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(Pre)textos para el análisis político

Disciplinas, reglas y procesos


(Pre)textos para
el análisis político
Disciplinas, reglas y procesos

Eduardo Villarreal Cantú


Víctor Hugo Martínez González
(coordinadores)
320
P3442 (Pre)textos para el análisis político. Disciplinas, reglas y procesos /
Eduardo Villarreal Cantú y Víctor Hugo Martínez González (coordinadores)
México : Flacso México : Universidad Von Humboldt, 2010.
____ p. : gráf. ; 15x23 cm.

ISBN 978-607-7629-37-5

1.- Ciencias Políticas. 2.- Sociología Política. 3.- Sistemas Políticos.


4.- Cambio Social. 5.- Políticas Públicas. I.- Villarreal Cantú, Eduardo,
coord. II.- Martínez González, Víctor Hugo, coord.

Primera edición: 2010


D.R. © 2010, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede México
Carretera al Ajusco núm. 377, col. Héroes de Padierna, Tlalpan, 14200 México, D.F.
www.flacso.edu.mx

D.R. © 2010, Universidad Von Humboldt


Nayarit núm. 300, col. Unidad Nacional, 89410 Ciudad Madero,
Tamaulipas, México

Coordinación editorial: Gisela González Guerra


Cuidado de edición: Julio Roldán
Diseño de forros: Cynthia Trigos Suzán
Diseño de interiores y formación electrónica: Flavia Bonasso
Asistencia editorial: Alma Delia Paz

ISBN 978-607-7629-37-5

Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por académicos externos de acuer­do
con las normas establecidas por el Comité Editorial de la Flacso México.

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la


presente obra, sin contar previamente con la autorización por escrito de los editores, en tér­
minos de la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, de los tratados internacionales
aplicables.

Impreso y hecho en México. Printed and made in Mexico.


Índice

Introducción
Víctor Hugo Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Primera parte
Disciplinas

Ciencia política
Víctor Alarcón Olguín. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
Sociología política
Ángela Oyhandy Cioffi. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
Psicología política
Ricardo Ernst Montenegro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

Segunda parte
Reglas e instituciones

Constitución
Enrique Serrano Gómez. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Democracia
José Luis Berlanga Santos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Sistemas de gobierno
Moisés Pérez Vega. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Partidos políticos
Víctor Hugo Martínez González. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Tercera parte
Esferas y procesos

Sociedad civil
Sergio Ortiz Leroux. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Movimientos sociales
Martín Retamozo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Políticas públicas
Eduardo Villarreal Cantú. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Introducción

Por algún azar inefable, quienes presentamos esta obra comparti-


mos la curiosidad cognitiva por la política; a tal grado que, si nuestra
vida no fuese de ello una prueba, nos parecería un exceso que ese in-
terés común refuerce la amistad y sus placeres. Política y amistad no
son conceptos y ejercicios opuestos, especialmente cuando la alegada
oquedad ética de la política se objeta y resiste. Quienes coordinamos
esta obra creemos, así, en una política asociada a valores, que pueden y
deben debatirse, pero en ningún caso sucumbir inopinadamente ante
“las razones del poder”. Éste tiene confines y, de vez en vez, hay que li-
tigarlo, como mostrara Jim Jarmusch en las imágenes de Los límites
del control.
Por otro generoso azar, nuestras formaciones y especializaciones
académicas también coincidirían. La cohabitación en aulas, igualmen-
te favorable para sumar nuevas y muchas lecturas que para despe-
jar la relatividad de los grados escolares (“cultura mata currículum”,
como bien dice el argot), generaría el deseo de realizar esta obra. Ahí
y entonces, por el reconocimiento de las labores que estaríamos ha-
bilitados a emprender, este libro fue tomando su primera y nebulosa
forma. Un segundo andamio vendría con nuestra participación en el se-
minario de análisis político organizado en 2007 por la Universi­dad von
Humboldt (Ciudad Madero). Desde entonces hasta la fecha, la madu-
ración de ese deseo liberó las ideas que a continuación esbozamos.

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Víctor H. Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú

(Pre)textos para el análisis político

Si un pretexto es un motivo para hacer algo, los textos aquí reunidos


tienen causas concretas y disimuladas. Las primeras son el armado de
un libro alrededor de ciertos conceptos políticos que, por su trascen-
dencia, ofrezcan al interesado en la política claves, marcos y literatura
para su análisis. Estos textos son el pretexto para montar un peque-
ño manual introductorio. Subrayamos “pequeño”. Quien lea este trabajo,
téngalo presente, accederá a un conocimiento insuficiente de la apasio-
nante complejidad política; pero también apostillamos “introductorio”,
pues la aprehensión de estos textos supone información necesaria para
adentrarse en esa misma complejidad. El modelo que seguimos, vale
confesarlo, fue el del libro que nos hubiera gustado leer cuando fuimos uni-
versitarios; uno que, pese a todas sus flaquezas, ausencias y erratas, sig-
nificase un aliento a la vocación del joven atraído por la política y esa
tan suya capacidad de seducirnos.
Debajo de esa causa franca, el libro encubre un pretexto menos
obvio: creemos, con menos arrogancia que ilusión, estar en condicio-
nes de aportar textos actualizados y pertinentes. Debiera ser así por
la formación académica, reciente, seria y sistemática de la que fuimos
beneficiarios en las mejores instituciones de este país. Por esa suerte,
este libro es también un tributo a los maestros que fueron eso para
nosotros: maestros en el sentido más imborrable, a efecto de cuyas
enseñanzas resultamos contagiados del entusiasmo por el debate y la
circulación de las ideas. Cual herederos de una generación previa, dis-
tinguimos el mejor agradecimiento en seguir haciendo rodar la pa-
sión por el conocimiento. De ellos a nosotros, y ahora de nosotros a
nuestros alumnos o lectores universitarios, cabe esperar que la ins-
trucción transmitida incluya no sólo lecciones y diagnósticos clásicos,
sino también pedagogías y enfoques diferentes (y hasta disruptivos)
del lenguaje técnico más conocido y aceptado. Cuestión de generacio-
nes, pero sobre todo de la propia naturaleza inasequible del conoci-
miento. Los conceptos sociales, por algo lo decía Weber en sus ensayos
metodológicos, son necesariamente mudables. Brindar un reporte re-
novado de algunas de estas evoluciones conceptuales inspira así este
esfuerzo.

10
Introducción

Estos pretextos de distinto color, no es necedad insistir en nuestra


mejor justificación, quieren poner a disposición de los estudiantes un
conjunto de textos útiles para el análisis de la política. Con ese blanco,
lo que el lector tiene en sus manos son unos (pre)textos conjugados
como ensayos preparatorios para su deseable y posterior encuentro con
las obras, autores y agendas académicas aquí integradas. (Pre)textos ins-
trumentales a ese fin. Discutir la política, ensanchar sus entradas y ni-
veles de debate, recalcar la imposibilidad de declararla muerta, silente o
estéril, apurar la curiosidad por entenderla y, al mismo tiempo, conve-
nir felizmente en que esto sea una tarea inacabada e inacabable es, pues,
el mayor pretexto que nos mueve. A ello pensamos que contribuye la
siguiente estructura de trabajo.

La arquitectura de (Pre)textos

Como las familias descienden de otras, así los libros descienden de


otros, escribió alguna vez Virginia Woolf. Un libro para el análisis po-
lítico —lo tenemos por cierto y reconocido— no es precisamente una
oferta inventiva ni el develamiento de un territorio ignoto por recorrer.
Lo sabíamos al principio y más ahora después de revisar manuales, tra-
tados, léxicos, diccionarios o introducciones al pensamiento político,
con los que nuestros (Pre)textos guardan (y presumen) cierto aire de
familia.
¿Cómo validar en esa prolija atmósfera bibliográfica otro libro rein-
cidente? Las apuestas serían dos: 1) con una amplia convocatoria entre
especialistas en el concepto que firman aquí,1 y 2) mediante una estruc-
tura que, como efecto de su seguimiento por parte de los autores, garan-
tizara la confección de estados del arte del tema abordado.
A causa de los flemáticos pero indispensables dictámenes acadé-
micos y arbitrajes editoriales, no están aquí todos los ensayos recibi-
dos, pero ello no es óbice para que la compilación sea rica e ilustrativa.
Gracias, por otra parte, a que los autores suscribieron la estructura pro-

1
El elenco de autores de (Pre)textos incluye a dos auténticos maestros, a quienes agradece-
mos su confianza y espaldarazo a este proyecto: Enrique Serrano Gómez y Víctor Alarcón
Olguín.

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Víctor H. Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú

puesta, sin por ello ahogar su escritura personal, la compilación entrega


una panorámica sobre conceptos capitales del análisis político, siste-
matizando y discutiendo a beneficio de tal fin las definiciones, historias
literarias, debates contemporáneos y lecturas recomendadas para la expo-
sición de los conceptos tratados. Como ya lo mencionamos, el “paisaje
de fondo” para que nuestras apuestas resultasen efectivas ha sido nues-
tro propio concierto como politólogos, sociólogos o psicólogos socia-
les de reciente formación. Que ciertas teorías posclásicas de la sociedad
civil, los partidos políticos, las políticas públicas o los movimientos so-
ciales desfilaran y destacaran en nuestros cursos, es cosa de un azar que
nos supera. Compartirlas, con el ánimo de aprontar un pretexto para
el análisis de la presunta novedad de estos planteamientos es, en cam-
bio, una responsabilidad que en el camino de su cumplimiento no per-
dió el encanto.

Temas y problemas conceptuales de (Pre)textos

“No puedo entender el gusto de la gente por Every breath you take, una
letra deprimente sobre un tipo obsesivo”. Así expresaba Gordon Sumner
(mejor conocido como Sting) su sorpresa ante la canción menos román-
tica y alegre de The Police que, vaya cosa, el público creyó un texto de
amor y dicha. Esta fortuna ocurre, a decir de Simmel, cuando las obras
ganan su propia autonomía y despiertan las lecturas o recepciones más
disímbolas.
Por la diversidad de ensayos aquí reunidos, por su naturaleza inter-
conectada, mas no rígida ni lineal, y porque es nuestro deseo que el lec-
tor ingrese a este “bosque narrativo” por la puerta de su agrado, interés o
capricho, este libro no posee un tablero de direcciones unívoco o invio-
lable. A guisa, sin embargo, de algunas (flexibles) instrucciones de uso,
organizamos sus temas y problemas conceptuales del siguiente modo:

1) Disciplinas: ciencia política, sociología política, psicología política.


2) Reglas e instituciones: constitución, democracia, sistemas de gobier-
no, partidos políticos.
3) Esferas y procesos: sociedad civil, movimientos sociales, políticas
públicas.

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Introducción

El desarrollo de estos temas, dispuestos en los compartimentos de


sus definiciones, historias literarias y debates contemporáneos, anu-
da ciertos problemas conceptuales del análisis político al que este libro
quiere servir de pretexto, marco y herramienta. A juzgar por el conoci-
miento, generosidad y erudición (véanse los capítulos de “Ciencia políti-
ca” y “Constitución”, elaborados por Víctor Alarcón y Enrique Serrano,
respectivamente) que los autores pusieron en el empeño, sentimos que
para el lector valdrá la pena el tiempo de consumir estas páginas. Sirvan
las siguientes entradas para estimular su apetito.
En “Ciencia política”, Víctor Alarcón expone que ésta es una disci­
plina consolidada, cuya permanente e insaciable búsqueda de autono-
mía e identidad refleja no una crisis, sino una expansión creciente e
interactuante con otros campos epistemológicos. Su más íntima trayec-
toria es ésa: la de los balances, autocríticas y epítetos (Dahl dixit), sobre
los que la ciencia política se rehace y continuará reproduciéndose.
Pero no sólo de enfoques teóricos y metodológicos diferentes o pro-
gramas de investigación contrarios están hechos los contradictorios ve-
redictos sobre la salud o enfermedad de la ciencia política. También,
entiende y polemiza Alarcón, de un fardo de egos en competencia, na-
rrativas en disputa y, en otras tantas ocasiones, de desconocimiento o
desprecio frente al difícil pero meritorio avance de la disciplina. Que la
ciencia política no tenga una teoría general o un cuerpo homogéneo de
conocimientos, que sea híbrida y en su seno acoja las teorías más dispa-
res, es un atributo de su fortaleza.
Que los politólogos, en cambio, sean renuentes a remontar las igno-
rancias mutuas desde las que sus líneas de estudio han crecido, aprecia
Alarcón, es un punto flaco a combatirse con el debate entre pares, la re-
cuperación del trabajo en proyectos colectivos, la creación de contextos
de exigencia y calidad objetivas que trasciendan los propios de una pers-
pectiva, academia o grupo en particular. Superar, pues, el lugar común
de “las mesas separadas” y la división de la disciplina en corrientes o es-
cuelas para, sin obviar estas fructíferas diferencias, avanzar hacia “un en-
foque integral e integrador que configure el concepto de una disciplina
sintetizadora, sistemática, acumulativa y extensiva”.
A ello apunta Alarcón, aprontando los registros que respaldan su
propuesta, en un itinerario que captura: a) los inicios de la ciencia política
en el siglo xix hacia elementos explicativos más allá de la argumentación

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Víctor H. Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú

histórica, la justificación ética o la mera descripción; b) la incidencia del


positivismo, el racionalismo y el método científico en la construcción de
una ciencia política con contenido empírico; c) los frutos de la ciencia
política a partir de seis enfoques: institucionalismo, conductismo, análi-
sis sistémico, elección racional, marxismo y posmodernismo.
Que la ciencia política precisa esquivar las tentaciones de un relato
soberbio y excluyente, queda, por otro lado, ejemplificado con el tex-
to de “Sociología política”, a cargo de Ángela Oyhandy Cioffi. La cien-
cia política conductista, cercana, pariente e imitadora en su momento
de los métodos y técnicas de la sociología, fue definida por Duverger
como sinónimo de sociología política. A ello, empero, seguiría una dis-
criminación arrogante que, en palabras de Brian Barry (1974), separa-
ría a la ciencia política sociologizante (“menor, precientífica”) de una
supuesta ciencia política objetiva, auténtica y definida por el paradigma
economicista. Desde la sociología política, explica Oyhandy a través de
sus clásicos (“libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir”,
atesora Ítalo Calvino), la diferenciación con la ciencia política puede no
ser grosera, y sí razonada y fecunda. La sociología política, así el caso, se
definiría entonces también desde “una opción superadora de las rígidas
separaciones disciplinarias”.
Si la sociología política comparte con la ciencia política la fascinan-
te discusión sobre el significado de la política y el poder político,2 ésta,
beneficiándose de ese terreno común y del “tipo de preguntas y el punto
de vista que caracterizan el hábito sociológico de considerar las accio-
nes humanas como elementos de elaboraciones más amplias”, posibili-
taría estudiar el campo político en relación con otros aspectos sociales
(economía, educación, familia, cultura). Lo político, pues, observado y
articu­lado analíticamente dentro (pero también más allá) de sus aspec-
tos o dimensiones institucionalizadas.
La sociología política, si de debates clásicos hablamos, se apropia del
problema del orden social. ¿Cómo y por qué la sociedad existe y sobrevi-
ve?, es una interrogante que, en clave sociológica, Oyhandy detalla recu-
rriendo al estructural-funcionalismo (Parsons, Merton, Alexander) y al

2
¿Qué es la política y qué puede esperarse de ella? es, no en balde, una pregunta canónica del
pensamiento político que Norberto Bobbio prioriza en su obra (Fernández Santillán,
1996: 55-59).

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Introducción

marxismo (Marx, Gramsci y epígonos). Si el primero enfatiza, con evi-


dencias que así lo avalan, la política como un centro de integración so-
cial; el segundo, tampoco carente de pruebas, resalta la dominación que
de lo político es consustancial y privativo. Dos miradas rivales y, sin em-
bargo, sostiene y despliega Oyhandy, imposibles de erradicar por cuanto
la naturaleza inacabada del (des)orden social se juega justamente en esa
contingente e irreductible ambivalencia política.
Ambivalentes, y por eso mismo persuasivos, son también los aportes
de la sociología política al funcionamiento de la democracia en las socie-
dades complejas. Por un lado, sistematiza la autora, la corriente desen-
cantada (Mosca, Michels, Pareto) para la que la democratización social
deviene en la trágica pero inevitable burocratización de la política.3 Por
otro, renuentes al elitismo democrático de Schumpeter, los enfoques
(de raíces marxistas, unos; de corte pluralista, otros) para los que la de-
mocracia no es sólo posible sino un horizonte de continua y deseable
radicalización.
“Psicología política”, capítulo final de la primera parte titulada
“Dis­ciplinas”, constituye una entrada particularmente jugosa. Para vi-
gorizar la discusión contra todo empeño reduccionista, Ricardo Ernst
Montenegro nos recuerda en su ensayo que el vínculo psicología-polí-
tica no es nuevo y ostenta orígenes más ricos que el acartonamiento de
la conducta política bajo un esquema de preferencias fijas y racionali-
dad instrumental.
Si el comportamiento político está hecho de intereses pero también
de miedos, esperanzas, símbolos e imágenes, la psicología política, ad-
vierte Ernst, es algo más que psicología puesta al servicio de cálculos
políticos. “Examinar lo que de psíquico hay en el quehacer político”, im-
plica, en efecto, un estudio analítico que no subsume lo psicológico en lo
político; que no dispone, en concreto, a lo psicológico en el plano de una
llave para conseguir control o gobernabilidad políticas. Que no rehúsa,
vamos, lo que de lo psicológico y político escapan a los límites de la ra-
zón y el entendimiento humanos.

3
“Proletarización de la vida espiritual”, dirán Ostrogorski o Weber al hablar de los partidos
políticos. “Democracia, ese abuso de la estadística”, ironizará Borges refrescando un incle-
mente aforismo de Lichtenberg: “El bienestar de muchos países se decide por mayoría de
votos, pese a que todo el mundo reconoce que hay más gente mala que buena”.

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Víctor H. Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú

Para llegar a ello, con ritmo y acierto pedagógicos, Ernst sistemati-


za los antecedentes e interpretaciones más influyentes de la psicología
política. En lontananza, ya Platón, Sun Tzu, Maquiavelo o los descen-
dientes finiseculares de “los padres fundadores” de las repúblicas lati-
noamericanas, ensayarían con afanes varios los primeros cruces entre
psicología y política. Civilización y barbarie, título del escritor y tam-
bién ex presidente de Argentina, Domingo Faustino Sarmiento, sería,
por su capacidad de fundar una tradición (lo pasional como “incom-
prensible” y bárbaro), el arquetipo de sistemas educativos construidos
políticamente sobre la dualidad psicológica racional/irracional (Piglia,
2001). Más cercanas en el tiempo, el autor ubicará tres expresiones de
psicología política cuyos contenidos son mensurables por su simpatía
o distancia frente a la metáfora racional/irracional y su secuela pato-
logía/normalidad (sociales): 1) la teoría de la Psicología de las masas,
de Gustave Le Bon; 2) el conductismo social y 3) la corriente latinoa-
mericana que concebirá “lo psicológico como cultura y contexto; lo so-
cial como variación y lucha; lo político como dominación, resistencia
y liberación”.
“Constitución”, texto que abre la segunda parte, denominada “Reglas
e instituciones”, concita a un tiempo una disertación fina, pero didácti-
ca, por parte de Enrique Serrano. La Constitución, fija Serrano como
perspectiva de análisis, “representa el punto en el que se condensan los
ideales de libertad que han motivado las luchas políticas a lo largo de la
historia”. Con tal premisa por faro, su ensayo arroja luz sobre el concepto
en cuestión y otros relacionados con éste: Estado, legalidad, legitimidad,
derechos, liberalismo, contractualismo, etcétera.
Si bien distinto en sus connotaciones clásica (“forma de organiza-
ción del poder imperante en una sociedad”) y moderna (“sistema de
normas supremas y últimas por las que se rige el Estado”), el término
Constitución tiene, no obstante ello, vasos comunicantes entre sus orí-
genes grecolatinos y sus posteriores transformaciones. “Para realizar un
análisis adecuado del concepto, es menester diferenciar entre sus acep-
ciones clásica y moderna, pero sin perder de vista la relación que existe
entre ellas”. La presencia de una dimensión descriptiva y otra normati-
va, tanto en significados clásicos como modernos, el influjo de la tradi-
ción constitucionalista grecolatina en el contractualismo o la referencia
a un principio moral de justicia, explica Serrano, son continuidades den-

16
Introducción

tro de esta comprensible ruptura asociada al nacimiento moderno del


Estado4 y el individuo.5
Puntual y acabado en el retrato clásico de la Constitución como
“los muros espirituales de la polis”, el texto de Serrano no lo es menos
en el recuento de los conflictos alrededor de la formación del Estado y
su sistematización del orden jurídico, del que el concepto moderno de
Constitución es efecto. Estado absolutista (Bodino, Hobbes) y Estado
liberal (Harrington, Locke) encarnarán dos proyectos estatales opues-
tos en su acceso y ejercicio de la soberanía. Sujeta a este debate entre
centralización del poder (soberanía absoluta de la que en el siglo xx
Schmitt será nostálgico) y el imperativo (liberal) de dividirlo para limi-
tarlo, la conjunción Estado-Constitución no será, pues, un fenómeno
espontáneo cuanto el resultado de luchas sociales y procesos revolucio-
narios. En otros tonos, la discusión positivismo jurídico versus iusnatu-
ralismo, la defensa de criterios normativos en autores como Habermas
o Rawls, o el llamado garantismo, son perspectivas contemporáneas de la
filosofía del derecho que Serrano también ordena y esclarece.
Si el concepto Constitución mantiene una tensión entre sus dimen-
siones descriptivas y normativas, el de Democracia, compuesto de pro-
cedimientos y valores, corre una suerte similar. Entre los primeros,
sintetiza José Luis Berlanga Santos, sobresaldrían las elecciones, la nor-
ma de la mayoría y las garantías individuales. Valores democráticos se-
rían, por otra parte, la participación ciudadana, la responsabilidad cívica
(“en la democracia se puede hacer cualquier cosa, pero no se debe ha-
cer cualquier cosa”), la autonomía personal, la tolerancia o el diálogo.
Acometer el estudio de la democracia con bases metafísicas y prescrip-
tivas sería, frente al análisis empírico y descriptivo de la ciencia políti-
ca, lo propio e irrenunciable de la filosofía política. Insuflada de ideales
como de un diseño institucional que los proteja, la cultura democrática
es fuente de creatividad y energía cívicas.

4
Frecuentemente reducida al control monopólico de los recursos de coacción física, “la pe-
culiaridad del Estado moderno (la legitimidad del poder estatal de la que habla Weber) es
vincular el control de los recursos de coacción al monopolio de la administración de jus-
ticia”. Sobre esta complejidad en la obra de Weber, véase Bobbio (en Fernández Santillán,
1996: 91-114) y Serrano (1994).
5
Sobre la emergencia del individuo moderno pueden consultarse Dumont (1987) y Béjar
(1988).

17
Víctor H. Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú

La relación de la democracia con las tradiciones políticas del repu-


blicanismo, el liberalismo y el socialismo, apuntala Berlanga, incidirá
también en la polémica (siempre e inevitablemente candente) por lo que
la democracia es o debiera ser. Expuestas con precisión y equilibrio, las
coordenadas de este debate contemporáneo (enfoques procedimenta-
les contra enfoques participacionistas como derivas de la clásica disputa
entre liberalismo y republicanismo) familiarizarán al lector con teorías
democráticas (elitista, poliárquica, económica, deliberativa, radical, etc.)
al servicio de una querella inconclusa.
Concluido en su fase original, pero redivivo y en boga a partir de
vueltas de tuerca y líneas de estudio en evolución, el debate presidencia-
lismo contra parlamentarismo conforma el eje sobre el que Moisés Pérez
desglosa el concepto “Sistemas de gobierno”. “Forma de organización y
relación de las instituciones de gobierno de una sociedad”, define Pérez
un concepto de particulares resonancias en América Latina por la dia-
triba académica de Linz y otros teóricos contra el presidencialismo y su
alegada fragilidad. Que éste, no obstante sus impasses y contrariedades,
permanezca como un sistema de gobierno estable, refutaría hipótesis
que debieron ajustarse e incorporar más factores en la ecuación analítica
sistemas de gobierno-rendimiento democrático. Dos décadas de debate,
rastrea Pérez, darían paso así al estudio de “arreglos específicos que in-
ciden en el desempeño del presidencialismo”. Fragmentación partidaria,
tipo de poderes constitucionales del Ejecutivo y el Legislativo, formula-
ción de políticas públicas, gravitación del sistema electoral y de los go-
biernos divididos, violación de los mecanismos de rendición de cuentas,6
son, entre otras, variables analíticas que robustecerán esta discusión. De
éstas, con apuntes que completan un minucioso estado de la cuestión,
informa e ilustra el ensayo de Pérez.
“Partidos políticos” de Víctor Martínez, el texto postrer de la se-
gunda parte, constituye un objeto de estudio marcado por las encru-
cijadas y desencuentros teóricos y metodológicos. Atravesando la (in)
definición teórica, historia y debates contemporáneos del concepto, el
autor despliega una miscelánea literaria (clásica y posclásica) colmada de
hipótesis en pugna. De la primigenia, los partidos dañan la democracia

6
Un valioso examen empírico de la precaria rendición de cuentas en México se encuentra en
Villarreal (2008).

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Introducción

(Ostrogorski, Michels) a la réplica que distingue en ellos los mejores ve-


hículos democráticos (Duverger, Sartori), pasando por la conjetura de
la crisis de los partidos (negada a su vez por la crisis del concepto crisis de
partido7), el ensayo penetra en una bibliografía oceánica (“11,500 tex-
tos entre 1945 y 1998 sólo en Europa Occidental”, cifran algunos espe-
cialistas) y potente a pesar de sus vacíos y lances erráticos. Tipologías
de partido (de cuadros, masas, catch-all, cartel), perspectivas analíticas
(organizativa, funcional, ideológica, elección racional) y programas de
investigación, que no bien cobran fama son materia de contrahipóte-
sis (el “triunfo” de los partidos cartel versus las fallas en su construcción
metodológica e indicadores empíricos), nutren y enlazan el trabajo de
Martínez.
Por otras razones también polisémico, el concepto de “Sociedad civil”,
—primer texto de la tercera parte, denominada “Esferas y procesos”—,
que Sergio Ortiz Leroux firma, es motivo de antinomias y recelos entre
cuerpos filosóficos con confines teóricos diferenciados. Si ningún con-
cepto es inocente, el de sociedad civil, observa Ortiz Leroux, anima los
deseos e intenciones de varios ismos en competencia. Liberalismo, repu-
blicanismo, pluralismo o comunitarismo son, entre otras, cosmovisiones
para los que la sociedad civil debiera exhibir una u otras señas identita-
rias. A efecto de contar con una definición que no clausure en tanto que
dispare la discusión, por sociedad civil, traza el autor, cabe entender “una
esfera de interacción social entre el mercado (economía) y el Estado (po-
lítica), compuesta de una red de asociaciones autónomas, movimientos
sociales y formas de comunicación política, que vinculan a los ciudada-
nos o grupos sociales en asuntos de interés común”. (Des)estatalizar lo
político, esto es, fundamentarlo y conferirle autonomía desde un lugar
distinto a lo institucional, profesionalizado o ya instituido, ha sido la
clave y acicate del renacimiento contemporáneo de la sociedad civil, liga-
do a procesos que el autor glosa: la caída de los regímenes totalitarios de
la ex Unión Soviética y Europa del Este; las transiciones a la democracia
en la Europa continental y en América Latina; la crisis del Estado bene-
factor y el futuro de la democracia en las sociedades postindustriales de
Centroeuropa.

7
Genealogía y piruetas del concepto “crisis” se encuentran en Koselleck (2007).

19
Víctor H. Martínez González y Eduardo Villarreal Cantú

Que la sociedad civil, desmitificando muchas de las ilusiones pues-


tas en ésta, siga siendo más una buena idea que un espacio de influjos
y proezas democráticas sin reversa, podría justificar cierto desencanto.
Contra éste, no por nada cierra así el ensayo, la agenda de investigación,
más urgente que nunca, exige el replanteamiento intelectual y fáctico de
los puentes entre el sistema político y el sistema social.
El penúltimo concepto de (Pre)textos, “movimientos sociales” de
Martín Retamozo, es en sí mismo una evocación de la plausible recons-
trucción del puente sistema político-sistema social. Los movimientos
sociales, privilegia con vehemencia Retamozo, “son una muestra de la
contingencia del orden social, de la posibilidad de que determinadas
relaciones sociales se estructuren de otra forma”. Su estudio supone,
por ello, “la oportunidad de rastrear las huellas del futuro, las poten-
cialidades y limitaciones que los sujetos tienen para hacer la historia
por venir”.
Tal conclusión, consecuencia de un análisis exhaustivo de enfoques
académicos, pero también de posiciones políticas e ideológicas (marxis-
mo, funcionalismo, elección racional, teoría de la movilización de recur-
sos, del proceso político, del paradigma orientado a la identidad y los
“nuevos movimientos sociales”), sobresale en un trabajo que no olvida
rescatar el expediente latinoamericano sobre la cuestión. La acción co-
lectiva, irreductible al pragmatismo del gorrón y cuenta nueva (free rider),
es, como Retamozo devela, un reflejo de los dilemas y conflictos que
cimientan los desgarros, pero también solidaridades de las sociedades
modernas.
“Políticas públicas”, artículo final de (Pre)textos, es un concepto que
Eduardo Villarreal Cantú desmenuza cargando las tintas en la corres-
ponsabilidad gobierno-ciudadanía. Un enfoque de la ciencia política,
sentencia el autor, comprometido con la visión de lo público más allá
del Estado. “Lo público de las políticas pasa, siempre, por interacciones
entre ciudadanos e instituciones que posibilitan las metas colectivas y
los medios para llegar a éstas”. Sustanciar ciudadanamente el gobierno,
insiste Villarreal, en tanto que “el adjetivo de público obedece a la ne-
cesaria condición de que en el diseño y puesta en marcha de las polí-
ticas públicas estén presentes la opinión y visión de diferentes agentes
públicos (englobados en las categorías gubernamentales, sociales y pri-
vados)”. Redes de políticas públicas, remarca el ensayo, como premisa

20
Introducción

y a la vez signo democratizador de las dimensiones, fases y resultados


de este proceso.
Así como el estudio de la democracia precisa el auxilio de la teoría
filosófica, moral y jurídica (O’Donnell, 2007), las políticas públicas, en
aras de ofrecer calidad democrática, recomienda Villarreal, requieren
explorar y explotar el diálogo e interacción con la sociología política.
Hasta aquí con la antesala de contenidos. Sólo nos resta un agrade-
cimiento eterno a Moisés López Rosas, quien en su paso por esta vida y
por la Flacso México ejerció de rabioso defensa en la cancha de futbol;
de alumno, maestro y doctorante brillante en aulas; de amigo, ante todo
eso, virtuoso y espléndido en el arte de querer y ser querido. “Donde es-
tés/aprovecha por fin a llenarte de cielo los pulmones”.

Víctor Hugo Martínez González


Eduardo Villarreal Cantú
Copilco, México, D.F., junio de 2010

Fuentes

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economistas y la democracia, Buenos nancias. Críticas democráticas a la de-
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Koselleck, Reinhard (2007). Crítica y to Federal y Tlaxcala (1997-2004)”,
crisis: un estudio sobre la patogénesis México, Facultad de Ciencias Políti-
del mundo burgués, Madrid, Trotta. cas y Sociales, unam (tesis doctoral).

21
Primera parte

Disciplinas
Ciencia política
Víctor Alarcón Olguín*

Introducción

L a ciencia política se ha estandarizado a nivel mundial como una dis-


ciplina con numerosas subdivisiones e intereses, capaz de trascender las
antiguas fronteras que la confinaban al mero estudio de los aconteci-
mientos asociados con la toma de decisiones de gobierno. Hoy en día,
las preocupaciones de los politólogos se han multiplicado, ya no sólo
porque se necesitan diagnósticos prescriptivos que intenten dar cuenta
de cómo se han dado las cosas o quiénes se hallan involucrados en los
procesos y acciones del poder, sino que ahora se demandan explicaciones
semánticas sobre el sentido y situación de los hechos, la interpretación y
proyección de escenarios, o de apoyo a las afirmaciones y sugerencias a
implementar, basados en la construcción de evidencia empírica relevante
que permita probar las hipótesis propuestas. Desde esta lógica, la ciencia
política ha acumulado retos y respuestas que la obligan a convertirse en
una “disciplina híbrida”, cada vez más dialogante, interactuante y abierta
respecto de sus propios límites.1
De manera similar a lo acontecido en el desarrollo y crecimiento de
las ciudades modernas, el “vecindario de la ciencia política” se ha enri-

* Politólogo. Profesor-investigador Titular “C”, Departamento de Sociología, Universidad


Autónoma Metropolitana (uam) Iztapalapa. Área de Procesos Políticos. Correo electró-
nico: <alar@xanum.uam.mx>.
1
La postura de la hibridación dentro de la ciencia política ha sido espléndidamente desarro-
llada por autores como Mattei Dogan en Goodin y Klingemann (2001).

25
Víctor Alarcón Olguín

quecido con nuevas polémicas y actores, cada uno de ellos proponiendo


orientaciones que hasta ahora —en mi opinión— siguen siendo rele-
vantes para el buen curso de la disciplina, aunque ello no nos exime de
reconocer riesgos y quizá recomendar prudencia en la puesta en marcha
de proyectos conceptuales o temáticos, si éstos carecen de la debida va-
loración sobre los impactos que generarían en el desarrollo de las agen-
das de investigación y docencia imperantes dentro de una cierta región
o comunidad.
Más que hablar de una estructura unívoca en sus métodos, técni-
cas o aplicaciones, la posición que adoptaré en este ensayo intenta tra-
zar, de manera apenas indicativa, las tendencias que la ciencia política
ha desarrollado particularmente durante las últimas décadas. Si bien no
trata de sostenerse en una exposición cronológica, ocasionalmente será
necesario realizar cierto tipo de contextualización en torno a los sucesos
y actores detonantes para la adopción de cierto tipo de propuestas do-
minantes en la disciplina.
La idea de recuperar un “estado de la cuestión” de la politología
implica arrancar todo análisis a partir de la delimitación de lo que
Georges Burdeau llamaba el “universo político” (Burdeau, 1982-1986;
1976); esto es, precisar el alcance de nuestro objeto de conocimiento
y qué lo conforma en primera instancia. La ciencia política (en tan-
to actividad no espontánea ni intuitiva, capaz de aplicar acciones in-
tencionadas para producir un cierto tipo de resultado que prevenga
o corrija los problemas que afecten las relaciones y la convivencia
entre los individuos, mediante pasos debidamente reflexionados y
programados) requiere de un cuerpo explicativo en materia de teo-
rías, conceptos y técnicas que faciliten su organización y capacidades
resolutivas.
Así, necesitamos una ciencia política que no sólo explique y ayude
a comprender palabras, situaciones o cosas (de suyo, la misión primi-
genia de toda disciplina social), sino que dicha tarea la realice sin que
su propia existencia se vuelva contraria a la de su creador. En la medi-
da que la política sea vista como algo inútil, perverso y separado de los
propios ciudadanos, solamente preocupada por estudiar al poder o el
Estado (tal como la siguen percibiendo muchos en los ámbitos más
tradicionales de la disciplina), se estaría pensando una actividad poco
perceptiva y no orientada hacia las necesidades de los actores sociales,

26
Ciencia política

sino únicamente preocupada por los diseños y los procedimientos que


puedan articular las decisiones de gobierno.2
En este punto, más que repetir el recurso de exponer la presen-
cia de las llamadas “mesas separadas” dentro de la ciencia política,3 mi
propuesta plantea exponer el argumento de que no basta sólo con reco-
nocer la división existente en materia de escuelas o corrientes (válido
por momentos para tener especificidades y direcciones concretas para
saber dónde estamos y qué defendemos), sino que también resulta ex-
tremadamente sustancial remontar las falsas distancias e ignorancias
mutuas que han oscurecido y vuelto tortuoso el propio avance de la
disciplina.
Por ello, aquí se adoptará la idea de configurar el concepto de una
disciplina sintetizadora, sistemática, acumulativa y extensiva en el te-
rreno de las aplicaciones posibles y disponibles para el politólogo, se-
gún lo posibiliten sus habilidades frente a las necesidades y exigencias
que la propia problemática social demanda. En este sentido, cabe asumir
la perspectiva de promover un enfoque integral e integrador de la política
que permita complementar abierta y pertinentemente todos los recur-
sos que sean útiles al analista político, aun a riesgo de que sea tildado
de ecléctico. Aunque, a decir verdad, este último adjetivo es preferible a
ser tachado de reduccionista o de inflexible en la posibilidad de generar
nuevos conocimientos.4
Aceptando, entonces, que la percepción de temas que se expondrán
será parcial y provisional en sus consideraciones, lo que compartiré acer-
ca del desarrollo de la ciencia política entre el paso de los siglos xx y xxi
se condensa en tres rubros: a) consolidación de la identidad disciplina-
ria, b) enfoques dominantes dentro de la disciplina, y c) ubicar los ele-
mentos que vuelven vigente a la disciplina. Una vez desarrollados éstos,
presentaré una reflexión conclusiva general.

2
Gustavo Emmerich desarrolla la idea de una ciencia política orientada al servicio de los
ciudadanos como parte de su definición de la disciplina (Emmerich y Alarcón, 2007).
3
Expresión que, obviamente, nos lleva al ya clásico libro de Gabriel A. Almond (1990).
4
En oportunidades previas he expuesto mi postura en torno a lo que denomino análisis
integral e integrador de la política. Remito, entonces, a revisar directamente dichos trabajos
(Alarcón Olguín, 2002; 2006).

27
Víctor Alarcón Olguín

¿Podemos hablar de una ciencia política consolidada?

La trayectoria de la ciencia política se ubica formalmente a partir del siglo


xix, cuando se aplican elementos explicativos más allá de la argumen-
tación histórica, la justificación ética o la descripción de las estructuras
gubernamentales para definir su materia y enfoques de estudio. En esta
dirección, el ingreso del positivismo, el racionalismo y el método científi-
co hacen factible poner atención no sólo en los fenómenos políticos en sí,
sino también en los medios, las motivaciones, los datos y técnicas orien-
tadas para entender la estructura y los comportamientos asociados con
el ejercicio de poder.
En una primera etapa de búsqueda, la sistematización general de las
ciencias sociales permitió definir un proyecto con aspiraciones secuen-
ciales (en materia de comprender el orden, concatenación e importancia
de los acontecimientos), teleológicas (que permitieran percibir la direc-
ción y sentido final de esos sucesos) y categóricas (que el conocimiento
obtenido tuviera condiciones consistentes, veraces y jerárquicas sobre si-
tuaciones previamente examinadas). El propósito era tener una ciencia
social objetiva, imparcial y unívoca en sus diagnósticos, conceptos y re-
sultados. La pretensión e impacto ha sido enorme, para bien y para mal
de la disciplina, pues ésta se ha sometido a una incesante polémica en
torno a definir o no la existencia de un conocimiento capaz de expresar-
se en leyes y principios incontrovertibles.
Un siglo y medio después, con temas como las condiciones de caos,
complejidad, de dinámicas multifactoriales y multinivel, entre los nume-
rosos elementos que pueden intervenir simultáneamente en los procesos
de interacción individual y colectiva, nos damos cuenta de que la cien-
cia social es ciertamente provisional y apenas interpretativa de las cir-
cunstancias que se expresan dentro de coyunturas específicas. Como lo
han definido varios autores: la ciencia política puede ser vista como una
“pequeña” o “gran” ciencia, pero es indudable que ha podido encarar los
retos de la construcción que implican tener condiciones de autonomía
expresadas en cuerpos teóricos y conceptuales de relevancia para lidiar
con las exigencias de interpretar y transformar la realidad circundante
(Shepsle y Bonchek, 2005: 11-19).
El nacimiento de la ciencia política con un contenido empírico, inte-
resada en la aplicación de pruebas cruciales y la comparación mediante el

28
Ciencia política

uso de tipologías y modelos rígidos, implicó que su orientación se abriera


paso en medio de otras tradiciones intelectuales, como la filosofía, la his-
toria, la sociología y el derecho. Sin embargo, los dilemas de la disciplina
por mostrar su autonomía y especificidad pertinente no se han detenido.
En la actualidad se enfrenta a los retos que le implican interactuar de ma-
nera cada vez más estrecha, como lo veremos más adelante, con campos
como la comunicación, la psicología, la antropología, las relaciones inter-
nacionales, la economía y la administración; incluso estas tres últimas
disciplinas fueron definidas por muchos como parte de su propio cuer-
po constitutivo, en tanto se hablaba en plural de las “ciencias políticas”.
Como se observa, esta rápida descripción de los vínculos y ramificaciones
que se han suscitado en las ciencias sociales desde el siglo xix a la fecha,
nos muestra que la ciencia política en especial ha tenido un camino alen-
tador en lo referente a sus ámbitos de aplicación.5

5
Por ejemplo, cabe ver el balance de Gabriel A. Almond en “History of Political Science: An
Essay”, incluido en su libro Ventures in Political Science (Almond, 2002: 23-62). Si bien dicho
análisis proviene de la experiencia estadounidense, no deja de ser ilustrativo en las maneras
en que la disciplina fue desarrollándose no sólo por preocupaciones y méritos individuales,
sino por la búsqueda consciente de medios y espacios para hacerla prosperar y que cumpliera
con el objetivo de volverse necesaria para entender no sólo los procesos de funcionamien-
to del gobierno y la administración del Estado, sino también los modos de participación y
socialización de los individuos dentro de las actividades políticas. La fundación en 1903
de la American Political Science Association (apsa) y de una revista especializada como la
American Political Science Review (apsr) para permitir la divulgación de artículos e investi-
gaciones, así como la realización de congresos anuales, son hitos cruciales que se extenderán
hacia otras latitudes para definir la formalización y profesionalización de la disciplina. Si
bien ya había desarrollos similares en Inglaterra, Alemania o Francia, la aportación estado-
unidense catapultó el surgimiento de los programas de estudio asociados con las escuelas
de gobierno (Government) que surgieron en lugares como Columbia (siendo la primera en
1880), Chicago, Harvard, Johns Hopkins y Michigan, por ejemplo. Sin embargo, no pasó
demasiado tiempo para que se diera la fundación expresa en Inglaterra de la London School
of Economics and Political Science (lse), o de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas
en Francia, e incluso de la Internacional Political Science Association (ipsa), en 1949, para
contemplar esfuerzos similares que colocaran a la enseñanza de la ciencia política como una
necesidad de Estado. En cambio, la situación para América Latina y México resulta en el he-
cho de que la ciencia política regional apenas cuenta desde hace una década con una organi-
zación (alacip), la cual ha podido realizar congresos bianuales desde 2002. Por el contrario,
en México se ha perdido el trabajo de organización gremial que se venía desarrollando desde
1974 con el Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública, a diferen-
cia de otros países del continente, como Argentina, Brasil, Chile, Costa Rica, Colombia y
Venezuela, cuya institucionalización y avance han sido muy meritorios. Para un balance del
desarrollo reciente de la ciencia política en la región, remito a Altman (2006).

29
Víctor Alarcón Olguín

Si bien hay un claro proceso de difusión y extensión de la discipli-


na desde los primeros epicentros que se generan en Europa y Estados
Unidos, la ciencia política no alcanzará su verdadera independencia y
reconocimiento en el contexto internacional sino hasta el término de
la segunda guerra mundial. Por vez primera, se percibe la necesidad de
saber planear y conservar la estabilidad de los gobiernos para así evi-
tar una nueva aparición de los modelos totalitarios. De esta manera, el
curso de la ciencia política se volvió más estrechamente ligado al estu-
dio de las relaciones internacionales (dando así paso al fortalecimiento
de la política comparada) y hacia la administración pública y la econo-
mía (lo que definió el fortalecimiento de las políticas públicas) (Somit y
Tanenhaus, 1986).
La percepción de que la democracia, los derechos y las libertades no
podían ser un mero ejercicio deductivo de comprensión conceptual en
lo relativo a su filosofía e intención ética, sino que aquéllos debían es-
tudiarse a profundidad para asociarlas con los procesos inductivos que
habrían de ser impulsados e instruidos entre los actores sociales y sus li-
derazgos políticos, hace ver que tenían que promoverse proyectos acadé-
micos y acciones de gobierno de largo alcance y mucho más coordinados
para acortar así las diferencias existentes entre las naciones en materia
de desarrollo político y económico, por lo que la ciencia política debía
asumir la tarea de convertirse en una disciplina capaz de cumplir con su
divisa histórica de proporcionar la capacidad y respuesta que poseen los
liderazgos para tener estructuras de poder fuertes y sensibles a las nece-
sidades sociales.
La coyuntura posterior a la segunda guerra mundial permite enton-
ces que la ciencia política tuviese un primer anclaje de corte internacio-
nal gracias a la manera en que la Unesco proyecta, en 1950, la aparición
de cinco volúmenes destinados a conocer, promover y sistematizar la
enseñanza de las ciencias sociales en el ámbito universitario, pensan-
do muy particularmente en la expectativa de impactar en las regio-
nes y naciones amenazadas por la ausencia de instituciones y prácticas
democráticas.6

6
Las materias desarrolladas fueron la sociología, las relaciones internacionales, el derecho
comparado, la economía política y la ciencia política.

30
Ciencia política

Cabe señalar que el informe relativo a la ciencia política lo redac-


tó William A. Robson (profesor de la lse), quien tuvo como materia
prima la elaboración de un estudio comparativo regional aplicado entre
1951 y 1952 por la ipsa, el cual incorporó los casos de Estados Unidos,
Gran Bretaña, Francia, Suecia (como ejemplos de los países desarrolla-
dos); India y Egipto (que abarcaban las realidades asiática y africana);
Polonia (que recupera la dimensión socialista) y México7 (que mostra-
ba su preeminencia en América Latina debido a la reciente fundación
de la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales (encpys) en
la unam). Finalmente, el estudio abarcó diez países en la medida que
Robson tomó en cuenta los casos de Canadá y Alemania. Su estudio es
paradigmático, porque precisamente se orientaba bajo las premisas de
aplicación del método científico, mediante la recolección de información
vía encuesta, la comparación y la definición de parámetros de significa-
ción que avalaran o descartaran acciones realizadas hasta entonces y, fi-
nalmente, porque describía un balance de recomendaciones y acciones
concretas para el futuro.8
El punto de análisis ubicado por Robson es encontrar una discipli-
na aún carente de una unidad y un lenguaje propios, frente a otros cam-
pos de conocimiento. Por otra parte, detecta la situación de vislumbrar
si la enseñanza de la ciencia política responde precisamente a la exigen-
cia de formación profesional de cuadros especializados, o simplemente
se adhiere al criterio de ser un suplemento formativo dentro del cuerpo
de otras especialidades, como la sociología o el derecho.
No obstante ello, Robson detecta varios elementos de concordancia
entre todos los países incluidos en la muestra: el interés por el estudio de
las instituciones de gobierno, el ejercicio del poder y de las formas parti-
cipativas de las organizaciones sociales en materia política (a la manera
de los grupos de presión). Traducidos en los campos de materias pro-
puestos por la ipsa, para ese entonces son cuatro los grandes terrenos

7
El responsable de redactar la información sobre el caso mexicano fue don Lucio Mendieta
y Núñez, precisamente uno de los fundadores de la encpys. Por desgracia, su contribu-
ción fue entregada antes de la puesta en marcha de la carrera de Ciencia Política en el año
de 1951, aunque sí se indica dentro del informe una sinopsis del plan de estudios a ser
implementado.
8
El informe no apareció en su versión en español, sino hasta 1961, bajo el patrocinio de la
Unión Panamericana y la Organización de Estados Americanos (oea).

31
Víctor Alarcón Olguín

generales que se sugerían para promover la enseñanza y la cohesión disci-


plinaria: teoría política, instituciones políticas, relaciones internacionales,
partidos, grupos y opinión pública (Unión Panamericana/oea, 1961: 4).
En contrapartida, el informe de Robson reconoce que los desniveles
existentes respecto del grado de autonomía e identidad de la ciencia po-
lítica son un factor que influye poderosamente para establecer los lími-
tes propios de la disciplina, pues la velocidad con que se manifiestan en
las diversas naciones analizadas incluso presentan dificultades aprecia-
bles, como ya se percibía con los casos de las relaciones internacionales
y la administración pública, las cuales estaban originalmente asociadas
con la idea de que éstas apoyaban la existencia de las llamadas “ciencias
políticas”. Así que mientras ya en algunas latitudes se encuentra el desa-
fío de la fragmentación; en otras, la disciplina apenas está en la fase de
surgimiento y expresión propia. De esta manera, la ciencia política exis-
tente tenía frente a sí los retos de remontar la situación subsidiaria que
amenazaba con pulverizarla, debido a las presiones existentes en ambos
extremos de su desarrollo.
Sin embargo, se concluye que la libertad de enseñanza y el creci-
miento de la pertinencia científica de sus investigaciones en el contexto
de la aplicación y transformación concretas de la realidad harán que la
disciplina se vuelva por sí misma un referente de convergencia y cohe-
sión para las propias ciencias sociales. Para Robson, la pertinencia de la
ciencia política se fortalecerá en la medida que su enseñanza y desarro-
llo no se quede sólo en las universidades, sino que se asuma el desarrollo
de institutos y centros de investigación aplicada (Unión Panamericana/
oea, 1961: 84-85).
Si observamos dicho trabajo a la distancia, los resultados del infor-
me de la Unesco son elocuentes: al paso de los años, la ciencia política
ganó una importante cuota de identidad y legitimidad en casi todas las
regiones del planeta, no sólo por el éxito en la expansión de centros y
universidades interesados en la disciplina, sino porque la exigencia de
los acontecimientos políticos lo hicieron tan pertinente como necesario.
Desde entonces a la fecha, resulta impresionante la cantidad de pro-
yectos (individuales, colectivos, nacionales, multinacionales) que nos
permiten rastrear no sólo la formulación de tratados, manuales o in-
troducciones al estudio de los conceptos, métodos o técnicas aplicables
para el campo de la política. No estamos aquí en condiciones de recu-

32
Ciencia política

perar siquiera una mínima enumeración de éstos (lo que en sí mismo


se presenta como una empresa de investigación importante a estas altu-
ras, desde el punto de vista de la integración constructiva de la discipli-
na). Sin embargo, vale la pena indicar algunas premisas generales que
nos guiarán en torno al punto de responder positivamente a la pregunta
sobre el nivel de coherencia y sistematización alcanzado; por lo que ha-
blaremos entonces de una disciplina con preocupaciones ontológicas y
metodológicas cada vez más definidas y que a la vez permiten afrontar
y entender con mayor precisión qué tipo de esfuerzos han de empren-
derse para remontar sus limitaciones actuales.
Así, resultan insoslayables tres de los más grandes esfuerzos gene-
rados en los años recientes para compendiar el estado de la cuestión
de la disciplina politológica en el terreno bibliográfico internacional: el
Handbook of Political Science, en 8 vols., de 1975, coordinado por los es-
tadounidenses Nelson Polsby y Fred Greenstein;9 así como la serie de los
Oxford Handbooks in Political Science, recientemente promovida en diez
tomos por el profesor australiano Robert E. Goodin,10 quien a su vez en
1996 había sido editor, junto con Hans Dieter Klingemann, del New
Handbook of Political Science, que si bien fue impreso como volumen
único, se manifestó como continuador directo del esfuerzo general rea-
lizado por Polsby y Greenstein en los años setenta.
Aunque no exclusivamente relacionados con el campo de la ciencia
política, y por la relevancia de los autores y términos incluidos, también
vale la pena referir aquí la Enciclopedia internacional de las ciencias sociales,
editada en 1968 y coordinada por David Sills, en once tomos, así como el
Diccionario Unesco de las ciencias sociales, en cuatro volúmenes, Planeta-
Agostini, 1985, el cual tiene el mérito de ser una de las primeras empre-
sas desarrolladas con un enfoque prioritariamente hispanoamericano.

9
La organización general de dicha obra es: vol. 1: Political Science, Scope and Theory;
vol. 2: Micropolitical Theory; vol. 3: Macropolitical Theory, vol. 4: Nongovernmental
Politics; vol. 5: Governmental Institutions and Processes; vol. 6: Policies and Policymaking;
vol. 7: Strategies of Inquiri; vol. 8: International Politics.
10
Los volúmenes publicados entre 2006 y 2008 abarcan los siguientes campos: Comparative
Politics, Political Theory, Public Policy, Political Methodology, Political Economy, Law
and Politics, Contextual Political Analysis, International Relations, Political Institutions y
Political Behavior.

33
Víctor Alarcón Olguín

¿Qué tipo de orientaciones nos ofrecen estos trabajos? Apoyándonos


en la visión de Shapiro, asumimos que la ciencia política contemporánea
ha trabajado en tres componentes de identidad: a) enfocar su trabajo en
el desarrollo de las teorías; b) percibir la importancia de los instrumen-
tos metodológicos como un factor de contundencia en la demostración
de los resultados; y c) rescatar el punto de origen sobre el que se sustenta
el análisis político, tal y como lo sería centrar la atención en los proble-
mas mismos de la realidad. La identificación de estas tres dimensiones
permite captar la importancia que tiene promover un desarrollo de la
ciencia política sustentada sobre un criterio de equilibrio y complemen-
tación entre todas estas dimensiones (Shapiro, 2004: 20).
Por otra parte, no puede olvidarse la importancia de los aspectos de
observación y precisión que deben tenerse respecto al objeto de estudio,
definiéndose así los ámbitos macro, meso y micro de la investigación, que
no sólo nos permiten tomar en cuenta la intensidad de cobertura espa-
cial que podamos darle a la problemática, sino también nos facilita su
vinculación con los elementos temporales de la investigación, pudiendo
así definir la condición histórico-retrospectiva (pasado), coyuntural (pre-
sente inmediato) y prospectivo-proyectivo (estudio de futuros y escena-
rios) en los que la problemática seleccionada expresa las posibilidades
con que podemos acercarnos a los actores, las agencias (medios/proce-
sos) y estructuras que regularmente se involucran en el interés del ana-
lista político. Desde luego, estos aspectos tendrían poca relevancia si no
se encuentran vinculados con los factores de incorporación de los ele-
mentos cualitativos y cuantitativos que permiten establecer parámetros
de referencia y evaluación sobre los datos e información que apoyan a la
investigación en su conjunto (Leonard, 1999).
De esta manera, el crecimiento de las distinciones que se debe con-
siderar dentro de la disciplina en materia de su identidad y consisten-
cia habría de permanecer en la perspectiva de que lo avanzado en estos
rubros no deriva en acciones excluyentes o de incompatibilidad. A di-
ferencia de otros autores que observan la situación como el manteni-
miento de diferencias y confrontaciones que obligan a defender su coto
metodológico, teórico o problemático, cabe pensar en una postura en la
que la enseñanza y la práctica de la ciencia política se desplacen precisa-
mente cada vez más hacia un horizonte de libertad intelectual, en la ma-
teria de experimentación e hibridación entre todos los niveles de acción

34
Ciencia política

disciplinaria. Esto es, tener mayor diversidad de perspectivas, sin perder


lo aprendido en el nivel formal de construcción, definición y aplicación.
La ciencia política no debe situarse en una condición en la que sus
subdivisiones parecieran ser como lenguajes cada vez menos compatibles
entre sí. No se aspira tampoco a que el politólogo sea un aprendiz de todo
y experto en nada. Sin embargo, resulta importante tomar en cuenta que
un experto en la problemática política pueda seguir teniendo bases gene-
rales de teoría, metodología y técnicas prácticas que le permitan abordar
cualquier dimensión problemática en la que se encuentre inserto.
La identidad de una disciplina no puede ser una ciencia sólo pen-
sada para derivar en un objetivo unívoco, por muy loable que sea su in-
tención. Por ello resulta muy importante sortear el obstáculo relativo a
no confundir la selección y difusión de enfoques con la falsa idea de que
estamos dentro de sectas u órdenes militantes que deben defender or-
todoxamente una expectativa de realidad. La preferencia y permanencia
de ciertos enfoques de estudio, como se verá enseguida, no se ha debido
únicamente a la pertinencia de los resultados establecidos en lo referente
a su solidez científica, sino que debemos hacernos cargo de que mucho
de su vigencia ha correspondido más bien a situaciones de coyuntura y
rivalidad en el terreno ideológico-político.

Enfoques dominantes de estudio. ¿Modas de coyuntura


o verdaderas expresiones de respuesta a las necesidades?

En el desarrollo de esta sección, se tomará como punto de referencia las


aportaciones generadas por el politólogo británico Colin Hay (2002),
pues nos proporciona quizás una de las visiones más completas existentes
acerca del desarrollo general de la disciplina precisamente en este último
medio siglo. La figura 1 muestra la perspectiva de orden general que el au-
tor ubica hacia 1950, con la presencia inicial del institucionalismo de cor-
te jurídico y constitucional, así como del conductismo de corte sistémico
(incluso ligado con el desarrollo de la psicología social) como tendencias
dominantes, para luego desplazarse, al paso del tiempo, hacia el uso de
las teorías de la elección racional, que convierten a la ciencia política en
una disciplina más ligada con la exploración de escenarios, la estadística, la
aplicación de encuestas y el aporte de los elementos de la economía.

35
Víctor Alarcón Olguín

Con posterioridad, el diagnóstico de Hay describe que la ciencia po-


lítica se desplazó precisamente hacia la formulación de corrientes híbri-
das vinculadas con el conductismo y el análisis institucional, asumiendo
a su vez la interacción de la elección racional en ambas propuestas, con
lo que el nuevo institucionalismo tiene ahora no sólo el componente
histórico, sino uno de corte cultural y otro basado en el estudio de esce-
narios y cursos de acción (constructivismo, análisis de patrones de de-
pendencia, individualismo metodológico, teoría de juegos y la acción
colectiva) que le hacen depender de las opciones lógicas que puedan ser
construidas por los actores.

Figura 1. Evolución de las principales corrientes de la ciencia política

Viejo institucionalismo Nuevo institucionalismo

Conductismo Posconductismo

Teoría de la elección racional

1950 1960 1970 1980 1990 2000

Fuente: Hay (2002:11).

Por otra parte, las opciones posconductuales y las de tipo sistémico


se orientan a su vez a revisar las motivaciones e intereses de los actores
no sólo desde un punto de vista contextual o situacional, sino que aho-
ra se pueden trazar factores de mayor convergencia en temas específicos
como la cultura y la comunicación política, los estudios electorales y del
voto, o el diseño y selección de políticas públicas para instituciones o
grupos específicos. Bajo esta lógica, las tres líneas de acción dentro de la
ciencia política van hasta ahora en rutas que estabilizan sus principales

36
Ciencia política

presupuestos teóricos e instrumentales, además de que se va reduciendo


la rivalidad y distancia existentes entre aquéllas.
Por otra parte, la revisión de Hay permite señalar dos enfoques de
estudio que resultan particularmente muy ilustrativos dentro del campo
de la politología, desde una experiencia más cercana para la condición la-
tinoamericana, como lo ejemplificarían el desarrollo del marxismo y el
posmodernismo,11 los cuales han permanecido como perspectivas recu-
rrentes en dichos ámbitos geográficos, si bien se les reconoce en una po-
sición básicamente defensiva y con muy escasas innovaciones durante los
años recientes, ya que su base analítica sigue estando más trazada en una
dinámica de resistencia interpretativa, crítica y de corte discursivo-ideo-
lógica, más que de resolución concreta, en contra de los problemas oca-
sionados por el capitalismo, el neoliberalismo y la globalización, lo cual
los coloca en una dimensión más a ras de tierra.
De esta manera, estaríamos ante la presencia de paradigmas que se
han renovado muy poco respecto de la velocidad y capacidad mostra-
das por la realidad misma y frente a otros enfoques. Sin embargo, cabe
decir que un marxismo de elección racional, o un enfoque posmodernis-
ta que revisa las condiciones sociales del género, el discurso, los estu-
dios culturales, los movimientos sociales y la comunicación masiva, son
aportes que no son desdeñables, pues precisamente muchos de ellos es-
tán explorando y trazando vínculos con las posturas institucionalistas,
conductistas, sistémicas y racionalistas.
Si abordaremos cómo se expresan dichas corrientes dentro de temá-
ticas coyunturales y en problemáticas de estudio más aterrizadas, cabría
decir que la formulación de Hay nos permite precisar cómo la ciencia po-
lítica traza líneas cada vez más convergentes, para volverse una discipli-
na más global en su parte metodológica, aunque indudablemente no tan
vasta aún en sus aplicaciones técnicas y preocupaciones de respuesta a las
necesidades regionales y locales, particularmente para la circunstancia
prevaleciente en América Latina. Sin embargo, como se ha indicado, la
ciencia política presenta un desarrollo singular y ascendente si se le com-
para con lo que se ha observado en otros campos disciplinarios.

11
Almond (1990, 13: 31) ubicaba el escenario de las mesas separadas en la ciencia política
como uno caracterizado por la división metodológica entre derecha e izquierda, y éstas a su
vez trazadas por su percepción ideológica dura o blanda de sus postulados.

37
Víctor Alarcón Olguín

Cuadro 1. Enfoques de estudio dentro de la ciencia política

Características Premisas principales Conceptos


clave
Enfoques

–Las instituciones son la parte central del análisis. Éstas mo- –Institución
delan y dan significado a la conducta social y el contexto. –Organización
Viejo y nuevo –La historia cuenta en la medida que aporta anteceden- –Secuencia
tes importantes para la evaluación del desempeño que se –Trayectorias
instituciona- puede esperar de las instituciones. –Patrones de
lismo –Los sistemas políticos son complejos e impredecibles. dependencia
–Los actores no siempre se comportan de manera vincula- –Cambio y equilibrio
da con la realización de sus intereses materiales. –Diseño

–Se trabaja con una sólida lógica inductiva. Se pueden de-


rivar leyes de cobertura general a partir de observaciones –Causa–efecto
empíricas específicas. –Correlación
Conductismo –La conducta observa regularidades a través del tiempo, lo –Significación
y posconduc- que permite el establecimiento de postulados con alcan- –Tendencia
tismo ce general. –Actitud
–Se asume un análisis de los datos imparcial y objetivo. –Escalas de valor
–Los comportamientos son definibles y evaluables a partir –Representación
de parámetros y tipologías conceptuales.
–Racionalidad
–Utilidad
–Interés
–Los actores individuales son los principales jugadores y
–Escenario
constructores de escenarios. Se orientan bajo los supues-
–Optimización de renta
tos de racionalidad, interés propio y de maximización so-
Elección ra- –Free-riding
bre minimización de la utilidad.
cional –Punto de equilibrio
–La búsqueda de transferencias y puntos de equilibrio en
–Mercado
materia de negociación les permite tener una noción de
–Cooperación
orden y jerarquías en la selección de preferencias.
–Competencia
–Actor
–Juego
–Elabora una teoría del cambio y la revolución con base
–Clase
en la historia y la demostración de las desigualdades eco-
–Sociedad
nómicas que ha producido un sistema de organización y
–Revolución
producción como lo es el capitalismo.
–Capitalismo
Marxismo –Construye una noción de la sociedad basada en una suce-
–Dominación
sión de conflictos materiales y lucha de clases.
–Hegemonía
–Permite entender los patrones de preeminencia y las relacio-
–Sujeto
nes de intercambio existentes entre los sujetos. Genera una
–Dependencia
teoría del valor y la acumulación del poder y la riqueza.
–Desarrolla una perspectiva ecléctica y flexible en materia –Narración
de adoptar una visión más interpretativa, más introspecti- –Discurso
va y distante a cargo del sujeto. –Cultura
Posmoder-
–El discurso y el contexto cobran importancia para descri- –Instante
nismo bir y comprender la brevedad del presente. Se marca una –Hermenéutica
noción crítica pero limitada de los acontecimientos. –Situación
–Se pone particular atención a la cultura, la ética y los valores. –Experiencia

Fuente: reelaboración propia, adaptando criterios del cap. 1 de Hay (2002).

38
Ciencia política

Contribuciones Limitaciones

–Pese a su reconocimiento al papel de la histo-


–Lograr un vínculo entre sus presunciones teóricas
ria, presenta escasa sensibilidad respecto de las
y la realidad que han pretendido representar.
condiciones endógenas del cambio institucional,
atribuyéndolo con frecuencia a factores externos
–Reconocer el papel mediador que tienen las ins-
o coyunturas críticas.
tituciones para orientar los comportamientos in-
dividuales y colectivos, traduciendo dichos in-
–Tiende a presentar un esquema lógico de exposi-
centivos en resultados.
ción, en el que los actores son prisioneros de la
propia dinámica contextual en la cual se desen-
–Ubicar la complejidad y contingencia de los siste-
vuelven.
mas políticos a través de sus unidades constituti-
vas tales como burocracias, legislaturas, judicatu-
–El despliegue de los contextos explicativos regu-
ras, asociaciones, grupos de interés, etcétera.
larmente obliga a desbordar los análisis.

–Usa técnicas estadísticas para analizar los datos –Tendencia a restringirse hacia las variables “vi-
y evidencias. sibles”.

–Desarrolla una ruta inductiva para crear hipótesis –No siempre posee ni prevé explicaciones parsi-
con escalas altas de predicción y con niveles de moniosas y plausibles ante la presencia de “irra-
agregación sustanciales. cionalidades” o comportamientos imprevistos.

–Introducir los elementos del conflicto y los inte-


–Una visión restringida de los actores políticos.
reses como bases motivacionales en la acción
política pública y privada, así como en el plano
–La cantidad de variables y escenarios plausibles
individual y colectivo.
que se generan dentro de sus análisis desborda la
capacidad de los propios actores.
–Desarrollar un sentido deductivo sobre la base
de simplificar y hacer coincidir los intereses de
–Resta importancia a los factores históricos y cul-
los actores con los de las instituciones en térmi-
turales.
nos de incentivos y recompensas.

