones de trabajo deplorables. Los rituales no son una garantía del
comportamiento. De hecho, la acción política inspirada por los rituales ha oscilado,
según las circunstancias, entre la reacción y la revolución. Nash muestra que las
festividades religiosas no son un sustituto del cambio social sino una base sobre la
que se han asentado el trabajo y el desafío político. Algunas veces, reuniones que
comenzaron como acontecimientos culturales viraron hasta convertirse en protestas
políticas, y no siempre por propia iniciativa de los mineros. Esta represión politizó
involuntariamente los eventos, y desde entonces, las matanzas, han sido
incorporadas a la significación simbólica que los mineros dan a los rituales.

El efecto que los valores y normas culturales tienen en el desafío puede,


como vemos, ser muy diferente de los que Kornhauser (1959) y otros teóricos de
“la sociedad de masas” han planteado. Kornhauser sostuvo que el rompimiento de
las normas suscitaba intranquilidad. Sin embargo, hemos subrayado los contrario:
que las tradiciones culturales pueden suscitar la protesta. A falta de lazos culturales
y (de grupo), es probable que los individuos descontentos acepten su suerte
(aunque sea a regañadientes) o que recurran a los esfuerzos individuales, no
colectivos, para enmendarla.

El apoyo de individuos y grupos más privilegiados

Sin embargo, los mecanismos institucionales y las tradiciones culturales


locales no son las únicas características de contexto que influyen en que la gente
quejosa busque o no busque, de manera individual o colectiva, declarada o
encubiertamente, soluciones a las condiciones que les desagradan. Tanto en la
ciudad como en el campo los grupos económicamente subordinados tienen más
probabilidades de desafiar las condiciones que les desagradan colectivamente si
cuentan con el apoyo de individuos o grupos más favorecidos. Este apoyo
estratégico puede provenir de las personas más prósperas, de los partidos políticos
de reputación considerable, o de dirigentes religiosos.

Los movimientos de protesta no son el resultado necesario e inevitable de


las contradicciones en los mecanismos de orden económico u otros mecanismos
estructurales, incluso cuando los grupos subordinados perciben que su situación es
insatisfactoria e injusta. Los individuos mejor situados contribuyen a despertar a las
masas y a moldear las demandas de los que han tomado conciencia de tal manera
que el descontento individual es encauzado colectivamente.

Los individuos que están mejor situados pueden ser importantes por varias
razones. Para empezar, pueden inducir a la gente de condición más baja a
considerar como inaceptables las condiciones que, de otro modo, tal vez hubieran
tolerado. En segundo lugar, pueden proporcionar a la gente común las capacidades
de liderazgo y los recursos materiales que de otro modo podrían faltarles. En tercer
lugar, su participación misma puede minimizar el uso de la fuerza contra los
alborotados por parte de las élites. Ya que éstas son mucho más reacias a usar la
represión contra la clase media que contra las clases “populares pueden estar más
dispuestas a desafiar las condiciones que les desagradan y pueden tener más éxito
en su presión a favor de un cambio.

Sin embargo, los individuos “bien situados” pocas veces logran incitar a la
rebelión cuando los grupos subordinados no se sienten agraviados. Su importancia
estriba en la dirección y la coordinación que dan a los sentimientos rebeldes.

Es probable que algunos de los movimientos que hemos considerado antes


no hubieran surgido, incluso aunque las condiciones económicas “fundamentales”
fueran propicias, de no haber sido por el apoyo brindado por individuos en mejor
situación. Los movimientos entre los pobres urbanos que se resistieron a la
cooptación y que hicieron presión en pro de nuevas demandas, por ejemplo, fueron
iniciados por grupos externos: por el clero, militantes estudiantiles y partidos
políticos. Las “comunidades de base” católicas que han suscitado los desórdenes
ocurridos bajo la égida de prelados indignados por las condiciones económicas y
políticas. Los movimientos autónomos en el norte de México fueron encabezados
por estudiantes militares que aprovecharon las grandes tensiones entre la
burguesía de Monterrey y los funcionarios locales del partido gobernante. La
movilización de campamentos (asentamientos de invasores de terrenos) enteros en
Chile, con Salvador Allende, ocurrió bajo el patrocinio de partidos políticos.
Wickham-Crowley y McClintock destacan también cuán importante fue el liderazgo
exterior en los movimientos de guerrilla que ellos estudiaron. La mayoría de los
fundadores de movimientos de guerrilla han sido estudiantes y profesores
universitarios, aun cuando la mayor parte de estos movimientos fracasaron
precisamente porque el liderazgo no atrajo al campesinado de una manera
significativa. El éxito de Sendero Luminoso en Ayacucho como McClintock detalla se
debió a la capacidad del liderazgo para identificarse con su base social y atender a
las preocupaciones locales; cuando los militantes no hicieron esto, el apoyo de los
campesinos al movimiento desapareció.

La dirección externa es de particular importancia para convertir a las


rebeliones rurales localizadas en movimientos revolucionarios coordinados
nacionalmente. Es característico que los campesinos participen en actividades
revolucionarias cuando una élite revolucionaria añade una nueva capa de liderazgo
y de doctrina a la vida campesina. En todas las revoluciones latinoamericanas, los
cultivadores se rebelaron contra las condiciones locales intolerables; su apoyo a los
movimientos nacionales dependió de las alianzas con la inteliguentsia urbana.
Es posible que los movimientos “desde abajo” tengan el apoyo de otras
clases o facciones de clases, y no sólo el apoyo de individuos mejor situados. La
oposición de la clase trabajadora y baja a los gobiernos militares de Brasil y Chile
cobró un impulso particular cuando estuvo apoyada por segmentos importantes de
la clase media. Zmosc adjudica el origen del movimiento campesino colombiano
ANUC al apoyo estratégico de la burguesía industrial. ANUC se derrumbó cuando los
intereses políticos y económicos de los industriales cambiaron, llevándoles a
volverse contra el campesinado.

Sin embargo, los individuos privilegiados no siempre canalizan las quejas


de “la gente común” de manera que, en efecto, produzcan un cambio. Es posible
que sus ideales sean imperfectos y que sus propios intereses se opongan. Garretón
sostiene, por ejemplo, que las protestas en masa contra el régimen represivo de
Pinochet en Chile no lograron que los militares se vieran obligados a retirarse a sus
cuarteles, aunque estuvieran apoyados por grupos de la clase media, porque los
partidos políticos, por sus propias razones oportunistas e ideológicas, compitieron
por el control del movimiento de oposición. Con ello, los partidos socavaron la
fuerza colectiva de la oposición. En cambio, en Brasil, en donde los partidos
políticos han sido históricamente mucho más débiles, las protestas con base
multiclasista, lograron una exitosa restauración parcial de los derechos políticos.
Sin embargo, una vez que los militares abandonaron el poder, las diferencias de
clase dentro del movimiento de oposición pasaron a primer término, lo cual debilitó
el movimiento y marginó políticamente a la clase trabajadora.

Al destacar el papel que los individuos “bien situados” pueden tener para
despertar y canalizar la disensión, se hace evidente que los movimientos de
protesta y resistencia no están determinados mecánicamente sólo por fuerzas
estructurales y culturales. El liderazgo tal como muchos de los capítulos siguientes
muestran puede tener un efecto decisivo. Sin embargo, su efecto no depende de
condiciones que sea posible escoger.

