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Desperté con las sábanas pegadas al cuerpo por el sudor. Las imágenes
aún vívidas del sueño estaban grabadas en mis retinas y el corazón me
golpeaba como un tambor en los oídos. Los recuerdos regresaban con toda
su crudeza; era como si acabase de ocurrir, como si la sangre de Florence
aún estuviera en mis manos, como si solo hiciera unos segundos desde que
cometiera el peor error de mi vida. La presión en el pecho me impedía
respirar y sabía que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico.
Me levanté dando tumbos de la cama, con la sábana enredada en la
cintura, y me apresuré a llegar a la cocina. Aparté platos y vasos, ignoré los
restos de comida y el desorden y agarré desesperadamente la botella de
whisky medio vacía. Bebí un largo trago, intentando diluir el nudo
angustioso en mi garganta, con la esperanza de que el sabor amargo de la
bebida me limpiara del sabor desagradable de la culpa. Aún
tambaleándome, con la botella en la mano, me dirigí al baño y me miré al
espejo, pasándome los dedos por el pelo desordenado. Me miré a los ojos,
parecían negros en lugar verdes, obnubilados por aquel dolor que me
golpeaba sin piedad, enrojecidos por las lágrimas que me negaba a
derramar.
Me eché agua fresca en la cara para despejarme y me mojé la desaliñada
melena castaña. «¿Desde cuándo no me corto el pelo?». Ni lo recordaba.
Tampoco recordaba el último día en que había salido a la calle o había
hablado con alguien. A duras penas encontraba fuerzas para levantarme
cada mañana. Era como si tuviera un peso sobre mis espaldas que me
impidiera avanzar, como si el fantasma de Florence se hubiera quedado
prendido de mi alma.
«No. No la culpes a ella. Ella estaría viva si no fuera por ti. Y tú no
cargarías con este peso».
Me estaba autocompadeciendo, y lo sabía, pero no había mucho que
pudiera hacer al respecto. Nada, salvo el whisky, me ayudaba a hacer más
soportables mis días en aquel momento.
Me di cuenta de que estaban llamando a la puerta. Aturdido, pensé en no
responder. Debía ser algún repartidor o, peor, los mormones. Miré el reloj:
era más de mediodía, ¿cómo había podido dormir tanto? Los golpes
siguieron, cada vez más insistentes y fuertes.
«Los repartidores no llaman así. Y tampoco los mormones», me dije
comenzando a mosquearme.
Me sentía como un despojo y lo último que me apetecía era verle la cara
a nadie, pero ante aquella desesperación en la llamada fui hasta la puerta y
abrí. Como un reflejo mejorado, peinado y elegante de mí mismo, allí se
encontraba mi hermano Steven, mirándome con el rostro desencajado y
pálido como un fantasma.
—Bruce, tienes que ayudarme —fue lo primero que salió por su boca.
—¿Qué? —pregunté completamente aturdido.
—Van a matarme —respondió entrando presuroso y cerrando la puerta
tras de sí.
Mis sentidos se centraron repentinamente en él. Me desperté de golpe y
mi corazón se aceleró rabioso en el pecho.
—Cuéntamelo todo —dije con firmeza.
—Vale, pero antes paga al taxista que está en la puerta.
2
Miré el reloj por enésima vez. Habían pasado treinta minutos desde que
Steven Blackburn St. John, el testigo principal al que me habían ordenado
proteger, se había metido en el baño. Todavía oía el sonido del agua correr.
¿Qué diablos hacía allí metido durante tanto rato?
Resoplé, exasperada. Nunca había conocido a un hombre tan
jodidamente melindroso como ese, lleno de manías y extremadamente snob.
Un petimetre capaz de pasarse media hora repeinándose la onda rebelde del
pelo y hacer el drama si no le queda perfecto. Un tío que lloriquea como un
bebé cuando se le rompe una uña o clama al cielo si no tiene a mano su
fular de seda, en un remedo bastante ridículo de Scarlett O'Hara.
De verdad, he conocido a muchos gais en mi vida y ninguno era la mitad
de cliché, manido y lleno de estereotipos como ese hombre. Un Titus
Andromedon blanco que me saca de quicio cada vez que abre la boca y al
que tengo que proteger durante un mes.
No iba a quejarme, por supuesto. Era agente del FBI y me encantaba mi
trabajo, pero había misiones que eran mucho más agradecidas que otras, y
esta era especialmente exasperante. Cuidar de un idiota relamido como
Steven Blackburn ponía constantemente a prueba mi paciencia. Por suerte,
soy una mujer que sabe controlarse y la presión de ser mi primera misión
como jefa de equipo me ayudaba a conseguirlo. Tenía que hacer un trabajo
impecable si no quería que mi prometedora carrera dentro del FBI se fuese
a la mierda; además, era la oportunidad perfecta para demostrarles a mis
superiores mi valía como agente.
Me fui hasta la cocina y me puse otro café, impacientándome con cada
segundo que pasaba. ¡Y pensar que me alegré cuando mi superior me
informó de cuál iba a ser mi cometido! ¡Nada menos que el caso Crowell!
—Jacqueline, este caso supondrá tu ascenso meteórico dentro del FBI —
me dijo.
Asentí, agradecida de tener aquella oportunidad. Pero, a ese paso, estaba
segura de que acabaría en la cárcel por pegarle un tiro al testigo que debía
proteger.
«¿Pizza para cenar? O sea, ¿en serio? ¿Acaso no sabes la cantidad de
hidratos de carbono que lleva eso? ¿O es que la nueva táctica del FBI para
proteger a sus testigos es cebarlos hasta que se ponen tan gordos que
resultan irreconocibles? Quiero una ensalada de Moriart, cualquier otra cosa
es inaceptable».
Sí, iba yo a enviar a uno de mis agentes hasta el restaurante más caro de
Filadelfia a por un plato de lechuga para que el lechuguino estuviese
contento…
Todavía podía oír sus quejas del primer día. Y del segundo. Y del
tercero. Las de aquella misma mañana, cuando al señor no le gustaron las
tortitas que traje de la cafetería de la esquina. Resonaban en mi cabeza
como almas en pena y me provocaban unas jaquecas monstruosas.
Volví a mirar el reloj y las sienes me empezaron a palpitar. Decidida,
dejé con brusquedad la taza de café sobre la isla y, como una arpía
legendaria, me dirigí hacia la puerta del baño para aporrearla.
—¡¿Vas a salir de una puta vez, o qué?! —grité, mi paciencia ya
agotada.
—¡Salgo de inmediato! —oí su voz al otro lado de la puerta, nerviosa y
con un deje asustadizo que me hizo desconfiar.
—¡Tienes cinco minutos para terminar de mear o lo que sea que estés
haciendo, o echaré la puerta abajo de una patada! ¿Entendido?
—¡Estas cosas necesitan su tiempo! —lloriqueó.
—¡Cinco minutos, Steven!
Resuelta a cumplir la amenaza, miré el reloj y estuve contando cada
segundo. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Mi pie se moría
por derribar de una patada aquella maldita puerta, y mis manos por agarrar
a aquel despropósito de persona y sacarlo a rastras del baño.
No podía dejar a un testigo sin vigilancia durante tanto rato. El baño era
uno de los lugares más vulnerables del piso franco en el que estábamos.
Cuando lo inspeccioné antes de llevar a Steven allí, me quejé a mi superior
porque no me parecía el lugar indicado para mantenerle a salvo.
Demasiados vecinos curiosos y una ventana en el baño que daba a una
escalera de incendios y que podía abrirse fácilmente solo con forzarla un
poco. Si el testigo era tan importante, ¿por qué no lo llevábamos a un hotel?
Se había hecho muchas veces, alquilar toda una planta de un hotel para
mantener al testigo y a su familia a salvo hasta que este declaraba en el
juicio y era el momento de entrar en protección de testigos, momento en
que pasaban a ser el problema de los Marshalls y dejaban de ser nuestra
responsabilidad. «No hay presupuesto», me contestaron. Los malditos
recortes se habían cebado con nosotros y no había dinero.
Los cinco minutos pasaron y, ni un segundo después, aporreé la puerta
de nuevo.
—¡¡Steven!! —Nada—. ¡¡Steven!! —insistí. Ninguna respuesta.
Temiéndome lo peor, soltando por mi boca tantas palabrotas que harían
ruborizar a Samuel L. Jackson, saqué la pistola y derribé a patadas aquella
puerta de cartón piedra.
Entré con precaución, con el arma preparada por si acaso me hacía falta.
Dentro del baño no había nadie. Solo la maldita ventana, abierta como
una boca hambrienta, pareció saludarme con una sonrisa burlándose de mí.
—Me cago en todo lo que se menea —mascullé.
