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La Agenda, Buenos Aires, 14 de enero de 2015

La familia pornográfica
Marcelo Pisarro

Una crónica sobre la industria pornográfica argentina, una industria que


nunca llegó a ser tal.

“La industria del cine para adultos es vulgar. ¿Quién puede no estar de
acuerdo?”. Eso concluyó el escritor David Foster Wallace en uno de los textos de
Hablemos de langostas, la colección de ensayos que publicó en 2005. La afirmación
asume una respuesta naturalizada (sí, claro que es vulgar, todos estamos de acuerdo
en que es vulgar), pero por debajo de esa afirmación late otra todavía más
naturalizada: que existe una industria del cine para adultos.
Escribía en 1998, en las galas de los AVN Awards, los premios anuales de las
películas pornográficas estadounidenses. El énfasis estaba puesto en la adjetivación.
La industria pornográfica ―adjetivó Wallace― es una parodia torpe de Hollywood y
del conjunto del país, una maquinaria que recoge muchas de las deformidades
hollywoodenses (la vanidad, la vulgaridad, el mercantilismo) para volverlas explícitas
y regodearse en ellas. En Estados Unidos, en 1998, Wallace no tenía ninguna razón
para reparar siquiera en la existencia de esa industria antes de calificarla como
vulgar; se la daba por sentada.

Nada de eso es posible en el mundo que retrata Porno nuestro. Crónicas de


sexo y cine (Marea, 2014), el libro de las periodistas Daniela Pasik y Alejandra Cukar
acerca de la industria del cine para adultos de Argentina en la segunda década del
siglo XXI. O mejor, acerca de la falta de una industria, acerca del agujero que quedó
luego de un despegue que no fue tal, de una suma de estrategias de subsistencia
que ocupan el espacio de una factoría de baratijas y de símbolos que no consiguió
hacer pie, que trastabilló, que cayó, que anda renga y en muletas. Porno nuestro es
una crónica sobre buscavidas y sobrevivientes, sobre personas que salen a ganarse
el pan a veces como pueden y otras veces como dicen que quieren; sobre gente que
quizás, de haber nacido en el mundo de Wallace, hubiese tenido una vida diferente
de la que tuvo. También es un relato acerca de lo que ocurre cuando el deseo de
sobresalir en un área específica de la industria del entretenimiento se convierte en la
certeza de que ya no queda una industria en la cual sobresalir. O que nunca existió
en ninguna parte.

La historia de esta industria fallida aparece retaceada, insinuada y desplazada


por las urgencias del presente rabioso de la crónica; sin embargo, pueden unirse los
jirones y darle una forma, una cronología y un destino. Empieza con una película
pionera de comienzos del siglo XX y acaba en clubes nocturnos en los que unos
cuantos trasnochados pagan por participar en castings de películas que quizás sólo
existan en la imaginación de sus productores. Es el decorado de fondo para los
personajes de la narración, pero también una hipótesis de trabajo: frente a la
ausencia de una industria audiovisual pornográfica emergen el rebusque, la inventiva
y otras múltiples destrezas para mantenerse a flote.

“Cine pornográfico” es una categoría que engloba las producciones


audiovisuales de contenido sexual explícito. La exhibición de este material está
prohibida por ley para menores de edad; por eso se emplea también la expresión
“cine para adultos”. Como definición es pobre, pero en general es la única definición.
Pocos analistas, teóricos y consumidores, y aún menos autores y partícipes, se
preguntan ―como se preguntaría un teórico del cine como Christian Metz, por caso―
si el cine porno es lengua o lenguaje, tampoco ensayan una fenomenología de su
narrativa ni juguetean con la imposibilidad de desglosar el significante-imagen sin
desglosar a la vez el significado de la imagen. El cine pornográfico parece reducido a
una entrada en los manuales de sociología y, a veces, de criminología; nadie se
ofende si se lo deja al margen de los cursos de semiótica y de la historia autorizada
del cine del siglo XX. Se define por las restricciones legales de su exhibición, las
cuales, como en loop, se convierten en gramáticas de producción.