–Establece vínculos de orden generales entre las


–Muchas veces sus metas están sustentadas más
estructuras de pensamiento y la orientación con-
en criterios ideológicos que metodológicos.
forme a fines para lograr el cambio social.
–Desarrolla reduccionismos conceptuales centra-
–Plantea una crítica general a las diferencias exis-
dos en algún tipo de variable o sujeto como ma-
tentes entre los individuos a partir de los antece-
nifestación última de sus principios de acción.
dentes histórico-culturales.

–Ha proporcionado una importante válvula de es-


–Se le vislumbra como una postura muy acota-
cape para comprender la naturaleza de los fenó-
da al presente, la cual no ofrece posibilidades de
menos políticos basados en la información, la co-
construcción de consensos en materia de eviden-
municación, la antropología o las trayectorias que
cia. Se asume como una postura que defiende la
pueden ofrecer un retorno al sujeto y su esencia
singularidad de los acontecimientos.
de vida.

39
Víctor Alarcón Olguín

Es interesante percibir entonces cierta ambivalencia dentro de la


disciplina respecto de su etapa actual. Mientras muchos hablan de
tiempos de tragedia, los cuales se deben al empobrecimiento y aban-
dono de la teoría o los componentes humanísticos por una perspec-
tiva técnico-gerencial, empírica y cuantitativa; por otra parte, existe la
percepción de que la politología ha progresado a pasos exponenciales,
de manera que la riqueza en materia de fuentes y temáticas alcanzadas
hacen ahora prácticamente imposible abarcar su enseñanza de mane-
ra general.12
Si retomamos la propuesta de Colin Hay (2002) respecto de las co-
rrientes dominantes dentro de la disciplina, conviene revisar las temá-
ticas que éstas han aportado, con el fin de darnos cuenta cómo aquéllas
han tenido o no resonancia para la realidad latinoamericana. Resumo
aquí los elementos que Hay ubica para los paradigmas de la elección
racional, el conductismo antiguo y contemporáneo, así como el viejo y
nuevo institucionalismo, a la vez que el esquema contempla los elemen-
tos que se distinguen del marxismo y el posmodernismo. Con ello, el
lector tendrá una rápida visión sintética de conjunto acerca de las carac-
terísticas primordiales de cada uno de ellos, con el fin de que se les dé
seguimiento por cuenta propia.
Desde luego, las corrientes aquí enunciadas deben vincularse con
las expresiones más recurrentes en las que hoy se divida la ciencia polí-
tica, situación que vuelve asequible vislumbrar la extensión con que po-
demos hacer aterrizar a la disciplina en sus intereses de estudio. Si bien
parece obvio, este segundo eje constructivo de la ciencia política mira
hacia un contexto transversal y externo, a diferencia del ámbito interno y
particularista que nos ofrece la perspectiva teórico-metodológica. Así, el
contexto de la hibridación y complementación muestra un radio de op-
ciones más amplio respecto de lo que se tenía en el pasado. Una pequeña
muestra de ello se ofrece en el cuadro 2.

12
La defensa de la filosofía y la historia dentro de la teoría política frente al secuestro de ésta
a cargo de la dimensión normativa de la metodología formal, sin duda es un punto nodal
de discusión que subsiste hasta el presente. Resulta pertinente aquí remitir a una de las
polémicas clásicas en la materia como la sostenida entre Eric Voegelin y Hans Kelsen a
raíz de la aparición del libro La nueva ciencia de la política, a cargo del primero y publicado
originalmente en 1952 (Voegelin, 2006; Kelsen, 2006).

40
Ciencia política

Cuadro 2. Campos interdisciplinarios de la ciencia política

Campos Objeto
Nos permite analizar los problemas de construcción de los
Antropología rituales, representaciones, cultura, mitos, líneas de relación y
política redes sociales, así como la organización primitiva del poder en las
sociedades del pasado.
Define la presencia de conceptos y valores en su connotación más
Filosofía política
asequible desde el punto de vista ético y moral.
Trata de situar la composición, comportamientos e intereses que
pueden manifestarse dentro del ordenamiento social por parte de
Sociología política
los actores y grupos organizados con respecto a las decisiones
de poder.
Nos permiten establecer los modelos de elección racional
Administración y
y preferencias con los cuales se resuelven los dilemas de
políticas públicas
la aplicación e implementación del poder por parte de las
instituciones de gobierno.
Establecen las condiciones de entendimiento de lo similar y
lo diferente que pueden tener los Estados y naciones en lo
Geografía política y relativo a su diseño de acciones y estructuras. En este sentido,
Política comparada su vínculo con las relaciones internacionales nos permite captar
la interacción existente entre los Estados, sus problemas de
reconocimiento y potencial conflicto en términos de guerra y paz.
Tanto en su dimensión nacional e internacional, nos permite
entender las mecánicas de decisión que deben tomar los Estados
Economía política y los actores en términos de optimizar sus recursos, calcular
sus gastos y ganancias en materia de comercio, mercados y
producción de los bienes comunes públicos o privados.
Permite trazar una memoria colectiva que define la trayectoria y
uso de los valores de una sociedad política, además de propiciar
Historia política
niveles de entendimiento acerca de la temporalidad, secuencia
y efectos de los actos asociados con el ejercicio del poder.
Entendida como el campo que analiza las motivaciones
individuales y colectivas que explican los comportamientos. En
Psicología política este sentido, cobran importancia las condiciones de cooperación,
mediación y conflicto que pueden prevalecer dentro de las
comunidades y grupos.
Vinculado con el ámbito jurídico, nos permite entender la
consistencia de los actos legislativos, las instituciones burocráticas,
las judicaturas e incluso las reglas que regulan la composición
de las estructuras de gobierno y actores de autoridad que estarían
Derecho político y
autorizados para competir electoralmente, así como facilitar la
constitucional
expresión y representación a los ciudadanos en la vida política,
sin dejar de lado la evaluación y estudios de los diversos ámbitos
de los derechos y las garantías que están asociados con los
propios ciudadanos.
Fuente: Elaboración propia.

41
Víctor Alarcón Olguín

Como se observa, una mera enumeración de los terrenos sobre los


que se traza la ciencia política contemporánea nos llevaría finalmente a
reconocer un listado interminable de asuntos que no pueden captarse
de manera unilateral. Curiosamente, la exigencia de una ciencia política
más transversal es necesaria (incluso rompiendo los espacios de las pro-
pias ciencias sociales) para tratar de entender los problemas ecológicos,
las pandemias como el sida, las catástrofes naturales y el uso racional de
la energía, los cuales nos afectan de igual manera como los asuntos elec-
torales, la globalización, la discriminación, el peso de los medios de co-
municación, el analfabetismo educativo o la pobreza. La ciencia política
tiene ante sí no sólo una prioridad que le haga cumplir con sus exigen-
cias de rigurosidad y aportación al conocimiento humano, sino que tam-
bién está obligada a trabajar para llegar a prontas y mejores soluciones
para muchos de los dilemas que aquí hemos mencionado.
Resulta importante no cerrar este apartado sin reflexionar sobre
una serie de direcciones no convencionales que también son parte de la
disciplina. Ya se ha dicho que hay una importante discusión que define a
una ciencia política influida tanto por la interdisciplina y la hibridación,
como por el impacto que posee su compromiso ideológico; e incluso por
la tríada teoría-metodología-práctica. Sin embargo, no me gustaría de-
jar de pensar que uno de los temas centrales de la ciencia política estaría
asociado con las emociones y los sentimientos, o incluso con la expec-
tativa con que la política ha sido ligada con la religión en términos de
encontrar la “trascendencia” y la contemplación que nos lleve a la esen-
cia ética de los comportamientos individuales o colectivos que puedan
ser considerados como correctos. Esto es, asumir que la bondad, el amor
o la belleza (todo lo que aquí se denominaría “estética política” o incluso
se asocia con la llamada “teología política”) nos puedan llevar a que la po-
lítica pueda superarse a sí misma y “expresarse” mediante un lenguaje no
oscuro y ciertamente accesible para todos.13

13
Por ejemplo, a lo largo del siglo xx destacan sobremanera en el contexto de la teología
política contemporánea trabajos como los de Paul Tilich, Ernst Bloch, Raimond Panikkar
o incluso los de Carl Schmitt, quienes se adentraron en estudiar las bases laicas o divinas
de los derechos naturales y civiles; mientras que dentro de la polémica de la estética po-
lítica se tiene ni más ni menos que a los exponentes de la Escuela de Francfort (Adorno,
Marcuse y Horkheimer), quienes contrastan fuertemente con la corriente francesa del

42
Ciencia política

La ciencia política debe hacerse comprender más allá de los especia-


listas y aquí es donde debemos buscar e incidir en que su estudio se lea
y vea desde los ámbitos literario, cinematográfico y visual. Comprender y
racionalizar el mundo son dimensiones fáciles de asumir como tareas de
la propia acción de la política en tanto manifestación del pensamiento.
Pero quizá lo más difícil sea “sentir y disfrutar la política”. Que asuma-
mos una misión de la ciencia política desde una postura no soberbia y
justamente humana. Los pensadores de la Antigüedad fundamentaban
el ejercicio de la política como un “arte”, una obra de lento procesamiento
que requería destreza y sensibilidad, pero sobre todo que necesitaba la
capacidad de saber vincular la imaginación con la realidad. Por ello, cabe
recalcar a una ciencia política rigurosa basada en el dato y la informa-
ción, pero no por eso alejada de los valores y las formas enriquecedoras
de la imagen, la letra y el espíritu.

¿Por qué la ciencia política es vigente?

Me acerco a cerrar este apretado balance de las características genera-


les de la ciencia política contemporánea, trayendo a colación un punto
expresado por César A. Cisneros (2007) en lo referente a reconocer
que las ciencias sociales en lo general hoy se rigen por criterios de “alto”
y “bajo” riesgo en cuanto a determinar el nivel de peligrosidad con que
se pueden abordar los problemas de la sociedad. Nada más cierto y
contundente.
De manera específica, se diría que una politología que desde el lado
del poder se limite a repetir clichés o esté regida por las exigencias de lo
correcto, interesada en sólo proteger la seguridad de quien patrocina la
investigación, termina dejando de lado a la propia validez liberadora y
resolutiva que ha de aportar todo conocimiento precisamente partien-
do de la propia experiencia social. La responsabilidad del intelectual o
del experto se vuelve un tema toral, en cuya respuesta sólo se puede re-
comendar siempre poner en la balanza precisamente la mayor conver-
gencia posible entre objetividad y congruencia, así como entre valores

surrealismo (Bretón o Artaud) acerca de cómo superar la mera contemplación crítica de la


realidad, en términos similares a los reaccionarios románticos y conservadores del siglo xix.

43
Víctor Alarcón Olguín

e intereses, sin dejar de reconocer que los problemas de creencias, ideo-


logías y de percepción moral siempre estarán presentes en cada uno de
nosotros.
En concordancia con Karl Mannheim, cabe señalar que no hay ni
puede haber imparcialidad ideológica en el análisis político, pero sí de-
mostración contundente de que se han seguido los pasos pertinentes
en materia de los protocolos metodológicos, para así mostrar el apego
objetivo a la cientificidad que apoya a los argumentos y recomendacio-
nes que se establecen para dirigir la toma de decisiones que demanda la
coyuntura.14
Nuestras utopías no son ni pueden ser meros actos ideatorios, sino
que implican defender un compromiso con el conjunto sistemático de
opciones construidas con fundamentos, información pertinente y accio-
nes plausibles que permitan la inserción y apoyo participativo (sobre
bases libres y democráticas) de la mayor cantidad de gente. Una ciencia
política eficaz no sólo es formal o abstracta, sino que a su vez siempre
estará en la obligación de demostrar su pertinencia, para así tener una
base de legitimidad práctica.
Estamos ante el deber de fomentar no una ciencia política encerrada
en sí misma, y que sólo sea tema de discusión entre profesores, sino una
disciplina capaz de generar inquietudes y respuestas adecuadas acerca
de cómo conocer al mundo, qué tipo de identidades y memoria históricas
hacen que se mantenga o se constituya el poder y las instituciones públi-
cas a cargo de la sociedad.
En forma similar, estamos comprometidos respecto a definir con
rigurosidad una comprensión de los ciclos y tendencias que articulan
a los procesos decisorios. La ciencia política se remite entonces a tener
una clara y contundente inserción en los temas de la comunicación, la
psicología, la economía, el derecho, el campo internacional, la dimensión
cultural y antropológica, por sólo citar los aspectos disciplinarios en los
cuales tienen cabida los temas y corrientes explorados en este trabajo.

14
Mannheim llegaba a esa conclusión en el marco de explicar por qué hasta ese momento no
había una “ciencia” de la política. Sin embargo, su argumento es iluminador justamente para
entender cómo se construye el camino en esa dirección (Mannheim, 1958, en especial el
cap. 3, “Perspectiva de una ciencia política. Relación entre teoría social y práctica política”).

44
Ciencia política

En mi opinión, la politología debe verse más que nunca como una


“disciplina noble”,15 cuya presencia ha implicado a lo largo de los siglos
un largo recorrido histórico, y a la vez un corto pero muy vertiginoso
desarrollo científico, si estamos en la idea de asociar su presencia en el
marco de la integración y convergencia de las ciencias. Sin duda, una de
las afirmaciones que expresaría sin temor es que se ha logrado dicho es-
tatuto científico, no por la ruta de la simple asimilación o sumisión a los
datos, los experimentos cruciales o la mera estadística, sino porque se ha
superado la visión intuitiva para dar acceso, entonces, a una conciencia
ética en torno al proceso de generación del conocimiento.
La ciencia política se construye y avanzará cada vez más en la me-
dida que fortalezca su lenguaje conceptual, además de su instrumental
metodológico y técnico; pero sobre todo, si logra elevar y acordar me-
jores criterios de calidad en materia de relevancia y objetividad acerca
de los conocimientos producidos. Aquí radica la verdadera cientificidad
propia que podamos ser capaces de consolidar en los años venideros,
particularmente desde nuestro mirador hispanoamericano, para supe-
rar la mera condición imitativa y adaptativa con que hemos mantenido
a la disciplina, para trasladarnos a la tan ansiada condición creativa y de
originalidad endógena, que se percibe, sin duda, como necesaria para
hablar de una disciplina más homogénea, a la vez que menos dependien-
te y asimétrica respecto de la que se cultiva en otras latitudes o centros
de conocimiento.
Por ende, no podemos desdeñar las enseñanzas que nos han dado
para comprender nuestra realidad local, el estudio de los problemas del
desarrollo institucional, la modernización, la dependencia, la democra-
tización, la dimensión de lo ciudadano, los movimientos sociales, las
identidades, el ámbito del género y comportamientos políticos, así como
la globalización, si nos atenemos a una apretada sinopsis secuencial de
los temas que han ocupado a la reflexión latinoamericana.
Tampoco podemos minimizar los impactos obtenidos con la pre-
sencia de una interminable combinación de estudios específicos sobre
actores, instancias y procesos políticos con enfoques metodológicos
sistémicos, marxistas, culturalistas, historicistas, de elección racional

15
Retomo aquí la espléndida expresión de Collini, Winch y Burrow (1987).

45
Víctor Alarcón Olguín

individual y colectiva; o bien los enfoques comparativos, instituciona-


listas, prospectivos y retrospectivos en materia de escenarios y trayecto-
rias, en materia de construcción y selección de políticas públicas, agentes
y estructuras, sin dejar de lado a las perspectivas discursivas, contextua-
les y situacionales, entre las muchas que han sido enunciadas de manera
panorámica en este texto.
Esto ciertamente plantea un reto de fondo en lo relativo a superar las
etiquetas del provincialismo o el regionalismo, para definir entonces la de-
fensa de una ciencia política más global e interactuante en su disponibi-
lidad de resolver problemáticas, teniendo a la mano todo el instrumental
técnico y conceptual para que seamos nosotros, a partir de nuestra capa-
cidad y experiencias, quienes hagamos la diferencia en materia de ofrecer
las mejores alternativas para controlar y erradicar en su caso las dificul-
tades presentes o futuras.16 Un riesgo recurrente es seguir manteniendo
una línea de discusión que asuma la existencia de una ciencia política
buena o mala, debido a su origen estadounidense o europeo, y que noso-
tros estamos obligados a elegir en medio de esta dicotomía.
En mi opinión, la problemática no está allí, sino en la manera con-
creta que cada uno aplica su conocimiento, en pos de la defensa o trans-
formación del statu quo. Insistir en esta suerte de dinámica asociada con
la idea de percibirnos como parte de una disciplina dependiente y victi-
mizada por los grandes poderes sólo produce eso: la reproducción de la
inferioridad y la marginación, en lugar de ponernos a trabajar en resol-
ver los problemas que le interesan a la población, al margen de las ata-
duras ideológicas que impiden a muchos reconocer la pertinencia de que
una técnica o concepto específico pueda emplearse al margen de si éste
formaba parte del cuerpo o protocolo autorizado. De ahí la intención de
superar uno de los rasgos que caracteriza el quehacer convencional de las
ciencias sociales, que termina viendo a los métodos o las técnicas como
fines en sí mismos, y no como medios de apoyo para tomar decisiones y
transformar la realidad activamente.

16
En este punto, bien vale remitir a las enseñanzas y el legado trazado por Marcos Kaplan.
Sin duda resulta imperativo recomendar su trabajo de 1976, uno de los pocos diagnósticos
serios que existen acerca del desarrollo de la ciencia política en el contexto latinoamericano.
A mi parecer, la agenda temática ahí trazada marca los retos que siguen sin contestarse a
cabalidad hasta la fecha (Kaplan, 1976).

46
Ciencia política

En este sentido, cabe apelar a una ciencia política realista y sensi-


ble a lo social, de la misma manera que un médico cirujano se impo-
ne como compromiso ético salvar vidas no importando si para lograrlo
debe buscar opciones heterodoxas, pero fundamentadas precisamente
en la responsabilidad que le implica desarrollarlas sobre una base cientí-
fica que diagnostica, prescribe y aplica el mejor tratamiento disponible.
La ciencia política será capaz de comprenderse y reinventarse a cada
paso en sus fundamentos metodológicos y técnicos, con el fin de estar
a la par de los retos que le demanda su evolución y dinámicas sociales.
Pero igualmente debe ubicar sus límites, a efecto de no pretender esti-
ramientos conceptuales ni deformaciones interpretativas o de aplicación
que hagan infértiles los esfuerzos y recursos que puedan invertirse para
desarrollar la investigación o la enseñanza de la profesión. Como puede
advertirse, la ciencia política presenta un territorio de alternativas que
hacen plausible pensar en su vigencia y la renovación de su compromiso
por atender los problemas sociales.

Conclusión

Deseo concluir este trabajo con una apostilla que nace a partir de mi
propia experiencia como politólogo convencido por convicción y tam-
bién por vocación (pienso que la dicotomía weberiana no tiene por qué
seguir siendo para nosotros esa jaula de hierro existencial que ha separa-
do nuestros ámbitos de acción y reflexión). Me permito traer a colación
este punto para resaltar que mucho de lo que sostiene la validez de una
profesión depende también de cómo se socializa y articula el conoci-
miento mediante la divulgación y la cooperación en proyectos cada vez
más colectivos.
Por ello es importante reiterar —como ya se dijo anteriormente—
que las ciencias sociales no sólo han de ser cada vez más interdiscipli-
narias en sus objetivos, sino que convendría agregar que mucho de este
cometido se logrará en la medida que aprendamos a remontar esquemas
individualistas de trabajo y podamos pasar a la recuperación de dinámi-
cas grupales y redes que faciliten dichos esfuerzos de colaboración. La
misma descripción de campos e intereses mostrados en las secciones an-
teriores así lo indican de manera muy sugerente.

47
Víctor Alarcón Olguín

Resulta claro que falta mucho por hacer en materia de profesionali-


zación, mejora de recursos y diversificación/consolidación de temáticas.
Allí es donde resulta importante llamar la atención de todos nosotros
respecto de cómo nos encargarmos conjuntamente de estos retos; pero
sobre todo, saber trasmitir la estafeta desde el ámbito mismo de las au-
las y en el contexto de los espacios públicos con decisiones firmes y con
responsabilidad. Las tareas para una ciencia política comprometida con
la realidad y las soluciones concretas que se necesitan para erradicar las
desigualdades de todo tipo apenas empiezan.
Ésa debe ser la divisa de quienes ejercemos una disciplina tan anti-
gua y asociada al ser humano, incluso resulta ingenuo argumentar (por
no decir otra cosa más severa) que la misma deba perecer o despedirse
de sus creadores. No nos equivoquemos. Algunos paradigmas o con-
ceptos entrarían en desuso a partir del buen o mal desempeño que pro-
vean para alentar la evolución de los campos de estudio, los métodos y
las técnicas que hagamos sus practicantes. Pero esto es algo muy dis-
tinto a anunciar tormentas justicieras que deban purificar las almas de
los pecadores. En una era de contenido científico, el reto es justamente
conectar al politólogo a un ejercicio basado en la vocación, la convic-
ción y la aplicación del conocimiento responsable precisamente para
construir edificios sólidos y no muros de lamentaciones. Ésta es la gran
deuda histórica, ética y científica que la politología del siglo xx ha he-
redado a la del xxi.

Lecturas recomendadas

Visiones generales de la ciencia política en Polsby et al. (1975), Goodin


y Klingemann (2001) y Shapiro (2004). El desarrollo de la ciencia po-
lítica en Estados Unidos en Farr et al. (1999). Un examen de la ciencia
política en América Latina en Altman (2006). La pluralidad de escuelas
en la ciencia política en Almond (1999 y 2002). Análisis de los enfo-
ques interdisciplinarios en la ciencia política en Hay (2002). El con-
cepto y enfoque de la hibridación en ciencia política en Dogan (2001)
y Alarcón Olguín (2006). Un tratado reciente de ciencia política en
Emmerich y Alarcón Olguín (2007), asimismo, metodología del análisis
político en Alarcón Olguín (2006).

48
Ciencia política

Fuentes
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Almond, Gabriel A. (2002). Ventures noble. Un estudio de la historia inte-
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50
Sociología política
Ángela Oyhandy Cioffi*

Introducción

E n las páginas siguientes nos proponemos ofrecer una visión pano-


rámica sobre los temas, problemas y enfoques que caracterizan la so-
ciología política. Abandonando, por razones de espacio, la pretensión
de realizar una revisión exhaustiva de los autores y las discusiones re-
levantes de esta disciplina, se presentan algunos núcleos problemáticos
que han complejizado y enriquecido la mirada contemporánea sobre la
política. Esta selección ha priorizado la exposición de una serie de deba-
tes clásicos, que en tal carácter, a pesar de haberse originado en lugares
y tiempos remotos, continúan iluminando el análisis de la política en
nuestras sociedades contemporáneas. Las conclusiones del capítulo, de
hecho, volverán sobre esta idea: la vigencia de ciertas perspectivas clási-
cas, ya por su valor en sí mismas, ya por su incidencia en el modo en que
abordajes más actuales retoman y complejizan lo que de los clásicos es
una herencia notable.
Tres son los ejes que organizan este capítulo: en primer término, una
breve revisión de las diversas definiciones de la sociología política y la
propuesta de una opción superadora de las rígidas separaciones discipli-
narias; en segundo lugar, una vía de entrada al estudio de una serie de au-
tores fundamentales a través de dos debates paradigmáticos: 1) la disputa

* Licenciada en Sociología por la Universidad Nacional de la Plata (Argentina); maestra en


Ciencias Sociales por la Flacso México y doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la
unam. Correo electrónico: <angelaoyhandy@yahoo.com.ar>.

51
Ángela Oyhandy Cioffi

entre quienes piensan la política como vehículo de integración social (es-


tructural-funcionalismo) y los que la conciben como medio de domina-
ción (marxismo); 2) la dicotomía entre quienes señalan como tendencia
dominante de las sociedades complejas la oligarquización de la política
(destacada por Max Weber y los elitistas), y quienes destacan las posi-
bilidades abiertas hacia la democratización (en la versión marxista de la
democracia directa y en la concepción pluralista de la sociedad); por úl-
timo, se presenta un mapa de acceso a una serie de temas estudiados por
la sociología política contemporánea, cuyos avances, insisto, tienen co-
nexión con problemas clásicos.
Los objetivos de este capítulo estarán cumplidos si, al concluir su
lectura, el lector ha encontrado los argumentos necesarios para respon-
der las siguientes preguntas:

1. ¿Qué es la sociología política y qué características la distinguen de


otras disciplinas en el estudio de la política?
2. ¿Cuáles han sido algunos de los debates y preocupaciones teóricas
fundamentales de la sociología política?
3. ¿Cómo organizar un plan de lectura mínimo para acercarnos a la so-
ciología política?

Definición de sociología política

¿Cuál es el aporte específico de la sociología al análisis político? O, dicho


de otro modo, ¿qué distingue a la sociología política de otras disciplinas
en el estudio de los fenómenos políticos? En primer lugar, cabe aclarar
que se trata de la rama o área de la sociología que se dedica al examen
de las relaciones de poder. Una definición paradigmática es la adoptada
por Maurice Duverger en su texto Sociología política. Para él la sociolo-
gía política es la ciencia dedicada al estudio del “poder, del gobierno, de
la autoridad, del mando” (Duverger, 1982: 23). No bien analizamos las
implicancias de la identificación de lo político con el poder, comienzan
las complicaciones: ¿toda relación de mando y obediencia entra en el
ámbito de competencia de la sociología política?, ¿cualquier tipo de au-
toridad es política? Duverger identifica este problema e intenta una vía
de superación a través de la introducción del criterio de la instituciona-

52
Sociología política

lización del poder. Entonces, desde esta perspectiva, la especificidad del


poder político respecto de otras relaciones de autoridad radicaría en los
siguientes atributos: 1) cohesión, 2) estabilidad material, 3) vinculación
a un modelo estructural, 4) legitimidad.
Lejos de ser aceptada por todos los cultores de la sociología polí-
tica, este tipo de definición que circunscribe la política a sus aspectos
institucionalizados ha sido ampliamente criticada. Otro criterio esgri-
mido es el que asigna a la sociología política el estudio de los efectos
políticos de las estructuras sociales, reservando a la ciencia política el es-
tudio de las estructuras políticas. Este argumento presupone la posibili-
dad de distinguir nítidamente entre estructuras políticas y estructuras
sociales, olvidando que “para el pensamiento sociológico lo ‘social’ es el
género del cual lo ‘político’, lo ‘religioso’ lo ‘económico’, constituyen otras
tantas especies” (Bobbio et al., 1991).
Otro parámetro que recurrentemente se postula como base de la dis-
tinción es el que sostiene que la ciencia política es la disciplina encargada
de estudiar aisladamente los fenómenos políticos y la sociología política
la encargada de analizar la política a partir de su interacción con otros fe-
nómenos sociales. Por último, mencionaremos la diferenciación, en clave
metodológica, que reserva la denominación sociología política a los aná-
lisis que recurren a métodos empíricos y experimentales. Por el contrario,
para referirse a los estudios que apelan al razonamiento filosófico, se los
inscribiría en la ciencia política.
En la actualidad, este tipo de distinciones tajantes a partir de diver-
sas metodologías y objetos de estudio han sido superadas. Tanto la cien-
cia política como la sociología política recurren a similares métodos de
investigación empírica y ambas se nutren de la reflexión filosófica. La
comprobada eficacia de los abordajes interdisciplinarios ha convertido
en obsoletas estas rígidas separaciones. En definitiva, la diferencia entre
sociología y ciencia políticas no se fundamenta en su dedicación a distin-
tas áreas o regiones de la vida social, sino en el modo diverso en que so-
ciólogos y politólogos se acercan con sus tradiciones y preguntas a los
fenómenos políticos. Reparemos y ahondemos en este punto mediante el
registro e interpretación de algunas definiciones elocuentes.
“La sociología política se ocupa del poder en su contexto social”, afir-
ma Bottomore (1982: 9), en una definición que, si bien genérica, sien-
ta la ruta de definiciones que afilan la precisión. “La sociología política

53
Ángela Oyhandy Cioffi

es una rama de la sociología que se ocupa básicamente de analizar la in-


teracción entre política y sociedad [estudiando para ello] el comporta-
miento político dentro de un marco o perspectiva sociológica” (Dowse
y Hughes, 1975: 23-31). Que la sociología política estudie los funda-
mentos sociales de la política, privilegiando en ello “la interacción en-
tre política y sociedad” conforme las tradiciones y preguntas propias de
la disciplina sociológica, supone entonces como sus marcas distintivas:

1) Una especificidad centrada en su método y herramientas de inves-


tigación. El de la sociología política es un enfoque que observa la
dimensión política y su vinculación con lo social a partir de una pre-
ferencia por la teoría sociológica en la construcción del objeto de es-
tudio (Brambila, 2000).
2) Una naturaleza singular que, subrayando la interdependencia entre
los componentes del sistema social y los elementos diferenciadores
del sistema político, deviene en “un híbrido interdisciplinario (entre
sociología y ciencia política) con una síntesis cualitativamente dis-
tinta” (Calderón, 2003: 91).
3) Una orientación, que por destacar precisamente la interacción en-
tre lo social y lo político, no limita los hechos políticos a un subpro-
ducto de los hechos sociales: “las instituciones políticas, a la vez que
están asentadas en un entramado social, influyen a su vez sobre el
sistema social del que forman parte” (Dowse y Hughes, 1975: 27).1

Establecido lo anterior, aquí se sostendrá que un modo pertinente


de destacar la especificidad de la sociología política consiste en iden-
tificar el tipo de preguntas y el punto de vista que caracterizan a la
sociología. Siguiendo a Zigmunt Bauman: lo que identifica a la socio-
logía es el hábito de considerar las acciones humanas (en nuestro caso
específicamente a las acciones políticas)2 como “elementos de elaboracio-
nes más amplias, es decir, de una disposición no aleatoria de los acto-

1
La sociología política, que no obvia la autonomía de lo político, niega el reduccionismo
sociológico de la política, esto es, la tentación de ver en lo político no más que una variable
dependiente de lo social. Sobre este punto, resaltando al respecto el trabajo de Lipset y
Rokkan sobre los clivajes sociales y su conversión (vía la organización partidista) en expre-
siones políticas, véase Sartori (1969).
2
Las cursivas son mías.

54
Sociología política

res que se encuentran aprisionados en una red de dependencia mutua”


(Bauman, 1994: 13).
Las preguntas centrales de un abordaje sociológico de la política son
las que se interrogan por el modo en que las acciones de cada actor social
son influidas por las acciones de otros actores sociales próximos y re-
motos. En palabras de Bauman: “¿En qué sentido tiene importancia que
en cualquier cosa que hagan o puedan hacer las personas dependan de
otras personas?, ¿en qué sentido tiene importancia que vivan siempre en
compañía de otros, en intercambio, en cooperación con otros seres hu-
manos?” (Bauman, 1994: 16). En dirección similar, Anthony Giddens
sostiene que “la labor de la sociología consiste en investigar la conexión
que existe entre aquéllo que la sociedad hace de nosotros y lo que ha-
cemos nosotros mismos” (Giddens, 1998: 32). En esta definición tam-
bién se destaca la centralidad otorgada por esta disciplina a la relación
existente entre las estructuras sociales y la acciones de los sujetos. Desde
este punto de vista —el cual aquí adoptaremos—, la sociología política
nos ayudará a estudiar el campo político en relación con otros espacios
sociales (economía, educación, familia, cultura, etc.), a partir de una se-
rie de conceptos y modelos de análisis que se interrogan por el modo en
que las estructuras políticas expanden o limitan la libertad y autodeter-
minación de los actores sociales.3
El lector advertirá que una definición así permite estudiar la domi-
nación política, la democracia, la participación (entre otros temas), tanto
dentro de las instituciones y los procedimientos autorizados, como desde
las expresiones de los movimientos sociales, las nuevas identidades co-
lectivas y las demandas de la sociedad civil que rebasan la lógica de lo ins-
tituido. Tal definición permite pensar lo político como relación social
y articular las distintas dimensiones que se expresan en los fenómenos
que una sociedad denomina como políticos. Esta mirada es capaz de
superar las visiones sobre la política que reproducen el discurso jurí-
dico e institucional al equiparar política y gobierno. Ahora bien, como

3
Interrogantes como “¿en qué modo influye la clase social en la distribución de los votos en
las elecciones o por qué podría el factor generacional tener influencia en las ideologías po-
líticas?”, serían así, en opinión de Horowitz (1977: 25), preguntas propias de la sociología
política. Un clásico en la materia, que interroga por las condiciones sociales de la democra-
cia, es Lipset y su conocida obra El hombre político (1993).

55
Ángela Oyhandy Cioffi

han señalado los críticos de la sociología política, la misma definición


también nos enfrenta a una serie de problemas resumidos en el peligro
de disolver el estudio de la política dentro de una teoría general de las
sociedades; o, dicho de otro modo, de ensanchar excesivamente los lí-
mites de la sociología política hasta hacerla coincidir con una sociolo-
gía general. Sin embargo, como argumentaremos a lo largo de todo el
capítulo, las potencialidades analíticas que nos ofrece la sociología para
el estudio de la política ameritan el esfuerzo de minimizar los riesgos
de esta dispersión.

Algunos debates y tensiones clásicas

Dominación y consenso: dos miradas posibles


sobre las instituciones políticas

De acuerdo con Duverger (1982), es posible afirmar que la reflexión so-


ciológica sobre la política se encuentra jalonada por dos interpretaciones
rivales: la primera equipara la política con la lucha por el poder y este
último es identificado con la dominación. Por el contrario, la segunda
interpretación analiza la política a partir de su capacidad de integrar a
los individuos y evitar la disolución de la sociedad. En esta exposición
lo sostendremos que, más que dos miradas mutuamente excluyentes, la
ambivalencia entre estos dos polos opuestos (integración y dominación)
constituye una de las características distintivas de la política.4
Empecemos con el estudio del fenómeno político, en clave de in-
tegración, a través del análisis de los aportes del estructural-funciona-
lismo. Una de las preguntas fundamentales que intenta responder esta
teoría es lo que se ha denominado “el problema del orden”: ¿cómo y por
qué la sociedad se mantiene unida? Una primera respuesta afirma que la
cohesión social se organiza en torno a la existencia de una serie de me-
tas y valores compartidos. Específicamente, Talcott Parsons (uno de los
máximos exponentes del estructural-funcionalismo) sostiene que la so-
ciedad debe ser pensada como un sistema compuesto por una serie de

4
Para profundizar en esta ambivalencia de la política, conviene al lector la consulta de
Bovero (1985).

56
Sociología política

subsistemas (económico, político, etc.) que cumplen funciones especí-


ficas y cuyo buen desempeño de conjunto contribuye al equilibrio del
todo social. ¿Cómo se logra este ajuste perfecto entre subsistemas y den-
tro de cada uno de ellos?
Parsons elabora una compleja descripción acerca del funcionamien-
to de la sociedad, a la que denomina “modelo de intercambio”,5 que pre-
supone la interdependencia entre subsistemas. Por ejemplo, para el caso
que nos ocupa, el poder político (que en su teoría se identifica como la
capacidad para alcanzar metas) será legítimo en la medida que reciba
disponibilidades económicas (adaptación), legitimación cultural (inte-
gración) y lealtad (mantenimiento de patrones). El papel específico de
la política en esta teoría es la organización orientada hacia la consecu-
ción de las metas colectivas. Concretamente, el subsistema político para
Parsons está sometido a tres conjuntos primordiales de exigencias, que
se resumen de la siguiente manera:

1. La legitimación de las metas colectivas y la capacidad de alcanzarlas


en función de los valores del sistema social más amplio. En su con-
cepción, a través de este subsistema se vincula la organización polí-
tica y la legal, asimismo se contribuye a la integración social.
2. La capacidad de movilizar el apoyo de los electores y seleccionar las
políticas que deben implementarse.
3. La movilización de los recursos necesarios para la aplicación de lo
que hoy se denomina “políticas públicas”. Esta tarea la desempeña el
subsistema burocrático.

Para este modelo teórico, en un sistema político complejo y diferen-


ciado, la principal función del poder es contribuir a la estabilidad del
conjunto. Alexander (2000) ha señalado que el estructural-funcionalis-
mo de Parsons constituye un esfuerzo de síntesis entre las tradiciones
materialistas e idealistas de pensamiento social. Pero, a pesar de este es-
fuerzo de articulación, Parsons termina asignando un papel fundamen-

5
En este ensayo nos basamos en la descripción del llamado modelo agil, desarrollado por
Parsons en su madurez. En él subdivide al sistema social en cuatro dimensiones: adapta-
ción, capacidad para alcanzar metas, integración y mantenimiento de patrones. Una sínte-
sis y evaluación de Parsons se halla en Alexander (2000).

57
Ángela Oyhandy Cioffi

tal a los aspectos consensuales del orden social, subestimando la función


que ejerce la coacción en la imposición de las metas colectivas. Si bien
ello supone una debilidad, una fortaleza del estructural-funcionalismo
es la concepción del poder político como un atributo multidimensio-
nal. En esta tesitura,6 el poder necesita disponibilidades económicas, le-
gitimación cultural, lealtad y respaldo. Por ello se concibe el subsistema
político en permanente relación de intercambio con los subsistemas eco-
nómico e integrativo. Para ser generalizado, para ser legítimo, el poder
necesita de los productos que le provee cada una de esas fuentes.
Así, a través de un complejo modelo teórico, el estructural-funciona-
lismo brinda herramientas de análisis para entender cómo se relacionan
distintos espacios y niveles institucionales. De esta forma, proporciona
un modelo para estudiar las instituciones políticas y a la vez ofrece una
explicación sobre el modo en que los valores sistémicos son internali-
zados por los individuos a través de la educación, la estructuración de
sistemas de roles, la eficacia de las recompensas y los castigos informa-
les. Sin embargo, la focalización del funcionalismo en los problemas de
mantenimiento del equilibrio social le impide identificar los antagonis-
mos sociales y lo torna insensible para dar entidad analítica al conflicto.
Fundamentalmente, su modelo del intercambio descuida el modo en que
la desigual distribución de la riqueza producida socialmente interviene
en la producción de poder. ¿No será que bajo la apariencia del consenso se
esconde la imposición de los valores de algunas minorías? Ésta es una de
las preguntas que han lanzado los críticos del estructural-funcionalismo.
Los detractores de Parsons consideran que su esquema teórico invisibili-
za la dominación y los conflictos entre grupos antagónicos, exagerando,
además, el grado de consenso realmente existente en las sociedades. De
modo paradigmático, los teóricos del conflicto consideran que la señala-
da primacía de las metas colectivas y los mecanismos de integración sis-
témicos en el modelo funcionalista ocultan el modo en que los valores e
intereses de los dominantes son impuestos a los dominados.7

6
Parsons discute con las concepciones que subrayan la naturaleza jerárquica del poder, enfa-
tizando la importancia de los mecanismos que, como el sufragio universal, han avanzando
en la institucionalización del principio de igualdad en las sociedades contemporáneas.
7
Al respecto, Alexander señala: “la desigualdad y la discriminación debilitan el respeto de
un grupo dominado hacia reglas de juego comunes y definiciones comunes de la situación”
(2000: 94).

58
Sociología política

En el extremo opuesto, la teoría marxista postula el conflicto como


eje explicativo de la sociedad. A través del concepto de lucha de clases, es-
tablece la prioridad analítica de la disputa entre grupos antagónicos. En
esta concepción, las clases sociales se definen en función de su relación
con la propiedad de los medios de producción y la sociedad capitalista se
estructura en torno del conflicto entre propietarios (burguesía) y produc-
tores (proletarios). El carácter de esta confrontación signa la fisonomía de
las instituciones políticas y jurídicas. Para graficar esta relación, el marxis-
mo ha recurrido a la metáfora arquitectónica8 de la economía como base
de la sociedad, definiendo a las instituciones políticas y culturales como
superestructura, en donde la primera explica y determina a la segunda.
Así, en estas sociedades divididas en clases, las clases dirigentes organi-
zan su poder no sólo en el espacio de producción, sino en todo el ámbito
social, de manera que las instituciones bajo su control tienden a volverse
instrumentos para la preservación de su dominio. De modo privilegiado,
las instituciones estatales desempeñan un papel medular en la organiza-
ción del poder de la clase dirigente, legitimando las desigualdades.
¿Qué puede aportarnos el análisis marxista al estudio de la política?
Si bien es indudable que la sociedad actual difiere en muchos aspectos
de la temprana sociedad capitalista del siglo xix que describe Marx, los
análisis marxistas nos llaman la atención hacia la necesidad de estudiar
el poder político y el Estado en relación con los procesos de producción
y transformación social. Bajo esta perspectiva, el punto focal no está en
las relaciones interpersonales de las diferentes élites, ni en las caracterís-
ticas de las instituciones políticas, ni en el proceso de toma de decisio-
nes en sí mismo, sino en la determinación de las instituciones políticas
(superestructura) por las relaciones sociales de producción (estructura).
En resumidas cuentas, afirmamos que si el estructural-funcionalismo
enfatiza el papel de la política en la integración de los individuos a la so-
ciedad, el marxismo resalta el carácter coercitivo y clasista de la actividad
política. Para la teoría marxista, las instituciones políticas legitiman las
divisiones de clase y la desigualdad a partir de su negación, apelando a

8
Esta metáfora, utilizada por el propio Marx, transmite la idea del nivel económico como la
base sobre la cual se edifican las relaciones políticas e ideológicas. En su concepción, no se
trata de un determinismo directo sino, más bien, de una forma estructurante amplia que
impone formas y límites a las relaciones sociales.

59
Ángela Oyhandy Cioffi

instancias como el sufragio universal y las políticas sociales de asistencia


a las clases subalternas.
La versión del marxismo que aquí describimos concibe la política
como una variable dependiente de las relaciones sociales de producción
y ha sido criticada desde distintas posiciones por su “economicismo”. Sin
embargo, inmerso en esta tradición, un autor como Antonio Gramsci
destacó (en las primeras décadas del siglo xx y desde la realidad de la so-
ciedad italiana) la relevancia de las dimensiones culturales y políticas en
las sociedades occidentales. En la obra de Gramsci se expresa un redi-
mensionamiento de la política, fundamentalmente a partir del concepto
de hegemonía, en el cual se subraya la incidencia de la dirección cultural
e ideológica de los dominantes sobre los dominados en la construcción
y mantenimiento de la desigualdad. El teórico italiano piensa la super-
estructura a partir de dos dimensiones de análisis: en primer término,
la sociedad política que agrupa a los distintos aparatos e instituciones
estatales y, en segundo lugar, la sociedad civil, que en su conceptualiza-
ción incluye a instituciones públicas y privadas. La sociedad política ga-
rantiza la coerción, y la sociedad civil es el espacio de construcción del
consenso. Así, para Gramsci, la hegemonía constituye una compleja ar-
ticulación de coerción y consenso. Se trata de un concepto acuñado para
dar cuenta de la especificidad de la dominación capitalista en Occidente,
apuntalada por robustas sociedades civiles. Aquí quisiera señalar dos
aportes fundamentales del marxismo de base gramsciana para el estu-
dio de la política:

1. La importancia de las construcciones ideológicas para garantizar una


dominación dotada de cierta estabilidad. Tratándose de una teoría
de inspiración materialista, no sólo se trata de estudiar valores, ideas
y normas, sino fundamentalmente las instituciones que las producen
y difunden: iglesias, universidades y medios de comunicación.
2. La necesidad de estudiar el papel de los intelectuales para una aca-
bada compresión de la política. En la concepción gramsciana, al nivel
de la sociedad civil, los intelectuales son los encargados de elaborar la
ideología de la clase dominante, dándole así conciencia de su papel y
transformándola en una “concepción del mundo” que impregna todo
el cuerpo social. En la sociedad política, los intelectuales son los fun-
cionarios encargados de la gestión de los aparatos estatales.

60
Sociología política

A pesar de cierto esquematismo, la introducción de la dicotomía en-


tre integración y dominación nos permitió sobrevolar dos de las gran-
des teorías que han signado el análisis sociológico sobre las sociedades
contemporáneas. Ambas han sido sometidas a profundas críticas y re-
conceptualizaciones. Aun así, todavía siguen brindando poderosas imá-
genes y disparando preguntas interesantes para el estudio de la política.

La política en sociedades actuales: la tensión entre


complejidad y democratización social

Otro de los nudos problemáticos que la sociología política ha teori-


zado destaca la relación existente entre los procesos de diferenciación
social (división del trabajo) y la construcción de legitimidad democrá-
tica. Expliquemos un poco más este asunto, observando el modo en
que se gestiona la política en nuestras sociedades actuales. Pensemos en
México. En primer lugar, reparemos en el titular del Poder Ejecutivo,
el presidente de la república. Junto a él, varias secretarías: Educación
Pública, Hacienda, Seguridad, entre otras. Si focalizamos dentro de
cada una de estas agencias, observaremos un complejo organigrama que
se divide en subsecretarías. Luego, pasemos al Poder Legislativo y obser-
varemos idénticas subdivisiones temáticas y partidarias. Pero, además,
debemos recordar que sólo estamos examinando al Poder Ejecutivo y al
Legislativo federal, ¡no debemos olvidar que este nivel de complejidad se
replica en cada uno de los estados de un país federal!
Ahora imaginemos un caso hipotético: un asunto bien sencillo que
debe procesar el sistema político mexicano, como la reforma de una ley
que regula el tránsito vehicular en una ciudad. Por un lado, debe ha-
ber un mínimo de coordinación entre el Poder Legislativo y el Poder
Ejecutivo, posiblemente a partir de los legisladores oficialistas. Al mismo
tiempo, en el Poder Legislativo debe desenvolverse un proceso de cons-
trucción de coincidencias en la comisión encargada del tema, proceso que
debe replicarse en los distintos bloques partidarios con posibilidades de
veto. Esta descripción basada en los canales institucionales formales no
debe hacernos olvidar la existencia de distintas instancias informales de
negociación. Además, cada uno de los poderes señalados ha de contar
con el asesoramiento de especialistas que trabajen en la función pública

61
Ángela Oyhandy Cioffi

(asesores internos), así como consultar a expertos externos (académicos,


consultores) a fin de optimizar el conocimiento sobre el tema. También
debe existir un trabajo de comunicación y persuasión hacia los medios
de comunicación, en atención a la divulgación de la futura normativa y
a sus posibles efectos electorales. Pero, concomitantemente, un régimen
democrático demanda cierto mínimo nivel de aceptación y consulta ciu-
dadana para garantizar el buen desempeño de una política (que no se des-
obedezca masivamente la nueva ley, por ejemplo) y que el gobierno que la
puso en práctica no sea castigado en las próximas elecciones.
Detengamos aquí el nivel de complejidad, pero nótese que no es-
tamos hablando de problemas de corrupción, incapacidad, diletantis-
mo, sino que nuestro énfasis se coloca en otro nivel de análisis: estamos
haciendo referencia a una característica estructural de la política en las
sociedades modernas, como la existencia de organizaciones masivas, bu-
rocráticas y jerárquicas, tanto dentro del Estado (agencias, comisiones,
oficinas, etc.), como fuera de éste (partidos políticos, sindicatos, asocia-
ciones empresariales y demás). Aludimos el funcionamiento político
de una democracia en una sociedad compleja, sin embargo, no hemos
recurrido al uso de conceptos como soberanía popular, bien común o
voluntad general; todos términos pertenecientes a una narrativa de la
democracia moderna que destaca el papel de la participación del ciu-
dadano en la construcción del poder político a partir de la extensión
del sufragio universal. Por el contrario, como veremos en las páginas si-
guientes, la sociología política nos devuelve otra imagen sobre el proce-
so de democratización social. Y es que cuando el discurso democrático
entroniza al individuo racional, Max Weber nos señala la irrupción en
la vida política de las organizaciones de masas. Cuando se exalta el papel
de la voluntad general en la toma de decisiones, Weber llama la atención
sobre la complejización de las tareas del Estado y sobre la incorporación
de la ciencia y la técnica en la gestión y la producción. Eventos todos
ellos que dan cuenta de la inevitable burocratización de la vida políti-
ca. En palabras de Nora Rabotnikof (1994: 168): “la inevitabilidad del
sufragio universal y la activación y movilización de las masas, replantea-
rán desde distintas perspectivas valorativas el tema de la democracia. En
otro sentido, delinearán ‘el gran tema’ sociológico: la centralidad de la or-
ganización. Sindicatos, partidos y asociaciones de todo tipo evidencian
el papel protagónico de la organización que hace que la realidad con-

62
Sociología política

temporánea sea una realidad de grupos e instituciones que ya no podía


ser abordada en términos del contractualismo individualista”.
Como correlato de este proceso, la descripción weberiana apunta a
la creciente importancia social de los especialistas, es decir, de quienes
actúan y dominan en función del saber (científico y técnico). Así, si los
aportes del marxismo nos permitían formular un juicio crítico respec-
to de la posibilidad de alcanzar el “bien común”, con base en la existen-
cia de intereses en conflicto (los antagonismos de clase), Weber agrega
a esta lista otros procesos de fragmentación: entre especialistas y legos,
entre burócratas y políticos, entre dirigentes y masas. Retomando nueva-
mente a Rabotnikof, conviene aclarar que para Weber la burocratización
no es una perversión o desviación, sino el resultado inevitable del proce-
so de democratización de instancias antes regidas por criterios estamen-
tales, de una mayor nivelación del acceso a los cargos y al consumo, y
del aumento de la complejidad de las demandas sociales. De este modo,
observamos cómo la burocratización es empujada tanto por la masifi-
cación de las organizaciones políticas y sociales (la incorporación de las
mayorías al juego político), así como por la complejidad y especialidad
de tareas que empujan a la profesionalización de las tareas del Estado.9
Desde esta perspectiva, la burocratización de la vida política eleva
la dirección de los asuntos humanos hasta una cima de eficiencia técni-
ca nunca antes alcanzada. Por ello, su avance es irresistible. Para nuestro
autor, la democracia es una técnica, un medio para alcanzar un fin. Cabe
señalar que una de las tensiones propias del desarrollo de la sociología
política durante las primeras décadas del siglo xx es la discusión con el
discurso del liberalismo político. Como ya señalamos, frente a las espe-
ranzas depositadas en la democracia como vehículo de ampliación de la
participación y la capacidad de las mayorías para intervenir en las deci-

9
Si bien inevitable, en tanto la burocratización conectaba con y derivaba del proceso de ra-
cionalización (formalización, cálculo, especialización, control eficiente), el análisis de Weber
se enriquece al considerar (como vacuna a la ausencia de conducción y responsabilidad po-
líticas de la burocracia) la necesidad de circunscribir lo político a las decisiones guberna-
mentales que tomarían una suerte de élite, los políticos profesionales, dotados de cualidades
especiales para gobernar en nombre y a favor de las masas. La expansión de la burocracia,
siguiendo a Weber, se equilibraría así con un parlamento fuerte y con un liderazgo probado.
Sobre ello, véase su conferencia La política como vocación (1967), sus Escritos políticos (1982)
y las Lecturas sobre Weber compiladas por Galván y Cervantes (1984).

63
Ángela Oyhandy Cioffi

siones colectivas, Weber formula un diagnóstico sociológico que apunta


en otra dirección. Quizás por ello ha sido ubicado por algunos auto-
res dentro de la corriente denominada elitismo sociológico. Dentro de
este grupo suele distinguirse entre los elitistas clásicos (Mosca, Pareto
y Michels) y los elitistas democráticos, como Weber y Schumpeter. ¿En
qué se basa esta distinción?
Tomaremos la obra de Robert Michels (1983) como ejemplo para-
digmático del elitismo clásico. Al formular su famosa “ley de hierro de las
oligarquías”, Michels sienta la tesis según la cual el funcionamiento defi-
citario de la democracia constituye una característica intrínseca de todo
sistema social complejo. Esto significa que no debe explicarse como un
fenómeno excepcional, producto de un bajo nivel de desarrollo social y
económico, de una educación inadecuada o del dominio capitalista sobre
las fuentes del poder. Las necesidades de división del trabajo y de espe-
cialización que demandan las sociedades complejas excluyen la participa-
ción de las mayorías en la toma de decisiones. Para llevar al extremo su
tesis, Michels la fundamenta en una investigación empírica sobre la re-
lación existente entre los miembros y los cuadros dirigentes del Partido
Socialista Alemán. En sus conclusiones sostiene que toda organización
partidaria que haya alcanzado un grado considerable de complejidad
reclama la existencia de un número de personas que dediquen todo su
tiempo al trabajo del partido. El precio de este aumento de la burocracia
es la concentración del poder en la cumbre y la pérdida de influencia de
la mayoría de sus miembros (bases). Desde su punto de vista, en las de-
mocracias modernas el liderazgo debe ser prerrogativa de una minoría.
Si bien Weber coincidiría en algunos puntos con esta caracteri-
zación, su preocupación política y teórica está más relacionada con el
predominio de la burocracia que con el elitismo. Su temor se basa en
la posible disolución de la política en la administración (Rabotnikof,
1994). Profundamente influido por las circunstancias políticas de la
Alemania de finales del siglo xix, Weber veía el peligro del inmovilis-
mo y la impotencia política en la consolidación de un gobierno de fun-
cionarios. La tensión entre técnica y política caracteriza en su análisis el
futuro de la democracia. Por eso, alejado del discurso de la democracia
como representación de la voluntad general y consciente de la superiori-
dad técnica de la burocracia, apuesta por la articulación y el contrapeso
entre Parlamento, liderazgo político (carismático) y burocracia.

64
Sociología política

¿Cuál es el polo opuesto de esta mirada pesimista sobre la íntima


conexión existente entre el desarrollo de una sociedad moderna (divi-
sión del trabajo) y la burocratización de las relaciones sociales? Aquí
presentamos dos teorías que, desde distintas concepciones sobre la
sociedad, postulan la posibilidad de trascender el elitismo y la oligar-
quización de la actividad política. En primer lugar, la apelación a la de-
mocracia directa en la formulación marxista y, luego, la teoría pluralista
de la democracia.
Desde la perspectiva marxista, una de las consecuencias más dra-
máticas del desarrollo del sistema de producción capitalista es la alie-
nación de las relaciones sociales y, con ésta, de los individuos. Por eso,
siguiendo la lectura que hace de esta obra Giddens, se concluiría que “es
precisamente la naturaleza intrínseca de la conexión entre división del
trabajo y estructura de clases lo que da a Karl Marx la posibilidad de lle-
gar a la conclusión de que es posible la trascendencia de esta alineación
con la abolición del capitalismo” (Giddens, 1994: 374).
Para los fines de nuestro problema, Marx encuentra una alternati-
va superadora a partir de la construcción de una sociedad radicalmente
distinta: la comunista. ¿En qué se basa esta afirmación? Marx sostiene
que la legalidad burguesa que estructura la burocracia se apoya en una
universalidad imaginaria que encubre los intereses específicos de la clase
dominante. Por ello, la posibilidad de destruir esta dominación de cla-
se entrañaría una escapatoria de la trampa burocrática de la sociedad.
Como vimos líneas arriba, Weber concebía la burocratización como una
tendencia general irreversible, producto de la especialización provocada
por la división del trabajo social. Por ello consideraba que una posible
transición al socialismo no sería capaz de trascender el problema de la
burocratización de la política ni cambiar la forma de la sociedad. Por el
contrario, para Marx la organización burocrática de la política apare-
ce como una manifestación concreta de la dominación burguesa y, por
ende, puede descartarse y superarse históricamente con la eliminación
de la sociedad capitalista.
¿Cómo piensa el autor del Manifiesto comunista una forma de or-
ganización de la política capaz de superar la forma burocrática? Si bien
no ha desarrollado un estudio sistemático al respecto, es posible extraer
algunos rasgos de este modelo en sus escritos: “Para mantener una eco-
nomía centralizada no es necesario que exista un orden burocrático tan

65
Ángela Oyhandy Cioffi

independiente; el socialismo posibilitará simplificar la administración


del Estado y dejar a la sociedad civil y a la opinión pública crearse sus ór-
ganos propios, independientes del poder del gobierno” (Marx citado en
Giddens, 1994: 381). Otra de las posibles lecciones para la construcción
de las instituciones políticas de la futura sociedad socialista es la necesi-
dad de elegir a los funcionarios mediante sufragio universal, y mantener
el carácter revocable de estos mandatos por parte de los electores. De
este modo, se evitaría la apropiación de los cargos políticos por parte de
los burócratas y la consolidación de las instituciones políticas como en-
tidades ajenas e independientes de los votantes.
Bajo otra clave de lectura, los sociólogos pluralistas proponen una
versión alternativa al elitismo sociológico. Su punto de partida es un re-
chazo a la descripción elitista de la política, pues, para los pluralistas, en
las sociedades complejas no existe un único centro de poder en la toma
de decisiones políticas, sino que “existen múltiples centros de poder, nin-
guno de los cuales es completamente soberano” (Dahl, 1967: 54). Si los
elitistas daban cuenta de una inexorable oligarquización de las institu-
ciones políticas en la democracia moderna, que entronizaba a una élite
en el vértice del poder político, los pluralistas destacan, por el contra-
rio, que la multiplicidad de demandas e intereses que se ponen en juego
en una sociedad compleja provoca que ningún grupo, clase u organiza-
ción, sea capaz de dominar al conjunto social. Por ello, pluralistas como
Truman, Dahl y Polsby, distinguen entre Estado, sociedad civil, poder
económico y poder político. Desde esta perspectiva, ser dominante en
una de estas instancias de poder no genera necesariamente la capacidad
de dominar las restantes. Así, desde el pluralismo sociológico, la política
es pensada como una esfera de negociación y conflicto entre diferentes
grupos públicos y privados (partidos, sindicatos, corporaciones empre-
sariales, etcétera).
Por oposición al diagnóstico de los elitistas clásicos, esta multi-
plicidad de instancias de producción de demandas al sistema político
habilitaría cierta democratización del poder. Una de las críticas más
consistentes a esta teoría alude, por otra parte, a su sobreestimación de
la capacidad de ciertos grupos para influir en la toma de decisiones po-
líticas, así como su tendencia a pensar al Estado como un agente neutral
que canaliza y procesa demandas sociales y políticas, subestimando sus
vínculos con ciertos grupos de poder económico.

66
Sociología política

Cada una de estas teorías nos proporciona una descripción diver-


sa acerca del funcionamiento de la política en nuestras sociedades com-
plejas que enfatiza aspectos y problemas distintos. Mientras el elitismo
sociológico nos ayuda a entender los problemas de eficacia de las insti-
tuciones políticas en la resolución de las demandas que plantea una so-
ciedad de masas, la apelación a la democracia directa retoma la cuestión
de la construcción de consensos y la legitimidad democrática. Por su
parte, el pluralismo cuestiona la propia posibilidad de concebir el poder
político como un centro único de coordinación y referencia en socieda-
des complejas.
Cada uno de estos enfoques (oligarquización o elitismo; democra-
cia directa; pluralismo político) destaca, con sus propios diagnósticos y
tentativas de respuesta, un problema característico de la política en socie-
dades modernas: la tensión entre complejidad y democratización social.
Si por democratización social entendemos, mínimamente, la idea de un
sistema de gobierno definido por un tipo de “representación política res-
ponsable y sustantiva” (Pitkin, 1985), lo que estas teorías revisadas evi-
denciarían serían los intrincados retos para hacerlo posible:

1. Una alta complejidad, que por avanzar los procesos de diferencia-


ción social (lo económico se distingue de lo político, lo político de
lo ético y lo religioso; la cultura y el arte se autonomizan, etc.), cues-
tionaría la centralidad de la política como eje integrador y demo-
cratizador. Principios como la voluntad general o el bien común
—argumentada por Weber la impotencia ética de la política—
dejarían de ser, para el argumento elitista, los fundamentos unívo-
cos de la democracia. Si ésta es, entonces, un método de compe-
tencia, un procedimiento racional para desahogar los intereses en
disputa, su aspecto más sustantivo (sus ideales y promesas) entraría
en tensión con su cara más procedimental.
2. Por esos frecuentes registros menores de democratización, el alega-
to de la democracia directa, constituyendo una crítica a los límites
de la democracia representativa, apuesta por una participación po-
pular que no se subsuma y sí trascienda el método racional de las
elecciones. La premisa de un ciudadano absoluto, dispuesto siempre
a una politización informada y reflexiva, es, sin embargo, negada por
cierto pensamiento liberal-democrático.

67
Ángela Oyhandy Cioffi

3. El peligro de que la organización política devenga en oligarquía


(Michels) tendría, para los pluralistas, un antídoto en una compe-
tencia política de tipo poliárquico, esto es, fortalecida con los grados
necesarios de liberalización y participación que favorezcan la lucha
y difusión del poder entre muchos grupos políticos. Esta idea, cues-
tionada por centros de poder (económico, mediático y otros.) aún
monopólicos o cárteles de partidos políticos con menos diferencias
que semejanzas, actualiza también la tensión aquí aludida.

Vitalidad y secuencias contemporáneas de los clásicos

Esta revisión de conceptos, categorías y discusiones clásicas tuvo por


objetivo fungir como una vía de acceso a la sociología política. Los auto-
res y teorías expuestos, a pesar de haberse originado en contextos tem-
porales y espaciales lejanos de nuestra realidad, permiten plantearnos
preguntas pertinentes para entender el funcionamiento de las socieda-
des modernas. Lejos de ser un resumen sobre la sociología política, se
trata de una invitación a profundizar en los senderos de una disciplina
dedicada a subrayar el carácter histórico y relacional de la política. Para
acentuar la vitalidad de las perspectivas registradas y persuadir al lector
de sus secuencias en debates más recientes, concluiré con un breve com-
pendio de algunas líneas contemporáneas de análisis:10

1. El problema del orden social, trabajado aquí con Parsons (la política
como consenso) y Marx (la política como conflicto), tiene secuen-
cias interesantes y también disputadas:

a) Del lado del estructural-funcionalismo, continuaciones en las


obras de Gabriel Almond y seguidores al respecto del papel de
los valores y la cultura política en sociedades modernas.11 El
componente sistémico de la teoría parsoniana, por otra parte,

10
Para profundizar en lo que aquí sólo enunciaré, véanse Bottomore y Nisbet (2001), Baert
(2001), Coller (2003), Iglesias y Herrera (2005).
11
Trabajos de Robert Putnam (1993) sobre el capital social y de Ronald Inglehart (2000)
sobre valores posmateriales prosiguen de algún modo esta línea.

68
Sociología política

ha estado presente en los estudios de David Easton sobre el sis-


tema político. Más original, tanto que merecería un texto dife-
rente, la obra de Niklas Luhmann es de gran potencia.
b) Cuestionado por sus pretensiones de ser una teoría general, el
estructural-funcionalismo, en los estudios de Merton, avan-
zaría hacia las importantes teorías de rango medio. Con otros
desarrollos, opuestos también a la idea de “la gran teoría”, los
trabajos de C. Wright Mills destacan por sus críticas al conser-
vadurismo del estructural-funcionalismo.
c) La reacción al holismo metodológico de la teoría de Parsons
despertaría, a su vez, avances notables en la microsociología.
La capacidad individual de elección, prestigiada por el indivi-
dualismo metodológico, tiene muchas propuestas analíticas.
Entre éstas sobresale la de Jon Elster y las teorías de la acción
racional.
d) Como un camino analítico para superar el debate de la micro-
sociología (agente) versus la macrosociología (estructura), el
vínculo micro-macro o la teoría de la estructuración, trabaja-
das, respectivamente, por Alexander y Giddens, serán atracti-
vas líneas de estudio.

2. Del lado del marxismo, el ya mencionado Elster y otros autores


avanzarán hacia un “marxismo analítico” que renovará, vía el indivi-
dualismo metodológico y la teoría de juegos, el marxismo tradicio-
nal. Con una teoría del sujeto distinta, la teoría crítica de Francfort
(Adorno, Horkheimer, Marcuse, Habermas y otros) contribuirá
también a la actualización del marxismo. Rescatando, por otra par-
te, el papel irreductible del conflicto social, los trabajos (sobre hege-
monía) de Mouffe y Laclau sumarán riqueza a la teoría del conflicto.
3. Finalmente, el debate entre modernidad y democracia tendrá en la
sociología política muchas y variadas secuencias. La crítica a la mo-
dernidad y a una presunta pero discutida condición universal de
la razón, impactará en los análisis renovados de los movimientos
sociales, del posmodernismo como un desencanto ante la crisis de
sentido o, por el contrario, de la modernidad como un proyecto in-
concluso que no debiera abandonarse (Habermas, Giddens). Los
problemas de integración social moderna, ya previstos por Tönnies,

69
Ángela Oyhandy Cioffi

Durkheim y otros clásicos, sientan así un dilema analítico que los


contemporáneos retoman y profundizan. En lo que respecta par-
ticularmente al Estado, a su capacidad de fijar reglas, estímulos o
límites al comportamiento, el neoinstitucionalismo de corte socio-
lógico recuperará la idea weberiana de la autonomía estatal, es decir,
el análisis de la política y del Estado como una variable indepen-
diente. “Traer de vuelta al Estado” fue, así, un tributo a lo que lúci-
damente Weber había ya detectado.

Lecturas recomendadas

Manuales introductorios de sociología política en Dowse y Hughes


(1975), Horowitz (1977) y Duverger (1982). Compendios accesibles so-
bre los autores clásicos de la sociología política en Giddens (1976, 1994,
1997), Alexander (2000) y Bottomore y Nisbet (2001). Antologías más
recientes en Baert (2001), Coller (2003) e Iglesias y Herrera (2005).
Para Weber, ídem (1967, 1997), Galván y Cervantes (1984). Sobre he-
gemonía: Gramsci (1975) y Laclau y Mouffe (1987). Para complejidad
social: Luhmann (1998), Torres Nafarrete (1998) y Zolo (1994). Un
acercamiento a Habermas en ídem (1991).

