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La Enseñanza Secular
A finales del siglo xv resultaba posible describir el humanismo como una mentalidad que
se origina en el estudio de los textos antiguos y que se amplía con un programa educativo
basado en algunos de ellos, especialmente en aquellos que tratan de historia, de filosofía
moral y de retórica. No cabía duda de que la decadencia de Atenas y luego de Roma
reflejaba la voluntad del Dios de los cristianos; pero los griegos y los romanos fueron
desconocedores de ello, lo que permitía que los que exhumaban y leían sus narraciones
consideraran a la antigüedad en función de sus propios términos. El presente se había
encontrado con un alter ego. Aparte de los habitantes de la ciudad celestial de Dios, los
hombres podían imaginarse ahora una sociedad parecida a la suya; una sociedad en la
que semejaba haber estado habitada por una raza superior intelectual y creadora. Parecía
que se hubieran alcanzado las más altas cimas, tanto en el campo de la especulación
filosófica como en el de la acción política o el de las realizaciones culturales, con un vigor
y una consumación supremas, y ello en un pueblo cuya historia no solo tenía la claridad
que da la distancia en el tiempo, sino también el carácter rotundo de los ciclos completos,
partiendo de la oscuridad, a través del imperio mundial, hasta el caos bárbaro.
A medida que se procedía a la reconstrucción intelectual del mundo antiguo, se iba
haciendo más clara la relevancia de ese alter ego. Sus palabras ya no resultaban oscuras;
sus personalidades habían sido restauradas dentro del contexto de su propia sociedad; el
prestigio de los autores que la Edad Media había conocido Platón, Aristóteles, Virgilio,
Cicerón y Ovidio, era mayor que nunca, y a ellos se habían unido muchos otros. El efecto
de todas estas inteligencias sobre los hombres que las estudiaban no solo por admiración
de su conocimiento o de su experiencia, sino en calidad de modelos de los que se podía
aprender acerca de la teoría del Estado, del arte de la guerra, de la creación de obras de
arte y de la capacidad de soportar la adversidad, había convertido al humanismo en una
fuerza cultural.
La gran época del descubrimiento de textos había pasado, pero el humanismo se
encontraba todavía en una fase de entusiasmo descubridor. Este milenarismo secular,
esta creencia en la importancia y en la posibilidad de la regeneración cultural ya no era
fundamentalmente un fenómeno italiano. Italia atraía aún a los que de ella querían
aprender, pero la actitud de estos era de independencia creciente. Además, los Alpes
nunca fueron un límite cultural: las ideas emigraban a una velocidad que no estaba
determinada por la naturaleza, sino por la disposición de los individuos y las sociedades a
aceptarlas, y tal disposición estaba acelerada por el testimonio del vigor creador de la
cultura vernácula nativa, así como del academicismo clásico. Florencia atravesaba una
«edad de oro» debido a que la poesía italiana de Lorenzo de Médicis, la escultura de
Verrocchio y de Benedetto da Maiano y la pintura de Botticelli, Filippo Lippi y muchos
otros, mostraba un aliento de vitalidad que podía obtener ventajas de las enseñanzas de
la Antigüedad.
El humanismo era un llamamiento a la sabiduría del mundo antiguo para que reformara
los valores del nuevo. En Europa septentrional se pensaba que los valores que estaban
más necesitados de corrección eran los relacionados con la vida religiosa. La búsqueda
que realizaron los humanistas italianos para encontrar un acuerdo entre las enseñanzas
de los antiguos y las de Cristo fue lo que permitió que los estudios clásicos se pudiesen
aceptar como susceptibles de cumplir una misión útil en países que a finales del siglo xv
habían realizado escasa contribución al estudio de los textos o a la reconstrucción
intelectual del mundo antiguo, esto es, Inglaterra, España, Portugal y Polonia, países en
los que se acometían los estudios humanistas porque se veían como decisivos para el
estudio de las Escrituras.