La convención establece que antes del director y productor Víctor Maytland,


en Argentina, no había nada. “Maytland es el porno local ―escriben Pasik y Cukar―.
Antes de él no había nada, o había poco, y a partir de su primera gran idea cambió
todo. Fue el germen potencial de una industria que hoy es ambiente porque no le da
para tanto, pero que gira en torno a él. Las tortugas pinjas (1990) es un clásico del
cine argentino así como lo son, por ejemplo, Esperando la carroza (Alejandro Doria,
1985) o Nueve Reinas (Fabián Bielinsky, 2000). El nombre completo es Las tortugas
mutantes pinjas y es la película porno más vendida de la historia local. Incluso tiene
una remake estadounidense”.

Luego de Maytland no vino mucho más. Excepto César Jones, productor y


director que acaso sí se haya preguntado por la fenomenología de la narrativa del
cine pornográfico, “un pibe de La Plata que después de casi quince años de actividad
no sólo es el único al que respetan todos los que circulan en el ambiente del porno
local, sino que se convirtió en el renovador del género en la Argentina”. Maytland y
Jones son los dos pilares que sostienen la crónica de Cukar y Pasik. Por extensión,
dada la falta de otros intentos narrativos sólidos por sistematizar ese continente
ajeno, desconocido y casi sumergido, Maytland y Jones serían pues los sostenes del
porno local de la segunda década del siglo XXI.

Antes de Maytland, cuando había poco o nada, hubo películas como El ladrón
y La sobrina, en la década de 1940. Y hubo también un cortometraje titulado El
Satario, que se filmó en las costas de la localidad sureña de Quilmes en algún
momento entre 1907 y 1912. Esta imprecisión ―sumada a la severidad cronológica
de la primera cinta porno datada con exactitud, A L’Ecu d’Or ou la bonne auberge,
de 1908― alimenta la leyenda de que el cine pornográfico nació en Argentina; “como
el dulce de leche, la birome bic, el colectivo y Carlitos Gardel”, acotan las autoras.

A pesar de las señales que lo presagiaban ―cintas como Smart Alec, de 1951,
y The alley cats, de 1966, que ahora dan una impresión de artefactos fílmicos bien
hechos, elegantes, incluso capaces de despertar el interés de unos cuantos Christian
Metz―, el cine pornográfico irrumpió en la década de 1970. Se estructuró una
industria que llevaba y traía películas de Estados Unidos, Europa y Japón; se rodaron
cintas clásicas, como Garganta profunda (1972), Detrás de la puerta verde (1972) y
El Diablo en la señorita Jones (1973); directores como Gerard Damiano y los
hermanos Jim y Artie Mitchell gozaban de buena reputación; actrices como Linda
Lovelace no encarnaban aún todas las deformidades de Hollywood. Antes de internet
y de las videocaseteras, los espectadores concurrían a los cines, y la calidad técnica
de muchas de estas películas acercaba además a los públicos moralistas
biempensantes (y a Travis Bickle, quien, en el fondo, también era un moralista
biempensante). Estas cintas tenían buenos presupuestos y tramas con desarrollos
creíbles; contaban una historia que excedía al repartidor de pizza que llegaba a la
casa de una dama en portaligas.

