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CAPÍTULO 4: ÉTICA Y DERECHOS HUMANOS

Salómon Lerner F

Introducción

LA CONCIENCIA de que la vida humana y la integridad física de todas las personas poseen
un valor absoluto debe ser considerada una de las más grandes conquistas de la
humanidad contemporánea. Tendemos a olvidarlo porque —respétese o no— esa
convicción se encuentra entretejida en nuestro sentido común. Sin embargo, visto en
una amplia perspectiva histórica, esa idea, como mandato universal y como garantía de
la que no puede declararse excluido a nadie, es de reciente data. Apenas hace un siglo
ejércitos conquistadores y fuerzas de ocupación coloniales practicaban el genocidio sin
rubor; hace solo unas décadas, era consenso internacional que la comunidad de
naciones no tenía nada que decir sobre la forma en que un determinado Estado ejercía
violencia sobre los habitantes de su territorio. Ciertamente, al mencionar un gran
cambio y una notable conquista humana en este ámbito, no se quiere insinuar
ingenuamente que el mundo haya dejado de ser violento e injusto. Lo sigue siendo, sin
duda, pero hoy, a diferencia de ayer, esa violencia es ilegítima, se halla por lo general
expuesta al repudio moral y, siempre que es posible, está sometida a la vigilancia y las
sanciones de una frondosa legislación aceptada por la comunidad de naciones. Hoy en
día se ha generalizado el convencimiento de que la protección y la promoción de los
derechos humanos —pues de eso hablamos— constituye obligación ineludible de todo
Estado o gobierno y de toda forma de acción política, y el respeto de los mismos ha
pasado a convertirse en última instancia en un criterio decisivo de la legitimidad y validez
de las conductas políticas. El camino seguido para llegar a estas convicciones ha sido
largo y dificultoso. La conciencia de los derechos humanos —de hecho, la noción misma
de humanidad— ha tenido que abrirse paso enfrentando prejuicios e intereses, y
poniendo atajo a la inclinación histórica de las comunidades humanas —sean culturales,
políticas o de cualquier otro orden— a reservarse para sí y los suyos todos los derechos
y prerrogativas que niegan a los demás. Y en ese camino, como es sabido, ha sido
necesario, también, vencer las resistencias de uno de los dogmas más perturbadores de
la Modernidad: aquel que postula la razón de Estado como una sustancia superior a las
personas que autoriza al poder político a pasar por encima de ellas en ciertas
circunstancias. Ahora bien, la doctrina de los derechos humanos, constituida poco a
poco también en una cultura, no puede ser considerada todavía como una conquista
definitiva. Ella está mejor arraigada y tiene una existencia práctica más clara en ciertas
sociedades, aquellas en las que las instituciones democráticas se han consolidado y
donde el igualitarismo ha llegado a impregnarse en el sentido común. Pero en otras
realidades sociales está vigente todavía la tarea de transportar la letra de los tratados y
leyes que protegen los derechos fundamentales hacia los hábitos mentales de la
población y a la interacción cotidiana entre la gente y entre ella y las instituciones del
Estado. En el caso del Perú, como en el de muchos países que han atravesado situaciones
de intensa violencia, esa tarea cobra además un cariz especial. En tales sociedades, la
confirmación de una cultura de respeto de los derechos humanos no consiste solamente
en una tarea que mira hacia delante, sino también en una obligación de mirar hacia atrás
para reescribir la historia con los principios, orientaciones de valor y categorías jurídicas
propios de dicha doctrina. Se hace necesario, así, practicar una memoria que rescate
principios éticos y cívicos que en su momento fueron ignorados. Tal memoria podría ser
también la motivación principal para que, en esa sociedad que sale de la violencia y
transita a la democracia, se postule como rasero ético ineludible el reconocimiento
pleno de la humanidad de todos y de la dignidad que es intrínseca a dicha condición. Se
trata pues de propiciar, alimentándose del recuerdo moral, una conciencia ciudadana
de los derechos inherentes a todos, así como de hacer que el Estado y el gobierno se
comprendan a sí mismos como instituciones que se legitiman en el respeto y servicio
debido a sus ciudadanos. Lo que está en cuestión no es de dimensiones modestas sino
al contrario, pues implicaría asumir que la convicción del valor absoluto de los derechos
