Sei sulla pagina 1di 4

Compara los imperios territoriales de Carlos I y el de Felipe II, y explica los diferentes

problemas que acarrearon.

A comienzos del siglo XVI, con Carlos I (1516-1556), nieto de los Reyes Católicos, llegó al trono
de las Coronas de Castilla y Aragón una nueva dinastía, la de los Habsburgo o de los Austrias,
Con este primer monarca de los Habsburgo, y su sucesor, Felipe II, la monarquía hispánica se
convirtió en la potencia hegemónica de Europa, con un imperio territorial de dimensiones
planetarias. Buena parte de ese imperio procede de la herencia recibida por Carlos.

Carlos I heredó de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos, la Corona de Castilla, que incluía
el reino de Navarra y América, y la corona de Aragón, que incluía Aragón, Cataluña, Valencia,
Cerdeña y el reino de Nápoles y Sicilia. Por parte de su abuela paterna, María de Borgoña
heredó los Países Bajos y el Franco Condado de su abuelo paterno, Maximiliano I de
Habsburgo, acabó heredando en 1519 los territorios patrimoniales de Austria, y la posibilidad
ser elegido emperador del Sacro Imperio Romana Germánico como así fue (Carlos V).

Durante su reinado Carlos incorporaría a su imperio el territorio Milán en el Norte de Italia,


además de producirse la conquista y colonización de los imperios azteca e inca en América.

El monarca tuvo que hacer frente desde el comienzo a importantes problemas internos y
externos derivados tanto de la dificultad de gobernar un imperio tan vasto, de territorios
dispersos con diferentes leyes e instituciones, como de su ideal político de liderar una
monarquía universal y cristiana.

En sus primeros años de reinado, sus pretensiones imperiales - fue elegido emperador del
Sacro Imperio Romano Germánico en 1519- y europeas recibieron el primer toque de atención
en la Península con el desarrollo de dos importantes revueltas que obligaron al monarca a un
gran esfuerzo militar para sofocarlas: la de las Comunidades de Castilla y la de las Germanías
de Valencia. A pesar de su gravedad, finalmente la autoridad del monarca salió reforzada pues
la nobleza, temerosa de las iras populares, comprendió que su supervivencia dependía de la
alianza con una monarquía fuerte que garantizase el orden social establecido. Sin embargo,
esta alianza supuso la marginación de la burguesía, el sector social más emprendedor.

La idea imperial de Carlos V también se encontraría con importantes obstáculos externos.

Sus pretensiones de hegemonía en Europa se vieron discutidas por las de otra potencia en
plena expansión, la Francia de Francisco I. Esa lucha por la hegemonía tuvo como escenario
las tierras de Italia donde se sucedieron cuatro guerras con Francia, entre 1521 y 1544, que
confirmaron la supremacía de Carlos I y le permitieron la incorporación del Milanesado a sus
dominios.

La misión autoimpuesta de Carlos como defensor de la Cristiandad y de la ortodoxia católica


dentro de la misma chocó, asimismo, con dos importantes inconvenientes: la amenaza islámica
representada por el Imperio turco otomano, en plena expansión desde el sureste de Europa y
el norte de África; y la reforma protestante de Lutero en el Imperio Germánico.

En lo que se refiere al primer problema, el Mediterráneo fue fuente de conflictos durante todo
el reinado de Carlos, especialmente por la piratería fomentada por los otomanos. En la lucha
contra ellos se alternaron los triunfos, como la conquista de Túnez en 1535, con los fracasos
(Argel, 1541).

1
Dentro del Imperio alemán, muchos príncipes se habían adherido a la reforma luterana para
fortalecer su poder mediante la confiscación de bienes a la Iglesia católica. Carlos V lucho
contra ellos, por la defensa del catolicismo, entre 1545 y 1555. En una primera fase consiguió
someterlos tras la victoria de Mühlberg en 1547. Pero, posteriormente, el apoyo del rey
francés a los príncipes protestantes cambió la correlación de fuerzas viéndose obligado Carlos
a firmar la Paz de Augsburgo en 1555, por la cual reconocía la vigencia de las dos religiones en
el Imperio Germánico, católica y protestante, aunque se obligaba a los súbditos a profesar en
cada territorio, la religión de su príncipe. Con este acuerdo se derrumbaba, definitivamente, el
ideal carolino (de Carlos) de monarquía universal y cristiana.

Carlos I decidió abdicar en 1556 y retirarse al monasterio de Yuste, le sucedería Felipe II que
heredaría su gran imperio salvo las posesiones de Austria y, con ellas, los derechos a aspirar a
la corona imperial alemana. Este imperio alcanzaría su máxima extensión, a partir de 1580, con
la incorporación de Portugal y todas sus posesiones extra-europeas, al forzar Felipe su
designación como rey tras quedar vacante el trono portugués y ser el candidato con más
derechos a ocuparlo como hijo de Isabel de Portugal.

Si bien en muchos aspectos la política seguida por Felipe II fue similar a la de su padre, basada
en el mantenimiento de su hegemonía en Europa, la lucha contra los turcos en el
Mediterráneo y la defensa de la ortodoxia católica, también tuvo diferencias notables
derivadas tanto de los cambios acaecidos en su imperio (no heredó Austria, ni el imperio
alemán) como en la situación internacional.

Así, a diferencia de Carlos, que se consideró un emperador europeo, Felipe II pensó y actuó
como un monarca castellano que residió en España la mayor parte de su reinado y acabó con
el carácter itinerante de la corte al establecer en 1561 la capital en Madrid. Por otra parte,
tuvo que enfrentar problemas nuevos entre los que sobresalió la rivalidad con Inglaterra
derivada de su competencia en el comercio atlántico, ya el más activo frente a la prevalencia
del Mediterráneo en épocas anteriores.