Me lancé hacia la ventana. Enganchado en el marco revoloteaba un trozo
de tela rosa. ¡El muy cabrón! Se había escurrido por ella a pesar de que a
duras penas había cabido, llegando a sacrificar su preciada chaqueta
carísima de uno de esos diseñadores europeos de nombre impronunciable
para cualquier mortal normal.
Maldiciendo, me asomé y lo vi. Acababa de saltar de la escalera de
incendios hasta el suelo e iba corriendo calle abajo, con su chaqueta rosa
desgarrada, cojeando, mientras con las manos hacía unos ridículos gestos
que, en otras circunstancias, me habrían hecho llorar de risa.
Me lancé detrás de él. Bajé aquellas escaleras del demonio de dos en
dos, a riesgo de caer y romperme la crisma, y salté el último tramo sin
pararme a medir las consecuencias. Por suerte, estoy muy en forma y un
salto de dos metros no es nada para mí.
Corrí por el callejón como una posesa, prometiéndome que iba a pegarle
un tiro al muy hijo de su madre, pero cuando llegué a la esquina y me
introduje en la concurrida avenida, ya no había ni rastro de él.
¿Por qué un tío que había ido al FBI de motu propio para ofrecerse a
testificar contra su jefe, huiría de aquella manera tan desesperada? ¿Acaso
Jerome Crowell habría logrado contactar con él de alguna manera? ¿Lo
habría amenazado? ¿Ofrecido algún trato generoso a cambio de no
testificar?
Busqué con desesperación durante más de dos horas. Me pateé todos los
alrededores: comercios, plazas, calles, callejones… hasta que tuve que
admitir que Steven ya andaría demasiado lejos como para dar con él.
Estaba jodida. Muy jodida. Mi carrera iba a irse a la mierda, cuesta abajo
y sin frenos. No me quedaba otra alternativa que llamar al jefe para
informar de lo ocurrido. La bronca que iba a caerme sería monumental y
tendría suerte si no me destinaban al archivo más profundo y olvidado para
que languideciese entre documentos infestados de polvo y bichos.
Volví al bloque de apartamentos abatida y derrotada. Vi el coche de
refuerzo aparcado cerca de la puerta, en el lugar indicado y decidí que
mejor acabar con aquello bien rápido. Me acercaría a William, que era el
que estaría dentro haciendo guardia para vigilar la gente que entraba y salía
del edificio, y le contaría lo ocurrido. Después, llamaría a la oficina.
Apenas me faltaban diez metros para llegar cuando sonó mi teléfono.
Número desconocido. Estuve a punto de no contestar, hastiada de aquel día
de mierda, pero un rayo de esperanza quimérico me obligó a hacerlo. ¿Y si
era Steven que había decidido volver?
—Agente especial Jack Harker al habla —contesté todo lo formal que
pude, intentando que mi voz no reflejara ni un ápice de emoción.
—¿Agente Harker? ¿Jack? Soy yo, Steven Blackburn St. John.
Abrí la boca para increparle con mil insultos, pero me contuve a tiempo.
No sé si un ángel celestial se ocupó de que mi temperamento se mantuviera
a buen recaudo o solo fue mi sentido común, pero me mordí la lengua y
contesté sin resollar ni insultar, manteniendo la compostura y la
profesionalidad.
—Steven, ¿se puede saber dónde estás?
—Lo siento, lo siento mucho —lloriqueó al otro lado—. Me he… —
dudó durante un instante, carraspeó y aflautó la voz, sonándome muy
extraña—. Tenía mucho miedo, ¡estaba aterrorizado! Al borde de un ataque
de ansiedad, y necesitaba salir a que me diera el aire.
—Bien, no pasa nada —le dije, intentando tranquilizarlo mientras me
esforzaba por mantener la calma aunque en mi imaginación estaba
ahogándolo con mis propias manos—. Dime dónde estás y voy a por ti.
...
Le dejé entrar. ¿Qué iba a hacer? En ese momento todo lo que me
ocurría a mí quedó en segundo plano: mi hermano estaba en peligro y
parecía al borde de un ataque de nervios.
Después de pagar el taxi le preparé un té a Steven. Estaba sentado en el
sofá frotándose las manos nerviosamente e intentando hacer ejercicios de
respiración para controlar su ansiedad, con bastante poco éxito.
—¿Ha pasado un tornado por tu casa? —dijo nerviosamente, cogiendo
la taza que le tendía, que empezó a temblar entre sus manos. Miró alrededor
y compuso un gesto de disgusto muy teatral.
Mi hermano siempre había tenido esa forma de expresarse exagerada y
un poco histriónica, y había desarrollado un extraño acento británico que
aún era incapaz de comprender. La gente solía pensar que enfatizaba sus
maneras para alardear de su orientación sexual, pero Steven era así, no tenía
que ver con quién se acostaba; siempre había sido así, y ni las burlas del
resto del pueblo ni las palizas de nuestro padre cambiaron nada, porque no
había nada que cambiar. Durante un tiempo, incluso me costó comprenderlo
a mí, quería que disimulara para no despertar las iras de papá, hasta que
entendí lo injusto y prejuicioso que era aquello.
—En serio, Bruce, no te recordaba así. Tú no eres de esos tíos que
necesitan un asistente, siempre has tenido la casa reluciente, no eres ningún
inútil —me regañó al ver que no respondía.
Paciente, me senté a su lado y aparté un par de prendas sucias del sofá
para que se sintiera menos incómodo. No pensaba darle explicaciones,
Steven tenía cosas más acuciantes de las que preocuparse que de la
depresión de su hermano y del pozo oscuro en el que se había metido por su
inutilidad.
—¿Piensas contarme qué ha pasado? —corté su cháchara cuando
empezó a enumerar todas las infecciones que podía pillar teniendo la cocina
tan sucia.
—Sí, claro —respondió asintiendo y carraspeando. Tenía los ojos
húmedos y parecía a punto de echarse a llorar—. Pero prométeme que no te
vas a enfadar.
Suspiré y me eché hacia adelante en el sofá, pasándome las manos por la
cara. Intuía lo que iba a decirme y no me gustaba. No me gustaba un pelo.
—Si tienes que pedirme eso es porque sabes que vas a contarme algo
que me cabreará, así que no puedo prometértelo —dije armándome de
paciencia. Quería que me dijera a quién había que partirle la cara para ir y
hacerle pagar por lo que le hubiera hecho, y de paso descargar mi propia
frustración en quien fuera el imbécil que se había atrevido a amenazar a mi
hermano—. Déjate de tonterías y dime qué ha pasado.
Asintió y tomó un sorbo largo de la infusión que le había preparado,
luego dejó la taza sobre el platillo y lo dejó sobre la mesa auxiliar. Estaba
sentado con la espalda muy recta y las rodillas juntas, como si se encontrase
en una reunión formal, y se esforzaba por dar una imagen limpia y
tranquila, pero eso último no lo conseguía.
—Mi jefe es un asesino —habló al fin con voz temblorosa. La humedad
en sus ojos se acumuló y a punto estuvo de derramar las lágrimas, pero
parpadeó rápidamente y se recompuso.
No pude evitar resoplar por la nariz. Quería que siguiera hablando, pero
las palabras salieron de mí más bruscas de lo que quería que sonasen.
—Te dije que ese tío no era trigo limpio. Te lo he dicho muchas veces,
Steven. No me sorprende lo que estás diciendo.
—Una cosa es saberlo con la cabeza y otra con el corazón —soltó
mirándome como si necesitara desesperadamente que lo comprendiera. Me
quedé mirándolo, intentando con todas mis fuerzas entender lo que acababa
de decir.
—¿Eso qué coño quiere decir? —pregunté ante mi fracaso.
Mi hermano suspiró.
—Una cosa es imaginar algo y tener una idea abstracta de ello y otra
verlo con tus propios ojos y no poder negar más lo que tu cabeza intuía y tú
no querías aceptar —explicó pacientemente.
—Haber empezado por ahí. Siempre tienes que complicar las cosas… —
repliqué molesto. No estaba cabreado con él, estaba cabreado con la
situación y frustrado por que no escuchase una sola de mis advertencias.
Steven me miró con expresión de culpa.
—Yo pensaba que Jerome, a pesar de sus… cositas, era un hombre
bueno en el fondo. Al fin y al cabo él me sacó de la calle cuando vine a
Filadelfia después de lo que pasó con papá. —Apartó la mirada y me sentí
mal por haberle dicho eso. Steven había pasado mucho tiempo solo,
sobreviviendo, alejado de mí, y eso aún me hacía sentir culpable—. No me
puedo creer que haya sido capaz de matar a alguien con esa frialdad. Y
delante de mí.
—¿Delante de ti? —Cerré las manos en puños sin darme cuenta. Steven
asintió.
—Discutimos después de eso y cuando le recriminé lo horrible que era
lo que acababa de hacer… —Se interrumpió y tomó aire, conteniendo el
llanto. La voz le temblaba cada vez más—, me dijo que yo iría detrás como
abriera la boca.