La industria multimillonaria del porno se articuló en los años 80. Se filmó


mucho más y mucho más barato, se hiperbolizaron las partes pudendas de los actores
y algunos de ellos, como Ron Jeremy (o mejor dicho, el pene de Ron Jeremy) y Traci
Lords (o mejor dicho, la minoría de edad de Traci Lords), se volvieron iconos
culturales. Las caídas de los gobiernos militares en América Latina abrieron nuevos
mercados o, tal vez, movilizaron gestos de consumo que ya estaban inscriptos en
recorridos culturales previos. En 1984 el Instituto de Cinematografía disolvió el Ente
de Calificación y creó la Comisión Asesora de Exhibiciones Cinematográficas; las
películas de contenido sexual explícito obtuvieron un marco legal: la exhibición
condicionada. Ya no había prohibiciones, censuras ni tijeretazos; ahora bastaba con
tener 18 años para acceder a las películas condicionadas. Leída a la distancia, o con
distancia, la palabra “condicionada” suena bastante curiosa.
“En la década de los 80, pleno destape y con la democracia nueva, supo haber
una sala triple X en cada barrio y muchísimas en el centro, sobre la calle Lavalle. La
suba desmedida de impuestos como excusa para tapar, tal vez, cierta moralina
sumada al auge del VHS primero y el DVD después fueron ayudando a mermar la
cantidad. Los valijeros se empezaron a quedar en casa, y los cines con butacas
pringosas se fueron transformando en algo diferente”. Valijeros, así se llamaba a los
espectadores del microcentro porteño que, luego de la oficina o en la hora del
almuerzo, maletín en mano, se hacían un tiempo para acercarse a un cine triple x.
Porque el cine porno todavía era cine: se proyectaba en una sala, en la oscuridad, en
fílmico, con las marcas de cigarrillos de Tyler Durden en las esquinas, a la espera del
señor que vendía cajas amarillas de maní con chocolate (esto es sólo una presunción,
posiblemente falaz). Hasta que el videoclub mató a la estrella de los cines de butacas
pringosas.

“En los últimos veinte años cerraron muchas salas de cine regular, así que las
porno sufrieron bastante más, sin subsidios del INCAA ni ayuda de ningún tipo. Las
pocas que quedan en Buenos Aires son con otra dinámica y para público gay (se
apaga la luz, se enciende la película y vale todo), pero igual sobreviven apenas una
docena repartidas casi todas al sur de la avenida Rivadavia. Otro factor que colaboró
malamente para propiciar el cierre de tantas salas de cine porno fue la aparición del
VHS y luego el DVD. Más acá en el tiempo, Internet, la piratería, las restricciones y
una sucesión de eventos desafortunados fueron corriendo el eje y en la suma de
todas estas cosas se puede atisbar el inicio de la respuesta: la realización de películas
condicionadas dejó de ser un negocio y hacer films triple X ya no le rinde a casi
nadie”.

Los personajes que protagonizan o secundan la crónica de Cukar y Pasik


caminan por estas ruinas. Revuelven los escombros, hallan un cacharro todavía útil,
le soplan el polvo y le sacan lustre, tratan de descifrar si todavía sirve para algo. A
veces recuerdan que hacia 2007 había treinta o cuarenta empresas extranjeras
grabando porno en Argentina, que se hizo el primer Festival Internacional de Cine
Erótico de Buenos Aires, que hasta vino la Cicciolina y tuvo un accidente
automovilístico menor. Pero de eso sólo queda la evocación.

El porno ya no es el cine sino su ambiente. Eventos, castings abiertos al


público (previo pagar unos $150 por “probarse”), festivales, strippers, cosas así: “Se
junta gente, hay show, sexo y mucho intento de marketing barato”. En 2013 el único
que rodó en Argentina fue Maytland, pero el casting, el rodaje y las presentaciones
fueron fiestas. Ahí es donde está el negocio, o al menos, el filón para la subsistencia.

Al igual que los miembros de “el ambiente” que describen Pasik y Cukar, que
es lo que persiste en lugar de “la industria” que describía Wallace, la crónica pone
sus ojos en las simetrías binarias e inversas de Maytland y Jones, los únicos directores
que están haciendo algo además de fiestas. Maytland es un tipo grande y
experimentado, un tío jodón que va de fiesta en fiesta (o que las organiza y se lleva
la caja), que abraza y que se ríe en voz alta, que tiene trayectoria y te lo hace saber,
que se la rebusca y le sale bien, que “te explica” (esa distancia entre explicarle algo
a alguien y el “te explico”), que da cátedra con el codo en la barra; Jones es un tipo
de mediana edad recluido en su departamento platense, un ermitaño que bebe té y
piensa, un intelectual que tiene palabras rebuscadas en su vocabulario y que no teme
usarlas. El primero es el Gerardo Sofovich del porno. Sus películas tienen chistes
fáciles y efectivos, parodian los temas del momento, como Los Porno Adams, Follando
por un sueño y delicadezas así (“porno y chistes, un mix aparentemente imposible
que funciona porque así es su autor: nacional, popular y con ganas de cojer”); mira
al coito que filma ―afirman las autoras― como ve llover; dice vos ponete así, vos
acá y se va a fumar un cigarrillo. El segundo es el François Truffaut del porno, “un
intelectual que hace películas pornográficas que siempre inquietan, muchas veces
calientan, otras dan asco y en general producen un poco de las tres cosas”. Es
minucioso en los guiones, en las tomas, en los significados; planifica, aísla conceptos,
los desarrolla, los convierte en artilugios estéticos, los explica, se involucra. El
primero junta la comedia con porno; el segundo, el arte con porno.

