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La familia pornográfica
Marcelo Pisarro
“La industria del cine para adultos es vulgar. ¿Quién puede no estar de
acuerdo?”. Eso concluyó el escritor David Foster Wallace en uno de los textos de
Hablemos de langostas, la colección de ensayos que publicó en 2005. La afirmación
asume una respuesta naturalizada (sí, claro que es vulgar, todos estamos de acuerdo
en que es vulgar), pero por debajo de esa afirmación late otra todavía más
naturalizada: que existe una industria del cine para adultos.
Escribía en 1998, en las galas de los AVN Awards, los premios anuales de las
películas pornográficas estadounidenses. El énfasis estaba puesto en la adjetivación.
La industria pornográfica ―adjetivó Wallace― es una parodia torpe de Hollywood y
del conjunto del país, una maquinaria que recoge muchas de las deformidades
hollywoodenses (la vanidad, la vulgaridad, el mercantilismo) para volverlas explícitas
y regodearse en ellas. En Estados Unidos, en 1998, Wallace no tenía ninguna razón
para reparar siquiera en la existencia de esa industria antes de calificarla como
vulgar; se la daba por sentada.
Antes de Maytland, cuando había poco o nada, hubo películas como El ladrón
y La sobrina, en la década de 1940. Y hubo también un cortometraje titulado El
Satario, que se filmó en las costas de la localidad sureña de Quilmes en algún
momento entre 1907 y 1912. Esta imprecisión ―sumada a la severidad cronológica
de la primera cinta porno datada con exactitud, A L’Ecu d’Or ou la bonne auberge,
de 1908― alimenta la leyenda de que el cine pornográfico nació en Argentina; “como
el dulce de leche, la birome bic, el colectivo y Carlitos Gardel”, acotan las autoras.
A pesar de las señales que lo presagiaban ―cintas como Smart Alec, de 1951,
y The alley cats, de 1966, que ahora dan una impresión de artefactos fílmicos bien
hechos, elegantes, incluso capaces de despertar el interés de unos cuantos Christian
Metz―, el cine pornográfico irrumpió en la década de 1970. Se estructuró una
industria que llevaba y traía películas de Estados Unidos, Europa y Japón; se rodaron
cintas clásicas, como Garganta profunda (1972), Detrás de la puerta verde (1972) y
El Diablo en la señorita Jones (1973); directores como Gerard Damiano y los
hermanos Jim y Artie Mitchell gozaban de buena reputación; actrices como Linda
Lovelace no encarnaban aún todas las deformidades de Hollywood. Antes de internet
y de las videocaseteras, los espectadores concurrían a los cines, y la calidad técnica
de muchas de estas películas acercaba además a los públicos moralistas
biempensantes (y a Travis Bickle, quien, en el fondo, también era un moralista
biempensante). Estas cintas tenían buenos presupuestos y tramas con desarrollos
creíbles; contaban una historia que excedía al repartidor de pizza que llegaba a la
casa de una dama en portaligas.
“En los últimos veinte años cerraron muchas salas de cine regular, así que las
porno sufrieron bastante más, sin subsidios del INCAA ni ayuda de ningún tipo. Las
pocas que quedan en Buenos Aires son con otra dinámica y para público gay (se
apaga la luz, se enciende la película y vale todo), pero igual sobreviven apenas una
docena repartidas casi todas al sur de la avenida Rivadavia. Otro factor que colaboró
malamente para propiciar el cierre de tantas salas de cine porno fue la aparición del
VHS y luego el DVD. Más acá en el tiempo, Internet, la piratería, las restricciones y
una sucesión de eventos desafortunados fueron corriendo el eje y en la suma de
todas estas cosas se puede atisbar el inicio de la respuesta: la realización de películas
condicionadas dejó de ser un negocio y hacer films triple X ya no le rinde a casi
nadie”.
