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Leyenda del Curupirá1

Versión: Agustina Soledo


Esta leyenda, tan rara como interesante, tuvo inicio hace treinta años durante una noche calma, tan
calma que ni el revoloteo vibrante de cien mosquitos o el cantar de veinte grillos podía interrumpir dicha
tranquilidad. La humedad del viento caliente proveniente de la selva amazónica, y el sonido del suave
pastizal moviéndose al compás, fueron los causantes de que nadie en esa gran aldea pudiera darse
cuenta de lo que iba a pasar. Un enano pelirrojo que provenía de dicha selva se coló en una silenciosa
y tranquila tribu tupí y se robó al hijo regordete recién nacido del líder, un bebé llamado Jeruá.

Esa noche, el enano de áspera cabellera roja entro silenciosa y sigilosamente a la maloca más grande
y los vio: un hombre, una mujer y su pequeño hijo recién nacido. Se acercó al niño, escuchó su
respiración acompasada –tranquila como la noche– y toco su suave cabello. Al ver que el bebé no
reaccionaba a su gesto, lo tomó con sutileza, como si fuera un objeto frágil a punto de romperse, y lo
saco de allí sin que nadie se diera cuenta.

Este enano era conocido por todas las tribus del Brasil como “el Curupirá”, un ser sobrenatural de
cabellos rojos y ojos negros que, como tenía los pies al revés, podía despistar siempre a las personas.
Él era quien se encargaba de cuidar las plantas y animales de todo aquel que quisiera hacerles daño
y, para cuando ocurrió esta historia, ya tenía la reputación de entrar a las aldeas en la noche y llevarse
a un niño al azar con el fin de enseñarle a cuidar la naturaleza. Aunque, en este caso, nadie se había
imaginado que ese niño podía ser el más importante de la tribu.

Durante los primeros dos años de Jeruá, el Curupirá cuidó muy bien de él, lo alimentó, le brindó cariño
y un lugar donde dormir. Ya cumplidos los dos años comenzó poco a poco a enseñarle todo lo que
debía saber sobre la selva: qué plantas se podían comer, cuáles servían para curar y cuáles para
lastimar; le mostró también todos los animales que habitaban la selva y lo preparó para poder
defenderla de quienes entraban en ella solo para hacer daño. Durante su crecimiento, Jeruá fue un
buen discípulo: entendía y memorizaba todo lo que el Curupirá decía, hasta lo había ayudado un par
de veces a jugarle bromas a unos hombres que cazaban por mero placer, cosa que el pelirrojo odiaba.

Sin embargo, Jeruá se había dado cuenta de que el enano no era totalmente “correcto”, ya que también
le encantaba fumar y beber cachaça, lo que ocasionaba que muchas veces no pudiera cuidar a los
animales y estos murieran (por ello muchos hombres hoy en día dejan cigarrillos y bebidas en forma
de ofrenda para él, de modo de poder cazar en paz, y esta es aceptada con gusto, siempre y cuando
esa caza sea solo por necesidad).

Llegado el día del séptimo cumpleaños de Jeruá –un día tan importante como decisivo–, el Curupirá
entendió que este ya había aprendido lo necesario y su tarea estaba cumplida. Acaso era tiempo de
separarse y de que el muchachito regresara a la tribu. Fijó en él sus profundos y grandes ojos negros,
que dejaban traslucir su angustia y le preguntó: “¿Qué vas a hacer? ¿Te quedas conmigo o vuelves
con tu familia, Jeruá?”

Ese día, hace exactamente veintisiete años, Jeruá tuvo que tomar la decisión más difícil de todas:
despedirse de su único amigo para volver con su familia. Sin embargo, cuentan que, hasta el día de
hoy, como líder de la tribu, sigue respetando y transmitiendo a su gente lo aprendido durante esos
siete años.

Hay quienes dicen también que por las noches Jeruá observa nostálgico la selva y que, antes de irse
a descansar, deja siempre en la entrada de su tienda una botella de cachaça y un poco de tabaco,
esperanzado con la idea de volver a ver algún día a su mentor, aquel enano de crujiente y áspera
cabellera roja, no demasiado correcto y un poco pícaro, pero también un valiente guardián protector.

1
Aunque el nombre de Jeruá es ficticio, esta historia fue armada a partir de testimonios sobre este personaje
perteneciente al folklore brasileño.

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