Ambos son personajes interesantes y sugestivos; cada vez que aparecen el


texto gana en fuerza, profundidad y complejidad. Luego uno, como lector, sale del
texto y busca sus obras. Se divierte con Las tortugas pinjas, o con lo que aparece en
YouTube, que no incluye las escenas triple X pero que ni falta que hace; la
precariedad de esas imágenes parece iluminada, escudriñada, preparada para una
retrospectiva junto a Brigada explosiva contra los ninjas y Los bañeros más locos del
mundo. Se decepciona con los tráileres de las películas de Jones que encuentra en
YouPorn, no descubre el correlato entre las exigencias que el director le impone al
arte y esas imágenes que podrían ser una versión de bajo presupuesto de una
publicidad de I-Sat pero con gente que tiene sexo poco sutil.

Las autoras arriesgan que lo de Jones es posporno; él no está de acuerdo, lo


justifica: “Hay productos audiovisuales de posporno que me encantan. Lo que no me
gusta son las pastorales porno. No me las banco. El posporno casi por definición cree
que insertarse en la industria es como una impureza. Entonces circulan por carriles
muy determinados, hacen una muestra, exhibiciones o performances. A mí me
parece otro signo de prejuicio. Y además hay una declamación de la sexualidad de
una manera pública, como si fuera un gesto libertario que en realidad es torpe porque
cualquier tipo de sexualidad, para que germine, para que haya una cuota de
erotismo, necesita un espacio de intimidad. Vos no podés ir a los cuatro vientos
diciendo ‘ay, qué caliente que estoy, estoy mojada’. No vas a calentar a nadie”. Es
bueno leerlo ―siempre está Facebook y tampoco allí teme usar sus palabras
rebuscadas―, incluso es bueno leerlo ensayar sobre porno, pero no por eso a uno
deben gustarle sus películas porno. O los tráileres que se encuentran por ahí.

Entre Jones y Maytland circulan seres graciosos, anodinos, superados,


patéticos y superfluos. Hay algo en Porno nuestro que recuerda a La muerte joven
de Juan Carlos Kreimer: ese presente aplastante en el que no se sabe qué pasará en
un año o dos, quién seguirá arriba, quién se irá a pique, qué nombre será recordado
y qué nombre será olvidado. Por las páginas transitan personas de las que uno nunca
oyó hablar antes, como Milena Hot, Ana Touché, Rubén Danilo, Axel Rey, Lorena
Mexy y Samantha Black, y algunas otras personas de las que sí oyó hablar, como
Zulma Lobato o Nazarena Vélez, quien, según Maytland, quiso hacer un casting pero
no la dejaron porque era menor.

Porno nuestro no es un libro sobre cine porno (sobre sus elementos técnicos,
su dimensión semiológica, sus recorridos históricos en relación a otros géneros), sino
sobre personas que hacen cine porno en un tiempo y un lugar en el que no existe el
cine porno tal como se lo entendió cuando consiguió afirmarse como discurso público.
La investigación es un intento de rescatar a estos individuos del género (“la
pornografía”), de mostrarlos como algo más que un dato sociológico, pero también
es una prueba meticulosamente construida de que toda tentativa por escapar de las
adscripciones sociológicas (son todas putas) acaba en un giro violento que nos
devuelve a ellas (ah, pero también madres cariñosas).
La palabra “amor” aparece muchas veces. Las autoras cuentan lo que ven,
relatan lo que experimentan de primera mano. No vieron explotación, miseria,
cosificación, machismo, violencia, degradación ni falta de méritos. Vieron amor y
hablan de amor: “Amor de parejas que se dedican a lo mismo, amor de maridos que
están encantados con que su mujer sea actriz, amor de actores que nunca les dirían
a sus novias a qué se dedican, amor entre un director y una directora, amor que una
dupla supone secreto pero del que todos saben. Amor que falta y se busca, todo tipo
de amor. En el mundo porno hay ganas de sexo frente a cámara y de cucharita en
casa”.