Entonces se echó a llorar, incapaz de aguantar más. Se cubrió el rostro y
su espalda se agitó mientras intentaba acallar su propio llanto. No supe qué
hacer. Sentía unas inmensas ganas de ir a casa de Jerome Crowell y
estrangularle con mis propias manos, pero mi hermano estaba roto, justo a
mi lado. Le puse una mano en la espalda, sin saber cómo consolarle.
—Yo pensaba que me quería. Y ahora sé que todo era mentira, que
ninguna vida es valiosa para él —dijo entre sollozos. Se me heló la sangre
en las venas.
—¡¿Qué?! —Me puse en pie bruscamente. Steven me miró angustiado y
asustado—. ¿Cómo que pensabas que te quería? ¿Es que estabais liados?
Mi hermano se encogió sobre sí mismo, intentó responderme, pero yo
seguí, hablándole furioso mientras le señalaba bruscamente con el dedo.
—¿Cómo has podido liarte con ese tío? No solo es como veinte años
mayor que tú, ¡es tu jefe! Y tú mejor que nadie sabes en qué asuntos turbios
está metido. Es uno de los hombres más poderosos de Filadelfia, ¿eres
idiota o qué?
Me di cuenta de que había sido un error en cuanto lo dije, pero no pude
parar; ya lo había dicho. Steven me miró y levantó la cabeza, tenía las
mejillas húmedas de lágrimas, pero en sus ojos vi un arranque de dignidad y
orgullo. Se puso en pie y me miró muy serio.
—Tú no te has visto en mi situación; estuve en la calle, sé lo que es
pasar hambre. —Su voz ahora temblaba de enfado. Me señaló como yo
había hecho con él—. Cuando papá me echó de casa tuve que hacer muchas
cosas para sobrevivir y de todas ellas de la que menos me arrepiento es de
haber aceptado las ofertas de Jerome, porque eso me dio una nueva vida.
—¿Qué vida te ha dado? —pregunté con desprecio. No creía que
Crowell pudiera darle nada bueno.
—¿Preferirías que me hubiera metido a chapero? ¿Que hubiera acabado
enfermo o estrangulado por un psicópata?
—Lo que has hecho no es muy diferente a ser un chapero —repliqué
enfadado.
Mi hermano me miró lleno de dolor y rabia. Apretó los puños. Había
vuelto a cagarla, a meter la pata más hondo si cabía.
—Vale, ya veo que no vas a ayudarme —dijo con la decepción pintada
en el rostro.
Se dio la vuelta y dio dos pasos en dirección a la puerta, dispuesto a
marcharse, cuando le detuve con una mano en su hombro, sintiéndome lo
peor. Le había fallado en el pasado y estaba fallándole en ese preciso
momento.
«Ahora que puedo ayudarle voy y le trato como a la mierda», pensé
disgustado. Él no tenía la culpa de lo que me había pasado, no podía pagar
con él mi frustración.
—No, no. Lo siento. Perdóname, Steven —le dije atropelladamente—.
Me he pasado. Y tienes razón, no tengo ningún derecho a juzgarte. —
Steven se detuvo y relajó los hombros—. Quédate y cuéntamelo todo con
calma. Te ayudaré.
Se volvió con la cabeza gacha y regresó al sofá para sentarse, casi
dejándose caer. Le temblaban las manos cuando se limpió las lágrimas de la
cara. Estaba realmente angustiado y asustado, y yo no se lo ponía fácil. Me
senté a su lado en silencio y esperé a que estuviera preparado para hablar,
tragándome la impaciencia.
—Perdió el control… —comenzó. Tomó aire pesadamente y siguió—.
Estábamos en su despacho, él y yo, y estábamos… —me miró e hizo un
gesto muy elocuente con los dedos.
—Liándoos —completé la frase, ya que parecía costarle decirlo.
—Sí, eso, liándonos. Estábamos en ello cuando entró uno de sus
hombres sin llamar y nos pilló. Era imposible negar lo que estaba pasando y
pensé que Jerome simplemente le iba a explicar la situación cuando le
invitó a entrar y sentarse. Lo hizo con mucha naturalidad, como si no le
hubiera afectado —dijo mirándome confuso, con el ceño fruncido como si
él mismo no entendiera lo que me estaba contando—. Cuando el hombre se
sentó, sacó la pistola y le descerrajó un tiro en la frente. Sin más. Fue tan
frío y mecánico…, Bruce. —Tragó saliva y le tembló la voz—. Vi al
monstruo que es en sus ojos. Me puse muy nervioso, estaba en shock y
acabamos discutiendo. Cuando me dijo que también me mataría a mí si
hablaba entendí lo que era capaz de hacer. Intenté actuar como si no hubiera
pasado nada, pero no pude, lo que había visto se repetía en mi cabeza una y
otra vez. No pude aguantarlo más y fui al FBI a contarlo todo.
—Fue la mejor decisión que pudiste tomar. —Steven me miró
agradecido por el apoyo y asintió.
—Jerome tiene causas abiertas. Todas se solventan a base de chantajes,
dinero o por falta de pruebas, pero yo sé cosas que podrían llevarle a la
cárcel. He sido su contable muchos años…, tengo toda la información de
sus negocios turbios, su dinero en paraísos fiscales y sus relaciones con
gente muy poco recomendable.
—¿Y después de eso el FBI no te ha metido en el programa de
protección de testigos?
Se mordió el labio y supe que se había metido en un buen lío antes de
que lo dijera. Me miró con esa expresión de cachorro culpable que ya usaba
de niño cuando me confesaba alguna de sus travesuras.
—Han asignado a un grupo capitaneado por una novata para
protegerme. Esa mujer debería lavarse la boca con lejía, y no le caigo bien.
No deja pasar una sola oportunidad para demostrármelo. No me fío, Bruce,
¿y si me vende por inquina?
—¿Venderte por que no le caes bien? No me suena a algo digno del FBI.
—No lo sé, pero tengo miedo. Quiero que me protejas tú hasta el día del
juicio. Es dentro de un mes.
Me quedé callado unos instantes, pensando en lo que acababa de decir.
Estaba realmente asustado, eso estaba claro, y confiaba en mí para que le
protegiera a pesar de haber estado separados tantos años. Steven huyó de
casa tras una de las palizas de papá, una que fue especialmente dura y de la
que no fui testigo. Mi padre se volvía especialmente violento cuando yo no
estaba en casa y aquel verano lo pasé en un campamento deportivo. A mi
regreso, Steven ya se había ido y yo no podía abandonar a mi madre
enferma junto al cabronazo de mi padre para ir tras él. Aquella época fue
dura, nunca habíamos estado separados, estaba acostumbrado a tener a mi
hermano gemelo a mi lado y lo pasé realmente mal. Cuando mi madre
murió nada me ató ya a nuestra casa, me alisté en el ejército y me fui. Con
el tiempo pude reunir dinero para contratar a un detective privado y las
pistas me llevaron hasta Filadelfia. Por circunstancias de la vida acabé
mudándome aquí. Desde nuestro reencuentro nuestra relación se había
fortalecido y nos veíamos siempre que podíamos. Sentía que le había
fallado en el pasado y no quería fallarle ahora, pero había cosas que tener en
cuenta.
—Tienes a toda la gentuza de Jerome buscándote a estas alturas y ahora,
además, al FBI, ¿te das cuenta de lo complicado que es?
—Sí, pero tú tienes contactos, puedes buscar a alguien que me haga un
pasaporte falso y me saque del país —me pidió con cierto tono desesperado.
—¿Con quién te piensas que me codeo yo? —pregunté al borde de la
indignación. No sabía qué imagen tenía mi hermano de mi trabajo, pero
trabajar en una empresa de seguridad privada no era como trabajar para un
político corrupto, que era precisamente lo que había estado haciendo él.
—¡Yo qué sé, Bruce! Lo único que sé es que no quiero volver a ese
minúsculo apartamento en el que cualquiera puede encontrarme. —Iba
subiendo el tono de voz y alterándose a medida que hablaba. Me miró
abriendo mucho los ojos, adoptando una expresión dramática y
desconsolada—. Me matarán y volverás a quedarte sin hermano, ¡esta vez
para siempre!
—Vale, vale, tranquilo.
«Aquí está el rey del drama».
No podía negar que esta vez no estaba sobreactuando: Steven se había
metido en un gran lío. Sabía quién era Jerome Crowell y nunca me gustó
que mi hermano trabajase para él. Ser el contable de un senador bien
posicionado debería ser motivo de orgullo, pero Jerome Crowell podía ser
todo menos un político honesto y limpio. Era uno de los peces gordos de
Pensilvania y su nombre había salido a relucir muchas veces en mi trabajo,
y no precisamente para protegerle a él de nadie: sino para proteger a otros
de sus matones. Cuando Steven me contó dando saltos de alegría para quién
trabajaba, yo supe que aquella bomba estallaría algún día por algún lado,
pero no quería meterme en su vida ni en sus decisiones.
