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Los pobres no son menos racionales que nadie. Precisamente por tener
poco, con frecuencia encontramos que son mucho más cuidadosos en sus
decisiones. Tienen que actuar como sofisticados economistas simplemente
para sobrevivir.
Estos placeres no son compras impulsivas por parte de gente que no piensa
seriamente lo que hace. Son decisiones tomadas cuidadosamente y
muestran exigencias importantes, provocadas tanto por impulsos internos
como por exigencias externas.
Con frecuencia nos sentimos empujados a ver el mundo de los pobres como
la tierra de las oportunidades perdidas y nos preguntamos por qué no
posponen estas compras e invierten en lo que realmente podría mejorar sus
vidas. Los pobres, por otra parte, pueden ser más escépticos en relación
con supuestas oportunidades y con la posibilidad de que haya cambios
radicales en sus vidas. Se comportan como si cualquier cambio lo
suficientemente significativo como para que merezca la pena sacrificarse por
él sencillamente llevará demasiado tiempo. Esto explicaría porque se
centran en el aquí y el ahora, en vivir la vida de la forma más placentera
posible, celebrando las ocasiones que lo merecen.
Hay un efecto de “coste hundido psicológico” según el cual las personas son
más propensas a usar aquello por lo que han pagado mucho. Además, la
gente puede juzgar la calidad por el precio y se pueden pensar que las
cosas no tienen valor precisamente porque son baratas.
Por otra parte, si la gente está expuesta a un efecto de coste hundido por
ejemplo puede salir el tiro por la culata con las subvenciones, pues el uso
será bajo porque el precio es muy bajo
Hay otra posible razón para que los pobres se mantengan fieles a creencias
que pueden resultar insostenibles: cuando no se puede hacer mucho, la
esperanza se convierte en algo fundamental