humanos constituye hoy por hoy una suerte de línea demarcatoria entre el territorio de
la barbarie, que debemos abandonar para siempre, y el de la civilización. «Civilización y
barbarie» es una oposición ya vieja en la tradición intelectual de América Latina, una
antinomia que se remonta al entusiasmo por la ciencia y el progreso propios del siglo
XIX, un entusiasmo que hoy percibimos como ingenuo a la luz de las varias hecatombes
y desastres humanitarios que la humanidad moderna engendró una vez que estuvo en
pleno dominio de sus fuerzas. Puede resultar, pues, una distinción poco pertinente si es
que la seguimos entendiendo en esa dimensión técnica, positivista, etnocéntrica,
apegada a una diferenciación rígida entre mundos tradicionales y mundos modernos.
No lo es, sin embargo, si se sabe renovarla a la luz de esa cultura contemporánea que
aquí se menciona y, en consecuencia, si se señala que lo que sitúa a una comunidad
política de un lado de la frontera o del otro es, a fin de cuentas, su determinación y su
voluntad de constituirse en sociedad apta para la realización humana en libertad. No
resulta, pues, civilizada o bárbara una sociedad por el despliegue mayor o menor de su
poderío industrial o de su capacidad de innovación científica y técnica; no lo es,
tampoco, por la racionalidad formal de sus sistemas políticos y administrativos, ni por la
eficiencia o ineficiencia de su organización económica. Lo es, simple y llanamente, por
el grado en que ella ha sabido organizar el poder público y despertar la conciencia de
sus habitantes de manera que esa sociedad sea siempre una sociedad para seres
humanos y no una maquinaria que se sirve de los seres humanos en nombre de una
ilusión de poder, sea éste político, económico o de cualquier otra índole. No es difícil,
para quien obre de buena fe, percibir los hitos que conforman esa línea demarcatoria,
el primero de los cuales —«no matarás»— es al mismo tiempo la exigencia suprema de
diversas religiones practicadas por las sociedades humanas y el principio básico de la
ética ciudadana de cualquier comunidad laica. Ese precepto, sin embargo, sería una
forma muy limitada de entender las obligaciones e ideales contemporáneos, si quedara
entendido en su estricta acepción de permitir la subsistencia física de las personas. El
hecho que cada vez con más vigor se abre paso en las conciencias individuales y
colectivas, por el contrario, es que nuestro deber no es simplemente permitir la vida
absteniéndose de suprimirla o limitarla —una consideración de los derechos humanos
desde la negatividad— sino luchar porque una vida humana digna esté al alcance de
todos los miembros de la comunidad, lo que significa transitar hacia una comprensión
positiva, constructiva y política, en el más amplio sentido del término, de esa doctrina.
Queremos, pues, vivir en comunidades civilizadas, y ello implica desplegar un esfuerzo
por edificar una comprensión más rica de los derechos humanos, una comprensión que
en su núcleo central contenga el respeto de esa dignidad elemental —asociada
inevitablemente a la intangibilidad de nuestra existencia física y a una amplia autonomía
para obrar y decidir— y que al mismo tiempo contemple, con la misma urgencia y con
el mismo sentido de obligatoriedad, la expansión y la verificación práctica de los
derechos económicos, sociales y culturales que asisten a todas las personas y a todos
los ciudadanos. Esto último está firmemente asociado al desarrollo de la doctrina de los
derechos humanos en las últimas décadas en la discusión jurídica mundial. Si bien desde
la misma Declaración universal de los derechos humanos, a mediados del siglo XX, tales
derechos fueron reconocidos en toda su compleja amplitud, durante mucho tiempo no
ha estado claro si el bienestar social, la educación, la atención de salud podían ser
reclamadas con la misma fuerza jurídica con que, por ejemplo, se reacciona ante un
atentado contra la vida, contra la integridad física o contra la libertad de expresión o de
circulación. Hoy esa bruma de casi medio siglo sobre los llamados derechos sociales,
económicos y culturales se va disipando, y no debería pasar mucho tiempo antes de que
los Estados deban responder por ellos no solamente con vagas declaraciones de
intención, sino con acciones concretas sometidas al escrutinio interno e internacional.
Lo dicho significa que frente a los derechos humanos, que concebimos de manera cada
vez más completa e integral, los Estados no tienen solamente una obligación de