Fuentes

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72
Psicología política
Ricardo Ernst Montenegro*

Introducción

P sicología y política son dos conceptos que en nuestra época rara vez
son puestos el uno al lado del otro. Ya sea por la fuerza de ciertos dis-
cursos neoconservadores —que imponen la “costumbre” de signar a la
política como un espacio de transacción perversa y propio de agentes
sociales egoístas que actúan pensando sólo en su beneficio—, o bien
por la inercia de algunas intransigencias epistemológicas —que abomi-
nan de cualquier coordinación entre nociones complejas y problemáti-
cas, en un intento por sostener el espacio y el poder de ciertos gremios
profesionales con pretensiones científicas—, poner juntos los términos
de psicología y política es hoy una operación que, a los ojos de muchos,
parece poco adecuada. Para algunos, poco feliz; para otros, abiertamente
errónea. Sin perjuicio de estas tendencias, psicología y política son dos
campos que, como veremos, a lo largo de los siglos se han desarrollado
de una forma mucho más cercana y coordinada de lo que se supone.
Desde la sutil y profunda consideración de lo mental que hicieran
los progenitores de la polis griega y los estrategas chinos hace más de
2,500 años, hasta la sistemática y tecnificada intervención de los psicó-
logos militares y los técnicos electorales modernos, la psicología y la po-
lítica se han entrecruzado e informado mutuamente desde hace siglos.

* Licenciado en Psicología por la Universidad de Santiago de Chile (usach); maestro en


Ciencias Sociales por la Flacso México, y doctor en Estudios Latinoamericanos por la
unam. Correo electrónico: <rernstm@hotmail.com>.

73
Ricardo Ernst Montenegro

Si bien a la política como campo de reflexión, creación y lucha, se le reco-


nocen fechas de fundación mucho más antiguas que a la psicología, ésta
a su vez, en cuanto indagación acerca de cómo la gente piensa, siente y se
comporta, también cuenta ya con milenios de desarrollo y operación en
la cultura humana, representando por ello una matriz de información y
herramientas que ningún sujeto deseoso de progresar en el arte de go-
bernar puede desdeñar o ignorar. De la misma manera la política, en
cuanto actividad y espacio fundamentales en la construcción de la mate-
rialidad y el simbolismo de la vida social en comunidad, comporta una
dimensión ineludible para los interesados en la comprensión y dominio
del complejo intelecto-voluntad-deseos-contexto, este objeto del cual se
ocupan las disciplinas que se conviene en llamar psicología.
No obstante la riqueza y profundidad de las indagaciones que al res-
pecto podemos emprender —y a las que, como en algunos casos veremos,
éstas nos conducen—, la diversidad de los lectores a quienes están dirigi-
das estas reflexiones preliminares (académicos, estudiantes y otros públi-
cos interesados), así como las obvias limitaciones de espacio, nos obligan
a una presentación que no puede tener sino un carácter introductorio.
Máxima en cuanto a la extensión de las preguntas sobre las que debe in-
tentar iluminar; mínima en relación con la profundidad con la cual éstas
pueden, en el marco de las limitaciones ya mencionadas, ser tratadas.

Interludio teórico-metodológico

Teóricamente resulta necesaria una breve digresión sobre distintas ma-


neras de concebir lo psíquico, para que desde ahí cobre sentido nuestro
intento por describir cierta especificidad en el concepto psicología polí-
tica. Metodológicamente, es pertinente explicar el sentido del ejercicio
historizador que conduce nuestro argumento y exposición. Empecemos
por este punto.
¿Por qué iniciar la reflexión desde la historia? Creemos en el valor
de proceder, sobre todo en los ejercicios introductorios y con ciertas pre-
tensiones pedagógicas, más inductivamente, de una cierta lectura de los
“hechos” a la “idea”, podríamos decir, antes que deductivamente, es de-
cir, de la “idea” a los “hechos”. Convencidos del carácter esencialmente
construido del conocimiento, nos parece más productivo, y hasta cierto

74
Psicología política

punto más coherente con la fenomenología de las realidades que estu-


diamos, optar por una estrategia de reflexión y exposición que, median-
te la consideración de distintos momentos y aspectos del fenómeno en
cuestión, recree ante el lector el camino a través del cual arribamos a
nuestras conjeturas y conclusiones.
Inevitables resultan los prejuicios y las elecciones individuales tanto
de los autores de las historias como de sus posibles lectores, así como las
características particulares de los momentos y lugares en los que se lleva
a cabo tal diálogo. De esta manera, hablar de la historia de la psicología
política, así como de otras muchas cuestiones, se torna un ejercicio algo
más problemático de lo que en un primer momento se pensaría. Una
forma sencilla de retomar esta cuestión es negar esas condicionantes.
Seguramente el paciente lector ya se habrá encontrado varias veces con
historias elaboradas desde esta elección, la cual implica la tan inexacta
como soberbia pretensión de ser “la historia de”. En todos los temas que
en algún momento interpelan a la historia por relatos que cooperen en
la explicación de sus objetos, existe un cierto cuerpo mínimo de referen-
cias bibliohemerográficas (textos, revistas y demás fuentes) y discursos
subsidiarios que son tenidos por relatos verdaderos y correctos acerca de
la materia de que se ocupan. No obstante, la aparente “inocencia” y “na-
turalidad” de esta perspectiva —así como de la expresión acerca de con-
siderar “los hechos tal cual son”, en la que ésta se basa— no es tal. Antes,
representa una metáfora que intenta hacer prevalecer una cierta mirada
particular sobre las cosas, una aproximación en la cual, o bien los acon-
tecimientos sociales son estáticos, obedecen a una cierta “naturaleza de
las cosas”, o bien pueden ser comprendidos neutral y transparentemente,
pero que en todos los casos son susceptibles de una explicación comple-
ta, desinteresada y verdadera. Huelga decir adónde nos han conducido
a lo largo de la historia humana ideas como ésas; una posición que, res-
tando valor y espacio a otras miradas, preferentemente a las disidentes,
no hace otra cosa que sostener el statu quo de la interpretación y, de
ahí, al conjunto de todas sus consecuencias. Otra manera más realista
y fructífera de encarar esta cuestión es la que reconoce esas condiciones
en cuanto a los distintos posicionamientos éticos y políticos de los suje-
tos involucrados en una relación de conocimiento, cualesquiera que ésta
sea. La digresión que aquí presentamos se constituye en sintonía con
esta segunda alternativa.

75
Ricardo Ernst Montenegro

Desde la consideración teórica, o sea aquella sobre la especificidad


de lo psíquico y las distintas maneras como se comprendería y sería in-
tegrado a una concepción sobre el análisis político, también son precisas
un par de notas igualmente introductorias.
La idea sobre la existencia, en la vida inteligente, de una dimensión
trascendente, distinta de lo puramente material —base de una noción
de lo psíquico— ha acompañado a la humanidad desde su nacimiento
como especie socialmente articulada. Durante siglos, esta idea encon-
tró un objeto en la naturaleza, sus múltiples entidades vivientes y las
fuerzas que regulan sus actividades; desde el animismo primitivo hasta
las religiones organizadas, los seres humanos hemos intentado dotar de
sentido y controlar todo lo que va más allá de la simple materialidad de
nuestra existencia.
Sin perjuicio del antiguo interés por comprender y manipular esta
dimensión de la vida, durante la mayor parte de nuestra historia este
aspecto de la realidad se concibió fundamentalmente a través de exis-
tencia y relación con poderosas exterioridades (dioses), de las cuales los
seres humanos sólo participaban en parte (alma), y ante las que las op-
ciones para hacer se restringían al sometimiento (gracia) o el extermi-
nio (condena). No fue sino hasta el siglo xix, al avanzar el proceso de
secularización de la vida social y sucederse las primeras victorias del lla-
mado “método” científico, que la relación entre los seres humanos y este
registro de lo mental pudo mutar, permitiendo comenzar a ensayar una
comprensión y operación racionales sobre esta dimensión de la vida,
creando las condiciones para la elaboración de un concepto sobre lo psí-
quico, esto es, el registro que surge en la interacción entre lo físico y lo
mental, a partir del cual se desarrolla y despliega la vida anímica, cogni-
tiva y volitiva de los seres humanos.
Así, hacia fines del siglo xix y comienzos del xx, aparecen en el ho-
rizonte del discurso y las prácticas científicas —y por extensión en los
distintos ámbitos de la vida social donde éstos influyen— las tres tradi-
ciones fundamentales, en relación con las cuales se organizan la mayoría
de las restantes, desde las que se ha concebido lo psíquico: el conductis-
mo, el psicoanálisis y el humanismo; tres concepciones generales sobre
la vida psíquica humana y desde las que se elaboran distintas respues-
tas para las preguntas acerca de ¿qué es el ser humano?, ¿de qué mane-
ra se constituye como tal? y ¿cómo podemos influir sobre su devenir?

76
Psicología política

Sumariamente, sólo para efectos ilustrativos que orienten otras indaga-


ciones más exhaustivas,1 las respuestas ofrecidas por estas tradiciones se
resumen de la siguiente manera.
Para la tradición conductista, heredera de la revolución mecanicista
de los siglos xvi y xvii, el ser humano es fundamentalmente una má-
quina, si bien altamente compleja y sujeta a las múltiples interacciones
que su medio social le impone, a la vez sometida a los mismos principios
de causa-efecto, mensurabilidad de factores y modelamiento contingen-
te de procesos y resultados. En esta línea, se piensa que el ser huma-
no es un animal inteligente que, si bien producto de generaciones de
evolución natural —que lo han llevado a ocupar la cima en el ecosiste-
ma terrestre—, no presenta diferencias sustantivas, desde el punto de
vista estructural o funcional, en relación con el resto de los mamíferos
superiores (como ballenas, orcas, delfines, chimpancés, orangutanes y
gorilas). Por todo esto, desde el punto de vista de las posibilidades de in-
fluir en su conducta, en esta tradición se considera al ser humano como
perfectamente posible de entrenamiento sistemático y aprendizaje acu-
mulativo, sujeto al modelamiento conductual vía condicionamiento ope-
rante, estando determinado en su devenir por los resultados contingentes
de los múltiples arcos estímulo-respuesta que construye, a propósito de
su interacción con el medio ambiente. Esquemáticamente, en relación
con la política, es el ser humano como actor racional.
Si bien también reconociendo el sustrato biológico-animal de la
existencia, constitución y desarrollo de los seres humanos, el psicoaná-
lisis se erige en buena medida oponiéndose a la lectura recién descrita.
Para esta concepción, el ser humano representa un salto cualitativo en
la evolución de la vida desde la consideración de dos de sus cualidades
características: la trascendencia del ámbito de las necesidades físicas y
la posesión y desarrollo de lenguaje. En función de estas dos diferen-
cias, los seres humanos representarían una forma completamente nueva
y distinta de vida inteligente. Desde este punto de vista, los sujetos hu-
manos se constituyen como tales luego de un lento proceso de madura-
ción y aprendizaje social (primero en el círculo familiar; luego en otros

1
Para una revisión general sobre los desarrollos de la psicología en América, una buena refe-
rencia es la obra de Alonso y Eagly (1999). Para esa misma revisión, en relación con el resto
del mundo, una buena referencia es Wolman (1991).

77
Ricardo Ernst Montenegro

más amplios) en el cual interiorizan un cuerpo específico de mandatos


para la conducta y de códigos para la interpretación, estableciéndose un
complejo de significados concretos que dotan de sentido su existencia y
los orientan en las distintas interacciones que establecen. Así, el margen
de influencia que puede tenerse sobre la conducta de los individuos es-
tará, en esta lectura, en función directa de las posibilidades que se ten-
gan de modificar los patrones de significados y la interpretación que de
ellos realicen los propios sujetos. Esquemáticamente, en relación con la
política, es el ser humano como objeto de seducción.
Aunque vinculado con estas dos tradiciones de pensamiento y ope-
ración social, el llamado humanismo en psicología representa una visión
alternativa a las dos ya esbozadas. Sin negar los condicionamientos bio-
lógicos y simbólicos que concurren en la determinación de lo humano,
esta perspectiva enfatiza la existencia de la conciencia, sobre sí mismos
y el entorno, como aspecto diferenciador y característico de la condición
humana; a partir de ésta la vida y experiencia de los seres humanos resul-
ta cualitativamente distinta de la de cualquier otra forma de vida inteli-
gente. Según esta tradición, la constitución de los sujetos es un proceso
esencialmente autodirigido, hecho posible por la acción de la concien-
cia reflexiva y la voluntad de los individuos, movilizado desde la tendencia
de éstas al desarrollo, la autorrealización, así como dotado de contenido
por la propensión de las mismas al equilibrio. De esta manera, el mar-
gen de influencia sobre los individuos está dado por la capacidad para
modelar los niveles de dicha conciencia y los objetos en los cuales ésta
se fija. Esquemáticamente, en relación con la política, es el ser humano
como sujeto de persuasión y transformación.
Hechas estas consideraciones teóricas y metodológicas básicas, re-
visemos algunos antecedentes en el devenir del concepto de psicolo-
gía política que nos permitan, mediante su consideración e indagación,
avanzar en una propuesta para su definición.

Antecedentes y algunas encrucijadas de la psicología política

Alrededor de 2 500 años atrás, en dos lugares distintos de la Tierra, y en


momentos sucesivos, se originaron dos propuestas diferentes en torno a
problemas que se relacionan con el sentido y orden social, que involucran

78
Psicología política

simultáneamente a la psicología y la política, y que marcarían de manera


fundamental las maneras en las cuales sus descendientes, o sea nosotros,
intentarían luego comprender y abordar ésos y otros problemas.
Una primera propuesta podemos situarla en la obra del eminente
pensador griego Platón (427-347 a.C.), quien a pesar de sus múltiples
fracasos al intentar la puesta en práctica de sus ideas políticas, legó al
mundo una de las primeras construcciones teóricas que articulaban en
un todo coherente un cierto conocimiento sobre la naturaleza humana
(una teoría del alma entendida como principio vital y condición del co-
nocimiento, dividida a su vez en tres facultades: razón, voluntad y pa-
siones) con una teoría ética y política (el Estado ideal gobernado por
filósofos y dividido en clases que se corresponden con las tres partes del
alma: artesanos o trabajadores, guerreros y filósofos).2
Por las mismas épocas encontramos una segunda propuesta que ar-
ticula coherentemente los saberes de la psicología y la política. Mucho
más que un libro de práctica militar, la obra del brillante estratega chino
Sun Tzu (400-320 a.C.), El arte de la guerra, representa el primer tes-
timonio sistemático de los intentos por aplicar con sabiduría el conoci-
miento de la naturaleza humana en los momentos de la confrontación
bélica; intento reflexivo y práctico bellamente reflejado en la expresión
“Conoce al enemigo, conócete a ti mismo y, en cien batallas, no correrás
jamás el más mínimo peligro” (Sun Tzu, 2007: 28). En la misma línea,
su obra será la precursora de los modernos desarrollos que en materia
de guerra y política (vistas como estaciones del continuo en la lucha por
la supremacía) buscan doblegar no sólo los cuerpos, sino también las al-
mas de los oponentes, así como manejar de manera provechosa aquéllas
de sus propias tropas, esto es, la contemporáneamente llamada “guerra
psicológica”.3

2
Para detalles sobre esta propuesta platónica véase, respectivamente, El Fedor y La República.
3
Vaya un ejemplo de la manipulación psicológica, en este caso de complejo cognitivo-afec-
tivo del odio, como arma de combate: “Cuando el ejército de Yen rodeó Chi Mo en el Ch’i,
cortó la nariz a todos los prisioneros de Ch’i. Los hombres de Ch’i, fuera de sí, se defendie-
ron encarnizadamente. T’ien Tan envió un agente secreto a decir: ‘Nos consume el miedo
de que vosotros, el pueblo de Yen, arranquéis de sus tumbas a los cuerpos de nuestros an-
tepasados. ¡Ah! ¡Nuestra sangre se helaría en las venas!’ Inmediatamente el ejército de Yen
comenzó a violar las tumbas y a quemar los cadáveres. Los defensores de Chi Mo asistían
desde las murallas de la ciudad a este espectáculo con lágrimas en los ojos, y se apoderó
de ellos el deseo de lanzarse al combate, pues la ira había duplicado sus fuerzas. T’ien Tan

79
Ricardo Ernst Montenegro

Durante siglos, estas propuestas fueron paulatinamente puestas en


práctica y representaron la semilla a partir de la cual, ya desde el siglo
xvi, se daría el lento pero sostenido desarrollo de lo que hoy llamamos
con propiedad psicología política. El primer chispazo que presagió el di-
namismo en tales cursos sería la obra por todos conocida y pieza, según
algunos, fundadora de la ciencia política moderna; nos referimos, por
supuesto, a El Príncipe de Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Primera
obra en marcar con claridad el acento en lo que realmente es en oposi-
ción a la idea de reflexionar sobre lo que debería ser, esto es, la llamada
perspectiva de la realpolitik. Será el primer teórico moderno en declamar
abiertamente las ventajas del engaño, la astucia y la capacidad de infun-
dir temor en propios y ajenos como cualidades fundamentales de un go-
bernante exitoso.4
Algunos siglos después, y en cierta medida a propósito de las lec-
ciones derivadas de la llamada Revolución Francesa (1789-1799), des-
de mediados del siglo xix una parte importante de la élite europea, y
correlativamente también de las latinoamericanas educadas en su seno,
comenzaron a cifrar sus esperanzas por “humanizar” y “mejorar” las con-
diciones de dominación social, de la cual eran artífices y conductores, en
las promesas de transformación que portaba la ciencia. Paulatina pero
sostenidamente estas élites se volvieron cada vez más receptivas a los
“adelantos” que nuevas ciencias como la psicología les ofrecían en pos de
tales objetivos. En ese escenario fue donde se realizaron, hacia fines del
siglo xix y principios del xx, los primeros cruces explícitos entre psi-
cología y política, cuando los descendientes finiseculares de los “padres

supo entonces que sus tropas estaban dispuestas e infligió a Yen una humillante derrota”
(Sun Tzu, 2007: 18).
4
“Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que
todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posi-
ciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura
o elogio [...]. Sé que no habrá nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre
todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas;
pero como no es posible poseerlas todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza hu-
mana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas
que le significarían la pérdida del Estado, y, si puede, aún de las que no se lo harían perder,
pero si no puede no debe preocuparse gran cosa y mucho menos de incurrir en la infamia
de vicios si los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con
frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio
sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad” (Maquiavelo, 1999: 123-125).

80
Psicología política

fundadores” decidieron experimentar en ingeniería social colocando la


primera al servicio de la segunda, llevando adelante sus intentos por “ci-
vilizar” a las masas de indígenas y mestizos que predominaban en las
nacientes repúblicas a través de sistemas educativos permeados en su
concepción y funcionamiento por la joven disciplina de la psicología.
De este cruce moderno, y más o menos abierto, entre los dos campos,
un primer exponente destacado será el psicólogo social francés Gustave
Le Bon (1841-1931). Sus obras Psicología de las masas (1895) y La psi-
cología política y la defensa social (1921) se consideran los primeros tra-
bajos clásicos del campo. Al igual que sus antecedentes griegos, chinos
e italianos, éstas se concentran en la tarea de orientar a los gobernantes
acerca de las maneras más eficientes de controlar con provecho a sus go-
bernados. No obstante, por primera vez ello se intenta utilizando explí-
citamente los supuestos saberes de la psicología, coaligando tres de sus
áreas (la “individual”, la “de las multitudes” y la llamada “de los pueblos”)
con la disciplina de la historia. Los trabajos de Le Bon, como era de es-
perarse, despertaron las más diversas reacciones. Desde la calurosa aco-
gida que le brindó una parte importante de la clase intelectual y política
de su país,5 hasta el abierto rechazo que suscitó en diversas organizacio-
nes políticas de centro e izquierda, así como entre destacados científicos
sociales de la época, todos los cuales vieron con profundo recelo su indi-
vidualismo conservador, su claro rechazo a los movimientos obreros y de
corte socialista, así como su uso problemático de ciertas nociones como
“inconsciente”, “alma colectiva” y “conductor”, entre otros.
No sabemos si específicamente elaborada adversus Le Bon, aunque
su título lo sugiere, la obra de Sigmund Freud Psicología de las masas y
análisis del yo (1921) se erige como una clara respuesta a varios de los
planteos lebonianos, y constituye un ejemplo de otra vertiente original
a partir de la cual se desarrollarán con los años estos cruces entre psico-
logía y política. El aporte freudiano se traducirá con el tiempo en una
visión que priorizará la consideración de los aspectos psicopatológicos
involucrados en la constitución y conducta de los sujetos actores del de-
venir de la acción política, construyendo lecturas que, poniendo el acen-

5
Entre los invitados a los almuerzos de tertulia que organizaba a inicios del siglo, se en-
contraban, entre otros, figuras como Paul Valéry, Henri Bergson y el propio presidente de
Francia, Raymond Poincaré.

81
Ricardo Ernst Montenegro

to en la estructuración temprana de la psique de los individuos, intentan


develar los sentidos puestos en juego a lo largo y ancho de los diversos
procesos políticos estudiados.
Con el devenir de estos desarrollos, ya desde comienzos de 1930
en adelante, comienzan a ejercerse variadas acciones que intentarán se-
guir de la manera más completa posible las “recomendaciones” surgidas
de estas reflexiones. Y como ya habíamos visto antes, una de las prime-
ras áreas receptivas a tales orientaciones fue la milicia. Bajo el lema de
modernizar la gestión de sus recursos humanos, el ejército de Estados
Unidos, durante el primer lustro de los años treinta, comenzó la utiliza-
ción de test de evaluación psicológica (llamados en aquel momento “alfa”
y “beta”) para la selección y asignación del personal dentro de su esque-
ma organizacional y operativo. Al poco andar (especialmente luego de
sus experiencias en la última gran guerra europea, la de Corea y luego la
de Vietnam), y como ya habían mostrado con meridiana claridad Sun
Tzu y Maquiavelo siglos atrás, se comenzó a revelar otra vez el enorme
potencial que, a efectos de conseguir la victoria, tenía el conocimiento,
moldeamiento y control de la psique humana. Lo que pareció en un pri-
mer momento un arrebato de “modernismo técnico” sin mayor utilidad
comprobada, terminó por revelarse (especialmente a lo largo de la gue-
rra fría, las múltiples guerras de liberación nacional y los ya tristemente
célebres episodios de terrorismo de Estado que caracterizaron el desa-
rrollo del siglo xx) como uno de los principales espacios de batalla de
las guerras modernas.
Un triste ejemplo contemporáneo de lo anterior es la condenable
participación de psicólogos en los “programas de interrogatorio” (eufe-
mismo para referirse a las sesiones de tortura) conducidos por la milicia
estadounidense en su última guerra de conquista, ahora llamada “guerra
contra el terrorismo”, y que actualmente se debate tras bambalinas en el
seno de la American Psychology Association (apa) tal y como denunció
el periodista Mark Benjamin hace poco tiempo atrás.6
La contraparte de esto que, como todo en la realidad también la tie-
ne, es la tarea de contención y profilaxis realizada por una parte impor-
tante de psicólogos y otros profesionales latinoamericanos, los cuales,

6
Para más detalles, véase, por ejemplo, la entrevista que hace poco le hizo la activista Amy
Goodman (2007).

82
Psicología política

desde principios de los años setenta y en gran medida a propósito de


las situaciones de violencia político-social dominantes en la región, se
vieron impelidos a enfrentarse con la enorme magnitud del daño pro-
ducido por estas luchas, empresa que les demandó, además de coraje e
imaginación, la elaboración de nuevos marcos teóricos y metodológicos
dado lo insuficiente de aquéllos vigentes.
En esta breve descripción de algunos hitos de lo que se conviene
en llamar psicología política, pueden intuirse ciertas discusiones axiales en
torno a las que se ha construido este campo disciplinar. Revisemos con
más detalle algunas de dichas disputas.

Debates contemporáneos

Si bien hemos presentado un relato que, buscando por antecedentes sig-


nificativos, se remonta al año 400 a.C., lo cierto es que la psicología po-
lítica nace como disciplina científica, al igual que el resto de las ciencias
sociales, hace poco más de un siglo. En este contexto, su desarrollo ha
estado marcado por derroteros y coyunturas similares a las que definie-
ron el devenir de aquéllas, siguiendo un curso inextricablemente ligado
a las grandes contingencias sociales que moldearon el siglo xx.
Como ya dijimos, el lugar social que cada cual ocupa —y desde el
cual uno piensa, habla y actúa— prefigura el contenido y sentido de lo
realizado. A la luz de esto, no es de extrañar que una primera fuente de
discusión que ha alimentado los debates contemporáneos sobre la psi-
cología política tiene que ver con las distintas ideas e intereses de los su-
jetos concretos que participan de ésta o sus inmediaciones, mismos que
modelan el lugar que ciertos individuos y grupos creen que ésta ha de
ocupar en el concierto de lo social. Tales debates, en función de la espe-
cificidad de la materia, son llevados a cabo en esferas muy restringidas,
básicamente compuestas, además de por ciertos altos burócratas invo-
lucrados en la toma de decisión de política pública, también por acadé-
micos, profesionales del campo y algunos otros intelectuales y miembros
de la sociedad cercanos a todos ellos.
En tal sentido, y al igual que en todo grupo pequeño, la lucha fue
feroz y se centró primero en las batallas por delimitar un espacio, con-
formar un campo de trabajo con determinados “problemas”, “métodos”

83
Ricardo Ernst Montenegro

y “expertos”. Todo esto se tradujo, con el correr del tiempo y a través de


disputas que en muchos casos continúan sin saldar,7 en el inicio de un
largo proceso de separación y diferenciación del campo en relación con
aquel que, en teoría, lo viera nacer, esto es, el de la psicología social.
Arraigadas en distintas definiciones acerca de lo psicológico, lo so-
cial y lo político, y en un movimiento en el que coinciden la progre-
sión histórica y la transformación conceptual, identificamos, grosso
modo y siguiendo a Montero (1999: 9), tres lecturas sobre lo que ha
sido considerado psicología política: la primera, de manera simultánea
con las elaboraciones en el resto de la psicología, la hace a fines del siglo
xix y puede representarse en la figura y los trabajos del ya menciona-
do Gustave Le Bon, en los cuales el término psicología política aparece
asociado a la idea de indagación y administración de las variables psi-
cológicas implicadas en el proceso político en los ámbitos de las formas
y prácticas de gobierno. No en vano, Le Bon considerará El Príncipe de
Maquiavelo como la única obra en el campo que precede a su Psicología
política de 1910.
Reduciendo casi hasta lo grosero, diremos que en esta clave lo psi-
cológico está caracterizado por una noción de lo mental, estructurada
por la dicotomía racional/irracional, atribuyéndosele superioridad mo-
ral y práctica a la primera en detrimento de la segunda. A su vez, lo so-
cial es leído desde el principio del individualismo elitista, justificando las
jerarquías fundamentales, naturalizándolas y promoviéndolas. De esto
deriva Le Bon una teoría y práctica políticas que toma partido por el
conservadurismo en su clave gatopardista: comprendamos mejor a las
masas, actualicemos nuestra intervención sobre ellas para prevenir su
desborde, podría decirnos en un hipotético diálogo.
Con muy pocos matices, hasta la primera mitad del siglo xx sur-
ge una nueva y vigorosa tradición en la psicología política, desarrollada
fundamentalmente en Estados Unidos y algunos países de Europa con
fuerte influencia anglosajona. Al amparo del paradigma funcional/con-
ductista, donde lo social se lee como un sistema de actores racionales,

7
En Oblitas y Rodríguez (1999) puede aún notarse esto con claridad. Por ejemplo, en la
Presentación, Oblitas entenderá la psicología política como un “área de la psicología con-
temporánea” (1999: 7); mientras que D’Adamo y García la entienden como “uno de los
ámbitos de la psicología social aplicada” (1999: 293).

84
Psicología política

interactuando motivados por el interés individual, el campo es concebi-


do como una disciplina de los hechos obviamente políticos; y éstos, a su
vez, definidos como conductas del quehacer público institucionalizado
en una sociedad, leyéndose así lo político como el espacio de interacción
social normado racional y consensuadamente.
En la misma línea, lo psicológico, reducido a conducta conscien-
te y supuestamente voluntaria, se interesará por el estudio de temáti-
cas como la socialización política y los procesos de toma de decisión,
sólo por mencionar las más destacadas. O sea, se mantiene el interés
por un conocimiento que provea más y mejor control en las tareas de
gobierno por y sobre los sujetos en el dominio de lo político, sin em-
bargo, ahora dicho interés se focaliza en las conductas asociadas a los
espacios y procedimientos definidos por la lógica institucional de lo
político, descentrando el foco leboneano, al menos en teoría, del actuar
más o menos inorgánico de la masa, así como de las tácticas y estrate-
gias de las élites.
Una tercera forma de entender la psicología política, y que da cuenta
de las tensiones antes referidas, se produce en los años setenta y ochen-
ta. Sensibilizados por los contextos de violencia y represión política en
los que se encontraban, algunos profesionales latinoamericanos comien-
zan el desarrollo sistemático de la corriente latinoamericana en psicolo-
gía política. Desde Chile, en el sur, hasta México, en el norte, aparecen
trabajos que encuentran un hilo común en el reconocimiento de las li-
mitaciones del acto de importar teorías y prácticas generadas en otros
contextos y en función de otros intereses, lo cual se articula con la tarea
de construir nuevos modelos y explicaciones que se ajusten a la reali-
dad social donde han de ser aplicados. En esta perspectiva, en general,
se asume que la psicología política no intenta aplicar teorías psicológi-
cas en la política, sino más bien pretende examinar lo que de psíqui-
co hay en el quehacer político: “el aporte específico de la psicología está
en el examen del comportamiento político […], el comportamiento en
cuanto mediación de la política […], la política en cuanto es actuada por
actores y grupos” (Martín-Baró, 1990: 210). Se rechaza concebir la es-
pecificidad de lo político en el carácter del acto mismo (cualquier acción
adquiriría carácter político si quien la realiza es el presidente de un país),
así como en el carácter del actor (muchos actos pueden ser realizados
por quienes no ocupan un cargo en el aparato estatal: huelgas, manifes-

85
Ricardo Ernst Montenegro

taciones, sindicales, etc.). Antes bien, se concibe en función de su rela-


ción de sentido con las fuerzas y el orden social de una formación social
determinada: “en la medida en que una actividad promueva los intereses
de un determinado grupo social y que afecte o influya en el equilibrio de
fuerzas sociales y en el orden social tal como se encuentran en un deter-
minado momento, esa actividad tiene carácter político” (Martín-Baró,
1990: 214). En pocas palabras: lo psicológico como cultura y contexto;
lo social como variación y lucha; lo político como dominación, resisten-
cia y liberación.
Todas estas maneras de proceder no pueden ser reconocidas como
alternativas homogéneas, excluyentes y sucesivas que han dominado
correlativamente en los distintos espacios de legitimidad del campo,
pues si bien surgieron en distintos momentos históricos de la discipli-
na, perviven en múltiples espacios, prosiguen en sus disputas internas
y persisten en su pugna por lograr la hegemonía dentro del campo. Así,
la psicología política no escapa a la polifonía conceptual en la que nació.
De alguna manera, el debate dentro de la disciplina parece haber llega-
do a un punto en el cual se discuten no sólo los matices técnicos o teóri-
cos que la sustentan como campo y forma de indagación, sino también
las interpretaciones de sentido vigentes a lo largo de su historia que han
prefigurado su labor y sus resultados, esto es, la base a partir de la cual
ésta se define ante sí misma y frente al resto de las disciplinas. Se ha
vuelto permanentemente al problema inicial de toda reflexión sistemá-
tica que aspira a constituirse en ciencia, es decir, la cuestión acerca de
la delimitación. Situación que se vincula estrechamente con el carácter
altamente interdisciplinario que progresivamente distingue al campo.
Un caso interesante al respecto es el de la psicología política en su
variante clínica. Por mucho tiempo relegada,8 esta tradición fue du-
rante años una importante fuente de relatos y prácticas útiles no sólo
para los fines de la mínima contención ante el daño producto de la vio-
lencia política ejercida por los diversos autoritarismos imperantes en
nuestra región, sino, además, a efectos de reinstalar los debates en tor-
no a categorías y procedimientos de la psicología hasta ese momento

8
Principalmente en función de la acusación de estar impregnada desde su origen por un
cierto “vicio individualista” que le impediría concebir a los sujetos más allá de los márgenes
del espacio de consulta individual o de la familia próxima.

86
Psicología política

hegemónicos. Al poco andar de mi propia práctica logré captar la cen-


tralidad y gravedad implicada en debates en torno a categorías como
“vínculo comprometido”, “traumatización extrema” y otras. Pensar en
el ejercicio terapéutico obedeciendo el principio canónico de la “neu-
tralidad en la intervención” ya era cuestionable en las discusiones de la
licenciatura, pero cuando se piensa en éste en un entorno de violencia
política sistemática como aquél, que en cuanto experiencia de vida es
compartida por paciente y terapeuta, se vuelve un ejercicio práctica y
teóricamente insostenible (Lira y Weinstein, 1987; Lira, 1996; Agger
y Jensen, 1996).9

9
Ya en la formación de grado aparecía, entre aquellos pocos que se interesaban por estos
temas, la sorpresa cuando encontrábamos en los manuales de psicopatología y en boca
de altas personalidades de la burocracia de la salud en Chile las descripciones sobre el
“desorden de estrés postraumático” (ptsd, por sus siglas en inglés) como la “mejor forma”
de catalogar y aproximarse a los síndromes que parecían afectar a aquellos sujetos víctimas
más directas de la represión y la violencia política. Si bien la categoría resulta ordenadora
y facilita el proceso de diagnóstico, diversos autores (Becker, 1994; Lira y Castillo, 1991;
Agger y Jensen, 1996) han planteado que a la hora de describir las características del daño
en estas personas este concepto resulta deficiente por múltiples razones. Entre otras, pri-
mero, la referencia al trauma es vaga e imprecisa: los “estresores” van desde una catástrofe
natural a un accidente automovilístico no constituyéndose —dentro de este concepto— en
experiencias significativamente diferentes. De esta manera, se dificulta la comprensión de
la relación estrecha entre sintomatología y contexto social y se corre el riesgo de ocultar
tras la psicopatología individual los procesos sociopolíticos implicados en el origen de la
situación traumática (Lira y Castillo, 1991). Así, “el crimen de la tortura se convierte en ‘es-
tresor’, quitándole toda connotación política [...] el estresor se revela como palabra cargada
de ideología porque hace invisible la dimensión política del daño” (Becker, 1994: 77-78).
En segundo lugar, los síntomas descritos por el ptsd aparecen típicamente en las víctimas
de violencia política, no obstante, “la sintomatología de las víctimas es múltiple no limitada
a un set específico de dolencias [...] la posibilidad de encontrar síntomas descritos por el
ptsd es mayor a corto plazo, sin embargo, a largo plazo puede aparecer todo tipo de en-
fermedades […]” (Becker, 1994: 79). El daño parece involucrar enfermedades psíquicas y
somáticas incluyendo problemas de índole más bien social —por ejemplo, dificultades para
establecer relaciones de pareja e inestabilidad en el trabajo— como también tener un curso
más crónico y severo que en el resto de la población (Barudy, 1990; Becker, 1994). Por otro
lado, los síntomas que describe el estrés postraumático son unipersonales, es decir, se refie-
ren a los signos individuales del trauma en desmedro de los daños interpersonales que éste
implica. “Cuando ocurren daños por la persecución política o la guerra, la traumatización
involucra siempre por lo menos al grupo familiar entero. Parte de la enfermedad son tam-
bién estructuras comunicacionales marcadas por el miedo y la angustia, son la rigidización
de los límites entre la familia y medio ambiente y la desaparición de límites intrafamilia-
res: hijos parentalizados, padres infantilizados, familias enteras sumergidas en procesos de
duelo alterados, violencia intrafamiliar, etc.” (Becker, 1994: 81).

87
Ricardo Ernst Montenegro

Como dijeran algunos de los actores principales de este relato:

Nuestra psicología ha sido así una sistematización de carácter selec-


tivo de problemas específicos vinculados a la salud mental de grandes
mayorías, que estimamos importante comprender y difundir porque
puede ser útil no sólo para nuestros pacientes, y nosotros mismos,
sino para todos aquellos que necesitan comprender el mundo en que
viven, sin que existan allí espacios negados, suprimidos o reprimidos,
principalmente por razones políticas (Fasic, 1987).

Llegados a este punto, y luego del recorrido mínimo que realizamos


en relación con sus antecedentes y debates contemporáneos, pasemos
ahora a revisar brevemente algunos puntos que nos permitan elaborar
una definición mínima del concepto psicología política.

Definición del concepto

Cuando se combinan términos conceptuales, los resultados suelen ser


más heterogéneos de aquéllos que resultan de la combinación de otra cla-
se de objetos. Por ello, partamos de un par de definiciones de psicología
y política que, sumándose a lo ya expuesto, ayuden en el esclarecimiento
de la categoría que analizamos.
Una definición de psicología podría rezar como sigue: campo de
prácticas y significados sociales más o menos compartidos acerca de lo
humano en cuanto a su ser y conducta que, al devenir en institución, ge-
nera una extensa variedad, desigualmente coordinada entre sí, de cuerpos
de saber y técnica aplicados sobre la psique y el cuerpo, que en su opera-
ción coadyuvan en la producción de teorías y prácticas específicas consti-
tutivas de individuos en sujetos. A su vez, una caracterización del término
política podría, en sentido amplio, entenderla como la esfera constituida
por los sentidos, las reglas y las prácticas que modelan y definen el deve-
nir de la vida pública, el gobierno y el poder en las comunidades humanas.
De manera restringida, como aquella dimensión de las relaciones huma-
nas en la cual se pone en juego el equilibrio del par sujeción/dominación.
Puesto así, y a la luz de nuestras anteriores reflexiones, la coordina-
ción entre psicología y política se torna evidente en al menos un punto:

88
Psicología política

la generación y utilización de unos ciertos saberes, técnicas y reglas en


pro de conducir, modelar o dirigir unas conductas específicas de los su-
jetos. No obstante este esclarecimiento, hemos de hacernos cargo de su
consecuencia: asociar psicología y política redunda en al menos cua-
tro posibilidades complementarias y diferentes: “psicología de la políti-
ca”, “política de la psicología”, “política psicológica” y “psicología política”.
Avanzando en especificar con precisión lo que entendemos por esta úl-
tima, despejemos someramente lo que puede entenderse de cada una de
las otras tres.
En lo que respecta a la “psicología de la política”, la definición más
sencilla remite a la tradición de considerar bajo un prisma psicológico
los eventos políticos, usualmente entendiendo por éstos a los definidos
en el ámbito del accionar de los canales institucionales regulares (por
ejemplo, el análisis e intervención sobre motivaciones, formación de pre-
ferencias, conducta electoral, partidaria y social de base). La “política de
la psicología”, a su vez, se especificaría en el ámbito de la evaluación y la
decisión que se hacen sobre la psicología como institución y práctica so-
ciales, en términos de su dinámica y desarrollo como espacio de poder
(por ejemplo, las decisiones y normativas legales vigentes en los Estados
nacionales respecto de la formación y práctica del campo). La “política
psicológica”, por extensión, podrá entenderse entonces como la esfera
en la cual se usen con fines y en espacios políticos los saberes y técni-
cas desarrollados en el espacio de lo psicológico (por ejemplo, las con-
ductas y estrategias comunicacionales de los gobiernos u otros grupos
organizados).
Con todas estas precisiones, nuestra definición mínima rezaría más
o menos así: la psicología política puede asumir la forma de una especia-
lidad de la psicología en la que, en lugar de postular una extrapolación
de las posiciones y funciones de un campo a otro, lo que se intenta es
reflexionar sobre la coherencia entre las lógicas y estrategias de los acto-
res que las encarnan, así como intervenir sobre sus recursos y sus coyun-
turas. Tal y como se especifica en la tradición latinoamericana, en esta
perspectiva, en general, se asume que la psicología política no ha de in-
tentar aplicar teorías psicológicas en la política, sino más bien examinar
lo que de psíquico hay en el quehacer político.
El atento lector percibirá que con esta propuesta de caracterización
son más las preguntas que se abren que las que se cierran. No en vano, y

89
Ricardo Ernst Montenegro

luego de recorrer un derrotero similar al aquí presentado, una de las más


destacadas profesionales del campo en la región ha propuesto una cla-
sificación mínima del campo de la psicología política en la cual se con-
sideran cuatro perspectivas (psicosociológica, psicoanalítica, discursiva
y estructural-funcional) susceptibles de articularse con seis modelos di-
ferentes (liberacionista-crítico, psicopolítico, retórico-discursivo, psico-
histórico, racionalista y marxista) (Montero, 1999: 9-24), dando cuenta
de la magnitud y heterogeneidad de los esfuerzos que dan forma y vida
al campo de la psicología política.
No es la intención de este escrito cerrar la discusión, sino apenas de-
linear algunos de sus aspectos principales, siempre con la esperanza que
de ésta se desprendan reflexiones o intuiciones de provecho para cual-
quier sujeto interesado en la comprensión de lo social y en el ejercicio de
una práctica que lo transforme. Ahora es el turno del lector.

Lecturas recomendadas

Sobre los esfuerzos sudamericanos en el campo, excelentes referen-


cias son los trabajos de Fasic (1987), Lira (1991, 1996), D’Adamo y
García (1999), D’Adamo, García y Montero (1995). Para lo mismo en
Centroamérica una referencia ineludible es la obra completa de Martín-
Baró (especialmente Martín-Baró, 1990). En el caso de México, buenas
referencias son los trabajos de Juárez (1991; 2000) y Mota (1999). Para
los ejercicios estadounidenses, véase Milgram (1969), Hermann (1986)
y Elster (1995). Sobre la tradición europea, Fromm (1956), Moscovici
(1987), Billing (1987, 1991) y Potter (1996). De manera general, se con-
sideran insustituibles las revisiones de los clásicos antiguos como Sun
Tzu, Platón, Maquiavelo, Le Bon y Freud, así como los excelentes traba-
jos de recopilación y análisis de Montero (1990, 1994, 1999, 2001).

90
Psicología política

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93
Segunda parte

Reglas e instituciones

95
Constitución
Enrique Serrano Gómez*

Introducción

El término constitución posee una diversidad de significados, de los


1

cuales, para los fines de este trabajo, cabe destacar dos: el primero posee
una larga tradición y se encuentra ligado al sentido etimológico del tér-
mino: constitutio denota la naturaleza, composición o estructura de algo.
De acuerdo con esto, en su acepción política, la Constitución es la forma
de organización del poder imperante en una sociedad (status publicus-
status reipublicae); el segundo significado, propio del mundo moderno,
consiste en el sistema de normas supremas y últimas por las que se rige
el Estado. A su vez, en cada uno de estos significados cabe distinguir
una dimensión descriptiva y una dimensión normativa. Para realizar un
análisis adecuado del concepto de constitución es menester diferenciar
claramente entre estas acepciones, pero sin perder de vista la relación
existente entre sí. Ello sólo puede lograrse si se renuncia al presupuesto
de la teoría clásica de la definición (per genus et differentiam) respecto de

* Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Estudió filo-


sofía en la unam y en la Universidad de Constanza (Alemania). Correo electrónico: <esg@
xanum.uam.mx>.
1
El tema de la Constitución y los ideales constitucionalistas abarca gran parte del pensa-
miento político. En este trabajo no pretendo abarcar la riqueza de este campo problemá-
tico, ni siquiera en lo que respecta a los autores que directamente trabajan el tema de la
Constitución. Mi objetivo es más modesto: proponer una perspectiva de análisis, en la cual
este concepto representa el punto en el que se condensan los ideales de libertad que han
motivado las luchas políticas a lo largo de la historia.

97
Enrique Serrano Gómez

que todo concepto debe remitir a una esencia o un núcleo invariable y se


asume que los diversos sentidos de Constitución son una expresión de
las transformaciones históricas de los sistemas políticos.

La Constitución de los antiguos

En el pensamiento grecolatino clásico la Constitución (politeía-consti-


tutio) es la modalidad de organización de una ciudad (polis) o de un
territorio. Gran parte de los presupuestos comunes a esta tradición se
condensan en el mito de Prometeo y Epimeteo que narra Protágoras en el
diálogo platónico homónimo (322a). De acuerdo con este mito, los dio-
ses encargan a estos hermanos distribuir los atributos necesarios entre
todas las criaturas para que sobrevivan.
Epimeteo, el menor de ellos, se ofrece a realizar esta compleja labor
de equilibrio. A algunas criaturas las dota de fuerza, a otras de alas, unas
obtienen una abundante descendencia y, a las que se alimentan de és-
tas, en cambio, una exigua descendencia, etc. Sin embargo, “como no era
del todo sabio” se olvida de la especie humana (los seres humanos esta-
ban desnudos, descalzos y sin armas). Al revisar la labor de su hermano,
Prometeo se percata del error y para remediarlo osa robar la sabiduría
profesional (técnica) de Atenea y el fuego de Hefesto y los otorga a los
seres humanos. Pero como estas criaturas todavía no poseen el arte de
la política (el arte de vivir dentro de una polis) en cuanto tratan de aso-
ciarse entran en conflicto y, por tanto, se mantienen aislados e inermes
frente al peligro que representan las fieras, incluidas en ellas sus propios
congéneres.

Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a


Hermes que trajera a los seres humanos el sentido moral (aidós–pu-
dor) y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras
acordes de amistad. Le preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué
modo daría el sentido moral y la justicia a los seres humanos. ¿Las
reparto como están repartidos los conocimientos? Están repartidos
éstos así: uno solo que domine la medicina vale para muchos, y lo
mismo los otros profesionales. ¿También ahora la justicia y el sentido
moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos? A to-

98
Constitución

dos —respondió Zeus— y que todos sean partícipes. Pues no habría


ciudades si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros co-
nocimientos. Además impón una ley de mi parte: Que el incapaz de
participar del honor y la justicia lo eliminen como a una enfermedad
de la ciudad (polis).

En esta narración mítica se destaca que la sociabilidad es un impul-


so espontáneo de los seres humanos, ligado a la supervivencia; sin em-
bargo, para lograr desarrollar la cooperación en la convivencia social se
requiere crear una Constitución,2 es decir, un orden institucional, el cual,
mediante la referencia a un principio de justicia común, permita integrar
las acciones. En las sociedades en las que no existe una Constitución im-
pera lo que se denominaba stásis, esto es, una situación en la que el con-
flicto, animado por un creciente espíritu de facción, tiende a polarizarse.
En esta lucha, sin mediaciones institucionales y sin reglas, simplemente
se imponen los más fuertes, por lo que la relación entre gobernantes y
gobernados se convierte en un vínculo de dominio. De esta manera, se
generan formas de gobierno ilegítimas, las cuales, al carecer de un prin-
cipio de justicia, mantienen una situación de conflicto sin mediaciones,
que impide el desarrollo de la sociedad. Según esta tesis, las formas de
gobierno ilegítimas, al depender de la arbitrariedad de los dominadores,
no poseen una forma definida que permita estabilizar las expectativas
de los miembros de la sociedad, es decir, carecen de una Constitución.
La única manera de superar los riesgos inherentes a la stásis es, por
tanto, generar una Constitución que permita regular las relaciones socia-
les. Para la tradición grecolatina clásica, el problema de la Constitución
de la sociedad no se reduce a un asunto técnico (tecné), sino que, ante
todo, es una cuestión práctica (praxis), en la que, como tal, se encuen-
tra en juego la determinación de las condiciones que hacen posible el
ejercicio de la libertad. Es decir, para ellos es inseparable la dimensión
descriptiva y la normativa; toda Constitución implica un principio de
eunomía, que define el buen orden que debe regir en la colectividad.
Aunque nunca se accedió a un consenso amplio sobre lo que significa el
buen orden social, sí se establecieron ciertos puntos de coincidencia. En

2
La Constitución (politeía-constitutio) es lo que crea el espacio público común en el que se
establecen y regulan las relaciones de poder (polis-civitas).

99
Enrique Serrano Gómez

primer lugar, existe un acuerdo sobre la necesidad de distinguir entre los


regímenes políticos surgidos de la violencia, propia de la stásis, y los re-
gímenes fundamentados en un consenso entre las diversas fuerzas so-
ciales. En estos últimos se opera una inversión en la prioridad política de
las relaciones sociales. Si en términos genéticos la prioridad reside en la
relación asimétrica entre gobernantes y gobernados, en ellos la prioridad
se traslada al vínculo simétrico entre ciudadanos, desde el cual se eligen,
posteriormente, los ciudadanos encargados de ejercer las tareas especia-
lizadas del gobierno. Con ello los gobernantes dejan de ser los domina-
dores, para convertirse en servidores de los ciudadanos en general.
Evidentemente, dicha inversión de prioridades significa que se esta-
blecen instituciones y procedimientos que limitan el poder de los gober-
nantes. En el caso de la democracia ateniense, por ejemplo, su Constitución
establece que el centro del poder político reside en la asamblea de todos
los ciudadanos (ekklesia), de la que emanan las decisiones políticas más
importantes; entre éstas la elección por sorteo de los que deben ocupar
los puestos ejecutivos del gobierno (a excepción de los mandos milita-
res). En el mito que hemos mencionado, Zeus ordena que el sentido
moral y la justicia sean repartidos a todos los ciudadanos para que la po-
lis pueda consolidarse. Con ello se expresa el ideal de isonomía, esto es, la
igualdad de los ciudadanos ante la ley, que se basa en el deber y derecho
de participar en la gestión de los asuntos públicos.3
De ahí que otro punto de amplia coincidencia en la tradición gre-
colatina clásica se encuentra en la noción de justicia que debe coronar
la Constitución de la polis o civitas, ligada al atributo de ciudadano. Por
una parte, se caracteriza al ciudadano por su pertenencia activa al orden
civil, lo cual significa que, a diferencia de la sociabilidad espontánea, su
membresía del orden civil es un acto voluntario. Dicho de otra manera,
lo que caracteriza al ciudadano es su capacidad de actuar (libremente).
Pero, por otra parte, se le exige al ciudadano que obedezca a las normas,
que representan los muros espirituales de la polis. La manera de conci-
liar la libertad con la obediencia a la legalidad consiste en que cada ciu-

3
Sobre el ideal de isonomía, véase La oración fúnebre de Pericles, en la Historia de la Guerra
del Peloponeso, de Tucídides (libro II). Especialmente el párrafo que inicia así: “Tenemos
una constitución (un régimen político) que no emula las leyes de otros pueblos, y más que
imitadores de los demás, somos un modelo a seguir […]”.

100
Constitución

dadano sea un legislador, para, de esta manera, crear las condiciones que
permitan llegar a identificar su voluntad con la ley. Se logra en la medida
que el orden civil garantiza a todos los ciudadanos el derecho a disentir
y, paralelamente, los ciudadanos asumen la responsabilidad de sus accio-
nes. La lealtad absoluta del ciudadano no es al contenido de las normas
particulares, sino al principio de legalidad que debe regir su relación con
los otros. Por eso, esa legalidad siempre debe contener un procedimien-
to para encauzar los disensos. La idea es que sólo pueden ser justas las
leyes que emanan de un consenso social, al que se accede en condiciones
de libertad: Volenti non fit iniura.
Este principio de justicia lo encontramos expresado claramente en
la noción de República: “Así pues, la República (cosa pública) es la cosa
propia del pueblo; pero pueblo no es todo conjunto de seres humanos
reunido de cualquier manera, sino un conjunto reunido por un consen-
so en torno a un derecho y una utilidad común”.4 Más allá de la clasifi-
cación cuantitativa de los regímenes políticos, la República se convierte
en sinónimo de gobierno legítimo, en la medida que implica la transfor­
mación del orden civil en un espacio público (abierto a todos los ciu-
dadanos) del que emanan las leyes que deben regir sus relaciones. En
cambio, el término Tiranía se utiliza para referirse a todo régimen en
el que la voluntad de los gobernantes se encuentra por encima de la ley,
esto es, que carece de una Constitución. Cabe destacar que este princi-
pio de justicia será retomado en el mundo moderno por las teorías del
contrato social. Con la figura del contrato no se pretende explicar la gé-
nesis del orden civil de una sociedad; el contrato original es una ficción
en la que se condesa la manera en que debe constituirse el orden civil
para acceder a un gobierno legítimo. Esto es, la figura del contrato social
no cumple una función teórica (descriptiva), sino una función práctica
(definir el fin de las acciones políticas).
Dentro de la tradición constitucionalista grecolatina, Aristóteles
sistematiza gran parte de las teorías de sus predecesores y, al mismo
tiempo, abre nuevos rumbos para la reflexión teórica. Su novedad radi-
ca en el reconocimiento del carácter contingente y, por tanto, plural del

4
Cicerón, Sobre la República, I, 25 (39). “Res publica (est) res populi, populus autem non
ovnis hominum coetus, sed coetus multitudinis, iuris consenso et utilitatis comunione
sociatus”.

101
Enrique Serrano Gómez

mundo humano, sin perder la exigencia de universalidad normativa im-


plícita en la noción de eunomía (el mejor gobierno).
Reconocer la contingencia y pluralidad del mundo humano implica
que, a diferencia del proyecto de su maestro Platón, no se puede iniciar
la discusión en torno a la Constitución pretendiendo definir en abs-
tracto el mejor régimen que deben adoptar las sociedades. El punto de
partida se encuentra, por el contrario, en el estudio empírico de las di-
ferentes constituciones (según Diógenes Laercio, Aristóteles analizó
“ciento cincuenta y ocho regímenes de ciudades, de acuerdo con sus for-
mas: democráticas, oligárquicas, tiránicas, aristocráticas”). Sólo después
de realizar esa labor descriptiva, se tienen las bases para sustentar la re-
flexión normativa (práctica) en torno al mejor régimen político:

Pues bien, como nuestros antecesores dejaron sin investigar lo relati-


vo a la legislación, quizá será lo mejor que lo examinemos nosotros,
y en general la materia concerniente a las constituciones, a fin de
que podamos completar, en la medida de lo posible, la filosofía de
las cosas humanas. Ante todo, pues, intentemos recorrer aquellas
partes que han sido bien tratadas por nuestros predecesores; luego,
partiendo de las constituciones que hemos coleccionado, intentemos
ver qué cosas salvan o destruyen las ciudades, y cuáles a cada uno de
los regímenes, y por qué causas unas ciudades son bien gobernadas
y otras al contrario. Después de haber investigado estas cosas, tal vez
estemos en mejores condiciones para percibir qué forma de gobierno
es mejor, y cómo ha de ser ordenada cada una, y qué leyes y costum-
bres ha de usar.5

Aristóteles establece ya la necesidad de diferenciar tres niveles en el


estudio de la Constitución: 1) el nivel descriptivo, en el que se analizan
los distintos regímenes políticos, 2) el nivel pragmático, donde se busca
determinar el mejor régimen posible en cada contexto particular y 3) el
nivel normativo, en el cual, con base en la experiencia de los otros dos ni-
veles, se pretende definir el régimen al que deben aspirar todas las socie-
dades. Este modelo normativo debe funcionar como la estrella polar de

5
Aristóteles, Ética Nicomáquea (libro X, 9). El texto es el último párrafo de esta obra de
ética, en el que se marca el paso al estudio de la política.

102
Constitución

la práctica política, en su interminable búsqueda de un régimen político


justo en sentido estricto. Como dirá mucho más tarde Kant:

Una constitución que promueva la mayor libertad humana de acuer-


do con leyes que hagan que la libertad de cada uno sea compatible con
la de los demás es, como mínimo, una idea necesaria, que ha de servir
de base, no sólo al proyecto de una constitución política, sino a todas
las leyes […]. Aunque esto no llegue a producirse nunca, la idea que
presenta ese maximum como arquetipo es plenamente adecuada para
aproximar progresivamente la constitución jurídica de los seres hu-
manos a la mayor perfección posible. En efecto, nadie puede ni debe
determinar cuál es el supremo grado en el cual tiene que detenerse
la humanidad, ni, por tanto, cuál es la distancia que necesariamente
separa la idea y su realización. Nadie puede ni debe hacerlo porque se
trata precisamente de la libertad, la cual es capaz de franquear toda
frontera predeterminada (Kant, 1978: A317, B374: 312).

La falta de una adecuación plena entre las constituciones existen-


tes y el ideal de Constitución, implica que la justicia reside en las leyes
que garantizan el ejercicio de la libertad, lo cual hace posible la refor-
ma permanente del orden civil. Se deja atrás la idea de que una buena
Constitución puede ser obra de un legislador sabio (como se plantea en
La República de Platón), para sustentar que ésta debe ser un producto
colectivo a lo largo de un amplio lapso de tiempo. Los romanos aducían
que poseían la mejor Constitución conocida porque era el producto de
la experiencia de muchas generaciones. Si bien, a partir de este punto,
se diferencia entre la noción descriptiva y la normativa de Constitución, se
mantiene entre estas dos nociones un vínculo gracias al nivel que hemos
llamado pragmático (la mejor Constitución posible dentro de un con-
texto social particular).
Por otra parte, el reconocimiento del carácter contingente del mun-
do humano implica no sólo asumir la pluralidad de regímenes políticos,
sino también admitir la pluralidad dentro de cada sociedad. Ello plan-
tea un nuevo reto al ideal de justicia inherente a la Constitución, porque
exige abandonar la visión organicista del orden social, sistematizada en
la filosofía platónica, y aceptar el hecho de que entre los diferentes estra-
tos o clases sociales existe un conflicto de intereses. Para enfrentar este

103
Enrique Serrano Gómez

reto, Aristóteles empieza por distinguir dos sentidos de justicia: la justi-


cia universal o legal y la justicia particular, conformada esta última, a su
vez, por la justicia distributiva y la justicia conmutativa. En relación con
la justicia universal o legal, Aristóteles sostiene, al igual que sus predece-
sores, que las leyes justas son las que emanan de un consenso construido
en condiciones de libertad. Por eso, esas mismas leyes deben garantizar
siempre el ejercicio de la libertad configurando el orden civil (polis-civi-
tas) como un espacio público en el que los ciudadanos pueden actuar li-
bremente. En la medida que, como se ha dicho, ningún sistema de leyes
existentes se ajusta plenamente al imperativo de justicia, la corrección a
la legalidad (el principio de equidad) se debe realizar mediante la parti-
cipación, directa e indirecta, de todos los ciudadanos.
Mientras la justicia legal se sustenta en un principio de igualdad
(todos los miembros del orden civil son iguales frente a la ley), la jus-
ticia distributiva se fundamenta en el principio de la proporcionalidad
que puede expresarse de la siguiente manera: deben recibir igual los que
tienen méritos iguales y desigual cantidad de bienes los que tienen mé-
ritos desiguales, desigualdad que debe ser proporcional a la diferencia
entre los méritos. Si A y B representan los méritos, mientras que x y z
representan la cantidad de bienes que reciben cada uno, la fórmula del
principio de proporcionalidad de la justicia distributiva es A÷B = x÷z.
Sin embargo, Aristóteles destaca que la fórmula de la justicia distribu-
tiva no define el contenido de lo que se reconocería socialmente como
mérito, ni la jerarquía que debe establecerse entre los distintos méritos
de los diferentes grupos sociales. Es decir, dicha fórmula únicamente
representa una orientación general, pero está muy lejos de ofrecer una
solución al complejo problema de la distribución de los bienes sociales.
En la medida que existe un conflicto de intereses entre los diferen-
tes grupos sociales, el tema de la justicia distributiva es y será una cues-
tión disputada. Aristóteles expresa esta tesis al sostener la presencia de
una lucha insuperable entre ciudadanos pobres y ciudadanos ricos y, por
tanto, entre el principio democrático y el principio oligárquico de orga-
nización del poder político. Aristóteles sostiene que la ausencia de una
solución en abstracto al problema de la justicia distributiva hace nece-
sario que todos los grupos o estratos sociales participen en la definición
política de los criterios distributivos; para ello se requiere que pobres y
ricos sean reconocidos como ciudadanos libres. Es decir, la justicia uni-

104
Constitución

versal (legalidad) es un requisito indispensable para aproximarse lo más


posible a la justicia distributiva. Aunque la legalidad no suprime el con-
flicto entre los grupos sociales impide que éste se transforme en un fe-
nómeno violento, con lo cual se sientan las bases para alcanzar acuerdos
políticos dentro del orden institucional.
Decir que la justicia universal (legalidad) tiene una prioridad sobre
la justicia distributiva, aparentemente, contradice la experiencia y el lla-
mado sentido común. La experiencia indica que la mayoría de los mo-
vimientos políticos son motivados por las demandas distributivas. El
mismo Aristóteles destaca que las sublevaciones tienen, normalmente,
como causa la desigualdad. Pero la tesis aristotélica no consiste en ne-
gar esta experiencia, sino en advertir que mientras el orden civil, consti-
tuido por la legalidad, no encauce la disputa en torno a la distribución
de bienes, no se lograrán avances sustanciales y duraderos en la justi-
cia distributiva. Ello se debe a tres razones; 1) la falta de un orden civil,
con su principio de legalidad, tiene como efecto que el conflicto adquie-
ra un carácter violento y ello sólo beneficia a los que tienen más poder;
2) cualquier instancia particular que se asigne para definir los criterios
de justicia distributiva (la jerarquía entre los méritos de los distintos
grupos sociales) impondrá su peculiar punto de vista; 3) a lo largo de
la historia siempre han existido individuos o grupos que han utilizado
demagógicamente las demandas de la justicia distributiva, con el fin de
instrumentalizar la fuerza social que desata la pobreza para su beneficio
particular (“Las democracias se alteran sobre todo por la insolencia de
los demagogos, pues, unas veces, en el aspecto privado, denunciando fal-
samente a los que tienen riquezas, los incitan a aliarse […] y otras veces,
en el aspecto público, arrastrando a la masa”. Política 1340b).
Las conquistas en el camino hacia la justicia distributiva sólo se con-
solidan cuando los grupos marginados también acceden al orden civil
y, con ello, adquieren la facultad de articular discursiva y prácticamente
sus demandas dentro del proceso de definición de los fines colectivos.
La exigencia de inclusión en el orden civil de la pluralidad social da lu-
gar al ideal republicano de la Constitución mixta. En esta modalidad de
Constitución, se trata de combinar elementos monárquicos, aristocráti-
cos y democráticos dentro de un mismo orden civil, no sólo para incor-
porar a los diferentes grupos, sino también, con ello, lograr un equilibrio
entre poderes. Esta idea se encuentra expuesta sistemáticamente en el

105
Enrique Serrano Gómez

célebre libro sexto de las Historias de Polibio. De acuerdo con este pen-
sador, toda forma de gobierno simple, esto es, fundada sobre un centro
de poder y un principio de organización único, resulta inestable. La for-
ma de gobierno estable es, por el contrario, aquella en la que cada poder
se encuentra equilibrado y contrapesado.

La Constitución de los modernos

En el lenguaje cotidiano, el término Estado se utiliza para designar la or-


ganización política de las sociedades en general, es decir, el ámbito social
en el que se encuentra en juego la toma de decisiones colectivas vincu-
lantes y en el que se establece la relación asimétrica entre gobernantes
y gobernados, en la cual el poder de mando de los primeros se sustenta
en el uso de los recursos de coacción. El riesgo que entraña este signifi-
cado tan amplio, que también se encuentra en diversas teorías políticas,
es que se pierdan de vista las enormes diferencias que existen entre los
diversos sistemas políticos que encontramos en la historia. Me parece
que la flexibilidad conceptual que se requiere para describir la diversi-
dad histórica se ve mejor servida cuando se establece una distinción
entre la noción general de organización política y la noción de Estado,
entendida como la organización política propia de las sociedades mo-
dernas. Esta distinción es utilizada, entre otros, por Max Weber, quien
en Economía y sociedad afirma:

Una asociación de dominación debe llamarse asociación política cuan-


do y en la medida en que su existencia y la validez de sus ordenacio-
nes, dentro de un ámbito geográfico determinado, estén garantizados
de un modo continuo por la amenaza y aplicación de la fuerza física
por parte de su cuadro administrativo. Por Estado debe entenderse
un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida
en que ese cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al
monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del
orden vigente (Weber, 2004: § 17).

Cabe advertir que Weber habla de asociación (Verband) cuando


existe una regulación, que establece un límite entre lo externo y lo in-

106
Constitución

terno, administrada por un dirigente y, esporádicamente, un cuadro


administrativo. En cambio, habla de instituto (Anstalt) cuando dicha re-
gulación ha sido estatuida racionalmente o, por lo menos, con cierto
orden. El análisis de esta breve caracterización permite localizar las de-
terminaciones básicas del Estado moderno. Ligar la noción de Estado
a la pretensión del monopolio de la violencia política implica que esta
forma peculiar de organización política es resultado de un largo proce-
so de centralización del poder político (en el caso europeo, este proceso se
puede ubicar entre los siglos xiii y xviii). Mientras el rey medieval es
simplemente el primus inter pares, el rey en los Estados modernos ad-
quiere un poder soberano, esto es, supremo.6 Como efecto de la centra-
lización del poder político aparecen una serie de instituciones propias
del Estado: 1) un ejército profesional permanente, 2) un cuadro admi-
nistrativo profesional permanente, que en el caso de los Estados estric-
tamente modernos se convertirá en lo que se conoce como burocracia y
3) un sistema tributario monetario que trasciende los vínculos persona-
les de dominio.
Por otra parte, la unidad política de un territorio que se logra a tra-
vés de la acción del Estado hace posible la formación de las naciones. En
oposición a la ideología nacionalista, es necesario subrayar que la nación
no empieza por ser una unidad cultural, sino una unidad política que,
en ciertos casos, hace posible la unidad económica (mercado interno).
A partir de la unidad política y económica, en algunos contextos sociales
se genera una unidad cultural.
El aspecto más importante del Estado no es el control monopólico
de los recursos de coacción física, como generalmente se afirma; de he-
cho, muchos Estados no lograron realmente ese monopolio (subrayo la
noción de pretensión en la caracterización weberiana). La peculiaridad

6
“En la Europa medieval no podía hablarse de Estados en el sentido actual, es decir, de es-
tructuras políticas que abarcasen a todas las gentes de un gran territorio […]. Hoy sabemos
que las estructuras de las comunidades medievales eran muchísimo más complicadas y
variables. Ante todo, está establecido que no puede hablarse de soberanía real sobre terri-
torios y gentes y, por consiguiente, de Estados, hasta bien entrada la Edad Media. Un rey
medieval tenía relaciones políticas directas con relativamente pocas personas. Su poder
residía en las propiedades de tierra que él y sus parientes poseían, y en que otros propieta-
rios lo reconociesen como el más poderoso y estuviesen dispuestos a sometérsele” (Shulze,
1994: 15-16).