Un ejemplo mostrará la importancia que se atribuía a las realizaciones de la Antigüedad
con respecto a otras esferas. Los capítulos acerca del arte antiguo en la Historia natural,
de Plinio, servían no solo como una declaración de ideales clásicos, sino como una
afirmación de las tendencias que ya se estaban desarrollando, sobre todo a partir de las
demandas de los mecenas frente a los pintores y del interés estético y técnico de estos
por su trabajo. El esfuerzo por el realismo encontraba respaldo en historias como las de
las uvas de Zeuxis, que estaban pintadas de modo tan realista que los pájaros trataban de
comerlas, y del caballo de Apeles, ante el cual relinchaban los otros caballos. Estos
ejemplos tenían una gran fuerza porque no se podían comprobar. A diferencia de la
arquitectura y la escultura, la pintura antigua, aparte de algunos fragmentos decorativos,
solamente se conocía por descripciones escritas en las cuales el artista podía leer lo que
quisiera. La idea de una belleza ideal temperaba el realismo. Zeuxis volvía a proporcionar
un ejemplo de ello. Deseando pintar una figura humana perfecta para el templo de Hera
en Girgenti «pasó revista, desnudas, a las muchachas del lugar, y escogió cinco con el
propósito de reproducir en el cuadro los rasgos más admirables de cada una de
ellas».Aquellos pintores, cuyo interés por la perspectiva les llevaba a valorar las
matemáticas, podían estudiar acerca de Pamphilo, «el primer pintor especializado en
todas las ramas del conocimiento, especialmente aritmética y geometría, sin ayuda de las
cuales mantenía que el arte no puede alcanzar la perfección». Artistas que andaban a la
búsqueda de nuevas ideas sobre pintura no hacían otra cosa que volver a la definición
que los griegos daban de ella. A la busca de una más elevada con sideración para su arte,
los pintores se sentían satisfechos al leer que la pintura en el mundo antiguo «tuvo el
honor de que la practicara la gente de nacimiento libre y, más tarde, personas de rango,
estándole siempre prohibida a los esclavos la instrucción en este arte». El artista encon-
traba siempre reconocimiento y confirmación de la situación liberal de su profesión, ya
fuera bajo la forma de la defensa del desnudo, o de acicate para el empleo de colores
caros con el único fin de la ostentación, o bien la inclusión del retrato de su amante en un
cuadro sagrado.
La gran atracción que ejercía la Antigüedad se basaba en los paralelismos que se
establecían entre el carácter de la sociedad antigua y el de la contemporánea. Este
paralelismo era muy estrecho, tanto en la política como en la guerra. El paralelismo era
válido también para las funciones del escritor y el orador, el abogado y el médico, así
como para ciertas ocupaciones, tales como la de campesino. Es evidente que, tanto el
filósofo como el científico, tenían mucho que aprender; resulta más difícil de estimar en
qué medida se percibían las diferencias entre las dos culturas. El mundo antiguo estaba
edificado sobre una base de esclavos. El mundo antiguo era antifeminista. Una tercera
diferencia reside en que las técnicas de los negocios en la Antigüedad eran inferiores y
dejaron escaso testimonio de sí. No obstante, también aquí se conservan ciertas
manifestaciones, no bajo la forma de textos específicos, sino de una alabanza general de
la vida activa, el ideal de tomar parte de modo total y responsable en la vida de la
comunidad. Era este un ideal atractivo para los académicos, ya que les toleraba
una mayor libertad frente a las asociaciones enclaustradas de la enseñanza medieval. Las
ideas de que la virtud y el aprendizaje progresan más rápidamente en la sociedad, de que
el amor y la riqueza no son cosas que haya que evitar, sino utilizar sabiamente, reflejan la
aceptación que estos conceptos humanistas gozaban entre los mercaderes y los
banqueros. Los miembros ricos de las familias mercantes se contaban entre los
«organizadores» del humanismo: patrocinaban a los eruditos, realizaban reuniones con el
fin de discutir la literatura clásica y la historia antigua, contagiaban a sus seguidores de su
propio entusiasmo. Estos grupos de estudio, ya fueran reuniones informales de amigos, o
Academias conscientemente organizadas tenían una gran importancia a la hora de
proporcionar un sentido de unidad a los estudios humanistas, especialmente donde la
estructura oficial de la educación aún estaba dominada por las universidades orientadas
teológicamente. Algunos hombres tales como Roberto Gaguin, en París; el abad
Trithemius, Conrad Peutinger y Cuspinian, en Alemania; Ficino, en Florencia, y Erasmo,
quienes mantenían una extensa correspondencia con otros humanistas y actuaban como
centros de distribución para las noticias y las ideas, vinculaban a aquellos grupos y
ayudaban a crear la sensación de que existía una república general de estudios
humanistas. Tal república general se hizo visible con la publicación de las cartas de sus
dirigentes. Hacia 1514, cuando Marineo Sículo, imprimió su Epistolarum familiarum, tal
costumbre estaba tan generalizada que hasta se la utilizaba como una especie de sátira.