Bien, el día había llegado, y la bomba acababa de estallar. Lo que tenía
claro era que no iba a dejarlo solo, no poder encontrarle cuando mi padre le
echó era una espina que aún me dolía y esa era mi oportunidad de
sacármela, de dejar de ser una mierda de hermano. Si le hubiera encontrado
a tiempo, si hubiera estado con él en el momento oportuno, tenía por seguro
que ahora no estaría en ese embrollo, ni su vida correría peligro.
Pensativo, me rasqué la barba de una semana que me cubría el mentón.
—Tengo una idea —le dije al fin. Los ojos de Steven brillaron
esperanzados.
3
Varias horas dando vueltas por las carreteras que circunvalan Filadelfia.
Muchas horas intentando tomar una decisión, sin conseguirlo. Había tirado
el teléfono en un arrebato, con la idea de impedir que pudiesen rastrearlo
hasta dar con nuestro paradero, y estaba empezando a arrepentirme. Steven
me había metido la semilla de la duda en la cabeza y, aunque una parte de
mí me decía que era muy probable que tuviera razón, había otra que se
negaba a creerlo. Quizá era que tenía demasiado idealizado al FBI, sin tener
en cuenta que, al fin y al cabo, estaba formado por personas, y que ser
agente del FBI no te libra de tomar malas decisiones o de cometer errores;
ni siquiera de ser mala persona, ambicioso y traidor.
Igual que en la CIA, la NSA o cualquier otra agencia de seguridad, para
tener una buena carrera ascendente en el FBI y tener la oportunidad de
llegar a puestos de relevancia, hay que rodearse de buenos contactos; hay
que saber hacer política y lamer los culos adecuados, y Jerome Crowell, a
pesar de estar a punto de ser juzgado y tener todas las cuentas congeladas,
seguía siendo un peso pesado dentro de la política nacional. Contar con su
apoyo supondría tener el camino allanado para llegar a lo más alto.
Desenmascarar al posible traidor iba a ser un trabajo hercúleo.
—Me estoy meando.
La voz de Steven me devolvió a la realidad. Seguía en la parte trasera
del coche. Había estado durmiendo un buen rato, algo que agradecí a pesar
de los ronquidos que soltaba de vez en cuando, permitiéndome pensar
aunque no me hubiera servido de nada. ¿A quién podía acudir para que nos
ayudara? Me sentí terriblemente sola y abrumada por la situación; aunque
no iba a darle a Steven el gusto de hacérselo saber. Algo se me acabaría
ocurriendo.
Cogí un botellín de agua vacía que estaba en el suelo y se lo tiré por
encima del hombro sin quitar la vista de la carretera.
—Usa esto.
—¿Qué? Ni de coña —protestó, incorporándose, dejando que la botella
de plástico rebotara en el asiento y cayera al suelo—. Me niego a mear ahí.
Para en algún sitio en el que pueda hacerlo como Dios manda y, de paso,
comer algo, que estoy hambriento. Ni siquiera hemos podido cenar por
culpa del asesino patán. Se me hace la boca agua solo de pensar en los
rollitos de primavera grasientos que hemos dejado atrás.
—No es conveniente que nos detengamos.
—¿Me vas a matar de hambre también? ¿Es que no has tenido suficiente
por un día?
Lo miré por el retrovisor. Su rostro era la personificación de la desdicha
y me compadecí. Además, tenía razón, no podíamos seguir eternamente en
marcha sin parar para comer, o acabaríamos desmayados. Y mantener un
cuerpo como el suyo, con esos músculos tan apetecibles y definidos, seguro
que requería mucha proteína. Dejé ir un largo suspiro de cansancio que no
sé cómo interpretó, porque me sonrió de una forma que me puso muy
nerviosa, como si me hubiese leído el pensamiento y eso le divirtiera.
—Joder, Steven, está bien. Pararé en el primer diner que encontremos.
¿Te parece bien? —le pregunté con sorna, intentando disimular.
—Me parece estupendo —contestó él, satisfecho. Se echó hacia atrás en
el asiento y se cruzó de brazos, con su mirada penetrante fija en mí a través
del retrovisor.
Parpadeé, intentando quitarme esa sensación de que era otra persona.
Steven jamás me había mirado así, como si tuviese ganas de comerme
entera, y me enfadé conmigo misma por esa cálida sensación que me
inundó el pecho y el bajo vientre.
«Estás paranoica, tía», me dije, agarrando con fuerza el volante.
El tío que estaba sentado detrás de mí era Steven Blackburn St. John, un
hombre gay hasta la médula. A pesar de los cambios, de que todo en él me
gritase que era otra persona, o de que a cada minuto que pasaba me
pareciese menos gay y más hetero. A pesar, incluso, del deseo que había
despertado en mí.
«Se puede desear a alguien gay, fíjate si no en Matt Bomer». El actor era
declaradamente gay, pero eso no impedía que todas las mujeres andaran
locas por él, ¿no?
Eran cerca de la una de la madrugada cuando encontramos una parada
para camioneros con un diner abierto. Steven no había vuelto a abrir la
boca, pero su estómago vacío se había vuelto un tanto escandaloso,
encargándose de romper el silencio. Aparqué entre dos monstruos de
dieciséis ruedas para que nuestro coche quedase escondido, y bajamos. El
aire olía a bacon, huevos fritos, pan tostado y café. Steven ensanchó el
pecho y aspiró el aroma como un lobo hambriento olfateando a su presa.
—Espero que tengas efectivo porque usar la tarjeta de crédito sería un
error de principiante.
—¿En algún momento dejarás de tratarme como si fuese una inepta?
—Bueno, hasta ahora tampoco me has demostrado que no lo seas. —La
pulla dolió, pero no podía quitarle la razón. Estábamos en esa situación por
mi culpa, porque no había sido capaz de prever todos los acontecimientos
que nos habían llevado hasta allí—. Oye, era una broma —añadió
inesperadamente—, no te mortifiques. Estamos vivos y eso es lo que
cuenta.
—Sí, que se lo digan a William y a Grant —contesté con la voz plagada
de amargura.
—En un trabajo como el nues… como el tuyo, eso ha de ser un riesgo
asumido. A veces, se pierden compañeros. A veces, se pierden protegidos.
Solo puedes esperar a hacerlo lo mejor posible y rezar para que todo salga
bien.
¿Había estado a punto de decir «nuestro»? ¿En un trabajo como el
«nuestro»? ¿Y por qué su tono de voz tembló un poco, como si supiese
realmente de lo que estaba hablando? ¿Como si a él le hubiese pasado algo
parecido?
Era una locura, una más de las muchas que rodeaban a Steven. Otra
pieza del rompecabezas que se unía a las que ya tenía, y había tantas que se
me amontonaban sin tener un sitio en el que encajar, que ya casi no
importaba.
Entramos en el local y el aroma que ya se percibía en el exterior me
golpeó con fuerza: aceite refrito, bacon quemado y huevos chamuscados.
Adiós a la idea de que donde hay camioneros parados, dan bien de comer.
Era un local maloliente y sucio, con una pátina de grasa en el suelo sobre la
que podría practicarse patinaje sin patines.
Nos sentamos en la mesa más alejada de los ventanales. Nos atendió una
camarera con cara de sueño que mascaba chicle sin tener en cuenta las
disposiciones de sanidad que lo prohibían. Pedimos huevos con bacon y
tostadas, además de mucho café y, mientras esperábamos a que nos
sirvieran, Steven se fue al baño.
Me froté la cara, pensando en que yo también debería ir o mi vejiga
acabaría estallando, así que me levanté. Mientras me lavaba las manos,
después de vaciarla, me miré en el espejo y casi no me reconocí. Ese rostro
contraído por la amargura no era el mío. Me mojé la cara con agua fría,
esperando despejarme un poco, y salí.
Me dejé caer en la silla con desgana. Steven ya estaba allí, atacando el
plato de huevos con bacon como si no hubiera un mañana, algo que,
desgraciadamente, podría llegar a ser cierto.
—Estás comiendo a dos carrillos —le dije al sentarme y miré el mío con
un gesto de repugnancia que no pude esconder. Los huevos tenían los
bordes calcinados, pero alrededor de la yema la clara estaba cruda y
transparente.
—Estoy muerto de hambre —contestó, con la boca llena.
—Tienes suerte. Yo no sé si podré comerme todo esto.
—Inténtalo. Ayunar no nos va a ayudar en nada.
Tenía razón, por supuesto, así que cogí un trozo de bacon que rezumaba
grasa y un cacho de huevo y me lo metí todo en la boca. Estaba asqueroso.