Al igual que los miembros de “el ambiente” que describen Pasik y Cukar, que
es lo que persiste en lugar de “la industria” que describía Wallace, la crónica pone
sus ojos en las simetrías binarias e inversas de Maytland y Jones, los únicos directores
que están haciendo algo además de fiestas. Maytland es un tipo grande y
experimentado, un tío jodón que va de fiesta en fiesta (o que las organiza y se lleva
la caja), que abraza y que se ríe en voz alta, que tiene trayectoria y te lo hace saber,
que se la rebusca y le sale bien, que “te explica” (esa distancia entre explicarle algo
a alguien y el “te explico”), que da cátedra con el codo en la barra; Jones es un tipo
de mediana edad recluido en su departamento platense, un ermitaño que bebe té y
piensa, un intelectual que tiene palabras rebuscadas en su vocabulario y que no teme
usarlas. El primero es el Gerardo Sofovich del porno. Sus películas tienen chistes
fáciles y efectivos, parodian los temas del momento, como Los Porno Adams, Follando
por un sueño y delicadezas así (“porno y chistes, un mix aparentemente imposible
que funciona porque así es su autor: nacional, popular y con ganas de cojer”); mira
al coito que filma ―afirman las autoras― como ve llover; dice vos ponete así, vos
acá y se va a fumar un cigarrillo. El segundo es el François Truffaut del porno, “un
intelectual que hace películas pornográficas que siempre inquietan, muchas veces
calientan, otras dan asco y en general producen un poco de las tres cosas”. Es
minucioso en los guiones, en las tomas, en los significados; planifica, aísla conceptos,
los desarrolla, los convierte en artilugios estéticos, los explica, se involucra. El
primero junta la comedia con porno; el segundo, el arte con porno.
Porno nuestro no es un libro sobre cine porno (sobre sus elementos técnicos,
su dimensión semiológica, sus recorridos históricos en relación a otros géneros), sino
sobre personas que hacen cine porno en un tiempo y un lugar en el que no existe el
cine porno tal como se lo entendió cuando consiguió afirmarse como discurso público.
La investigación es un intento de rescatar a estos individuos del género (“la
pornografía”), de mostrarlos como algo más que un dato sociológico, pero también
es una prueba meticulosamente construida de que toda tentativa por escapar de las
adscripciones sociológicas (son todas putas) acaba en un giro violento que nos
devuelve a ellas (ah, pero también madres cariñosas).
La palabra “amor” aparece muchas veces. Las autoras cuentan lo que ven,
relatan lo que experimentan de primera mano. No vieron explotación, miseria,
cosificación, machismo, violencia, degradación ni falta de méritos. Vieron amor y
hablan de amor: “Amor de parejas que se dedican a lo mismo, amor de maridos que
están encantados con que su mujer sea actriz, amor de actores que nunca les dirían
a sus novias a qué se dedican, amor entre un director y una directora, amor que una
dupla supone secreto pero del que todos saben. Amor que falta y se busca, todo tipo
de amor. En el mundo porno hay ganas de sexo frente a cámara y de cucharita en
casa”.
Llama la atención la severidad con la que el texto trata a los personajes que
lo habitan. Se los dibuja con cariño, condescendencia, crueldad, admiración,
desprecio. Las autoras nunca irrumpen en la superficie de la crónica, pero allí nada
es neutro, “objetivo”, límpido. Aunque no empleen un “nosotras” explícito, sí son
parciales y toman partido, sus huellas son tajantes e impiadosas. En las
intervenciones de una actriz con seseo, por ejemplo, sustituyen las letras ese por
zetas: “Yo a Víctor lo conozí por un amigo en común en feiz. Ziempre digo que lo vi
en una fiezta pero no fue azí”. Si bien no emplean el “yo” de Wallace, o acaso por
eso, adjetivan sin piedad. Los perfiles que trazan son categóricos.
