Sei sulla pagina 1di 8

EL APÓSTOL ELEGIDO PARA REALIZAR EL MISTERIO DE CRISTO (3,1-13)

1. INTRODUCIDO, POR REVELACIÓN, EN EL MISTERIO DE CRISTO (3,1-6).

1Por esta razón yo, Pablo, estoy preso por causa de Cristo Jesús para bien de ustedes, los
que no son judíos.
2Pues ya sin duda sabrán que Dios me ha encargado anunciar a ustedes lo que él, en su
bondad, ha dispuesto.
3Por revelación he conocido el designio secreto de Dios, como ya les escribí brevemente.
4Al leerlo, pueden darse cuenta de que conozco este designio secreto realizado en Cristo,
5que no se dio a conocer a nadie en otros tiempos, pero que ahora Dios ha revelado a sus
santos apóstoles y profetas por medio de su Espíritu.
6El designio secreto es éste: que por el evangelio Dios llama a todas las naciones a
participar, en Cristo Jesús, de la misma herencia, del mismo cuerpo y de la misma promesa
que el pueblo de Israel.

Al llegar Pablo a estas alturas de su magnífica descripción de la obra salvífica de Dios,


desemboca en una oración por sus fieles pidiendo que puedan profundizar en el
conocimiento de la grandeza de lo que Dios les ha dado a través de Cristo. Es el mismo
tema de 1,18ss. Empieza con una fórmula, no muy corriente, pero cada vez más solemne,
que significa algo así como «por lo cual». Este comienzo es importante, pues su
reaparición en 3,14 demuestra que allí se inicia la oración que se proponía en nuestro
pasaje (3,1) y que se interrumpe súbitamente con un pensamiento interpuesto al que
Pablo se aplica y desarrolla a lo largo de doce versículos.

Para recalcar su proyectada oración ante sus lectores, subraya Pablo quién es el que aquí
ora: «Yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles.» Sí, él es prisionero de
Cristo Jesús. Aunque los guardias sean soldados romanos y unas cadenas de hierro
aprisionen su libertad, él sabe muy bien -y ello le consuela profundamente- que el que en
realidad lo ha aprisionado y al que él le ha entregado toda su libertad, es Cristo. Y si Cristo
ahora quiere que esté atado y preso exteriormente, también sabe que esto sirve para la
salvación de los gentiles, tarea que Cristo le ha encomendado.

Esto es lo que Pablo quería añadir. Se estaba hablando de la vocación de los gentiles, pero
en esta organización de la gracia de Dios, Pablo ocupa un lugar como ningún otro. El es el
instrumento elegido, por el que Dios llama a los gentiles. Los destinatarios de la carta no
conocían personalmente a Pablo, pero habrían oído hablar de aquel por medio del cual les
había llegado el feliz mensaje y la salvación.

Don de la gracia es para Pablo su vocación. Por eso no se cansa de agradecer una y otra
vez lo que él subraya fuertemente como una «gracia» (3,7s). Gracia, o sea algo
inmerecido, que procede de la libre elección de Dios y de su profunda misericordia.
Fundamento de todo su apostolado entre los gentiles es la revelación del misterio, que le
ha sido hecha. El «misterio» ya lo hemos encontrado en 1,9. Allí se trataba del «misterio
de la voluntad de Dios», consistente en recapitular el universo en Cristo: Todo «lo que
está en los cielos y lo que está sobre la tierra», y aquí en la tierra precisamente el mundo
de los gentiles. Esto para Pablo es equivalente a la búsqueda de la salvación no por la ley
de los judíos, sino por la fe.

Que a Pablo le haya sido dada por la revelación una comprensión del plan salvador de
Dios, lo pueden averiguar los lectores por lo que hasta ahora ha venido diciendo en elogio
de este mismo plan de salvación 13.

El descubrimiento del misterio es la gran gracia de la actualidad. El misterio era


desconocido por las generaciones precedentes, al menos con la claridad «como ahora ha
sido revelado a sus santos apóstoles y profetas». Naturalmente Pablo pertenece también
al grupo de estos «santos apóstoles» 14. Aquí «santo» posee el sentido primitivo de la
palabra: entresacado, escogido para una obra especial en el servicio de Dios.