En aquel mismo año, Reuchlin, perseguido por los inquisidores dominicos debido a su
defensa del estudio de los escritos religiosos judíos, publicó una colección de cartas
escritas en apoyo de sus puntos de vista, “Cartas de hombres famosos”. Dos de sus
defensores, Von Hutten y Crotus Rubeanus, no se dieron por satisfechos con esto y, al
año siguiente, publicaron un apéndice, “Cartas de hombres oscuros”. Estas pretendían ser
una selección de cartas escritas por sus admiradores a uno de los principales adversarios
de Reuchlin, Ortvinus Gratius, un teólogo de la Universidad de Colonia. estos
«admiradores» dejaban en claro que Ortvinus era un picapleitos ignorante e inmoral.
Celebraban sus sórdidos amores, ensalzaban su habilidad para determinar asuntos tan
capitales como si comer un huevo que contuviera un pollo no empollado en viernes era
pecado mortal o venial y, sobre todo, impugnaban sus enseñanzas.
“Cuando estuve en vuestro estudio en Colonia (escribía uno de ellos con respeto burlón)
pude ver con holgura que teníais gran cantidad de volúmenes, tanto grandes como
pequeños. Algunos tenían tapas de madera, otros de pergamino, algunos estaban
recubiertos de cuero, rojo, verde y negro, mientras que otros estaban encuadernados. Y
allí estabais vos sentado con una escobilla en la mano, para sacudir el polvo de las
encuadernaciones.”
Este pasivo respeto ante la cultura que se le atribuía a Ortvinus y a los que eran como él
estaba en contraste con la utilización que de los libros hacían sus críticos. La imprenta
tenía una importancia capital para la difusión de las ideas humanistas y, en general, los
gobiernos ostentaban una actitud favorable. El número de ciudades con imprentas propias
difería según los países: en 1500 había 73 centros en Italia, 50 en Alemania, 45 en
Francia y 4 en Inglaterra. La exportación de libros estaba también bien organizada. Los
textos impresos permitían a los estudiosos de diferentes países citar los pasajes con
indicación de página y capítulo. La imprenta «fijó» la imagen de la cultura medieval por
medio de una selección de los textos que había que poner en circulación. Esta imagen fue
la que los humanistas manejaron, entendiendo la cultura medieval como un
amontonamiento de superstición y frivolidad que oscurecía una perspectiva clara del
mundo antiguo.
La fuerza motriz tras el estudio de la Antigüedad era aún fundamentalmente académica y
literaria. El humanismo carece de sentido a menos que veamos en su sustancia un
estímulo puramente intelectual, el interés por la restauración de textos, la comparación, la
publicación y la controversia, esto es, el entusiasmo académico. Lo que se recobró
enteramente fue el lenguaje. En las páginas de Paolo Cortese y Pietro Bembo se imitaba
el lenguaje de Cicerón como parte del movimiento para devolver a la escritura del latín la
pureza de su extraordinario modelo. A partir de 1520, al menos en Italia, el ciceronianismo
se iba a convertir en una ortodoxia la polémica sobre el estilo se convirtió en un estímulo
para lecturas más amplias y detalladas; no solo se estudiaba a los autores griegos y a los
latinos en
función del tema que trataban, sino para saber cómo y por qué
escribieron del modo que lo hicieron. Este interés por el estilo implicaba un interés por la
forma, la que, a su vez, influía sobre lo que decían aquellos que la estudiaban y la
imitaban. Así, la lectura de Tácito, Livio o Tucídides influía no solamente en la concepción
de la historia, sino también en la consideración acerca de cuál era el tema adecuado para
la misma. La poesía de Horacio y Catulo sugería no solamente nuevos modos de poetizar,
sino también nuevos temas.
La reforma de la educación
El humanismo cristiano
El pensamiento político
Entre aquellos que retrocedían para considerar la naturaleza de la sociedad política como
una totalidad había cantidad de seguidores de la moda. Muchos sermones, folletos y
tratados prolongaban aún el desfasado tema de los «Espejos de principes»: bastaba que
un gobernante fuera un buen cristiano para que todo estuviera en orden con su pueblo.