Diría que sabía a serrín, si es que supiese qué gusto tenía. Pero mastiqué y
tragué ayudada por un sorbo de café que resultó ser absolutamente
delicioso.
«Así que vienen por el café», pensé absurdamente en los camioneros
sentados con cara de sueño y en los que dormían en las cabinas afuera.
—No puedo. —Aparté el plato a un lado de la mesa—. Creo que pediré
un sandwich.
—¿En serio no lo quieres? —me preguntó, emocionado.
—En serio.
—Pues trae para acá.
Cogió mi plato y volcó el contenido en el suyo, mezclándolo todo, y
siguió comiendo a dos carrillos, como un cerdo, o peor. ¿Cómo podía tener
tanta hambre después de todo lo que había pasado? Yo, que era una
profesional que ya debería estar acostumbrada a este tipo de situaciones,
tenía el estómago más cerrado que la caja fuerte de un banco; pero él, que
se suponía que era un contable blandengue que la única violencia que había
visto en su vida era la que daban por televisión, estaba comiendo con
voracidad.
El mundo al revés.
—No puedo quitarme de la cabeza lo que me dijiste antes.
—¿El qué? —preguntó sin levantar la mirada de su plato.
—Lo de que alguien dentro del FBI nos ha vendido. Es que… me parece
imposible, aunque todo apunta a que ha sido así como te han encontrado.
—Bah, no te preocupes —intentó quitarle importancia—. Hasta en las
mejores familias hay manzanas podridas.
—Supongo que tienes razón pero, ¿quién? ¿Quién puede haberlo hecho?
¿Y en quién puedo confiar ahora? Siempre he pensado que, pasase lo que
pasase, tendría ahí a mi equipo para respaldarme y apoyarme. Y, de repente,
me encuentro con que William y Grant están muertos y no puedo confiar en
el resto de compañeros porque no sé si son unos traidores. ¡Ni siquiera
puedo confiar en mi jefe! ¡Estoy absolutamente sola en esto! ¿No te das
cuenta?
—Bueno, sola no estás, estamos juntos, ¿recuerdas? —me interrumpió
con un poco de resentimiento.
—Sí, ya —murmuré con desdén—, menuda ayuda serás si nos vemos en
una situación peligrosa.
Steven no contestó. Simplemente alzó una ceja y volvió a centrar toda su
atención en el plato. Al rato, cuando el silencio ya estaba empezando a
mortificarme, alzó la mirada de golpe y me soltó:
—Oye, los coches del FBI, ¿no llevan un localizador?
—Va integrado en el GPS y lo desconecté en cuanto subimos al coche.
—Ya, pero, ¿sabes que pueden volver a activarlo en remoto? —Creo que
la sangre me desapareció del rostro, porque Steven se alarmó, abrió mucho
los ojos y me preguntó—: ¿Estás bien?
—No, no estoy bien. Llevamos horas dando vueltas con un coche que
pueden localizar en cualquier momento. ¿Cómo puedo ser tan estúpida? No
me extraña que no confíes en mí.
—Oye, Jack, confío en ti. —Me cogió la mano sobre la mesa y la apretó
en un gesto simbólico de consuelo—. Simplemente estás verde y creo que
esto te viene un poco grande, nada más. Pero sé que eres de fiar, ¿vale?
—Estoy empezando a plantearme la posibilidad de que me pusieran al
mando de esta operación sabiendo que iba a meter la pata hasta el fondo —
solté sin pensar, llena de amargura. Steven suspiró, negando con la cabeza.
—O no. —Dio un trago al café para ayudarlo a bajar la comida que
todavía tenía en la boca—. Escucha, tú lo estabas haciendo bien. Todo se ha
ido a la mierda porque alguien ha vendido la información, pero eso no es tu
culpa ni tu responsabilidad. ¿De acuerdo? —Se me quedó mirando con esos
ojos verde intenso que parecían exigirme que estuviera de acuerdo con él—.
¿De acuerdo? —insistió.
—De acuerdo —suspiré, dándole la razón, aunque la seguridad en mí
misma llevaba horas desaparecida.
—Bien. Ahora debemos pensar en el siguiente paso. Tenemos que
deshacernos del coche.
—Sí, eso está claro. Pero, ¿dónde vamos a encontrar otro? Estamos en
mitad de la nada, e ir en autobús está más que descartado —intenté
bromear.
—Podemos robar uno. O pedirle a un camionero que nos lleve hasta el
próximo pueblo.
—No, nada de eso. Nada de robar ni de meter a extraños en nuestros
problemas. Hemos de pasar desapercibidos.
—Bueno, entonces es una suerte que llevara mi Rolex encima cuando
tuvimos que salir por patas, ¿no crees? —sonrió, sacudiendo la muñeca en
la que tenía puesto el reloj.
—¿Lo cambiarías por un coche? —me extrañé. Steven se sentía muy
apegado a aquel reloj por el que «había tenido que vender el alma al
diablo», según sus propias palabras.
—Si el coche vale la pena, sí.
Dejé ir una carcajada amarga.
—¿Un coche que valga la pena? ¿A estas horas y en este lugar? Eso
sería un milagro.
—Bueno, esa es mi especialidad: hacer milagros. Déjalo en mis manos.
...
Jack se encargó de pagar la cuenta cuando terminamos de cenar. Hacía
tiempo que no sentía tanta hambre y, aunque no era la mejor comida que
había probado, me sentí satisfecho al terminar. Lo que estaba pasando era
un problemón para todos, empezando por Steven. Ninguno estaría a salvo
hasta que no se celebrase el juicio y viendo cómo pintaban las cosas, ni eso
era una garantía. Tras la conversación con Jack, empecé a temer también
por su futuro si no hacíamos las cosas bien y salíamos airosos. La cuestión
era que, aunque fuera un problemón, me estaba dando la vida. Volvía a
tener apetito y mi mente funcionaba a cien por hora, y todo eso sin contar la
revolución que Jack estaba despertando en mi interior.
«No tengo remedio. Lo mismo que me amarga la existencia, me da la
vida. Solo espero que no le pase nada a ella también».
Aparté rápidamente ese pensamiento de mi cabeza. No podía permitirme
esa clase de cosas, centrarme de nuevo en lo que había sucedido, en la
posibilidad de que volviera a suceder, podría hundirme en el pozo del que
tan precariamente había salido. Me encontraba en un equilibrio frágil sobre
ese abismo y sabía que el mínimo golpe me devolvería a él.
La camarera dejó el platillo con el cambio ante Jack y me apresuré a
recoger las monedas.
—Tengo que hacer una llamada —me adelanté a ella, que cerró la boca e
hizo un gesto para que desapareciera de su vista.
Tuvimos suerte de que en aquel diner de mala muerte tuvieran un
teléfono público. Estaba junto a los baños y tenía la misma pinta grasienta y
abandonada de todo el local. Eché un par de monedas en el aparato y
marqué un número de memoria. Una voz femenina respondió del otro lado.
—¿Quién…?
—Soy Bruce, llamo desde un teléfono público —la corté para
ahorrarnos tiempo a los dos.
—¿Qué necesitas? —dijo en tono firme. Su voz parecía más grave por
teléfono.
—Un coche.
—¿Cuál?
—Uno que corra y sea discreto.
—De acuerdo, dime dónde —respondió, sin preguntas, sin dudas y sin
vacilaciones.
Le di las señas del lugar y colgué. Era difícil que interceptaran esa
llamada, pero nunca se peca de ser demasiado cauto en estos casos. Regresé
a la mesa y Jack seguía allí, mirándome con ojos punzantes, como si
intentase leer en mi mente.
—En media hora tendremos un coche.
—¿Qué has hecho? —inquirió con hostilidad, cruzándose de brazos—.
¿Estás loco? No puedes ir diciéndole a la gente dónde estamos, ni dejar
pistas llamando a tus contactos.
—No te preocupes, esa gente no tiene nada que ver con Jerome —
intenté tranquilizarla—. Confía en mí.
—Como si fueras de fiar, a la mínima que me doy la vuelta te largas. Sin
contar con que eres un malversador, un ladrón y has estado llevando las
cuentas de un mafioso. ¿De verdad tengo que fiarme de ti?
Las acusaciones de Jack me sentaron como una patada en el hígado. Era
de mi hermano de quien estaba hablando y Steven no era nada de eso, en
todo caso era un confiado y un superviviente que había luchado por seguir
adelante incluso en los peores momentos. Me tensé de inmediato, quise
explicarle todo eso, pero no podía, así que opté por decirle otra cosa:
—Te puedes fiar más de mí que de tu propia gente, ¿no? Ya ves dónde
nos han metido.
Jack entrecerró los ojos y se echó hacia adelante, apoyando los codos en
la mesa y señalándome con un dedo.
—Eso aún está por ver —espetó.