Las estructuras del estado

Como ya dijimos, los mecanismos y las políticas institucionales del estado


benefician a los grupos de manera desigual, y las injusticias percibidas que crean
son una causa de conflicto evidente. Sin embargo, los mecanismos institucionales
también pueden ser un factor de contexto que influyen en las respuestas a las
quejas. La naturaleza democrática o excluyente de los regímenes por una parte, y
los recursos materiales, simbólicos y de organización del estado por otra, influyen
en si el descontento se expresará o no y cuándo lo hará. Tanto la naturaleza de los
regímenes como dichos recursos condicionan el que la gente recurra a estrategias
colectivas o individuales, formales o informales para mejorar las condiciones que
les desagradan.
Los movimientos democráticos se enfrentan con frecuencia a más protestas
públicas que los regímenes militares excluyentes. Esto ocurre aun cuando la gente
tiende a estar económicamente mejor bajo las democracias y aunque los regímenes
democráticos ofrecen, por lo menos, algún acceso a los cauces legítimos de
expresión política. La protesta es más probable en las sociedades políticamente
“abiertas” porque los riesgos son menos y las perspectivas de gratificación son
más. La percepción misma de las respuestas de los regímenes influye en la manera
en que los quejosos responden a su suerte. Puesto que los gobiernos democráticos
afirman gobernar en nombre de su ciudadanía y que deben celebrar elecciones
periódicamente, están obligados a ser más sensibles a las demandas “populares”;
de otro modo, el electorado podría cambiar después su preferencia a un partido de
la oposición.

Decir que la democracia puede, sin querer, atizar la agitación cuando se


asienta sobre un uso mínimo de la fuerza para gobernar hace que la teoría de la
opción racional se ponga “de cabeza”. Es decir, las personas quejosas pueden verse
inclinadas a rebelarse no tanto porque se les presentan incentivos (la “zanahoria”),
sino porque no están obligadas por el control del grupo dominante (el “garrote”).
Por lo general, la falta de incentivos para no rebelarse es menor en los regímenes
democráticos que bajo los regímenes autoritarios.

Los regímenes democráticos que se identifican con las clases trabajadoras son
particularmente vulnerables a la presión “desde abajo”. Los movimientos obreros
en Chile –por ejemplo, entre los obreros de la industria textil- han seguido a
elecciones nacionales que los trabajadores han percibido como victorias de la
izquierda (Winn, 1986). Bajo gobiernos izquierdistas y populistas los trabajadores
sienten evidentemente, que tienen buenas perspectivas de obtener concesiones
mediante la movilización.

A su vez, las relaciones estado-trabajadores condicionan las respuestas a las quejas


de una manera algo independiente del compromiso del régimen con la democracia
y con las clases trabajadoras en particular. Para ilustrar esto, la actividad
huelguística varía en América Latina con las relaciones entre el estado y los
trabajadores. Por esta razón, las huelgas han sido menos frecuentes en México, en
donde los trabajadores comparten el poder político formal mediante un estatuto
corporativo en el partido en el gobierno, que en Chile antes de Salvador Allende, en
donde los trabajadores tenían derechos de organización mas no lazos
institucionales con el estado(Zapata, 1977). Los diferentes patrones de huelga no
pueden atribuirse a diferencias objetivas en el estatus económico de los
trabajadores en los dos países.

Los diferentes patrones de relación entre el estado y los trabajadores también


ayudan a explicar las variadas respuestas a medidas de austeridad semejantes en
toda la nación. El sistema corporativo de México contribuyó a una tolerancia pública
de dichas medidas significativamente mayor que en muchos otros países de la
región. Debido a que los grupos “populares” son incorporados formalmente en el
aparato de gobierno-partido de México, no pueden oponerse fácilmente a las
políticas estatales sin romper con el régimen. Además, el liderazgo de los grupos
afiliados al estado suele beneficiarse económica y políticamente de la afiliación al
mismo, aunque las masas no se beneficien.

A falta de un sistema corporativo bien instituido, las divisiones entre las élites así
como entre las élites y los grupos de trabajadores, pueden dar lugar a desafíos. Por
lo general, la clase gobernante tiene un interés creado colectivo para preservar el
statu quo. Pero el cambio social y económico puede afectar a los grupos de élite de
modo diferente, hasta el punto en que no queden igualmente comprometidos con el
statu quo. Las élites que compiten por el dominio pueden buscar el apoyo de las
clases más bajas y, al hacerlo, aumentan las esperanzas de los pobres de que el
cambio es posible y debilitan la legitimidad de las instituciones que los oprimen. Las
élites políticas rivales pueden incluso atizar involuntariamente los tumultos cuando
los candidatos y los partidos que exigen lealtad política elevan las esperanzas y las
aspiraciones del pueblo. En Colombia, tanto La Violencia como la política de la
alianza entre la burguesía industrial y el campesinado que llevaron a la formación
de ANUC estuvieron basadas en las tensiones económicas y políticas entre facciones
de la clase dominante. En su búsqueda de votos, los candidatos contendientes se
dirigieron a los pobres urbanos y rurales de maneras que llevaron a movilizaciones
de masas, invasiones de tierras y otras formas de intranquilidad. De igual manera,
la restauración de la democracia en Bolivia en el decenio de 1980 provocó una
competencia política que, a su vez, precipitó manifestaciones, bloqueo de
carreteras y huelgas; en realidad, la protesta se convirtió en la manera peculiar de
carreteras y huelgas; en realidad, la protesta se convirtió en la manera peculiar en
que los grupos hicieron presión a favor de sus intereses y disputaron el poder.

La experiencia boliviana pone de manifiesto otra manera en que las estructuras


estatales conforman la actividad de protesta, independientemente de las políticas
que los estados aplican: la capacidad de recursos del estado. Entre los recursos
pertinentes del estado figuran la capacidad para mantener la unidad en el aparato
estatal mismo y recursos materiales y simbólicos con los cuales engañar a los
electorados y disuadir a la oposición. Cuanto más débil es y más dividido
internamente está un gobierno, más instituciones estatales serán presa de
presiones nacionales y exteriores que atizan el desafío; esto es probable en los
regímenes democráticos y en los que no lo son.

Walton señala, en el capítulo 10, que no sólo la estructura formal del estado –su
forma democrática o autoritaria- sino también la capacidad de un “bloque de poder”
para mantener la hegemonía influirá en las respuestas a las políticas impopulares.
Los grupos quejosos son especialmente proclives a desafiar las condiciones que les
desagradan en las sociedades que están muy divididas políticamente. Walton
observa, por ejemplo, que si bien los gobiernos democráticos y autoritarios han
puesto en práctica programas de austeridad por igual, las protestas contra los
programas han sido mayores en los países en donde las divisiones políticas y las
luchas por el poder han preparado el terreno.

Los recursos materiales y simbólicos que pueden difundir (o desactivar) la


intranquilidad potencial incluyen el patronazgo y los subsidios. Estos recursos
pueden ser administrados de manera que cultiven las relaciones de tipo patrón-
cliente, y con ello la deferencia y la dependencia. Con frecuencia los grupos
económicamente subordinados pueden ser calmados con beneficios materiales
pequeños, y sus líderes, con beneficios económicos y políticos. Al utilizar con
habilidad los recursos materiales limitados, los estados pueden minimizar la
intranquilidad “popular” mientras gobiernan principalmente a favor de los intereses
de los burócratas y de la clase domiannte. Cuanto más “hinchado” o mayor es el
aparato estatal y cuando mayor es la base de ingresos del estado, más fácilmente
pueden ser usados los recursos para producir relaciones clientelares.

Aun cuando los regímenes latinoamericanos han dependido de las políticas de


patronazgo y las han cultivado, su capacidad para seguir haciéndolo se redujo con
las crisis fiscales en el decenio de 1980. Además, el FMI ha insistido en recortes al
sector estatal como condición previa para el refinamiento de la deuda. Así, en el
momento mismo en que el crecimiento del desempleo y el deterioro del nivel de
vida provocaron que la necesidad de ayuda fuera mayor, los gobiernos fueron
menos capaces de atender a las necesidades civiles por medio del patronazgo y
otros subsidios. Es posible que las protestas aumenten con la disminución de la
presencia del estado en la sociedad.

Sin embargo, los recursos simbólicos del estado pueden eliminar la


protesta cuando los recursos materiales no lo hacen. Por ejemplo, los gobiernos
democráticamente elegidos pueden dar la impresión de que son sensibles a las
preocupaciones “populares” y, con ello, inducir la calma. Alan García en Perú y Raúl
Alfonsín en Argentina, por ejemplo, tuvieron un atractivo carismático y populista.
En un nivel más institucional, el partido dominante en México ha contribuido –junto
con los recursos materiales de que dispone- a la estabilidad duradera del régimen.
El partido hace hincapié en que tiene sus raíces en la revolución del país. Aunque
gobierna principalmente en interés de las clases media y alta, el partido ha
propagado una ideología populista que priva a la izquierda de “espacio” simbólico.