Este era un rasgo dominante en la educación de un príncipe cristiano. Un punto de
vista más moderado lo representaba Seyssel, cuya La Grande Monarchie de France se
funda sobre la idea de que un gobernante debe fundar sus acciones en primer lugar sobre
el conocimiento de su país, sus instituciones, la composición social y las necesidades del
pueblo en general; tendrá que gobernar más con su cabeza que con su corazón o su
conciencia: una vez consciente de las limitaciones a su libertad, sus acciones serán
moderadas y perspicaces. Maquiavelo representa un punto de vista similar, aunque
puesto al servicio del activismo; el conocimiento sobre los hechos acerca de las
instituciones y la naturaleza humana permitían al gobernante aliviar el dinamismo Por
último, en el extremo, opuesto del idealismo de Erasmo se encuentra la posición de
Cornelius Agrippa, para quien el estudio de la política era simplemente gastar el tiempo; si
la monarquía, aristocracia y democracia funcionaban o no, dependía de los caracteres de
los individuos implicados en ellas; por lo tanto, ¿qué sentido tenía discutir sus méritos
como formas institucionales?
Aparte de esta vena excluyente, existía un punto de vista ampliamente compartido entre
los escritores sobre política, según el cual se podía aislar, analizar y tratar con los
problemas específicos, tanto si se trataba de la injusticia social (Moro), o de las
rivalidades internacionales (Erasmo), o la debilidad militar (Maquiavelo). De la misma
manera que los historiadores comenzaban a dejar de explicar la historia en términos de
juego de ajedrez que enfrenta a Dios y al Diablo con fichas humanas también los
escritores sobre política eran conscientes de que los destinos del hombre estaban en sus
propias manos y que el resultado de ello dependía del autoconocimiento.
Esta importancia concedida a lo que funcionaba más que a lo ideal no solo era el
resultado de una observación directa; estereotipos antiguos y medievales ayudaban a
ello. El cuerpo político estaba sujeto a cambios, como lo estaba el cuerpo individual;
necesitaba el consejo del diagnóstico político, al igual que el individuo precisa el del
doctor. Del mismo modo que el individuo se hallaba vinculado a la rueda que le llevaba del
bien al mal a menos que la virtud la frenara, así las naciones pasaban de una forma de
constitución a otra, de la prosperidad al desastre, a menos que la presión del
conocimiento entrara en funcionamiento.
Seyssel, un obispo, administrador y diplomático, se refería con desilusión al montón de
libros escritos para aconsejar a los príncipes desde la Antigüedad en adelante. ¿Qué
efecto práctico habían tenido? Los príncipes o no los necesitaban o no los leían. Sin
embargo, gracias a los despachos e informes del naciente cuerpo de diplomáticos, la
confianza de maestros de los eruditos humanistas y la creación de los administradores
profesionales legalmente preparados, era más fácil de imaginar ahora que en el pasado la
función del consejero político efectivo, lo cual le concedía un nuevo sentido de
oportunidad a lo que decían.
Era más fácil también conseguir que el consejo tuviera algún valor práctico por medio de
comparaciones y obteniendo conclusiones de ellas, no tanto de ejemplos
contemporáneoscomo de la Antigüedad. Había una relación de las acciones y de sus
consecuencias, de las instituciones y de sus destinos, que los escritores y los lectores
tenían en común.
Los teóricos políticos tomaban del mundo antiguo lo que apoyaba a sus propios
intereses.Los republicanos podían volver los ojos hacia Livio; los monárquicos, hacia
Suetonio; los estudiosos del cambio constitucional, a Polibio; los idealistas, a Platón.
Cuanto más claro se veía que todas las instituciones las habían hecho los hombres y que
ellos las podían alterar, y que estas alteraciones habían de tomar en cuenta la tónica de la
sociedad como un todo, tanto más claramente se consideraba a estas instituciones
clásicas en función de su evolución histórica.
Fuera de las repúblicas, la que más influyó a los escritores de política fue la claridad con
la que se podía ver a la Roma imperial. En Alemania, que realmente tenía un emperador,
si bien uno débil, el pensamiento político en una escala nacional continuaba siendo una
aspiración más que una práctica. En Inglaterra, la idea de que el monarca se encontraba
sometido a la ley y que estaba allí para proteger al mismo tiempo que dirigir a su pueblo,
embotaba la fuerza de la analogía romana, como también hacía la posición de las Cortes
españolas. En Francia, el desprecio que casi todos los que tenían una educación
humanista sentían por la plebe, junto al crecimiento de la eficacia a partir de la monarquía
de Carlos VII, permitían que se pudiera citar el modelo imperial romano sin inhibición
ninguna.