107
Enrique Serrano Gómez

del Estado moderno es vincular el control de los recursos de coacción al


monopolio de la administración de justicia. Precisamente la legitimidad
del poder estatal (de la que habla Weber) proviene de esa actividad ad-
ministrativa. Mientras el derecho germánico, que predominó en la Edad
Media, estaba conformado por las normas tradicionales que regulan el
conflicto entre particulares (ordalías, juicios de Dios, etc.), el derecho
estatal moderno presupone la consolidación de un sistema institucional
en el que encarna la autoridad de la tercera persona, como mediación
entre los particulares. Es decir, con el derecho estatal moderno aparecen
los tribunales, la policía, los sistemas penitenciarios y, especialmente, la
sistematización de las normas jurídicas por parte de juristas profesiona-
les al servicio del Estado. Incluso el derecho consuetudinario de la tradi-
ción anglosajona es sancionado y sistematizado por el Estado.
Para decirlo de una manera clara, aunque no del todo precisa, el de-
recho aparece como un artificio del Estado. La actividad de sistemati-
zación del orden jurídico por parte del Estado representa la condición
necesaria para el surgimiento del concepto moderno de Constitución,
esto es: conjunto de normas superiores que regulan las relaciones de po-
der. Si la de los antiguos se refiere, ante todo, al hecho de la organiza-
ción concreta del orden civil, la Constitución de los modernos denota,
en primer lugar, las normas supremas de ese orden. Sin embargo, hay
que tener cuidado con esta distinción, pues, a pesar de lo que sostienen
algunos teóricos constitucionalistas modernos, la Constitución de los
modernos también es inseparable de una estructura peculiar de la or-
ganización política. Es decir, nunca la Constitución se ha reducido a un
fenómeno meramente normativo.

Soberanía vs. Constitución

La conjunción entre Estado y Constitución no es un fenómeno espon-


táneo, sino el resultado de un largo periodo de luchas sociales. En un
primer momento, la consolidación del Estado exigió una confrontación
con la multiplicidad de poderes intermedios que caracterizaban al feu-
dalismo. En estos conflictos políticos, en los que estaba en juego acceder
a la soberanía, el ideal clásico de Constitución era contrario a las aspi-
raciones estatales. Esta situación se expresa en los dos representantes

108
Constitución

teóricos del Estado absolutista: Bodino y Hobbes. Para el primero, la


soberanía implica un poder perpetuo (en el sentido de que no deriva de
otro poder) y absoluto (en la medida que no es divisible). El argumen-
to que utilizan estos autores para defender a la monarquía absolutista
consiste en sostener que el Estado sólo puede garantizar la paz y la se-
guridad si es realmente soberano. Y esa exigencia es más fácil realizarla
en una monarquía, porque los regímenes aristocráticos y democráticos
propician la división del poder, dando lugar, de esta manera, a un con-
flicto continuo, al que Hobbes denominó estado de naturaleza.
Por eso, tanto Bodino como Hobbes, se oponen también al gobier-
no mixto. De acuerdo a su perspectiva, incorporar a los diferentes gru-
pos en las tareas del gobierno es trasladar el conflicto social al Estado y,
de esa manera, generar un sistema político amorfo, es decir, carente de
Constitución en el sentido de estructura o forma. Para ellos ésta es un
efecto de la soberanía, por lo que la buena Constitución, en contra de lo
que mantenía la tradición constitucionalista clásica, es la que mantiene
la centralización del poder. En el capítulo XXVI del Leviatán, Hobbes
afirma que “ley fundamental en toda república es aquella sin la cual ésta
fracasa y es radicalmente disuelta, como un edificio cuyos cimientos son
destruidos”. Más adelante, en el capítulo XXIX, en el que habla de las
cosas que debilitan al Estado, sostiene: “Hay una sexta doctrina que se
dirige de modo sencillo y directo contra la esencia de república, y es
que el poder soberano pueda dividirse. Pues dividir el poder de una re-
pública es simplemente disolverla, ya que “los poderes mutuamente
divididos se destruyen uno al otro”. Su conclusión es que la única ley
fundamental es mantener la unidad y, con ella, la integridad del poder
estatal. Con sus propias palabras: “Y, por tanto, es una ley fundamental
aquella en cuya virtud los súbditos están obligados a apoyar cualquier
poder atribuido al soberano, sea éste un monarca o una asamblea, con-
dición sin la cual no puede mantenerse la república”.
En un segundo momento, caracterizado por las luchas contra el ab-
solutismo, es cuando se establece un vínculo entre el Estado y las tesis
del pensamiento constitucionalista clásico; especialmente la tesis res-
pecto de que toda Constitución auténtica implica establecer límites al
poder político mediante su división. Precisamente, en estas luchas se
forja la ideología liberal y su ideal de Estado de derecho. En sus inicios,
el liberalismo se nutre del pensamiento político medieval, que había he-

109
Enrique Serrano Gómez

redado la noción de Constitución del mundo grecolatino clásico. Por


ejemplo, el liberalismo extrae directamente del pensamiento medieval
el principio de la compilación de Justiniano, según el cual lo que a todos
toca debe ser aprobado por todos (quod omnes tangit ab omnibus appro-
betur). Este principio se deriva de la idea de justicia que se ha mencio-
nado: donde hay consentimiento voluntario no hay injusticia. Ya se ha
dicho también que la realización de esta idea de justicia exige configurar
el orden civil de la sociedad como un espacio público que permite la par-
ticipación de los diferentes grupos sociales, como se establece en la no-
ción de gobierno mixto. Entre los autores que defienden este principio
en la Edad Media, cabe destacar a Henry Bracton, que ordenó y recopiló
las leyes y las costumbres del reino de Inglaterra. En esta recopilación
se sostiene que para que una ley adquiera validez, se requiere no sólo la
autorización del rey, sino también el consentimiento de los notables y de
toda la comunidad política en general (commoners). “Todo lo que debe
decidirse por el reino y por la totalidad de la comunidad política, debe ser
discutido y determinado en el parlamento, por el rey nuestro señor, con
el consenso de los prelados, de los condes, de los barones y de los com-
moners, según la antigua costumbre”.
De hecho, en Inglaterra, patria del constitucionalismo moderno, no
se percibe el ideal de Constitución como el resultado de una ruptura, sino
como la continuidad de una larga tradición en la que se encuentran co-
nectados la Magna Charta (1215) con los documentos básicos del cons-
titucionalismo inglés, como las Confirmation Acts (1610), las Peticiones de
derechos (1628), el Habeas Corpus Act (1679), la Bill of Rights, el Mutiny
Act, la Toleration Act (los tres de 1689), el Act of Settlement (1701). La
continuidad en este proceso histórico se encuentra en la llamada rule of
law (el gobierno de las leyes), que representa la base del Estado de de-
recho moderno. Entonces, por una parte, se puede decir que existe una
continuidad entre el republicanismo clásico y el liberalismo. Sin embar-
go, por otra parte, se da una importante ruptura o discontinuidad entre
ellos, determinada por dos factores: 1) las transformaciones en la organi-
zación política de la sociedad, que confluyen en la apropiación del Estado
de todas las funciones de imperium (gobierno) y, con éstas, el monopolio de
la creación de las normas que deben regir en la sociedad; 2) el desarrollo
de una economía de mercado. Dicha ruptura o discontinuidad consiste
en lo siguiente: en la concepción jurídica de la Edad Media, al igual que

110
Constitución

en el republicanismo clásico, se asume la primacía de la comunidad polí-


tica (la supremacía del todo sobre las partes); por eso, son pocos los casos
en los que se reconoce iura y libertades a los individuos en cuanto tales.
En cambio, en la modernidad se liga indisolublemente los derechos a los
individuos. Como afirma Mauricio Fioravanti:

La lucha por el derecho moderno se presenta así como la lucha por


la progresiva ordenación del derecho en sentido individualista y an-
tiestamental. La historia de tal lucha se inicia con las primeras in-
tuiciones de los filósofos del iusnaturalismo y alcanza una primera y
sustancial victoria con las declaraciones revolucionarias de derechos,
en particular con la francesa de 1789 (Fioravanti, 1996: 36).

El camino hacia la concepción individualista de los derechos, que


marca el tránsito del republicanismo clásico al liberalismo, se aprecia
en dos actores fundamentales: James Harrington y John Locke. El pri-
mero de ellos, en su obra The Commonwealth of Oceana, sostiene que
la primera ley fundamental de la república consiste en la distribución
equitativa de la propiedad; de ahí la necesidad de una reforma agraria
que permita al mayor número de individuos posible acceder aunque sea
a una pequeña parcela. La propiedad representa la primera condición
para garantizar la libertad de los individuos frente a las posibles arbi-
trariedades del poder político, es decir, la propiedad privada se erige en
el límite central del poder estatal. Para implementar ese límite se exige,
como segunda ley fundamental, un sistema electoral, conformado por
un Senado, en donde son electores y elegibles quienes poseen una ren-
ta superior a las cien libras, y una Cámara donde son representados el
resto de los propietarios.7 Harrington ya no habla de una Constitución
mixta, sino de una que define un gobierno mixto. Si la primera, como ha
dicho Hobbes, aparece como la antesala de la guerra civil, el segundo es
un elemento necesario para construir un orden civil estable.
Sin negar sus raíces republicanas, Locke lleva a cabo la primera sis-
tematización de la teoría liberal. Hobbes había ya reconocido que el ob-

7
Existe una importante influencia de Maquiavelo en este republicanismo inglés. A través
de Maquiavelo, estos autores se conectan con el republicanismo clásico, especialmente con
Cicerón (Pocock, 2002).

111
Enrique Serrano Gómez

jetivo central del Estado era garantizar la seguridad de los individuos,


ahora Locke sostiene que la centralización del poder, lejos de garanti-
zar esa seguridad, la cuestiona radicalmente. ¿Qué o quién nos prote-
ge de ese Leviatán que se dice nuestro protector? Desde la perspectiva
de Locke, la propuesta de Hobbes es tan insensata como querer guare-
cerse del peligro que representan las mofetas y los zorros refugiándose
en la jaula del león. De esta manera, vuelve a establecer el vínculo entre
Constitución y división de los poderes (en este caso de los del Estado).
En su argumentación ya se encuentra con toda claridad la tesis moder-
na respecto de que el orden civil y, con éste, los derechos individuales,
preceden al Estado. Para sustentar esta tesis, retoma el viejo recurso ar-
gumentativo de distinguir entre dos pactos (en su forma moderna con-
tratos): 1) El pactum societatis, en el que los individuos se reconocen
recíprocamente como personas (sujetos de derechos y deberes) y, con
ello, se constituye el orden civil; 2) el pactum subiectionis, por el que los
individuos definen una autoridad común que permita regular los con-
flictos que surgen entre ellos. El Estado ya no es, así, el creador de la
Constitución del orden civil, sino únicamente su garante (esta idea es el
núcleo de la noción moderna de sociedad civil).
A partir de este momento, el primer significado de Constitución ya
no es el orden concreto de la comunidad política, sino las normas funda-
mentales a las que se debe ajustar el orden civil para garantizar la libertad
de los individuos. Para cumplir con su función básica, la Constitución
se encuentra conformada por un catálogo de derechos fundamentales y
un conjunto de normas que determinan la estructura que debe adquirir
el Estado para hacer realidad esos derechos. El aspecto básico de esa es-
tructura es el principio de la división de los poderes para conformar un
sistema de pesos y contrapesos que limiten y controlen el ejercicio del
poder. Es decir, la Constitución posee un aspecto normativo (derechos
fundamentales) y un aspecto pragmático (la ingeniería institucional li-
gada a la realización de los derechos). A través del aspecto pragmático,
la noción moderna de Constitución mantiene una continuidad con la
noción antigua o clásica.
El problema que se genera en la teoría de Locke es la determinación
del carácter de esos derechos fundamentales, ya que él los define como
atributos que posee el individuo con independencia del orden civil (de-
rechos naturales). Al igual que la tradición iusnaturalista, Locke afirma

112
Constitución

que se sustentan en la razón (recta ratio) y no en la voluntad de los seres


humanos, por lo que su validez es ajena a la dinámica que impera en los
distintos contextos sociales. En oposición a esta tesis, Hume y Adam
Smith sostienen que los derechos fundamentales son un artificio social,
con lo cual, aparentemente, se niega su pretensión de validez universal.
La aportación de Kant, en relación con esta polémica, consiste en
plantear la necesidad de distinguir entre génesis y validez de los dere-
chos fundamentales. En términos genéticos, en efecto, esos derechos
son el resultado de una larga historia de luchas sociales y, por tanto, no
son ajenos a la dinámica política del orden civil; por el contrario, han
variado, y lo siguen haciendo, conforme se operan las transformacio-
nes del sistema. Sin embargo, su validez no depende de la arbitrariedad
del Poder Legislativo, ya que son una condición trascendental para que
el orden civil sustente racionalmente su pretensión de justicia. El ar-
gumento que apoya esta última tesis se reconstruiría sencillamente de la
siguiente manera: si la justicia de las normas jurídicas depende del con-
senso libre de los ciudadanos, las normas que garantizan el ejercicio de
esa libertad son una condición necesaria que debe existir para ligar el de-
recho a su pretensión de justicia:

Todo derecho depende de leyes. Pero una ley pública, que determina
para todos lo que debe estar jurídicamente permitido o prohibido, es
el acto de una voluntad pública, de la que procede todo derecho y, por
tanto, no ha de cometer injusticia contra nadie. Más, a este respecto,
tal voluntad no puede ser sino la voluntad del pueblo entero (ya que
todos deciden sobre todos y, por ende, cada uno sobre sí mismo), pues
sólo contra sí mismo nadie puede cometer injusticia (Volenti non fit
iniura). Mientras que, tratándose de otro distinto de uno mismo, la
mera voluntad de éste no puede decidir sobre uno mismo nada que
pudiera ser justo; por consiguiente, su ley requeriría aun de otra ley
que limitara su legislación, y por ello ninguna voluntad particular
puede ser legisladora para una comunidad […]. A esta ley fundamen-
tal, que sólo puede emanar de la voluntad general del pueblo, se llama
contrato originario.8

8
Kant, en su trabajo ¿Qué es Ilustración? señala: “Pues ahí [en el consenso general] se halla la
piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública. Si esa ley es de tal índole que resultara

113
Enrique Serrano Gómez

Como se ha dicho, la figura del contrato social no pretende descri-


bir la génesis del orden civil, ya que se trata del recurso de una argumen-
tación normativa para exponer las condiciones que deben crearse para
realizar la exigencia de justicia inherente a la Constitución. Esas con-
diciones son para Kant: a) la libertad de cada miembro de la sociedad,
en tanto ser humano, b) la igualdad de éste con cualquier otro, en tan-
to súbdito y c) la independencia de cada miembro de una comunidad,
en tanto ciudadano. Y agrega: “Estos principios no son leyes que dicta
el Estado ya constituido, sino más bien son las únicas leyes con arreglo
a las cuales es posible el establecimiento de un Estado, en conformidad
con los principios racionales puros del derecho humano externo en ge-
neral”. Cabe subrayar que los derechos fundamentales, como leyes, son
creados por el Poder Legislativo; pero su validez no depende de la vo-
luntad de ese poder, en tanto representan la condición necesaria para
que una legislación positiva sea considerada como legítima.
La posición de Kant no resultaría clara para sus contemporáneos.
La noción de una voluntad del pueblo unido, entre otras, engendró con-
fusión y polémica. De hecho, los juristas profesionales que se dedicaron
a la teoría del derecho hicieron a un lado la posición kantiana, conside-
rando que era mera metafísica. Por lo que la discusión en torno al ca-
rácter de los derechos fundamentales continúa hasta nuestros días. La
filosofía del derecho quedó atrapada en el falso dilema entre positivismo
jurídico y iusnaturalismo. Esto, como veremos más adelante, fue deter-
minante para el futuro de la ideas en torno a la Constitución.

Soberanía popular y Constitución

Como hemos expuesto, en el proceso de formación de los Estados mo-


dernos surgió una tensión entre la exigencia de soberanía (centralización
del poder) y el imperativo de dividirlo para limitarlo, propio del ideal
clásico de Constitución. En los procesos revolucionarios se buscó supe-
rar esa tensión mediante la noción de soberanía popular. Sin embargo, tal

imposible a todo un pueblo otorgarle su conformidad […] entonces no es legítima; pero si


es simplemente posible que un pueblo se muestre conforme a ella, entonces, constituirá un
deber tenerla por legítima”.

114
Constitución

noción se interpretó de diversas maneras. En términos muy generales,


se diría que esas interpretaciones se pueden agrupar en dos: una fue la
dominante en la Revolución estadounidense y la otra en la Revolución
Francesa. En una primera aproximación, parece que el concepto de sobe-
ranía popular es claro: se trata de trasladar el poder soberano del gobier-
no al pueblo, al reconocer a este último la facultad suprema de legislar.
Como lo expresa Thomas Paine: “La Constitución es un acto no del go-
bierno, sino del pueblo que constituye un gobierno, y un gobierno sin
constitución es un poder sin derecho”. Pero, ¿qué significa este cambio
radical en la organización política?
En el caso de la Revolución estadounidense, se apela a la Constitu-
ción como instancia suprema para oponerse a las leyes particulares que
emanan de un parlamento que no incluye a los diversos grupos socia-
les. Esto es lo que subyace a la conocida consigna: no taxation without
representation. La idea es que a los individuos sin representación parla-
mentaria no se les puede exigir legítimamente el cumplimiento de una
norma, pues ésta requiere de su consentimiento (principio constitu-
cional básico). En oposición a la idea de que el Parlamento, en tanto se
erige en representante del pueblo, debe ser el poder supremo, los revo-
lucionarios americanos exigen que el Parlamento mismo sea un poder
limitado (el peligro reside en que el representante del pueblo se apode-
re de la soberanía). De esta exigencia, surgen dos contribuciones im-
portantes: 1) la Constitución como un documento escrito en el que se
recopilan las leyes supremas, que es considerado como producto del
poder constituyente del pueblo. Precisamente, en el concepto de po-
der constituyente popular se fusionan las ideas de soberanía y consti-
tución; 2) la implementación de un tribunal constitucional encargado
de vigilar que las leyes particulares que emanan de los Parlamentos se
ajusten a la Constitución.
El ideal que predomina en el constitucionalismo americano es el
de un gobierno en el cual todos los poderes se encuentran limitados, en
tanto derivan del poder constituyente. Incluso, aparece necesario tam-
bién controlar el poder de las mayorías que pretenden identificarse con
el pueblo en su totalidad. Para los constitucionalistas americanos el pue-
blo es una realidad plural y escindida; ninguna instancia particular, in-
cluyendo la mayoría, puede actuar o hablar en su nombre. Por eso, las
leyes que garantizan el sistema de libertades deben estar por encima del

115
Enrique Serrano Gómez

poder legislativo. Utilizando una expresión reciente del profesor Garzón


Valdés se trata de un “coto vedado”, ya que ese sistema de libertades es
un requisito indispensable para garantizar la aspiración de justicia del
orden civil. Como ejemplo de esta prioridad constitucional del sistema
de libertades basta mencionar la Primera Enmienda: “El Congreso no
hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado
o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o
de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para
pedir al gobierno la reparación de los agravios”.
En los ensayos de Hamilton, Madison y Jay, que componen El
Federalista, encuentran su expresión teórica las ideas del constituciona-
lismo estadounidense. La idea que comparten estos textos es que debe
evitarse que el pueblo pierda el control de su gobierno, pero, al mismo
tiempo, se requiere impedir que las mayorías populares, con la com-
plicidad de sus representantes, gobiernen opresivamente. El antídoto
contra estos riesgos se encuentra en una constitución republicana, en
la que, a través de una ciencia de la organización institucional, se logre
establecer un adecuado sistema de pesos y contrapesos, el cual permi-
ta realizar el gobierno de las leyes. A pesar de recuperar los ideales re-
publicanos clásicos, la mayor contribución de estos autores es realizar
el esfuerzo de adaptarlos a las condiciones de las sociedades modernas.
Incluso, en contraste con cierto republicanismo conservador, para ellos
la complejidad de las naciones modernas facilita el acceso a los ideales
republicanos:

Cuanto más pequeña es una sociedad, más escasos serán los distin-
tos partidos e intereses que la componen; cuanto más escasos son los
distintos partidos e intereses, más frecuente es que el mismo partido
tenga la mayoría; y cuanto menor es el número de individuos que com-
ponen esa mayoría y menor el círculo en que se mueven, mayor será la
facilidad con que podrán concertarse y ejecutar sus planes opresores.
Ampliad la esfera de acción y admitiréis una mayor variedad de par-
tidos y de intereses; haréis menos probable que una mayoría del total
tenga motivo para usurpar los derechos de los demás ciudadanos; y si
ese motivo existe, les será más difícil a todos los que lo sienten descu-
brir su propia fuerza, y obrar todos en concierto (Hamilton, Madison
y Jay, 1994: 40, X).

116
Constitución

En El Federalista se reconoce que la formación de facciones y par-


tidos es consustancial a la dinámica social y, además, que la causa más
común y persistente del conflicto entre sí es la desigual distribución
de la riqueza. Pero, de acuerdo con sus autores, el objetivo no es tratar
de suprimir la pluralidad y el conflicto, sino organizarlo mediante la
Constitución, para que sirva a la estabilidad y grandeza de la república
(“La ordenación de tan variados y opuestos intereses constituye la ta-
rea primordial de la legislación moderna”). La lucha por la justicia dis-
tributiva sólo puede progresar en una república ordenada. El arte de la
legislación constitucional es utilizar la ambición de un poder para con-
trarrestar la ambición de otros, hasta lograr el equilibrio que permita la
primacía del bien público. Más tarde, Tocqueville advirtió en este reco-
nocimiento de la pluralidad del constitucionalismo estadounidense el
remedio para las tendencias centralistas que predominaron en Francia,
tanto en el antiguo régimen como en la revolución.
El punto culminante de la historia del concepto de Constitución es la
Revolución Francesa y, especialmente, la Declaración de los Derechos del
Ser Humano y del Ciudadano (28 de agosto de 1789) que en su artículo
segundo afirma: “La finalidad de toda asociación política es la conserva-
ción de los derechos naturales e imprescriptibles del ser humano. Estos
derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión”. Posteriormente, el artículo 16 sostiene: “Toda sociedad en la
cual la garantía de estos derechos no está asegurada ni determinada la se-
paración de poderes, no tiene Constitución”. Ésta no es cualquier forma
de organización del poder político, sino aquella en la que existe un catá-
logo de derechos fundamentales, ligados a los individuos, así como una
estructura institucional (división de poderes) que garantice su vigencia.
Sin embargo, en la Revolución Francesa llegó a predominar la in-
terpretación de la noción de soberanía popular en la que el pueblo se
considera un sujeto unitario. De esta manera, se hace a un lado el com-
plejo problema de la construcción de un sistema de pesos y contrapesos,
para considerar que el objetivo de la revolución consiste simplemente en
trasladar el poder soberano del monarca al sujeto pueblo. Antecedentes
de esta posición se encuentran en la filosofía de Rousseau y su peculiar
noción de voluntad general, como en la teoría de Sieyès, el cual, si bien
pone énfasis en los límites de los poderes constituidos del Estado, sostie-
ne con la misma fuerza que el poder constituyente del pueblo que con-

117
Enrique Serrano Gómez

forma a la nación es ilimitado.9 Mientras en la Asamblea Constituyente


estadounidense se impuso el ideal del gobierno equilibrado, en el ámbi-
to francés, en ese momento, se impuso la creencia de que la tarea polí-
tica del proceso constituyente no es equilibrar poderes, sino expresar la
soberanía del pueblo mediante un orden civil unificado.
Ello tuvo fatales consecuencias, no sólo en esa coyuntura, sino tam-
bién en las luchas políticas en otros contextos sociales. En primer lu-
gar, para sustentar esa supuesta homogeneidad, ya no se consideró que
el pueblo era la totalidad de seres humanos que comparten un orden
constitucional, sino una fracción o grupo de ellos. El pueblo se identi-
ficó con el pueblo llano, el Tercer Estado, los pobres. En segundo lugar,
en la medida que se asumió que aquél no era una realidad plural y es-
cindida, sino un sujeto unitario que, con base en una voluntad general
puede definir unívocamente un bien común, se crearon las condiciones
para que demagogos de todo tipo se presentaran como encarnaciones
de esa voluntad general, lo que les autorizaba a hablar en nombre del
pueblo. En tercer lugar, ya no se percibió el conflicto como un efecto in-
eludible de la pluralidad social, sino como una consecuencia de la cons-
piración de facciones que atentan contra el bien común. Por último, a
pesar de la importancia que se otorga a la legalidad, la Constitución es
vista como un mero instrumento del grupo que dice representar el po-
der popular.
Sin embargo, esta interpretación de la noción de soberanía popular
que predominó en la Revolución Francesa no es suficiente para emitir
un juicio unívoco. La tesis de Hannah Arendt en su libro Sobre la revo-
lución (1988), respecto de que el modelo revolucionario francés repre-
senta una vía que conduce al fracaso, resulta excesiva. Se requiere hacer
un balance más cuidadoso, tomando en cuenta la complejidad de este
fenómeno histórico. Cabría considerar, por ejemplo, la motivación que
representó esta revolución para las luchas sociales, la demanda de im-
plementar el sufragio universal directo que aparece en la Constitución
jacobina de 1793 (fundamental para la relación entre Constitución y de-
mocracia) y, por supuesto, la exigencia de justicia distributiva.

9
No afirmo que ésta sea la interpretación adecuada de estos dos grandes autores (habría que
analizar sus posiciones teóricas con más detenimiento), pero fue la interpretación que se
impuso en la práctica.

118
Constitución

En relación con este último punto, habría, sin embargo, que conceder
la razón a Arendt: situar la prioridad en la justicia distributiva, en relación
con la justicia legal, lejos de permitir el avance en la repartición equitativa
de la riqueza, favorece el uso demagógico de las demandas de justicia dis-
tributiva, por medio del cual se instrumentaliza la fuerza social que desata
la pobreza, en beneficio de un grupo político particular. En los procesos
revolucionarios en los que se pospuso la Constitución de un orden libre,
en nombre de la realización de la justicia distributiva, nunca se accedió a
ninguna de las dos demandas, sino a formas de tiranía inéditas.
Por otra parte, cabe destacar que las experiencias del proceso revo-
lucionario francés hicieron posible un aprendizaje respecto de los pun-
tos esenciales de la noción de soberanía popular que han de incorporarse
a la Constitución. Ya en la Declaración de los Derechos del Ser Humano y
del Ciudadano, del 24 de junio de 1793, se establece lo siguiente (artículo
26): “Ninguna parte del pueblo puede ejercer el poder del pueblo entero;
pero cada sección del soberano reunida en asamblea debe gozar del de-
recho a expresar su voluntad con entera libertad”. Artículo 27: “Todo in-
dividuo que usurpe la soberanía debe ser inmediatamente ejecutado por
los seres humanos libres”. Artículo 28: “Un pueblo tiene siempre el dere-
cho de revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no
puede sujetar a las generaciones futuras a sus leyes”. Y un artículo esencial
en la medida que expresa el ideal clásico de justicia, Artículo 29: “Todos
los ciudadanos tienen igual derecho a participar en la formación de la ley
y en el nombramiento de sus representantes o de sus agentes”. La justicia
no reside en un algoritmo que resuelva en términos técnicos el proble-
ma de la distribución de la riqueza, sino en crear las circunstancias para
generar las condiciones que permitan la constante discusión, en la que
participen todos los grupos sociales, en torno al reparto equitativo de
los bienes. La experiencia de la Revolución Francesa representa, además,
el punto de partida de los grandes teóricos del siglo xix: Burke, Kant,
Hegel, Bentham, Stuart Mill, Tocqueville, entre muchos otros.

Hacia las constituciones contemporáneas

La creciente complejidad de las sociedades modernas erosionó paulati-


namente las bases empíricas de la imagen del orden social en la que el

119
Enrique Serrano Gómez

Estado ocupa la cúspide. El Estado pierde el monopolio de lo político y,


con éste, la capacidad de gobernar las dinámicas que imperan en los di-
versos subsistemas sociales. Uno de los primeros pensadores en llamar
la atención sobre esta situación inédita fue Carl Schmitt, quien advirtió
que el crecimiento cancerígeno del Estado no es el efecto de su poder,
sino la expresión de su impotencia. Desde la lógica estatal, se crean cada
vez más organismos con la esperanza de poder enfrentar la multiplici-
dad de problemas que emergen en las diferentes áreas del tejido social.
Estas organizaciones lejos de ofrecer soluciones se convierten en parte
del problema en la medida que mantienen un principio centralista de
organización.
El error de Carl Schmitt fue considerar que romper con los lími-
tes constitucionales, para recuperar la soberanía absolutista del Estado
(al estilo Hobbes), ofrecía la posibilidad de acceder de nuevo la gober-
nabilidad en un sentido tradicional. Éste es el sentido de su Teoría de
la Constitución, en el que defiende la dictadura presidencial como alter-
nativa frente al supuesto caos engendrado por el pluralismo. Este error
no fue exclusivo de la posición conservadora, sino también imperó en el
campo progresista. Los regímenes socialistas cayeron presos de la ilu-
sión de poder recuperar un centro de gobierno desde el que se podía
tener un control de la dinámica social; pensemos lo que significan los
ideales de la dictadura del proletariado y de la economía planificada de
manera central (Weber, en su conferencia sobre el Socialismo, ya adver-
tía los riesgos que ello entraña). El efecto práctico de esta postura no fue
una sociedad gobernada racionalmente, sino los totalitarismos que mar-
caron la historia del siglo xx. A la complejidad creciente sólo puede res-
ponderse con complejidad organizativa; la centralización puede llegar a
ofrecer remedios pasajeros, los cuales, a mediano y largo plazo, se tradu-
cen en crisis sociales más profundas.
Por otra parte, los valores que tradicionalmente se encuentran li-
gados al constitucionalismo fueron cuestionados radicalmente. El po-
sitivismo jurídico aportó una crítica a los supuestos metafísicos de la
tradición iusnaturalista, la cual había sustentado la postura teórica
de un número importante de representantes del constitucionalismo.
Recordemos, por ejemplo, que siguiendo a Locke, Bolingbroke, en su
Dissertation upon Parties (1734), afirmaba: “Por Constitución entende-
mos, siempre que hablamos con propiedad y exactitud, el conjunto de

120
Constitución

instituciones y costumbres derivados de ciertos principios inmutables


de la razón y dirigidas a ciertos fines inmutables del bien común, que
constituyen el conjunto del sistema según el cual la comunidad ha con-
venido y aceptado ser gobernada”. El objetivo del positivismo jurídico
era construir una ciencia del derecho capaz de responder a los retos que
conlleva la diferenciación del orden jurídico de la sociedad, proyecto que
difícilmente se conciliaría con la idea tradicional de las normas como
principio inmutables o de la existencia objetiva de un bien común uní-
vocamente definido.
Lo sorprendente es que esta teoría del derecho, realizada ya por ju-
ristas profesionales, hiciera a un lado la experiencia y las aportaciones
de la filosofía y teoría política clásicas en nombre de un supuesto mé-
todo científico. Sin embargo, a pesar de su radicalidad, asumieron uno
de los presupuestos más constantes del pensamiento metafísico. Me re-
fiero a lo que Ludwig Wittgenstein llamó una figura de la esencia del
lenguaje humano, según la cual todas las palabras con significado fun-
cionan como nombres de objetos o propiedades naturales de éstos, lo
cual implica que la función del lenguaje únicamente es describir. Dicho
presupuesto es el que genera la falsa alternativa entre iusnaturalismo o
positivismo, en la que se ha movido la filosofía del derecho, incluso hasta
nuestros días. El iusnaturalismo postula la existencia de un orden tras-
cendente (natural, divino, histórico, etc.) al que se refieren los términos
normativos. En cambio, de acuerdo con el desarrollo de la ciencia, el po-
sitivismo niega la posibilidad de acceder al conocimiento de ese orden;
pero, al mantener el presupuesto mencionado, concluye que los térmi-
nos normativos carecen de un significado objetivo. Bien, mal, justo, in-
justo, entre otros, son para esta postura teórica instancias para expresar
simplemente los sentimientos de los sujetos que perciben el mundo.
A pesar de apelar a la experiencia como base del conocimiento cientí-
fico, los positivistas la mutilan al no percibir que el uso del lenguaje no se
limita a la descripción de hechos. Por ejemplo, cuando alguien hace una
promesa, no está describiendo nada del mundo externo, sino actuando
conforme a las reglas de esa institución social que hace posible coordinar
las acciones. La validez de las normas no reside en su verdad, es decir, su
adecuación a los hechos, tampoco en un principio supremo ajeno a la ex-
periencia. La validez de los términos normativos depende de un consen-
so generado en condiciones de libertad, lo cual es, precisamente, la idea

121
Enrique Serrano Gómez

de justicia que se plantea, por lo menos desde Aristóteles. Es cierto, que


el positivismo jurídico carecía de las herramientas conceptuales para dar
cuenta de la intersubjetividad propia del lenguaje humano. Será la filo-
sofía del lenguaje cotidiano del siglo xx la que contribuirá a realizar esta
tarea y, con ello, ofrecer los medios para plantear el tema de los criterios
de corrección de los términos normativos. En la actualidad, autores como
Habermas, Alexy y Rawls se han adentrado en el análisis de este campo
que abre nuevas perspectivas a la filosofía del derecho.
La ambivalencia del positivismo jurídico se expresa ejemplarmente
en la Teoría pura del derecho de Kelsen. Por una parte, este autor contri-
buye esencialmente a generar el aparato conceptual para describir la com-
plejidad del derecho moderno. Pero, por la otra, al enfrentar el tema de
la validez de las normas jurídicas carece de una respuesta satisfactoria.
La pretensión de pureza de su teoría implica la exigencia de reconocer la
especificidad de la dimensión normativa de las prácticas sociales (la teo-
ría del derecho no se reduce a explicaciones sociológicas o psicológicas);
sin embargo, al constatar que las normas y valores no se sustentan en los
hechos, se limita a sostener la imposibilidad de ofrecer una justificación
racional. Curiosamente, cuando despliega su defensa desencantada de la
democracia, sostiene que este régimen implica reconocer la pluralidad
de posiciones y la necesidad de que todas éstas se expresen en un espa-
cio público. De esta manera se vincula, sin él saberlo, a la idea de justicia
que hemos mencionado. De hecho, John Stuart Mill, en el siglo xix, ya
había desarrollado la defensa escéptica de la validez universal de la justi-
cia, al defender la libertad de opinión: al carecer de una certeza a priori
sobre la verdad o falsedad de las opiniones, todas tienen el derecho a ma-
nifestarse. Lo único que no puede tocarse son las normas que garantizan
la apertura de ese espacio público a la polémica continua sobre lo justo y
lo injusto.
La crisis política del siglo xx, aunada a esta situación teórica, propi-
ció una transformación del concepto de Constitución. Ésta dejó de ser la
organización política, expresada en normas sistematizadas, cuyo objetivo
es someter el ejercicio del poder al derecho, evitando la arbitrariedad de
los gobernantes. En el uso generalizado, se habló de Constitución como
cualquier conjunto de reglas supremas en las que se define cualquier or-
den político. Sobre este fenómeno, Sartori afirma: “Las constituciones
nominales son, por lo tanto, nominales en el sentido de que se apropian

122
Constitución

del nombre Constitución. Ello equivale a decir que las constituciones no-
minales son meramente organizativas, es decir, el conjunto de las reglas
que organizan, pero no limitan el ejercicio del poder político en un deter-
minado Estado” (1992: 21).
En América Latina, por ejemplo, encontramos un gran número de
constituciones en las que no existe un auténtico control del poder po-
lítico y éste permanece como un medio de dominación y explotación.
Incluso puede haber un catálogo de derechos fundamentales, pero al no
existir la estructura organizativa correcta, permanecen como meras bue-
nas intenciones para ser utilizados retóricamente por la clase política.
Sin embargo, el desarrollo de la historia del siglo xx desembocó
en el triunfo de la democracia, al ser reconocida como el único régi-
men político capaz de obtener una legitimación racional. La presencia
de procesos electorales competitivos representa el criterio empírico para
distinguir la existencia de un sistema democrático. Pero, como advirtió
Schumpeter, estos procedimientos sólo tendrían éxito en sus objetivos
democratizadores si se realizan dentro de un marco institucional que
cumple ciertos requisitos básicos. Entre estos requisitos se encuentra,
en primer lugar, la presencia de una Constitución en su sentido clásico,10
esto es, como un conjunto de normas que encarna en un sistema de pe-
sos y contrapesos que limita el ejercicio del poder político y establece las
condiciones que hacen posible aproximarse a los ideales inscritos en los
derechos fundamentales. Cabe subrayar que la presencia de procesos
electorales competitivos es una condición necesaria, mas no suficiente,
para hablar de un sistema democrático.
El siglo xx también representó la ampliación de lo que se considera
derechos fundamentales, hasta abarcar los llamados derechos sociales,
ligados directamente a la justicia distributiva. En relación con este pun-
to, la historia de las constituciones ha demostrado que, entre derechos
civiles, políticos y sociales, se debe establecer un orden; no se trata de
uno de sucesión histórica, como se da entender cuando se habla de dere-
chos de primera, segunda y tercera generación. La exigencia es un orden
de carácter lógico, ya que, como había planteado Aristóteles, al no existir

10
Para evitar una polémica terminológica, se podría utilizar un sentido amplio y empírico
de Constitución, como lo defiende el positivismo; pero, al mismo tiempo, distinguir un
concepto restringido, ligado a la tradición clásica y su exigencia de un orden civil libre.

123
Enrique Serrano Gómez

una fórmula universal de distribución, se requiere la presencia de dere-


chos civiles y políticos para avanzar sólidamente en la distribución equi-
tativa. En la historia existen numerosos casos (la Alemania de Bismarck,
varias constituciones latinoamericanas, entre muchos otros) donde se
utilizan derechos sociales restringidos para escamotear los derechos ci-
viles y políticos; de esta manera, se mantienen las estructuras de do-
minación política tradicionales mediante estructuras que bloquean el
desarrollo de la ciudadanía a través de relaciones clientelistas.
En la actualidad, el llamado garantismo plantea recuperar el senti-
do normativo de Constitución, para el cual los límites del poder político
tienen como objetivo hacer realidad los derechos individuales, que con-
vierten al orden civil en un espacio de libertad. Ahora bien, no se trata
simplemente de recuperar las posiciones teóricas del pasado, sino deter-
minar todas las condiciones que permiten mantener ese fin bajo condi-
ciones políticas y sociales inéditas. Gran parte de este trabajo teórico y
práctico está en vías de realizarse.

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126
Democracia
José Luis Berlanga Santos*

Introducción

El propósito de este texto es introducir al lector en el tema de la de-


mocracia. En primer lugar, presento los elementos que componen la
definición de democracia agrupados en dos grandes dimensiones: proce-
dimientos y valores. Un segundo apartado aborda brevemente la historia
de la democracia, desde sus orígenes en la antigua Grecia hasta su rela-
ción con otras tradiciones políticas: el republicanismo, el liberalismo y el
socialismo. El tercer apartado intenta establecer ciertas coordenadas del
debate contemporáneo sobre la democracia. A partir del eje de la parti-
cipación ciudadana, se articularán dos enfoques distintos: el elitista y el
participacionista. Se concluye el capítulo con una breve reflexión sobre los
problemas actuales de la democracia. Por la naturaleza introductoria del
texto, se privilegia una visión panorámica del tema. El lector interesado en
profundizar en alguno(s) de los diversos aspectos tratados, puede acudir
al apartado de lecturas recomendadas o a la bibliografía consultada.

Definición

La democracia, en su sentido etimológico, es el poder del pueblo (kratos=


poder, demos=pueblo). Como lo expresó Lincoln en sus palabras de

* Maestro en Ciencia Política, Universidad Autónoma de Puebla. Profesor de Tiempo comple-


to de la Universidad de Monterrey (UdeM). Correo electrónico: <berlangajl@yahoo.com>.

127
José Luis Berlanga Santos

1863 en Gettysburg: la democracia es el gobierno del pueblo, por el


pueblo y para el pueblo. En efecto, en un régimen democrático, los
asuntos públicos le competen, en primer lugar, al demos, a la ciudada-
nía. Los protagonistas son los ciudadanos. Democracia es el gobierno
de muchos. Así queda claro en la famosa oración fúnebre de Pericles,
líder ateniense del siglo v a.C.: “nuestro gobierno se llama Democracia,
porque la administración de la república no pertenece ni está en po-
cos sino en muchos” (Tucídides, 1998: 83). Pero todavía resulta muy
general nuestra definición de democracia. Se requiere desglosarla en
dimensiones.
El concepto de democracia presenta dos dimensiones principales:
las reglas y procedimientos, por un lado, y los principios y valores, por
el otro. Imposible definir la democracia excluyendo o mutilando a algu-
no de estos dos polos. No obstante, la relación entre ambas dimensio-
nes es conflictiva. Quienes enfatizan las reglas suelen ser empiristas; se
preguntan: ¿cómo funciona la democracia? y ¿cómo podemos medirla?
En cambio, quienes enfatizan los valores suelen ser normativos; se in-
terrogan: ¿qué es la democracia?, ¿cuál es su significado profundo? Los
primeros son realistas, describen hechos, hacen ciencia. Los segundos
son idealistas, se preocupan por el deber ser, hacen filosofía (cuadro 1).
Hay una tensión irresoluble. Buscar equilibrios mínimos, tender puen-
tes frágiles, es lo que se puede hacer. Abordaré, en consecuencia, am-
bas facetas.

Cuadro 1. Dimensiones de la democracia

Reglas, procedimientos Valores, principios


Empírica Normativa
Realista Idealista
Lo que es Lo que debe ser
Hechos Ideales
Descriptiva Prescriptiva
Ciencia política Filosofía política

Fuente: elaboración propia.

128
Democracia

Reglas y procedimientos

Para Bobbio (1996: 24), “la única manera de entenderse cuando se ha-
bla de democracia [...] es considerarla caracterizada por un conjunto de
reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autoriza-
do para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos”. Tres
condiciones: 1) el derecho de participar (directa o indirectamente) en
la toma de decisiones colectivas se atribuye a un número muy elevado
de ciudadanos; 2) la regla fundamental de la democracia es la regla de
la mayoría; y 3) los que puedan decidir o elegir a quienes decidan, de-
ben de tener alternativas reales y estar en condiciones de optar entre
una u otra.
Dahl (1993), por su parte, enumera siete requisitos mínimos para
que haya democracia en un país: 1) El control sobre las decisiones gu-
bernamentales recae constitucionalmente en los funcionarios electos;
2) los gobernantes son elegidos en elecciones periódicas, libres e impar-
ciales; 3) el sufragio es inclusivo: casi todos los adultos tienen el derecho
a votar; 4) asimismo, prácticamente todos los adultos tienen el dere-
cho a ser candidatos a ocupar cargos públicos; 5) los ciudadanos poseen
libertad de expresión sobre cuestiones políticas, incluyendo críticas al
desempeño del gobierno; 6) los ciudadanos tienen el derecho a buscar
diversas fuentes de información, las cuales están protegidas por la ley;
7) los ciudadanos pueden formar asociaciones u organizaciones inde-
pendientes, incluyendo partidos y grupos de interés. Entonces, habría
los siguientes procedimientos básicos en una democracia:

Elecciones. Quienes gobiernan son electos. La democracia es lo contra-


rio a la autocracia que implica autoelegirse, o bien ser jefe político por
derecho hereditario o de conquista. En contraste, en la democracia los
gobernantes se escogen vía elecciones libres, competitivas y limpias.
Así, nadie puede decidir por sí mismo ser el “mejor”, sino que deben
ser otros quienes lo seleccionen (Sartori, 2003).

Norma de la mayoría. Las decisiones políticas fundamentales se so-


meten a la regla mayoritaria, es decir, triunfa la opción que obtiene
la mayor cantidad de votos. Las minorías se respetan en dos sen-
tidos: que no se violenten sus derechos fundamentales y que haya

129
José Luis Berlanga Santos

expectativas razonables de que en un futuro se puedan convertir en


mayoría.1

Garantías individuales. La ley debe proteger los derechos fundamenta-


les de los individuos: libertades civiles (libertad de expresión, pensa-
miento y creencias, de manifestación y reunión, derecho a la propiedad
privada y a contraer contratos válidos) y derechos humanos (derecho
a un debido proceso legal: a no ser arrestado arbitrariamente, a defen-
derse de las acusaciones, a la salvaguarda de la integridad física en los
interrogatorios). Estos derechos se afirman, principalmente, frente al
poder, frente al Estado. Suelen estar plasmados en las constituciones
de los países.

Las ideas que subyacen a estas reglas son:

Soberanía popular. En sintonía con la definición etimológica de de-


mocracia, el poder es legítimo sólo si emana de la voluntad popular,
esto es, si es libremente consentido por la ciudadanía. El pueblo tiene
derecho a autogobernarse, a darse sus propias leyes, a determinar su
propio rumbo. Ningún poder puede estar por encima del pueblo.

Representación. El demos no gobierna directamente, sino que elige a


representantes en intervalos regulares. La toma de decisiones públi-
cas por los gobernantes conserva un cierto grado de independencia
en relación con la voluntad de los representados. Los gobernados
pueden expresar sus opiniones sin el control de los que gobiernan.
Las decisiones gubernamentales implican un proceso de debate
(Manin, 1998).

1
Dahl (1993) encuentra las siguientes ventajas de la norma de la mayoría: asegura que el
mayor número de ciudadanos vivan bajo leyes que ellos escogieron; en ciertas condiciones,
tiene más probabilidades de generar decisiones correctas; globalmente, produce más bene-
ficios que costos; implica pluralidad, no grupos homogéneos y armónicos; es imperfecta,
pero las alternativas son peores. Cita el estudio de Lijphart (1987), en el que compara
países con modelo mayoritarista y con modelo por consenso. Resultado: la mayor parte de
las democracias estables no han adoptado sistemas estrictamente mayoritaristas. Dahl con-
cluye que no hay una norma única en la democracia. La mejor regla es la que se considere
al evaluar cuidadosamente las circunstancias en que han de tomarse las decisiones.

130
Democracia

Inclusividad. La inclusión es motor de la democracia. Todos los adul-


tos tienen derecho a votar y a ser votados (con restricciones de edad,
según el cargo al que se aspire), salvo los deficientes mentales, cri-
minales y residentes transitorios. El proceso de ampliación de estos
derechos ha marcado la historia de la democracia moderna.

Cultura política. Los ciudadanos deben estar informados y contar con


elementos de juicio suficientes para escoger buenas opciones, expre-
sar opiniones fundamentadas y participar en debates públicos. De
igual modo, deben mostrar compromiso y apoyo a la democracia;
deben sentirse identificados con las autoridades e instituciones de su
régimen político.2

Valores

El valor axial de la democracia es la igualdad política. Este valor la dis-


tingue de las demás tradiciones de pensamiento político. La igualdad
política consiste en que todos los ciudadanos tienen el mismo derecho
a participar en la cosa pública, en los asuntos comunes. Todos pueden
alzar su voz, volverse visibles. En la democracia no puede haber des-
igualdad o privilegios; los ciudadanos se reconocen como iguales en el
ámbito político. Algo que simboliza este valor es el voto. Un ciudadano,
un voto, es decir, todos los votos cuentan lo mismo, independientemen-
te de las diferencias sociales o naturales.
Fueron los antiguos griegos quienes crearon el principio de la igual-
dad política. Los demás valores importantes de la democracia tienen
como fuente de inspiración al republicanismo y al liberalismo. Los pri-

2
El tópico de la cultura política se inscribe en una tradición intelectual robusta y muy longe-
va. Desde la época de la antigua Grecia (Aristóteles, Platón), pasando por el renacentismo
(La Boétie), hasta la modernidad (Montesquieu, Rousseau, Tocqueville), se ha pensado
que a cada forma de gobierno le corresponde un cierto tipo de ciudadano. En el terreno de
los estudios empíricos, destaca el trabajo pionero de Almond y Verba (1963), cuyo objetivo
fue vincular la cultura política con un gobierno democrático estable. Actualmente, sobre-
salen los trabajos de Inglehart (en colaboración con Welzel, 2006) en torno a los valores de
la democracia.

131
José Luis Berlanga Santos

meros dos que enunciaré son típicos de la tradición republicana y los si-
guientes seis de la liberal.

Participación ciudadana. Se puede definir la participación cívica como


el proceso de apropiación de lo público por parte de la ciudadanía. Al
participar en la esfera pública, las instituciones y las leyes ya no son
externas al ciudadano, sino que en cierta forma son suyas. Al tener la
posibilidad efectiva de participar en la toma de decisiones públicas, el
ciudadano es autónomo y libre: interviene en los asuntos que le im-
portan y que afectan su vida. Las instituciones políticas dejan así de
ser para los ciudadanos un poder extraño que decide por ellos: rígido,
inamovible, intocable (Castoriadis, 1998b).

Responsabilidad cívica. En la democracia se puede hacer cualquier cosa,


pero no se debe hacer cualquier cosa. No todo es posible. Se precisa
autolimitación. Los excesos generan desastres. Para los griegos, la hu-
bris (desmesura) era fuente de discordia, de espanto, de vergüenza
de uno mismo por no poner límites a las propias acciones. Lo que se
requería era la phronesis: la prudencia, el sentido común, la responsa-
bilidad, el buen juicio.

Autonomía personal. La democracia “se funda en valores que exigen


una actitud respetuosa hacia la dignidad y autonomía de cada ser
humano” (O’Donnell, 1999: 82). Cada uno es el mejor juez de sus
propios anhelos e intereses. Todos los adultos son lo suficientemente
capaces de intervenir en las cuestiones políticas. No necesitan tutores
o guardianes, alguien que les diga qué hacer o qué no (Dahl, 1993).
Autonomía significa la “capacidad de los seres humanos de razonar
concientemente, de ser reflexivos y autodeterminantes. Implica cierta
habilidad para deliberar, juzgar, escoger y actuar entre los distintos
cursos de acción […]” (Held, 2001: 337).

Tolerancia y pluralidad. El mundo es diverso, la realidad está confor-


mada por múltiples miradas. Son muchas las tradiciones de pensa-
miento político que confluyen en los países: liberalismo, socialismo,
conservadurismo, republicanismo, entre otras. Todos estos discur-
sos son legítimos. No hay vara que permita medir o descalificar a

132
Democracia

alguno. La democracia es “la coexistencia de la diversidad” de valo-


res, puntos de vista, ideologías e intereses (Woldenberg y Salazar,
1997: 47).

No violencia. La violencia es incompatible con la democracia porque


presupone el avasallamiento del otro. La violencia embona mejor con
el autoritarismo. Karl Popper señalaba que lo que distingue a un país
democrático de uno autoritario, es que sólo en el primero los ciuda-
danos pueden quitar a los gobernantes sin derramamiento de sangre.
Y en el terreno de las relaciones internacionales, hasta ahora no ha
estallado ninguna guerra entre los Estados que tienen democracias
(Bobbio, 1996).

Diálogo y negociación. En la democracia no hay enemigos; personas


con las que no se pueda hablar. Existen interlocutores, adversarios,
competidores. Se establecen acuerdos y compromisos; se hacen con-
cesiones. No se busca el todo o nada. Ceder ayuda al diálogo y la
negociación. La insatisfacción es obligada porque las propias posturas
nunca triunfan totalmente (Woldenberg y Salazar, 1997).

Libertad de asociación. Los ciudadanos se unen voluntariamente con


otros para realizar propósitos en común. Las asociaciones son funda-
mentales en una democracia: por un lado, le dan vitalidad y energía,
y, por el otro, fungen como un dique, como un mecanismo de conten-
ción frente a los abusos de los gobernantes. Ayudan a disminuir la
brecha entre los representantes y los representados. Si no existieran,
el riesgo de caer en una tiranía o en un régimen autoritario sería muy
alto (Tocqueville, 1957).

Libre debate de las ideas. La doxa, la opinión, es la piedra angular de la


democracia. Considerar, sopesar, diferenciar, ponderar, distinguir…
de eso se trata en un régimen democrático. La libre confrontación de
opiniones y de posturas favorece la renovación gradual de la socie-
dad y el cambio de mentalidad y de maneras de vivir (Bobbio, 1996).
Asimismo, el debate abierto combate dogmatismos y fanatismos; las
ideas se pueden discutir, no hay verdades absolutas (Woldenberg y
Salazar, 1997).

133
José Luis Berlanga Santos

Historia

La palabra democracia es acuñada por primera vez por Herodoto a me-


diados del siglo v a.C. en Los nueve libros de la historia, donde presenta
una discusión entre tres dirigentes persas, Otanes, Megabyzo y Darío,
sobre la mejor forma de gobierno a instaurar en Persia. Otanes condena
a la monarquía por irresponsable, arbitraria e injusta.

En cambio, el gobierno del pueblo lleva en primer lugar el más bello


de los nombres, isonomía (igualdad de derechos políticos); y en segun-
do lugar, nada hace de aquellas cosas que un monarca hace. Pues por
sorteo se ejercen los cargos públicos, los magistrados son obligados
a rendir cuentas del ejercicio del poder, toda decisión es sometida al
voto popular. Propongo, pues, que nosotros rechacemos la monarquía
para dar el poder al pueblo; pues todo es posible para el mayor núme-
ro (citado por Bobbio, 1987: 16).

Lo que describe Otanes, el “gobierno del pueblo”, no era una quimera,


fue una realidad histórica en Atenas, Grecia, de fines del siglo vi a.C. (año
511), con la reforma de Clístenes, hasta el inicio de la hegemonía mace-
dónica muy entrado el siglo iv a.C. (año 338) (Requejo Coll, 1990).3

Democracia ateniense

El demos se autogobierna, es soberano, es decir, se rige por sus pro-


pias leyes, toma sus propias decisiones, posee su propia jurisdicción. La
igualdad política es su valor central. Todos los ciudadanos tienen igual
derecho a participar en el poder. (Aunque no todos eran ciudadanos;
las mujeres, los esclavos y los extranjeros estaban excluidos.) Como lo
decía Pericles, cualquiera que tenga algo que ofrecer a los demás, inde-

3
De igual manera, se advierte la democracia ateniense como un proceso histórico de más
largo aliento. Entonces habría que remontarse a la segunda mitad del siglo viii a.C. con la
obra Trabajos y días de Hesíodo, donde la dike (justicia) abarca también al demos (pueblo).
Y a las reformas de Solón en el 594 a.C. que debilitan jurídicamente a la aristocracia en
favor del pueblo (García Gual, 1990).

134
Democracia

pendientemente de su condición social, forma parte de la democracia


ateniense (Tucídides, 1998). Hay igualdad ante la ley (isonomía); los
privilegios quedan fuera. Se participa, se ejerce la soberanía en la eccle-
sia, la asamblea popular. Todos cuentan con el derecho a tomar la pa-
labra (isegoria), sus votos valen lo mismo (isopsephia) y deben hablar
con franqueza (parrhesia). La asamblea, asesorada por el Consejo de
los Quinientos (boule), legisla y gobierna.4 Por eso es una democracia
directa. Los cargos políticos más importantes, los magistrados y los in-
tegrantes del Consejo, son designados por sorteo, al igual que los miem-
bros de los jurados. Todos están formados para gobernar a través de la
paideia (educación cívica). Sólo se elige a los estrategas de guerra, teso-
reros o especialistas (arquitectos, por ejemplo). Los cargos de los ma-
gistrados tienen una duración breve y son revocables en todo momento.
Además, los magistrados deben rendir cuentas (euthune) de su gestión
ante el Consejo. Disposiciones atenienses relevantes: el ostracismo, que
significaba el destierro de algún líder rival para evitar el divisionismo, y
la denuncia de ilegalidad cuando alguien promovía una ley dañina a la
comunidad (Castoriadis, 1998a).5
La participación ciudadana generalizada implica la creación de un
espacio público. Para los primeros demócratas, la política tenía que ver
con el hablar los unos con los otros sobre los asuntos comunes. De he-
cho, sólo a través de la pluralidad de perspectivas, de las diferentes formas
de ver las cosas, el mundo adquiría sentido, se volvía algo real. Las pala-
bras tenían un carácter revelador. A través de éstas, cada uno mostraba
quién era, revelaba su identidad, sus aspiraciones, sus sueños, sus opinio-
nes. El espacio público se configuraba a partir de la convivencia humana
entre iguales (homoioi), del libre intercambio de puntos de vista en torno
a las cuestiones públicas. Lo que importaba era la comunidad. De ahí la
palabra ciudadano: el que se preocupa por la ciudad y sus problemas. A
quienes no participaban en política, se les consideraba idiotas (idiotés),
porque sólo se dedicaban a sus asuntos privados (Arendt, 1993).

4
A la asamblea solían asistir unas seis mil personas. Los ciudadanos en Atenas eran unos cin-
cuenta mil. El Consejo de los Quinientos se componía de cincuenta ciudadanos de cada una
de las diez tribus (phylai) en que se dividía la comunidad ateniense (Requejo Coll, 1990).
5
Para examinar más a fondo el marco institucional de la democracia ateniense, véase Manin
(1998: 19-58), quien analiza detalladamente la selección por sorteo de los cargos públicos
en Atenas.

135
José Luis Berlanga Santos

Democracia y republicanismo

En el siglo vii a.C., el legislador Licurgo ideó un gobierno mixto para Es-
parta: le dio su parte de poder al rey, a los nobles y al pueblo, construyen-
do una organización política que duró varios siglos. Para Polibio (siglo
ii a.C.), las formas de gobierno puras tendían a corromperse. El único
modo de romper esta inercia era crear la “Constitución mixta”, es decir,
tomar lo mejor de la monarquía, de la aristocracia y de la democracia
para lograr estabilidad política. La República romana (509-43 a.C.) es
el ejemplo más exitoso de este tipo de gobierno. Los cónsules represen-
taban el espíritu monárquico, el Senado a la aristocracia y los tribunos
al pueblo (democracia). Cicerón (siglo i a.C.) se declaró partidario de
esta forma combinada de gobierno: la república, es decir, “cosa pública”
(res=cosa). Tanto Cicerón como Polibio tienen influencia de Aristóteles
(siglo iv a.C.), el primero que formula la idea del gobierno mixto, y con
quien inicia la tradición republicana cuyos valores centrales enuncia en su
tratado de la Política: participación ciudadana, bien común, virtud cívica
(Rivero, 1998).
En suma, el republicanismo clásico incluye a la democracia, pero
sólo como una parte de su organización mixta. Rechaza a la democra-
cia pura por su inestabilidad. En su clasificación de las formas de go-
bierno, Aristóteles (1999) cataloga a la democracia como un régimen
corrupto, donde los pobres buscan satisfacer sus intereses particulares
oprimiendo a los ricos. De hecho, en gran parte de la historia de la hu-
manidad, la democracia tendrá una connotación negativa (digamos, del
siglo iv a.C. al xviii d.C.).
Al desaparecer la Roma clásica con el ascenso del Imperio y el pos-
terior mundo teocrático de la Edad Media, el republicanismo no regresa
sino hasta el surgimiento de las ciudades-repúblicas italianas (mediados
del siglo xiii al xvi). Estas ciudades (Florencia, Venecia) afirmaron su
libertad frente al poder del papa y el poder del emperador. Sus cargos
públicos eran electivos y tenían dos cámaras: consejo y podestà (Rivero,
1998). Estos ejemplos de autogobierno inspirarán a Marsilio de Padua
(siglo xiv) y Maquiavelo (siglo xvi). Marsilio resalta la idea de soberanía
popular y Maquiavelo exalta la grandeza de la república romana por equi-
librar los deseos de los nobles y de la plebe. En la tipología de éste, la repú-
blica puede ser aristocrática o democrática (Fernández Santillán, 1994).

136
Democracia

Ya en plena modernidad, siglo xviii, Rousseau (1998) recupera el


espíritu de participación cívica del republicanismo clásico para plantear
que el ciudadano es libre sólo si participa en la confección de leyes que
deben atender la voluntad general y no los intereses particulares. La li-
bertad personal se consigue cuando uno se entrega a la comunidad polí-
tica. En cierto sentido, hay una apuesta por la democracia directa.6
La Revolución estadounidense (siglo xviii) es el último momento
estelar del republicanismo. Los padres fundadores de Estados Unidos
utilizaban el término “felicidad pública”; sabían que la participación en
los asuntos públicos no era una carga, sino algo gozoso, disfrutable, que
les daba a los ciudadanos activos “un sentimiento de felicidad inaccesible
por cualquier otro medio” (Arendt, 1988: 119). Tocqueville, al ver cómo
los estadounidense participaban activamente en política, observaba:
“No se podría trabajar más laboriosamente en ser feliz”. Si el estadouni-
dense sólo se ocupara de sus asuntos privados, “llegaría a ser increíble-
mente desdichado” (Tocqueville, 1957: 251).

Democracia y liberalismo

El liberalismo surge en el siglo xvii con Locke, quien reivindica los de-
rechos naturales del individuo (a la libertad, a la vida, a la propiedad)
frente a los abusos del poder. El Estado es un constructo artificial, un mal
necesario. Debe ser acotado por las leyes, por el derecho.7 Aquí se presen-
ta una diferencia sustancial con los demócratas: mientras el liberalismo
busca limitar el poder, la democracia busca distribuirlo (Bobbio, 1989).
Sin embargo, las coincidencias también son notables. Para Locke, la
legitimidad del Estado se funda en el consentimiento de los individuos.
Los gobernantes deben responder a los gobernados, estar al servicio de
ellos, y no a la inversa. Esta idea liberal embona bien con la democracia

6
Rousseau rechaza la democracia liberal representativa. Resulta sumamente difícil clasificar
la propuesta rousseauniana. Vallespín (1998) lo intenta y la llama “democracia radical”.
7
Y también por el ordenamiento institucional. Locke esboza la división de poderes que, en
el siguiente siglo, Montesquieu planteará con precisión. Esta división es fundamental para
los liberales porque permite establecer “pesos y contrapesos” al poder, resguardando así las
libertades individuales (aunque también la idea de la división de poderes remite al gobierno
mixto de los republicanos).

137
José Luis Berlanga Santos

que se basa en el “poder del pueblo”. Para los demócratas, el poder es vá-
lido sólo si está sustentado en el apoyo y asentimiento de los ciudadanos
(Sartori, 2003). Este principio, inspirador de las revoluciones inglesa,
francesa y estadounidense, lleva a la adopción del procedimiento de la
elección, institución central del gobierno representativo (Manin, 1998).
Pareciera entonces que el advenimiento del sistema representativo,
con la idea de que el pueblo elige a sus gobernantes, fortalece la relación
entre liberalismo y democracia. No obstante, la hará más tensa. Tres as-
pectos esclarecen esta cuestión: el problema de la escala, la extensión del
sufragio y la selección de “los mejores”.
En el siglo xviii, Montesquieu observa que las sociedades moder-
nas son mucho más grandes y complejas que las antiguas: el surgimiento
de los estados-nación reemplaza a las ciudades-repúblicas. El gobierno
representativo sería la solución al problema de la escala. Stuart Mill, en
el xix, también defendió este tipo de gobierno: “no puede exigirse me-
nos que la admisión de todos a una parte de la soberanía. Pero puesto que
en toda comunidad que exceda los límites de una pequeña población
nadie puede participar personalmente sino de una porción muy peque-
ña de los asuntos públicos el tipo ideal de un Gobierno perfecto es el
Gobierno representativo” (Stuart Mill, 2000: 43). En la misma tesitura,
los federalistas (Hamilton, Madison y Jay) proponen una república re-
presentativa para Estados Unidos por ser un Estado grande con pobla-
ción numerosa. En cambio, la democracia (participación directa) sería
propia de las ciudades pequeñas (Fernández Santillán, 1994).
Al aumentar la cantidad de ciudadanos, disminuye la oportunidad
de participar. Los representantes sustituyen a la asamblea ciudadana. Se
restringe así la participación cívica (Dahl, 1989). Los demócratas que-
dan a disgusto porque el poder no se distribuye con la amplitud debida.
“El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante
la elección de los miembros del Parlamento: tan pronto como éstos son
elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada. El uso que hace de su libertad
en los cortos momentos que la disfruta es tal, que bien merece perderla”
(Rousseau, 1998: 51).
Una segunda fuente de conflicto tiene que ver con la discusión
sobre la extensión del derecho al voto, punto clave de los primeros go-
biernos representativos. Incluso, esto conduce a que, durante la prime-
ra mitad del siglo xix, el liberalismo y la democracia se vuelvan rivales.