—No seas ingenua. Acepta de una vez que te han traicionado. Ahora soy
el único en quien puedes confiar —repliqué lleno de razón, sentándome a
esperar.
—¿Desde cuándo eres tú quien toma aquí las decisiones? —soltó
completamente a la defensiva—. Levanta el culo de la silla. Nos piramos,
¡ya! No pienso esperar a que venga tu amigo.
Jack se puso en pie, pero no moví una pestaña. Me crucé de brazos,
repantigándome en el asiento y separando las rodillas para acomodarme
mientras a Jack casi le salía humo por las orejas. Cuando se cabreaba, se le
marcaba una vena en el cuello y las mejillas se le teñían de rojo. No es que
no diera miedo, porque su mirada echaba chispas y parecía capaz de
cualquier cosa, pero por alguna razón, aquella imagen me encantaba.
—Oblígame —dije con toda la calma.
—¿Es necesario que te apunte con la pistola? —preguntó llevándose la
mano a la cintura.
Le guiñé un ojo provocadoramente y vi que metía la mano bajo la
chaqueta, a punto de desenfundar.
—¿Estás segura de que quieres hacer eso y llamar la atención de toda
esta gente? —dije señalando con la mano a la barra llena de camioneros.
Jack ni siquiera se volvió a mirar, sus ojos me estaban acuchillando y su
mano se mantuvo unos instantes cerca del arma que escondía en la
cartuchera. Poco a poco, la apartó y se dejó caer en la silla de nuevo. Sus
ojos eran témpanos de hielo y sentí que me traspasaban, afilados.
—Como nos encuentren por tu culpa te meto un tiro entre ceja y ceja —
dijo con tanta frialdad que me pareció que la temperatura bajaba a nuestro
alrededor. Lo que vi en su mirada en ese momento me dejó claro que era
muy capaz de hacerlo. La mujer que tenía ante mí no se andaba con
tonterías.
—Vaya genio te gastas… Debes ser un tornado en la cama —dije en
alto, verbalizando lo que estaba pasando por mi cabeza en ese instante.
Y cagándola, por variar.
Jack dio un golpe sobre la mesa y se puso en pie de nuevo. Supuse que
necesitaba alejarse para no pegarme el tiro que me merecía ahí mismo. La
seguí con la mirada hasta que salió del local y suspiré.
«Soy un bocazas, pero en fin… Al menos esto tiene algo bueno». En ese
instante, mirando su silueta tras la puerta de cristal, me di cuenta de que no
me había sentido deprimido un solo día durante aquella aventura.
Nunca se le había dado bien el ajedrez. Y era extraño, pues tenía una
buena mente para las matemáticas, era un contable excepcional, tenía una
memoria fotográfica y el cálculo mental se le daba de perlas. Pero la
estrategia era harina de otro costal. Era la quinta partida que jugaban,
Steven no había conseguido ganarle ni una sola vez y sus fichas seguían
llenando el lado del tablero en un goteo de bajas negras.
—Esto empieza a frustrarme —dijo apretando los labios—. Si
tuviéramos un tablero de Trivial, te machacaba en venganza.
Kolt se rió con ese sonido como un ronroneo que a Steven le erizaba la
piel. Se miraron un momento y apartaron rápidamente la mirada para volver
la atención al tablero.
—No pasa nada, esto también es cuestión de práctica. Y si eres malo en
ajedrez, solo tienes que aceptarlo. Seguro que hay miles de cosas que se te
dan bien.
El rubio levantó la vista del tablero otra vez y le miró. Desde el día
anterior, cuando le contó sus secretos a Kolt, no hacía más que sentirse
blandito por dentro, como un osito de gominola. Era extraño, porque estaba
dolido, deprimido y comenzaba a sentirse muy enfadado con Crowell, pero
Kolt le daba un puñado de arena en aquel montón de cal que era su vida en
esos instantes. A veces soltaba comentarios como aquel, de forma
totalmente espontánea, y Steven sabía que lo pensaba de verdad.
«No es momento para esto. No puedes pillarte por nadie ahora, será un
desastre. Y este tío es hetero», se dijo para concienciarse, repitiéndose lo
que llevaba sonando en su mente como un mantra desde el día anterior.
Lo que no podía evitar era sentirse protegido, seguro y alejado de la
oscuridad que le perseguía, y esas sensaciones no quería negárselas. Las
necesitaba para no perder la fe.
—Soy muy bueno con el golf, aparte del Trivial —dijo apartándose un
mechón de pelo de la cara y bajando la mirada con una caída de pestañas
más seductora de lo que había pretendido.
—En eso me superas seguro, no he jugado al golf en mi vida —
respondió Kolt, apartando el caballo negro del tablero después de matarlo.
—Cuando termine todo esto, yo te enseñaré.
Se quedaron mirándose como si Steven hubiera dicho algo totalmente
fuera de lugar. Y lo era. Su relación se ceñía estrictamente al ámbito
profesional: Kolt debía protegerle hasta el día del juicio, y nada más. Por
eso Steven supo que había metido la pata nada más decirlo. Iba a
disculparse y solo pudo abrir la boca antes de que el teléfono de Kolt
comenzara a sonar.
—Perdona, es la jefa —se disculpó poniéndose en pie y metiéndose en
el baño.
Al quedarse solo, Steven suspiró y se pasó las manos por la cara.
La voz de Kolt sonaba amortiguada por la puerta del baño. Intentó
quedarse quieto, pero su naturaleza curiosa se lo impidió. Se acercó con
cautela hasta la puerta y pegó la oreja para escuchar.
—¿Cómo? ¿Dos muertos? —decía Kolt. El corazón de Steven se
desbocó al pensar en su hermano. Intentó llamarse a la calma: tal vez no
hablaban de su caso—. ¿Cómo han encontrado el piso franco?
Hubo un silencio tenso en el que Steven pensó que iba a darle un ataque
de ansiedad. Se cubrió la boca con las manos, intentando no hacer ruido al
respirar. «No tiene por qué hablar de Bruce».
—¿Bruce está bien? —La confirmación no se hizo esperar. Steven cerró
los ojos con fuerza y rezó para sus adentros—. Eso es muy arriesgado, ¿no
hará saltar la tapadera de Bruce? —continuó Kolt. Silencio de nuevo.
Steven sentía el corazón en la garganta—. Vale, pero id con cuidado. Si le
han encontrado una vez, pueden encontrarle dos. Cuida de ese gilipollas.
Al escuchar el pestillo, Steven no se apartó de la puerta. Estaba aturdido
y angustiado. ¿Habían atacado a su hermano? ¿Había estado realmente a
punto de morir por él? Eso lo volvía todo dolorosamente real. Le había
puesto en un peligro mortal por puro egoísmo, porque era un cobarde y no
podía enfrentar sus propios problemas.
Al abrir la puerta Kolt se encontró de frente con un pálido y alterado
Steven y supo que lo había escuchado todo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con la voz temblorosa.
—Nada, todo está bien —respondió Kolt, que intentó pasar por su lado
para volver al salón. Steven se le puso delante y se lo impidió.
—No, ha pasado algo. Casi lo matan, ¿verdad? Casi pasa algo horrible
—dijo Steven sin apenas pausas entre las palabras.
—Bruce está bien, no ha pasado nada, ¿vale? Tú no tienes que
preocuparte por el desarrollo de la misión.
—Sí ha pasado: lo he escuchado todo. Han descubierto el piso franco.
Casi lo matan, ¿no es eso? Ha muerto gente —replicó nerviosamente.
Kolt suspiró y dejó de intentar llegar al salón. Cerró las manos en los
brazos de Steven y le miró fijamente, intentando infundirle calma.
—Tranquilízate. Todo ha terminado bien —comenzó a decir. Steven
asintió, pero cada vez estaba más pálido—. Han descubierto el piso franco,
sí, pero Bruce ha escapado con la agente del FBI, Sam les ha enviado un
buen coche y van a ponerse a salvo. Ahora les costará más encontrarles.
—¡Has dicho que si podían encontrarles una vez les encontrarán dos! —
No pudo evitarlo, alzó la voz, alterado—. Mi hermano va a morir por mi
culpa. Le volverán a encontrar y le matarán. Tengo que volver con Jack, no
puedo dejar que…
—Steven, para…
—…lo maten en mi lugar. Dios mío, he sido un cobarde y un egoísta —
siguió Steven dramáticamente—. Es lo único que tengo en la vida y lo he
puesto en peligro. Tengo que irme, tengo que volver a cambiarme por él.
—Steven… —Kolt intentaba que centrase la atención en él, pero Steven
parecía fuera de sí. Le sacudió para que reaccionase, pero solo movió la
cabeza y siguió lamentándose.