Más consideración merece el hecho de que aquí Pablo asigna, con toda naturalidad, a la
pluralidad de apóstoles y profetas lo que pretendía tener como un privilegio único: o sea,
el ser los receptores inmediatos de esta revelación divina. Ahora hay muchos, y el misterio
se les ha «revelado», y precisamente «en el Espíritu». Pero un poco después aparece
como si fuera él el único enviado para los paganos.

Esta conciencia de su misión que tiene el Apóstol puede parecer tanto más extraña,
cuanto que se piensa en tantos otros que juntamente con él trabajaban en la misión de los
gentiles. Igualmente la revelación del misterio no puede considerarse como una cosa
especial y decisivamente única, ya que de hecho ha sido hecha «a los santos apóstoles y
profetas». Lo que a Pablo le da la conciencia de ser el apóstol de los gentiles, es lo singular
de su vocación y el consiguiente éxito, único en su especie, con el cual Dios lo ha
confirmado en esta vocación a través de los años, día tras día. Como tal apóstol de los
gentiles, en la forma en que se ha ido haciendo sucesivamente, habla Pablo: no como el
único, sino como el que ha recibido para ello más gracia que los demás. Pero hay más: a
partir de su segundo viaje misionero se quedó totalmente solo, recorriendo el vasto
itinerario bajo la dirección del Espíritu. Trabajaba solamente donde ninguno antes que él
había predicado. Nuevas tierras para Cristo iba buscando con su celo incansable, con la
plena conciencia de ser realmente el enviado de Dios, el instrumento de su gracia. Aunque
tras él hubieran venido muchos maestros y «pedagogos», aquellos cristianos sólo tenían
un padre, Pablo, que por primera vez les había transmitido la verdadera vida (ICor 4,15).
Para ellos sabía Pablo que era el «apóstol de los gentiles». En nuestro caso se extiende
esta conciencia aun a aquellos que por primera vez fueron ganados para el evangelio
mediante alguno de sus discípulos, como mano larga del Apóstol (Col 2,1).

Finalmente se dice clara y llanamente en lo que consiste el misterio, que a Pablo y a «los
santos apóstoles y profetas» se les ha revelado en el Espíritu: «Los gentiles son
coherederos, miembros de un mismo cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo
Jesús». De esto se ha venido tratando previamente. Y tan notable es la cosa, que el
Apóstol se siente empujado a exponer la misma verdad en un aspecto siempre nuevo: ha
quedado suprimida toda diferencia y separación. Los antiguos judíos y los antiguos
paganos, al entrar en el único cuerpo de Cristo que los comprende a ambos -la Iglesia-,
han sido colocados en absoluta igualdad de derechos; idea que subraya, repitiendo, en el
texto griego original, tres veces el prefijo syn (= con).

«Coherederos» son los gentiles en su calidad de hijos del único Padre y hermanos de
Jesucristo. Igualmente participan en la promesa que fue dada al pueblo escogido (hasta tal
punto, que ello constituía su propia razón de existir como tal pueblo). Y todo esto, porque
ahora los gentiles son «miembros de un mismo cuerpo», como los israelitas. Pablo lo
expresa con el término griego synsoma. Tuvo que crear esta palabra: la cosa totalmente
nueva que quería decir, necesitaba un nombre nuevo.

2. ELEGIDO PARA PROCLAMAR EL MISTERIO DE CRISTO (3,7-13)

7Y yo he sido puesto al servicio de este mensaje por la bondad y la misericordia que Dios
ha tenido conmigo, quien ha mostrado así su gran poder.
8Yo soy menos que el más pequeño de todos los que pertenecen al pueblo santo; pero él
me ha concedido este privilegio de anunciar a los no judíos la buena noticia de las
incontables riquezas de Cristo.
9Y me ha encargado hacerles ver a todos cuál es la realización de ese designio que Dios,
creador de todas las cosas, había mantenido secreto desde la eternidad.
10De esta manera ahora, por medio de la iglesia, todos los poderes y autoridades en el
cielo podrán conocer la sabiduría de Dios, que se muestra en tan variadas formas.
11Dios hizo esto de acuerdo con el plan eterno que llevó a cabo en Cristo Jesús nuestro
Señor.
12Y en Cristo tenemos libertad para acercarnos a Dios, con la confianza que nos da
nuestra fe en él.
13Por eso les ruego que no se desanimen a causa de lo que por ustedes estoy sufriendo,
porque esto es más bien un honor para ustedes.