La política interior de Felipe II se apoyó en dos bases: la defensa a ultranza de la ortodoxia


católica y el poder absoluto de la monarquía. En relación con la primera, utilizó como
instrumento de control a la Inquisición y adoptó una serie de medidas para preservar a España
de la herejía como la prohibición de estudiar en universidades extranjeras, de importar libros
extranjeros o la publicación de un índice de libros prohibidos; además en 1558 se
desmantelaron las minoritarias comunidades protestantes de Sevilla y Valladolid, severamente
castigadas en autos de fe.

La manifestación del poder absoluto de Felipe se plasmó en la resolución dada a los dos
principales conflictos internos peninsulares de su reinado. Entre 1568 y 1570 se rebelaron los
moriscos granadinos en las Alpujarras debido a la presión que se ejercía sobre ellos y a la
prohibición del uso de su lengua y costumbres en 1567. La revuelta duró diez años pero,
finalmente, fue sangrientamente sofocada y se decretó la dispersión por toda Castilla de los
moriscos granadinos.

En 1590, por su parte, Felipe tendría que hacer frente a un conflicto jurisdiccional en el reino
Aragón al huir a este territorio su secretario Antonio Pérez, acusado de traición, y acoger a la
protección del Justicia Mayor donde el rey no podía detenerlo. La reacción de Felipe fue acusar
a Antonio Pérez de herejía para que la Inquisición pudiera arrestarlo al no estar limitadas sus
competencias por ninguna jurisdicción territorial. Sin embargo, los aragoneses consideraron
esta actuación como una violación de sus fueros y se amotinaron impidiendo el traslado de

2
Pérez a la cárcel inquisitorial. Felipe II acabó con estas alteraciones de forma contundente:
envió un ejército para restablecer el orden y mandó ejecutar al Justicia, cabecilla de la
protesta. El rey reafirmó así su poder, y estipuló que en lo sucesivo correspondería al monarca
designar al Justicia de Aragón.

En el ámbito internacional, Felipe II heredó la política de enfrentamiento con Francia por la


hegemonía europea, pero esta contienda quedó zanjada en los primeros años de reinado tras
las derrotas francesas en las batallas de San Quintín y Gravelinas y la posterior firma de la Paz
de Cateau-Cambrésis por la que Francia renunciaba a reclamar sus derechos sobre Italia. La
lucha contra los turcos también formaba parte de la política heredada de su padre; el hito más
importante del reinado de Felipe II, en este sentido, fue la formación de la Liga Santa,
integrada por la monarquía hispánica, Venecia y la Santa Sede, cuya flota derrotó en 1571 a los
turcos en Lepanto, frenando su avance.

El Mediterráneo, por tanto, dejaría de ser el principal problema de preocupación de la


monarquía hispánica y pasaría a serlo el Atlántico con dos conflictos que absorbieron
numerosos recursos militares y financieros.

Destacó, en primer lugar, la sublevación de los Países Bajos (1548-1648), uno de los territorios
de la monarquía más ricos y prósperos con una importante burguesía de artesanos y
comerciantes. La sublevación se produjo en las provincias del norte donde se había extendido
el protestantismo de Calvino reprimido por la monarquía. La rebelión, que aglutinó a
diferentes sectores, fue una reacción contra esa persecución pero también contra la presión
fiscal (muchos impuestos) a que la monarquía sometía a la rica burguesía-mucha calvinista- de
estos territorios para financiar guerras que les eran ajenas; a ella se unieron elementos de la
nobleza que toleraban mal la autoridad hispánica.
La guerra contra los rebeldes holandeses se convirtió en uno de los mayores problemas
de la monarquía. Al final del reinado de Felipe II las siete provincias del norte, bajo el nombre
de Provincias Unidas, se habían independizado de hecho (aunque no legalmente). Pero el
conflicto se prolongó, con treguas y altibajos, hasta 1648, en que España, derrotada en la
Guerra de los Treinta Años, acabó reconociendo su independencia.

El otro gran conflicto fue con Inglaterra, con la que, desde la subida al trono de Isabel I,
en 1558, se mantuvo una política de rivalidad ya que el crecimiento económico y demográfico
inglés impulsó a su soberana a disputarle el monopolio comercial con América, y a partir de
1580, con el imperio portugués a la monarquía hispánica. Para lograrlo y debilitar a la
monarquía de Felipe II, Inglaterra apoyaba a los sublevados holandeses y hostigaba mediante
la piratería el comercio español en el Atlántico en una guerra encubierta que, a partir de 1585,
se convirtió en un enfrentamiento directo y abierto. Felipe II reaccionó con un proyecto de
invasión de las Islas Británicas en 1588 mediante una gran flota, la Gran Armada, que obtuvo
un rotundo fracaso de graves consecuencias militares, económicas y psicológicas.
La paz con Inglaterra no sería posible hasta 1604, tras la muerte de Isabel I, en el reinado
de Felipe III.

En suma, durante el siglo XVI la monarquía hispánica, con un gran imperio, se convirtió
en la potencia hegemónica europea. Sin embargo, la política seguida para mantener ese
imperio y el ideal político de sus gobernantes condujo a continuas guerras que consumieron
buena parte de los ingresos de la monarquía, incluidos los caudales procedentes de las Indias.

3
Además, problemas importantes, como el de las provincias del norte de los Países Bajos,
quedaron sin resolver. Todo ello iría sentando las bases de la futura decadencia en el siglo XVII.

Potrebbero piacerti anche