Plantean una hipótesis ―o la sugieren, mejor, detrás de la hipótesis principal


de que no hay industria sino ambiente, que no hay narración cinematográfica sino
fiestas, que no hay seguridad ni celebridad sino rebusque― sobre el amor, la
defienden, intervienen. Es el único momento del libro en el que interceden de manera
explícita, aunque no usen para ello el “nosotros”. Sin embargo, editorializan, bajan
línea, y entonces uno, como lector, tiene derecho a estar en desacuerdo, a enfadarse
con el libro. Las autoras critican los “obscenos” festejos de San Valentín, celebración
importada por la globalización y el marketing, dicen; a las parejas histéricas que
toman un café hasta las tres de la mañana sin irse a la cama; y a la vez celebran los
boliches swingers en los que “todo es amable”.

“Afuera ya es diferente. Chica conoce chico, se gustan, coquetean, tienen una


cita, hablan, encuentran afinidades, incluso las fuerzan, se seducen y dejan pasar las
horas queriendo tocarse pero no se tocan, la ropa que eligieron para ser sacada se
queda puesta. Dan tantas vueltas y tardan tanto hasta que finalmente tienen sexo,
que después, en general, se descomunican. Adentro del mundo porno es diferente.
La frase de entrada es ‘hola chicas, ¿son del ambiente?’ y esa es la línea que divide
las aguas, la que hace que te dejen en paz si no querés jugar. Se puede
tranquilamente desarmar la palabra condicionado. ¿Qué condición hay? Sólo que
quieras participar. Todo el mundo está relajado, el público es normal, en el sentido
más normal de la palabra normal. Es todo más normal que en cualquier bar o boliche
al que iría lo que el resto de la gente llama ‘normal’. Un after office al que pueden
llegar dos amigas de levante, ¿es normal? Estar a la pesca, pero simulando que se
hace otra cosa, ¿es normal?”.

Tiene un dejo de Howard Becker y Erving Goffman, pero sin teoría de la


desviación, sin sociología de Chicago, sólo una opinión discutible. El libro provoca al
lector. El lector puede estar de acuerdo o no estarlo. Es una puerta abierta a la
disputa. Igual sucede en el uso de las herramientas del lenguaje.

Pasik y Cukar saben de escritura. Tienen experiencia y oficio, saben dónde


ubicar cada palabra y para decir qué, saben engatusar, seducir e incomodar. Conocen
las trampas del lenguaje escrito. Al reconocerlas, evitan desplomarse en las más
obvias (aunque sea inevitable meter el pie en alguna), y a la vez, dejan plantadas
montones a su paso. Y el lector cae en ellas como un chorlito.

Llama la atención la severidad con la que el texto trata a los personajes que
lo habitan. Se los dibuja con cariño, condescendencia, crueldad, admiración,
desprecio. Las autoras nunca irrumpen en la superficie de la crónica, pero allí nada
es neutro, “objetivo”, límpido. Aunque no empleen un “nosotras” explícito, sí son
parciales y toman partido, sus huellas son tajantes e impiadosas. En las
intervenciones de una actriz con seseo, por ejemplo, sustituyen las letras ese por
zetas: “Yo a Víctor lo conozí por un amigo en común en feiz. Ziempre digo que lo vi
en una fiezta pero no fue azí”. Si bien no emplean el “yo” de Wallace, o acaso por
eso, adjetivan sin piedad. Los perfiles que trazan son categóricos.