«Ministro (del evangelio) según el don de la gracia de Dios, a mí concedida según la acción
de su poder». Pablo intenta expresar con una rara acumulación de detalles lo que a
primera vista nos parece a nosotros sencillo. Pero la manera como Pablo se expresa,
demuestra que esta vocación suya a la proclamación del evangelio entre los gentiles
significa para él algo imponderable, algo grande que apenas se puede explicar. Ve en ello
primeramente un don gratuito de Dios, y al intentar valorar este don lo hace con la misma
expresión prolija que en 3,2: «Don de la gracia de Dios, a mí concedida.» A través de estas
palabras podemos rastrear, la honda sensibilidad que las ha inspirado.
«...concedida según la acción de su poder». Siempre que en san Pablo aparece esta
palabra «poder» (dynamis), es que está cerca la idea de la resurrección. Así ocurrió en
1,l9s: debemos reconocer «cuál es la extraordinaria grandeza de su poder... según la
medida de la acción de su poderosa fuerza que desplegó en Cristo resucitándolo de entre
los muertos». Y este poder de Dios, que resucita a Cristo de entre los muertos, se llama
sencillamente en aquel texto «la extraordinaria grandeza de su poder con respecto de
nosotros, los que creemos». La fuerza, que ha resucitado a Cristo de entre los muertos,
sigue actuando al crear una vida de resurrección en los que por la fe y el bautismo en la
muerte y resurrección de Cristo han entrado en el ámbito de esa muerte y resurrección. Y
como esto se realiza por la fe -por el evangelio-, puede muy bien Pablo decir de este
evangelio que es «el poder (dynamis) de Dios para salvación de todo el que cree,
empezando por el judío y acabando por el gentil» (Rom 1,16). Así se comprende lo que
Pablo quiere decir, cuando de una manera sorprendente afirma que el servicio del
evangelio como gracia de Dios se le ha comunicado «según la acción de su poder». El
Apóstol se ve a sí mismo, por su vocación a la proclamación del evangelio, comprometido
en aquel gran movimiento de la acción poderosa de Dios, que resucitó a Cristo de entre
los muertos, que hizo de este mensaje una fuerza de Dios, para la salvación de todo el que
cree, y que finalmente lleva adelante esta salvación en la gloria. Esto significa el Apóstol
cuando escribe que se le ha confiado la proclamación como una participación en la fuerza
poderosa de Dios, que produce la vida de resurrección. Ante la magnitud de esta vocación,
Pablo se siente pequeño.

«A mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la
insondable riqueza de Cristo». Frase desligada, que es más bien un grito de admiración
que una simple expresión. «A mí, el menor de todos». De nuevo a Pablo se le queda
pequeño el diccionario: forma con un superlativo otro grado superior, como si dijera: «a
mí, el más pequeño de entre los más pequeños de los santos». Recordemos cómo en
otros pasajes Pablo, ante la extraordinaria grandeza de la gracia de Dios, experimenta su
nada, su real indignidad tan profundamente, que llega a compararse con un aborto: «Por
último, como a un aborto, se apareció a mí también» (I Cor 15,8). Su anterior condición de
perseguidor de la Iglesia pesa sobre el recuerdo de Pablo aun en pleno altamar de su
actuación apostólica. Por eso continúa: «pues yo soy el menor de los apóstoles, y no soy
digno de llamarme apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios.» Pero mientras más
bajamente piensa de sí mismo, mayor es la consideración que tiene de lo que la gracia de
Dios opera en él: «...pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha
frustrado en mí; antes al contrario, he trabajado más que todos ellos, no precisamente yo,
sino la gracia de Dios conmigo» (ICor 15,10). Así ahora también se siente pequeño ante la
magna gracia de su vocación, que al anciano Pablo le parece todavía como recién
estrenada.