abstenerse —no trasgredirlos— sino también, con la misma claridad, una obligación de
hacer —garantizarlos y promoverlos, prestar servicios para que ellos sean materia de
disfrute general. No es, pues, con la sola abstención del Estado o de cualquiera otra
organización política respecto del uso de métodos de violencia como se podría llegar a
construir esa cives, esa comunidad civil, que tenemos en mente cuando hablamos de
democracia. Ella reclama, más bien, pasar de la abstención a la acción, de una conciencia
tranquila, refugiada en la sola convicción de no haber sido agente de daño, a una
conciencia inquieta, sobresaltada una y otra vez por la certidumbre de que siempre se
puede hacer algo por los demás, de que siempre hay alguien que necesita nuestra
presencia solícita, de que, como enseñó Tomás de Aquino, el pan que retenemos le
pertenece al hambriento. Esto quiere decir, complementariamente, que si el
establecimiento de una comunidad plena de derechos comienza por el indispensable
respeto a los demás —a su integridad física, a su derecho de creer, opinar y obrar
libremente— ella solo camina hacia la madurez cuando el respeto se transforma en esa
forma de cultura activa que llamamos solidaridad. Esta nace del respeto, pero lo
trasciende o, mejor aun, lo desarrolla al hacer de él una forma creativa del desasosiego,
una corriente de conciencia que permite entender que la inocencia —o, más bien, la no
culpabilidad— no es suficiente cuando nos rodean el sufrimiento y la miseria de nuestros
semejantes. Esta línea de razonamiento no está en contradicción con la indispensable
base jurídica de los derechos humanos, pero sí abre otros caminos complementarios.
Cuando se dice que el respeto de los derechos humanos es o puede ser una cultura, se
está hablando, en efecto, de un conjunto de representaciones de la realidad —creencia
y convicciones, formas de actuar, sentir y pensar— que incluyen pero van más allá de la
normatividad legal. Una cultura es una forma de estar en el mundo y, más precisamente,
de estar con los demás en el mundo. Y por ello una pulsión de solidaridad —que, como
es evidente, difícilmente puede ser legalmente exigible— constituye la esfera mayor
dentro de la cual los derechos humanos pueden tener una existencia más segura y
significativa para todos. Lo dicho, una vez más, manifiesta su relevancia cuando se
examina las encrucijadas que un país enfrenta al lidiar con el legado de la violencia. Se
ha dicho muchas veces que, en los países de América Latina, las reiteradas épocas en las
que se enseñoreó la destrucción y la degradación extremas fueron posibles en gran
medida por la indiferencia arraigada en la vida cotidiana, por esa disposición a sentirse
bien cerrando los ojos, contentándose con el consuelo egoísta de no atropellar ni ser
atropellados. Hoy, el riesgo de la indiferencia no ha concluido: expuesta la verdad,
señalados los grandes vacíos de los Estados y sociedades en los que prosperó la
violencia, tienen por delante la misión de transformar ese conocimiento en una nueva y
más exigente aproximación ética a nuestras vidas. Convertir el respeto y la condolencia
en solidaridad es un gran desafío y no solamente en lo que concierne a la herencia de la
violencia que se pueda haber producido, sino también en lo relativo a la edificación de
una democracia equitativa, en la que, al igual que la muerte, la tortura o la desaparición,
la pobreza y la hondas privaciones de la mayoría sea un escándalo, y la lucha contra ellas
se convierta en el gran rasero con el que se mide la legitimidad y la vigencia de las
propuestas políticas. No cabe ignorar, por otro lado, que este esfuerzo por edificar la
democracia tiene lugar ahora en una peculiar situación mundial marcada por la
globalización de las distintas formas de relación entre Estados, naciones o pueblos, y es
en ese contexto, también, que corresponde encaminar esfuerzos y demandas. Esa
globalización, sin embargo, no ha de ser entendida en el sentido limitado relativo a la
interconexión instantánea de países y a la evaporación de las fronteras que sostenían el
pasado mundo geopolítico heredado de la Paz de Westfalia. El fenómeno que hoy se
vive es más profundo e interesante aun, y se vincula con el replanteamiento de los
agentes de la política y de la economía en el mundo, que, en el primer caso, dejan de
ser solamente los Estados y las agrupaciones que compiten por controlarlo y dirigirlo, y
se amplía, más bien, a las muy variadas instancias —organizaciones, grupos de interés,