—Yo no podré vivir con esa culpa si le mat…
La boca de Kolt silenció las palabras. Steven se quedó muy quieto, sin
saber qué estaba ocurriendo mientras Kolt le atraía hacia su cuerpo, con los
labios pegados a los suyos. El calor que desprendían se contagió a su piel y
la erizó por completo. Las palabras se desintegraron en su mente y cerró los
ojos. Toda la rabia, el dolor y la pena que sentía se hicieron una pelotita en
su interior que estalló en llamas. Kolt empujaba con sus labios contra su
boca, y entonces Steven le agarró de la camiseta y le arrolló, reaccionando
con un beso ansioso. Sus manos le recorrieron el pecho mientras las lenguas
se enredaban y el calor entre los dos se intensificaba.
Pronto no hubo más que calor y deseo en su mente: su hermano, el piso
franco, Crowell, todo se convirtió en una hoguera de una intensidad tal que
no supo si podría detenerla. Las manos fuertes de Kolt le recorrían la
espalda y se cerraron en sus caderas, presionándole contra su cuerpo. Pudo
notar que algo despertaba entre sus piernas y rozaba su propia erección, de
la que ni había sido consciente.
A pesar de todo, y de que desease que ese instante durara eternamente,
cuando Kolt rompió el beso y apartó el rostro, Steven pudo parar, aunque el
fuego siguiera quemando en su pecho. Se quedaron mirándose,
sorprendidos y jadeantes.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo Steven con la voz entrecortada.
—Para calmarte… —respondió Kolt, soltándole poco a poco. Steven
pensó que lo hacía a regañadientes—. No te callabas y no sabía qué hacer.
—¿Cómo sabías que funcionaría? —Steven apartó las manos de su
pecho, sintiendo una sensación de vacío cuando dejaron de tocarse. Los
ojos de Kolt estaban fijos en los suyos y parecían arder.
—No lo sabía, pero las distracciones suelen funcionar en estos casos…
—Kolt carraspeó y apartó los ojos de él—. Pero a mí no me gustan los
hombres. Lo he hecho para…
—Distraerme, sí —completó Steven la frase, pero negó con la cabeza.
No era tonto, había notado algo y seguía viendo las cosas claras en los ojos
de Kolt—. Por lo que noto en mi cadera, o miente tu boca, o miente tu
entrepierna.
El protector se apartó de él entonces, apurado, e intentó volver al salón.
Esta vez Steven lo tuvo más fácil, solo tuvo que tirar de él y volver a
besarle para evitar que se separase. A Kolt no le gustaban los hombres, eso
decía, pero por la forma en que le besó, desesperadamente y hundiendo la
lengua en su boca, Steven tenía claro que, como mínimo, le gustaba a él.
11
La cosa estuvo tensa a partir de ese momento. Jack apenas me dirigió la
palabra y nada más levantarse se encerró en el baño para arreglarse,
momento que yo aproveché para vestirme. Desayunamos en el bar del
motel sin casi mirarnos y nos pusimos en marcha. Llevábamos un buen rato
en el coche y no había dejado de darle vueltas a lo que había hecho. Aún no
sabía si había sido buena idea, pero al menos había sido efectivo: Jack dejó
de darme por el culo con sus preguntas. La parte negativa era que iba a
costarme un esfuerzo sobrehumano olvidarme de esa boca, de lo que había
sentido besándola y las ganas que me habían atormentado durante toda la
noche de volver a hacerlo.
De vez en cuando la miraba a través del retrovisor. Su mirada ceñuda se
fijaba en la carretera. A veces me sorprendía observándola y me apuñalaba
con los ojos antes de seguir concentrada en la vía. Sabía que se estaba
formando una tormenta y no tardaría demasiado en estallar, y entonces
tendría que enfrentarla y poner las cartas sobre la mesa.
Sonaba Somebody to love de The Jefferson Airplane mientras
tomábamos la salida de la interestatal en dirección a Quantico.
When the garden flowers they are dead,
Yes, and your mind, your mind is so full of red.
Don't you want somebody to love?
Don't you need somebody to love?
Wouldn't you love somebody to love?
You'd better find somebody to love.
Por unos instantes me sumergí en la música. Era como si me estuviera
hablando, como si pretendiera hacerme pensar en algo que había estado
esquivando durante los últimos días. A Florence le encantaba la música de
los setenta, los Jefferson eran uno de sus grupos favoritos, me sabía aquella
canción y otras muchas de memoria. Pensar en ella me producía un dolor
sordo en el pecho y una sensación de asfixia difícil de controlar, por eso lo
evitaba. Tal vez lo que me ocurría con Jack solo era una huida hacia
adelante, quería alejarme de la pérdida, seguir negándome que nunca
volvería. Mi mente debía estar buscando una manera de evitar todo aquello
y por eso se obsesionaba con la mujer que tenía al lado.
Molesto por los derroteros que empezaban a tomar mis pensamientos,
apagué la radio con un movimiento brusco. Jack me miró extrañada y soltó
un resoplido, volviendo a encender la radio.
—¿Por qué la apagas? Es un temazo, joder —espetó.
—Pues a mí no me gusta.
—¿Cómo no va a gustarte The Jefferson Airplane? —dijo como si fuera
algo totalmente improbable.
—Porque no me gusta ninguna música —mentí, y volví a apagar el
aparato.
—Tengo la teoría de que las únicas personas en el mundo a quienes no
les gusta la música son psicópatas.
—No digas chorradas, a muchos asesinos en serie les ha gustado la
música —repliqué, aliviado con que aquello la distrajera de volver a poner
la canción.
—No he dicho que a todos los psicópatas no les guste la música, pero
seguro que a todos los que no les gusta la música son psicópatas —dijo
convencida. No estaba seguro de que estuviera bromeando, porque seguía
seria y mirando a la carretera como si la odiara.
—Ya, pues viajas con Hannibal Leckter, qué le vamos a hacer.
—Incluso a él le gusta la música clásica. Pero él no cuenta: es ficción.
Chasqueé la lengua y miré el paisaje a mi alrededor. Estábamos entrando
en Quantico, acababa de darme cuenta, como si hasta el momento no
hubiera estado en contacto con la realidad. Jack se metió en un polígono
industrial a las afueras y aparcó frente a una enorme nave. Aún quedaba un
rato para la hora de comer y no había nadie por la acera.
—¿Qué haces? ¿Por qué paramos aquí? —dije mirando alrededor.
—Quédate quietecito en el coche. Ahora vengo.
«Los cojones».
Abrí la puerta y fui tras ella en cuanto cerró la suya. Jack me lanzó una
mirada asesina y siguió caminando hasta la esquina, donde había una
solitaria y abandonada cabina telefónica. Se metió dentro y cerró, pero yo
pegué la oreja al cristal a pesar de su insistente mirada aniquiladora de
mundos.
—Soy Jack, estoy en Quantico —dijo unos segundos después de marcar.
Hizo una pausa para escuchar y luego continuó—. Tengo problemas,
necesito hablar contigo en un lugar seguro, lejos de la academia.
¿Recuerdas aquel bar donde tomamos nuestra primera cerveza juntos? Vale.
Te estaré esperando allí, ven cuanto antes.
Jack colgó y salió de la cabina, caminando hacia el coche e ignorándome
flagrantemente.
—¿A quién has llamado?
Odiaba aquella sensación de pérdida de control. No me gustaba no saber
dónde íbamos, ni cuáles eran sus planes, estaba demasiado acostumbrado a
tenerlo todo estudiado milimétricamente por una cuestión de supervivencia.
—Es un amigo.
—¿De la academia?
—No te importa —replicó, abriendo la puerta del conductor. Yo me
quedé de pie sin intención de entrar.
—Claro que me importa. Nuestras vidas están en peligro. En especial la
mía, por si tengo que recordártelo. Así que sí: sí me importa. Soy a quien
más le importa.
Después de entrar en el coche, Jack dio un portazo.
—Sube al maldito coche y haz el favor de dejar las cosas en mis manos
de una vez. Soy yo quien te protege, pero llevas intentando tener el control
de todo desde que esto ha comenzado. Y estoy harta, ni siquiera sé si eres
quien dices ser.
Su tono de voz era frío y acerado, como si estuviera conteniendo una
tormenta y se hubiera cansado ya de luchar contra ello. Yo no se lo había
puesto fácil y estaban ocurriendo cosas que ni siquiera entendía. No
respondí, pero tampoco me moví del sitio, esperando que dijera algo más.
Que me respondiera, aunque estuviera furiosa.
—Si no entras me iré. Te dejaré aquí en medio de la nada y lo mandaré
todo al infierno, así tu vida solo estará en tus manos, Steven —dijo
mirándome al pronunciar el nombre de mi hermano.
Claudiqué. El lío en el que nos habíamos metido era demasiado grande
para cualquiera de los dos estando solos y yo necesitaba comenzar a confiar
en ella tanto como ella en mí. Tendría que acostumbrarme a la sensación de
pérdida de control, a que la vida fuera por los derroteros que le diera la
gana. Era un buen momento para aprender aquella lección.