138
Democracia

Los liberales proponen que este derecho al sufragio sea exclusivo de los
propietarios, es decir, que tenga un carácter restringido; mientras que
los demócratas quieren ampliar el voto lo más posible y desaparecer gra-
dualmente los límites para votar. Una vez más, no hay acuerdo en el
grado de participación del pueblo en los asuntos políticos (Fernández
Santillán, 1994).
El tercer foco de tensión se vincula con las características de
los representantes. En los orígenes del gobierno representativo, se cree
firmemente que las personas electas para los cargos públicos deben ser
mejores que sus electores en cuanto a riqueza, talento y virtud (Manin,
1998). Para Madison, un liberal que influyó significativamente en la
elaboración de la Constitución estadounidense, el efecto del sistema
representativo consiste en que “afina y amplía la opinión pública pasán-
dola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia
puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patrio-
tismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consi-
deraciones parciales o de orden temporal” (Hamilton, Madison y Jay,
1943: 39). Por supuesto, los demócratas, cuyo valor por excelencia es
la igualdad política, no comparten esta idea de que los representantes
son individuos distinguidos y prominentes, superiores a los ciudadanos
promedio.
Adicionalmente, una profunda diferencia conceptual entre las tradi-
ciones liberal y democrática aflora con el gobierno representativo. Para
Siéyès, uno de los artífices de la representación política en Francia, este
tipo de gobierno es el más apropiado para las condiciones de la sociedad
moderna, porque los ciudadanos están demasiado ocupados en sus in-
tereses privados y no tienen tiempo para los asuntos públicos. Por ello
confían el gobierno a quienes sí puedan dedicarse de tiempo completo
a esas tareas (citado por Manin, 1998). En su célebre discurso La liber-
tad de los antiguos comparada a la de los modernos, en el Ateneo Real de
París en 1818, Constant planteó con claridad el antagonismo: “El obje-
to de los antiguos era dividir el poder social entre todos los ciudadanos
de una misma patria: esto era lo que ellos llamaban libertad. El objeto de
los modernos es la seguridad de sus goces privados” (1988: 76). De tal
suerte que la libertad de los modernos (liberalismo) es privada, en tan-
to la libertad de los antiguos (democracia) es pública. En las sociedades
modernas, el individuo se realiza en la esfera privada, fuera de la políti-

139
José Luis Berlanga Santos

ca. En contraste, en las sociedades antiguas sólo en el espacio público los


ciudadanos se sentían realizados.
Pese a todo, liberales y demócratas terminan aliándose en la segun-
da mitad del siglo xix, en parte para hacer un frente común contra el
socialismo que en la revolución de 1848 mostró un incremento de fuer-
za. Pero principalmente se unen al darse cuenta que sus principios eran
conciliables. La ampliación progresiva de los derechos políticos (dere-
cho al voto a los pobres, a las mujeres, a los jóvenes) fue el elemento clave
de la unión. Por un lado, los liberales aceptaron que el método democrá-
tico es la mejor salvaguarda de la libertad individual. A través de éste, los
ciudadanos se pueden defender mejor de los abusos del Estado; y, por
el otro, los demócratas reconocieron que la protección de las libertades
que defiende el liberalismo es necesaria para el buen funcionamiento
de la democracia. Participar en las votaciones sólo adquiere sentido si
se realiza libremente, es decir, respetando las libertades de opinión, de
prensa, de reunión, de asociación (Bobbio, 1989).

Democracia y socialismo

La relación entre demócratas y socialistas tampoco estuvo exenta de


conflictos. En un principio, parecía haber un nexo sólido entre ellos: la
igualdad. Graco Babeuf, en el Manifiesto de los iguales, en 1797 señaló
que la igualdad de derechos, propia de la democracia, debía ser com-
plementada con la igualdad real, propia del socialismo. Rousseau pro-
ponía una democracia respaldada por la igualdad material. Marx veía
al socialismo compatible con el gobierno popular (“producto libre del
hombre”). No obstante, la distancia entre los dos conceptos de igualdad
era considerable. La igualdad política y la igualdad económica son cosas
muy distintas. Mientras Rousseau hablaba de cooperación en la asam-
blea, de una democracia de ciudadanos, de la política como algo valioso
en sí mismo, Marx hablaba de cooperación en el campo de las fuerzas
productivas, de una democracia de los productores, de la política como
algo instrumental (Fernández Santillán, 1994).8

8
Tocqueville fue radical al respecto: “la democracia y el socialismo se unen sólo por una
palabra, la igualdad; pero nótese la diferencia: la democracia quiere la igualdad en la liber-

140
Democracia

Detengámonos en el pensamiento de Marx, el autor más represen-


tativo del socialismo (corriente que surge en el siglo xix). Para él, la de-
mocracia (de tipo liberal representativa) no era más que una farsa, una
forma de enmascarar lo central: la explotación de los “burgueses” (los
dueños de los medios de producción) hacia los proletarios (los que sólo
tienen su cuerpo para venderlo como fuerza de trabajo). El gobierno no
es sino un gendarme de los intereses de los capitalistas. De ahí la desca-
lificación marxista de la democracia como “burguesa” o meramente “for-
mal”. La “verdadera” democracia sólo se alcanzaría al llegar el comunismo:
la supresión de las clases sociales. Sin embargo, la Comuna de París en-
tusiasmó a Marx y vio allí elementos “realmente” democráticos: la au-
toorganización política del pueblo (entendido como clase trabajadora),
democracia directa, revocación de mandato, organización horizontal, sis-
tema descentralizado. Todo esto no tenía valor por sí mismo, porque era
político, pero apuntaba a la transformación de los medios de producción
para lograr la sociedad comunista. Es decir, ese tipo de democracia era
un instrumento del proletariado para lograr sus fines emancipadores. Así
pues, la igualdad política (democracia) resulta sólo un peldaño para la
verdadera igualdad: la material (socialismo) (Vallespín, 1998).
Una visión alternativa a la marxista fue la socialdemocracia, cuyo
surgimiento data de la segunda mitad del xix (con el programa de Gotha
en 1875). Se alió con el marxismo y se convirtió en el principal referen-
te político del movimiento obrero hasta la Primera Guerra Mundial.
Bernstein fue uno de sus teóricos más importantes. A diferencia de Marx,
sí creía en reformas concretas como el sufragio universal; consideraba a la
democracia liberal como imprescindible para llegar al socialismo, y veía
al Estado como guardián del interés general, no como instrumento de
dominación. Además, pensaba que dentro de la democracia los partidos
aprenden a conocer sus límites y a entrar en negociaciones; se acostum-
bran a la legalidad. Bernstein se pronunció en contra de la opresión de
la minoría por la mayoría y de la cancelación de libertades individuales.
Rosa Luxemburgo, pensadora marxista, criticó sus posturas “revisionis-
tas”. Para ella, las reformas, por más benéficas que fueran, únicamente
eran un medio para la revolución (Ruiz Miguel, 1992).

tad, el socialismo quiere la igualdad en las incomodidades y en la servidumbre” (citado por


Sartori, 2003: 287).

141
José Luis Berlanga Santos

Kautsky (destacado teórico socialista) y los partidos socialdemócra-


tas europeos apostaron al parlamentarismo y participaron en gobiernos
en la época de entreguerras. Lenin, el principal líder de la Revolución
Rusa, y quien llevó a la práctica las ideas marxistas, tachó a Kautsky
de “renegado”. El enfrentamiento entre las dos principales corrientes del
socialismo fue duro, pero se evitó el rompimiento. La ruptura definitiva
con los marxistas-leninistas se dio hasta después de la Segunda Guerra
Mundial (con el programa del Partido Socialdemócrata alemán en 1959
en el Congreso de Bad Godesberg) (Ruiz Miguel, 1992).
En el terreno empírico, el régimen marxista de la URSS fue incom-
patible con la democracia: dictadura de partido único, negación de dere-
chos civiles y políticos, y Estado totalitario. En el caso de los gobiernos
socialdemócratas, hubo respeto a la economía de mercado, a las eleccio-
nes y al Estado de derecho; se construyeron pactos entre gobierno, em-
presarios y trabajadores; y se edificó el Estado benefactor.9

Debate contemporáneo

En las discusiones contemporáneas sobre la democracia, se presenta el


conflicto irreductible entre sus dos dimensiones: las reglas y los proce-
dimientos, por un lado, y los valores y principios, por el otro (véase el
cuadro 1). Así, unos enfatizan la representación, y otros la participación.
Unos le dan prioridad a los hechos, a lo empírico, mientras que otros
privilegian lo normativo, el deber ser. Unos le apuestan al realismo, otros
a los ideales. En fin, unos abordan el fenómeno de la democracia desde
la ciencia política y otros desde la filosofía política.
Un par de observaciones: primero, resulta imposible establecer níti-
damente dos bandos, dos bloques homogéneos de autores y enfoques a
partir de las dimensiones mencionadas. Hay muchos entrecruzamien-
tos y articulaciones complejas. Por poner un ejemplo, Bobbio es un filó-
sofo político (dimensión normativa) que, como ya vimos, le otorga una
gran importancia a las reglas (dimensión procedimental); en segundo

9
La construcción del Estado benefactor, sin embargo, derivó en una crisis de magnas pro-
porciones: burocratización, corrupción, endeudamiento público, proteccionismo comer-
cial, inhibición de la iniciativa individual y paternalismo.

142
Democracia

lugar, las dicotomías o modelos en pugna dependen del eje que se escoja
para realizar el contraste. A manera de ilustración, la tradicional disyun-
tiva entre democracia representativa y democracia directa tiene que ver
con quiénes toman las decisiones públicas: el pueblo o unas personas
elegidas para ese fin. Otro ejemplo: se agrupan modelos a partir de la
visión que se tenga del ser humano, ya sea pesimista u optimista. Así lo
hace Nino (1997), quien forma dos grandes grupos: las concepciones de
la democracia que suponen los intereses de la gente como inalterables,
frente a las concepciones de la democracia como transformadora de las
preferencias de las personas.
En este apartado abordaré el debate a partir del eje de la participa-
ción ciudadana. Considero que la vieja disputa entre el liberalismo y
la democracia de algún modo sigue vigente: ¿qué queremos, un poder
acotado, limitado, o un poder distribuido de una manera amplia? Así,
la concepción elitista pugnaría por una participación modesta y la con-
cepción participativa por una mucho más robusta. En cierto sentido, la
democracia elitista abreva del liberalismo y la democracia participati-
va recupera el espíritu de la Atenas democrática y del republicanismo.10
Antes de describir ambos tipos de democracia, dos últimos comen-
tarios. En general, el enfoque elitista se vincula más con la dimensión
procedimental de la democracia, en tanto que el enfoque participativo se
conectaría más con la dimensión normativa. Pero esto se debe tomar como
algo meramente aproximativo, que dista mucho de ser exacto. Segundo,
los modelos no son necesariamente incompatibles; pueden ser comple-
mentarios. De hecho, ésta será la postura que defenderé: la moderada, la
de la conciliación, en vez de la combativa, la de la confrontación (aunque
algunos autores que se revisarán sí adoptan posiciones radicales).11

10
Cabe el matiz de que algunos liberales clásicos no descuidaban el tema de la participación.
Stuart Mill, por ejemplo, señalaba los efectos cívico-pedagógicos positivos del hecho de
participar, y Tocqueville exaltaba la idea de la asociación civil, el actuar en conjunto para
perseguir objetivos comunes. Y del lado republicano, tanto Aristóteles, Polibio, Cicerón,
Maquiavelo y Arendt tenían un elevado aprecio por las leyes y las instituciones.
11
Reconozco que la cuestión terminológica amerita una mayor discusión. Los términos “de-
mocracia elitista” y “democracia participativa” distan mucho de ser precisos (habrá autores
que embonen bien con la clasificación, pero otros no tanto). Sin embargo, a falta de pala-
bras más precisas, simplemente me sumo a una terminología que se emplea desde hace
cuatro décadas en la literatura sobre la democracia (Bachrach, 1973; Cohen y Arato, 2000).
De cualquier modo, me resulta aceptablemente apropiada para darle cobertura al eje de

143
José Luis Berlanga Santos

Democracia elitista

El precursor de la teoría elitista sobre la democracia es Max Weber, quien


combate a los idealistas por contaminar la política con juicios de valor.
En la realidad, nos dice Weber, lo que hay es diversidad humana y “poli-
teísmo de valores”. Se requiere libertad valorativa, esto es, tomar distan-
cia de las propias concepciones del bien para percibir distintas escalas de
valores. Por ello, son importantes los procedimientos y las instituciones.
Porque posibilitan la expresión de la pluralidad. Porque los consensos
amplios solamente se generan en torno a éstos (Serrano, 2001).
La política, por otro lado, tiene que ver con la capacidad de direc-
ción del Estado. De ahí la importancia que otorga Weber al liderazgo
político. Los líderes, sobre todo los que se sitúan en el Parlamento, son
quienes determinan los fines públicos (mientras que la burocracia esta-
tal se encarga de los medios para alcanzar dichos fines). Las elecciones
conectan al líder con las masas (vía la confianza y adhesión). Además, el
electorado puede destituir a los políticos ineficientes, a los malos líderes
(Serrano, 2001; Held, 2001).
En este orden de ideas (revaloración de los procedimientos y del
liderazgo), surge la propuesta de Schumpeter (1983), quien induda-
blemente es el iniciador del debate entre elitistas y participacionistas
con su obra Capitalismo, socialismo y democracia (publicada en 1942).
Al igual que Weber, critica el idealismo de las concepciones clásicas de
la democracia, que la asociaban con la soberanía popular, el bien co-
mún y la voluntad general. No existe el “bien común”; la realidad es plu-
ral y conflictiva. Resulta utópico que en una sociedad democrática nos
pongamos de acuerdo en un único bien. Propone una nueva definición:
“método democrático es aquel sistema institucional, para llegar a las
deci­siones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de de-
cidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo”
(1983: 343). Entonces, por un lado, la democracia es ante todo un con-
junto de procedimientos (elecciones limpias, periódicas y competitivas).
Se construye, así, un criterio objetivo mínimo para distinguir a la de-

contraste escogido: la participación ciudadana. En la literatura reciente se suele usar la di-


cotomía aggregative model vs. deliberative model (Young, 2000; Shapiro, 2003), pero sus
coordenadas son un poco distintas a mi eje.

144
Democracia

mocracia de otras formas de gobierno. Y, por el otro lado, la democracia


es una competencia de élites por el voto de los ciudadanos. Éstos, para
Schumpeter, suelen caer en el prejuicio y en el impulso irracional en las
cuestiones políticas. Las masas, en gran medida, son incompetentes y
manipulables. Las élites políticas moldean la voluntad de los ciudada-
nos de una forma análoga a la publicidad comercial. De esta manera, la
democracia se asemeja al mercado y los ciudadanos a los consumidores.
Dicho en forma muy esquemática, los seguidores de Schumpeter se-
rían los elitistas y sus detractores, los participacionistas. Desde un enfoque
empírico,12 Dahl (1989) plantea una teoría pluralista de la democracia. El
régimen democrático existe en la realidad y funciona en los hechos como
“poliarquía”. Para Dahl, no es realista, por las cuestiones de escala de las
sociedades modernas, la distribución equitativa del poder. Más aún, lo
irrealizable puede conducir al escepticismo sobre la democracia, es decir,
si la gente percibe que el régimen democrático real se aleja mucho del ideal,
probablemente deje de creer en ese tipo de régimen. Por eso es mejor ha-
blar de “poliarquías”. Esto significa que la estructura de poder en las de-
mocracias es difusa; hay diferentes polos o centros de poder. Lo que existe
es un pluralismo de élites en competición y en conflicto. La política del
gobierno emana de la negociación y compromisos de las diversas élites.13
En el mismo sentido, Sartori (2003) le adjudica a las élites el papel
central en las democracias modernas. Propone que el régimen democráti-
co sea una “poliarquía selectiva”, es decir, élites con capacidad y talento, que
sean electas por sus méritos. La tarea de los ciudadanos es seleccionar a los
mejores. Más allá de esto, su papel debe ser marginal. De hecho, si partici-
pan mucho, existe el peligro de que destruyan a los líderes.“La desconfian-
za y el temor hacia las élites es un anacronismo que nubla nuestra visión de
los problemas futuros. Lo que debemos temer, pues, es que la democracia,
como en el mito de Saturno, pueda destruir a sus propios líderes, creando

12
En los estudios empíricos de la ciencia política, la definición de los conceptos es fundamen-
tal para después operacionalizarlos (a través de indicadores) y medir la realidad.
13
Habría que matizar el elitismo de Dahl. En sus trabajos recientes (1993), muestra preocu-
pación por la participación ciudadana. Por ejemplo, su propuesta de “minipopulus”: asam-
bleas (a nivel federal, estatal y local) de unos mil ciudadanos elegidos al azar para deliberar
durante un año sobre una cuestión pública en particular y dar su veredicto. La idea es con-
formar un “público atento”, bien informado, representativo, que manifestaría discrepancias
entre sus juicios y los de las élites y los otros “públicos atentos”.

145
José Luis Berlanga Santos

así las condiciones para su reemplazo por contraélites antidemocráticas”


(citado por Bachrach, 1973: 72). Según Sartori, la participación “fuerte”
presupone intensidad. La intensidad tiende a producir extremismo. Y si el
fanatismo se generaliza, el proceso democratizador sucumbiría.
Desde el rational choice,14 Downs (1973) plantea una teoría econó-
mica de la democracia, aplicando la lógica de la economía al campo de la
política. El comportamiento de los actores políticos es igual de racional
y egoísta que el de los actores económicos. Los partidos, protagonistas
en un régimen democrático, son empresarios que buscan maximizar ga-
nancias y reducir costos. “Venden” política a cambio de votos. Así como
el dinero es el incentivo fundamental en el mercado, el poder es el prin-
cipal estímulo en la democracia. Cada partido político es un equipo de
hombres que quieren sus puestos solamente para gozar de los ingresos,
el prestigio y el poder que conlleva dirigir el aparato gubernamental. La
función social de los políticos (formular políticas públicas) sólo se cum-
ple como subproducto de sus motivaciones privadas. De nuevo, el énfa-
sis está en las élites (partidos en este caso) y se tiene en baja estima al
pueblo (utilizable para conseguir votos). Participar en aras del bien de la
comunidad caería en la órbita de lo irracional (e irreal).15

Democracia participativa

Las críticas a las posturas elitistas de la democracia no se hicieron es-


perar: subestiman a los ciudadanos comunes y corrientes; ensalzan la

14
El rational choice es una corriente relevante dentro de la ciencia política. Utiliza el método
deductivo: de un axioma se explica todo lo demás. La premisa es la siguiente: los seres huma-
nos actúan por su interés individual, son egoístas: sólo buscan su propio bien. “Hemos su-
puesto que el individuo cuyo cálculo hemos analizado (el individuo ‘representativo’ o ‘medio’)
está motivado por un interés egoísta, que sus compañeros en la decisión constitucional están
motivados del mismo modo, y que, dentro del conjunto de reglas elegido para la elección
colectiva, los participantes son elegidos del mismo modo” (Buchanan y Tullock, 1993: 353).
15
Un último apunte: los teóricos elitistas suelen sustentar sus afirmaciones en encuestas. Una
de las más citadas es la de Voting, aplicada en un pueblo estadounidense a mediados del
siglo xx, cuyos resultados fueron contundentes: “Una premisa que subyace a la teoría de la
democracia es que el ciudadano está altamente motivado para participar en la vida política.
Pero curiosamente una característica del comportamiento electoral consiste en que para un
gran número de personas la motivación es débil, si no es que es inexistente [...]” (Berelson,
Lasarzfeld y McPhee, 1954: 306-308).

146
Democracia

apatía; recluyen al ciudadano en su ámbito privado; los elitistas no se


preguntan cuáles son las consecuencias éticas del tipo de sistema políti-
co que se tiene; al mandar las cuestiones normativas a un segundo plano,
se pierden referentes para evaluar las instituciones públicas y las decisio-
nes gubernamentales (Bachrach, 1973; Cohen y Arato, 2000; Pateman,
1970). “Si la democracia no es más que un conjunto de reglas y procedi-
mientos, ¿por qué los ciudadanos habrían de defenderla activamente?”
(Touraine, 1995: 18).
La participación es una parte nuclear de la democracia. Está vincu-
lada con su principio fundamental: la igualdad política, la distribución
equitativa del poder. Los elitistas, al minusvalorar la participación de la
gente ordinaria, en cierta medida mutilan una parte esencial de la for-
ma de gobierno a la cual se adhieren. Participar es un bien en sí mismo
porque ayuda a desarrollar las potencialidades humanas. Y se aprende
a participar participando. Los frutos son preciosos: crece la satisfacción
con la democracia, mejora la calidad de las evaluaciones al régimen, y au-
mentan las actitudes prodemocráticas: virtud cívica, tolerancia a la di-
versidad, disposición para llegar a acuerdos (Pateman, 1970).
Justamente la participación sería el rasgo en común de la gran varie-
dad de los enfoques distintos a la democracia elitista. En lo que sigue,
ilustraré someramente las diversas perspectivas que se aglutinan bajo el
nombre de democracia participativa. Lo que las distingue es el acento
que ponen a una cierta cuestión o aspecto (cuadro 2).

Cuadro 2. Enfoques de la democracia participativa

Enfoque Autores Énfasis


Democracia fuerte Macpherson, Pateman, Barber Autogobierno extensivo
Democracia deliberativa Habermas, Cohen, Bohman Consensos comunicativos
Democracia radical Mouffe, Laclau, Zizek Conflicto, pluralidad
Democracia cosmopolita Held, Beck, Giddens Ampliación a esferas globales
Democracia multicultural Taylor, Kymlicka, Walzer Reconocimiento del otro
Democracia creativa Arendt, Castoriadis, Lefort Creatividad, imaginación

Fuente: elaboración propia.

147
José Luis Berlanga Santos

Democracia fuerte

A fines de los sesenta, Macpherson y Pateman emprenden una crítica de


la teoría democrática elitista. Esta corriente podría llamarse “democracia
fuerte”.16 Ambos autores comparten la idea de que las libertades forma-
les en las democracias liberales deben volverse concretas, tangibles. Las
desigualdades de clase, sexo y raza limitan la participación política de
grandes masas de individuos. En las relaciones cotidianas, la idea liberal
de que somos libres e iguales pierde significado (Held, 2001).
El derecho igual para todos al autodesarrollo sólo se alcanzaría ple-
namente con la participación directa y continua de los ciudadanos en la
toma de decisiones que los afectan. Si bien no es realista que en la po-
lítica nacional se participe ampliamente, en otras esferas sí es posible.
Macpherson habla de “partidos participativos”, con una democracia in-
terna sólida, y de organizaciones de pleno autogobierno, en el lugar de
trabajo y en las comunidades locales. Pateman coincide en que los asun-
tos de política exceden el ámbito gubernamental. Ella pone el acento
en la industria. Practicar la democracia en el lugar de trabajo generaría
un círculo virtuoso en la percepción ciudadana: la participación vale la
pena, las propias opiniones y preferencias sí cuentan, la posibilidad de
influir en las decisiones que nos atañen es real. El ciudadano se volvería
activo e ilustrado. Para estos autores, la única forma de que el ser huma-
no se realice es a través de la autodeterminación, el autocontrol y la capa-
cidad de definir las propias opciones de vida (Held, 2001).

Democracia deliberativa

En Teoría de la acción comunicativa, Habermas resalta la importancia de


lograr consensos comunicativos en la sociedad. En una “situación ideal
de discurso”, las personas entablan un diálogo basado en argumentos ra-

16
En la literatura se le ha denominado “democracia participativa”, así lo hace por ejemplo
Held en su síntesis de este modelo (2001: 297-308). Usaré el término “democracia fuerte”
como sinónimo, porque así lo emplea Benjamín Barber (1998), cuya propuesta es muy si-
milar a la de Macpherson (1982) y Pateman (1970), y para dejar el concepto de democracia
participativa como árbol y los enfoques en los que se divide como ramas.

148
Democracia

cionales. Alcanzan un acuerdo mediante el triunfo del mejor argumen-


to. Estas ideas, al llevarse al terreno de la política, configuran el enfoque
de la democracia deliberativa. Elster (2001: 18) lo resume así: “la elec-
ción política, para ser legítima, debe ser el resultado de una deliberación
acerca de los fines entre agentes libres, iguales y racionales”. La argumenta-
ción sobre asuntos públicos, entonces, cumple un papel central en las
democracias.
Habermas (1999; 2000) plantea que la legitimidad democrática
está vinculada a un proceso de deliberación pública que debe contar con
la participación de todos los ciudadanos involucrados. Deliberación sig-
nifica discutir y evaluar los distintos aspectos de una cuestión deter-
minada. La esfera pública no sería ajena al debate y al intercambio de
razones. “Solamente son válidas aquellas normas y acciones con las cua-
les todas las personas posiblemente afectadas puedan concordar como
participantes de un discurso racional” (citado por Avritzer, 2001: 60).
Como señala Cohen, si la fuente de legitimidad de la democracia son los
procesos discursivos, los ciudadanos preferirán instituciones donde sea
claro el nexo entre deliberación y resultados a aquellas donde esta co-
nexión sea débil.17

Democracia radical

Con la publicación de Hegemonía y estrategia socialista (1985), Mouffe


y Laclau plantean una perspectiva democrática que denominan “demo-
cracia radical y plural”. Su idea es presentar una alternativa “fuerte” de
izquierda (no socialdemócrata) al modelo de las democracias liberales,
pero que trascienda al marxismo.18

17
Otros autores que han desarrollado las implicaciones institucionales de esta perspectiva
son Bohman, Feres y Fung; véase la revista Metapolítica (2000). Por otro lado, cabe men-
cionar a Rawls (en su Teoría de la justicia) como precursor de la democracia deliberativa
(Avritzer, 2001; Elster, 2001). Dos textos de referencia obligada del modelo deliberati-
vo son Public Deliberation (Bohman, 1996) y Democracy and Disagreement (Gutmann y
Thompson, 1996).
18
Autores como Žižek se ubican en esta corriente. Algunas de sus fuentes intelectuales son
Derrida, Lacan y Heidegger (Buenfil Burgos, 1998).

149
José Luis Berlanga Santos

Si bien este enfoque reconoce el triunfo de valores democrático-li-


berales como la libertad individual y los derechos humanos y las ins-
tituciones que los protegen, no comulga con la pretensión de alcanzar
consensos definitivos en torno a ellos. La interpretación de dichos va-
lores e instituciones no puede sino reflejar la enorme pluralidad de los
actores sociales. En las relaciones humanas existe siempre una dimen-
sión antagónica y hostil. Los conflictos son inevitables e interminables.
Potencialmente, el otro se constituiría en mi enemigo, alguien que niega
mi propia identidad y a quien, por tanto, es menester eliminar. Lo políti-
co se nutre de estos antagonismos, sean étnicos, religiosos, económicos,
de género, etc. El papel de una política democrática moderna es crear
instituciones que permitan transformar el antagonismo en “agonismo”,
es decir, que los actores políticos no se vean como enemigos, sino como
adversarios.
Si la democracia continúa privilegiando el consenso y la armonía, en
vez del “vibrante enfrentamiento de las posiciones políticas democráti-
cas” (Mouffe, 2003: 117), de la confrontación de proyectos claramente
distintos, el vacío de poder que inevitablemente se genera será ocupa-
do por fuerzas extremistas nacionalistas o populistas. Lo mejor para la
democracia es reconocer el conflicto y la pluralidad, y construir los es-
pacios donde se puedan expresar. No existe posibilidad de que se cons-
truyan acuerdos racionales y universales. En la democracia, lo que hay
son luchas y reivindicaciones sociales de carácter particular y limitado.
Estas luchas involucran pasiones, no sólo argumentos. Y en éstas nadie
se impone definitivamente. Se trata de establecer una “hegemonía”, esto
es, un dominio parcial y temporal (Mouffe, 1999).

Democracia cosmopolita

En la actualidad, es un hecho innegable la pérdida de soberanía de las


naciones-Estado debido a la globalización. La democracia liberal par-
tía de la idea de que el consentimiento, expresado a través de eleccio-
nes legitima al gobierno en un territorio delimitado. No obstante, las
nuevas interconexiones estatales, regionales y globales cuestionan la de-
mocracia como forma nacional de organización política. La economía
mundial, los organismos internacionales, el derecho internacional y la

150
Democracia

homogeneización de la cultura limitan la capacidad de los Estados para


autodeterminarse.
La era global obliga a replantear el modelo democrático tradicional.
La “democracia cosmopolita” es la alternativa de Held (2001). Su pro-
pósito es la ampliación y desarrollo de las instituciones democráticas en
los niveles regionales y mundiales (como complemento de los procesos
democratizadores en el ámbito del Estado-nación). La idea es ampliar
las vías de participación cívica en la toma de decisiones públicas en las
esferas internacionales. Creación de parlamentos regionales, referendos
sobre problemas transnacionales, transparencia y rendición de cuentas
de las organizaciones gubernamentales mundiales, democratización de
organismos como la onu, fortalecimiento de los tribunales internacio-
nales que protegen los derechos fundamentales son propuestas que abo-
nan al concepto de una democracia de carácter global.19

Democracia multicultural

Hoy en día las tasas de inmigración internacionales son cada vez más ele-
vadas. Las sociedades democráticas se vuelven multiculturales. Además,
grupos tradicionalmente marginados como las mujeres, homosexuales,
minorías étnicas y religiosas exigen inclusión. Según Taylor (2001a), hay
dos maneras de responder a este desafío: a través del liberalismo proce-
dimental o a través de un modelo cívico-asociativo.20 ¿Cómo combatir la
exclusión de grupos con modos de vida distintos o culturas diferentes?,
¿cómo abordar las diferencias a fin de lograr una mejor convivencia en
un Estado democrático? El enfoque liberal-procedimental presupone el
derecho de cada quien a elegir sus propios fines y metas. No hay posibi-
lidad de establecer fines comunes. Lo único que se puede compartir es la

19
Para un mayor desarrollo del modelo de democracia cosmopolita, véase Held (1997). En
este modelo se ubicaría a Beck (2001) con su idea de “partidos cosmopolitas” (partidos
transnacionales de ciudadanos globales) y a Giddens (1998), con su “política global desde
abajo” (ong de carácter transnacional como Greenpeace y Amnistía Internacional).
20
Este modelo yo lo denomino “democracia multicultural”. En la amplia literatura sobre el
debate entre el liberalismo y el multiculturalismo (o comunitarismo), a Taylor se le ubica
como uno de los autores más representativos del enfoque multicultural. Simplemente agre-
gué este último adjetivo al término “democracia”.

151
José Luis Berlanga Santos

adhesión a un conjunto de derechos y procedimientos. De hecho, tomar


en cuenta las distintas metas sería fomentar la división. Debemos ser “cie-
gos” a las diferencias: mientras menos sepamos de la gente, será más fácil
tratarla con justicia.
El modelo cívico-asociativo, al que se adhiere Taylor, propone
una alternativa: la gente puede vincularse no a pesar de sus diferencias,
sino gracias a éstas. La premisa de este enfoque es que cada uno de no-
sotros tiene un interés moral en el desarrollo del otro. Sólo al asociarnos
con los demás, logramos crecimiento y plenitud. Somos personas plenas
no si actuamos individualmente, sino juntos, en la interacción y com-
prensión mutua.21

Democracia creativa

Los principales exponentes de esta corriente son Arendt, Castoriadis y


Lefort. Yo la llamaría “democracia creativa”.22 La creatividad en Arendt
(1993) se revela a través de su categoría de natalidad: la capacidad hu-
mana para crear cosas nuevas, espontáneas, no determinadas, imposi-
bles de prever o predecir. La acción política es el campo apropiado don-
de se despliega la natalidad. Actuar políticamente significa asumir la
iniciativa, realizar lo inesperado, configurar lo nuevo, establecer nuevos

21
Para revisar con más amplitud las ideas de Taylor, véase Multiculturalismo y política del reco-
nocimiento (2001b). Touraine (1995) se suma a la propuesta de Taylor: el reconocimiento
del otro es la razón de ser de la democracia. Las principales amenazas a la democracia pro-
vienen, por un lado, de los excesos del mercado y del consumo que destruyen la diversidad
de las culturas y, por el otro, del comunitarismo exacerbado que cae en fanatismos e intole-
rancias. Otros multiculturalistas que se podrían mencionar son Walzer con Las esferas de
la justicia, y Kymlicka con Ciudadanía multicultural.
22
Tres observaciones: 1) el único texto que conozco que ha intentado vincular a estos auto-
res con una nueva perspectiva democrática es el de Dubiel, Rödel y Frankenberg (1997),
sin embargo, aquí el eje articulador de los tres discursos es la contraposición entre la de-
mocracia y el totalitarismo, no la creatividad; 2) una objeción natural es que Arendt no
creía en la democracia. Argumentaría que ella es una demócrata a pesar suyo. El acento
que pone en la igualdad política, valor central de la democracia, es una prueba de ello. Más
aún, Arendt resalta que la acción política creativa es practicable por todos los ciudadanos;
3) algunos autores como Dewey, Joas y Beck han utilizado el término “democracia crea-
tiva”, pero desde un enfoque sociológico. En lo que estoy pensando es en un tratamiento
politológico.

152
Democracia

comienzos y actuar junto con los demás. La actuación conjunta es un


ejercicio de la libertad creativa.23
Según Castoriadis (1998a), la imaginación creadora es lo que
nos distingue de los animales. Todas las sociedades se inventan, se fun-
dan a sí mismas: crean sus formas de existencia, sus reglas, sus mundos.
La antigua Grecia sería la primera sociedad autónoma: sabía que se au-
tocreaba, se autoinstituía. De ahí que los griegos lo cuestionaban todo:
¿es esta ley justa o injusta?, ¿esta institución es buena o mala?, ¿este valor
es bello o feo? Y estas interrogaciones no tenían límites. No había res-
puestas definitivas, sólo provisionales. Para nada resulta gratuito que la
democracia se haya inventado en esa época.24
Lefort (1990; 1991), finalmente, señala que con el surgimiento de la
democracia moderna hay una desvinculación entre las esferas del poder,
de la ley y del saber. Como el poder ya no es el centro de la sociedad, el
derecho y el saber se independizan de éste. Entonces se abre un debate
interminable sobre los fundamentos y sobre la legitimidad del poder, del
derecho y del saber. Los sectores de actividad (económicos, científicos,
artísticos, educativos, médicos, jurídicos, deportivos, etc.) se organizan
bajo sus propias normas. Quedan divididos, ya no hay un gran y único
principio que los una. Así, con esta indeterminación, se abre un espacio
a la posibilidad de innovar en todos los sentidos, de participar activa-
mente en la aventura democrática.25

23
Arendt no cree que las instituciones de la democracia representativa sean apropiadas para
la acción innovadora. Ella propone como alternativa el sistema de consejos (véase Sobre
la revolución, 1988: 271-285), cuyos ejemplos son la Comuna de París (1871), los Rätes
(1919), los Soviets (1905; 1917) y los Consejos de la Revolución húngara (1956). Rasgos
en común: la espontaneidad de su nacimiento y constitución, contra la planeación de los
políticos profesionales. La aspiración a fundar un nuevo orden. Exigencia de la acción, de la
actuación conjunta, de la praxis creativa, no sólo la ejecución de programas o lineamientos
estratégicos como en los partidos. Creación de espacios de libertad, es decir, de estructuras
estables para que los ciudadanos participen. Su interés es más político (hablar, discutir,
interactuar en torno a lo público) que socioeconómico.
24
Para una crítica fuerte de Castoriadis a la democracia procedimental, véase su artículo “La
democracia como procedimiento y como régimen” (1998b).
25
Según Lefort, “Pensar lo político requiere una ruptura con el punto de vista de la ciencia
política […]” (1991: 20). A los politólogos les critica que pretendan ser objetivos y neu-
tros, como si su observación no derivara de una experiencia de la vida social, y que no se
interroguen sobre la forma en que se configura la sociedad, es decir, sobre cómo el objeto
de estudio interpreta su mundo: lo que es legítimo y lo que no, lo verdadero y lo falso, lo

153
José Luis Berlanga Santos

Conclusiones

No hay duda de que la democracia liberal ha triunfado en las sociedades


contemporáneas. Y con justa razón: las libertades individuales, los dere-
chos humanos, los procesos electorales, son condición necesaria para la
existencia de un régimen democrático. Si se restringen estos derechos, la
democracia desfallece; el autoritarismo toca a la puerta.
Empero, hoy acudimos a una crisis de la democracia representativa.
Hay una especie de corto circuito entre los representantes y los repre-
sentados. Los ciudadanos desconfían de los partidos, de los diputados,
de los gobernantes. A su vez, los representantes se desentienden de la
ciudadanía. El resultado es predecible: la gran apatía ciudadana y los se-
rios problemas de corrupción e ineficacia de los gobiernos.
A mi juicio, la raíz de la crisis es tanto teórica como práctica. A nivel
teórico, la dimensión “realista” de la democracia, las reglas y los proce-
dimientos, ha terminado por avasallar a la otra dimensión de la demo-
cracia: la normativa, la de los principios y los valores. Se ha perdido el
equilibrio, la tensión irresoluble de la que hablé al inicio de este texto.
Tiene que surgir un arte combinatorio de ambas dimensiones. A nivel
práctico, el problema es que se han perdido las instituciones que permi-
tían la participación efectiva de los ciudadanos. Los espacios públicos
(con los rasgos que le atribuían los antiguos griegos: preocupación por el
mundo, relaciones horizontales, autenticidad de las palabras) práctica-
mente han desaparecido. La democracia se ha burocratizado: el Estado
se halla lejos de la acción ciudadana. Los ciudadanos ordinarios ven al
poder como algo casi metafísico. Y el gobierno se reduce a pura admi-
nistración (son los expertos, los tecnócratas, los que deciden los asuntos
públicos). Adicionalmente, la democracia se ha comercializado. El nexo
entre representantes y electores se ha vuelto la relación propia del ven-
dedor y el comprador (por ejemplo, a través de la mercadotecnia políti-
ca). Los medios de comunicación contribuyen también a la invasión de
la democracia por parte de la lógica mercantil. Su obsesión por el rating
los lleva a banalizar las cuestiones políticas y a privilegiar el escándalo.
El ciudadano se vuelve un espectador pasivo del “espectáculo” político.

normal y lo patológico. Este tipo de interpretaciones es lo que singulariza a cada sociedad,


lo que las diferencia unas de otras.

154
Democracia

El desafío es mayúsculo para las democracias existentes.26 Es menes-


ter una renovación de las instituciones democráticas en clave republica-
na. Vale la pena, asimismo, impulsar las asociaciones de la sociedad civil,
fuente de creatividad y energía cívica. Hace falta, por último, promover
de un modo apasionado y vigoroso una cultura política democrática,
lo que los atenienses llamaban paideia, esto es, la educación ciudadana.
En suma, urge crear espacios públicos. Los ciudadanos deberían partici-
par más en la deliberación y en la toma de decisiones públicas. El poder
debe distribuirse con equidad. Creo, al igual que Pericles, que cada uno
de nosotros tiene mucho que dar a los demás.

Lecturas recomendadas

Para una visión panorámica del tema de la democracia, son muy comple-
tos los libros de Dahl (1993), Sartori (2003) y Held (2001). Asimismo,
vale la pena revisar la sistemática recopilación de textos clave sobre la
democracia elaborada por Del Águila y Vallespín (1998). En la últi-
ma década, la literatura sobre aspectos normativos de la democracia ha
sido fructífera. Algunos ejemplos serían Young (2000), Shapiro (2003),
Diamond y Plattner (2001), Crick (2002), Tilly (2007) y Keane (2009).
Respecto de la historia de la democracia desde el punto de vista de las
ideas, véase Bobbio (1987; 1989) y Fernández Santillán (1994). En
torno al debate contemporáneo sobre la democracia, véase Bachrach
(1973), Del Águila (1995) y Nino (1997).
Acudir a los clásicos resulta imprescindible. De la antigua Grecia:
Tucídides (1998) y Aristóteles (1999). De la Roma clásica: Polibio
(1986) y Cicerón (1997). De la época moderna, del republicanismo:
Maquiavelo (1987) y Rousseau (1998); del liberalismo: Locke (1998),
Montesquieu (2000), Stuart Mill (2000), Constant (1998), Tocqueville
(1957) y Hamilton, Madison y Jay (1943); del socialismo: Marx (1998).
En el terreno de los estudios empíricos, dos temas muy recientes
concentran la atención: la calidad de la democracia y la rendición de
cuentas (accountability). En cuanto al primero, los textos de O’Donnell

26
Para profundizar en los desafíos actuales de la democracia, véase Bobbio (1996) y Vallespín
(2000).

155
José Luis Berlanga Santos

(2004) y de Diamond y Morlino (2005) examinan el concepto. En la re-


vista Metapolítica (2005) se encuentran publicados varios artículos so-
bre el tema. La medición de la democracia incluye ahora aspectos como
el Estado de derecho y el desarrollo humano. De la relación entre la
“rule of law” y los gobiernos democráticos, consúltese la compilación de
textos de Przeworski y Maravall (2003). Respecto del segundo tema
(rendición de cuentas), el libro coordinado por Schedler, Diamond y
Plattner (1999) brinda un panorama general de la cuestión. Se distin-
guen las dos vertientes del término: vertical (Estado-ciudadanía) y hori-
zontal (entre poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial), así como sus dos
dimensiones: answerability (información pública, monitoreo) y enforce-
ment (agencia que imponga sanciones).

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160
Sistemas de gobierno
Moisés Pérez Vega*

Introducción

U na añeja discusión ha ocupado la reflexión tanto de los antiguos


como de los modernos, pasando de la teoría y la filosofía políticas has-
ta la moderna ciencia política: ¿cuál es la mejor forma de gobierno? Esta
canónica interrogación ha adquirido nuevos bríos, aristas y direcciones
en la ciencia política de finales del siglo xx. Ante los procesos de ins-
tauración y reinstauración democráticas que tuvieron lugar en un buen
número de países de América Latina durante el último tercio del siglo
xx, cobró relevancia examinar cuál era la forma de gobierno más apta
para la supervivencia y estabilidad de los nuevos regímenes. Se trata de
una extensa producción académica que ocupa un espacio destacado en
la ciencia política y que llena bastantes anaqueles de las bibliotecas, sean
físicas o virtuales. Ante ello, no queda sino tratar de rastrear los princi-
pales ejes, problemas y perspectivas de análisis sobre el tema. Ése es el
propósito de las siguientes líneas. A continuación la carta de navegación
de este océano literario.
Como punto de partida se ofrece una distinción conceptual bá-
sica de los sistemas de gobierno, estableciendo, por un lado, las dife-
rencias estructurales entre presidencialismo y parlamentarismo y, por
otro, el contraste entre el modelo original presidencial estadouniden-

* Doctor en Ciencia Política por la Flacso México. Profesor de tiempo completo de la


Academia de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México
(uacm). Correo electrónico: <moyvega@hotmail.com>.

161
Moisés Pérez Vega

se y los presidencialismos que se han desarrollado en Latinoamérica.


Enseguida se propone una lectura de la evolución del debate en torno a
los diseños constitucionales de gobierno, a partir de tres cortes o “gene-
raciones” de trabajos de investigación en la materia, ordenación basada
en el surgimiento de distintas interrogantes y nuevos problemas inves-
tigativos bajo diferentes ópticas teórico-analíticas.1 Sintéticamente, el
tránsito de la discusión sería: 1) evaluación comparativa de los modelos
puros de presidencialismo y parlamentarismo (la inaugural y conocida
discusión presidencialismo frente a parlamentarismo); 2) variantes del
presidencialismo a partir del análisis de microinstituciones y preferen-
cias de los actores; y 3) refutaciones y replanteamientos sobre la paráli-
sis bajo gobiernos divididos. El apartado final presenta las conclusiones
y esboza líneas futuras de investigación.

Conceptos: sistema presidencial y parlamentario

La noción de régimen o sistema de gobierno apunta a la forma de orga-


nización y relación de las instituciones de gobierno de una sociedad. El
término “régimen de gobierno” es diferente de otros más amplios o de di-
ferente naturaleza, como los de régimen político o Estado.2 Como bien
lo señala Pasquino (1997: 670), “el análisis de las formas de gobierno se
plantea como conceptualmente distinto del análisis concerniente a las
formas de Estado (o de régimen)”. Cuando se alude a las formas o regí-
menes de gobierno desde una perspectiva contemporánea, se alude, así,
a la dinámica de las relaciones entre Poder Ejecutivo y Poder Legislativo.
La bipartición clásica distingue entre forma de gobierno parlamenta-
ria y presidencial. Por si sólo ello no nos dice nada acerca de las condi-
ciones, métodos o reglas de acceso a las posiciones de gobierno; ello se
relaciona con las características del régimen político. De manera que la
distinción de los regímenes de gobierno no presupone la existencia de un

1
Al fundamentarse en temas-problema, cabe aclarar que dicha periodización no comporta
límites temporales rígidos y claros; la finalidad del ejercicio de disección es dar cuenta de
la evolución de los debates con intenciones expositivas. El lector tendrá la mejor opinión si
ello se logró.
2
Para aclarar diferencias entre Estado, régimen político y gobierno, véase O’Donnell
(2004: 149-191).

162
Sistemas de gobierno

régimen democrático, lo cual depende de ciertas condiciones de acceso y


ejercicio del poder y no sólo de las relaciones entre ramas de gobierno.3
Hecha esta precisión, analicemos las características del régimen pre-
sidencial. Existen tres criterios definitorios que constituyen el modelo puro
de un sistema de gobierno presidencial (Sartori, 1994: 97-101):

1) La elección popular directa o casi directa del jefe de Estado (el pre-
sidente) por un tiempo determinado (condición necesaria, pero no
suficiente).
2) El Ejecutivo no es designado ni desbancado mediante el voto
parlamentario.
3) El presidente dirige el Ejecutivo.

Otra definición esboza tres criterios mínimos, pero resalta también


otros aspectos importantes para diferenciar el presidencialismo:

1) El Ejecutivo es encabezado por un presidente electo popularmente.


2) Los periodos del jefe del Ejecutivo y de la asamblea legislativa son
fijos, y no están sujetos mutuamente al voto de confianza.
3) El Ejecutivo nombra y dirige el gabinete, y está dotado constitucio-
nalmente de autoridad legislativa.4

Esta última definición enfatiza la separación de poderes que distin-


gue al régimen presidencial, es decir, aclara la diferencia sustancial del
sistema presidencial respecto de los regímenes parlamentarios y de los
mixtos:5 el origen y la supervivencia independiente de las ramas ejecuti-
va y legislativa. Para contrastar el principio de separación de poderes, es

3
Un ejemplo ilustrativo fue México, que durante décadas vivió bajo un régimen político no
democrático con una forma presidencial de gobierno.
4
Matthew Shugart (2006), “Comparative Executive-Legislative Relations”, en The Oxford
Handbook of Political Institutions. Esta concepción es una versión modificada de una anterior
que propone cuatro criterios, la cual se encuentra en M. Shugart y J.M. Carey, Presidents and
Assamblies (1992).
5
Los regímenes “mixtos” o “híbridos” poseen características de los sistemas presidencial y
parlamentario, en virtud de lo que reciben diversas denominaciones como “semipresiden-
cial”, “semiparlamentario” o “premier-presidencial”. Estos sistemas se distinguen por poseer
un “ejecutivo dual”, que implica la elección popular del presidente que comparte el Poder
Ejecutivo con un primer ministro que está sujeto a la aprobación y confianza de la asamblea

163
Moisés Pérez Vega

necesario señalar los dos rasgos definitorios del modelo puro del régimen
parlamentario:

1) La autoridad ejecutiva, conformada por el primer ministro y el gabi-


nete, surge de la asamblea legislativa.
2) El Ejecutivo está sujeto a la potencial destitución a través del voto
de no confianza de la mayoría de la asamblea legislativa. Así, en los
parlamentarismos, el gobierno emana de la asamblea y puede ser
destituido por ésta. He aquí la distinción básica: mientras que en
los sistemas presidenciales el Ejecutivo es electo de forma separada
del Legislativo y su supervivencia en el cargo no depende de la ma-
yoría de la asamblea legislativa, en los regímenes parlamentarios el
gobierno deriva su autoridad del Parlamento y puede ser destituido
por éste. Dicho más sucintamente: los sistemas presidenciales se
basan en el principio de separación de poderes; los parlamentarios
en el de fusión de poderes; y los semipresidenciales en el de com-
partición de poderes (en razón de la existencia de un Ejecutivo dual,
que se comparte entre el presidente y el primer ministro) (Hurta­
do, 1999).6

Ahora bien, hasta el momento se han mencionado los rasgos básicos


del régimen presidencial que permiten diferenciarlo de los otros sistemas
de gobierno. Sin embargo, se aprecian diferentes esquemas presidencia-
les en función de diversos criterios y ópticas. Así, se distingue entre pre-
sidencialismo de mayoría y presidencialismo pluralista, atendiendo al grado
de pluralidad y de dispersión en los ejercicios de la competencia y del
poder político (Lanzaro, 2001b: 23-24). Una clasificación más elabora-
da plantea cinco modalidades de gobierno presidencial, en la que cada
una determina un tipo de relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. La
tipología considera dos variables: negociación (número de partidos con
los que el presidente acuerda la conformación del gabinete) y mayoría

legislativa. Para una perspectiva de las diferentes variantes y formas de funcionamiento del
semipresidencialismo, véase Robert Elgie (1999), y P. Schleiter y E. Morgan-Jones (2007).
6
Adicionalmente, la dinámica de los sistemas presidenciales, parlamentarios y semipresi-
denciales se distingue por sus relaciones de control, esto es, desde la teoría de delegación
basada en modelos del agente-principal. He desarrollado esa distinción en Pérez (2007).

164
Sistemas de gobierno

legislativa (control o no de mayoría legislativa por parte del presidente).


Las cinco modalidades son gobierno de partido mayoritario, gobierno de
partido minoritario, gobierno de coalición mayoritaria, gobierno de coa-
lición minoritaria y gobierno apartidario (Chasqueti, 2001: 330).
Por otro lado, desde diferentes perspectivas analíticas se han men-
cionado las diferencias existentes entre los sistemas de gobierno lati-
noamericanos y el diseño institucional de Estados Unidos (Cox y
Morgenstern, 2002; Jones, 1995; Colomer, 2006, entre otros). En este
sentido, se hace la distinción entre el diseño original del presidencialismo
estadounidense —el modelo de pesos y contrapesos (checks and balan-
ces)— y el “presidencialismo” que se ha desarrollado en Latinoamérica.
El modelo original de pesos y contrapesos se basa en la idea de James
Madison de que la ambición debe ponerse en juego para contrarrestar
la ambición (Hamilton, Madison y Jay, 2000). Con esta concepción, la
rivalidad de intereses se produciría a raíz de la elección independiente
del Ejecutivo y del Legislativo (bicameral), que representarían diferen-
tes segmentos del electorado (además de mecanismos adicionales como
la existencia de elecciones no concurrentes de presidente, diputados y
senadores). El presupuesto era que de ese modo serían creadas dos ins-
tituciones independientes y contrapuestas, capaces de controlarse mu-
tuamente. Así, la idea del modelo de pesos y contrapesos postula que el
poder debe estar distribuido entre varios cuerpos gubernativos, de tal
forma que se evite que uno de éstos abuse de los otros. Desde esta óp-
tica, una rama de gobierno puede entrometerse legítimamente en los
asuntos de otra para equilibrar su poder, lo que implica que no hay una
estricta división de poderes (Aguilar, 2000). En cambio, casi todos los
diseños constitucionales de América Latina adoptaron la teoría pura de
la separación de poderes —el modelo de “límites funcionales”—, que
postula que el gobierno debe estar dividido en tres ramas que desempe-
ñan las funciones ejecutiva, legislativa y judicial, donde cada uno de es-
tos departamentos debe limitarse a cumplir su función y no usurpar las
de los otros. Ello generó que los poderes transgredieran sus respectivas
esferas de competencia al no establecerse garantías que lo previnieran.
En la actualidad, el modelo original de pesos y contrapesos que se
forjó en Estados Unidos presenta variaciones en América Latina, prin-
cipalmente en dos aspectos: en las reglas electorales (con el fin de evitar
el surgimiento de gobiernos divididos con representación de intereses

165
Moisés Pérez Vega

distintos en la presidencia y el Congreso) y en la distribución de pode-


res entre ramas de gobierno, otorgando al presidente fuertes poderes
para promover cambios legislativos, aun en ausencia de un apoyo le-
gislativo mayoritario (Negretto, 2003). De esta manera, la mayoría de
los sistemas presidenciales en América Latina “evolucionaron en con-
tra de los objetivos de sus fundadores originales” (Cheibud Figueiredo,
2003: 170-171). Argelina Cheibub sostiene que las condiciones básicas
para un adecuado funcionamiento de un sistema de pesos y contrape-
sos están ausentes en muchos países de la región, esencialmente por dos
razones: en primer lugar, porque durante el siglo xx los gobiernos re-
presentativos adquirieron la forma de “democracia de partidos”, lo cual
consumó el temor de Madison sobre la existencia de “divisiones estables
de conflicto político”; en segundo lugar, por la concentración de poderes
legislativos en manos del Ejecutivo; es decir, la existencia de los partidos
políticos y el fortalecimiento de la rama ejecutiva distorsionan los obje-
tivos originales del modelo madisoniano de checks and balances.
Por su parte, Llanos y Mustapic (2005: 20) sostienen, cuando anali-
zan los casos latinoamericanos, que las premisas del modelo madisonia-
no no se verifican, pues “nada garantiza que la división entre Ejecutivo
y Legislativo, a partir de elecciones independientes, dé origen a institu-
ciones que se comporten de forma independiente, dispuestas, además,
a controlarse entre sí”. En este aspecto, los vínculos partidistas entre po-
deres y las formas organizativas del proceso decisorio de las legislaturas
pueden unir lo que el diseño institucional tiende a separar. Por ello, si
se quiere examinar el funcionamiento de los regímenes políticos, resulta
esencial analizar conjuntamente diseño institucional y distribución del
poder partidario entre ramas de gobierno.

Presidencialismo frente a parlamentarismo:


la evaluación comparativa de los “modelos puros”

A raíz de los procesos de democratización de los países de América


Latina hacia fines del siglo xx, ha existido un renovado interés en el
estudio del funcionamiento de las instituciones políticas de la región.
Desde mediados de los años ochenta, el estudio comparativo de las ins-
tituciones políticas se ha centrado en definir cuáles son los mejores di-

166
Sistemas de gobierno

seños institucionales de gobierno para la estabilidad y consolidación


democráticas. Los argumentos del politólogo español Juan Linz inicia-
ron un amplio debate sobre las ventajas y desventajas del presidencia-
lismo y del parlamentarismo en el funcionamiento de los regímenes
democráticos. Su contribución principal fue reinsertar en el debate el
estudio de los regímenes de gobierno como variable independiente para
explicar la quiebra de las democracias presidenciales.7 Sin embargo, ha
corrido mucha tinta desde que Linz planteó su diagnóstico de los “peli-
gros” del presidencialismo. Paulatinamente, las investigaciones se fueron
alejando de la clásica dualidad presidencialismo/parlamentarismo para
analizar más puntualmente otros factores institucionales que afectan el
desempeño de las democracias presidenciales. Dicho en otras palabras,
los estudios se enfocaron ya no tanto a los macrorreglas (diseño consti-
tucional), sino a arreglos específicos que influían en el funcionamiento
del presidencialismo en el subcontinente (microrreglas). Repasemos al-
gunos de los principales argumentos y hallazgos de estos debates.
Juan Linz detectó un conjunto de dimensiones institucionales que
afectan negativamente al presidencialismo.8 Las críticas al gobierno pre-
sidencial se refieren principalmente a cuatro aspectos problemáticos:

a) La doble legitimidad. La elección separada del presidente y la asam-


blea mediante el voto popular conduce a que cada uno reclame la
legitimidad de su mandato, situación que genera enfrentamiento
entre poderes, especialmente en un escenario de gobierno dividido
(cuando el presidente carece de mayoría parlamentaria).
b) El periodo fijo del mandato. Esto comporta una gran rigidez del pre-
sidencialismo, pues cancela la posibilidad de resolución de conflic-
tos por mecanismos institucionales, ya que ni el Parlamento puede
destituir al presidente cuando le retira su confianza, ni el presidente
puede disolver a aquél si le es adverso.

7
El supuesto teórico es que las instituciones tienen un impacto autónomo sobre el proceso
político, supuesto que se deriva de la corriente teórica conocida genéricamente como ne-
oinstitucionalismo. Este enfoque no es un cuerpo teórico homogéneo, con un programa de
investigación consensuado; sin embargo, comparte el presupuesto de que las instituciones
son determinantes para explicar los resultados sociales y políticos.
8
Una primera versión de los argumentos de este especialista español se halla en Linz 1984; una
versión abreviada en inglés apareció en Linz (1990); véase también Linz (1996; 1994; 1997).

167
Moisés Pérez Vega

c) La lógica de “ganador único”. La naturaleza de la elección presiden-


cial genera un juego de suma cero, lo que resulta perjudicial para la
estabilidad democrática.
d) El “estilo presidencial de la política”. Los grandes poderes asociados a
la presidencia conllevan a la sobrepersonalización del poder en la fi-
gura presidencial.

En especial, la “legitimidad dual” y los periodos fijos de los mandatos


provocan que los sistemas presidenciales posean escasa flexibilidad ins-
titucional para la resolución de conflictos entre ramas de gobierno, cuya
consecuencia es el bloqueo entre el Ejecutivo y el Legislativo. La conclu-
sión a la que llega el especialista español es que el parlamentarismo es
más favorable a la estabilidad democrática que el presidencialismo.
Las reacciones a los planteamientos de Linz —algunas reforzan-
do las críticas al presidencialismo, otras refutándolas— no se hicieron
esperar. Stepan y Skach (1997) señalaban que la esencia del “presiden-
cialismo puro” —la independencia de los poderes— crea la posibilidad
de impasse entre Ejecutivo y Legislativo, para lo cual no hay mecanis-
mos constitucionales para procesarlo. Estos autores examinan la exis-
tencia de 43 democracias consolidadas en el mundo entre 1979 y 1989,
y apuntan que 34 eran parlamentarias, dos semipresidenciales y sólo
cinco presidenciales. Su conclusión es que el “parlamentarismo puro” se
asocia en mayor medida con la consolidación democrática que el “presi-
dencialismo puro”.
Por su parte, Lijphart (1997) critica del presidencialismo su ten-
dencia inherente al gobierno mayoritario. El problema radica en que el
presidencialismo conduce a la concentración del poder, no ya en un solo
partido, sino en una persona y, al hacerlo, suprime artificiosamente la
pluralidad política.
Por otro lado, varios autores identificaron debilidades de los argu-
mentos de Linz. Así, Horowitz (1996) cuestiona los razonamientos de
dicho autor, afirmando que: a) se basan en una muestra regional de-
masiado selectiva de experiencias comparativas, procedentes princi-
palmente de América Latina; b) se fundamentan en un punto de vista
mecanicista e incluso caricaturesco de la presidencia; c) suponen un sis-
tema particular para elegir al presidente, que no es necesariamente el
mejor sistema y d) al ignorar las funciones que puede desempeñar un

168
Sistemas de gobierno

presidente elegido en privado en una sociedad dividida, sus pretensiones


anulan los admirables propósitos de Linz.
Por su parte, Dieter Nohlen (1998) sostiene que la alternativa pre-
sidencialismo-parlamentarismo sugiere la existencia y oportunidad de
una receta mágica que no es tal. El problema —dice el autor— “es más
complejo, la historia más rica, la capacidad social-tecnológica más res-
tringida y mucho mayor la responsabilidad de aquéllos que propician e
instrumentan reformas en el sistema político, dado que, en definitiva,
son las sociedades latinoamericanas mismas las que disfrutarán o pade-
cerán las consecuencias de toda reforma o no reforma política”. Desde
una perspectiva institucional-histórica, Nohlen sostiene que la óptica de
Linz reduce al mínimo la variedad histórica de las instituciones políticas.
Hasta ese momento, los estudios se enfocan básicamente al análisis
del tipo de régimen como variable explicativa para describir las conse-
cuencias sobre la estabilidad democrática (variable dependiente). Dicho
en otras palabras, examinan los “modelos puros” de presidencialismo y
parlamentarismo para esclarecer la estabilidad democrática. Sin embar-
go, investigaciones posteriores plantean la necesidad de analizar más
factores.

De las macro a las microrreglas: el análisis


de la diversidad de los sistemas presidenciales

Durante los años noventa, se realizó una serie de trabajos tendientes


a evaluar los argumentos de Linz sobre el desempeño de las democra-
cias presidenciales de manera más detallada, los cuales etiquetaríamos
como estudios de “segunda generación”. El trabajo inaugural de esta
perspectiva es el de Matthew Shugart y John Carey. En primer lugar,
los especialistas relativizaron las críticas linzianas al sistema de gobier-
no presidencial. En este sentido, critican el argumento de Linz de que el
mayor porcentaje de rupturas democráticas haya tenido lugar en siste-
mas presidenciales. Al respecto, apuntan que, si se amplía el periodo de
estudio a lo largo del siglo xx, los quiebres de la democracia han afecta-
do a 21 regímenes parlamentarios, a 12 regímenes presidenciales y a 6
regímenes mixtos (Shugart y Carey, 1992). Además, los autores trans-
formaron las críticas en virtudes del sistema presidencial:

169
Moisés Pérez Vega

La rigidez de los mandatos era observada como un atributo de pre-


visibilidad del régimen de gobierno; la criticada elección presidencial
era considerada un elemento de transparencia del sistema; y la doble
legitimidad de los mandatos volvía a ser considerada, tal como lo indi-
ca la teoría del gobierno presidencial, como un instituto que favorece
la rendición de cuentas y los controles entre los gobernantes (check
and balances) (Chasqueti, 2001: 320).

En su estudio, Shugart y Carey evalúan los poderes legislativos de


los presidentes (veto, poder de decreto, poder para introducción de le-
gislación, poder para iniciar referendo) y los poderes no legislativos (for-
mación y destitución del gabinete, voto de censura y disolución de la
asamblea), concluyendo que los presidencialismos más problemáticos
son los que permiten una gran fragmentación partidaria y los que otor-
gan al presidente gran autoridad legislativa.
Otros trabajos comparten el argumento respecto del problema de
la fragmentación partidaria en esquemas presidenciales. Al respecto,
Mainwaring (1993) sostiene que el régimen presidencial no es disfun-
cional per se, sino que su funcionamiento tiene problemas cuando se
genera un sistema multipartidista (la “difícil combinación”). De acuerdo
con esto, el multipartidismo agrava los problemas del presidencialismo
en tres formas: al incrementar la probabilidad de estancamiento en la
relación Ejecutivo-Legislativo; al promover la polarización ideológica; al
dificultar la construcción de coaliciones entre partidos.
Por su parte, Mark Jones (1995) pondera el diseño de leyes elec-
torales como un factor para aumentar la efectividad de los regímenes
presidenciales. Jones examina cuatro aspectos de las leyes electorales: la
fórmula electoral para elegir presidente, el tiempo de las elecciones para
presidente y Legislativo (elecciones concurrentes o no concurrentes), la
magnitud de los distritos para la elección del Legislativo y la fórmula
electoral para asignar los asientos legislativos. Ello con la finalidad de
disponer de los mecanismos electorales que permitan al presidente con-
tar con un apoyo considerable en el Legislativo.
Con el fin de evaluar comparativamente el funcionamiento de los
sistemas presidenciales de América Latina —ampliando la perspectiva
analítica iniciada por Shugart y Carey—, Mainwaring y Shugart (1997)
sostienen que hay dos tipos de poderes que definen las relaciones entre

170
Sistemas de gobierno

el Ejecutivo y el Legislativo a partir de las facultades con que cuenta el


presidente: los poderes constitucionales y los partidarios. Ambos poderes
interactúan para determinar el grado de influencia que tienen los presi-
dentes sobre las políticas.
Los poderes constitucionales9 del presidente se refieren a los “inhe-
rentes al cargo de presidente que obligan a que sus preferencias sean
tomadas en consideración a la hora de aprobar leyes” (Mainwaring y
Shugart, 1997: 40). Los poderes partidarios del presidente se relacionan
con el tipo de sistema de partidos, y se definen por: a) el tamaño del par-
tido o coalición del partido del presidente en la legislatura y b) el grado
de disciplina partidaria.
Para evaluar de manera más realista los “poderes presidenciales parti-
darios”, Mainwaring y Shugart consideran no sólo el tamaño del partido
o coalición del presidente en la legislatura, sino la disciplina partidaria,
pues ésta influye en la confianza que los presidentes tengan en los líde-
res de los partidos para obtener el voto de su partido o, por el contrario,
lograr el apoyo individual de legisladores o por facciones. Al respecto,
los autores no llegan a una conclusión clara sobre las ventajas de con-
tar con partidos disciplinados en formatos de gobierno presidenciales,
pues aquéllas dependen de la existencia de un gobierno, ya sea dividi-
do o unificado. Es decir, se prefieren partidos disciplinados cuando hay
gobiernos unificados y partidos indisciplinados en gobiernos divididos.
La conclusión tentativa es que hay una relación inversa entre el grado
de poderes constitucionales y poderes partidarios de los presidentes. Es
decir, tienden a encontrarse presidencias muy poderosas en términos de
autoridad constitucional-legislativa en sistemas en los que el Ejecutivo
tiene bajos poderes partidarios y a la inversa. Sin embargo, el núme-
ro de casos analizados es reducido. Finalmente, Mainwaring y Shugart

9
Los tipos de poderes constitucionales son cuatro: veto, veto parcial, poder de decreto y
poder exclusivo de introducción legislativa. El poder de veto permite al presidente defender
el statu quo, reaccionando al intento de la legislatura de alterarlo. Con el veto parcial los
presidentes pueden vetar temas específicos de una iniciativa, pueden promulgar artículos o
temas de una iniciativa en los cuales estén de acuerdo, mientras pueden vetar y regresar al
Congreso para su reconsideración sólo las partes vetadas. El poder de decreto se da cuando
el Ejecutivo, al firmar un decreto, se convierte en ley estableciendo un nuevo statu quo. Por
último, el poder exclusivo de introducción legislativa se refiere al derecho de introducción
exclusiva de propuestas legislativas en determinadas áreas.