Acá hay dos ejemplos:

“Zulma Lobato es uno de esos seres a los que se llama ‘mediáticos’. Es una
travesti mal terminada que saltó a la fama en el programa exaltador de freaks Hechos
y Protagonistas, que conduce Anabela Ascar desde 2008. Zulma Faiad y Nélida
Lobato: en esos dos homenajes se reinventó esta persona triste, enferma, vieja y sin
sentido del ridículo que le lanzó al mundo su hit desde el cable. ‘Hasta Tinelli y el
Maipo no paro’, cantaba con su peluca rubia siempre mal puesta y la mirada
extraviada entre la locura y el estrabismo”.

“Samantha [Black], después de chupar tanto aparato para dejarlo erguido y


preparado para la función, se levanta transpirada, se seca la cara, toma un trago de
agua, mira hacia la nada mientras abre el plexo solar y eructa, eructa largo, y vuelve
a pasarle por la garganta el gusto de todas las pijas juntas. Escucha que una chica
del público se ríe de su desparpajo y, como haría un perro apaleado que sólo quiere
un poco de amor, algo de atención, sonríe feliz. Busca la carcajada aprobatoria final
y dice: ‘Es que entró aire durante la chupada. Qué linda que sos. Qué genia que te
rías. ¿Vos un mate conmigo ni loca te tomás, no? Jajajajaja’. Ella es una mascota de
verano que sabe que tarde o temprano va a ser abandonada, pero aprovecha el día,
el momento, el segundo en el que cree que le pertenece a alguien, que es parte de
algo”.

Una expresión como “el gusto de todas las pijas juntas” ofrece la excusa para
señalar otra decisión de escritura. En el texto no hay gente desnuda, sino gente en
bolas; gente que no se masturba, sino que se hace la paja; que no tiene sexo, sino
que garcha y coje, con jota de error ortográfico (en el apéndice se explica y justifica
la elección del incorrecto “cojer” en lugar del correcto “coger” y se nombran a Julio
Cortázar, David Viñas y otros como padrinos filiales de la opción).

Acá hay dos ejemplos.

“Hay una morocha de piernas bien abiertas sentada arriba de uno con patillas,
que se relaja en el sillón con una mano en la concha de la chica y la otra en las tetas”.

“‘Vamos, mis putitas’, dice el animador de un boliche swinger mientras dos


chicas se besan, se manosean, la pasan bastante bien en un escenario. Una es actriz
y le chupa las tetas a la otra, de anteojos, vestido ajustado y con la cartera aún
colgada. Lo que sucede ahí es sincero. No, es un show. No, es sincero. Quizás sea
las dos cosas. […] La actriz porno le baja el vestido a la chica de anteojos, ahora sus
tetas son parte de la escena y la cartera se cae al piso. Bailan con un intento de
sensualidad torpe, se tropiezan o pierden el ritmo de la música, la mano de uñas
rojas largas en la concha de una, la lengua en el pezón de la otra y los cuerpos fucsias
de calor. Eso es sincero. La que perdió la cartera ahora pierde los anteojos, y acaba”.

Durante la presentación del libro en la Fundación Tomás Eloy Martínez, la


periodista y escritora Ana Prieto se refirió a esta cuestión del lenguaje.

―Cuando me enteré de que Daniela y Alejandra estaba escribiendo un libro


sobre el porno ―dijo Prieto en la presentación―, lo primero que les pregunté fue
cómo iban a hacer para manejar el tema de las palabras ‘cochinas’. Sé que fue una
pregunta muy nerd, pero sucede que el porno maneja palabras que quién más, quién
menos, todos usamos en nuestra vida cotidiana, pero que resulta verdaderamente
raro ver impresas, y que en un libro sobre el porno son, desde luego, inevitables. A
menos que uno explícitamente busque textos así ―literatura erótica, o libros de Milo
Manara–, los lectores tenemos los ojos bastante deshabituados a esas palabras (no
están en la prensa, escasean en la literatura de ficción), y cuando irrumpen como
mala prosa nos pueden arruinar el día. Piénsese en las malas traducciones que vienen
desde España: uno está leyendo tranquilamente y de pronto aparece un ‘polla’ o un
‘follar’, y ya nos entra un veneno y queremos soltar el libro para siempre. Además
está el asunto de las equivalencias: ¿cuántos sinónimos hay de culo, cojer, pija?
¿Cómo se hace para escribir un libro en el que tienen que aparecer esas palabras una
y otra vez? Recuerdo que Daniela me contestó que todavía estaban en el proceso de
decidir cómo manejar el lenguaje, pero también recuerdo que a ella no le parecía el
problemón nerd que me parecía a mí que no hubiera demasiados sinónimos
utilizables en stock.