Los estudios indican que las estructuras del estado a las que las revoluciones dan
lugar minimizan la probabilidad de un desafío posterior. Por ejemplo, Skocpol,
basándose en las experiencias francesas, soviética y china, sostiene que los estados
se vuelven más burocratizados y centralizados y más autónomos de los grupos
nacionales y de las potencias extranjeras como resultado de las transformaciones
revolucionarias. La autora da a entender que los cambios estructurales reducen la
probabilidad de una actividad de protesta subsiguiente. Skocpol afirma, además,
que independientemente del tipo de estado al cual dan lugar, los nuevos regímenes
son más capaces de regular la sociedad administrativa, ideológica y
coercitivamente que los regímenes que desplazaron. El impacto de los movimientos
revolucionarios en las estructuras del estado se tratará más adelante, pero es
importante señalar aquí que aun cuando las revoluciones dan lugar a estados más
centralizados y burocráticos, estos modifican la manera en que las quejas se
expresan, no eliminan el conflicto. Cuanto más centralizado es el estado y mayor es
su capacidad de represión, más probable es que el descontento se exprese de
modos encubiertos; esto es cierto en todos los regímenes, hayan nacido o no de
una revolución.

En América Latina, las revoluciones han modificado las estructuras estatales de


modo que han influido en las respuestas subsiguientes a las quejas. El patrón de la
protesta posrevolucionaria ha variado, en parte, con la naturaleza y la fuerza de los
estados que han nacido de los levantamientos. En Cuba, la revolución dio lugar a
un estado más fuerte, más hegemónico que el anterior. Aunque ostensiblemente
es un “estado de trabajadores” , no siempre ha gobernado en interés de éstos, y
los trabajadores, como ya dijimos, se han resistido a las políticas que les
desagradan. Sin embargo, debido a que la protesta pública es peligrosa bajo
Castro, la gente tiene formas encubiertas de desafío cuando está descontenta. La
revolución no ha eliminado el conflicto; meramente ha cambiado la naturaleza de
las quejas y la manera en que se expresan.

En México, el estado prerrevolucionario ya estaba muy centralizado. Sin embargo,


la revolución fue consolidada de manera que vinculó a los grupos militares y civiles
con el aparato del estado sobre una base funcional y territorial. La reestructuración
dio a diversos grupos un interés en el statu quo, aunque en grados y formas
diferentes. Estos intereses, a su vez, han inclinado a los grupos quejosos a cumplir
“las reglas del juego” y buscar el cambio “desde dentro”. Cuando hubo un desafío
abierto, fue generalmente aislado y localizado. Como consecuencia, no surgieron
importantes movimientos de protesta pluriclasistas hasta el decenio de 1980,
cuando un terremoto descolocó a muchas familias de clase bajo y media ya
golpeadas por la crisis económica del país. Entonces, los damnificados –como son
llamadas las víctimas del terremoto- de zonas ricas y pobres de la ciudad de México
protestaron juntos en demanda de nuevas viviendas.

Sin embargo, aun cuando los mexicanos han estado aparentemente


tranquilos, hubo formas encubiertas de desafío en todas parte y fueron toleradas
por la clase gobernante. La ley es continuamente violada tras bambalinas, no
públicamente en las calles. El régimen, en particular, medra en la corrupción.
Durante decenios, este desafío cotidiano a la ley aumentó la estabilidad del
régimen; todos los grupos tenían algún interés en el incumplimiento de las reglas
racionales burocráticas. Sin embargo, con la contracción económica y la crisis fiscal
del decenio de 1980, la base material para la corrupción se agotó; la contracción
fiscal puede explicar por qué el gobierno “optó” por lanzar una campaña
anticorrupción en el momento en que el apoyo electoral al partido “oficial” se había
vuelto problemático. Como los que se benefician de retribuciones y de prebendas
políticas son menos, el incentivo para colaborar con las élites disminuirá y es
probable que el desafío electoral y de otras clases aumente.

En Bolivia, en cambio, la revolución ha dado lugar probablemente a más


protesta pública que el antiguo régimen. El nuevo régimen nunca logró una unidad
interna. Los grupos previamente excluidos del cuerpo político se han sentido con
derecho a nuevos beneficios, mientras que la base de recursos del estado no se ha
expandido lo suficiente para atender nuevas demandas, y las ganancias potenciales
del desafío bajo gobiernos civiles (sobre todo, entre 1952 y 1964 y bajo Siles Zuazo
en los comienzos del decenio de 1980) a menudo han sido mayores que los costos
potenciales. Por consiguiente, el crecimiento de la presencia del estado en la
sociedad, incluso después de la revolución, no implica necesariamente una
tranquilidad mayor. Los mecanismos institucionales del estado y su capacidad de
recursos influyen en la manera en que la gente descontenta responde a las
condiciones que les desagradan, independientemente de que los gobiernos estén
basados o no en la revolución.
Si bien las estructuras estatales condicionan la probabilidad y las formas de
protesta, no son entidades estáticas. Pueden cambiar, incluso en respuesta a las
presiones “desde abajo”. Esto es evidente en el contexto de la revolución, pero
también es verdad en ausencia de ella. Incluso los regímenes revolucionarios
pueden comenzar como gobiernos de reforma moderados. Puesto que los
mecanismos institucionales cambian, también debería cambiar el impacto del
aparato político en un desafío posterior.

El hecho de que los recursos tienen importancia para los movimientos de protesta
ha sido, por supuesto, bien documentado por los teóricos de la movilización de los
recursos. Sin embargo, hemos recalcado mucho más que estos teóricos la manera
en que las fuerzas macrosociales y culturales condicionan el desafío y las distintas
formas en que se expresa. Nuestros enfoques no son incongruentes, pero nosotros
proporcionamos una base para comprender cómo los factores de contexto moldean
la amplia gama de maneras en que los recursos son utilizados.

Opciones de salida

Las opciones que la gente tiene, y que considera que tiene, influyen tambièn en las
respuestas a las injusticias sentidas. Cuando mayor es la diversidad de opciones,
menor es el descontento con las condiciones que en cualquier marco desatarán el
desafío colectivo.

En cualquier medio social y cultural, cuanto más atractivas son las


alternativas económicas más probable es que la gente “salga” en lugar de
rebelarse. Por lo tanto, es esencial comprender las condiciones en las cuales recurre
a tales estrategias de adaptación individuales en vez de recurrir al desafío colectivo
para resolver las condiciones con las que se sienten a disgusto.

Hay varias opciones económicas que los individuos descontentos pueden


considerar. Pueden migrar por temporada o de manera permanente, cambiar de
empleo o tomar un empleo adicional. Durante decenios, la migración
latinoamericana ha ofrecido suficientes promesas a los trabajadores rurales, que
éstos, con más frecuencia, han optado por “salir” en vez de rebelarse cuando las
condiciones en el campo parecieron intolerables.

Como estrategia de adaptación individual, la diversificación de los papeles


económicos tiene ramificaciones en cada esfera de trabajo. Los trabajadores con
una sola fuente de ingresos que sufren privaciones colectivamente pueden ser más
aptos que los trabajadores con varios empleos para tratar abierta o
encubiertamente de cambiar las condiciones de trabajo que les desagradan, a
menos que los riesgos de represalias y de pérdida del empleo sean muy altos. Sin
embargo, los patrones que dependen de trabajadores con varios compromisos
económicos pueden encontrarse con que su fuerza de trabajo no es confiable; es
más probable que estos trabajadores falten al trabajo por contradicciones en las
demandas de su tiempo y es posible también que usen sus diversos empleos en
provecho propio. Los trabajadores asalariados, por ejemplo, pueden abandonar su
trabajo o faltar al mismo durante períodos importantes para el ciclo agrícola y
pueden robar materiales de su lugar de empleo para utilizarlos en trabajos
adicionales. Desde el punto de vista de lo que es ventajoso para el patrón, este
“sabotaje” económico no coordinado puede resultar más difícil de dominar que la
actividad sindical.