171
Moisés Pérez Vega

sostienen que el presidencialismo tiende a funcionar más efectivamente


cuando los presidentes poseen facultades legislativas limitadas y cuen-
tan con un bloque amplio de apoyo legislativo.
De este modo, el estudio de Mainwaring y Shugart mostraría la va-
riedad de los sistemas presidenciales de Latinoamérica respecto de las
facultades presidenciales en el proceso legislativo y en el formato de sis-
tema de partidos, abriendo una perspectiva para evaluar los escenarios
de interacción entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.
Posteriormente, las relaciones entre presidentes y congresos se ana-
lizan a partir de los efectos que tienen en la formulación de políticas
públicas. El punto de partida de un trabajo emblemático de este en-
foque sostiene que la distinción entre “macroinstituciones” (presiden-
cialismo-parlamentarismo) es inadecuada, ya que explicar resultados
políticos requiere concentrarse en los detalles de la estructura institu-
cional (Haggard y McCubbins, 2001: 4). Así, se examina cómo afectan
ciertos arreglos institucionales la elaboración de políticas, especialmente
la estabilidad o adaptabilidad de las políticas. Primeramente, se distin-
gue entre la separación de poderes y la de propósitos; esta última signi-
fica que múltiples actores con diferentes preferencias controlan puntos de
decisión sobre las políticas. El dilema sobre la estabilidad/adaptabilidad
de las políticas depende de los incentivos creados por las instituciones
políticas. De esta manera, se esperaría mayor estabilidad de las políticas
públicas cuando hay varios jugadores de veto y cuando los actores cuen-
tan con una gran separación de propósitos. Esto último depende de los
incentivos para cultivar el voto personal,10 así como el número y la frac-
cionalización de los partidos.
En suma, diversas investigaciones de los años noventa cuestiona-
ron, por un lado, la visión genérica y dualista de Linz y subrayaron
las virtudes del régimen presidencial respecto del parlamentario. El
diagnóstico pesimista linziano quedaba en entredicho. Por el otro, al
examinar los poderes y preferencias de los actores, la literatura reve-
ló la existencia de diferentes pautas de funcionamiento de los sistemas
presidenciales.

10
El voto personal se define como “la porción del apoyo electoral que un candidato obtiene
por sus cualidades, calificaciones, actividades y trayectoria personales” (Cain et al., 1987).

172
Sistemas de gobierno

El fantasma de la parálisis bajo gobiernos divididos:


cuestionamientos, replanteamientos y alternativas

No obstante su sofisticación en términos teóricos y metodológicos, los


estudios de “segunda generación” no rompían totalmente con la idea
originaria de la naturaleza conflictiva de los sistemas presidenciales (el
problema del “bloqueo” o la “parálisis” entre ramas de gobierno). La di-
ficultad ahora se enfocaba en “combinaciones difíciles” que impactaban
negativamente la gobernabilidad de los presidencialismos de América
Latina. De manera que el bloqueo era más probable con sistemas mul-
tipartidistas con una excesiva fragmentación parlamentaria, o cuando
existe una separación de propósitos extrema entre poderes, lo cual lo
determina fundamentalmente el sistema electoral (Cox y McCubbins,
2001). En esta visión, la alta fragmentación partidaria de la asamblea
tiende a ser problemática, ya que aumenta la probabilidad de que se ge-
nere un gobierno minoritario y que éste produzca el bloqueo entre el
Ejecutivo y el Legislativo. Para evitar esto, una vía es hacer coaliciones
de gobierno, pero —se argumenta— éstas tienden a ser frágiles en los
sistemas presidenciales. La cadena causal del argumento se resumiría
así: multipartidismo-gobierno minoritario-parálisis gubernamental. En
síntesis, hay un evidente temor a los gobiernos divididos (situaciones
en las que el partido del Ejecutivo no dispone de mayoría legislativa) y
a su supuesta fatal consecuencia: la parálisis decisoria entre Ejecutivo y
Legislativo. Sin embargo, análisis posteriores replantearon conceptual y
normativamente el fenómeno de los gobiernos divididos, demostrando
que no hay evidencia empírica que sostenga la incapacidad de los regí-
menes presidenciales para forjar coaliciones de gobierno y, mucho me-
nos, la asociación de gobierno dividido y parálisis gubernamental.
Josep Colomer plantea una definición de gobierno dividido que per-
mite comprender la estructura y funcionamiento de los sistemas consti-
tucionales de gobierno. Para Colomer (2001: 179) el gobierno dividido
puede ser “horizontal” o “vertical”. En el primer caso, ningún partido tie-
ne mayoría en la asamblea y, en el segundo, el partido del gobierno cen-
tral no controla la mayor parte de los gobiernos regionales o locales. Bajo
esta óptica, los gobiernos divididos horizontales se generarían en los ga-
binetes de coalición multipartidista (en sistemas parlamentarios) y por
la división entre el presidente y la asamblea (en sistemas presidenciales

173
Moisés Pérez Vega

y semipresidenciales); en el segundo caso, se hace referencia a la des-


centralización política en sistemas unitarios y federales. Más específica-
mente, en el caso de gobiernos divididos “horizontales”, ningún partido
tiene mayoría en la asamblea y se forma un gabinete de coalición multi-
partidista, como suele suceder en los regímenes parlamentarios basados
en la representación proporcional; o el partido del presidente no tiene
mayoría absoluta en la asamblea (50 por ciento + 1) como sucede en
regímenes presidenciales y semipresidenciales bajo elecciones prioritaria-
mente no concurrentes. En el caso de gobiernos divididos “verticales”, el
partido del gobierno central no controla la mayor parte de los gobiernos
regionales o locales.
La definición de Colomer es relevante, pues esclarece que los go-
biernos divididos no son patrimonio único de los sistemas presidencia-
les. Con la definición de gobierno dividido “horizontal”, el autor amplía
el horizonte de aplicación del concepto a todos los sistemas constitu-
cionales: presidencialismo (gobierno dividido), semipresidencialismo (co-
habitación) y parlamentarismo (gabinetes de coalición multipartidista).
Por otro lado, se concibe a los gobiernos divididos en términos de
los efectos positivos que generan para el régimen político y no tanto
como un problema (causantes de bloqueo gubernamental). Al respecto,
Colomer sostiene que el desempeño de las instituciones políticas sería
evaluado en función de su capacidad para generar la mayor satisfacción
para el mayor número de individuos (principio de utilidad social). Este
autor argumenta que los regímenes democráticos pluralistas basados en
electorados complejos, reglas de votación inclusivas y división de pode-
res tienden a producir resultados socialmente eficientes. De este modo,
las fórmulas institucionales pluralistas, como la representación propor-
cional y la división de poderes horizontal y vertical, producirían mayor
utilidad social que las fórmulas simples basadas en reglas de votación
mayoritarias que favorecen la concentración del poder en un solo ga-
nador. De esta manera, Colomer concluye que ciertos arreglos institu-
cionales incrementan la posibilidad de satisfacer las preferencias de los
ciudadanos: los regímenes parlamentarios de representación proporcio-
nal, el federalismo descentralizado y bicameral, la división horizontal de
poderes entre el presidente y la asamblea, si los incentivos para la coope-
ración interinstitucional y multipartidista son efectivos para prevenir el blo-
queo y el conflicto.

174
Sistemas de gobierno

Desde una perspectiva distinta, Arend Lijphart coincide en la


conveniencia del establecimiento de instituciones plurales de gobier-
no. Lijphart distingue dos modelos de democracia: el mayoritario y el
consensual. El autor se muestra favorable al modelo consensual y ex-
presa que

El modelo mayoritario concentra el poder político en manos de una


mayoría escasa [...] mientras el modelo consensual intenta dividir,
dispersar y limitar el poder de distintas formas. Una diferencia estre-
chamente relacionada es que el modelo mayoritario de democracia es
excluyente, competitivo y de confrontación, mientras que el modelo
consensual se caracteriza por la inclusión, el pacto y el compromiso
(Lijphart, 2000: 14).

Lijphart analiza comparativamente el desempeño macroeconó-


mico de las democracias consensuales y mayoritarias: en general, la
evidencia muestra resultados ambiguos, razón por la cual no puede
afirmarse la superioridad de los sistemas mayoritarios a la hora de
tomar decisiones y elaborar políticas. A pesar de ello, los sistemas de
consenso presentan claras ventajas en cuanto a calidad democrática,
lo que implica mejores resultados en representación e igualdad polí-
tica, mayor participación y satisfacción con la democracia, entre otros
aspectos.
En síntesis, los gobiernos divididos no son patrimonio de los siste-
mas presidenciales y, además, los esquemas consensuales de gobierno
(o de múltiples ganadores) tienen ventajas que los esquemas de gobier-
no mayoritario no poseen.
Por otro lado, contrario a la visión sostenida por algunos autores, se
ha demostrado que los regímenes presidenciales son capaces de cons-
truir coaliciones de gobierno en contextos de multipartidismo (Deheza,
1998; Amorim Neto, 2002; Cheibub, Przeworski y Saiegh, 2004). Si
bien los datos muestran que las coaliciones son más frecuentes y que un
mayor porcentaje de éstas alcanzan estatus mayoritario en el parlamen-
tarismo, se afirmaría que la construcción de coaliciones en el presidencia­
lismo es un fenómeno más habitual de lo que comúnmente se creía.
Finalmente, la relación entre gobiernos minoritarios y supervivencia
democrática, así como entre gobiernos minoritarios y “parálisis” en sis-

175
Moisés Pérez Vega

temas presidenciales no está validada por la evidencia. Así, mediante la


comparación de sistemas presidenciales, parlamentarios y mixtos entre
1946 y 1996, se concluye que bajo la ocurrencia de gobiernos minorita-
rios presidenciales no es más probable la parálisis, y que ésta no afecta la
supervivencia de las democracias (Cheibud, 2002). Asimismo, un estu-
dio reveló que Estados Unidos y países de Sudamérica con experiencias
de gobiernos divididos no habían presentado parálisis gubernamentales
como se pensaba (Morgenstern y Domingo, 1997). Respecto del efecto
del estatus del gobierno (mayoría unipartidista, coalición mayoritaria,
minoría unipartidista y coalición minoritaria) sobre la producción legis-
lativa, se rebate también la idea de la supuesta eficacia decisoria de los
gobiernos de mayoría (Cheibub, Przeworski y Saiegh, 2004: 577-579).
Si bien los gobiernos de mayoría son los que tienen mayor éxito legisla-
tivo, los gobiernos minoritarios unipartidistas manejan un desempeño
legislativo ligeramente más bajo, pero por encima de los dos restantes
formatos de gobierno.
Después de este recorrido por el debate presidencialismo frente a
parlamentarismo, se ha puesto de manifiesto que los “peligros del pre-
sidencialismo” en buena medida se exageraron y que mediante la incor-
poración del análisis de diversos factores (sobre todo institucionales)
se observa que el régimen presidencial presenta y alberga importantes
variaciones de funcionamiento. Si bien, en general, en América Latina
no ha sido catastrófico el desempeño del presidencialismo, ello no sig-
nifica que se deje de reflexionar en torno a arreglos institucionales que
mejoren el desempeño de los sistemas de gobierno de la región. De allí
que tenga vigencia la búsqueda de la mejor forma de gobernar en con-
diciones de pluralidad, lo cual implica cavilar sobre dispositivos que
incentiven la cooperación de los poderes Ejecutivo y Legislativo en con-
textos de pluripartidismo, donde es muy común la creación de gobier-
nos divididos.
Al respecto se han propuesto algunas reformas deseables para los sis-
temas presidenciales de América Latina, entre las que destacan las plan-
teadas por Colomer y Negretto (2003: 13-61). Ellos analizan dos tipos
de fórmulas institucionales: las reglas electorales y las normas que re-
gulan el proceso postelectoral de toma de decisiones. En relación con
las primeras, los autores defienden un conjunto de reglas electorales
que promoverían tanto una representación equitativa como la coope-

176
Sistemas de gobierno

ración interinstitucional: representación proporcional personalizada


para las elecciones legislativas; reglas de mayoría absoluta o de mayo-
ría relativa calificada con segunda vuelta, ya sea por los votantes o por
el Congreso para la elección presidencial; elecciones concurrentes con
términos cortos. En cuanto a las reglas de toma de decisiones, Colomer
y Negretto examinan la distribución de poderes Legislativo y Ejecutivo
entre el presidente y el Congreso. En concreto, se enfocan al análisis
de varios procedimientos legislativos (tanto a iniciativa del Legislativo
como del presidente): aprobación del presupuesto, papel del bicame-
ralismo y control cameral del gabinete. Con la finalidad de incentivar
una mayor cooperación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, los
autores proponen una regla relativamente baja de superación del veto
presidencial (mayor al 50 por ciento +1, pero menor a las dos terceras
partes de los miembros del Congreso), sobre todo en sistemas bicame-
rales; un poder de agenda moderado del Ejecutivo en forma de leyes de
urgencia sujetas a enmienda abierta; el unicameralismo en los estados
unitarios; el bicameralismo incongruente, pero asimétrico, en los esta-
dos federales; una mayor cooperación entre el presidente y el Congreso
en el proceso de formación del gabinete. Tales planteamientos difieren
de los argumentos de varios autores que consideran que los regímenes
presidenciales son viables en la medida en que los presidentes son ca-
paces de desarrollar su agenda en el Congreso, una condición que sue-
le conseguirse a través del gobierno unificado (cuando el partido del
Ejecutivo cuenta con la mayoría absoluta de escaños en la asamblea),
o a través de la concentración de poderes legislativos en el Ejecutivo.
Sin embargo, cualesquiera de estas opciones “comporta una alta con-
centración del poder en la presidencia, aunque ésta sólo cuente con un
apoyo electoral y social minoritario, así como una reducción de los in-
tereses y las opiniones representadas en el proceso decisorio” (Colomer
y Negretto, 2003: 15).
Varios regímenes presidenciales de América Latina (México inclui-
do, por supuesto) enfrentan el desafío de llevar a cabo reformas ins-
titucionales que propicien un mejor funcionamiento en términos de
representatividad y eficacia. Más que buscar suprimir la pluralidad en
aras de la eficacia, consideramos que deben privilegiarse arreglos y me-
canismos que permitan una adecuada representación política de los ciu-
dadanos y que generen colaboración entre las ramas de gobierno.

177
Moisés Pérez Vega

Conclusiones

Después de más de dos décadas de debate presidencialismo contra par-


lamentarismo, la discusión actual no propone una sustitución entre sis-
temas constitucionales de gobierno. El debate ya no gira en torno a las
macrorreglas (diseño constitucional), sino a arreglos específicos que in-
fluyen en el funcionamiento del presidencialismo en el subcontinente
(microrreglas), es decir, pequeñas reglas que articulan la maquinaria
institucional de un esquema de gobierno. Más que pensar en la transi-
ción de un régimen a otro, en Latinoamérica lo que más se necesita es
reflexionar sobre el funcionamiento de las democracias presidenciales
establecidas. Ha perdido sentido discutir si el parlamentarismo es su-
perior al presidencialismo en el sostenimiento de la democracia. Tiene
sentido, a su vez, reflexionar sobre el funcionamiento de cada uno de
éstos y sobre la necesidad o no de adoptar mecanismos institucionales
propios de cada esquema constitucional para mutuamente complemen-
tarse. Desde esta perspectiva, enunciamos algunas líneas que considera-
mos relevantes como parte de una agenda de investigación para evaluar
el desempeño de las democracias presidenciales.
En vista de los déficit que los procesos de democratización arrojan
en los países de América Latina, una línea de estudio apunta a indagar
más sobre los procesos de rendición de cuentas que se generan en los
regímenes políticos. Los procesos de rendición de cuentas y control de
tipo horizontal (entre poderes del Estado) tienden a ser muy débiles, en
especial el que se ejerce desde las legislaturas. Así, en primer término, re-
sulta necesario investigar qué tipos de mecanismos de control se ejercen
desde las legislaturas11 para controlar las políticas implementadas por la
burocracia y qué factores institucionales o partidarios intervienen en la
puesta en marcha y efectividad de tales mecanismos.
Otra línea consiste en apreciar el efecto de los sistemas electorales
sobre los incentivos y los resultados del proceso de formulación de polí-
ticas públicas. Así, se evaluaría el efecto de ciertas características de los

11
Existe una distinción de los mecanismos de control parlamentario centrándose en el proceso
de formulación de las políticas, reconociendo como controles ex ante aquéllos que se crean
antes de la implementación de las políticas, y como controles ex post los que se ejercen
durante y después de la implementación.

178
Sistemas de gobierno

sistemas electorales respecto de los resultados de las políticas en térmi-


nos de universalismo contra focalización. Al respecto, se sostiene que
entre más se centren las elecciones en candidatos y no en partidos, es
menos probable que las políticas públicas sean universales (Haggard y
McCubbins, 2001).
Sin duda, el tema de las relaciones entre los poderes Ejecutivo y
Legislativo plantea nuevas interrogantes. Específicamente habrá que
ahondar en los determinantes de la cooperación entre poderes en for-
matos de gobiernos sin mayoría. Sobre esto se ha argumentado que el
desempeño de los gobiernos minoritarios es afectado por: a) la ubi-
cación del partido del Ejecutivo en el espacio político; b) la fortaleza
de veto del Ejecutivo; c) la formación de coaliciones de gobierno (Ne-
gretto, 2004).
Finalmente, sería muy provechoso examinar el funcionamiento de
los sistemas constitucionales de los países a nivel subnacional. Ésta es
una asignatura pendiente que enriquecerá la subespecialidad de los re-
gímenes de gobierno dentro de la ciencia política y la visión del proceso
global de democratización en América Latina, incluido México.

Lecturas recomendadas

Sobre los rasgos distintivos de los sistemas de gobierno, véanse Sartori


(1994), Shugart y Carey (1992) y Shugart (2006). Un estudio com-
parativo sobre el desempeño de los sistemas de gobierno bajo la ópti-
ca de la teoría de la elección social se encuentra en Colomer (2001).
Sobre el funcionamiento de los regímenes presidenciales en América
Latina, véanse Linz y Valenzuela (1997), Mainwaring y Shugart (1997),
Nohlen y Fernández (1998), Lanzaro (2001b). Negretto (2004) pre-
senta un enfoque analítico sobre formatos minoritarios de gobierno
en América Latina. Respecto de la formación de coaliciones en siste-
mas presidenciales y parlamentarios, véase el estudio comparativo de
Cheibud, Przeworski y Saiegh (2004); en sistemas presidenciales, véan-
se Deheza (1998) y Chasqueti (2001).

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183
Partidos políticos
Víctor Hugo Martínez González*

Introducción

“Mira qué brazos tan largos tengo y por todos sitios no hay más que
vacío”. Hija de la pluma de Ingmar Bergman (1990: 67), quizá esta frase
podría firmarla cualquier partido político. Porque los partidos son hoy,
como nunca, fuertes en las democracias, pero, no obstante, se dice y re-
pite hasta la saciedad, sufren un divorcio con los ciudadanos. ¿Por qué la
paradoja? Para responder a esto, se explorará aquí la literatura partidista
internacional.
Para dotar de contenido las partes del texto retomaré cuatro hipóte-
sis esparcidas en cien años de bibliografía partidista: 1) los partidos per-
judican la democracia, razón por la que deben desaparecer (Ostrogorski
en 1902); 2) los partidos de masas son las organizaciones del futuro
(Duverger en 1951); 3) los partidos están en crisis y serán sustitui-
dos por movimientos y otras formas de organización social (Lawson
y Merkl en 1988) y 4) los partidos se han transformado y revitalizado
(Katz y Mair en 2002).
Apoyado en estas hipótesis, pero también en sus correspondien-
tes objeciones, el artículo sobrevolará debates interesantes, por ejemplo:

* Doctor en Ciencia Política por la Flacso México. Profesor-investigador de la Academia


de Ciencia Política y Administración Pública en la Universidad Autónoma de la Ciudad
de México, plantel San Lorenzo Tezonco. Una primera versión de este texto apareció en
Perfiles Latinoamericanos 33 (2009). Las traducciones de citas de libros en inglés son mías.
Agradezco las observaciones de los dictaminadores.

185
Víctor Hugo Martínez González

1) los partidos son un fin en sí mismo y no —como creyeran Ostrogorski


o Michels— un medio para la realización de ideales políticos (Weber,
1967); 2) los partidos de masas e ideológicos son una excepción ya en la
década de 1950 (Kirchheimer, 1954a; Epstein, 1967); 3) la debilidad del
partido de masas no conforma una crisis de éste, sino su fortalecimiento
mediante otro engranaje y desempeño (Webb, 2005) y 4) aunque reno-
vados y estables, los partidos crean una reprobable “democracia sin de-
mos” (Mair, 2006a: 25).
El desarrollo de los puntos previos, atravesando lo que llamo la li-
teratura clásica y posclásica de partidos (Martínez, 2010a), ofrecerá una
miscelánea de lecturas orientativas para quien, ganando la incompren-
sión de cercanos y lejanos, sigue apreciando los partidos como objetos
apasionantes de estudio. Pero es oportuno que quien atienda esta mis-
celánea lo tenga claro, debe leerse con ciertas advertencias:

1) El criterio del autor, o como Daalder (1983) lo confesara en su sín-


tesis de la literatura, “la ordenación personal de los temas”; variable
imposible de soslayar ante la ausencia de una teoría general de los
partidos (Katz y Crotty, 2006).
2) La inconmensurabilidad del universo literario, ya porque en sí mis-
ma la bibliografía es inagotable (“cerca de 11,500 textos entre 1945
y 1998”, ¡sólo en Europa occidental!: Bartolini, Caramani y Hug,
1998); ya porque una aprehensión cabal de tal océano precisaría
abordar ejes interconectados (la metodología de estudio; las fases
de la ciencia política; las etapas conceptuales e históricas de la de-
mocracia; la relación entre teoría, metodología y política real; el ré-
gimen institucional en que se hallan los partidos, etc.).
3) En estas circunstancias, este artículo es obligadamente insuficien-
te. Por su forma: la pedagogía del texto sólo es esquemática. Por
su fondo: el documento, respaldado en la diferencia analítica y fac-
tual entre partidos y sistemas de partidos (Duverger, 1957; Sartori,
1980; Janda, 1993; Wolinetz, 2006), se ocupa únicamente de la li-
teratura sobre partidos.1 Y por su objetivo: desahogar contenidos en
el marco de la discusión académica.

1
Una revisión reciente de partidos, sistemas de partidos y sistemas electorales se encuentra
en Larrosa (2007).

186
Partidos políticos

La (in)definición teórica de los partidos

En ciencias sociales, definir conceptos es un serio problema. Y el de


partido es una jaqueca. Sabiendo eso, Ware trazaría un concepto que
juzgaría incompleto: “el partido es una institución que busca influencia
en el seno de un Estado, a menudo intentando ocupar posiciones en el
gobierno, y puesto que normalmente defiende más de un único inte-
rés social intenta, hasta cierto punto, agregar intereses” (1996: 5). Que
Ware catalogue de incompleta su definición, no es extraño. En 1951,
Duverger evadiría definir a los partidos. “Una comunidad de estructu-
ra particular” (1957: 11), y ¡nada más!, fue su propuesta conceptual.
Panebianco, contagiado por ese síndrome, avalaría en 1982 la ausencia
de un concepto que, comportando frecuentemente prejuicios analíti-
cos, perjudicara la investigación. Entre las no definiciones, Hodgkin
obtendría la medalla (1961: 16): “probablemente es más conveniente
considerar a los partidos como todas las organizaciones políticas que
se consideren a sí mismas como partidos y que son generalmente así
consideradas”.
Varias razones justifican que los conceptos de partidos sean, o
bien abundantes, o siguiendo la estrategia de Duverger, Panebianco o
Hodgkin, términos vagos. Podemos esquematizar con dos explicacio-
nes: primera, los partidos no son lo mismo en todo tiempo y lugar: en
Europa y Estados Unidos, los partidos son incompatibles; el viejo parti-
do de corte leninista no se parece en nada al actual Partido de Bebedores
de Cerveza (Polonia). El concepto partido político es, pues, un concep-
to polisémico condicionado por el origen geográfico, histórico y la evo-
lución social. Michels (1962), que en 1911 definió al socialdemócrata
alemán como una oligarquía, se removería en su tumba si leyera que ese
mismo partido es ahora definido como “una anarquía levemente acopla-
da” (Lösche, 1997: 73). Segunda, la definición no unívoca de un partido
es resultado también de debates académicos sin un consenso feliz. Para
algunos, los partidos “son un cuerpo de hombres unidos para promo-
ver, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional basados en un
principio particular en el cual todos están conformes” (Burke, citado por
Sartori, 1980: 28. Las cursivas son mías). Según esto, un partido tendría
como cualidades la unidad interna, una tarea normativa y una ideología
privativa. Pero esto lo niegan otros conceptos: “los partidos son sistemas

187
Víctor Hugo Martínez González

de conflictos con subcoaliciones de activistas que abogan por diversas


estrategias” (Kitschelt, 1989: 47); “los partidos son un equipo de perso-
nas que tratan de controlar el aparato de gobierno” (Downs, 1973: 27);
“un partido político no es un grupo de hombres que intentan fomen-
tar el bienestar público ‘a base de un principio sobre el que todos se han
puesto de acuerdo’ […] un partido es un grupo cuyos miembros se pro-
ponen actuar de consuno en la lucha de la competencia por el poder po-
lítico” (Schumpeter, 1996: 359).
El debate académico tiene otro punto álgido en la definición, o no,
de un partido como una organización. Para Ostrogorski, Michels o
Duverger, un partido es, precisamente, una estructura estable. Con esa
idea, Panebianco firmaría que “los partidos son ante todo organizacio-
nes” (1990: 14). Opuesto a esa visión, Epstein sostendría una antagó-
nica: “los partidos son cualquier grupo, aunque laxamente organizado,
que busca puestos gubernamentales bajo una cierta etiqueta” (1967: 9).
Para Epstein, puede leerse en su texto, el concepto partido es aplicable
incluso a un solo individuo que busca ganar puestos públicos, adoptan-
do para ello un nombre partidario.
El debate gana otro pico en definir, o no, a los partidos según los fi-
nes que persiguen. Conceptos como “el partido es una institución que
busca enlazar al público con el poder político a través de ubicar a sus re-
presentantes en posiciones de poder” (Lawson, 1976: 3), depositan su
núcleo en las funciones que los partidos desarrollan. Para una concep-
ción amplia, éstas son la selección de élites, la formulación de políticas,
la conducción del gobierno, la educación política de los ciudadanos y la
intermediación entre individuos y Estado (Merriam, 1923: 391). Para
una concepción restringida, la única y auténtica función es “alcanzar car-
gos públicos” (Key, 1962: 315). Pero este tipo de aproximación, en la
que el concepto de partido es una variable dependiente de sus fines, no
está libre de censura. Para Duverger, Blondel (1978) o Panebianco, de-
finir así a los partidos acusa un sesgo: privilegiar la conquista de cargos
olvida que la lucha electoral es sólo un medio, entre otros, por el que el
partido procura sus objetivos.
Pomper (1992) redactó un artículo para armonizar la cuantía de
formulaciones teóricas, pero en su intento, empleando tres vías para or-
ganizar las definiciones (énfasis en élites o masas, objetivos, y estrate-
gias), terminaría contabilizando ¡ocho conceptos distintos de partido!

188
Partidos políticos

¿Acaso el problema es irresoluble? Aunque no perfecta, Lawson pro-


pondría una buena salida del laberinto: localizar y ponderar las defini-
ciones según su enfoque de análisis.
Con este criterio/brújula, ¿bajo qué enfoques analíticos clasifica-
ríamos las definiciones de partido? Lawson (1976) recomienda cinco:
histórico, estructural, de comportamiento, funcional-sistémico e ideoló-
gico. Charlot (1987) los reduce a cuatro: estructural, funcional, ideológi-
co, y sistémico. Montero y Gunther (2002) discriminan tres: inductivo,
funcionalismo y elección racional. En este trabajo consideraré cuatro es-
cuelas o tradiciones de estudio: organizativa, ideológica, funcionalista, y
rational choice.2 Contar con múltiples conceptos de partidos no es, en-
tonces, una maldición si los conceptos son evaluados dentro de la pers-
pectiva analítica que predetermina su forma.
Así las cosas, un concepto como “el partido es una estructura que
responde y se adapta a una multiplicidad de demandas por parte de sus
distintos jugadores y que trata de mantener el equilibrio conciliando
aquellas demandas” (Panebianco, 1990: 36), puede ser entendido como
un dibujo teórico elaborado desde la óptica organizativa. Afirmar, por
otra parte, que “los partidos son sobre todo organizaciones ideológicas
que se han estabilizado a lo largo de conflictos diversos sobre el dogma”
(Beyme, 1986: 35), representa un concepto para el que la ideología sería
el meollo partidista. La muy conocida definición de Sartori (1980: 92),
“los partidos son cualquier grupo político que se presenta a elecciones
y que puede colocar mediante elecciones a sus candidatos a cargos pú-
blicos”, encarna una idea propia de la escuela funcionalista. Finalmente,
conceptuar a los partidos, como hace Krehbiel (1993), como fracciones
de políticos sin ninguna estructura organizativa, será, por su énfasis en las
ambiciones individuales de quienes lo conforman, una definición sinto-
mática del enfoque de la elección racional. Si los partidos son suscepti-
bles de ser estudiados desde diversas aproximaciones, nada raro, luego,
que sus retratos conceptuales no arrojen un cuerpo homogéneo de teo-
ría sino un rico, inacabado y portentoso debate.

2
En Martínez (2010a) desarrollo las premisas y contenidos epistemológicos de estas
escuelas.

189
Víctor Hugo Martínez González

Historia literaria

Agotar el baúl literario de los partidos es imposible. Con toda par-


quedad, lo que puede hacerse es apenas: a) dividir salvajemente la
información en apartados (inicios, fase clásica, crisis —declive o re-
novación—); b) hilvanar apuntes con un ángulo selectivo y no com-
prensivo; c) esperar, si el intento sale bien, que el lector sea seducido
por la curiosidad de atender el desfile de citas bibliográficas. Con ese
afán, comienzo con tres notas introductorias: 1) Ostrogorski escribió
en 1902 el primer libro sobre la materia; 2) LaPalombara y Weiner, en
1966, realizaron la mejor síntesis de las teorías sobre el origen partidis-
ta; 3) en los años cincuenta del siglo pasado el estudio de los partidos
se consolidaría.

Los orígenes de los partidos

¿Cuándo nacieron los partidos? y ¿qué teorías explican su surgimien-


to? Para dos preguntas, dos respuestas. Vamos a la primera. Los par-
tidos son un fenómeno contemporáneo. Sus antecedentes no van más
allá de la segunda mitad del siglo xix. Para Duverger (1957: 15), los
partidos “en el sentido moderno de la palabra, no existen antes de
1850”. Para Weber (1967: 128), “los partidos son hijos de la demo-
cracia, del derecho —concedido la víspera del siglo xx— de las ma-
sas al sufragio”. Para hablar apropiadamente de partidos será preciso,
entonces, observar la irrupción de algo diferente a los clubes, logias
o grupos del siglo xviii carentes de las características inéditas de un
partido: “una organización permanente no sujeta a la muerte del fun-
dador; una estructura que conecte unidades nacionales y locales; una
determinación de ejercer el poder; una voluntad de mantener el poder
mediante el apoyo de militantes y electores” (LaPalombara y Weiner,
1966: 6).
La transición de clubes a partidos políticos —convienen también
especialistas— no será un proceso terso sino difícil y enfrentado a
distintas oposiciones. La más añeja: los partidos dividen “facciosa-
mente” a la sociedad. Contra ese handicap, los partidos, portadores de
“un comportamiento político disidente frente al sistema de normas

190
Partidos políticos

vigente” (Beyme, 1986: 17), tendrían que labrarse un lugar en la esfe-


ra política.3
Los teóricos, puestos de acuerdo en las señas sui géneris o en el ad-
venimiento de los partidos ligado al sufragio masivo, no lo estarán, sin
embargo, en la relación de éstos con la democracia. ¿Los partidos la po-
tencian o lastiman? Desde siempre —puede rastrearse en la literatu-
ra más peregrina—, esta cuestión merece opiniones ambivalentes. Para
los primeros (Ostrogorski, Michels), los partidos menoscaban la demo-
cracia; para otros, la democracia será viabilizada justamente por ellos
(Duverger). A medio camino entre el temor y la apología, otros más
dirán asépticamente que los partidos habrían sido sólo “un mecanismo
efectivo para movilizar y representar al conjunto masivo de las perso-
nas” (Crotty, 2006: 26). Desde los inicios de la literatura, el nexo parti-
dos-democracia discurre así por sendas contradictorias y sin resolución
definitiva.
¿Qué teorías explican la aparición de los partidos? La mejor res-
puesta académica a esta pregunta es la de LaPalombara y Weiner
(1966: 3-42), quienes construyen una visión de conjunto dónde ubicar
las propuestas de Weber, Duverger, Neumann (1965), Sartori, Beyme
o Lipset y Rokkan (1967). Esta película conceptual consiste en tres
teorías rotuladas como: la teoría institucional, las teorías de crisis y la teo-
ría de la modernización.
La teoría institucional, como su nombre lo anticipa, se centra en un
plano institucionalista, concretamente en el vínculo parlamentos-emer-
gencia de partidos. El origen de los partidos, se postula así, obedece al
desarrollo de los sistemas parlamentarios y a la extensión del sufragio
popular. Autores como Sartori delinean, de este modo, el arranque de
los partidos en la transformación de grupos aristocráticos que, forza-
dos por la reformas institucionales del sufragio (1832, 1867 y 1884),
debieron “buscar la adición de un partido electoral, un instrumento de
acopio de voto” (1980: 48). Para decirlo con Duverger: “el desarrollo de
los partidos parece ligado al de la democracia, es decir, a la extensión
del sufragio y de las prerrogativas parlamentarias […] el mecanismo

3
Sartori, como todo relato antológico de partidos parece inevitable que recuerde, dedica el
primer capítulo de su Partidos y sistemas de partidos (1980: 19-35) al deslinde conceptual
entre partidos y facciones.

191
Víctor Hugo Martínez González

general de esta génesis es simple: creación de grupos parlamentarios,


en primer lugar; en segundo lugar, aparición de comités electorales y, fi-
nalmente, establecimiento de una relación permanente entre estos dos
elementos” (1957: 15-21).4
Veamos las teorías de crisis. Los partidos, se afirma aquí (LaPalombara
y Weiner, 1966: 14), brotan de implosiones como guerras, depresión eco-
nómica, explosión demográfica, etc. Coyunturas así crean crisis de legiti-
midad, de participación e integración sociales, cuyo fruto, puesto en jaque
un viejo orden, es la organización de partidos para encauzar las nuevas
demandas. Esta idea alentaría la propuesta de Lipset y Rokkan (1967:
1-64) sobre la formación de los Estados nacionales. Los partidos y sus
sistemas, sugieren ellos, surgen de clivajes o fracturas históricas conecta-
das con la construcción estatal: división entre el centro y periferia (parti-
dos nacionales versus regionales); entre tendencias eclesiásticas (partidos
religiosos) y seculares (partidos no confesionales); entre ciudades y el
campo (partidos urbanos versus campesinos); entre el trabajo asalariado
y el capital, ruptura que incita a partidos obreros y empresariales.
Retomemos ahora la teoría de la modernización. Los sistemas polí-
ticos, arguyen LaPalombara y Weiner (1966: 19), atraviesan por mu-
chas reformas institucionales y crisis históricas, pero el nacimiento de
los partidos no fue siempre el resultado de ello. Los partidos, luego en-
tonces, serían más bien secuelas de un cierto proceso de modernización
en virtud del que: a) los ciudadanos modificarían sus actitudes hacia la
autoridad para influir en el poder; b) una parte de la élite gobernante
estaría dispuesta a ganarse el apoyo público y c) los cambios socioeco-
nómicos, la proliferación de clases profesionales, el incremento en los
niveles de información, la expansión de mercados o el apogeo de la tec-
nología (1966: 20), harían indispensable la fundación de los partidos
como “una manifestación y condición de la modernidad” (1966: 30).
Ninguna de estas teorías está exenta de reproches académicos que
cuestionan su potencial heurístico. Con todo, su concierto nos permite
cerrar este apartado, asentando que los partidos habrían florecido por la

4
Para completar esta versión literaria, Weber (1967: 125-129) tiene páginas también funda-
mentales, con cuya suma el lector quedará enterado del paso de los partidos aristocráticos
(de notables, de “cuadros”, o “de creación interna”) a los partidos modernos (de masas, po-
pulares, o de “creación externa”).

192
Partidos políticos

desintegración del ancien régime, ahí donde el desmantelamiento del vie-


jo y cansino orden político los convocara como canales de enlace entre el
Estado y la sociedad civil de un moderno régimen de gobierno.

¿La época gloriosa del partido de masas?

Duverger publicó en 1951 Los partidos políticos, un libro imprescin-


dible para conocer el partido de masas. Duverger, quien estudió a los
partidos con un método organizativo, los consideraría un aliento para
la democracia. El mismo dictamen lo compartirían la perspectiva ideo-
lógica (Beyme), funcionalista (Almond, Sartori) y racional (Downs,
Schlesinger). En este apartado recreo el partido de masas durante una
época clásica que, vista críticamente, produciría cierta mitología (“abs-
tracciones heroicas”, diría Kitschelt) al respecto de un supuesto pasado
glorioso que los partidos ¿habrían traicionado?
Situado entre el Estado y la sociedad civil, el partido de masas os-
tentaría rasgos internos (organización doméstica) y externos (papeles
en el ambiente social) peculiares. Internamente, contendría un gran nú-
mero de militantes, de los que obtendría casi la totalidad de su finan-
ciamiento. Por ese lazo, estos partidos tendrían una mecánica articulada
entre líderes y bases, cuyo funcionamiento dependería de una organiza-
ción extraparlamentaria (“el aparato”) creada para velar por la cohesión.
Fuertemente disciplinados, estos partidos ofrecerían a sus miembros una
prominente integración social. Catapultados, además, por conflictos de
clase, serían ideológicos y programáticos. Externamente, los partidos de
masas cumplirían una notable tarea de representación. Sus estructuras,
localmente fincadas y enlazadas, asegurarían el contacto entre masas
y líderes. Dirigida a sectores electorales predefinidos y bien limitados,
esa función favorecería la movilización de un determinado grupo social.
Dado ese papel, los partidos de masas fungirían como canales mediante
los cuales grupos sociales participan en la política formulando demandas
al Estado. En suma, los partidos de masas comportarían bases organiza-
tivas sólidas y extensas, claros vínculos identitarios con el electorado, es-
trategias políticas ideológicas, y bases electorales estables en el tiempo.
Esas características, hay que resaltarlo, armonizarían con un tejido
social muy específico: una estructura socioeconómica con clivajes pro-

193
Víctor Hugo Martínez González

clives de ser representados; una concepción de la política centrada en la


competición entre partidos que encarnaban los clivajes más profundos;
una visión de la democracia que (aún) no restringía la lucha política a
la trama electoral. Bajo condiciones así, la literatura clásica legaría cua-
lidades francamente románticas del partido de masas: su mayor interés,
antes que ganar votos, en “promover valores espirituales y morales en la
vida política” (Duverger, 1957: 29); la creación (como efecto de la pa-
sión por los partidos) de “células de a bordo que reúnen a los marinos en
un mismo navío” (Duverger, 1957: 57); el contagio, entre los partidos de
derecha, del modelo organizativo de los partidos de masas de izquierda
(Duverger, 1957: 19); o, en tinta de Neumann (1965), la conversión del
individuo, gracias los partidos, en un zoon politikon, republicano y atento
a la fortuna de su comunidad.
¿Qué tanto hay de cierto y de mito en esta bella imagen? Buceando
en la literatura, encontramos reportes que niegan la leyenda de una épo-
ca gloriosa. El primero de éstos arranca incluso en el momento que los
partidos comienzan a ser estudiados. Para Ostrogorski (1902), Michels
(1911) o Weber (1922), los partidos, lejos de cualquier idealización, ha-
brían sido desde su origen creaturas bastante parecidas a la idea que hoy
tenemos de éstos. Ostrogorski y Michels los calificarían, respectivamen-
te, como máquinas devoradoras de la democracia en las que la oligarquía
era una ley de hierro. Weber (1979: 228-229), menos normativo y dra-
mático, estimaría que “los partidos tienen como fin proporcionar poder
a sus dirigentes (y sus) programas objetivos no es raro que sólo sean me-
dio de reclutamiento para los que están fuera”.
Un segundo contraargumento, que riñe directamente con las tesis
de Duverger, emanaría de la pluma de Epstein: “Los partidos no se defi-
nen, contra lo que Duverger pensara, por su grado y fortaleza de organi-
zación (1967: 11); la teoría partidista de Duverger falla al proponer un
cierto tipo de partido como el correcto y ejemplar (1967: 351); el parti-
do socialista de masas es sólo producto de un tiempo y lugar limitados,
por lo que Duverger yerra al proclamar un ‘contagio de izquierda’ por el
que los partidos de cuadros imitarían a los de masas” (1967: 354-355).5

5
Diamant (en 1952) y Lavau (en 1953), iniciarían la denuncia de fallos teóricos y metodo-
lógicos en Duverger. Mckenzie (autor, en 1958, del libro clásico de mayor repercusión en
Inglaterra) discreparía con la distribución del poder interno: en el grupo parlamentario, y

194
Partidos políticos

Una tercera disonancia sería aportada por Kirchheimer. Pero con


ésta iniciaré el próximo apartado. Para cerrar éste, una reflexión: revisi-
tada la bibliografía clásica de los partidos, no existió nunca un sólo mo-
delo de partido ni un enfoque analítico único. Más aún, si atendemos a
los fundadores de la literatura, tampoco hubo una edad gloriosa. De la
literatura clásica se extraería la impresión de que los partidos no fueron
en lontananza demasiado diferentes a lo que hoy son. Visto en pers-
pectiva amplia, quizá el añorado partido de masas habría sido, como el
Welfare State, más un fenómeno excepcional que una constante históri-
ca. Enfocarlo así, revisando lugares comunes que alguna vez fueron feli-
ces, cuestiona la melancolía por una etapa heroica de los partidos.

La ¿crisis? de los partidos

Entre los años cincuenta y sesenta del siglo xx surgiría una hipótesis
que alumbró la noción de crisis partidista, la cual fue el paso de “los par-
tidos de masas de integración clasista o confesional a partidos de masas
catch-all”, apuesta formulada desde 1954 por Kirchheimer y (re)publica-
da en un libro de LaPalombara y Weiner (1966).6 En este apartado, el
artículo telegrafía un ciclo literario (de los sesenta a los noventa del siglo
xx) en el que, resonando el relevo de los partidos de masas por los catch-
all, se abrirían dos líneas de estudio: 1) la crisis de los partidos como un
hecho inminente y de oscuros augurios y 2) la cortaziana “crisis del con-
cepto crisis de los partidos”. Este debate, inspirado por la naturaleza del
cambio que los partidos vivirían (crisis/declive contra crisis/revitaliza-
ción), tendrá sus simientes en la asimilación académica de Kirchheimer

no en el aparato extraparlamentario, dirá Mckenzie, reside el poder partidario. Wildavsky


(1959), empero, es la fuente crítica más reputada. Duverger, tal vez aquí la quintaesencia de
sus refutaciones, habría hecho en 1951 más una predicción que una descripción del partido
de masas. Esta hipótesis, apoyada en datos, en Scarrow (2000: 90-94).
6
La usual referencia de este dualismo como el tránsito de “los partidos de masas a los par-
tidos catch-all”, suele provocar una lectura de Kirchheimer viciada de origen. Para éste, los
catch-all no han dejado de ser partidos de masas, sino partidos, que por perder su sello
clasista o confesional, no promueven más una verdadera y profunda integración social. Por
economía de lenguaje me referiré a éstos simplemente como partidos catch-all, pero el lector
debe tener presente esta nota.

195
Víctor Hugo Martínez González

como un teórico de la decadencia partidista o, por el contrario, como un


teórico de la adaptación de los partidos a los cambios sociales.7
Kirchheimer, suele resumirse, teorizó el cambio de los partidos de
masas a los catch-all parties, proceso en virtud del que los partidos alte-
ran sus estrategias, desplazan su centro de poder de los miembros a las
élites, y compiten con un pragmatismo que erosiona su ideología. Pero
aunque cierta, una síntesis como ésta es proclive a ciertos equívocos, por
ejemplo, a) ignorar la condición inconclusa y en vías de reformulación
de la hipótesis de Kirchheimer;8 b) desconocer las impugnaciones de
colegas académicos (Tarrow, Wolinetz, LaPalombara, Daalder, entre
otros) y c) simplificar lo que en el artículo de Kirchheimer es de una
complejidad mayor.9
El análisis de Kirchheimer es en verdad complejo, y el primer moti-
vo de ello es la cantidad de temas que enuncia, pero no necesariamente
desarrolla: crisis de la política, cambio social, cambio cultural, cambio
electoral, cambio partidista, crisis de partidos. Sobra decir que la esen-
cia de la hipótesis catch-all depende del hilado de todos estos asuntos.
¿El partido catch-all promueve el cambio social o lo padece; precipita o
se resigna a la crisis de la política; celebra o sufre las nuevas actitudes
culturales?
En segundo lugar, Kirchheimer despliega una redacción confusa. El
partido catch-all, por ejemplo, es referido indiscriminadamente como con-
servative catch-all party; democratic catch-all party; catch-all people party; o
catch-all mass party. Catch-all (ha sido traducido al español como “aga-
rra todo”) es un concepto que designa cambios partidistas de tipo orga-
nizativo, ideológico, funcional, electoral. Pero, ¿existe alguna secuencia

7
En Martínez (2007) sumo a estas interpretaciones otras dos lecturas politológicas de
Kirchheimer: oposición (diatriba que niega la existencia de partidos catch-all); validación
(reformulaciones que, dando por cierta la hipótesis, exploran su evolución hacia otras tipo-
logías de partido como catch-all plus).
8
Dos años antes de la publicación de su artículo en el volumen de LaPalombara y Weiner,
Kirchheimer había presentado en Italia, con el mismo título, una conferencia con dife-
rencias sustantivas respecto del famoso texto de 1966 (véase Krouwel, 2003; así como la
excelente antología de textos de Kirchheimer editada por Burin y Shell, 1969).
9
La lectura reduccionista de Kirchheimer se vería impulsada en México por un factor par-
ticular: su traducción demoraría hasta 1980, arribando en una versión inexacta y mutilada
(un título diferente, errores importantes de traducción, seis páginas menos respecto del
ensayo original).

196
Partidos políticos

en estos cambios o su aparición es simultánea? Finalmente, y el propio


Kirchheimer se encargaría de enredarlo, las causas por las que un parti-
do catch-all aparece son ambiguas y hasta contradictorias en su estudio.10
Resumir a Kirchheimer no es, pues, asunto fácil. Tan no es así que
su hipótesis con frecuencia se tergiversa. Ya mencioné el equívoco de la
falsa dualidad entre partidos de masas y catch-all. Pero hay otro más gra-
ve. ¿Los partidos catch-all promueven en primera instancia la desideolo-
gización de la política o, desafiados por una desideologización previa y
derivada de otros sitios, resienten como ninguna organización política
ese proceso? A juzgar por lo que Kirchheimer escribiera (pero en con-
tra de muchas de sus reseñas), el sentido de su ensayo estaría por lo se-
gundo: “the catch-all parties in Europe appear at a time of de-ideologization
which has substantially contribuited to their rise and spread” (1966: 187.
Las cursivas son mías).11
“Los partidos catch-all aparecen en un periodo de desideologización
que ha contribuido sustancialmente a su ascenso y expansión”, será, de
este modo, una frase que devela dos dinámicas: una desideologización
social ex ante, como origen de los catch-all parties; y una desideologiza-
ción partidista a posteriori, como adaptación a “un mundo transfigura-
do” (Kirchheimer, 1966: 199). El mundo transfigurado, causa explicativa
de los catch-all, conllevará para Kirchheimer una premisa de cambio so-
cial: si la prosperidad económica rompe los históricos clivajes de conflic-
to, mengua el magnetismo ideológico y debilita a los partidos clasistas
y confesionales, dicho cambio en la estructura social modifica el papel
y la mecánica de los partidos. “Tras la segunda guerra mundial —dirá
así Kirchheimer—, se hizo inevitable el reconocimiento de las leyes del
mercado político […] el partido de integración, producto de una épo-
ca de diferencias de clase más profundas y estructuras confesionales
más reconocibles, está sometido a la presión de convertirse en catch-all”
(1966: 184 y 190).

10
Kirchheimer (1966: 185-191), afirma, niega y vuelve a afirmar después la posible existen-
cia de leyes causales para el nacimiento de los partidos catch-all.
11
La idea errónea de que los partidos catch-all son para Kirchheimer promotores originales
de la desideologización provendría de una imprecisión en la traducción del texto. En ésta,
el verbo “appear” se tradujo como “se encuentran” (Kirchheimer, 1980: 333), lo cual, a dife-
rencia de “aparecen”, permite una lectura que da al partido catch-all un papel proactivo, en
vez de reactivo, en la desideologización.

197
Víctor Hugo Martínez González

Un partido catch-all, condensará Kirchheimer en un párrafo muy cita-


do (1966: 190-191), tendría como marcas: 1) reducción del bagaje ideo-
lógico; 2) fortalecimiento de los grupos de dirección; 3) devaluación de la
militancia; 4) reemplazo de un electorado clasista o confesional por uno
heterogéneo y 5) lazos con una variedad de grupos para asegurar mayor
apoyo electoral. Conseguir un éxito electoral inmediato, y no la lealtad
o integración social de los votantes, induciría estos cambios partidistas.12
En suma, hacia 1954(a), año en que por primera vez Kirchheimer
emplea el concepto catch-all party, este autor invertirá la tesis de Duverger
para presentar a los partidos ideológicos como una etapa transitoria
dentro de una evolución general hacia agencias electorales que confor-
marían un cartel incapaz de revolucionar el statu quo.13
Pasemos ahora a un debate ligado al parteaguas de Kirchheimer:
¿el cambio de los partidos constituye su declive o, más bien, su fortale-
cimiento? Para los seguidores de Kirchheimer como un teórico precoz
de la crisis partidista, la devaluación de la ideología y los militantes será
percibido como un declive partidista. Pero para otros, que lo conside-
ran un visionario de la capacidad adaptativa de los partidos, los cambios
partidistas significarán su mayor equipamiento para responder a los de-
safíos sociales. Si todo punto de vista es la vista desde un punto, la su-
puesta crisis de los partidos perfilará, según Appleton y Ward (1995:
114), dos escuelas: la de los declinists (teóricos del declive, descomposi-
ción o deterioro partidistas) y la de los revivalist (defensores de la adap-
tación, metamorfosis o revitalización de los partidos).
Entre los años sesenta y finales del siglo xx (debo ahorrarme el re-
lato) el mundo transitó de una época de cambios a un cambio de épo-
ca. La literatura partidista, atenta a los vuelcos sociales que los partidos
han enfrentado, prohijaría un diálogo entre dos prefijos, “post” y “de”, que
aluden a un momento de evolución o de franca crisis. En sociedades
(pos)industriales o (pos)materiales, los partidos sufren un desajuste
ante cambios que los llevan a su (de)clive o (des)composición (Inglehart,

12
Kirchheimer visualizará esta transformación partidista con un acentuado dejo nostálgico y
desencanto moral. Véanse especialmente los últimos párrafos de su ensayo de 1966 (200).
13
El concepto partido cartel ha cobrado, a partir del trabajo de Katz y Mair (1995), relevancia
en la discusión contemporánea. También desde los años cincuenta, Kirchheimer (1954b)
intuiría ese modelo partidista.

198
Partidos políticos

1977; Dalton et al., 1984; Lawson y Merkl, 1988). El cambio social for-
zaría, así, el cambio/crisis partidista. Aspectos como la fragmentación
de las identidades colectivas, la pérdida de confianza en las institucio-
nes de la democracia, el crecimiento de los sentimientos antipartidistas,
el surgimiento de movimientos sociales con mayor capacidad de repre-
sentación, la pérdida de votos, o la volatilidad electoral, serían síntomas
inequívocos de la debilidad y posible muerte de los partidos. El conjunto
de análisis del cambio partidista, para el que el influjo de una sociedad
(pos)material condicionará el (de)clive de los partidos, propondrá un
esquema analítico como el siguiente (Crewe y Denver, 1985: 16):

Gráfico 1. Xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
  Cambio en la
estructura social
Desalinea- Volatilidad Cambio/declive
miento partidista electoral   de los partidos

Cambio cultural
de valores

Fuente: Crewe y Denver (1985: 16).

Frente a un juicio como el anterior, la controversia emanará de cues-


tionar las premisas de lo que Strøm y Svåsand (1997: 4) llaman “la visión
sombría y los tratados catastrofistas de los partidos”. La réplica esgrimirá
como contraargumentos:

1) La continuidad, y no derrumbe, de los clivajes tradicionales. El nivel,


históricamente inferior y no mayor, de volatilidad electoral. El cam-
bio electoral como indicador espurio de cambio partidista: la vola-
tilidad electoral no garantiza el cambio partidista ni su ausencia lo
excluye (Mair, 1993).
2) La estabilidad de los partidos tradicionales, potenciada por la ins-
titucionalización de sus clivajes competitivos y por el magro rendi-
miento electoral de los nuevos partidos (Mair, 1997).
3) La definición de la crisis partidista como un proceso de adaptación
y fortalecimiento que, en palabras de Aldrich (1995: 160), obligaría

199
Víctor Hugo Martínez González

a sustituir el prefijo “de” (declive, decaimiento, descomposición) por


otro de significado opuesto: (re)emergencia, (re)vitalización, (re)
surgimiento de los partidos.

“Si el papel de los partidos continúa declinando, atestiguaremos


su eclipse o reemplazo por otras instituciones que vinculen más efec-
tivamente a los ciudadanos con su gobierno” (Flanagan y Dalton,
1984: 13). “Las consecuencias hipotetizadas por la literatura del de-
clive partidista son demagógicas y extremistas” (Reiter, 1989: 326).
Afirmaciones tan dispares como éstas nutren el debate por la crisis
partidista. La raíz del problema crece por una ecuación que, mientras
para unos es una sentencia cristalina, para otros es una pregunta con
tendencia a una respuesta negativa. La ecuación es ésta: Cambio social
= cambio electoral = crisis partidista. Por supuesto, aseveran los teóricos
del declive. No necesariamente, contrarrestan los teóricos de la adap-
tación de los partidos. El asunto, además de una riña metodológica en
torno a la causalidad del cambio en los partidos, recorre otra línea de
desencuentro: la de la profundidad, mayor o menor, de los cambios so-
ciales y cambios electorales que gravitarían sobre la decadencia, o re-
forzamiento, de los partidos.

Cuadro 1. El debate por la crisis de los partidos

Aserto o
pregunta sobre Cambio social Cambio electoral Cambio partidista
la relación
Declive
Radical en sus
Declinists Extremo Decadencia
consecuencias
Desfallecimiento
Considerable, mas Adaptación
Revivalists no radical en sus Limitado Transformación
efectos Fortalecimiento

Fuente: Martínez (2010a).

La discusión literaria por la crisis de los partidos, vemos así, es de


una complejidad apasionante. Dentro de ésta, varios niveles están en

200
Partidos políticos

juego: a) un debate subyacente, teórico y metodológico, sobre la concep-


tuación y operacionalización del cambio en los partidos; b) una suer-
te de (meta)debate sobre la visión teórica y práctica de la democracia
y el papel en ella de los partidos; c) una cantidad ingente de temas in-
terconectados (neocorporativismo, nuevos movimientos sociales, iden-
tificación partidista, valores culturales, organización y funciones de los
partidos, etc.) y d) para terminar de liarla, hipótesis de consumo rápido
y corta duración. Que los partidos cambiaron es algo que nadie niega;
pero si ese cambio significa una adaptación o un declive, más claro es
aún, desencadena un candente desacuerdo académico.

Debates contemporáneos

Desarrollado en los últimos treinta años del siglo xx, el debate por la
crisis partidista parece tener un veredicto incontestable: a pesar de sus
obituarios literarios, el cadáver de los partidos no apareció por ninguna
parte. La capacidad darwinista de los partidos para persistir abriría, así,
como línea de estudio, “las transformaciones contemporáneas” de estas
organizaciones. En ese renglón, la propuesta con mayor acogida es la
de un modelo organizativo emergente definido por Katz y Mair (1995,
2002) como partido cartel. Contemplado como un “nuevo” estadio en la
evolución partidista, dicho partido manifestaría una interpenetración
entre el partido y el Estado (los partidos dejan de ser agentes de la socie-
dad civil para convertirse en agencias estatales), y un patrón de colusión
interpartidista (los partidos dejan de rivalizar para más bien cooperar
entre sí). La ayuda/financiamiento estatal, ahí donde los actuales parti-
dos dependen económicamente de los recursos públicos, habría acelera-
do esta metamorfosis.14
Con los partidos cartel, agregan Katz y Mair, daría inicio un periodo
en los que los fines de la política se hacen más autorreferenciales, la polí-
tica deviene una profesión alejada del ciudadano de a pie, y los partidos,
gracias a la adopción de canales tecnológicos de comunicación (campa-
ñas personalizadas y mediáticas), serían cada vez más poderosos, pese a

14
Para ampliar el tema y su debate, véanse Koole (1996), Katz y Mair (1996), Detterbeck
(2005) y Martínez (2010b).

201
Víctor Hugo Martínez González

sufrir una hemorragia de militantes prescindibles para remitir sus men-


sajes al electorado. Eficaces, pero decrecientemente legítimos en el áni-
mo ciudadano, los partidos cartel, indican también Katz y Mair, podrían
ser causa, y no remedio, del malestar con la democracia partidista.
Recientemente, retomando esta última advertencia, Mair (2006a)
situaría a los partidos como responsables de alimentar una “democra-
cia sin demos”, esto es, sin el ingrediente de apoyo y respaldo popular
que debiera ser imprescindible. El punto, puesto en la mesa por quien
más ha escrito a favor de la no crisis partidista, resulta paradigmático de
una franja académica crucial: la necesidad, presente en las nociones so-
bre “la calidad de la democracia” (Martínez, 2009) y en alusiones a las
obligaciones sociales y no sólo gubernamentales de los partidos (Mair
dixit), de evaluar la relación partidos-democracias, ya no sólo con crite-
rios de eficacia y utilidad sociales, sino también con premisas y conteni-
dos normativos.
El partido cartel, inmerso en esa discusión, hace parte de otro debate
capital: la actualización de las teorías utilizadas para estudiar partidos.
Con un título poético, Political Parties: Old Concepts and New Challenges,
Gunther, Montero y Linz (2002) lanzarían el reto analítico de (re)pen-
sar la vigencia de conceptos y autores clásicos. Discusiones sobre la soli-
dez epistemológica del partido cartel; la fiebre tipológica que embriaga
los análisis (partidos de cuadros, de masas, catch-all, cartel, people’s party,
catch-all plus, posmoderno, ómnibus, empresarial);15 la conceptuación de
la institucionalización partidista más allá de lo que Panebianco estipu-
lara en 1982 (Randall y Svåsand, 2002; Freidenberg y Levitsky, 2007);
la construcción de una tipología de sistema de partidos que trascienda
la de Sartori de 1976 (Mair, 2006b; Wolinetz, 2004 y 2006); la renova-
ción del rational choice hacia una versión más blanda y heterodoxa; el re-
ajuste de un (neo)funcionalismo más apropiado a las funciones actuales
de los partidos (Lawson y Poguntke, 2004); la disección analítica de los
partidos en varias dimensiones (Katz y Mair 1992 y 1994; Webb et al.,
2002); la edificación de una teoría propia para las nuevas democracias
que no importe ramplonamente avances de la literatura europea (Biezen,

15
Gunther y Diamond (2001) proponen quince tipos de partido, exceso que Krouwel
(2006: 256) vincula con “lo errático del proceso teórico relacionado con la transformación
de los partidos”.

202
Partidos políticos

2003); la (des)mitificación de clásicos como Duverger o Michels; o la


(re)consideración de vacíos en las teorías del origen de los partidos; son,
entre otras, avenidas promisorias de investigación académica.16
La potencia de esta agenda evidencia la consolidación de esta área
de reflexión. Como sucede con la ciencia política, la pluralidad y no
uniformidad de teorías y métodos, es reflejo de este desarrollo. De los
partidos políticos es cada vez más lo que se investiga y conoce. Son pre-
cisamente estos avances los que alimentan novedosas y sugerentes líneas
de estudio. Ya sea porque la propia ciencia política mira a los partidos
con renovadas herramientas analíticas (la elección racional en clave ne-
oinstitucionalista); ya porque la supervivencia de los partidos ha urgido
a retomarlos como variables independientes (la tradición organizati-
va vuelta a utilizar por Panebianco, Kitschelt, Katz, Mair o la misma
Lawson); ya porque, luego de observar (en tiempos de transición demo-
crática) la existencia y asistencia de los partidos a las elecciones como
punto ideal, el análisis de la democracia enfrenta ahora el desafío de
explicar cómo los partidos políticos y la calidad democrática pueden
converger. Tras éste y otros retos en la materia, en cuya búsqueda se dis-
pararán más títulos, enfoques, trabajos, recuerdo al lector el inevitable
carácter instrumental de lo que ha leído. Un (pre)texto, apenas, para des-
pués encarar sin éste los textos aquí introducidos.

Lecturas recomendadas

Para estados de la cuestión, véase Janda (1993), Mella (1997), Montero


y Gunther (2002), y Katz y Crotty (2006). Sobre literatura clási-
ca, Duverger (1957), Neumann (1965), Kirchheimer (1966), Epstein
(1967), Sartori (1980), Panebianco (1990). Sobre literatura posclási-
ca, Kitschelt (1989), Katz y Mair (1992, 1994, 1995), Aldrich (1995),
Mair (1997), Dalton y Wattenberg (2000), Gunther, Montero y Linz
(2002), Lawson y Poguntke (2004), la revista Party Politics.

16
Algunos de estos estudios pueden consultarse en el nuevo Handbook of Party Politics (Katz
y Crotty, 2006). Para el caso concreto de la nueva tipología de sistemas de partidos, hay
que estar a la espera de la próxima aparición de un libro de Wolinetz (2010), en el que este
autor completará sus avances ya publicados.

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208
Tercera parte

Esferas y procesos
Sociedad civil
Sergio Ortiz Leroux*

Definición

La noción de sociedad civil resurgió en las últimas décadas como un


concepto paraguas que ofreció cobertura a discursos políticos y aspira-
ciones sociales de la más diversa naturaleza. Algunos firmaron el acta
de nacimiento del concepto sociedad civil, al tiempo que se apresuraron
a declarar el acta de defunción de nociones como “pueblo”, “masa” o “pro-
letariado”. Otros la identificaron como un referente simbólico enarbola-
do por los ciudadanos de Europa del Este y América Latina para luchar
contra los estados autoritarios. Algunos más asociaron este singular
concepto con la emergencia de los movimientos sociales y la creación
de esferas públicas en las sociedades europeas industriales y postindus-
triales. Otros —los menos— ligaron esta noción con la esfera no estatal
conformada por los agentes del libre mercado. Lo cierto, más allá de la
posición adoptada, es que la sociedad civil se instaló por méritos propios
como uno de los referentes clave tanto del discurso científico como de la
práctica política de las sociedades contemporáneas. De la noche a la ma-
ñana, el discurso de la sociedad civil pasó del olvido al cuidado intensivo,
de la invisibilidad al deslumbramiento. Muchos vacíos y lagunas fueron
llenados con su magia encantadora.

* Doctor en Ciencias Sociales por la Flacso México. Profesor-investigador de tiempo com-


pleto de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la Universidad
Autónoma de la Ciudad de México (uacm) y profesor de asignatura de la fcpys, unam.
Miembro del sni (candidato). Correo electrónico: <ortizleroux@hotmail.com>.

211
Sergio Ortiz Leroux

Sin embargo, el súbito consenso alrededor de la noción de sociedad


civil provocó no pocos excesos y confusiones sobre sus alcances, fronte-
ras y definiciones. De ahí la necesidad de volver a las definiciones bási-
cas, aunque éstas no sean de diccionario. Por sociedad civil, entendemos,
palabras más palabras menos, una esfera de interacción social entre el
mercado (economía) y el Estado (política), compuesta de una red de
asociaciones autónomas, movimientos sociales y formas de comunica-
ción política (Cohen y Arato, 2000: 8), que vinculan a los ciudadanos
o grupos sociales en asuntos de interés común (Taylor, 1995: 269). Las
definiciones menos exhaustivas limitan el campo de la sociedad civil a
las asociaciones autónomas de ciudadanos, mientras que las más rigu-
rosas la asocian no solamente con las asociaciones civiles, sino también
con los movimientos sociales y las formas de comunicación política.
Pero todas coinciden, más o menos, en diferenciar a la sociedad civil de
la sociedad política y en reconocer el carácter autolimitado de su acción.
A diferencia del proletariado, que condensaba un proyecto histórico
que suponía la superación del Estado y del mercado, la sociedad civil ya
no se plantea la abolición del mercado o la extinción del Estado sino, en
todo caso, se propone influir en la sociedad política y en la sociedad eco-
nómica, o defender las instituciones y movimientos del “mundo de vida”
(Habermas) del proceso de colonización de los subsistemas económico y
político. De hecho, se usa regularmente el término sociedad civil para dis-
tinguirlo del de sociedad política. De ahí que muchas asociaciones ciuda-
danas se autodenominen organizaciones no gubernamentales, con el fin
de resaltar su carácter no estatal. Menos clara es la relación existente en-
tre la sociedad civil y el mercado. Mientras el modelo liberal de la socie-
dad civil incluye dentro de esta esfera a los organismos privados —como
la familia— y a organizaciones de tipo económico —sindicatos, cáma-
ras patronales—, el modelo republicano pone acento no solamente en la
independencia de la sociedad civil respecto del ámbito del Estado, sino
también en relación con la esfera del mercado. El liberalismo resalta la di-
mensión privada-individual de la sociedad civil, mientras el republicanis-
mo destaca la dimensión pública-colectiva de la misma. Así, lo privado de
la sociedad civil alude a la utilidad o interés individual y lo público de la
sociedad civil atañe a lo que es de interés o utilidad común.
En suma, el discurso contemporáneo de la sociedad civil aparece li-
gado al proceso de consolidación de una esfera social plural y autónoma,

212
Sociedad civil

compuesta de asociaciones civiles y movimientos sociales, que cumple el


papel de intermediación con las esferas del Estado y del libre mercado.
De aquí que la noción de sociedad civil adquiera consistencia tanto en la
teoría como en la práctica políticas, en el marco de un modelo tripartito
de sociedad compuesto por tres esferas sociales estructural y funcional-
mente diferenciadas: el Estado, el mercado y la sociedad civil.