Cuando además Pablo subraya con un pronombre demostrativo la gracia (esta gracia),
quiere con ello subrayar su admiración por la gracia de «anunciar a los gentiles la
insondable riqueza de Cristo». Dos grandes amores encuentran aquí su expresión: el amor
a los gentiles y el amor a Cristo.
«A los gentiles», expresión subrayada que se convierte en el punto culminante de todo el
párrafo. «Anunciar» se refiere plenamente a la proclamación de la buena nueva, y esta
buena nueva no sólo tiene a Cristo como objeto, sino que es portadora de Cristo mismo, y
produce la unión con Él. Ahora bien, Cristo es rico y hace rico con lo que tiene y mucho
más con lo que es, consigo mismo. Pablo sabe algo de esta riqueza, que es Cristo. La ha
vivido y la continúa viviendo, no como Ios demás, sino en una singular profundidad de
experiencia espiritual; por eso puede salir confiadamente al paso a los corintios, que se
consideraban extraordinariamente ricos en los dones del Espíritu: «Gracias a Dios, yo
hablo en lenguas más que todos vosotros» (ICor 14,18). Pero él se sabe en posesión de los
otros dones del Espíritu: «Supongamos, hermanos, que yo me presente entre vosotros
hablando lenguas: ¿qué provecho os aportaría yo, si mi palabra no contuviera un
descubrimiento, un conocimiento, una predicación o una enseñanza?» (lCor 14,6). Todo
esto son los dones que afirman o presuponen un conocimiento profundo e inspirado por
el Espíritu, especialmente el don de la «revelación», que es como una dotación de san
Pablo para la obra de su evangelización; podemos lógicamente calcular lo que significa
para él una riqueza de Cristo «insondable»: algo que, por mucho que se comprenda,
queda aún sin comprender, sustrayéndose a la experiencia. Pero dejemos estas
consideraciones: lo interesante sigue siendo el hecho de que el Apóstol debe llevar esta
buena nueva a los gentiles.

«...y hacer patente cuál es la dispensación del misterio escondido, desde la eternidad, en
Dios, que creó todas las cosas». No se trata de una segunda tarea, a la que Pablo hubiera
sido llamado. La conjunción copulativa «y» corresponde a una expresión de equivalencia:
«o sea». Precisamente se manifiesta a todos este plan salvífico, porque el Apóstol
proclama a Cristo ante los gentiles, no de cualquier forma, sino con aquella fuerza de la
gracia que produce la fe, la unión con Cristo y la salvación. Así es como se realiza el plan
salvífico de Dios en el mundo pagano.

Todavía se añade intencionadamente que este plan salvífico ha llevado una existencia
oculta desde la eternidad, o sea «en Dios, que creó todas las cosas». Pablo tiene una viva
sensibilidad para esta preexistencia en el pensamiento eterno de Dios. Así lo hizo al
principio al presentar la bendición de Dios, diciendo que Dios nos había escogido «antes
de la creación del mundo» (1,4). Y de la misma manera que coloca el plan de Dios en los
fundamentos de la eternidad, igualmente lo ve realizarse en los «siglos venideros: Dios ha
llevado a cabo la obra, «para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de
su gracia» (2,7). Y así ve el Apóstol la obra de salvación situada entre dos eternidades, que
le confieren la plena validez de su posición central.

«...en Dios, que creó todas las cosas». Se ha querido ver aquí con razón un ángulo
polémico contra corrientes de tipo gnóstico. Aquellos movimientos espirituales dividían el
mundo en dos partes: el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas; el espíritu y la
materia. Y así llegaron a despreciar al Dios creador como Dios creador de la materia,
oponiéndole el Dios bueno, el Padre de Jesucristo. Contra estos conatos de desvincular
entre sí la obra de la creación y la obra de la salvación viene esta parte adicional de la
frase: el misterio de nuestra redención estaba escondido «en Dios, que creó todas las
cosas». También para nosotros es esto una advertencia, para que no separemos tanto
cuerpo y alma, naturaleza y sobrenaturaleza, creación y redención, sino que, al contrario,
los envolvamos en la misma mirada, tomando ante ellos la justa postura.