colectividades— que constituyen la denominada sociedad civil. Así, correlativamente al
debilitamiento del Estado nacional como agente político central, o como instancia
exclusiva y soberana de las decisiones públicas, acceden a esa categoría de agentes, y
por tanto corresponsables en la defensa y protección de los derechos humanos,
personas e instituciones no estatales que deben tener ya un espacio de gravitación
formal en el nuevo sistema jurídico y político internacional al mismo tiempo que se
hacen cargo de sus nuevas responsabilidades. Existen todavía serios desfases que
remediar entre esta nueva conciencia moral y el sistema de normas jurídicas que obligan
a los Estados. La tolerancia a los crímenes cometidos en nombre del orden del Estado,
los reductos de impunidad que todavía ciertos gobiernos garantizan a nacionales y aun
extranjeros haciendo burla del nuevo consenso moral que impera en el mundo, las
cortapisas a la sociedad civil o, incluso, las limitaciones que a veces se coloca ella misma
para cumplir con sus deberes como agente vigilante y promotora de los derechos
humanos, todos esos son desafíos que afrontar en todo el mundo. Hoy se sabe mejor
que ayer, en todo caso, que así como hay obligaciones morales para las personas, las
hay también para los Estados y que ya no es admisible la entronización de una «lógica
de Estado» como argumento para justificar el atropello de los derechos fundamentales
de las personas. En relación con este tema conviene llamar la atención sobre otro
elemento que se desprende de lo que ya señalado. Se ha mencionado que respetar los
derechos humanos no es solamente un gesto de abstención —«no matarás»— sino, con
la misma fuerza, un acto afirmativo. Del mismo modo, la lógica de Estado no solamente
debe quedar descartada como justificativo de atropellos, sino también como excusa de
Estados y gobiernos para no hacer justicia cuando hay una situación injusta que debe
ser remediada. En efecto, la justicia no debe, no puede, estar sometida a un cálculo de
conveniencias y oportunidades, como sí puede estarlo la administración rutinaria del
Estado. Una injusticia es, debe ser, una situación anómala para todo Estado
democrático, y este debe sentirse impulsado a hacer esfuerzos excepcionales para
remediarla. En muchos países, entre ellos el Perú, se avanza hacia los derechos humanos
desde un pasado de violencia, se vive un tiempo de reconocimiento y se enfrenta un
futuro que demanda de nosotros acciones urgentes. Recordar, entender y actuar son
los imperativos que obligan hoy a los ciudadanos de estos países y no parece arbitrario
hallar en esta triple obligación un paralelismo con esas tres facultades —memoria,
inteligencia y voluntad— que, según la doctrina de San Agustín, se conjugan y entretejen
para conformar la unidad de la persona humana y social. Se configura de esta suerte un
camino ético-social que es responsabilidad de todos; es el camino del recuerdo, del
reconocimiento y de la acción, de manera que se pueda manifestar ante la propia
conciencia y ante la de los demás que la defensa de los derechos humanos no es
solamente un elemento entre el programa de acción de un pequeño grupo sino que
debe ser la forma de ser democráticos y justos. Ciertamente, ese camino moral tiene la
propiedad de transformar las habituales ocupaciones y preocupaciones y puede
manifestarse como un elemento decisivo en la constitución interna de cada persona
como sujeto de la moral. De lograrlo se asumirá como una experiencia vivida e
inolvidable lo que antes sólo se conocía de modo abstracto y por ello incompleto, y se
sabrá, sin asomo de dudas, que la defensa de los derechos humanos —ya asimilados
como cultura— es una tarea de todos, que ella no es solamente un acto de justicia frente
a los demás, sino también —y de manera prominente— una aventura de constitución
integral de la propia vida. Así, siguiendo —aunque sin tener plena conciencia de ello—
las enseñanzas de Emmanuel Lévinas, se considerará al otro como el que en último
término nos constituye y quien por tanto otorga sentido a la existencia y a la libertad;
ese otro que es sobre todo el desvalido: el huérfano, la viuda y el peregrino, en suma los
sufrientes, hombres y mujeres humildes de quienes no se habla porque han sido
arrojados al reino de la in-significancia.

Referencias Bibliográficas:

Giusti, M. y Tubino, F. (2007) DEBATES DE LA ÉTICA CONTEMPORANEA.Universidad Católica


del Perú.

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