Historia

En el pensamiento clásico de la Antigüedad, el término sociedad civil


tenía una acepción distinta a la que conocemos hoy. La sociedad civil no
era un espacio intermedio entre el mercado y el Estado. Por el contrario,
Estado y sociedad civil fueron asumidos como expresiones sinónimas:

“A la comunidad política se le denominaba Politiké koinonia. Este


término sería traducido más adelante al latín como societas civilis. Es
la polis entendida como el lugar en el que los seres humanos se re-
únen en cuanto animales políticos, zoon politikon. Así fue definida la
Politiké koinonia, en cuanto comunidad ético-política de ciudadanos
libres e iguales bajo un sistema de gobierno legalmente constituido”
(Fernández Santillán, 2003: 31).

Societas civilis, entonces, es la traducción latina medieval de la koino-


nia politiké griega. Sin embargo, la expresión societas civilis muestra una
peculiar ambigüedad etimológica. En efecto, el adjetivo puede ser usado
tanto como derivado de civitas (de ahí que la societas civilis sería, como ya
dijimos, el equivalente latino de la koinonia politiké griega), como a partir
de su relación con civilitas, es decir, con el estado en el que los hombres
dejan de ser primitivos, bárbaros, salvajes, etc. La expresión mantiene
esta misma ambigüedad durante la Edad Media. De suerte que la no-
ción sociedad civil puede ser representada como sinónimo de Estado o
como opuesta a la sociedad natural o primitiva.1

1
“En su acepción originaria, desarrollada en el ámbito de la doctrina política tradicional
[…], ‘sociedad civil’ (societas civiles) se contrapone a ‘sociedad natural’ (societas naturalis), y

213
Sergio Ortiz Leroux

Sin embargo, desde los inicios de la modernidad va surgiendo una


dualización del espacio público (lo social y lo político),2 y con ello se abre
paso también el concepto de sociedad civil en su acepción moderna de
esfera no política, diferenciada del Estado. Dos autores resultan funda-
mentales en esta dualización: John Locke y Charles de Montesquieu. En
la teoría de los dos contratos de Locke, el pacto unionis y el pacto subje-
tionis, se vislumbra ya la diferencia moderna entre un orden social pre-
estatal y el gobierno: “En el primer pacto, se condensa el acuerdo de los
ciudadanos sobre la necesidad de crear un orden institucional que per-
mita coordinar sus acciones. En el segundo pacto, esos mismos ciuda-
danos constituyen al Estado como un medio para garantizar la vigencia
del orden institucional” (Serrano Gómez, 1999: 60). Como se obser-
va, la dualidad del contrato lockeano hace manifiesta la diferencia entre
Estado y sociedad. La sociedad existe antes que el gobierno y no el go-
bierno antes que la sociedad. Esta última proviene, más bien, de un pri-
mer contrato que saca a los individuos aislados del Estado de naturaleza
y este cuerpo de reciente formación instaura el gobierno, el cual se defi-
niría como soberano pero, de hecho, se encuentra en una relación fidu-
ciaria con la sociedad: si abusa de su confianza, la sociedad recupera su
libertad de acción. Sin embargo, el filósofo inglés usa el término socie-
dad civil en su sentido tradicional, como sinónimo de sociedad política,
pero prepara el terreno para la aparición del nuevo y opuesto significado
del siglo siguiente.
Sobre estas bases, Montesquieu será el primer autor que elaborará
de forma explícita la distinción moderna entre las categorías de Estado y
sociedad civil, cuando alude a la diferencia entre ley civil (loi civile) y ley
política (loi politique). En el Espíritu de las leyes (1750, libro 26), el filóso-
fo francés advierte que no hay que regular por los principios del derecho
político las cosas que dependen del derecho civil:

es sinónimo de ‘sociedad política’ (en correspondencia con la derivación, respectivamente,


de civitas y de polis) y, por lo tanto, de Estado” (Bobbio, 1991a: 1519).
2
El pensamiento político de la Antigüedad se opone firmemente a las distinciones moder-
nas entre Estado, mercado y sociedad civil. Su modelo no se compone de tres, sino de dos
partes: privado-familiar (oikos) y público-político (polis). La vida en la polis incluye todo
tipo de relaciones sociales, de suerte que lo “político” coincide con lo “social”. Lo civil, público
y ciudadano es al mismo tiempo social y sociable (Bobbio, 1991b: 1222).

214
Sociedad civil

“Del mismo modo que los hombres han renunciado a su independen-


cia natural para vivir bajo leyes políticas, han renunciado también a la
comunidad natural de los bienes para vivir sujetos a leyes civiles. Las
primeras les aseguran la libertad, y las segundas la propiedad. No hay
que decidir por las leyes de la libertad […] lo que no debe ser decidido
más que por las leyes concernientes a la propiedad” (Montesquieu,
1993: 341).

Para Montesquieu, las leyes positivas pueden ser de tres tipos: las
que regulan las relaciones entre naciones (derecho de gentes); las que
se dan dentro de una nación entre gobernantes y gobernados (derecho
político o público) y las que se dan entre ciudadanos (derecho civil). Al
distinguir Montesquieu el ámbito de lo civil (derechos entre ciudada-
nos) del ámbito de lo político (derechos del ciudadano), la sociedad civil
(el espacio entre los ciudadanos) adquiere la autonomía necesaria para,
en adelante, desempeñar un papel de mediación entre la esfera econó-
mica mercantil y la política estatal. Gracias a ese margen, la sociedad ci-
vil moderna se instituye como un ámbito social diferenciado del Estado
y del mercado.
Desde una mirada diferente, pero no opuesta, destaca la visión de
la sociedad civil centrada, no precisamente en las instituciones políti-
cas, sino en su actividad económica y cultural. Esta lectura toma cuer-
po en la noción de civil society desarrollada por los ilustrados escoceses:
Ferguson, Smith y Hume. En la obra de Adam Ferguson, autor del ya
clásico Un ensayo sobre la historia de la sociedad civil (1767), podemos
identificar cuatro grandes sentidos de la sociedad civil que se encuen-
tran en la frontera entre la Antigüedad y la modernidad: a) la sociedad
civil civilizada (sociedad civilizada), que se refiere al último estadio, hasta
entonces conocido, de evolución de la historia de la humanidad, contra-
puesta a las sociedades bárbaras —cazadoras y pastoriles— y a las so-
ciedades agrícolas; b) la sociedad civil comercial (sociedad comercial), que
si bien alude al mismo fenómeno histórico que la sociedad civil civiliza-
da, se distingue porque se acompaña de una serie de elementos típica-
mente modernos de naturaleza económica: comercio, crédito y división
del trabajo; c) la sociedad civil de mercado (sociedad de mercado), en la
cual la dimensión “civil” de la sociedad se ciñe exclusivamente a la esfera
del mercado, que se define como el espacio en el cual convergen y se re-

215
Sergio Ortiz Leroux

lacionan entre sí los individuos, entendidos éstos como agentes privados


que buscan la satisfacción de su propio interés particular y d) la sociedad
civil virtuosa (sociedad virtuosa), que se diferencia de la sociedad comer-
cial porque no subordina a la norma económica las demás dimensiones
de la vida social, sino que reconoce los planos ético y político del indivi-
duo (Wences Simon, 2006: 23-24).
Un nuevo giro en la tuerca de la historia del concepto de socie-
dad civil se da con G.W.F. Hegel, quien desarrolla en los Principios de
la filosofía del derecho (1820) una concepción de la sociedad civil que
se encuentra a mitad de camino entre lo privado y lo público, entre la
economía y la política. El filósofo alemán visualizó a la sociedad civil
como un ámbito intermedio entre la comunidad familiar (lo privado) y
el Estado (lo público) propio de las sociedades modernas: “La sociedad
civil es la diferencia que se coloca entre la familia y el Estado, aunque el
perfeccionamiento de ella se sigue más tarde que el del Estado, ya que la
diferencia presupone al Estado al cual ella, para subsistir, tiene que tener
ante sí como autónomo. La creación de la sociedad civil pertenece, por
lo demás, al mundo moderno” (citado por Serrano Gómez, 1999: 65).
Con ello, el filósofo alemán rechaza cualquier simplificación en el diag-
nóstico de este ámbito social y admite la legitimidad de un espacio de
intereses y necesidades privados y de derechos subjetivos, que trasciende
la comunidad familiar y el sistema político (Peña, 2003: 2000). En este
lugar de cruce, Hegel distingue tres momentos de la sociedad civil: a) el
“sistema de las necesidades” (mercado); b) la administración de justicia
y c) y la policía (en el sentido tradicional de reglamentación pública) y
la corporación.
Por su parte, Karl Marx simplifica el concepto hegeliano de socie-
dad civil al dejar únicamente la parte del sistema de necesidades, es de-
cir, la parte que se refiere a la economía y el trabajo. Para el filósofo
alemán, la sociedad civil, como instancia diferenciada de lo estatal es
el resultado de la emancipación de la clase burguesa del dominio del
Estado absolutista. La sociedad civil es vista como el ámbito donde la
burguesía pudo consolidar y expandir su poder económico, hasta lle-
gar a convertir al Estado en un mero instrumento de sus intereses. Con
esto, el significado de sociedad civil pierde su dimensión jurídico-polí-
tica y se asocia estrictamente al de sociedad burguesa. Esta asociación
la desarrolla Marx en La cuestión judía (1843), especialmente cuando

216
Sociedad civil

describe el proceso mediante el cual la sociedad civil se emancipa del


Estado y se escinde en individuos independientes que se proclaman li-
bres e iguales ante el Estado.3
Sin embargo, la reducción de la sociedad civil al nivel económico no
permanecerá por mucho tiempo. En efecto, Antonio Gramsci, político e
intelectual marxista, elabora una noción más rica y compleja del término
sociedad civil, con el fin de conceptualizar la complejidad de la vida pú-
blica. En sus escritos políticos, la sociedad civil es ya un elemento de la
supraestructura, constituido por el conjunto de “aparatos hegemónicos”,
cuya función es la formación de un consenso. Mientras la diferenciación
entre base material y supraestructura corresponde a la diferenciación en-
tre economía y política, la dualidad sociedad civil y Estado denota la dis-
tinción entre el aspecto del consenso (la lucha ideológica) y el aspecto de
la fuerza, respectivamente, del sistema político:

Hay que distinguir entre la sociedad civil, tal como la entiende Hegel
y en el sentido en que la expresión se utiliza a menudo en estas notas
(o sea, en el sentido de hegemonía político y cultural de un grupo
social sobre la entera sociedad, como contenido ético del Estado) y
el sentido que dan a la expresión los católicos, para los cuales la so-
ciedad civil es, en cambio, la sociedad política o el Estado, frente a la
sociedad familiar y a la Iglesia (Gramsci, 1977: 290-291).

Como se observa, la teoría de Gramsci sobre la sociedad civil intro-


duce una profunda innovación respecto de toda la tradición marxista,
ya que en su obra la sociedad civil no pertenece al momento de la es-
tructura económica, sino a uno de los dos niveles de la superestructura
política: la hegemonía cultural (sociedad civil), diferente de la coacción
(sociedad política). En adelante, la noción de sociedad civil ya no será
representada en la teoría política y social moderna y contemporánea, a
partir de un modelo dicotómico Estado-sociedad civil, sino a partir de

3
“Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadera madurez, el hombre lleva una
doble vida no sólo en sus pensamientos, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida:
una vida celeste y una vida terrena, la vida en la comunidad política, en la que vale como ser
comunitario, y la vida en la sociedad burguesa, en la que actúa como hombre privado” (Marx,
1993: 34-35). Las cursivas son mías.

217
Sergio Ortiz Leroux

un modelo tripartito de sociedad, compuesto por las esferas del Estado,


el mercado y la sociedad civil.
Desde un lugar distinto, el sociólogo estadounidense Talcott Parsons
elabora también un modelo tripartito de sociedad en el que aparece la so-
ciedad civil como una esfera social irreductible a la política del Estado y
a la economía del mercado. Si bien es cierto que el padre del funcionalis-
mo no utiliza explícitamente la noción de sociedad civil a lo largo de su
obra, no menos cierto es que se pueden rastrear los principales elementos
y dimensiones constitutivas de este peculiar concepto político bajo la mo-
dalidad de la llamada comunidad societaria, categoría que, en clave parso-
niana, se diferencia tanto de la economía y la organización política de la
sociedad como de la esfera cultural o sistema fiduciario. La comunidad
societaria en Parsons no es una figura nostálgica que pretenda regresar a
la armonía y pureza de las comunidades tradicionales, ni es tampoco una
forma de asociación basada en adscripciones primigenias (sangre, raza,
etnia, nación, etc.), sino en todo caso se trata de la esfera de intermedia-
ción social entre el ámbito del Estado y la esfera del mercado que cumple
la función de integración de una sociedad moderna, compleja y estructu-
ralmente diferenciada. Es precisamente en el horizonte de la modernidad
donde emergen sus características principales.
En términos generales, la sociedad civil parsoniana puede definir-
se como una estructura social compleja compuesta de leyes y asocia-
ciones. De ahí que esta esfera social pueda representarse en términos
de dos dimensiones distintas: “normatividad” y “colectividad” (Parsons,
1974: 22-40). La primera dimensión, la normativa, abarca el aspecto de
la sociedad civil compuesto por un sistema de orden legítimo producido
por la institucionalización de valores culturales aceptados socialmente;
y la dimensión colectiva comprende el aspecto de la sociedad civil vista
como una entidad única, vinculada y organizada. La dimensión norma-
tiva comprende la racionalización del derecho y la formalización de los
componentes cívico, político y social de la ciudadanía, los cuales estabili-
zan el proceso de diferenciación moderno entre la comunidad societaria
y el Estado; mientras que la dimensión colectiva descansa en la figura de
las asociaciones, consideradas como cuerpos de ciudadanos que tienen
una identidad común a partir de que mantienen relaciones primordial-
mente de consenso con su orden normativo. Su estructura esencial está
vinculada a la solidaridad mutua entre sus miembros integrantes.

218
Sociedad civil

Debates contemporáneos

La recuperación contemporánea de la noción de sociedad civil abreva,


en buena medida, en las nociones elaboradas por Gramsci y Parsons.
Con éstas, la sociedad civil resurge como un referente insustituible en la
lucha por conquistar y consolidar regímenes democráticos. En efecto,
el renacimiento contemporáneo de la idea de la sociedad civil está es-
trechamente ligado al debate sobre tres procesos históricos que, a ma-
nera de fuente de inspiración, contribuyeron en la recuperación de este
concepto: a) la crisis y caída de los regímenes socialistas autoritarios y
totalitarios de la Unión Soviética y Europa del Este en los años ochenta
y noventa; b) las llamadas “transiciones a la democracia” en la Europa
continental y en América Latina en los años setenta y ochenta, y c) la cri-
sis del Estado benefactor y el futuro de la democracia en las sociedades
postindustriales de Centroeuropa. Veamos cada uno de estos procesos.

La crisis y caída del socialismo autoritario y totalitario

Esta fuente de inspiración tiene sus raíces en la noción de sociedad civil


desarrollada por Gramsci, en quien encontró una justificación teórica
de un modelo tripartito de sociedad que diferenciara Estado, mercado
y sociedad. Para los críticos neo y posmarxistas del socialismo autori-
tario y totalitario —en Alemania, la “tercera generación” de la Escuela
de Francfort: Rodel, Frankenberg y Dubiel; en Francia, la llamada
“segunda izquierda” de los años setenta: Lefort, Castoriadis, Gortz y
Rosanvallon; y en Europa del Este: Kolakowski, Michnik y Wajda—, el
problema teórico fue cómo fundamentar la autonomía de lo social res-
pecto de la política y la economía. Los principios normativos comunes
de su estrategia fueron los de autoorganización de la sociedad, la secula-
rización radical de las razones de justificación de la política, la recons-
trucción de los lazos sociales fuera del Estado autoritario y el llamado a
construir una esfera pública independiente de los espacios controlados
(Olvera, 1999: 28-29).
Dentro de esta fuente de inspiración, destacan las contribuciones
de Ulrich Rodel, Gunter Frankenberg y Helmut Dubiel, quienes ela-
boraron una teoría crítica de la política que dio cobertura a los nuevos

219
Sergio Ortiz Leroux

movimientos sociales, iniciativas ciudadanas y, en general, a todas las co-


rrientes favorecedoras de la desestatización de la política. De ahí que el
desarrollo de una sociedad civil diferenciada y autónomamente organi-
zada constituya el inicio de otra forma de concebir el Estado y, por su-
puesto, lo político, que de ser algo específico del poder ejercido por el
Estado, pasaría a ser todo aquel espacio susceptible de ser politizado.
La noción de sociedad civil la concibe la tercera generación de francfur-
tianos como un ámbito social, un “espíritu público” independiente, que
aparece como el primer factor para el proceso de transformación demo-
crática iniciado por las sociedades con regímenes totalitarios y autorita-
rios en la URSS y Europa del Este (Maestre, 1997: 7-8).
En sintonía con los filósofos alemanes, Claude Lefort recupera y re-
formula la idea de sociedad civil en el marco de su teoría sobre el llama-
do “dispositivo simbólico de la democracia”. Para Lefort, la democracia
es una forma de sociedad política, opuesta a la sociedad totalitaria, que
se caracteriza por la desintrincación entre el polo del poder, el polo de
la ley y el polo del saber, y por la aceptación de la división y el conflicto
sociales. Cuando Lefort hace referencia al polo de la ley, destaca el papel
que han desempeñado los derechos del hombre en el proceso de cons-
titución de la sociedad democrática. Para el filósofo francés, la sociedad
democrática se instituye a partir del reconocimiento del derecho a tener
derechos. Su eficacia simbólica radica, precisamente, en que los derechos
del hombre aparecen estrechamente ligados a la conciencia de éstos.
El dispositivo simbólico de los derechos del hombre ha generado,
según Lefort, cambios singulares en la estrategia y en el discurso de las
luchas inspiradas en la noción de los derechos. En primer lugar, estas
luchas no aspiran a una solución global de los conflictos sociales me-
diante la conquista o la destrucción del poder político. Su objetivo es
menos ambicioso, pero más efectivo: la instauración de un poder social
que ponga en tela de juicio la legitimidad del Estado. En segundo lugar,
las luchas inspiradas en la noción de los derechos ya no asumen su iden-
tidad bajo una figura homogénea —sea ésta el pueblo, el proletariado
o el partido— ni tienden a fusionarse en un solo contingente, sino que
reconocen la heterogeneidad de sus reivindicaciones y la legitimidad de
cada una de éstas. En tercer lugar, estas luchas adquieren su identidad
bajo el cobijo de la figura de la sociedad civil, ese referente simbólico que
ofrece sentido de pertenencia a todos los grupos o movimientos ciuda-

220
Sociedad civil

danos que circunscriben su acción fuera del Estado. En suma, autono-


mía del derecho frente al poder, de la sociedad civil frente al poder y del
saber frente al poder. He ahí los nuevos signos políticos de la sociedad
democrática.4
En Europa del Este, por su parte, la oposición polaca al régimen de
tipo soviético fue la que más claramente mostró la idea de la autoorgani-
zación de la sociedad frente al Estado autoritario. Adam Michnik deno-
minó a esta estrategia“el nuevo evolucionismo”. Con este nombre resaltaba
el carácter no revolucionario de la política de la oposición. Después de las
fracasadas experiencias revolucionarias “desde abajo” (Hungría en 1956)
y reformista “desde arriba” (Checoslovaquia en 1968), Michnik acep-
tó que no era posible desmantelar el Estado autoritario por estas vías.
Por lo tanto, debía dejarse el control del Estado en manos del Partido
Comunista y transformar a la sociedad “desde abajo”. La nueva relación
entre el Estado y la sociedad se sostenía, según el teórico de Solidaridad,
en los siguientes supuestos: “a) el carácter autolimitado del proyecto de
transformación, puesto que no se pretende modificar un régimen político
que está apoyado por una fuerza militar imperial; b) el principio norma-
tivo fundamental es la autonomización de la sociedad respecto del siste-
ma político, dado que éste no puede ser destruido pacíficamente, a no ser
mediante una vasta transformación de la sociedad” (Olvera, 1999: 31).

Las transiciones a la democracia


en la Europa continental y América Latina

A la par de la recuperación de la noción de sociedad civil por los críticos


neomarxistas, se dio el resurgimiento de este concepto en los analistas de
las transiciones a la democracia. Dentro de este horizonte político e inte-
lectual, resaltan las contribuciones de Guillermo O’Donnell y Philippe
Schmitter, quienes señalaron que la “resurrección de la sociedad civil”

4
En palabras de Lefort (1991: 46): “La originalidad política de la democracia, que me parece
desconocida, es señalada en ese doble fenómeno: un poder consagrado a permanecer en
busca de su propio fundamento, porque la ley y el poder ya no están incorporados en la
persona de quien o quienes la ejercen, una sociedad que acoge el conflicto de las opiniones y
el debate sobre los derechos, pues se han disuelto las referencias de la certeza que permitían
a los hombres situarse en forma determinada los unos respecto de los otros”.

221
Sergio Ortiz Leroux

constituye uno de los prerrequisitos más importantes de la transición


hacia regímenes democráticos. Por sociedad civil, los transitólogos entien-
den un conjunto de asociaciones voluntarias, movimientos populares y
grupos profesionales que participan en asuntos de interés público. Su
“activación” resulta fundamental para erosionar la legitimidad del régi-
men autoritario y darle visibilidad a las demandas y actores emergentes
que serán portadores del cambio político. Esta activación culmina en
movilizaciones masivas que normalmente anticipan la caída de la dicta-
dura o el régimen autoritario.
Sin embargo, una vez que la movilización de la sociedad civil obli-
ga a las élites políticas a iniciar un proceso de negociación, es necesario
ponerle un límite a la movilización de la sociedad, pues de otra manera
la culminación de las negociaciones no sería posible, ya que los actores
autoritarios podrían sentirse amenazados por la oleada movilizatoria.
Por ello, el pacto final se torna en un asunto exclusivo de las élites polí-
ticas (Olvera, 1999: 35-36). De esto se desprende que en las teorías de
la transición democrática la sociedad civil tiene un carácter efímero y, en
cierta medida, instrumental, pues no se asume ésta como un activo fun-
damental del nuevo orden democrático, sino más bien como un catali-
zador del cambio político destinado a bajar su perfil o desaparecer con
la emergencia del nuevo régimen. En todo caso, son los partidos políti-
cos y el gobierno los actores centrales de la transición, y la sociedad civil
es más bien una pieza secundaria que sería utilizada por las élites como
mecanismo de presión o chantaje.

La crisis del Estado benefactor y el futuro de la democracia

El concepto de sociedad civil no solamente fue recuperado por los acto-


res sociales en su lucha contra las dictaduras y los totalitarismos de iz-
quierda y de derecha, sino también fue un referente fundamental en la
demanda de ampliación de la vida democrática en las sociedades indus-
triales y postindustriales del centro de Europa. El debate sobre la crisis
del Estado benefactor en los años setenta, que enfrentó a los defensores
neoconservadores del libre mercado con los defensores del Estado social,
puso en el centro el problema de la relación entre el Estado y la sociedad,
y entre el capitalismo y la democracia en los países centroeuropeos.

222
Sociedad civil

Para los defensores del Estado benefactor, la sociedad civil tuvo


un papel central en el proceso de democratización de las democra-
cias avanzadas del centro de Europa. Por el contrario, los críticos del
Estado benefactor afirmaron que las crecientes demandas de la socie-
dad civil provocaron una situación general de “ingobernabilidad”. Los
defensores de dicho Estado presentaron argumentos económicos y
políticos.5 En contraste, los defensores del laissez-faire criticaron los
supuestos éxitos económicos, políticos y culturales del modelo del
Estado benefactor.6
A la par de este debate, emerge también la crítica de los nuevos mo-
vimientos sociales como actores clave de la sociedad civil contemporá-
nea. En los años setenta y ochenta, Alain Touraine y Alberto Melucci
insistieron en que la aparición de los nuevos movimientos sociales pue-
de adjudicarse a una serie de cambios estructurales del sistema capitalis-
ta, de los cuales el principal es que los países centrales se han convertido
en sociedades posindustriales en las que la información es el nuevo eje
del poder y la acumulación. Los nuevos movimientos sociales expresan
retos simbólicos al nuevo orden capitalista, en la medida en que cuestio-
nan su lógica profunda.

5
Según la doctrina económica keynesiana, las políticas del Estado benefactor sirven para
estimular las fuerzas del crecimiento económico y prevenir recesiones pronunciadas, alen-
tando la inversión y estabilizando la demanda. En términos políticos, el Estado benefactor
también aumentaría la estabilidad y productividad: por una parte, el derecho legal a los
servicios estatales ayuda a los que sienten los efectos negativos del mercado a la vez que
elimina problemas explosivos del conflicto industrial; y por la otra, el reconocimiento del
papel formal de los sindicatos de trabajadores en la negociación colectiva y en la formación
de la política pública “equilibra” la relación de poder asimétrica entre la mano de obra y el
capital y modera el conflicto de clases (Cohen y Arato, 2000: 30-32).
6
Desde el punto de vista económico, son tres las acusaciones que se presentan contra las
políticas del Estado benefactor: conducen a un desincentivo para invertir (impuestos), para
trabajar (seguro social y de desempleo) y constituyen una grave amenaza para la viabilidad
de la clase media independiente (altas tasas de impuestos e inflación). En el aspecto polí-
tico, se argumenta que los propios mecanismos introducidos por los estados benefactores
para resolver sus conflictos y crear mayor igualdad de oportunidades (derechos legales y un
sector estatal ampliado) han conducido a nuevos conflictos y han violado los derechos de
algunos para favorecer a otros. Y en el aspecto cultural, se subraya el debilitamiento de la
ética de la responsabilidad. Al mismo tiempo, estos mecanismos han generado un conjunto
de expectativas crecientes y un aumento de las demandas que conducen a una situación
general de ingobernabilidad (recuérdese el famoso texto sobre “La crisis de la democracia”
elaborado por la Comisión Trilateral) (Cohen y Arato, 2000: 32-34).

223
Sergio Ortiz Leroux

Desde la mirada de los nuevos movimientos, se subraya el hecho de


que el Estado benefactor ha olvidado dimensiones completas de la vida
social, como las relaciones de género, la ecología, el riesgo de la política
como guerra. De aquí se derivan los movimientos feminista, ecologista
y pacifista. Esta crítica apuntaba a la necesidad de redefinir las redes de
solidaridad social, cambiar la noción misma de progreso y acabar con la
guerra como fundamento de la política. La solución ofrecida por Clauss
Offe es la “repolitización” de la sociedad civil, es decir, la complemen-
tación de las instituciones representativas de la democracia con otras
formas de representación descentralizadas y autopromovidas (Olvera,
1999: 33-34).
Dentro del campo de los nuevos movimientos sociales, no puede
dejarse de mencionar la obra de Jürgen Habermas.7 Si bien es cierto que
el filósofo alemán no desarrolló una teoría específica de la sociedad ci-
vil, también es cierto que se puede reconstruir un concepto de sociedad
civil a partir de su herencia teórica, tarea desarrollada por algunos de
sus discípulos, en especial Cohen y Arato. Partiendo de la dualidad en-
tre sistema y mundo de vida, estos autores han asociado la defensa del
mundo de vida a los movimientos de la sociedad civil. Ellos encuentran
en la parte institucional del mundo de vida, es decir, en las instituciones
y formas asociativas que requieren la acción comunicativa para su repro-
ducción, el fundamento de la sociedad civil. Aquí, las instituciones ha-
cen referencia a la estructura de los derechos, a la operación del sistema
judicial y a los aparatos que garantizan la reproducción sociocultural de
la sociedad. Cohen y Arato señalan que los movimientos e instituciones
de la sociedad civil se localizan tanto en la esfera privada, como en la pú-
blica, y están vinculados al mercado y al Estado como puntos de contac-
to entre los subsistemas y la sociedad.
En clave habermasiana, la sociedad civil tendría dos componentes
principales: por un lado, el conjunto de instituciones que definen y de-
fienden los derechos individuales, políticos y sociales de los ciudada-
nos y que propician su libre asociación, la posibilidad de defenderse de
la acción estratégica del poder y del mercado y la viabilidad de la inter-

7
Para este apartado se recuperan las ideas principales de dos trabajos fundamen-
tales: Arato y Cohen (1999: 83-112) y Olvera (1996: 31-44).

224
Sociedad civil

vención ciudadana en la operación misma del sistema; por el otro, el


conjunto de movimientos sociales que continuamente plantean nuevos
principios y valores, nuevas demandas sociales, así como vigilar la apli-
cación efectiva de los derechos ya otorgados. Así pues, la sociedad civil
contendría un elemento institucional definido básicamente por la es-
tructura de derechos de los estados benefactores contemporáneos, y un
elemento activo, transformador, constituido por los nuevos movimien-
tos sociales. De ahí que la sociedad civil se visualice como una estrate-
gia autolimitada que busca compatibilizar en el largo plazo la lógica del
mercado, las necesidades y estructuras del sistema político y las necesi-
dades del mundo de vida.
Después de un periodo más o menos largo, en el que la reflexión so-
bre la noción de sociedad civil gravitó alrededor del paradigma haber-
masiano, se ha abierto en la actualidad una nueva generación de estudios
e investigaciones sobre este singular término político, en donde se cru-
zan —no sin problemas y contradicciones— disciplinas, enfoques y pa-
radigmas distintos de las ciencias sociales y humanidades. En este punto
de encuentros y desencuentros, se identifican, por lo menos, cinco gran-
des líneas de investigación, presentes y futuras, sobre el discurso de la
sociedad civil: a) sociedad civil global y globalización; b) sociedad civil y
nueva gobernanza; c) sociedad civil y calidad democrática; d) teorías de
la sociedad civil y e) el desencanto hacia la sociedad civil. Pasemos aho-
ra a revisar cada una.

Sociedad civil global y globalización

El resurgimiento del discurso de la sociedad civil no permaneció aje-


no al fenómeno de la globalización. Por el contrario, la globalización
económica, política, cultural e informativa ha tenido como correlato
la globalización de la sociedad civil. La noción de sociedad civil glo-
bal se remonta a la década de los noventa, y abarca un conjunto de
organizaciones internacionales no gubernamentales, redes de difusión
transnacionales de defensa y movimientos sociales globales (Scholte,
2005: 173-201). Esta noción es parte de una discusión más amplia so-
bre globalidad (la condición de ser global) y globalización (la tendencia
de incremento de la globalidad). Por ello, la concepción de sociedad ci-

225
Sergio Ortiz Leroux

vil global es inseparable de la noción de globalización en su forma más


general. Si la globalización es entendida como desterritorialización,8
entonces, ¿qué supone la sociedad civil global? Esta noción comprende,
en términos generales, la actividad cívica que: a) se dirige a problemas
que rebasan las fronteras de los estados nacionales: cambio climáti-
co; enfermedades como el sida; derechos humanos; armas atómicas;
crítica a agencias gubernamentales globales como la ocde, el fmi, el
bm; cuestionamiento a aspectos de la globalización económica como la
producción, el comercio, las inversiones, las finanzas; b) involucra co-
municación transfonteriza: comercio aéreo, telecomunicaciones, redes
computacionales y medios masivos electrónicos; c) tiene una organiza-
ción global y d) trabaja con la premisa de la solidaridad supraterritorial.
A partir de estas cuatro expresiones de supraterritorialidad, la sociedad
civil global ha adquirido proporciones significativas a finales del siglo
xx y principios del xxi.
Ahora bien, ¿qué provocó su expansión y desarrollo? La sociedad ci-
vil global es parte de un conjunto de procesos de globalización. En efec-
to, las mismas fuerzas que impulsaron la globalización en general son
las que incrementaron la actividad cívica transfronteriza. Cuatro con-
diciones han sido vitales para la globalización: a) el pensamiento global
es crucial, pues las personas se vuelven capaces de imaginar el mundo
como un lugar sencillo de ser construido en el orden de relaciones glo-
bales concretas; b) el desarrollo capitalista es fundamental desde el mo-
mento en que la globalización ha sido esparcida fuertemente por los
esfuerzos de empresas para maximizar ventas y minimizar costos; c) la
tecnología es crucial desde el momento en el que el desarrollo de las
comunicaciones y el procesamiento de información han soportado la
infraestructura para las conexiones globales y d) la regulación es funda-
mental, ya que medidas como la estandarización y la liberalización han
proveído la estructura legal que estimula la globalización.

8
En el mundo contemporáneo, la gran escala de desterritorialización no tiene precedentes.
En el espacio global, el “lugar” no está definido territorialmente. De suerte que las rela-
ciones globales tienen que ser llamadas en su carácter de “supraterritoriales”. Ejemplos del
fenómeno global abundan actualmente: faxes, McDonald’s, agotamiento del ozono, emi-
siones de cnn, tarjetas de crédito Visa, Internet, etcétera.

226
Sociedad civil

Sociedad civil y nueva gobernanza

La revalorización de la sociedad civil como una esfera autónoma del


Estado ha provocado un fuerte impacto en el patrón de gobernación
(Aguilar, 2004; Mayntz, 2001: 1-8). En la nueva gobernanza, las insti-
tuciones estatales y no estatales, los actores públicos, privados y sociales
participan y a menudo cooperan en la formulación y aplicación de las
políticas públicas. La cooperación entre el Estado y la sociedad civil para
la formulación de políticas públicas se lleva a cabo de diferentes formas:
a) mediante una gobernación neocorporativa en la que las autoridades
públicas y los actores corporativos privados colaboran en los procesos de
formulación de las políticas públicas, especialmente a través de acuerdos
neocorporativos; b) a través de una gobernación multiestratificada en
la que la gobernación se traslada de un estatismo unidimensional a una
multidimensionalidad de capas locales, regionales, nacionales y globales
de regulación; c) mediante la cooperación entre Estado y sociedad ci-
vil, bajo la forma de redes mixtas de actores públicos y privados que se
observan en niveles más específicos de los sectores de las políticas, por
ejemplo, en las telecomunicaciones y la salud, y d) por medio del creci-
miento de lo que se ha denominado la “privatización” de la gobernación,
en la cual la sociedad civil se involucra no solamente en la formulación
y aplicación de regulaciones, sino que estas funciones pasan a ser de su
exclusiva responsabilidad (sociedad civil sin gobierno).

Sociedad civil y calidad democrática

En el campo de la ciencia política empírica, la discusión sobre la socie-


dad civil ya no gira en torno de las llamadas transiciones democráticas,
sino sobre los problemas y desafíos de la llamada “calidad de la demo-
cracia”. Si bien es cierto que las democracias, sobre todo las latinoameri-
canas, han asegurado condiciones mínimas de competencia y acceso al
poder y libertades civiles y políticas básicas para los ciudadanos, tam-
bién es cierto que enfrentan un serio déficit en el funcionamiento efec-
tivo de las instituciones representativas. Dicho con otras palabras: las
transiciones democráticas enfatizaron el acuerdo de los actores políticos
sobre las reglas del juego electoral, pero descuidaron el acuerdo sobre las

227
Sergio Ortiz Leroux

reglas para el ejercicio democrático, representativo y eficaz del poder.


El resultado ha sido, en el mejor de los casos, la emergencia de demo-
cracias electorales de baja calidad e ineficaces para hacer sustentable el
orden democrático.
En este marco discursivo, la sociedad civil se representa como un
actor social que contribuiría a mejorar la calidad de las democracias si
se asume como un factor de control y vigilancia del poder. Las tareas o
actividades que llevaría a cabo la sociedad civil para mejorar la calidad
de las democracias son numerosas: evaluar el desempeño de las institu-
ciones gubernamentales; vigilar los mecanismos legales e institucionales
que garantizan tanto una eficaz rendición de cuentas de los servidores
públicos como una efectiva transparencia de los actos gubernamentales;
analizar la capacidad de las instituciones gubernamentales para garan-
tizar un ejercicio controlado y balanceado de los poderes del Estado;
reformar los factores que inciden en el fortalecimiento del Estado de-
mocrático de derecho. Con iniciativas como éstas, los actores de la so-
ciedad civil vigilarían y controlarían al gobierno y, con ello, mejoraría el
desempeño de las instituciones públicas.

Teorías de la sociedad civil

En la teoría política contemporánea, la sociedad civil se ha convertido en


uno de los términos que más ha generado polémica y discusión. Debido
a que se trata de un concepto ambiguo y polisémico, distintas teorías de
la política se han hecho cargo de sus alcances y límites, de sus potencia-
lidades heurísticas y excesos retóricos, de sus posibles y no pocas veces
conflictivas relaciones con la esfera del mercado y la del Estado. El resul-
tado ha sido un prolífico y fecundo debate entre las distintas teorías de
la sociedad civil que ha contribuido a aclarar sus múltiples significados
y el lugar que ésta ocupa en los discursos políticos contemporáneos. De
manera que los liberalismos (igualitario, conservador), el comunitaris-
mo, el multiculturalismo, el republicanismo, las teorías críticas, la so-
cialdemocracia y los socialismos contemporáneos se han dado a la tarea
de rastrear el sentido de la sociedad civil en sus respectivas ideologías.
En algunas ocasiones, recurriendo a autores y enfoques de su propia
tradición; en otras, en abierta confrontación con otra(s) tradición(es).

228
Sociedad civil

Lo cierto, más allá de convergencias o divergencias, es que la noción de


sociedad civil, después de someterse a la prueba de formol de distintas
teorías políticas, ha salido fortalecida ya que, por lo menos, podemos
identificar sus distintas expresiones: sociedad civil como sinónimo de
asociaciones privadas que persiguen bienes colectivos particulares (li-
beralismo igualitario) (Sahuí, 2007); como asociaciones autónomas y
esferas públicas de ciudadanos que no solamente gozan de derechos
individuales, sino que también tienen determinados deberes con la co-
munidad política asociados al cultivo de ciertas virtudes cívicas (republi-
canismo) (Ortiz Leroux, 2007; Wences Simon, 2007); como una suerte
de comunidad ética (comunitarismo) (Vitale, 2007); como una diversi-
dad de grupos de adscripción: multinacionales, poliétnicos, inmigrantes
(multiculturalismo) (Sauca, 2007); como “tercer elemento” o “terce-
ra vía” entre el Estado y la esfera individual (bienestarismo) (Mindus,
2007), entre otros.

El desencanto hacia la sociedad civil

Las altas expectativas depositadas en el discurso de la sociedad civil


provocaron como respuesta la emergencia de una serie de reflexiones
desencantadas sobre aquélla. La sociedad civil ya no es la fórmula mági-
ca que provoca encantamientos, sino un discurso que enfrenta proble-
mas y desafíos a la hora de medirse con la realidad. En primer lugar, la
presumida “civilidad” de la sociedad civil no pone demasiada atención en
el carácter incivil de las sociedades civiles realmente existentes, las cuales
actúan no en función del bien común, sino de los intereses particulares
de cada uno de sus miembros. Las sociedades civiles serían, entonces,
no el espacio común de la toma de decisiones colectivas vinculantes, sino
el espacio en el que los grupos de interés defenderían y harían prevale-
cer sus intereses particulares por encima de los intereses generales del
conjunto de la sociedad. Con ello se pondría en tela de juicio el supues-
to que asocia a la sociedad civil con lo bueno y lo justo, y al Estado o al
mercado con lo malo y lo injusto.
En segundo lugar, las teorías de la sociedad civil enfrentan serios pro-
blemas a la hora de dar cuenta de la pluralidad interna de las sociedades
civiles contemporáneas. Los ciudadanos, se afirma, no son homogéneos,

229
Sergio Ortiz Leroux

ni participan exclusivamente en decisiones que involucran al interés ge-


neral. El ciudadano moderno también sería, al mismo tiempo, produc-
tor, consumidor, trabajador, padre de familia, miembro de una iglesia,
etc. De ahí que los ciudadanos de la sociedad civil también participen en
decisiones menores y, con ello, influyen sobre las decisiones de alta po-
lítica o economía que se ejercen a otros niveles. Estos ciudadanos reales,
y no ficticios, participan sólo de forma intermitente, pues están dema-
siado atrapados en los asuntos de la vida cotidiana. De manera que no
existe un ciudadano único y portador de virtudes universales, sino que
existen tantos ciudadanos como escenarios para poder vivir diversos ti-
pos de vida buena (Walzer, 1998: 385-386).
En tercer lugar, los discursos contemporáneos de la sociedad civil sue-
len menospreciar la presencia de intersticios inciviles entre la sociedad civil
y la sociedad política, y entre la sociedad civil y la sociedad económica, que
son altamente corrosivos: el desempleo, que difícilmente conduce a la civi-
lidad o a la deliberación colectiva; la criminalidad, que erosiona la autono-
mía social y alienta la usurpación; los monopolios de control social local,
que interrumpen la deliberación, fomentan la intolerancia y oscurecen la
legitimidad de puntos de vista alternativos, y la irresponsabilidad imper-
sonal de los modernos medios de comunicación masiva comercializados
(Whitehead, 1999: 26).
Alrededor de estas cinco grandes líneas de investigación versará se-
guramente la discusión presente y futura sobre la noción de sociedad
civil. Nadie podrá asumirse como el rey filósofo que ofrezca respues-
tas concluyentes y definitivas a cada uno de estos ejes problemáticos.
Al contrario, mientras más se mantenga abierta la discusión sobre el
significado, los alcances y los límites de este discurso, mejores serán las
aproximaciones que tendremos a éste. De lo que sí podremos hacernos
cargo, en todo caso, es de los grandes dilemas alrededor de los cuales gi-
rará la discusión futura sobre la noción de sociedad civil.
En primer lugar, habría que discutir si la globalización es una opor-
tunidad que se abre para el fortalecimiento de la sociedad civil o es, por
el contrario, un riesgo que pone en peligro su propia supervivencia. En
segundo lugar, habría que debatir sobre la pertinencia de mantener una
definición exhaustiva de la sociedad civil o, por el contrario, una defi-
nición menos exhaustiva y definiciones secundarias que dieran cuenta
de su pluralidad ontológica. En tercer lugar, habría que polemizar so-

230
Sociedad civil

bre la relación entre la sociedad civil y lo público (lo común y visible)


a fin de cuestionar la asociación automática entre sociedad civil y des-
estatización, entendida principalmente como privatización. En cuarto
y último lugar, habría que reflexionar sobre las posibles relaciones en-
tre la sociedad civil y los poderes fácticos: narcotráfico, delincuencia
organizada, mafias de cuello blanco y demás. Sospecho que los ten-
táculos de estos poderes fácticos no solamente han contaminado las
aguas del Estado y del mercado, sino también han profanado la tierra
“virgen” de la sociedad civil. En estos grandes debates, se jugará el fu-
turo del discurso de la sociedad civil. Un futuro en el que nadie tendrá
la última palabra.

Lecturas recomendadas

Sobre la historia conceptual de la sociedad civil, véase Bobbio (1989),


Fernández Santillán (2003) y Peña (2003). Sobre el debate contem-
poráneo de la sociedad civil, léase a Olvera (1999), Serrano Gómez
(1999), Arato y Cohen (1999 y 2000). Para una visión panorámica de
las teorías políticas contemporáneas de la sociedad civil, revisar a Sauca
y Wences (2007).

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233
Movimientos sociales
Martín Retamozo1*

E n el breve relato “Del rigor de la ciencia”, Jorge Luis Borges evoca la his-
toria de un imperio en el cual la cartografía había llegado a tal desarrollo
que los expertos se dispusieron a realizar un mapa perfecto, uno que co-
incidiera exactamente con los detalles de aquel reino. El absurdo de tal
esfuerzo fue evidente para quienes lo necesitaban: un mapa de estas carac-
terísticas es completamente inútil (no podría desplegarse), un mapa con-
siste en una rigurosa simplificación atenta a ser útil para quien requiere de
sus servicios. Pues bien, este trabajo tiene por objeto introducir al lector al
campo de estudio de los movimientos sociales, para ello hemos elabora-
do este mapa de la cuestión que, lejos de la precisión del relato borgeano,
busca la virtud de ser una guía eficaz para quien se aproxima a la temática.
El presente capítulo, en consecuencia, ofrece un itinerario general y las
claves para que el lector se sumerja en el campo temático de su interés vin-
culado a los movimientos sociales. Así, este mapa inicia con una primera
parte dedicada a los orígenes clásicos del debate en cuestión. En la segunda
visitaremos críticamente algunos de los esfuerzos dentro de los principa-
les paradigmas contemporáneos. Allí, presentaremos la teoría de la movi-
lización de recursos (y su continuación en el enfoque del proceso político),
el paradigma orientado a la identidad y las teorías sobre los “nuevos movi-
mientos sociales”. Finalmente, revisaremos algunas claves para la concep-
tualización y el análisis de los movimientos sociales en América Latina.

* Doctor en Ciencias Sociales por la Flacso. Profesor-investigador del Centro de Investi-


gaciones Socio-Históricas de la Universidad Nacional de La Plata. Conicet, Argentina.
Correo electrónico: <martin.retamozo@gmail.com>.

235
Martín Retamozo

Introducción

La atención a los fenómenos de acción colectiva y movilizaciones socia-


les, contra lo que muchas veces se supone, ha sido recurrente en la re-
flexión política. También es cierto que en los estudios clásicos este tema
estuvo supeditado a otras preocupaciones tan disímiles, que van desde
la teoría de la guerra y la conformación del orden social (antiguo y mo-
derno) hasta las luchas por las independencias nacionales. No obstante,
parece innegable que el estudio de los movimientos sociales como un
campo específico cobró autonomía relativa cuando fueron tematizadas
las movilizaciones de la década de los sesenta. Allí, y en gran parte debi-
do al fracaso de los enfoques y herramientas analíticas existentes hasta
el momento, así como al profundo desafío que significaron estos movi-
mientos, se abrió un terreno fértil para indagar en nuevas concepciones
que ayuden a explicar los acontecimientos de protesta, acción colectiva
y movilización social.2

La cuestión desde una perspectiva clásica

Son muchos los antecedentes rastreables en los debates actuales sobre


los movimientos sociales. Para contemporáneos de diversas corrientes
(Raschke, 1994; Tarrow, 1994), los primeros autores que se ocuparon
de lo que hoy identificaríamos como asuntos teóricos vinculados a los
movimientos sociales fueron Marx y Engels. En una perspectiva clási-
ca, el marxismo ha planteado los problemas que hoy denominamos de
acción colectiva, centrando su atención en los procesos de conforma-
ción de actores colectivos (las clases) y su accionar (las luchas). De este
modo, el marxismo produjo una multiplicidad de trabajos sobre la con-
formación de los sujetos y las características del conflicto social, tanto en
ámbitos académicos como políticos.
Desde una tradición totalmente diferente, surgieron otros intentos
de respuestas e interpretaciones de los fenómenos de conflicto y movi-

2
El campo de estudio de los movimientos sociales ha sido trabajado fundamentalmente por
la sociología, pero esto no implica la imposibilidad de ser construido como objeto de estudio
de la ciencia política, la historia, la antropología, la psicología social e incluso la filosofía.

236
Movimientos sociales

lización social. Enfoques como las teorías sobre la sociedad de masas,


por ejemplo, tuvieron notable éxito en el periodo de la entreguerra y pu-
sieron en el centro del debate las características de los participantes en
las acciones de protesta. Dando cuenta de las influencias de reflexiones
psicosociológicas como las de Gustave Le Bon y Gabriel Tarde, aun-
que también del propio Sigmund Freud, estas teorías se orientaron a un
análisis de los grupos a partir de categorías vinculadas a la personalidad
y con elementos de la psicología, dejando de lado aspectos sociológicos.
Este tipo de intentos de explicación, en general, propusieron una reduc-
ción de los fenómenos sociales a casos de irracionalidad producida por
sugestión y contagio a partir de una exacerbación de los sentimientos
(Le Bon, 1895) que, a pesar de su heterogeneidad, las masas compartían
y potenciaban (Ortega y Gasset, 1930), y que producían una disposi-
ción a actuar fuera de las normas y reglas.3
El funcionalismo, por su parte, también ha intentado dar respues-
tas al problema de la acción y la movilización. Especialmente retomando
el papel de las normas, pero alejándose de tentativas psicologistas para
orientarse al estudio de las tensiones estructurales. Por un lado, distin-
gue el comportamiento institucional, normal o convencional expresado
en forma de grupos de presión o de interés. Por otro, el comportamiento
colectivo anormal, no institucional, que se origina en la ruptura del or-
den, los mecanismos de control social o de la estructura normativa. Este
quiebre se produce por las transformaciones sociales en el periodo de la
modernización, con el advenimiento de sociedades más complejas. En
este segundo caso, la acción colectiva no está guiada por las normas so-
ciales existentes, sino que surge frente a situaciones especiales. Parsons y
Merton han sido, con matices, exponentes de estas corrientes.
Neil Smelser (1963), en una perspectiva similar, elaboró una teoría
del comportamiento colectivo con la que busca dar cuenta de la acción
colectiva no institucionalizada, orientada a resolver una tensión estruc-
tural. Con todo, la tesitura epistemológica sigue anclada en la acción co-
lectiva como un acontecimiento excepcional cuya función es restablecer
un orden alterado, la cual debe explicarse a partir de las reacciones indivi-
duales. Es decir, la acción colectiva está en estrecha relación con el orden

3
También los trabajos de Hannah Arendt y Theodor W. Adorno indagan en esta dirección,
aunque desde una perspectiva filosófica diferente.

237
Martín Retamozo

social, especialmente cuando se manifiesta un defasaje entre las expecta-


tivas introyectadas por los sujetos y la ordenación social. Esta corriente se
concentra en identificar aspectos en las estructuras sociales que explican
la acción de los hombres. Las acciones se conciben como emergentes en
espacios no estructurados o frente a las fallas de las normas sociales en-
cargadas de regular el comportamiento social. Las acciones colectivas, en-
tonces, serían la manifestación de un colapso de las formas de integración
normativa de las sociedades. Frente a estas situaciones, los individuos se
ven frustrados y descontentos, por lo tanto, motivados para participar en
acciones colectivas. Smelser contempló la importancia de las creencias
para explicar las reacciones frente a las tensiones o desajustes sociales,
pero privilegió los aspectos estructurales.

La lógica de la acción colectiva: hacia el


individualismo metodológico

Un giro relevante se produjo a partir de la utilización de las considera-


ciones que hiciera Mancur Olson (1965) sobre la producción de bienes
públicos para pensar los movimientos sociales. Esto conllevó a abando-
nar la clase o el grupo como unidad de análisis, pero también las ten-
siones en la estructura social. La atención se situó en la racionalidad
individual y los problemas de cómo es posible la acción colectiva por
parte de individuos autointeresados. De allí la influencia del individua-
lismo metodológico. Olson se propuso analizar la posibilidad de la ac-
ción colectiva a partir de los presupuestos de la economía neoclásica.
Es decir, supone la existencia de individuos que persiguen sus propios
intereses y que se encuentran con problemas para la acción colectiva,
porque necesitan de un bien que no pueden suministrarse solos. Tal
vez el más conocido de estos dilemas que ha presentado este autor sea
el famoso free rider, es decir, el actor racional que calcula costos de invo-
lucrarse en la acción colectiva y decide no realizar esfuerzos que exige
la acción y, aprovechándose de la acción de los otros, obtener los bene-
ficios (en especial cuando son bienes públicos).4 El modelo olsoniano,

4
Para una explicación del “Dilema del prisionero” y sus consecuencias para la acción colecti-
va, véase Elster (1993).

238
Movimientos sociales

si bien no excluye motivaciones variables, pone el acento en las pro-


pias del individuo (sus preferencias, su información y sus cálculos de
costos-beneficios de participar), con lo que se acerca más a explicar las
conductas de los individuos en grupos de interés o asociaciones econó-
micas, que a desentrañar las complejidades de los movimientos sociales
propiamente dichos.5 Sin embargo, los escritos de Olson son relevantes,
puesto que sirvieron como soporte metodológico para una de las prin-
cipales corrientes de investigación sobre los movimientos sociales, espe-
cialmente en Estados Unidos.

Las perspectivas contemporáneas

En la década de los sesenta, el auge de las movilizaciones estudiantiles,


feministas, pacifistas y ecologistas hizo evidente las limitaciones con-
ceptuales de los esquemas analíticos entonces vigentes para explicar pro-
testas que no tenían un carácter estrictamente de clase y tampoco un
carácter irracional, sino que estaban protagonizadas por grupos defini-
dos y dirigidos a espacios específicos, en el marco de sociedades civiles
consolidadas. Este desconcierto intelectual motivó la emergencia de dos
grandes corrientes teóricas, cuya influencia llega hasta nuestros días:
por un lado, la teoría de la movilización de recursos (tmr), que pone el
acento en los componentes racionales y estratégicos de fenómenos con-
siderados por los anteriores paradigmas como irracionales.
Por otro lado, se realizaron estudios enfocados a los nuevos conflic-
tos e identidades puestos en juego en los procesos de movilización. Éstos
construyeron su análisis sobre las orientaciones de los grupos a través de
sus acciones para obtener autonomía, reconocimiento y afianzar un pro-
ceso identitario en sociedades complejas. En un estudio ya clásico, Jean
Cohen (1985) distingue estos trabajos refiriéndose como centrados en la
estrategia los primeros; y orientados a la identidad los segundos.

5
La pertinencia del individualismo metodológico y de la teoría de la elección racional para
las ciencias sociales en general y el estudio de los movimientos sociales en particular, ha
generado un amplio debate. Críticas al uso de categorías olsonianas en Pizzorno (1988 y
1994) y de la Garza (2005). Las obras de Elster, asimismo, se desplazan de una defensa
(1989) al desencanto con esta perspectiva teórica (2000).

239
Martín Retamozo

De la teoría de movilización de recursos


al enfoque del proceso político

Como respuestas a los enfoques funcionalistas, estructuralistas y mar-


xistas surgió, especialmente en Estados Unidos, una serie de estudios
que buscaron explicar las acciones colectivas desde el supuesto del carác-
ter racional e instrumental de las acciones, basándose en los postulados
del individualismo metodológico esbozado por Olson. En consecuen-
cia, el problema principal de la teoría se situó en explicar la participa-
ción de los individuos en las movilizaciones orientadas a cambiar alguna
situación social particular. Para McCarthy y Zald, autores pioneros en
este paradigma, un movimiento social es un “conjunto de opiniones y
creencias en una población, la cual representa preferencias para cam-
biar algunos elementos de la estructura social o de la distribución de
recompensas en una sociedad” (1977: 1218). Ahora bien, la pregunta
que sigue quedando abierta es, precisamente, cómo se conforma esta es-
tructura de creencias (en otras palabras: cómo se forma un movimiento
social), algo que, a su vez, supone dar cuenta de los problemas de acción
colectiva planteados por Olson.
El giro epistemológico alejó a estos autores pioneros de la centrali-
dad de los cambios que producían tensiones en la sociedad y los enfocó
hacia una perspectiva racionalista, centrada en las dinámicas internas
de los movimientos, en los recursos, las organizaciones y el juego estra-
tégico de individuos que deciden actuar colectivamente. Este posiciona-
miento tuvo consecuencias metodológicas, puesto que se abandonaba
el agravio y las tensiones sociales como variable explicativa para con-
centrarse en aspectos pretendidamente objetivos, como los recursos y
las organizaciones. Al sostener que en las sociedades encontramos ni-
veles de agravios constantes, la variable explicativa se encontró en la
existencia de grupos organizados que se apropian y movilizan recursos
para obtener la acción colectiva. Si “La elaboración de la crisis presu-
pone la existencia de grupos organizados con recursos” ( Jenkins, 1994:
12), entonces es allí donde hay que enfocar la mirada. Los factores es-
tructurales que habían sido privilegiados por las explicaciones estruc-
tural-funcionalistas se abandonaron en favor de una concentración en
los recursos que poseen los actores para actuar en determinada ocasión,
a partir de un cálculo de costos y beneficios.

240
Movimientos sociales

El problema de la movilización social, entonces, se construye en tor-


no a la pregunta ¿cómo es posible que individuos autointeresados, maxi-
mizadores, que se valen de sus cálculos de recursos y oportunidades para
decidir su participación en la acción en un juego estratégico, se decidan
a actuar colectivamente en aras de cambiar algo de la sociedad? En otras
palabras, ¿cómo es posible superar el problema del free rider que pondría
en jaque la obtención de la acción colectiva? McCarthy y Zald (1977)
sugieren que para resolver el problema es necesario hacer especial hinca-
pié en los incentivos colectivos y los recursos que los organizadores dis-
pondrían para obtener el resultado de la acción colectiva. Los incentivos
colectivos son mecanismos de premios y castigos (materiales o simbóli-
cos) que refuerzan la participación. Por su parte, entre los recursos que
desempeñan papeles importantes destacan: tiempo, dinero, profesiona-
lización, medios de comunicación, liderazgos, los cuales se utilizan para
mejorar el juego estratégico y lograr que los individuos se decidan a par-
ticipar en tanto calculan que el éxito (la satisfacción de sus preferencias)
es posible. Pero, además, se introduce una segunda variable en la expli-
cación que se vincula a las estructuras organizativas de los grupos pre-
existentes a la acción. Los incipientes desarrollos de la tmr produjeron
una expansión de trabajos empíricos (muchos de ellos comparativos)
sobre diferentes movimientos sociales, algunos de los cuales se conside-
rarían con mayor precisión grupos corporativos de interés o de presión.
En esta misma perspectiva, algunos especialistas vieron la necesi-
dad de incorporar nuevas variables para complementar la atención pres-
tada a los recursos y las organizaciones del movimiento. Autores como
Tarrow, McAdam y Tilly buscaron ampliar el horizonte analítico para
incorporar variables del contexto político (e incluso cultural) para el es-
tudio de los movimientos sociales, dando lugar a estudios enfocados
en el “proceso político”. El análisis del proceso político en el cual se en-
cuentra inmerso un fenómeno de acción colectiva originó una serie de
trabajos que buscaron determinar condiciones políticas para la emer-
gencia del movimiento social, y que los condujo a conceptos relevantes
como “estructura de oportunidades políticas”, “ciclo de protesta” (Tarrow,
1991; 1994) y “repertorio de acción” (Tilly, 1978).
Esto supone, según Laraña (1999), una ampliación de la variable in-
dependiente para situarla en el contexto político en el que se desarrolla
la acción, en lugar de acotarla a los recursos. Los autores que se agrupan

241
Martín Retamozo

en el enfoque del “proceso político”, si bien asumen la necesidad de expli-


car las acciones colectivas en términos de conductas individuales, relajan
la óptica individualista propuesta por Olson para incorporar al análisis
aspectos como la integración, la solidaridad y los valores como variables
explicativas de los movimientos sociales. Básicamente, el paradigma si-
túa la explicación de la emergencia de los movimientos sociales en una
conjunción de factores internos (recursos, organización, dinero, tiempo)
y variables externas como son las oportunidades dadas por el contexto
político en que se desarrolla la acción.
La preocupación por los contextos políticos en los que se desarrolla
la acción y su influencia en las dinámicas de la acción colectiva, llevó a
una especial atención por los factores estructurales e institucionales del
sistema político. En esta perspectiva, Eisinger (1973) propuso el con-
cepto de “estructura de oportunidades políticas” para referirse a las con-
diciones de un sistema político particular que facilita la acción colectiva.
El concepto fue ampliamente adoptado y autores como Tarrow lo po-
pularizaron debido a su potencialidad para incorporar nuevamente en el
análisis los aspectos de las estructuras sociales, el Estado, los otros gru-
pos organizados (posibles aliados, divisiones en las élites), las crisis eco-
nómicas, y demás factores relevantes para explicar la acción colectiva en
un momento determinado.
En consecuencia, se ajusta la mirada para avanzar en la explicación de
la acción colectiva, considerando que “la gente se suma a los movimientos
sociales como respuestas a las oportunidades políticas, y a continuación
crea otras nuevas a través de la acción colectiva. Como resultado, el ‘cuán-
do’ de la puesta en marcha del movimiento social (cuándo se abren las
oportunidades políticas) explica en gran medida el ¿‘por qué’?” (Tarrow,
1997: 49). Esto propició la reintroducción de aspectos estructurales (re-
gímenes políticos, estatales, económicos, historia, tradiciones) en el aná-
lisis de sociedades concretas en las que ocurren las acciones.
Tarrow reparó en la importancia de las variables del sistema polí-
tico, sin embargo, el contenido de muchos de los movimientos socia-
les contemporáneos parece vincularse fuertemente a un plano cultural,
aunque operen sobre el sistema político y constituyan también allí su
campo de conflicto. En esta línea, dentro de la misma corriente, surgie-
ron trabajos que buscan identificar una ventana de oportunidades para
la acción colectiva. McAdam (1994) investigará así las oportunidades

242
Movimientos sociales

culturales. El propósito de introducir aspectos culturales es incorporar


la dimensión simbólica, la cual es crucial en aspectos como la elabora-
ción de una demanda y la legitimación de los movimientos sociales que
con su accionar instalan en el espacio público la tensión entre valores so-
cialmente aceptados o considerados como valiosos y situaciones especí-
ficas de violación de éstos. Así, frente al creciente sesgo estructuralista
que reconoce McAdam en los estudios sobre movimientos sociales en
Estados Unidos, su propuesta es incorporar variables culturales en la ex-
plicación de la emergencia de los movimientos sociales, particularmente
la capacidad de articular los discursos y las reivindicaciones de los movi-
mientos con tradiciones simbólicas compartidas.
El concepto de “estructura de oportunidades” ha sido utilizado por
innumerables trabajos empíricos porque ofrece una matriz para anali-
zar cuándo la gente se decide a actuar colectivamente. No obstante, es
necesario considerar que las estructuras de oportunidades no son cerra-
das en tanto que los propios sujetos con su accionar las modifican para
sus propias acciones futuras y para la actividad de otros grupos. Así, re-
sulta imprescindible pensar nuevamente la relación entre estructura y
acción, de tal manera que salir de un plano explica la acción a partir de
la determinación de las estructuras. Esto es así porque, como el propio
McAdam (1994: 47) reconoce, resulta difícil distinguir entre cambios
objetivos en la estructura y la construcción social de significados que
provocan que una situación sea subjetivamente interpretada como opor-
tunidad. En este camino se reconoce la importancia de dimensiones his-
tóricas, subjetivas y culturales que no siempre la teoría incorporaría sin
poner en tensión sus propios supuestos. Por ejemplo, se ha reparado
en la necesidad de incorporar esferas analíticas vinculadas a la cultura
(Swidler, 1995) para comprender los movimientos sociales, pero sólo
se lo ha realizado desde una versión acotada como caja de herramien-
tas rituales, simbólicas e históricas, importantes para la elaboración de
las estrategias de acción (Klandermans y Johnston, 1995). En definitiva,
muchas veces en este paradigma la dimensión cultural e identitaria que-
da reducida a un recurso que mejora el juego estratégico haciendo más
probable la acción colectiva.
En síntesis, la incorporación del papel de los recursos para la ac-
ción colectiva que postula la tmr, ilumina una parte importante del
problema pero desatiende otras. Es concebible que los recursos facili-

243
Martín Retamozo

ten la acción, sin embargo, el problema es que la existencia de recursos


no genera acción colectiva. Los recursos son una construcción (se ten-
drían herramientas, pero no saber cómo utilizarlas, porque no tienen
significado).
Por otra parte, además de los recursos materiales (dinero, espacios
para reuniones o transporte al servicio de la movilización), existen otros
recursos como el conocimiento técnico, la experiencia política, los mitos
y los imaginarios que son menos visibles, pero se constituyen en funda-
mentales para el éxito de la movilización. Ambos “recursos” deben ser
situados en contextos de movilización y de movimientos particulares
que pueden incorporarlos mediante su resignificación subjetiva. Esto
nos alejaría de una visión del recurso como un elemento para el jue-
go estratégico y nos situaría en la pregunta por cómo los movimientos
sociales reconstruyen y dan sentido (construyen) determinados recur-
sos. Tampoco la existencia de “oportunidades” por sí misma explicaría la
emergencia de los movimientos sociales, en tanto que aquéllas requieren
de una reconstrucción subjetiva por parte de los sujetos.