Acaso se trata de ese recurso televisivo que hace que el cronista urbano estilo
Juan Castro, al hablar con un colectivero, nunca diga “trabajo” sino “laburo”, o que,
frente a un cartonero, hable de “morfi” y no de “comida”. ¿Qué problema hay con
decir “trabajo” y “comida” en lugar de “laburo” o “morfi”? ¿O con hablar de “pechos”
en lugar de “tetas”? ¿No existe ninguna otra forma de decir que “Dorian y Samantha
chupan pijas desde hace más de una hora”? Que el texto pierde nervio e impacto es
una respuesta menos relevante que la pérdida de la posibilidad de examinar sus
costuras. El texto no tiene ese momento epistemológico tan común en la crónica
contemporánea; no incluye un apartado en el que las autoras se preguntan qué es la
crónica y qué podría ser, qué están haciendo y para decir qué. Pero esas palabras
cochinas y la impunidad con las que se las emplea construyen discursividades que
dejan a la vista sus bordes y sus dobladillos, sus estrategias narrativas y sus tácticas
retóricas. Las cochinadas léxicas son pura epistemología. Momentos autoconscientes
en los que el lector es obligado a alejarse del texto para ser impelido nuevamente a
él.

Y lo cierto es que, como dijo Prieto en la presentación, el libro “está


tremendamente bien escrito. La prosa fluye como un río y ninguna palabra
‘potencialmente disruptiva’ interrumpe el relato”. No lo interrumpe, no. Más bien, lo
desarregla.

Porno nuestro es una crónica de un presente frágil y perentorio. Es un libro


sobre cine pornográfico, pero no queda cine pornográfico que narrar en ese presente,
sólo una suma de iniciativas que ocupan un espacio yermo. Recorre los clubes
nocturnos, las casas de las actrices, los patios de comida de los shopping suburbanos
en los que los productores hacen sus negocios y los bunkers domésticos en los que
se traman nuevos quiebres y nuevas continuidades. Hay una fascinación rupturista y
encantada en la manera de perfilar a los protagonistas, en la irrupción de Maytland
y en la innovación de Jones. Y hay además una predisposición a mantener la sorpresa
de cada hallazgo y transmitir esa sorpresa al lector.

La premisa de que quienes hacen porno son más que pornógrafos, que no
existe una identidad social pornográfica esencialista (la actriz, el director, el valijero,
el consumidor), que mantener relaciones sexuales frente a una cámara o en el
escenario de un club nocturno no implica una adscripción social fija sino una suma
de experiencias transitorias contradictorias, todo eso resulta menos una condición de
trabajo que una suma de síntomas que señalan una profunda crisis en un universo
que ―durante un breve lapso de tiempo― se consideró a sí mismo concluso y bien
articulado.
Si Wallace creía que la industria pornográfica estadounidense es una parodia
torpe de Hollywood y del país, ¿parodia torpe de qué podría ser el ambiente
pornográfico argentino? Quizás del país y quizás de todas sus promesas incumplidas;
quizás de “la farándula” que ocupa el lugar del sistema de estrellas hollywoodense.
O tal vez ese ambiente pornográfico en el que se celebran, traman, presentan y
anuncian películas que no se filman, que no se acaban, que ni siquiera se empiezan,
que no importan, es un recordatorio de que la producción cultural que pasa por fuera
de los artefactos fílmicos resulta tan importante como estos mismos artefactos. Esa
producción cultural puede ser debatida, aprobada o refutada, con argumentos
estéticos, políticos, éticos y hasta legales, pero lo que no puede hacerse es
desconocer su existencia. Si el juego es de rupturas y encantamientos, el libro de
Pasik y Cukar asume la responsabilidad pionera de probar que esa producción cultural
existe.

Marcelo Pisarro, “La familia pornográfica”, La Agenda, Buenos Aires, 14 de enero de 2015.

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