El gobierno cubano ha experimentado las consecuencias complejas de las


opciones económicas diversificadas para los trabajadores. Como ya dijimos, hacia
1980 el gobierno empezó a permitir a los cultivadores que vendieran los excedentes
que habían producido por encima de la cuota del estado al precio que el mercado
tolerara; se establecieron para ellos nuevos “mercados de agricultores”en las
ciudades. Al mismo tiempo, el gobierno permitió también que los empleados del
estado realizaran trabajo privado en pequeña escala en sus horas libres. Las
reformas tenían el propósito de aumentar la productividad y hacer que la economía
respondiera mejor a la demanda del consumo, ya que el nivel de vida bajo (pero
bastante equitativo) había contribuido al descontento con el régimen en los últimos
años del decenio de 1960. Sin embargo, los trabajadores manipularon las reformas
en provecho propio. Los agricultores entregaron al estado sus peores productos con
el fin de lograr el máxima de ganancias en el “mercado libre”, más lucrativo, y se
creó un estrato ilícito de intermediarios para aprovechar las nuevas oportunidades
de mercado. Además, los trabajadores también faltaron a sus empleos normales
para aprovechar sus actividades secundarias, y robaron materiales de los empleos
estatales para usarlos en las actividades secundarias (Granma, revista semanal, 11
de marzo de 1984, p. 4). Así, al diversificar las opciones económicas de los
trabajadores para resolver los problemas de productividad y de carácter político, el
gobierno creó nuevas bases para el desafío silencioso de los trabajadores a los
reglamentos del estado. Debido a la severidad de las distorsiones causadas por la
“apertura del mercado”, el gobierno cerró los mercados privados en 1986 y lanzó
una campaña de “rectificación”.

Además, el capítulo 3 señala las ramificaciones del empleo múltiple para los
organizadores de los movimientos de protesta. La dirección de ANUC, en Colombia,
tuvo dificultades para movilizar a los agricultores debido, en parte, a que su base
rural era muy heterogénea, pero también porque los agricultores individuales
estaban envueltos en múltiples relaciones de clase con intereses opuestos. Cuando
ANUC intentó organizar al proletariado rural, por ejemplo, se encontró con
trabajadores asalariados de tiempo parcial que estaban constantemente en
movimiento; los trabajadores también eran pequeños terratenientes que tenían
intereses como propietarios y también como proletarios.

Cuando hay oportunidades alternativas y la gente no las aprovecha, no


debe suponerse a priori que los trabajadores están contentos con su suerte si están
tranquilos. Es posible que consideraciones que no sean de orden económico como
los lazos de parentesco y de comunidad puedan hacer que los trabajadores
descontentos se muestren reacios a “salir” y aprovechar empleos en otra parte.
Mientras tanto, los factores de contexto previamente señalados pueden inclinar a
los individuos quejosos a aceptar su condición como si ésta no pudiera cambiar o a
desafiar las condiciones que les desagradan de manera silenciosa y mínimamente
coordinadas.

Los empresarios que buscan mano de obra barata para la industria y la


agricultura se han enfrentado al problema de inducir a los campesinos pobres,
especialmente a los pequeños terratenientes de subsistencia, a aceptar trabajo
asalariado, renuentes a pesar de que su situación financiera habría mejorado. Por
ejemplo, en las tierras bajas bolivianas, escasamente pobladas, fue necesario
recurrir a los reclutas militares para pizcar el algodón en el decenio de 1970; los
campesinos pobres de las tierras altas se negaron a responder al llamado de
trabajo. La gratificación económica se consideró insuficiente para compensar los
costos personales que la migración habría entrañado.

Las élites políticas que han ofrecido incentivos materiales a los campesinos
en las regiones muy politizadas para inducirlos a migrar también se han encontrado
con problemas semejantes. Esto ocurrió también en Bolivia. El gobierno boliviano,
con el apoyo de Estados Unidos, patrocinó “proyectos de colonización” para
reasentar a los campesinos de las zonas densamente pobladas del valle y de las
tierras altas después de la revolución de 1952. Los programas tenían el propósito
tanto de fomentar la producción de alimentos muy necesarios para el mercado
interno como de reducir la agitación en las zonas de concentración campesina. Aun
cuando los “colonizadores” podían beneficiarse económicamente de su
reasentamiento, las perspectivas no fueron suficientes como para inducirlos a
romper con su modo de vida pueblerino. Sólo cuando el cultivo de la coca para el
marcado de cocaína extranjero se volvió muy provechoso en las zonas de
colonización, los campesinos de las tierras altas estuvieron dispuestos a ese
rompimiento, pero lo hicieron en desafío al gobierno, el cual, bajo la presión de
Estados Unidos, proscribió allí las actividades relacionadas con dicho cultivo. De
manera paradójica, las zonas nuevas, que tenían el propósito de reducir la lucha
rural, se convirtieron en centros de enfrentamientos entre campesinos,
intermediarios y policías una vez que el cultivo de la coca se volvió muy lucrativo
en el decenio de 1980.

Así, las opciones alternativas influyen en la manera en que las personas quejosas
responden a su suerte. Las alternativas que estas personas considerarán varían con
sus valores, sus compromisos y sus lazos sociales y no sólo o necesariamente con
la gama real de alternativas que hay. Es probable que los trabajadores
insatisfechos “salgan” si objetivamente existen opciones para hacerlo y si los lazos
que tienen con sus empleos existentes o con su comunidad no son estrechos. Las
amistades y la tradición compensan la dedicación al empleo, incluso cuando las
condiciones de trabajo son opresivas y cuando los riesgos de movilizarse para
mejorarlas son elevados. Con frecuencia los campesinos deben migrar para mejorar
su suerte porque las opciones locales son muy militadas, pero entre campesinos
igualmente pobres, aquellos que tienen lazos comunitarios más débiles son los más
susceptibles de abandonar su modo de vida en el pueblo.

En esencia, tanto los factores irracionales como los racionales condicionan


las respuestas a las injusticias, incluyendo la salida o la rebelión de los
descontentos. Es posible comprender los factores irracionales si se toman en cuenta
los entornos social y cultural; sin embargo, estos factores no pueden comprenderse
únicamente en el nivel del individuo-

EL IMPACTO DE LA PROTESTA

A pesar de que se ha prestado mucha atención a los orígenes del desafío, su


impacto ha sido estudiado raras veces. El resultado sólo depende parcialmente de
la cólera, la ideología y las tácticas de los que protestan; depende mucho de si los
actos “subversivos” socavan seriamente la legitimidad y la base económica de las
élites. La manera en que los grupos poderosos responden a la presión de “los de
abajo” tiene gran relevancia en el resultado del desafío. Las clases aliadas en
movimientos de protesta y las fuerzas económicas y políticas también pueden tener
importancia.

Las respuestas de la élite

Las respuestas del grupo dominante no pueden predecirse mecánicamente a priori.


En el nivel del estado, gobiernos militares y civiles por igual han contestado a los
levantamientos populares tanto con reformas como con represión. Sin embargo, es
más probable que los regímenes democráticos, cuya legitimidad depende de las
masas, respondan a las protestas con reformas, especialmente si tienen la
capacidad de recursos para hacerlo. Así pues, las respuestas de los gobiernos
dependerán de sus recursos represivos y administrativos y de su inclinación hacia la
represión o a la reforma.

Las élites perciben la protesta pública como una amenaza porque es muy
visible y puede ser “contagiosa”. Sin embargo, las formas calladas de desafío, tales
como la haraganería, los hurtos y la destrucción de las papeletas electorales
pueden ser igualmente preocupantes para ellas si sus demandas de utilidades o de
legitimación son amenazadas de esa forma.