Para Budé, el poder del rey era absoluto. A fin de probar que no solamente era esto
verdad, sino que había de ser verdad también en términos de la naturaleza del ideal
político, citaba ejemplos de la historia romana y llegó a ignorar la ceremonia de
coronación, con su aura de responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia, porque carecía de
analogía en el mundo antiguo. El único contrapeso para el absolutismo era la la
conciencia del gobernante. Budé estaba utilizando la historia de Roma con el fin de abolir
la de Francia, para liberar al rey de los obstáculos del pasado nacional. Por el contrario,
Seyssel señalaba que tal autoridad no podía ser absoluta en la práctica. El monarca
estaba obligado a no actuar en contra de los intereses de la religión. Estaba obligado a
tener en cuenta el derecho del país tal como lo conocían sus jueces. Se encontraba
vinculado por ciertas convenciones que habían llegado a alcanzar el estatus de leyes
fundamentales, convenciones que gobernaban la sucesión al trono, la inalienabilidad de
las tierras de la corona, las relaciones entre la corona y el Papado. Además, el análisis
que hacía Seyssel de la composición social de la nación revelaba más «frenos» sobre la
libertad de acción del monarca, ya que su poder se disolvería si ignorase los intereses
básicos de cualquier grupo social.
Por tanto, si bien la posibilidad de conseguir información acerca del antiguo mundo
ayudaba a cambiar la tónica del pensamiento político, no determinaba su dirección. La
utilizaban los profetas del absolutismo, como Budé, y los tácticos, como Seyssel; los
entusiastas por imitar las acciones de los antiguos, como Maquiavelo, y los escépticos,
como Guicciardini, quienes miraban hacia la Antigüedad como una guía del pensamiento,
no para hacer historia. Donde la opinión de los escritores políticos aparecía más o menos
unitaria eran la de la política exterior y la guerra. Las instituciones feudales y clericales
habían impregnado tan profundamente la vida política nacional con el sentido del contrato
y la rectitud cristiana que la mayoría de los teóricos políticos no podían recomendar un
amoralismo cabal al discutir la orientación de los asuntos interiores. En los asuntos
exteriores, sin embargo, las lecciones de sutilezas militares y diplomáticas que se podían
leer de los historiadores y los escritores sobre la guerra de la Antigüedad no eran fáciles
de digerir.Cuando piensa solo en Florencia, Maquiavelo está vinculado a las tradiciones
de su pasado republicano; pensaba en términos de honradez social, de confianza mutua y
de bien común. Pero cuando reflexiona sobre las cualidades que necesita un dirigente
que ha de conquistar o tratar con territorios conquistados o negociar con enemigos
potenciales, aceptaba la necesidad de disimular y mentir. Budé sancionaba el engaño, la
falacia y la astucia en los intereses nacionales. No tenía a Maquiavelo presente cuando
Erasmo recordaba a su propio príncipe cristiano ideal «los medios por los que algunos
príncipes se han ido deslizando hasta el punto en que las ideas de “buen hombre” y
“príncipe” parecen ser la antítesis la una de la otra. Evidentemente resulta estúpido y
ridículo hablar de un buen hombre al hablar de un príncipe».
El aspecto más «realista» del pensamiento político contemporáneo debía mucho al
estudio de la Antigüedad. No era solamente porque la guerra ocupaba un lugar tan
destacado en las obras de los historiadores romanos por lo que se argumentaba que la
guerra era par excellence la verdadera materia de la historia, sino que los escritores que
pagaban impuestos sabían que las guerras eran caras y, como no habían nacido de una
casta luchadora, simpatizaban con la concepción de Vegetius de que casi todos los
métodos de derrotar al enemigo eran mejores que combatir contra él realmente. La idea
de Fortuna era común a los intelectuales. Vegecio había llamado la atención sobre la
función dominante que desempeñaba la fortuna en el campo de batalla. Resultaba
razonable sancionar el uso del terror, el engaño y el subterfugio, ardides y políticas
reunidos en antología por otro autor clásico también muy leído, Frontinus. Resulta
dudoso, sin embargo, si este rasgo «realista» habría quedado tan explícito de no haber
sido por la crónica de engaños y estratagemas a expensas de los pueblos enemigos
determinados, recogidos en el Antiguo Testamento, o incluso por la enseñanza del Nuevo.
Resulta también dudoso si este rasgo se hubiera generalizado de no haber sido por la
tónica general de los asuntos internacionales y por el hecho de que los escritores políticos
más originales estaban, o bien situados para observarlos (Budé, en París) o habían
tomado parte en ellos, como hicieron Maquiavelo, Guicciardini, Seyssel y Moro.