Si esta manera de entender este pasaje es correcta, debemos en todo caso contar con que
Pablo, más de lo que pudiéramos comprobar, habla en un determinado ambiente
espiritual que no podemos reconstruir para nuestro uso, a no ser parcial e
hipotéticamente. Y, sin embargo, no podemos prescindir de conocer este ambiente
espiritual, porque es precisamente el que determina el lenguaje del Apóstol, y en él sus
palabras encuentran pleno eco, produciendo la impresión adecuada. Así, por ejemplo, es
posible que, cuando Pablo habla de eones, los primeros destinatarios de la carta hayan
entendido otra cosa distinta y más profunda de lo que nosotros decimos con el simple
concepto de «eternidad», o cuando lo traducimos «épocas históricas».

«.. . para que se dé ahora a conocer a los principados y potestades en los cielos, por medio
de la lglesia, la multiforme sabiduría de Dios, según el designio secular que ha realizado en
Cristo Jesús, nuestro Señor». Los «principados y potestades» hicieron ya su aparición en
1,21: Cristo ha sido puesto encima de ellos, los cuales, con todo su poder, han sido
sometidos a Él. Otra vez en 6,12 se habla de ellos como de potencias enemigas: «Nuestra
lucha no va contra carne y sangre, sino contra los principados, las potestades.... contra los
espíritus malos que están en los espacios celestes». Pablo, utilizando la lengua y el estilo
de su tiempo, describe lo que no está condicionado por el tiempo: existen Satán y su
mundo de espíritus, que con un odio irreconciliable luchan contra Dios y su ungido, Cristo,
que los ha vencido en la cruz, despojándolos de su poder. Así ve Pablo a estos
«principados y potestades».

Pero entre los destinatarios de la carta en la provincia de Éfeso dominan otros puntos de
vista. Hay «principados y potestades» buenos o malos, pero al fin y al cabo son lo que su
nombre dice, «principados y potestades», con los que hay que estar bien. De aquí el culto
a los ángeles y a las potestades, que toma cuerpo y deja a Cristo en la sombra, cuando no
lo pone en duda. En la carta a los Colosenses, Pablo ha tomado posición a este respecto, y
debemos agradecer a aquella doctrina desviacionista acerca de Cristo, los mejores pasajes
de san Pablo sobre la absoluta soberanía de Cristo en la creación.

En la carta a los Efesios sólo se habla de estos principados y potestad es de una manera
accidental, como es el caso del pasaje que comentamos. Aquí reaparecen los principados
y potestades, de los que los cristianos desviacionistas esperaban sabiduría y gnosis,
penetración en los misterios del mundo celestial y en los caminos que llevan a la salvación
(Col 2,3s.8); pues bien, helos aquí desprovistos del más leve barrunto sobre el verdadero
plan de salvación: el misterio de Dios. Ahora tienen que oír la predicación apostólica y
aprender de la Iglesia, formada por la unión en Cristo de gentiles y judíos como «cuerpo»
suyo y «plenitud» en este mundo, y en la que siempre será proclamado el mensaje de
salvación del evangelio. Allí es donde tienen que mirar para saber, aunque sea a
regañadientes, lo que se llama «sabiduría de Dios», rica y «multiforme».

«Multiforme» se refiere a una sabiduría que, al no llegar a su objetivo por un camino,


emprende otro, todavía mejor, para así conseguir su meta con más brillantez. Y así fue
realmente: «Puesto que el mundo no reconoció a Dios en la sabiduría de Dios
(manifestada en la creación), quiso él salvar a los creyentes mediante la predicación de la
locura (de la cruz)» (lCor 1,21). Al esplendor de la creación sucede la cruz, a la sabiduría
humana la fe. Pero esta fe une con Cristo y nos hace ser en Cristo «poder de Dios y
sabiduría de Dios» (lCor 1,24). Ciertamente aquí piensa Pablo preferentemente en Cristo
que es «nuestra paz». Paz de los hombres entre sí, judíos y gentiles hechos un cuerpo en
Cristo, y en este cuerpo de Cristo la plenitud de la vida divina: así ven los principados y
potestades -que como potencias espirituales carecen de toda vinculación exterior- a la
Iglesia de Cristo y en ella la «multiforme sabiduría de Dios».