Cuando las élites responden a la protesta de con la fuerza, es posible que


el movimiento de oposición se fortalezca. La fuerza puede aumentar la cólera
contra las élites y aumentar también la solidaridad entre las personas que
comparten las quejas. Sin embargo, los niveles de terror extremos –como lo señala
Wickham.Crowley- tienen el efecto históricamente “exitoso” de apagar la rebelión;
este resultado es especialmente probable cuando los que protestan consideran que
no tienen opciones. El terror extremo parece haber sido la ruina de una serie de
movimientos de guerrilla urbana en el decenio de 1970; por ejemplo, los tupamaros
en el democrático Uruguay.

La represión raras veces sofoca a los movimientos cuando el estado mismo


está internamente dividido, cuando la revuelta está difundida y cuando los que
protestan gozan de movilidad táctica. Los gobiernos latinoamericanos no tienen la
capacidad material para emplear la fuerza en gran escala a menos que sean
financiados desde fuera, y los países democráticos de la región no pueden, por
razones ideológicas, confiar en el uso prolongado y extenso de la fuerza para
gobernar. Mientras las capacidades represivas del estado sean limitadas (por
razones materiales o ideológicas) y los rebeldes puedan mover sus bases de
operación y estén dispuestos a hacerlo, la fuerza no frenará los movimientos de
oposición. En Perú, por ejemplo, la represión del gobierno contra Sendero Luminoso
en las tierras altas del sudeste (junto con las reformas emprendidas por el
presidente populista Alan García) debilitaron el apoyo al movimiento a mediados del
decenio de 1980. Sin embargo, para no aceptar la derrota, el movimiento se
trasladó a otras regiones del país y, en este proceso, diversificó sus bases de
apoyo.

En el capítulo 11 se muestra que las respuestas del estado conforman los


resultados del levantamiento. Aunque las protestas que Walton estudió fueron
igualmente producidas por medidas de austeridad, su efecto varió de manera
considerable. A su vez, las respuestas del gobierno estuvieron basadas
estructuralmente; dependieron de los recursos y de las relaciones entre el estado y
la sociedad. Los insurgentes obtuvieron algunas concesiones de manera
característica. Sin embargo, bajo regímenes débiles e impopulares, las
ramificaciones del desafío fueron a menudo considerables; las protestas fueron
causa del derrocamiento del gobierno o acrecentaron su debilitamiento. En cambio,
algunos de los gobiernos más fuertes pudieron hacer que los levantamientos
resultaran en su propia ventaja. Por temor de que el desorden hemisférico pudiera
desatarse, el gobierno de Estados Unidos y los acreedores internacionales han
permitido que los países más poderosos pagaran sus deudas en términos más
favorables cuando han sido sacudidos por las protestas.

Las respuestas de las élites también han influido mucho en los resultados
de los movimientos guerrilleros. Whickham-Crowley muestra que estos
movimientos están menos inclinados a expandir sus bases de apoyo y es más
probable que se vean limitados en sus logros cuando los gobiernos son algo
sensibles a los intereses populares. Los dos movimientos guerrilleros
latinoamericanos que lograron hacerse del poder tuvieron lugar en países en donde
dictadores inflexibles respondieron a los retos revolucionarios con mucho rigor. Por
el contrario, los dos únicos países centroamericanos –Costa Rica y Honduras- en
donde no hubo movimientos de guerrilla importantes en los decenios de 1970 y
1980 tuvieron gobiernos más sensibles a las quejas de las masas.

Aunque los movimientos de protesta prolongados pueden socavar la


legitimidad del estado, las tomas del poder extralegales que han tenido éxito han
dependido por lo general de la desunión interna del aparato estatal. La deserción
militar ha sido definitoria para las victorias revolucionarias.

Los resultados de los conflictos basados en las relaciones económicas


dependen, a su vez, de las respuestas de la clase dominante. En los marcos
industriales, las concesiones parciales de la administración pueden reducir la
militancia obrera, y la aceptación de la negociación colectiva puede hacer que el
desafío sea habitual hasta el punto de que su impacto desorganizador y sus costos
en las utilidades se minimizan. En el caso de la agricultura, Paige (1975) ha
sostenido que los movimientos sociales rurales y sus resultados dependen en parte
de las bases de riqueza de la élite. La élite agraria está, por lo menos, inclinada a
responder a la presión “desde abajo” con reformas cuando su fuente principal de
riqueza deriva de la tierra (en comparación con el capital). Si los trabajadores
también dependen de la tierra (en comparación con el salario) para subsistir, es
probable que la inflexibilidad de los terratenientes induzca a un movimiento
revolucionario entre la mano de obra rural descontenta.

En el contexto de la revolución, el cambio de la dinámica del estado moldea


la protesta subsecuente. Como ya dijimos, Skocpol muestra cómo y por qué las
exigencias burocráticas establecen tendencias semejantes en revoluciones tan
distintas como la francesa, por una parte, y la soviética y la china por otra. Sin
embargo, la autora no ofrece una base analítica para comprender cómo los modos
de organización económica y las relaciones asociadas de clase y políticas moldean
los resultados revolucionarios. Skocpol indica que las exigencias burocráticas son
más decisivas que las fuerzas de clase e ideológicas para dar forma a las políticas
del nuevo régimen.

Se diría que las fuerzas de clase e ideológicas, así como las fuerzas
burocráticas, influyen en los efectos de la revolución. Mi estudio de los resultados
de las revoluciones latinoamericanas en el bienestar social (véase Eckstein, 1982)
documenta, por ejemplo, cómo la base de clase de los regímenes nuevos y el modo
dominante de organización económica moldean las políticas de distribución después
de la revolución. Yo observé que el modo de producción dominante durante el
nuevo orden tenía una influencia decisiva en los patrones de distribución de la
tierra y del ingreso así como en la asistencia a la salud. En América Latina el
socialismo ha permitido ciertas opciones de asignación que el capitalismo no ha
ofrecido, aunque los mayores beneficios para las clases bajas en Cuba ocurrieron
cuando el nuevo régimen consolidó primero su poder. Sin embargo, el gobierno
cubano posrevolucionario es el que menos tolera el disentimiento. Los estados
posrevolucionarios difieren en sus políticas de distribución y de participación de
acuerdo con sus prejuicios de clase, su apertura política y sus recursos.

Alianzas de clase

Cuanto más diversificada es la base de resistencia más difícil le resulta a un estado


atender a las diversas quejas de grupos por la fuerza o por la reforma de una
manera concomitante. Si bien las respuestas de la élite son importantes, también lo
son las respuestas de otros grupos en la sociedad civil. Los movimientos
revolucionarios tuvieron éxito en México, Bolivia, Cuba y Nicaragua cuando no sólo
los grupos “populares” sino también sectores de la clase media con inclusión de los
profesionales, los educadores y ciertos empresarios desafiaron al antiguo régimen.
En cambio, cuando las clases medias urbanas no se han unido, los movimientos
agrarios nunca lograron transformaciones del régimen. Es mucho menos probable
que los gobiernos usen la fuerza contra las clases medias; por consiguiente, es
mucho menos probable que los movimientos en los que participan las clases medias
sean reprimidos. Los diversos grupos socioeconómicos que se rebelaron en México,
Bolivia, Cuba y Nicaragua tenían diferentes razones para desafiar al gobierno en el
poder, pero el efecto claro de su defección combinada fue un rompimiento del
orden político y económico existente. Las alianzas de clase demostraron ser
posibles porque la dirección de los movimientos de oposición en cada país hicieron
hincapié en metas políticas moderadas, tales como el derrocamiento de una
dictadura o el restablecimiento de la democracia; la dirección no instó al socialismo
ni siquiera cuando, como ocurrió en Cuba, y, en menor medida, en Nicaragua, los
regímenes nuevos se comprometieron luego con el socialismo.