“Zulma Lobato es uno de esos seres a los que se llama ‘mediáticos’. Es una
travesti mal terminada que saltó a la fama en el programa exaltador de freaks Hechos
y Protagonistas, que conduce Anabela Ascar desde 2008. Zulma Faiad y Nélida
Lobato: en esos dos homenajes se reinventó esta persona triste, enferma, vieja y sin
sentido del ridículo que le lanzó al mundo su hit desde el cable. ‘Hasta Tinelli y el
Maipo no paro’, cantaba con su peluca rubia siempre mal puesta y la mirada
extraviada entre la locura y el estrabismo”.
Una expresión como “el gusto de todas las pijas juntas” ofrece la excusa para
señalar otra decisión de escritura. En el texto no hay gente desnuda, sino gente en
bolas; gente que no se masturba, sino que se hace la paja; que no tiene sexo, sino
que garcha y coje, con jota de error ortográfico (en el apéndice se explica y justifica
la elección del incorrecto “cojer” en lugar del correcto “coger” y se nombran a Julio
Cortázar, David Viñas y otros como padrinos filiales de la opción).
“Hay una morocha de piernas bien abiertas sentada arriba de uno con patillas,
que se relaja en el sillón con una mano en la concha de la chica y la otra en las tetas”.
Acaso se trata de ese recurso televisivo que hace que el cronista urbano estilo
Juan Castro, al hablar con un colectivero, nunca diga “trabajo” sino “laburo”, o que,
frente a un cartonero, hable de “morfi” y no de “comida”. ¿Qué problema hay con
decir “trabajo” y “comida” en lugar de “laburo” o “morfi”? ¿O con hablar de “pechos”
en lugar de “tetas”? ¿No existe ninguna otra forma de decir que “Dorian y Samantha
chupan pijas desde hace más de una hora”? Que el texto pierde nervio e impacto es
una respuesta menos relevante que la pérdida de la posibilidad de examinar sus
costuras. El texto no tiene ese momento epistemológico tan común en la crónica
contemporánea; no incluye un apartado en el que las autoras se preguntan qué es la
crónica y qué podría ser, qué están haciendo y para decir qué. Pero esas palabras
cochinas y la impunidad con las que se las emplea construyen discursividades que
dejan a la vista sus bordes y sus dobladillos, sus estrategias narrativas y sus tácticas
retóricas. Las cochinadas léxicas son pura epistemología. Momentos autoconscientes
en los que el lector es obligado a alejarse del texto para ser impelido nuevamente a
él.
La premisa de que quienes hacen porno son más que pornógrafos, que no
existe una identidad social pornográfica esencialista (la actriz, el director, el valijero,
el consumidor), que mantener relaciones sexuales frente a una cámara o en el
escenario de un club nocturno no implica una adscripción social fija sino una suma
de experiencias transitorias contradictorias, todo eso resulta menos una condición de
trabajo que una suma de síntomas que señalan una profunda crisis en un universo
que ―durante un breve lapso de tiempo― se consideró a sí mismo concluso y bien
articulado.
Si Wallace creía que la industria pornográfica estadounidense es una parodia
torpe de Hollywood y del país, ¿parodia torpe de qué podría ser el ambiente
pornográfico argentino? Quizás del país y quizás de todas sus promesas incumplidas;
quizás de “la farándula” que ocupa el lugar del sistema de estrellas hollywoodense.
O tal vez ese ambiente pornográfico en el que se celebran, traman, presentan y
anuncian películas que no se filman, que no se acaban, que ni siquiera se empiezan,
que no importan, es un recordatorio de que la producción cultural que pasa por fuera
de los artefactos fílmicos resulta tan importante como estos mismos artefactos. Esa
producción cultural puede ser debatida, aprobada o refutada, con argumentos
estéticos, políticos, éticos y hasta legales, pero lo que no puede hacerse es
desconocer su existencia. Si el juego es de rupturas y encantamientos, el libro de
Pasik y Cukar asume la responsabilidad pionera de probar que esa producción cultural
existe.
Marcelo Pisarro, “La familia pornográfica”, La Agenda, Buenos Aires, 14 de enero de 2015.