«En Cristo Jesús, Señor nuestro». ¿Cómo sería posible que Pablo pudiera nombrar a Cristo
sin añadir algo de lo que es para nosotros? Por eso continúa: «En quien, mediante la fe en
él, tenemos la confianza y el libre acceso.» La Iglesia es, en su calidad de cuerpo de Cristo,
el ámbito de la cercanía de Dios. Esto significa «tener acceso». Y como esto acontece «en
Cristo», conectando con su santidad y confiando en él solo, la actitud lógica de los
cristianos es una confianza sin límites ante Dios y, por tanto, ante este mundo y esta vida,
donde «a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien» (Rm 2,28) y donde los
sufrimientos sólo son el camino de la gloria (2Cor 1,7; Act 14,22).

Ahora Pablo se dirige a sus lectores, haciendo hincapié en su condición de prisionero: «Así
que os ruego no decaigáis de ánimo en mis tribulaciones por vosotros, ya que ésta es
vuestra gloria» Sólo le faltaba añadir lo que había dicho en su carta a los Colosenses:
«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros...» (Col 1,24).

Demos ahora una mirada retrospectiva a este último pasaje: Pablo, a partir de 2,1, ha
celebrado el «misterio de Cristo», que en definitiva es el mismo Cristo. Es como si
sorprendiéramos la alegría de su corazón por la grandeza de este misterio y por ser él su
proclamador; nada tiene esto de extraño, ya que se trata de la riqueza insondable de
Cristo. «Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria», así ha compendiado este misterio
en Col 1,27. Pero si queremos ser justos con Pablo, no debemos pasar por alto que a él el
misterio se le presenta desde una perspectiva concreta y determinada, o sea: Cristo
redentor también de los gentiles. Esta perspectiva de la obra de redención es algo que
agobia completamente a Pablo, algo que apenas puede comprender y que lo llena de
asombro y de alegría sin límites. Siente necesidad de explicar esta alegría por una cosa
que a nosotros, los que nacimos después, nos parece obvia y natural: la completa
igualación de los gentiles con el pueblo escogido. Lo que el mismo Pablo, en el mejor de
los casos, sintió en un tiempo, lo podemos colegir quizá por un texto del rabí Aquibá, una
de las más ilustres figuras del primitivo rabinismo (murió mártir en el año 135 con el
mandamiento del amor de Dios de Dt 6 en los labios). En una interpretación del pasaje del
Cantar de los Cantares donde se habla de «mi amado», dice: «Cuando los pueblos de la
tierra oigan esto, dirán a los israelitas: Queremos ir con vosotros, queremos ir con
vosotros en su busca. Pero los israelitas le responderán: No tenéis ninguna parte con
nosotros. Mi amado es para mí y yo para él.»

Estos mismos sentimientos debió de haber tenido Pablo en su calidad de judío. ¡Qué
camino el recorrido hasta llegar al momento en que la igualdad de los gentiles con los
judíos constituía la alegría de su corazón! De milagro podríamos calificar este cambio. Sin
duda, Dios infundió en su instrumento escogido, juntamente con la vocación al apostolado
con los gentiles, una desbordante alegría en su corazón. La alegría agradecida, que a
nosotros nos puede parecer tan inconcebible, es la medida de este amor. Es como una
encarnación del amor de Dios mismo a los paganos, o mejor: sólo puede ser el mismo
Jesucristo, que en Pablo, su instrumento, ama a estos gentiles. Pablo había escrito una
vez: «Dios me es testigo de cuantos deseos tengo de estar con vosotros en las entrañas de
Cristo Jesús» (Fil 1,8). Esto, correctamente traducido, equivaldría a «en el corazón de
Jesús», o sin metáfora: «en el amor de Cristo Jesús». Así se explica que este texto de la
carta a los Efesios se utilice en la fiesta litúrgica del corazón de Jesús. Concretamente para
nosotros significa que se trata de una gracia, por la que debemos esforzarnos y que, una
vez que apunta tímidamente, la debemos cultivar: el amor al mundo pagano, que todavía
no sabe nada de la riqueza de Cristo. ¡Y ojalá este amor procediera también de un intimo
agradecimiento por estar ya nosotros en posesión de él!

Potrebbero piacerti anche