Para las clases trabajadoras las alianzas con las clases medias son, de
manera característica, algo bueno sólo relativamente. A la larga, la clase media
tiende a dominar los movimientos pluriclasistas para sus propios fines. En México,
por ejemplo, una alianza entre algunos grupos urbanos de clase media y los
zapatistas agrarios tuvo como resultado una reforma agraria que los campesinos no
hubieran podido obtener por sí solos y a la que las clases medias revolucionarias se
opusieron inicialmente. Sin embargo, como ya dijimos, a reforma anticapitalista
contribuyó a la postre a establecer un régimen procapitalista. La clase media
dominó el estado recién formado, al cual usó principalmente en su propio provecho.
En Bolivia, los intentos de la clase media por derrocar a la oligarquía terrateniente y
minera fracasaron en los primeros años del decenio de 1940; sólo cuando los
reformadores de clase media se aliaron con el movimiento obrero cada vez más
militante pudieron triunfar. Inicialmente, después de la revolución de 1952, los
trabajadores se beneficiaron con la alianza: la oligarquía fue derrocada y los
trabajadores obtuvieron el derecho de organizarse, el poder de veto en las minas y
el derecho de designar a los candidatos a la vicepresidencia, al Congreso y a los
titulares de algunos ministerios. Sin embargo, una vez que la facción de la clase
gobernante vino a considerar a los trabajadores como un estorbo y que recibió
ayuda militar y económica del extranjero, se volvió contra aquella misma clase con
la cual derrocó al antiguo orden. Los trabajadores perdieron casi todo lo que
ganaron en los primeros años de la revolución.

Como lo ilustran los ejemplos mencionados, ni las clases ni los estados son
entidades estáticas. Cuando las prioridades de los grupos poderosos cambian, es
posible que cambie también la posición hacia los movimientos “desde abajo”; estos
cambios pueden afectar tanto al papel del estado como a un factor de contexto que
moldea la manera en que las quejas se expresan, y las respuestas del estado a las
protestas cuando éstas ocurren. Las prioridades estatales pueden cambiar tanto
con las exigencias económicas y políticas (que incluyen consideraciones del
mercado global y geopolíticas, así como de acumulación y legitimación internas),
como con los cambios en la base de la riqueza de la clase dominante y las
relaciones entre el estado y las clases. Zamosc, por ejemplo, señala que la
burguesía industrial colombiana y el estado reprimieron y dividieron a un
movimiento campesino al cual crearon cuando cambiaron las relaciones de la clase
dominante y las prioridades del estado. En Bolivia, la clase media se volvió contra
los trabajadores cuando la base de su riqueza se alteró después de la revolución.
Con el acceso a las nuevas fuentes de riqueza mediante el estado y la agricultura
comercial en una región del país previamente subdesarrollada, ya no “necesitó” a
los trabajadores.

Las fuerzas económicas y geopolíticas globales


Las fuerzas económicas y políticas globales también pueden tener un efecto
decisivo en el resultado del desafío. Las respuestas a los actores internacionales
poderosos dependen de sus intereses, de su capacidad para defenderlos y de las
condiciones económicas globales.

En el decenio de 1980 los intereses económicos del tercer mundo se


centraban no sólo en los suministros de materias primas y en los mercados
extranjeros, sino también en las fábricas foráneas que producían para el mercado
nacional. Sin embargo, las respuestas de poderosos actores internacionales han
dependido no sólo de sus intereses sino también de la “epoca” (Walton, 1984). Las
“mismas” prácticas (por ejemplo, el comercio y la manufactura) pueden tener
significados y consecuencias diferentes dependiendo del momento en que ocurren.
Además, las formas “aceptables” en las que los actores internacionales poderosos
pueden afirmas sus intereses han cambiado con el tiempo. Por ejemplo, la
intervención militar directa se considera cada vez más inaceptable. Por
consiguiente, las potencias mundiales suelen dependen mucho más de la
contrainsurgencia y de los bloqueos económicos, los cuales no siempre son tan
eficaces.

Las respuestas de los actores internacionales poderosos no sólo dependen


de sus intereses económicos. Las consideraciones geopolíticas, que no pueden ser
explicadas totalmente en términos de intereses económicos “básicos”, también
pueden tener importancia. La política de la guerra fría ha tenido un efecto
considerable sobre las reacciones extranjeras hacia las luchas del tercer mundo.

En específica referencia a América Latina, porque los países de la región


tienen una posición débil en la economía mundial, las condiciones globales influyen
con frecuencia en el resultado el desorden interno, incluyendo el que se finca en
preocupaciones aparentemente nacionalistas. Es posible que los grupos externos
ayuden a los grupos impugnadores de manera que afecten la fuerza material y
simbólica de cada lado. Sin embargo, la dinámica global puede moldear el resultado
de las luchas internas incluso cuando no hay una intervención extranjera específica.
A este respecto la oportunidad de la protesta puede ser esencial. En México, por
ejemplo, los campesinos ganaron derechos importantes a la tierra sólo después de
veinte años de lucha civil. Su victoria llegó con la Gran Depresión. Estados Unidos
estaba demasiado preocupado en aquel tiempo con sus propios problemas internos
como para intervenir, y cuando los precios de las exportaciones cayeron, la
capacidad y la motivación de los terratenientes para resistirse a la expropiación de
debilitaron. En aquellas circunstancias, el estado “optó”, y pudo optar, por
redistribuir la tierra para restablecer el orden en el país. De manera semejante en
Perú, el gobierno militar populista del general Velasco Alvarado se encontró con
poca oposición de la élite a su reforma agraria arrolladora en 1969 debido a la
oportunidad de la nueva ley. Por entonces, los precios bajos de los productos
básicos hacían que la agricultura comercial interna no fuera provechosa
(especialmente en el sector de la caña de azúcar) y los intereses de la élite desde la
segunda guerra mundial habían cambiado considerablemente de la agricultura a la
industria. Por ende, la oligarquía tuvo un interés limitado en defender sus tierras.
A su vez, la dinámica geopolítica global ha moldeado los movimientos de
resistencia en América Latina. El miedo al comunismo al sur de Estados Unidos ha
influido en las reacciones estadounidenses a los movimientos nacionalistas
progresistas en Cuba, Chile, Nicaragua y otros países centroamericanos, países en
los que Estados Unidos ha tenido relativamente poco interés económico. Aun
cuando ese país desplegó una serie de tácticas para socavar los movimientos de
izquierda en cada uno de aquellos, sus esfuerzos no siempre tuvieron éxito pese a
su preeminencia global. La experiencia cubana demuestra que la política exterior de
Estados Unidos puede tener el efecto opuesto al que se proponía: al intentar
sofocar el movimiento nacionalista populista de Castro mediante la imposición de
un bloqueo económico, Estados Unidos contribuyó a empujar a Cuba al campo
soviético.

Al poner de manifiesto cómo las respuestas de la élite, la desunión dentro


de la clase dominante y el aparato del estado, las alianzas múltiples, el mercado
global y la dinámica geopolítica moldean nuestro desafío por lo menos de manera
algo independiente de los motivos que lo suscitan y la forma que adopta, podemos
ver los resultados de la mayor parte de las explicaciones de los movimientos de
protesta y sociales. Con frecuencia no es posible deducir los resultados por las
causas de rebelión de la gente, las condiciones en las que fuerzas más vastas
influyen en el patrón de desafío y en sus logros pueden estudiadas e incorporadas
analíticamente en una teoría de la protesta y la resistencia. Sin embargo, la índole
coyuntural de algunas de estas fuerzas y el hecho de que el poder puede ser usado
de maneras diversas (¡hasta de ninguna manera!) significa que ninguna teoría
mecanicista o abstracta servirá. Siempre habrá variabilidad histórica y los mejores
estudios siempre estarán basados históricamente.

LA PROTESTA LATINOAMERICANA EN UNA PERSPECTIVA COMPARADA

Los estudios reunidos en este volumen indican que ciertas características


distintivas, así como otras más generales, moldean la protesta en América Latina.
Desde una perspectiva global, los países son política y económicamente débiles.
Todos ellos dependen de la tecnología, el capital y el comercio extranjeros aunque
la manera en que están vinculados con la economía mundial ha cambiado algo con
los años y las vinculaciones, también difieren un poco, entre los países de la región.
A su vez, la dependencia económica de estos países los ha hecho vulnerables a los
intereses mudables de la potencia dominante. La dependencia ha moldeado el
alcance y la naturaleza de las oportunidades para los grupos locales, los tipos de
quejas que éstos tienen, si desafían o no las condiciones que les desagradan, la
forma en que lo hacen y los resultados de este desafío. Por supuesto, el tipo de
vínculos que los países tienen con la economía mundial y la geopolítica no son los
únicos factores importantes. Sin embargo, tienen la importancia suficiente como
para que no se pueda suponer a priori que los grupos económicos tienen las
mismas quejas y que sus actos de desafío producen los mismos efectos en América
Latina que en los países más industrializados.

