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“La leyenda de las lamparitas”

(El origen de la flor del copihue)

Versión de Ana Enriques

En algún lugar del sur de Chile todavía se oyen los berrinches del Gran Brujo, cansado de
pasar los días sobrio y aburrido en su profunda caverna. Dicen que pasa las tardes del
invierno, largas y lluviosas, recordando con melancolía sus días de gloria. Y es que hubo un
tiempo en que no estaba ni aburrido ni sobrio.

Aunque vivía en la mismísima caverna, en aquel tiempo su amigo Cheruve, el gigante que
habita el volcán contiguo, todavía le prestaba de vez en cuando un poco de su fuego para
encender lamparitas en la espesura del bosque.

Gracias a esas lucecitas, el Brujo malicioso hallaba el camino de regreso hacia su cueva cada
vez que volvía de sus andanzas en el valle. Las lamparitas eran su segundo bien más preciado.
El primero era el muday, que la gente de los valles le ofrecía para librarse de sus maldades, y
que él bebía con más pasión que prudencia.

Por mucho tiempo se benefició de las generosas ofrendas que el temor le aseguraba. Sin
embargo, el fin de su felicidad comenzó a gestarse un invierno en que las lluvias se
prolongaron más de lo habitual. Sin poder encender sus lucecitas a causa del aguacero
constante, el Brujo tuvo que quedarse en su caverna más de la cuenta. Cuando por fin
acabaron las lluvias, se precipitó al valle con tal ansiedad que, por más que bebió y bebió, no
encontró muday suficiente para calmar su sed. Fue entonces que tuvo la fatídica idea de
descargar su furia arruinando las siembras de papas.

Esa maldad enfureció tanto a la gente que, luego de deliberar en consejo entre ellos,
consultaron a sus animales protectores y a los espíritus del bosque, y se confabularon para
acabar de una buena vez con los abusos del Brujo. Siguiendo el consejo del espíritu del canelo,
prepararon una ofrenda de muday como nunca antes se había visto ni olido en todo el valle. El
plan era emborrachar perdidamente al Brujo para poder quitarle las lamparitas que lo traían
de regreso.

El Brujo, que hasta el día de hoy se reprocha su ingenuidad, cayó como una mosca en la
trampa. Después de darse la panzada de muday, intentó a los tumbos regresar a su caverna.
Pero por el camino desaparecieron, una a una, las luces que debían guiarlo a través del
bosque. Hombres, mujeres y niños, y aun los mismos animales, se las robaron entre
murmullos y risas.

Aquella noche, el Brujo logró llegar a duras penas hasta su cueva y, desde entonces, no ha
vuelto a molestar a la gente de los valles. Pero, mientras él llora rabioso su forzada sobriedad,
las luces que le quitaron siguen iluminando y adornando los bosques del sur chileno
transformadas en las flores del copihue.

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