Movimientos sociales: acción e identidad

El problema de la emergencia de los movimientos sociales, su consti-


tución, transformación y disposición para la acción colectiva ha sido
estudiado desde el paradigma centrado en la identidad por autores
como Alain Touraine y Alberto Melucci. Touraine, en “Sociología de
la acción” (1969), ofreció una nueva dirección en los estudios de los
movimientos, incorporando aspectos ligados a los actores sociales y el
conflicto por las orientaciones de las sociedades industriales avanzadas.
En tal sentido, el especialista francés considera que la crisis de la mo-
dernidad conlleva una multiplicidad de esferas de conflicto que produ-
cen, a su vez, la emergencia de nuevos sujetos y actores que necesitan
ser investigados en una nueva configuración teórica que abandone la
explicación meramente sistémica, pero también exclusivamente indi-
vidual para dar lugar al retorno de un actor en referencia al sistema
(Touraine, 1987: 17).
En esta perspectiva, el concepto de movimientos sociales es clave
para dar cuenta de los conflictos producidos sobre las tensiones de las

244
Movimientos sociales

sociedades modernas que abren disputas por la historicidad6 dentro del


sistema de acción histórica. Sobre el conflicto se erige la concepción de
movimientos sociales de Touraine como un antagonismo entre dos ac-
tores que comparten un campo cultural y disputan por el control de
recursos y por un proyecto de sociedad. En lo que refiere a la identifica-
ción de relaciones de dominación, la herencia de Marx allí es evidente,
pero también la presencia de Weber al reconocer el papel de los valores
en la acción (Touraine, 1978; Bolos, 1999). El conflicto social de las so-
ciedades contemporáneas moviliza a actores que invocan ciertos valores
(puesto que cohabitan un campo cultural) y disputan por la historici-
dad de las sociedades: “el movimiento societal defiende un modo de uso
social de valores morales en oposición al que sostiene y trata de imponer
su adversario social” (Touraine 1997a: 104).
A pesar de los cambios que introduce desde sus primeros trabajos
(mucho más ligados al marxismo), Touraine nunca abandona la dimen-
sión del conflicto como constituyente del orden social y ámbito para la
aparición de movimientos sociales. Sin embargo, su concepción ha ido
virando desde una defensa primaria del conflicto de clase (Touraine,
1987: 99), hasta admitir que el conflicto central de una sociedad pue-
de adquirir diferentes formas, aunque siempre exista un conflicto verte-
bral (Touraine, 1997a: 99). En esas sociedades contemporáneas (cabe
aclarar, en los países centrales)7 los movimientos sociales operan en un
campo de tensión entre la disociación de dos espacios: el poder del mer-
cado y los poderes comunitarios. En esta perspectiva, para que exista
un movimiento social, es necesario la conjugación de tres elementos:
un proceso de identidad, un conflicto (con un consecuente adversario
u oponente) y una pugna por la totalidad, esto es, por el control de la
historicidad. Touraine (1997a) identifica, a su vez, tres tipos de movi-
mientos sociales, según el tipo de conflicto y la orientación que éstos
adquieren. Los movimientos históricos, que buscan controlar el cambio
de una sociedad a otra; los movimientos culturales, que pugnan por la
transformación de aspectos culturales (valores), y los movimientos so-

6
Touraine define historicidad como “el conjunto de modelos culturales, cognoscitivos, eco-
nómicos, éticos y estéticos con los cuales una colectividad construye sus relaciones con el
medio” (1987: 67).
7
Países industrializados, con economías capitalistas y democracias liberales consolidadas.

245
Martín Retamozo

ciales propiamente dichos o movimientos societales, que buscan el con-


trol de la historicidad. Tal distinción es analítica y las movilizaciones so-
ciales pueden combinar rasgos históricos, culturales y societales.
A diferencia de otros autores, Touraine ha intentado comprender los
fenómenos de movilización política en América Latina. Interrogándose
por la existencia de movimientos sociales en la región, su respuesta es la-
pidaria (1997b: 6): “El continente se caracteriza por un déficit de movi-
mientos sociales y, más ampliamente, de actores sociales”. Ello no quiere
decir que no existan movimientos en América Latina, sino que su fuerza
autónoma ha sido históricamente débil frente a procesos nacional-po-
pulares que ampliaron los sectores dependientes del Estado. La influen-
cia, además, de movimientos antiimperialistas y armados en sociedades
civiles no autónomas ni bien definidas, alteró las condiciones políticas
en que se producen los movimientos sociales. Luego de una etapa domi-
nada por regímenes nacional-populares adversos al brote de movimien-
tos sociales autónomos, la progresiva diferenciación de las sociedades
latinoamericanas permitirá decir al sociólogo francés (1997b: 9) que
“el continente está saliendo de la prehistoria de los movimientos socia-
les”. Muchas de las aportaciones de Touraine son valiosas, no obstante,
las características propias de las experiencias de movilización social en
América Latina hacen necesaria su reconceptualización.

El movimiento social como “sistema de acción multipolar”

La empresa teórica de Melucci parte de retomar algunas de las limita-


ciones de los enfoques que ponen el acento en factores de las tensiones
en las nuevas sociedades y los que sitúan en los recursos la explicación
(Bolos, 1999). Básicamente, el autor italiano se interroga sobre la perti-
nencia del concepto de movimientos sociales (y de nuevos movimientos
sociales) para dar cuenta de procesos de acción colectiva contemporá-
neos.8 De esta manera, cuestiona las tradiciones funcionalistas por ha-
berse centrado en el “por qué” los grupos se movilizan, pero al precio de

8
La preocupación central de Melucci ha sido por los movimientos sociales de los países
centrales, sin embargo, su enfoque ha sido utilizado para construir explicaciones de las mo-
vilizaciones en América Latina. Por otra parte, él mismo ha intentado realizar mediaciones

246
Movimientos sociales

descuidar el “cómo” lo hacen. Su apuesta, entonces, es recuperar el pro-


ceso de movilización (el cómo) para indagar las causas y consecuencias
de la acción (el porqué).
Melucci propone una definición analítica de movimiento social
“como forma de acción colectiva que abarca las siguientes dimensiones:
a) basada en solidaridad, b) que desarrolla un conflicto y c) que rompe
los límites del sistema en que ocurre la acción” (1999: 46). La concep-
ción del movimiento social como un sistema de acción introduce una
distinción con las que confunden movimiento con un actor colectivo
empírico movilizado (Raschke, 1994: 124). De acuerdo con Melucci,
lo distintivo del movimiento social es que consiste en un tipo de acción
colectiva que se diferencia de otras (por ejemplo, los ataques de páni-
co), puesto que supone una integración sostenida en el tiempo (solida-
ridad e identidad) que pone en cuestión al sistema en que se desarrolla
la acción.
Para Melucci, los movimientos sociales surgen como respuestas a la
crisis de sentidos provocada por el advenimiento de las sociedades con
alta densidad de información. En consecuencia, conviene poner atención
a estas crisis y los intentos colectivos por restituir ese horizonte (Revilla
Blanco, 1994). La atención a las relaciones sociales que los individuos
establecen y donde construyen identidades, sentidos compartidos y so-
lidaridad se torna, así, fundamental para comprender los procesos de
movilización social y acción colectiva. En esa línea, Melucci ha pues-
to especial atención en las dimensiones pertinentes para el estudio de
los movimientos, destacando allí el peso de las redes sumergidas en la
vida cotidiana que es el lugar donde se construyen sentidos colectivos.
Las redes sociales de la vida cotidiana son previas y de algún modo “pre-
políticas” y hacen de estructura o tejido que constituyen condiciones de
posibilidad del movimiento, en tanto que aportan recursos materiales y
simbólicos para la acción. También nutren de experiencias históricas que
se constituyen en soportes de procesos de identidad. El entramado social
previo provee, entonces, a los actores una serie de redes de comunicación
y relaciones con otros actores, sujetos y organizaciones que facilitan la
construcción de un sistema de acción.

para la adopción de su teoría en países del tercer mundo (Melucci, 1999, especialmente su
“Introducción” a la edición en español).

247
Martín Retamozo

Melucci centra su atención en aspectos de la identidad, debido a que


muchos de los movimientos sociales tienen el campo identitario como
espacio de construcción. De este modo, incluyendo la solidaridad y el
compromiso emocional, intenta superar ciertas limitaciones de otros
paradigmas preocupados por los cálculos de actores racionales. La aten-
ción a los procesos de construcción de un ‘nosotros’, de una identidad co-
lectiva y las transformaciones que en estos terrenos se producen con el
transcurrir de las experiencias colectivas, son algunos de los ángulos que
ilumina el trabajo de Melucci.

Estado benefactor, gobernabilidad


y nuevos movimientos sociales

Las concepciones de Claus Offe (1985) sobre la emergencia de nue-


vos movimientos sociales constituyen una aproximación particular a los
procesos políticos europeos de la década de los setenta. Su reflexión in-
daga en las nuevas formas de participación política en las democracias
occidentales, específicamente la aparición de los nuevos movimientos
sociales, como respuesta a la crisis de gobernabilidad del Estado bene-
factor europeo (Offe, 1989). Para este estudioso, los movimientos so-
ciales se encuentran asociados al incremento de la politización de la
sociedad civil y la agudización de las tensiones entre la democracia li-
beral (y el sistema de partidos), por un lado, y el Estado benefactor de
corte keynesiano, por el otro. Esta contradicción conduce a la crisis de
gobernabilidad de las democracias liberales occidentales en los países
centrales, a partir de los años setenta. A su vez, esta crisis presenta dos
caminos de interpretación y resolución: por un lado, el proyecto conser-
vador (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975) plasmado en el informe
de la Comisión Trialateral, que propone la retirada del Estado de la re-
gulación o intervención en espacios que se definen como no políticos,
básicamente el mercado (Offe, 1985: 815-817); por el otro, el proyecto
basado en los nuevos movimientos sociales que apuesta a la reactiva-
ción de la participación ciudadana en la esfera de la sociedad civil, espe-
cialmente en espacios no institucionalizados y “cuya existencia no está
prevista en las doctrinas ni en la práctica de la democracia liberal y del
Estado de bienestar” (Offe, 1988: 174). La no institucionalización de

248
Movimientos sociales

las nuevas formas de hacer política, para Offe, lejos de ser un círculo vi-
cioso y destructivo, puede brindar las condiciones para la apertura de la
participación de la ciudadanía a partir de una redefinición de los límites
de la política y de la dicotomía público-privado, tal como la entiende el
liberalismo.
La adopción de demandas no contempladas y acciones políticas no
institucionalizadas constituyen la razón de ser de los movimientos so-
ciales que buscan comunicar sus reclamos al sistema político. Offe se
refiere a los movimientos ecologistas, los de defensa de los derechos hu-
manos (feministas entre ellos), los movimientos pacifistas y los que pro-
mueven formas de producción comunitarias alternativas de bienes y
servicios. Estos movimientos sociales significarían una redefinición de
la participación política por fuera de las formas institucionalizadas (par-
tidos de masas) de tal manera que contengan la “sobrecarga” de la demo-
cracia, volviendo a los grupos movilizados interlocutores legítimos en el
sistema democrático.
Las reflexiones de Offe tienen un centro de interés en los problemas
que afrontaban los países centrales en los años setenta, vinculados a un
proceso de racionalidad técnica y control social que (como buen herede-
ro de la tradición francfortiana) el autor cuestiona, y al que los nuevos
movimientos sociales enfrentaron a partir de defender un proyecto de
autonomía e identidad (Offe, 1988). En este punto, Offe toma contac-
to con la preocupación de Habermas (1989) sobre la colonización del
mundo de la vida por la racionalidad instrumental. Habermas concibe
los movimientos sociales en el marco de su teoría de la esfera pública
(1982), allí el potencial de éstos radica en que pueden proponer un pro-
ceso de racionalización de las demandas en el seno de la sociedad civil,
a la vez que exige al sistema político su incorporación produciendo, de
esta manera, una mayor democratización. Este proceso fue identificado
también por Niklas Luhmann, quien considera que los “movimientos
sociales de protesta”9 se ubican en la periferia del sistema político y son
encargados de transmitir (“irritando” o “buscando resonancia”) preocu-
paciones para que sea el sistema político el que las resuelva. Es decir, no

9
Ante la imposibilidad de delimitar el concepto de “nuevos movimientos sociales”, Luh-
mann prefiere concentrarse en los “movimientos de protesta” (Luhmann, 1998; Torres
Nafarra­te, 2004).

249
Martín Retamozo

hay, propiamente, una dirección no institucionalizada de los movimien-


tos, sino que están destinados a influir en la agenda de temas que son
tratados por el sistema político, el cual los aborda desde su propia lógica
de funcionamiento. Esto implica que los movimientos de protesta no se
hacen cargo del problema que tematizan y presentan tanto a la opinión
pública como al sistema político. Allí radicaría el carácter de “nuevos”
de estos movimientos, los cuales, a diferencia de los “viejos”, no buscan
hacerse cargo de los problemas y la dirección de un proceso social, pos-
tulando así un “radicalismo autolimitado” (Cohen y Arato, 2000: 557),
en el que se reconoce la independencia de los subsistemas y en el cual la
acción política tiene como uno de sus objetivos centrales la defensa y la
democratización de la sociedad civil.

El estudio de los movimientos sociales en América Latina

Siempre que existieron fenómenos de protesta social, de alguna u otra


manera, más o menos sistemáticamente, se ofrecieron interpretaciones
a tales movilizaciones. Las ocurridas en América Latina no fueron la ex-
cepción. En este sentido, la reflexión sobre las movilizaciones colectivas
populares ocupó una gran parte de los esfuerzos de la teoría social la-
tinoamericana. En la perspectiva clásica, los enfoques dominantes pro-
puestos para el análisis de los movimientos propios de América Latina
estuvieron vinculados al funcionalismo10 y al marxismo.11
No obstante, hacia los años ochenta, se introdujeron las categorías
elaboradas por los paradigmas centrados en los movimientos sociales.
Esta incorporación a la agenda de temas de las ciencias sociales lati-
noamericanas se produjo diacrónicamente a su utilización en los países
centrales y en un contexto particular, tanto en lo teórico como en lo his-
tórico. En lo teórico, el panorama en la región estaba dominado por la
crisis de los paradigmas críticos, especialmente el marxismo y la teoría
de la dependencia; mientras que el contexto histórico de la región esta-

10
Para una revisión de las tesis de Germani en relación con los movimientos sociales latinoa-
mericanos puede consultarse Cisneros Sosa (2001).
11
Es posible encontrar excepciones, como la de José Carlos Mariátegui por ejemplo, que des-
de el marxismo intentó pensar las características propias de la realidad peruana.

250
Movimientos sociales

ba signado por las llamadas “transiciones” a la democracia. En este cli-


ma intelectual, las teorías de los movimientos sociales fueron “aplicadas”
en contextos que muchas veces no tenían nada en común con los que
originaron las reflexiones teóricas (Calderón, 1986). Esto produjo mu-
chas limitaciones al pensar con esquemas que no estaban adecuados a
las experiencias colectivas históricas de América Latina (movimientos
armados, nacional-populares, campesinos, indígenas), ni a sus contextos
económicos y culturales, ni a los regímenes autoritarios o dictatoriales
que padecían muchos de los países. Estos equívocos teóricos y epistemo-
lógicos sobre el modo de abordar el problema de la movilización social
fueron patentes evidencias de las debilidades del pensamiento eurocén-
trico para comprender estos problemas y constituyen una prueba de la
colonialidad del saber (Lander, 1993).
En este marco y frente a una forma de construcción epistemológica
de los problemas sociales y políticos de América Latina que hacía invi-
sible como campo de análisis a los movimientos sociales, a inicios de los
años ochenta florecieron diversos proyectos colectivos impulsados por
centros de pensamiento (Clacso, Flacso) para estudiar los movimientos
sociales.12 En este espacio surgieron los primeros congresos, coloquios y
jornadas que dieron lugar a compilaciones sobre el tema. Por entonces,
la influencia de autores como Melucci y su interés por las formas de ac-
ción y las redes que sustentan las acciones colectivas era presentada en
el subcontinente por autores como Fernando Calderón, especialmente
retomando la idea de observar los procesos de construcción de la acción.
Sin embargo, el propio Calderón (1986: 335) tempranamente acierta
con una pregunta clave: “¿es posible acercarse a los movimientos sociales
latinoamericanos con categorías elaboradas por teóricos para responder
a problemas suscitados en otras partes del mundo?” La respuesta tal vez
no es unívoca y dependerá de la apropiación que de los diversos aportes
teóricos pueda hacerse en función de los problemas de investigación. En
parte, algunos esfuerzos por pensar los avatares políticos y sociales en

12
Esto no significa que no hayan existido esfuerzos por comprender las movilizaciones co-
lectivas en la región, particularmente el movimiento obrero y el campesino. Sin embar-
go, como campo autónomo de estudio los movimientos sociales se constituyeron recién
hacia comienzos de los ochentas. Entre las principales obras conjuntas caben destacar la
compilada por Calderón (1986), Calderón y Jelin (1987), Calderón y Dos Santos (1987),
Camacho y Menjivar (1989).

251
Martín Retamozo

el subcontinente se plasmaron en las teorías sobre las transiciones que


incluían una pregunta por el lugar de las sociedades civiles y, allí, de los
movimientos sociales.
Hacia finales de la década de los ochenta y principios de los noven-
ta, en un contexto marcado por el avance del neoliberalismo y sus refor-
mas en América Latina, emergieron fenómenos de movilización social
multifacéticos que alimentaron una enorme cantidad de trabajos sobre
los movimientos sociales. Esta vez ya no vinculados al problema de la
transición democrática, sino como intentos de dar cuenta de los conflic-
tos en el nuevo orden neoliberal. Las protestas sociales en Venezuela co-
nocidas como “el Caracazo” de 1989, el levantamiento zapatista de 1994,
las movilizaciones campesinas en Brasil, indígenas y obreras en Bolivia,
de desocupados en Argentina, son tan sólo algunas de las experiencias
de acción colectiva en un nuevo contexto social que llega hasta nues-
tros días. Asimismo, la realización de encuentros como el Foro Social
Mundial cruzó las emergencias nacionales con luchas de dimensiones
globales como las altermundistas, las ecologistas y las perspectivas de
género.
En América Latina, bastantes de las luchas sociales —como las ve-
nas— persisten abiertas y los esfuerzos por comprenderlas no tienen
sólo una motivación académica, sino que se involucran en las posibili-
dades de transitar hacia órdenes sociales más justos. En este aspecto, el
abordaje de los asuntos concernientes a las protestas y movilizaciones
sociales exige tanto la atención a los desarrollos teóricos a los que hi-
cimos referencia, como a innovaciones que promuevan puntos de vista
heurísticos para avanzar en el tema. En cualquier caso, el análisis ex-
haustivo de la historicidad de los órdenes sociales y la historia de los su-
jetos sociales que disputan la conformación de la sociedad es clave para
avanzar en la comprensión de los fenómenos particulares convertidos en
objeto de estudio.

Conclusiones

A lo largo de este capítulo, revisamos diferentes perspectivas, teorías y


paradigmas para el estudio de los movimientos sociales. En este punto
es necesario destacar que han sido varios los intentos de diálogo entre

252
Movimientos sociales

los diferentes enfoques, especialmente entre las tradiciones continen-


tales y la estadounidense. Los autores citados (Tarrow, Tilly, Melucci,
Pizzorno) han procurado una síntesis que permita atender tanto el pla-
no estratégico de los movimientos como su faz identitaria. Conciliar
distintos enfoques, sintéticamente, no puede realizarse desde una su-
matoria de los aportes, puesto que parten de supuestos ontológicos y
epistemológicos disímiles. Incluso los esfuerzos por incorporar desde el
paradigma de la identidad, los aportes de las teorías orientadas a la es-
trategia han acabado por sesgar el aporte de la primera al vincular iden-
tidad con definición de preferencias y el accionar estratégico. Quizás
más que una búsqueda de síntesis, es necesario rearticular los aportes,
disímiles por cierto, de los enfoques a partir de una configuración teóri-
ca superadora y pertinente para los fines específicos que las investigacio-
nes plantean, esto es imprescindible para enfocar nuestra atención a las
movilizaciones que nos interesan.
Es evidente que el lector que ha llegado hasta aquí buscando una
definición acabada de lo que son los movimientos sociales, se llevará
una decepción. La mayoría de los conceptos de las ciencias sociales son
categorías que adquieren determinado significado en relación con las
perspectivas teóricas y de investigación en la que se insertan. Es esté-
ril batallar en la búsqueda de la definición acabada de ese objeto esqui-
vo “movimientos sociales”, básicamente porque no existe como tal, sino
como una construcción metodológica particular, la cual dependerá de
la posición del investigador, el problema a indagar que plantee, sus con-
vicciones, intereses, búsquedas, angustias y sus valores. Una definición
acabada de los movimientos sociales tendría, sospechamos, el mismo
problema que el mapa del imperio al que hicimos referencia al inicio: se-
ría tan perfecta como inútil.
Por lo anterior, en lugar de proponer una definición de lo que son
los movimientos sociales, procuraremos identificar algunos ámbitos
abiertos al debate, en los cuales cualquier interesado en el tema puede
indagar y que se agregan a los mencionados en este trabajo. El primero
es la atención a las demandas sociales en la conformación de los movi-
mientos. Esto ayudaría a observar las relaciones sociales que los sujetos
identifican como injustas y las que originan sus acciones. El segundo
es el lugar de las subjetividades colectivas y los sujetos sociales como
construcciones que elaboran demandas y se reconfiguran en el proceso

253
Martín Retamozo

mismo de acción y movilización. El tercero, que se deriva del anterior,


supone abordar los procesos de construcción de identidades colectivas,
donde las formas tradicionales se entrecruzan con nuevos ámbitos de
identificación y reconocimiento relevantes para el estudio de las movi-
lizaciones. El cuarto se sitúa en la pregunta por los modos de la acción
colectiva contemporánea, las experiencias de la protesta y los repertorios
empleados en la contienda por los actores sociales. El quinto, finalmen-
te, tiene que ver con el impacto de las movilizaciones sociales en el plano
institucional, es decir, el efecto que las protestas han tenido en la orga-
nización de cada una de las sociedades, sus alcances y limitaciones para
obtener respuestas a las demandas.
Quisiéramos terminar este capítulo con una última reflexión a
modo de corolario. Pensar que los órdenes sociales contemporáneos son
producciones históricas, que no hay una naturaleza última que los fun-
damente y que son, en definitiva, las formas de organización que los
hombres se han dado para vivir, hace que el conflicto y el poder estén
siempre presentes en la sociedad. La erradicación del conflicto es tam-
bién la aniquilación de la política y la libertad de los hombres para cons-
truir otras formas de organización social diferentes a las existentes. Los
movimientos sociales, como emergentes del descontento, son una mues-
tra de la contingencia del orden social, de la posibilidad de que determi-
nadas relaciones sociales se estructuren de otra forma. En este sentido,
la investigación de los sujetos sociales (entre éstos los movimientos) su-
pone también la oportunidad de rastrear las huellas del futuro, de las
potencialidades y las limitaciones que los sujetos tienen para hacer la
historia por venir.

Lecturas recomendadas

Un trabajo introductorio muy destacado es el de Ana Rubio García


(2004). Para los clásicos, consúltese Laraña (1996). Una buena in-
troducción a la teoría de la movilización de recursos es el trabajo de
Jenkins (1994), y para su ampliación, los trabajos clásicos de McCharty
y Zald (1973 y 1977). Entre la literatura del proceso político cabe men-
cionar a Tarrow (1994), McAdam, McCarthy y Zald (1999), así como
McAdam, Tarrow y Tilly (2001); mientras que entre los trabajos orien-

254
Movimientos sociales

tados a la identidad Touraine (1987; 1997a; 1997b) y Melucci (1999).


Por su parte, Laraña y Gusfield (1994) compilan uno de los trabajos
más destacados por la variedad de enfoques incluidos que se comple-
menta con el de Ibarra y Tejerina (1998).
Entre las fuentes relevantes para el estudio de la actualidad de los
movimientos sociales en América Latina, encontramos el Observatorio
Social de América Latina (promovido por Clacso), donde se llevan re-
gistros de los movimientos en la región y se cuenta con una revista espe-
cializada en la temática, la cual está disponible en Internet. Allí pueden
encontrarse valiosos materiales bibliográficos. La revista internacional
Mobilization ofrece estudios sobre diferentes movimientos sociales, ma-
yormente desde un enfoque del “proceso político”. El muy citado núme-
ro 69 de la revista Zona Abierta está dedicado íntegramente al tema y
contiene excelentes trabajos desde diferentes ópticas.

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258
Políticas públicas
Eduardo Villarreal Cantú*

Introducción

H asta hace relativamente poco, el concepto de políticas públicas es-


taba ausente en los análisis y debates políticos de la región latinoame-
ricana. La atención de la ciencia política en el continente estaba muy
orientada hacia las características institucionales de los regímenes po-
líticos, así como a las formas, dinámicas y actitudes de los actores que
se organizaban contra los excesos gubernamentales, ya sea para derro-
carlos institucionalmente (partidos políticos) o presionarlos hacia una
mayor democratización (movimientos sociales). La atención de la disci-
plina estaba abocada, más ampliamente, hacia las formas como se acce-
día al poder, dejando de lado los mecanismos y decisiones del ejercicio de
éste. Sin embargo, conforme los países latinoamericanos han avanzado
en términos de democracia electoral (es decir, que han logrado instaurar
instituciones y procedimientos democráticos respecto de las formas de
acceso al poder público), los intereses analíticos se han ampliado hacia
temas de la acción de quien detenta ese poder formal, es decir, a la hechu-
ra, diseño, modo o proceder de quien lo ejerce. Con ello, el enfoque de
políticas públicas, que se orienta en esa dirección analítica, ha ganado
espacio y amplia visibilidad.

* Profesor-investigador de la Flacso México. Coordinador de la Maestría en Políticas


Públicas Comparadas. Correo electrónico: <evillarreal@flacso.edu.mx>.

259
Eduardo Villarreal Cantú

Los sistemas democráticos que se gestan en América Latina impli-


can que las acciones formales que se tomen para enfrentar lo que co-
lectivamente no es deseable (los “problemas públicos”) deriven de una
compleja y muy dinámica relación entre las instituciones del Estado y
sus titulares (gobernantes) y los miembros de la sociedad que la com-
ponen (gobernados), no exenta de intereses heterogéneos, visiones dife-
rentes, objetivos disímbolos, etc. El objetivo de este ensayo es explicar,
sencilla e introductoriamente, el concepto de políticas públicas desde
una visión sociopolítica. Lo que pretendo con ello es advertir al lector(a)
lego en el tema las muchas complejidades (empíricas y conceptuales)
que están detrás del ejercicio del poder público en sociedades democrá-
ticas, que es el centro de atención del enfoque analítico denominado po-
líticas públicas. Pero quizá más importante que eso, lo que nos mueve a
presentar al lector(a) estas líneas en la forma como se hace, es la funda-
mental advertencia de que no se pueden entender las políticas como
“públicas” en ausencia de ciudadanos enrolados en éstas. Lo público de las
políticas, si se pretenden efectivamente democráticas, debe pasar siempre
por diferentes interacciones entre ciudadanos e instituciones que posi-
biliten la determinación de metas colectivas y los medios para llegar a
éstas. Las formas y procesos de esas interacciones varían ampliamente,
pero no pueden estar ausentes. Conocer mejor el concepto de políticas
públicas y algunos de sus más importantes nodos temáticos es lo que a
continuación se desarrolla.

Concepto de políticas públicas

Una pregunta frecuente y pertinente de los tiempos actuales es ¿cómo


gobernar en sociedades caracterizadas por una evidente y problemática
complejidad? A esta interrogante se han abocado muchos de los esfuer-
zos de la ciencia política contemporánea. El dinamismo de las socieda-
des actuales ha obligado a pensar en formas y técnicas de gestión pública
que contemplen la multiplicidad de actores y factores que intervienen
en los procesos de gobierno y gobernanza.1 Una de las respuestas que se

1
Para una amplia discusión en las diferencias entre gobierno, gobernabilidad y gobernación/
gobernanza, véanse Aguilar (2006) y Cerrillo (2005).

260
Políticas públicas

pueden encontrar en la literatura de la disciplina se halla en el enfoque


de las políticas públicas.2 Como ya se advirtió, este ensayo tiene como
finalidad ofrecer algunas pistas generales sobre dicha perspectiva. No
pretenden ser exhaustivas ni integrales, sino, en todo caso, provocadoras
de lecturas y análisis sobre el tema. Conviene comenzar, entonces, por
definir el concepto.
El término de política pública ha recibido diferentes acepciones que,
aunque cercanas entre sí, destacan diferentes aspectos o elementos cada
una. Una rápida revisión a algunas de las definiciones presentes en la li-
teratura nos ofrece el siguiente menú sobre lo que se entiende por este
concepto:

• Lo que el gobierno hace o deja de hacer.


• Los impactos de la actividad gubernamental.
• Una línea de acción elegida o una declaración de intenciones.
• Acción gubernamental dirigida hacia el logro de objetivos fuera
de sí misma.
• Acción de las autoridades públicas en el seno de la sociedad.
• Proceso por el cual se elaboran y se implementan programas
de acción pública, es decir, dispositivos político-administrati-
vos coordinados, en principio, alrededor de objetivos explícitos.
• Conjunto interrelacionado de decisiones y no decisiones, cuyo
foco es un área determinada de conflicto o tensión social. Se
trata de decisiones adoptadas formalmente en el marco de las
decisiones públicas —lo cual les confiere la capacidad de obli-
gar—, pero que han sido precedidas de un proceso de elabo-
ración en el cual han participado una pluralidad de actores pú-
blicos y privados.

2
Más que una disciplina (entendida como “arte, facultad o ciencia”), las políticas públicas son
un enfoque analítico de la ciencia política, que nos ayudan a “dirigir la atención o el interés
hacia un asunto o problema desde unos supuestos previos, para tratar de resolverlo acerta-
damente” (Real Academia Española). La cualidad de enfoque no significa pérdida de rique-
za conceptual, sino una mejor ubicación dentro de la ciencia política, la disciplina “madre”
de la que surge el enfoque. A pesar de que esta precisión la considero pertinente, advierto
al lector(a) que no es usual esta distinción en la bibliografía del tema y con frecuencia se le
llama disciplina.

261
Eduardo Villarreal Cantú

• Cursos de acción y flujos de información relacionados con un


objetivo público definido en forma democrática; los que son de-
sarrollados por el sector público y, frecuentemente, con la parti-
cipación de la comunidad y el sector privado.
• Conjunto de sucesivas iniciativas, decisiones y acciones del ré-
gimen político frente a situaciones socialmente problemáticas
y que buscan la resolución de éstas.

El concepto de políticas públicas no ha sido ajeno, como puede ad-


vertirse, a esa tendencia en ciencias sociales de tener definiciones vario-
pintas. Las opciones van desde miradas reducidas que se centran sólo en
el gobierno, hasta algunas tan amplias e imprecisas en las que cabe prác-
ticamente toda cuestión sociopolítica y ahí el enfoque no encuentra su
propia singularidad frente a otras disciplinas sociales.
En aras de precisar lo mejor posible lo que es una política pública,
tomemos la definición de Aguilar (2007), quien ofrece una opción, aun-
que larga, productiva para fines conceptuales:

[Una política pública es] un conjunto (secuencia, sistema, ciclo) de


acciones, estructuradas en modo intencional y causal, en tanto [que]
se orientan a realizar objetivos considerados de valor para la sociedad
o a resolver problemas cuya intencionalidad y causalidad han sido
definidas por la interlocución que ha tenido lugar entre el gobierno
y sectores de la ciudadanía; acciones que han sido decididas por las
autoridades públicas legítimas; acciones que son ejecutadas por ac-
tores gubernamentales o por éstos en asociación con actores sociales
(económicos, civiles); y que dan origen o forman un patrón de com-
portamiento del gobierno y la sociedad.

Esta definición nos permite resaltar algunas características esencia-


les de toda política pública: no se trata de decisiones aisladas, tomadas
coyunturalmente, sino agregados de decisiones congruentes y consisten-
tes entre sí; que tienen detrás una explicación y argumentación teórica
que las sustenta (es decir, están basadas en una teoría causal del cambio
social); formuladas e implementadas en espacios gubernamentales y no
gubernamentales, pues se parte de la idea de que en sociedades contem-

262
Políticas públicas

poráneas “lo público” trasciende lo gubernamental;3 así como enmarca-


das en normas jurídicas vigentes, lo que implica que se desarrollen y
ejecuten dentro de un Estado de derecho concreto, permitiendo cierto
grado de coerción para su cumplimiento. Un importante supuesto ana-
lítico presente en el enfoque, pocas veces mencionado, es que sólo pue-
den pensarse las políticas públicas en sociedades con sistemas políticos
democráticos, donde el intercambio de opiniones entre gobernantes y
gobernados sea una posibilidad real y concreta.
Las políticas públicas suponen, entonces, espacios de interlocución,
acción y diálogo entre los actores de la escena pública (gobierno, sociedad
civil y mercados), quienes en conjunto deciden los objetivos (qué) y los
medios (cómo) para “resolver” situaciones que democráticamente, a través
de instituciones del sistema político, definen como problemáticas. Estas
dinámicas, por algunos llamadas “interfaces socioestatales”,4 son inherentes
a sistemas donde el ejercicio del poder es democrático, no así donde pre-
domina la imposición y la fuerza, como sucede en dictaduras o gobiernos
autoritarios.
En suma, “al hablar de políticas públicas, queremos decir decisiones
que incorporan la opinión, la participación, la corresponsabilidad y el dine-
ro de los privados, en su calidad de ciudadanos electores y contribuyentes.
Concedamos que en esta perspectiva disminuye el solitario protagonismo
gubernamental y aumenta el peso de los individuos y sus organizaciones.
Se sustancia ciudadanamente al gobierno” (Aguilar, 1992).

Polity, Politics, Policy

¿Qué lugar tienen las políticas públicas en la ciencia política?, ¿qué es lo


que las identifica dentro de esta disciplina? El término “política” tiene, en

3
Cada vez es más frecuente hablar, entonces, de acción pública, una “categoría de análisis que
permite explorar el punto de intersección de la acción gubernamental y la acción social. La
utilidad de este enfoque es que no se queda en la parcialidad de una visión de lo público
sólo desde lo gubernamental, y a la vez tampoco se queda en la parcialidad de una visión de
lo colectivo sólo desde la sociedad”. Al respecto, puede consultarse Cabrero (2005).
4
Las interfaces socioestatales son espacios de participación, interpelación y control del po-
der estatal, donde participan gobernantes y gobernados, no casual sino intencionalmente
(Isunza, 2006).

263
Eduardo Villarreal Cantú

español, un solo nombre para tres dimensiones analíticas diferentes, que


en inglés se diferencian claramente. Según el punto de vista que adop-
temos, la política puede ser percibida como estructura, como proceso y
como resultado (Vallès, 2003):

Estructura (Polity). Se refiere al modo, usualmente estable, en que una co-


munidad determinada organiza sus actuaciones políticas. La estructura
implica la arquitectura fija —instituciones y reglas— por la que transi-
tan los comportamientos políticos. Los parlamentos, las constituciones,
el sistema electoral, las instituciones gubernamentales, etc., son ejemplos
del “telón de fondo” que tiene la política, los cuales normalmente fijan los
límites de actuación de los actores que participan en ésta. Se trata de la
delimitación institucional del accionar de los actores-agentes políticos.

Proceso (Politics). Se refiere a las formas de conducta (individuales o colec-


tivas) que se encadenan dinámicamente en el ejercicio de la política. Desde
esta perspectiva, se atiende de manera particular a los comportamientos de
diferentes sujetos, examinando sus actuaciones, motivaciones, intereses e
intervenciones. Los factores que estimulan y explican las negociaciones
entre legisladores o entre gobernantes y gobernados, son sujetos de esta
dimensión, así como las causas que explican por qué unos grupos sociales
se convierten en partidos políticos y otros conforman movimientos socia-
les, por mencionar sólo un ejemplo. Vale decir, entonces, que mientras la
parte estable de la política se analiza desde la dimensión de la estructura
(polity), la política en acción (politics) se presenta como proceso.

Resultado (Policy). Cuando contemplamos la política como resultado, en


realidad nos referimos a la combinación que la estructura y el proceso
arrojan en un caso determinado, particular. Las decisiones que los acto-
res formales toman (politics) en el marco de una estructura dada (policy)
terminan resultando en algo concreto que puede ser analizado y estu-
diado (policy) de manera particular y desde un enfoque preciso (policies).

Las expresiones que en español solemos utilizar para estas dimen-


siones son, respectivamente, sistema político, política y políticas públicas
(cuadro 1). Estas dimensiones nos ayudan a mostrar que las políticas
públicas tienen un cariz analíticamente separado (aunque nunca des-

264
Políticas públicas

conectado) de otros temas y debates más tradicionales de la ciencia po-


lítica. Cuando nos hacemos preguntas respecto de, por ejemplo, cómo
gobierna el partido Violeta (cuestionamiento clásico del enfoque de po-
líticas), nos interesamos por conocer algo diferente a qué tipo de sistema
pertenece, o cómo es la relación entre sus miembros o sus adversarios
partidistas. Cuando la atención se pone, de nuevo, en el ejercicio del
poder —es decir, en las formas como los gobernantes deciden, imple-
mentan y evalúan sus acciones— nos adentramos a temas en los que el
enfoque de políticas propone metodologías y métodos de análisis.

Cuadro 1. Las tres dimensiones de la política

Estructuras Procesos Resultados


Sistema, orden, Secuencia de actos, serie Política pública, respuestas e
institución, regla de conductas, conjunto de intervenciones formales sobre
negociaciones problemas sociales
Polity Politics Policy

Fuente: Vallés (2003: 46).

Historia

El enfoque de políticas públicas aparece en Estados Unidos en la época


posterior a la Segunda Guerra Mundial.5 El “éxito” en la estrategia béli-
ca sirvió de base para pensar en una forma de enfrentar los problemas
sociales con la misma lógica y determinación, pero teniendo entonces
como objetivo los asuntos o problemas internos (las “guerras sociales”
internas) como la pobreza, el desempleo, la inflación, etc. En los estu-
dios del enfoque hay un consenso amplio en aceptar que el artículo de
Harold Laswell es el trabajo fundacional del enfoque de las “ciencias de
las políticas” (policy sciences).6

5
Para una revisión más detallada de la historia del enfoque, desde la óptica estadounidense,
véase DeLeon (2006). Una mirada europea y crítica se encuentra en Torgerson (1999).
6
Publicado originalmente bajo el título “The Policy Orientation”, en Lerner y Laswell (1951).
Existe traducción al español, con el título “La orientación hacia las políticas” (1992).

265
Eduardo Villarreal Cantú

Si esquematizamos el desarrollo histórico que ha tenido el enfoque


de las políticas, diríamos que en sus primeras dos décadas (de los años
cincuenta a los setenta) “el objetivo disciplinario de las políticas públicas
consistió en estudiar y racionalizar el policy decision making, el proceso
de diseño-decisión de las políticas para fines públicos” (Aguilar, 2006:
16). Luego, frente a diseños bien logrados y pensados, pero ejecucio-
nes imposibles o fallidas de éstos, la tendencia del enfoque viró hacia
la gestión de las políticas. Así, se pasó de un original énfasis en la racio-
nalización de la decisión hacia el estudio y propuestas analíticas sobre la
implementación de las decisiones. En años recientes, la literatura del en-
foque ha cargado su atención hacia el concepto de gobernanza, pues di-
versos estudios de gestión pública empezaron a arrojar como resultado
la necesaria intervención/cooperación de actores no gubernamentales
y privados en los asuntos públicos, en coordinación con las actividades y
responsabilidades tradicionales de los actores gubernamentales.7

Cuadro 2. Énfasis del enfoque de políticas (cortes temporales)

1950-1970 1970-1990* 1990 en adelante


Racionalizar la Mejorar la implementación/ Estudios de gobernanza:
decisión pública. gestión de las políticas colaboración entre actores públicos
(eficiencia y eficacia). (gobierno, sociedad y mercados)
sobre problemas sociales.

* Los estudios de gerencialismo (contenidos en lo que se denominó New Public Manag-


ment o Nueva Gerencia Pública), de gran influencia en la administración pública, apare-
cieron en esta época. Para una revisión de esta corriente, véase Bozeman (1998), Barzelay
(2003) y Arellano (2004).

Fuente: elaboración propia.

Ciclo de políticas

Una de las características más notables del enfoque es la forma que ana-
líticamente divide, para efectos metodológicos, el proceso de una política
pública. Esta forma de deconstruir la realidad ha sido la fuente de nume-

7
Para una revisión del desarrollo histórico del enfoque, véase Ernesto Carrillo (2004).

266
Políticas públicas

rosos trabajos del enfoque. Siguiendo a Mény y Thoenig (1992: 105), el


ciclo de política pública se compone de cinco fases, en la que a cada cual
corresponden un sistema de acción específico, actores y relaciones parti-
culares, así como compromisos y estructuras sociales únicas:

La identificación de un problema: el sistema político advierte que un proble-


ma exige un tratamiento y lo incluye en la agenda de una autoridad pública.

La formulación de soluciones: se estudian las posibles respuestas, se elabo-


ran y negocian para establecer un proceso de acción de agentes políticos.

La toma de decisión: los involucrados en el asunto público eligen una so-


lución particular que se convierte en política legítima.

La implementación: una política es aplicada y puesta en marcha. Es la


fase ejecutiva de la política.

La evaluación: se produce una evaluación de resultados que lleva al final


de las acciones emprendidas o a su rediseño.8

Este marco de análisis, que de entrada parece demasiado rígido, li-


neal y formal, es más bien la forma en que mentalmente se piensa y es-
tudia una política, aunque se sabe que en realidad el proceso está abierto
a toda clase de efectos de retroacción y superposición (Mény y Thoenig,
1992: 104). La idea del ciclo es, entonces, sólo para efectos analíticos y
metodológicos, donde de ninguna manera se piensa que así suceden los
problemas en los hechos. Para autores franceses como Mény y Thoenig:
“El proceso de una política es el complemento indisociable de la sustan-
cia del analista: proceso y contenido constituyen las dos caras de una
misma realidad. En definitiva, el problema que se plantea el analista es
la manera de descomponer su objeto de estudio en elementos empíricos
más finos, sin por ello perder de vista el conjunto del paisaje. Para ello,
se han propuesto múltiples claves analíticas”.

8
En la literatura se encuentran diferentes modelos sobre el “ciclo de políticas”, aunque la
mayoría de éstos concuerda con los cinco aquí presentados. Los matices entre sí se ubican,
más bien, en que algunos desagregan aún más algunas de estas fases. Para una revisión de
los diferentes modelos sobre el “ciclo de políticas”, véase Aguilar (1992).

267
Eduardo Villarreal Cantú

Cuadro 3. El ciclo de políticas

Fase I. Identificación Fase II. Fase III. Fase IV. Fase V.


de un problema Formulación Toma de Implemen- Evaluación
de Soluciones decisión tación
·Apreciación de los acon- ·Elaboración ·Creación de ·Ejecución ·Reacciones
tecimientos de propuestas una coalición ·Gestión y a la acción
·Definición de un problema ·Estudio de ·Legitimación administra- ·Juicio
·Agregado de intereses soluciones de una polí- ción sobre los
·Organización de las de- ·Adecuación tica elegida ·Producción efectos
mandas de los criterios de efectos ·Expresión
·Representación y acceso
ante las autoridades
públicas

·Demanda de la acción ·Propuesta de ·Política ·Impacto ·Acción


pública una respuesta efectiva de sobre el política
acción terreno o reajuste

Fuente: Mény y Thoenig (1992: 106).

De ahí que un acercamiento a la literatura del enfoque refleje que la


mayoría de los análisis hasta ahora confeccionados tenga como base esta
estructura analítica o referencia metodológica. Los estudios sobre agen-
da pública, diseño, implementación y evaluación de políticas abundan en
la literatura del enfoque, y todos tienen como referencia esta secuencia
procedimental.
Recientemente, sin embargo, las fases tienden a reconsiderarse di-
mensiones analíticas que operarían simultánea o parcialmente solapadas,
bajo tres divisiones que enriquecen la forma bajo la cual se analiza un
proceso de políticas (Gomá y Subirats, 1998; Ibarra et al., 2002):

La dimensión simbólica o conceptual: corresponde al proceso de construc-


ción de problemas, explicitación de demandas, elaboración de discur-
sos apoyados en determinados valores, marcos cognitivos y sistemas de
creencias, así como a la conformación de agendas públicas de actuación.
Es una visión macro o general, un tanto abstracta, de las ideas y preferen-
cias, así como de las ideologías y cosmovisiones de los actores interesados.

La dimensión sustantiva: corresponde al proceso de formulación de po-


líticas y toma de decisiones. Es decir, la dimensión donde se negocian

268
Políticas públicas

contenidos y opciones de fondo, formalizándose por medio de decisiones


jurídicamente respaldadas. Es la visión meso o intermedia, que da paso a
la interacción de los actores, así como a los escenarios de cooperación y
conflicto que entre sí se suscitan.

La dimensión operativa: corresponde a la fase de implementación y eva-


luación. En ésta se ponen en marcha mecanismos específicos de produc-
ción de servicios, programas y proyectos. Puede ser la concepción más
técnica, aunque en ella pueden abrirse nuevos espacios participativos,
ligados tanto a la gestión de recursos como a la evaluación de ciertos as-
pectos y al consiguiente rediseño de políticas. Se trata de la visión micro
o concreta en la que sobresalen los procedimientos, instrumentos, me-
diciones y herramientas.

Esta forma de entender las políticas públicas desagregadas en di-


mensiones (y no fases) abre caminos interesantes para casos como el
de México y otros más en América Latina, donde los sistemas políticos
presentan debilidades institucionales y tensiones organizacionales fuer-
tes que no permiten funcionamientos políticos estables, como sucede en
democracias consolidadas (lugar original del enfoque de políticas). La
amplia desigualdad económica y política entre los actores públicos y po-
líticos del continente americano, así como su incipiente incorporación a
ambientes democráticos —por hablar sólo de un par de problemas fuer-
tes y significativos de la región— son características torales presentes en
(casi) cualquier política pública.
Así, a la complejidad de las relaciones sociopolíticas per se, cabe
agregar que nuestros países latinoamericanos enfrentan problemas cu-
yas soluciones deben de considerar éstas y otras problemáticas transver-
sales que implican desafíos importantes. La noción de dimensiones es
una forma de “adoptar” críticamente el enfoque tradicional (por fases),
permitiendo una mejor adaptación a los contextos latinoamericanos,
donde la política se practica con particulares niveles (éticos, retóricos,
prácticos), muy propios y diferentes a otras latitudes. Cómo se (des)co-
nectan estas dimensiones en la realidad latinoamericana y qué elemen-
tos están presentes en cada una son tareas que bien deben estudiarse en
casos como los nuestros.

269
Eduardo Villarreal Cantú

Redes de política pública

A diferencia de las políticas gubernamentales, que emanan del Ejecutivo,


ya como realizaciones de las promesas de campaña, ya como visiones
partidistas/particulares de las problemáticas sociales (con el respectivo
riesgo de la unilateralidad de la decisión), así como del uso de las com-
petencias establecidas para el propio gobierno en las normas jurídicas,
las políticas públicas tienen como condición sine qua non la participa-
ción de más agentes que sólo los pertenecientes al gobierno. El adjetivo
de “públicas” no es gratuito: obedece a la necesaria condición de que en
su confección o puesta en marcha estén presentes la opinión y visión de
diferentes agentes públicos (generalmente englobados en las categorías
gubernamentales, sociales y privados). Ello implica que los análisis de po-
líticas públicas puedan hacerse, también, bajo un lente conceptual parti-
cular y rentable: el de redes de políticas (policy network).9
Esta perspectiva “se basa en la idea de diversidad de las relaciones
Estado-sociedad y la necesidad de desagregación del análisis para compren-
der de forma más completa las políticas públicas […]. Más que proponer
ideas nuevas, reformula los principios y postulados básicos de enfoques teóri-
cos existentes para adaptarlos al contexto político, económico y social (de los
casos analizados)” (Chaqués, 2004: ix).
El análisis de redes de política parte del supuesto de que, ante el cre-
ciente volumen de actividades de intervención estatal en las sociedades
contemporáneas, las acciones públicas requieren de una colaboración
intensa del gobierno con los grupos sociales, poniendo de manifiesto su
incapacidad para asumir por sí solo la responsabilidad sobre estas ma-
terias y la creciente dependencia respecto de los grupos sociales y priva-
dos. El análisis de redes se configura, entonces, como un marco teórico
alternativo que sirve para explicar estos cambios en la forma de dirigir y
gestionar los problemas públicos.
Una de las formas en que ha sido abordado el tema de redes de polí-
ticas ha sido contrastándolo con las opciones de análisis politológico del

9
Para un amplio análisis del enfoque de redes de políticas públicas, véase Rhodes y Marsh
(1992), Kickert, Klijn y Koppenjan (1997), Evans (1998) y Chaqués (2004).

270
Políticas públicas

pluralismo y el elitismo.10 Suponiendo a ambas corrientes como formas


extremas de relación Estado-sociedad y considerando el grado de (des)
concentración del poder público, el análisis de redes se presenta como
una forma alternativa (intermedia) entre estas dos clásicas maneras de
ver las interfases gobernantes-gobernados. El cuadro 4 resume, apreta-
damente, algunos de los postulados generales de esta comparación.

Cuadro 4: Comparación entre pluralismo, redes de políticas y elitismo

Pluralismo Redes de políticas Elitismo


Idea de Las políticas son re- Las políticas son el re- Las políticas son el
partida sultado del conflic- sultado de la interacción resultado de acuerdos
to entre múltiples y constante entre el Estado y cerrados de carácter
variados intereses, grupos sociales. Se carac- tripartito, en los que
usualmente contra- teriza por la diversidad y participan intereses
puestos. desagregación del análisis contrapuestos.
en subsistemas políticos.
Actores Diversidad de gru- Limitado a un número re- Limitados a grupos con
pos de interés. ducido de actores en cada organizaciones fuertes y
subsistema político. cohesionadas.
Proceso Abierto, libre de Negociación constante Cerrado, monopolizado
político restricciones a la entre actores. Puede adop- por pocos actores que
participación. tar formas diversas en cada participan en una ne-
sector de actividad. gociación cerrada en la
formulación y desarrollo
de las políticas.
Decisiones Resultado de la Resultado del intercambio Resultado de los acuer-
lucha e interacción de recursos e información dos cerrados.
de grupos de in- de forma permanente
terés. entre organizaciones gu-
bernamentales y grupos
sociales y privados.
Poder Disperso. Existen Depende de las caracterís- Concentrado en pocos
contrapesos que ticas de la red. actores. La desigualdad
limitan la concen- en el acceso está institu-
tración del poder. cionalizada.
Papel del Árbitro Mediador Promotor
Estado

Fuente: adaptado de Chaqués (2004).

10
Para un análisis amplio de estas dos formas de gobierno, véase Alford y Friedland (1991) y
Marsh y Stoker (1997).

271
Eduardo Villarreal Cantú

Así pues, una definición general de redes de política pública es “con-


junto de relaciones relativamente estables entre actores públicos y privados
que interactúan a través de una estructura no jerárquica e interdependiente,
para alcanzar objetivos respecto de la política pública” (Chaqués, 2004: 36).
El análisis de redes de políticas públicas se presenta, al igual que
la noción de dimensiones, como una atractiva alternativa metodológi-
ca para los casos de políticas públicas latinoamericanas, donde la acción
pública es cada vez más plural, sin dejar de tener aún importantes élites
decisorias (según los temas y problemas que se analicen). La democracia
en el continente ha llegado a ritmos diferentes en los distintos asuntos
públicos (áreas de política), y se ha instalado con diferente intensidad,
según el nivel de gobierno que se trate (regional, nacional, local), por lo
que el análisis de redes es una interesante opción al momento de estu-
diar el amplio mosaico que resulta de estos nuevos fenómenos.

Marcos analíticos de políticas públicas

En la literatura de las políticas públicas11 existen, además del análisis de


redes, distintos marcos analíticos bajo las cuales pueden analizarse los
asuntos públicos. Cada uno tiene una finalidad diferente y específica,
quedando a criterio del analista la utilización de uno o más de éstos.
Lo que cada marco intenta es destacar el(los) elemento(s) que, a su jui-
cio, determinan o explican las variables más importantes o decisivas al
analizar los casos de análisis de políticas.
Este conjunto de marcos analíticos enlistados (que por razones de
espacio me es imposible profundizar) sólo intenta mostrar que el enfo-
que de las políticas públicas está lejos de tener una sola forma de ana-
lizarse e interpretarse. Si bien es cierto que el enfoque dominante está
fuertemente influido por las visiones econométricas-prescriptivas, ello
no implica que sean las únicas ni necesariamente las mejores formas de

11
La ciencia política, como otras disciplinas científicas, ha desarrollado numerosos modelos
analíticos que ayudan a entender la dinámica política de las sociedades. Entre esos mode-
los se encuentran el institucional, el elitista, de grupos, el racional, el incremental, la teoría
de juegos, la elección pública y el sistémico. Para un examen de todos estos modelos bajo
el lente de las políticas públicas, véase Dye (1995).

272
Políticas públicas

análisis. En América Latina, con la historia contemporánea de democra-


tización que se vive, cada vez son más útiles y tienen más presencia, por
ejemplo, los análisis sociológicos de las políticas públicas.

Cuadro 5: Xxxxxxx xxxx xxxxxxxxx xxxxx

Tipo de enfoque Objetivo primordial


1. Proceso Analizar una parte del proceso de políticas
2. Sustantivo Analizar un área o tema en particular de una política
Analizar las causas y consecuencias de las políticas
3. Lógico-positivista
usando métodos científicos
4. Econométrico Probar teorías económicas asociadas a problemas públicos
5. Fenomenológico Analizar situaciones a través de procesos intuitivos
Analizar el papel de múltiples actores en la elaboración
6. Participativo / Redes
de políticas
7. Normativo / Prescriptivo Formular políticas a tomadores de decisiones
Analizar políticas desde puntos de vista liberales
8. Ideológico
o conservadores
9. Histórico Analizar políticas a través del tiempo

Fuente: adaptado de Lester y Steward (2000).

Líneas de investigación

Las políticas públicas son, como ya dijimos, un enfoque reciente para


la ciencia política en Iberoamérica, lo que implica que existen múltiples
opciones por explorar todavía.12 Sin ser ajenos a las corrientes que en
otras partes del mundo adopte el enfoque, en América Latina parecen
perfilarse cinco senderos por donde los análisis13 de las políticas públi-
cas estarán presentes en el mediano plazo:

12
La consolidación del enfoque en español se presentó a principios de los noventa, a través de
tres trabajos pioneros (dos traducciones y una antología), que son ya referencias obligadas
para los estudiantes en toda Iberoamérica: Lindblom (1991), Mény y Thoenig (1992) y
Aguilar (1992).
13
Estos énfasis no deben significar, sin embargo, que el enfoque pierda su carácter multidis-
ciplinario. Se trata, más bien, de líneas de trabajo que responden a los cambios que el con-

273
Eduardo Villarreal Cantú

Políticas públicas desde el Legislativo y Judicial: la democratización de la


región latinoamericana ha dejado de manifiesto que para que sean ro-
bustamente legítimas las políticas públicas implementadas en esos paí-
ses, cada vez es más necesario el diálogo, la negociación y la colaboración
entre los poderes institucionales en las decisiones públicas. El mono-
polio del ejercicio del poder que tuvo el Ejecutivo de muchos países de
la región (ya por gobiernos autoritarios, ya por dictaduras) ha ido des-
apareciendo con la llegada de la democracia. La incorporación de otros
poderes formales (Legislativo y Judicial, así como organismos autóno-
mos) implica diferentes formas de coordinación política que el enfoque
deberá atender y estudiar. Temas como la transparencia, la rendición de
cuentas, la profesionalización de la burocracia, la fiscalización de recur-
sos públicos, entre otros, están tomando cada vez más relevancia en las
agendas públicas y necesariamente se conectan con el estudio de las po-
líticas. La disciplina del derecho (tanto en formulación de leyes, como
en su interpretación) tiene una función importante que desempeñar en
el papel de estas políticas, por lo que su incorporación en el análisis está
siendo cada vez más requerida.

Políticas públicas y sociología política: derivado de la influencia del ratio-


nal choice,14 el enfoque de políticas ha tenido una fuerte presencia de
disciplinas “duras” en la tradición anglosajona (matemáticas, microeco-
nomía, estadística, econometría, etc.). La recepción en América Latina
del estudio de políticas ha tenido también, en términos generales, esa
orientación. Sin embargo, es cada vez más frecuente encontrar en los
estudios de la región análisis sobre redes de políticas, políticas públi-
cas locales, gobernanza, estudios organizacionales de políticas, entre
otros, lo que refleja la intención de combinar con el enfoque categorías
de análisis sociológicas y politológicas, además de las tradicionales eco-
nómicas o administrativas. La razón de ello estriba, de nuevo, en que

tinente ha experimentado en la última década, donde las políticas públicas tienen mucho
que aportar.
14
La teoría de la “elección racional” es un marco analítico para entender (y frecuentemente
modelar) el comportamiento social y económico. Es el paradigma teórico dominante en
los estudios de microeconomía, y cada vez es más influyente en la ciencia política moderna
y otras disciplinas como la sociología. Para una explicación detallada, véanse, entre otros,
Becker (1978), Sen (1987), Green y Shapiro (1994).

274
Políticas públicas

los procesos democratizadores que la región experimenta son campo


natural para disciplinas como la sociología. Lo que se está reformando
en América Latina son las relaciones, estructuras y funcionamientos del
poder público, del gobierno, de la autoridad, del mando entre gobernan-
tes y gobernados, todo ello estudiado desde hace tiempo por la sociolo-
gía política.15

Evaluación de políticas públicas: la permanente exigencia de ser eficien-


tes en el uso de los siempre escasos recursos públicos implica que deben
desarrollarse, cada vez con más precisión y solidez, instrumentos técni-
co-administrativos que evalúen la viabilidad de las políticas. Gobernar
por políticas implica también contar con herramientas de evaluación di-
señadas “con sentido” de políticas públicas, lo que significa que deben
considerar la multicausalidad de los asuntos públicos para ser “económi-
camente rigurosos, legalmente consistentes y políticamente equilibra-
dos” (Aguilar, 2006). Confeccionar modelos de evaluación ad hoc a las
circunstancias de nuestros países es, sin duda, una vertiente pendiente
de consolidación en el enfoque para América Latina.

Políticas públicas globales: uno de los límites del enfoque, desde sus inicios,
tiene que ver con que se pensó para sociedades donde el Estado-nación
tenía claros límites geográficos. Esto implicaba que se podía hablar de
políticas públicas según los países analizados. La política urbanística
francesa, la política energética estadounidense, la política medioambien-
tal española, etc., eran ejemplos de ello. La globalización, como se sabe,
ha fracturado muchos de los supuestos que valían para el análisis tradi-
cional de los estados, y el enfoque de políticas no es la excepción. Hoy
existen problemas públicos compartidos por dos o más países, regiones
continentales enteras e, incluso, por todo el planeta, lo que mueve a la
necesidad de pensar políticas públicas más allá de los límites naciona-
les.16 Los obstáculos y límites para aplicar el enfoque a estas realidades
son muy desafiantes. Preguntas como las siguientes parecen cada vez más

15
Al respecto, consúltense los trabajos ya clásicos de Duverger (1968) y Dowse y Hughes
(1975), así como el amplio compendio de Janoski et al. (2005).
16
La Unión Europea es un buen ejemplo de los desafíos y oportunidades de este tipo de
situaciones.

275
Eduardo Villarreal Cantú

impostergables de analizar: ¿quién legitima las políticas supranacionales?,


¿cómo coercionar para la implementación de políticas globales?, ¿cómo
conciliar los intereses (políticos y legales) de los diversos grupos de un
país con los intereses de grupos homólogos de otras latitudes? Problemas
como la migración, el medio ambiente, la Internet, entre muchos otros,
son claros ejemplos de todo esto.

Gobernanza: el análisis de redes está ligado indisociablemente al en-


foque de gobernanza. Siguiendo de nuevo a Aguilar: “el enfoque de la
gobernanza representa un cambio en la idea del gobierno y del gober-
nar: el paso de un centro a un sistema de gobierno, y el paso de un modo
jerárquico de gobierno a uno más asociativo y coordinador” (Aguilar,
2006: 79). Los estudios de redes no sólo son una opción metodológica
viable e interesante, sino que en la medida que se consoliden, tendre-
mos herramientas para visualizar si, como sucede en otras regiones,
podemos hablar efectivamente de gobernanza en nuestros países o se-
guimos bajo los parámetros analíticos del (sólo) gobierno. Pensarlo en
esa dirección nos brindaría pistas para saber el grado de cooperación/
obstrucción que existe en las relaciones sociopolíticas de nuestras di-
námicas sociales o, lo que sería preferible, nos ayudaría a analizar y
proponer acciones concretas para estimular la coordinación necesaria
y enfrentar mejor los problemas públicos vigentes. Los estudios de caso
son una opción metodológica que tienen una muy favorable perspecti-
va en este sentido.

Conclusiones

El propósito de estas líneas ha quedado cumplido: el lector cuenta ahora


con algunas ideas generales del enfoque de políticas que requieren, para
mejor comprensión, una revisión a detalle de los textos aquí señalados
o de otros más sobre el tema. Me quedan tres consideraciones finales.
Primero, el enfoque de políticas públicas tiene mucho que aportar
al entendimiento de las dinámicas sociopolíticas actuales. Su mayor vir-
tud es que, cuando se le visualiza desde una perspectiva ampliada, reco-
ge la complejidad que caracteriza nuestros tiempos. Pensar en análisis
de políticas públicas significa meter en juego instituciones, organizacio-

276
Políticas públicas

nes, actores y decisiones, lo que no sólo resulta atractivo, sino necesario


para intentar miradas analíticas integrales de lo que pasa en los albores
de este siglo xxi.
Segundo, el nexo entre política (politics) y políticas públicas (poli-
cies) es innegable. Su influencia recíproca permite apostar “larga vida” al
enfoque. Las transformaciones que se viven en México y en países lati-
noamericanos bien se podrían analizar con esta sugerente herramienta
analítica. Para ello habrá que tener en cuenta que las políticas públicas
se analizarían como variables dependientes o independientes. Esto es,
cuando nos interesa saber qué condiciones socioeconómicas y qué ca-
racterísticas del sistema político operan en la configuración de las políti-
cas, se les ve como variables dependientes (la política pública determinada
por su entorno más amplio); cuando, por el contrario, nos interesa ver el
impacto de una o varias políticas públicas en la sociedad y el sistema po-
lítico, procurando con ello entender los enlaces entre fuerzas socioeco-
nómicas, procesos políticos y resultados públicos, se les analiza como
variables independientes. Ambas formas de analizar las políticas mejoran
nuestro conocimiento sobre el funcionamiento social, por lo que habrá
que estimular su estudio y aplicación.
Tercero, habrá que incentivar cada vez más diálogos entre los que
utilizan y dominan herramientas cuantitativas y los que se apoyan en
análisis cualitativos para el estudio de las políticas. La complejidad de
la que parte el enfoque obliga a que no se bifurquen las investigaciones
de políticas entre analistas técnico-normativos y político-contextualiza-
dores. El desafío para un inteligente uso del enfoque radica en la mul-
tidisciplinariedad, no en especializaciones ciegas o renuentes a incluir
variables y perspectivas analíticas. Importa tanto la decisión pública pre-
decisional como la posdecisional.17 Se requiere que se avance en ambos ca-
minos, mas no aisladamente, sino de manera complementaria.

17
Aguilar (1997: 24) señala que “el análisis (de políticas) se ha caracterizado por ser predeci-
sional, y su propósito disciplinario ha sido mejorar la calidad y la eficiencia de la decisión;
mientras tanto, los estudios de implementación y evaluación de políticas han puesto el
acento en el momento posdecisional, en el sentido de que, al decidir, hay que considerar y
anticipar las dificultados y complejidades que acarrea llevar a efecto lo decidido, a causa
de la intervención de múltiples actores administrativos y políticos que por muy diversos
motivos toman partido a favor o en contra de la política”.

277
Eduardo Villarreal Cantú

Lecturas recomendadas

Para visiones amplias e introductorias del enfoque, véase Aguilar (1992),


Howlett y Ramesh (1995), Parsons (1997), Méndez (2000), Lahera
(2002) y Roth (2006). Interpretaciones y análisis del enfoque desde la
perspectivas europeas se encuentran en Meny y Thoenig (1992), Muller
(2002) y Subirats et al. (2008). Trabajos desde la sociología política se
encuentran en Lindblom (1991), Majone (1997) e Ibarra et al. (2002).
Referencias clásicas de una visión racional económica se encuentran en
Weimer y Vinnig (1989), así como Albi et al. (1997). Para una visión
organizacional del enfoque, consúltese Arellano, Cabrero y del Castillo
(2000). Análisis recientes para América Latina se ubican en un trabajo
del bid (2006), Garce (2007), Mariñez y Garza (2009), Pardo (2004).
Destacados análisis de políticas públicas a nivel municipal se ubican en
Cabrero (2003; 2005). Sobre las actuales discusiones de gobernanza,
véase Cerrillo (2005), Aguilar (2006), Kooiman (2003), Porras (2007).
Un útil diccionario sobre los conceptos e ideas más representativas del
enfoque lo presentan Capano y Giulani (2002). Recientemente, Moran,
Rein y Goodin (2006) compilaron un panorámico manual de política
pública. La revista Gestión y Política Pública del cide es una buena refe-
rencia para reflexiones teóricas y empíricas sobre el tema.

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(Pre)textos para el análisis político. Disciplinas, reglas y procesos
se terminó de imprimir en julio de 2010
en los talleres de Gráfica, Creatividad y Diseño, S.A. de C.V.
Pdte. Plutarco Elías Calles 1321-A, col. Miravalle, 03580,
Benito Juárez, México, D.F.
 
Se tiraron 1000 ejemplares

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