Los países latinoamericanos comparten, además, una herencia ibérica


común, que incluye una tradición centralista burocrática basada en la premisa de la
jerarquía y la desigualdad y una visión del mundo inspirada en el catolicismo (véase
Véliz, 1980): Esta herencia ha sido explotada y perpetuada por los grupos
dominantes que se benefician de ella. Muchos de los estudios reunidos en este
volumen muestran, implícita si no explícitamente, cómo esa herencia pesa en la
manera de vivir, moldeando tanto los movimientos dirigidos hacia el cambio como
las presiones que se resisten a él. Incluso los grupos rebeldes no rompen
totalmente con el orden social al cual se oponen.

Los símbolos, las creencias y las organizaciones católicos han influido de


maneras diferentes en los movimientos en América Latina, tan diversos como el de
las madres que protestan contra la “desaparición” de sus hijos en Argentina, los
que están en contra de las medidas de austeridad iniciadas por los gobiernos con el
fin de manejar las crisis de la deuda, y los movimientos guerrilleros que han tenido
tanto éxito como el de los sandinistas en Nicaragua. La teología católica, mediante
los grupos y el clero que ha inspirado, ha instado directamente el desafío. Sin
embargo, la influencia del catolicismo es característicamente indirecta. Es un nivel
muy fundamental, el catolicismo forma parte de la visión latinoamericana del
mundo, con inclusión de los sentimientos sobre los derechos y la justicia. Debido a
que el catolicismo sigue teniendo tanta fuerza, los grupos de protesta a menudo
incorporan símbolos religiosos en su movimiento aun cuando no estén motivados
por preocupaciones específicamente religiosas.

El catolicismo en cuestión, sin embargo, es una variante distintivamente


latinoamericana, sobre todo entre las clases “populares”. El catolicismo de las
clases más bajas incorpora creencias y rituales indígenas y se centra en los santos
–incluidos santos mestizos y negros-, no en Jesucristo. Véliz (1980) dice
apropiadamente que el catolicismo latinoamericano es latitudinario. Esta
latitudinarismo es especialmente evidente en los rebeldes mineros del estaño que
Nash describe en el capítulo 5. Las protestas de los mineros no pueden
comprenderse meramente en función de su “ubicación de clase” y en sus
privaciones económicas. Las creencias primordiales a las que se ha amalgamado el
catolicismo han influido en cuánto y cómo los mineros han protestado contra su
opresión económica. Los mineros no copian simplemente las creencias y las
acciones de sus camaradas mineros en el mundo industrial, ni siquiera cuando el
marxismo y otras ideologías occidentales se han abierto paro en las minas.

Además, el catolicismo no ha impuesto un solo sello ideol´goico en los


movimientos de protesta de la región. El catolicismo ha estado asociado con
movimientos que van desde la “derecha” a la “izquierda” del espectro político. En la
Revolución mexicana, la jerarquía católica tuvo un papel importante en la
contrarrevolución, mientras que los zapatistas rebeldes confiaban en la virgen de
Guadalupe, santa patrona morena de México, para conducirlos y asistirlos en su
lucha contra los hacendados y las autoridades locales por sus derechos a la tierra.
En Nicaragua, los sandinistas buscaron su inspiración y su capacidad de
organización en la iglesia católica antes de la caída de Somoza. Y la jerarquía ha
sido una base de oposición al nuevo régimen. En otras ocasiones, el catolicismo ha
influido en los movimientos de protesta que no se identifican con una ideología en
particular. Las madres en Argentina, por ejemplo, que incorporaron el simbolismo
católico a su movimiento de protesta, se negaron deliberadamente a identificarse
con ningún movimiento o partido político.
La tradición latitudinaria contribuye a explicar por qué la raza ha sido muy
raras veces la base de la protesta, aun cuando muchos países de la región son
racialmente heterogéneos, en ellos hay desigualdades raciales y la gente está muy
consciente de esas diferencias. Aunque la gente es muy sensible a las diferencias
físicas raciales, como el color de la piel, de acuerdo con la ideología dominante, la
raza no es una cuestión biológica sino cultural en América Latina. Por consiguiente,
las minorías raciales y étnicas pueden, hasta cierto punto, “pasar”. Este concepto
de raza difiere notablemente del de África del Sur. Desde la conquista, la iglesia ha
concedido a los indios un lugar en el orden social, aunque un lugar inferior.

A la vez, la tradición centralista burocrática latinoamericana también


moldea la protesta en la región. Es probable que esta tradición haya minimizado los
movimientos declarados contra la autoridad y haya dado a muchos movimientos un
componente estatista. La herencia centralista burocrática, por ejemplo, explica sin
duda la naturaleza de la protesta en las ciudades capitales en expansión en América
Latina. Hemos visto que las protestas en las ciudades se centran, de manera
característica, en cuestiones ostensiblemente no políticas, como los derechos a la
propiedad, mejores salarios y la calidad y el costo de los bienes y servicios. Los
movimientos urbanos raras veces desafían directamente la autoridad del gobierno.

De conformidad con la tradición latitudinal, jerárquica y centralista, los


movimientos de protesta en la región han estado más impulsados por la indignación
por la injusticia que por la desigualdad. Como hemos visto, las clases “populares”
han buscado enmendar asignaciones de tierra injustas y precios injustos. Por
ejemplo, en ninguna parte de América Latina los campesinos han presionado por
una distribución igualitaria de la tierra. Es posible que de los actos de protesta de
los rebeldes hayan nacido sociedades más igualitarias, pero la preocupación por la
igualdad no ha sido la fuerza motriz de las protestas en la región.

La herencia latitudinaria centralista burocrática distingue a América Latina


de otras regiones del mundo, mientras que el “desarrollo dependiente” caracteriza
también a otras regiones del tercer mundo. El “desarrollo dependiente” crea ciertas
características distintivas de la fuerza de trabajo, con ramificaciones para la
protesta. La industrialización más limitada de América Latina y la posición más
privilegiada de su pequeño proletariado con relación a las masas cada vez mayores
del “sector informal” urbano y el gran campesinado restante han tendido a hacer
que la tranquilidad de los trabajadores sea mayor que la hubo en los países
europeos cuando se industrialización. Sin embargo, América Latina debe ser
distinguida de otras partes del tercer mundo por su tendencia urbana; el prejuicio
contra el campesinado ha exacerbado la migración, cambiando los lugares de
conflicto, con el tiempo, a las ciudades. Son los trabajadores urbanos del “sector
informal”, no el proletariado industrial, quienes constituyen el ejército de reserva en
América latina.

Los movimientos laborales más fuertes, basados en la industria, en


América Latina se han centrado en las naciones más industriales de la región:
Argentina y Chile. Sin embargo, incluso en estos países las demandas de los
trabajadores han diferido de sus contrapartes en Europa y Estados Unidos. Juan
Perón, quien encabezó el movimiento laboral más importante de la historia
argentina, movilizó a los trabajadores en torno a cuestiones de justicia social de
una manera que contribuyó al centralismo burocrático. Mientras que los
trabajadores en Europa históricamente ejercieron presión para obtener igualdad
política, económica y social, el peronismo se basó en las preocupaciones de los
trabajadores por el empleo garantizado por el estado y las prestaciones de la
seguridad social. El peronismo reforzó los lazos de los trabajadores con el estado.
Los movimientos radicales que pretenden romper con la tradición estatista y
transformar el estado raras veces han arraigado en los obreros industriales de
América Latina. Los obreros industriales no tuvieron un papel principal en la
revolución cubana, y los mineros de Chile –aislados, sujetos a condiciones
extremadamente peligrosas, y productores de la principal fuente de divisas del
país- han sido, por lo general, más militantes que los trabajadores de las fábricas.
La tendencia corporativista de la mayor parte de los movimientos laborales en
América Latina refleja la naturaleza estatista centralizada de las sociedades
latinoamericanas.

Al resumir los rasgos distintivos del desafío latinoamericano no hay que


pasar por lato las diferencias nacionales y subnacionales. Las estructuras del estado
y de los pueblos, las bases de la producción, así como la raza y la etnia varían en
los países de la región y entre los mismos de forma que moldean los conflictos. Las
creencias y las solidaridades indígenas son de la mayor importancia en esos países
y regiones en donde las estructuras pueblerinas han sobrevivido (aunque sea en
forma modificada) en la era moderna. La tradición latitudinal permite que la
modernización se base en las viejas costumbres y prácticas de los pueblos sin que
deba desplazarse necesariamente.

Precisamente debido a que el desafío se base en tradiciones históricas,


debe ser estudiado en su contexto social. El desafío no está moldeado de manera
mecánica por la “ubicación social” de la gente. Los estudios detallados que reúne
este libre contribuyen a una mejor comprensión de los rasgos singulares y
generales de los movimientos de protesta.

LAS TAREAS DE ESTOS ESTUDIOS

Los capítulos que siguen no presentan esfuerzos repetidos para abordar el mismo
conjunto de preguntas relativas a los orígenes y los resultados de los movimientos
de protesta. Tampoco describen, en suma, toda la gama de movimientos de
protesta de la región. Por ejemplo, los movimientos urbanos y de la clase media
están notablemente poco representados. Por consiguiente, las generalizaciones
sobre el patrón de protesta en América Latina que es posible extrapolar de estos
ensayos pueden considerarse como provisionales. La contribución de los estudios
radica más en el nivel de la descripción, aunque con fundamentos analíticos, que en
el nivel de la teoría.

Los autores basan sus argumentos en análisis retrospectivos y en perspectiva,


aunque algunos lo hacen de manera más explícita que otros. Los análisis
retrospectivos se centran en las causas y las condiciones que, según se muestra,
producen resultados históricos particulares, mientras que los análisis en perspectiva
empiezan con una condición histórica particular y especifican las vías que conducen
a resultados alternativos. Levine y Mainwaring, por ejemplo, examinan cómo las
comunidades de base vinculadas con la iglesia, inspiradas por la teología de la
liberación, han tenido efectos diferentes dependiendo de los compromisos del
liderazgo local de los grupos y de las relaciones entre la iglesia y el estado;
Wickham-Crowley expone los factores que explican los diferentes resultados
políticos de los movimientos de guerrilla; y Walton muestra cómo y explica por qué,
medidas de austeridad semejantes, han sido enfrentadas con tipos de respuesta
diferentes, dependiendo de condiciones políticas, culturales y de organizaciones
distintas. Al documentar las distintas trayectorias de los movimientos de guerrilla,
Wickman-Crowley señala que no hay nada intrínseco a la ideología, la organización
y la base social iniciales de los movimientos que por sí solo determine los
resultados de los mismos.

Zamosc combina los análisis retrospectivos y en perspectiva. Las condiciones que


explican el nacimiento de un movimiento campesino colombiano, su radicalización y
su extinción final se muestran como algo diferentes. El estudio que hace Zamosc
del ANUC, al igual que el que hace Wickman-Crowley de los movimientos de
guerrilla, nos muestra que no hay necesariamente una relación entre la base de un
movimiento, su ideología y el impacto que causa. Si bien mantuvo una base común,
el movimiento pasó por varias fases: reformista, radical y conservadora. La
evolución del movimiento dependió en gran parte de las condiciones macropolíticas
y económicas variables, bastante independientes de las necesidades y de los
deseos de la base campesina del ANUC.

Los temas recurrentes en este volumen no constituyen por sí mismos una prueba
de que los rasgos más importantes de los movimientos de protesta
latinoamericanos han sido delineados. Pueden denotar meramente un conjunto
común de predilecciones de los colaboradores. Yo escogí a estos colaboradores no
sólo porque tenían un gran conocimiento de movimientos particulares, sino también
porque sabía que tratarían una gama semejante de preocupaciones estructurales.
Sin embargo, los temas recurrentes no pueden atribuirse a una sola teoría
dominante, que indujo a los autores a centrarse en ciertas características con
exclusión de otras: los capítulos no fueron escritos para probar una teoría
predefinida.

Vistos en conjunto, estos ensayos ofrecen pruebas convincentes de que el enfoque


histórico-estructural es fructífero. Sin embargo, no ofrecen por sí solos una base
para desacreditar por entero y rechazar ciertas interpretaciones alternativas de los
movimientos de protesta, ya que los autores no comprueban específicamente la
validez de las teorías alternativas y encuentran que estas alternativas faltan.
Aunque he indicado casos en los que un enfoque histórico-estructural puede
explicar el patrón de protesta de maneras que otros enfoques no pueden hacerlo,
ninguna perspectiva analítica puede explicar todo lo que es pertinente sobra las
causas y las consecuencias de la protesta. En algunos aspectos, las explicaciones
en los niveles individual y estructural son, en realidad, complementarias. Por
ejemplo, un enfoque histórico-estructural no puede explicar por qué, en una serie
de condiciones sociales dadas, cualquier individuo puede desafiar o no las
condiciones que le desagradan, o los factores psicológicos que predisponen a
ciertos individuos a asumir posiciones de liderazgo en lso movimientos de protesta;
ese enfoque sólo puede explicar las condiciones que incitan a grupos de personas,
colectivamente, a hacer lo que hacen. En la medida en que las explicaciones
diferentes requieren pruebas diferentes, los datos que verifican una explicación no
desacreditan a otras de manera automática. Por lo tanto, no debemos preguntarnos
cuál teoría o cuál perspectiva teórica es cierta y cuál es falta, sino cuál conduce a
hipótesis más interesantes y cuál explica más. Yo creo que los estudios reunidos en
este volumen destacan, de manera bastante convincente, el valor de los análisis
histórico-estructurales.

Al subrayar la importancia de la estructura social, los autores no niegan ni


desestiman el papel de la cultura. Por el contrario, los estudios ejemplifican cómo la
cultura alcanza significado mediante la vida de grupo, de organización e
institucional. Por esta razón, el mismo conjunto de creencias y costumbres puede
estar asociado, en ocasiones, con el comportamiento sumiso y, en otras, con el
desafío.

Los ensayos han sido ordenados de acuerdo con al base socioeconómica de los
movimientos que los autores describen, ya que las relaciones sociales son tan
importantes en la vida de la gente y en el patrón de protesta. En primer lugar se
consideran los movimientos campesinos, luego los movimientos de los mineros y de
las clases urbanas bajas, trabajadoras y medias. Entre los movimientos que se
apoyan en bases sociales semejantes se presenta, primero, los estudios que se
centran en protestas localizadas en un solo país y, luego, las protestas localizadas
que se centran en uno o más países. Estos capítulos van seguidos de análisis de los
movimientos que tienen un alcance nacional y pluriclasista, pero que se centran en
un solo país y, después, por estudios transnacionales ampliamente fundamentados.
Por consiguiente, los capítulos han sido ordenados de manera que puedan
contribuir al establecimiento de teorías. Los casos de estudio individuales van
seguidos por análisis de los movimientos que atraen a varias clases.

Estos ensayos son de importancia política y teórica. Aunque no fueron


necesariamente escritos pensando en un programa político, todos ellos indican que
la vida de los pobres urbanos y rurales no está determinada mecánicamente por las
fuerzas económicas o por la política de instituciones formales. Al subrayas la
importancia de las alianzas entre clases y el apoyo que la gente que está en una
situación mejor brinda a los movimientos de protesta de los pobres, los autores
muestran que la gente que están en una situación económicamente desventajosa
no necesariamente está sentenciada a una vida de privaciones y degradación. Una
mejor comprensión de las preocupaciones de los débiles y de los límites de la
política institucional corriente contribuirá, esperamos, a un uso del poder más
ilustrado y justo en los años venideros.

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