—Vale, pero no pongas música —dije antes de entrar y cerrar la puerta.
Jack suspiró y arrancó en silencio.
El bar en cuestión se llamaba Dragonfly y parecía un prostíbulo con
estética vintage. Aunque fuera de día el interior estaba oscuro, iluminado
por la luz de algunas lámparas de estilo Tiffany, o como diablos se llamara,
que apenas llegaba a alumbrar las mesas y los reservados. Había papel
pintado en las paredes y las sillas y las mesas eran de forja. En otro
momento, tal vez, el ambiente íntimo y la música tranquila, unidos a la
limpieza del local, me habrían gustado, pero en ese instante estaba cabreado
por tener que obedecer a Jack y dejarme llevar. Algo me decía que el tipo
con el que habíamos quedado era del FBI, y me parecía una pésima idea.
Nada más entrar Jack enfiló hacia uno de los reservados, donde un tipo
con gafas bebía una cerveza negra. Llevaba una media melena canosa muy
elegante sujeta en una coleta y aunque vestía de vaqueros y camisa, tenía un
aspecto pulcro y cuidado. En cuanto vio a Jack se puso en pie con una
expresión preocupada y, para mi sorpresa, se fundieron en un repentino
abrazo. Había alegría y un cariño especial en aquel gesto que compartían y
sentí cierta vergüenza al mirarles, como si yo sobrase allí.
Pero qué demonios, no sobraba, así que me quedé de pie y de brazos
cruzados hasta que repararon en mi presencia, tras los saludos y la
explicación de Jack sobre nuestra situación.
—Ah, él es Steven, mi protegido —dijo señalándome—. Steven, él es
Greyson O’Sullivan. Fue profesor mío en la academia.
—Un placer, Steven. —El tal Greyson me tendió la mano y se la
estreché con firmeza, momento que aproveché para darle un repaso visual.
Era un tipo bien parecido, de porte elegante y expresión serena. Era
mayor que Jack, por lo menos diez años, y las gafas de pasta le hacían
parecer intelectual.
—Lo mismo digo —respondí, aunque no me parecía un placer y seguía
pensando que aquello era muy mala idea.
La camarera pasó cerca y Jack la llamó antes de tomar asiento.
—Ponnos dos cervezas a mí y a mi amigo.
...
Me alegré muchísimo de volver a ver a Greyson. Había sido mi mentor
durante la época de la academia en Quantico y, aunque hubo un tiempo en
que confundí el respeto y la admiración que sentía por él con un supuesto e
inconveniente enamoramiento, acabé comprendiendo que no era real y lo
convertimos en una amistad muy especial que perduró después de que
terminara mi formación. Siempre ha conseguido darme buenos consejos y
me ha ofrecido su ayuda cuando la he necesitado, así que me alegraba de
haber convertido el falso enamoramiento en una amistad sólida y
verdadera.
Es la persona en la que más confío en el mundo y, cuando me vi
superada por la situación, sin saber qué hacer a continuación para mantener
a salvo a Steven, supe que debía acudir a él.
Le hice un resumen exhaustivo de lo que ocurría y del problemón en el
que nos encontrábamos. Me escuchó sin interrumpirme, una de las cosas
que más me ha gustado siempre de él. Se limitó a mirarme con atención,
asintiendo de vez en cuando, desviando los ojos hacia Steven alguna que
otra vez.
—Necesitamos un lugar seguro en el que escondernos y mantenerlo a
salvo —terminé, señalando a Steven—. Ya no sé en quién puedo confiar y
en quién no, y creo que la mejor opción es que nos escondamos de todo el
mundo hasta el día del juicio. Esta situación está a punto de superarme —
acabé confesando con un suspiro.
Admitir aquello delante de Steven me supuso un esfuerzo. Lo miré de
reojo para ver su reacción, pero solo frunció el ceño. Se había mantenido
callado durante toda la conversación, dejándome hablar sin interrumpirme,
algo de agradecer.
—Temes que haya un topo en tu oficina —dijo Greyson cuando vio que
yo no seguía hablando.
Asentí con la cabeza.
—Es muy probable. ¿De qué otra manera podrían haber sabido dónde lo
teníamos escondido? Que lo encontraran por casualidad sería tener
demasiada suerte. No, alguien de dentro le dio el chivatazo a Crowell.
—Sí, eso mismo pienso yo.
—La cuestión es dónde nos metemos. No podemos estar de motel en
motel, es correr demasiados riesgos.
—No, os estarán buscando por todos los moteles y hoteles del estado,
Crowell tiene demasiados tentáculos y os encontraría tarde o temprano.
Pero yo tengo el lugar perfecto para que os escondáis hasta el día del juicio:
mi casa barco en el Potomac, que ahora mismo no uso para nada, con el
depósito lleno de combustible por si queréis soltar amarras y moveros por el
río. La pongo a vuestra disposición.
Fue un alivio para mí. Alargué la mano para coger la suya y apretársela
en agradecimiento.
—Gracias.
Él sonrió de medio lado con un deje de tristeza y me devolvió el apretón.
—De nada. Ya sabes que puedes contar siempre conmigo. Y eso del
chivatazo no me gusta nada como pinta, así que me pondré manos a la obra
a ver qué averiguo.
—No quiero que te metas en líos por mi culpa.
—Ya sabes que me encanta meterme en líos —replicó, convirtiendo la
sonrisa de triste a pícara— y, además, nunca me pillan.
—Es un genio informático —le expliqué a Steven, no sé por qué tuve la
necesidad de hacerlo—, y no hay dato que se le resista si se empeña en
encontrarlo.
Greyson y yo nos quedamos mirándonos y la corriente de complicidad
entre nosotros fue muy palpable, casi física. Incluso me pregunté cómo
hubiera sido mi vida si, en lugar de alejarme de él, siguiésemos juntos.
Steven carraspeó y se removió en su asiento, incómodo. Parecía tenso y
había arrugado el ceño hasta convertir su rostro en el de un niño
enfurruñado. Me pregunté qué era lo que lo estaba molestando tanto, e iba a
preguntárselo cuando Greyson me soltó la mano, que había mantenido entre
las suyas todo el rato, y se levantó.
—Será mejor que nos vayamos. Seguidme con vuestro coche y os
llevaré hasta el amarre.
Steven se mantuvo en silencio durante todo el viaje hasta el puerto. Lo
vi abrir la boca varias veces como si fuese a hablar, pero siempre acababa
cerrándola con un chasquido y removiéndose en el asiento, tirando del
cinturón de seguridad.
Ya en el puerto, Greyson me dio las llaves de la casa barco y un fajo de
varios cientos de dólares. Parecíamos traficantes haciendo trapicheos
dándonos cosas a través de las ventanillas sin bajar del coche.
—Greyson, no puedo aceptar el dinero —protesté cuando vi que había
casi mil dólares.
—Chitón, niña. Tú lo necesitas más que yo. Cuando todo termine ya se
lo reclamaré al FBI.
—Está bien —acepté resignada. Pelear con él a esas alturas iba a ser una
pérdida de tiempo.
Me dijo el número de muelle en el que estaba la casa barco y se despidió
con un «hasta luego. Cuídate mucho, ¿ok?» cargado de preocupación.
Asentí y le dije adiós con la mano cuando ya se alejaba.
Cuando Greyson habló de la casa barco me imaginaba un velero
pequeño de espacios estrechos y agobiantes, pero resultó ser un antiguo
carguero de río, no muy grande, reformado como una casa flotante. En la
parte superior estaba la cabina con el timón a popa, a la que se accedía por
una escalerilla, y una pequeña terraza en la proa, frente a las puertas dobles
de cristal.
El interior era confortable y muy acogedor, con los techos y los suelos
de madera clara. El salón no era muy amplio, pero sí largo, y terminaba en
una pequeña cocina perfectamente equipada. La cama estaba al final, de
tamaño king size, ocupando todo el ancho del dormitorio, rodeada de
ventanas por las que entraba la luz del exterior, separada del resto por una
cortina de colores un tanto hippie.
—No me imaginaba a un nerd como tu amigo en un sitio así —comentó
Steven entre dientes.
—Greyson no es un nerd, y tiene muy buen gusto, algo que tú deberías
apreciar —le contesté con intención.
—Si tú lo dices… —me replicó de mala gana y se fue directo a abrir los
armarios de la cocina para empezar a revolver—. Hay pasta y algunas
conservas. Tenemos para algunos días, pero deberíamos hacer una compra,
por lo menos de productos frescos. Menos mal que tu novio te ha dado
dinero.
—¿Mi novio? —Hubo un deje de algo en su tono que llamó mi atención.
Un tanto de rabia, o envidia, o ¿celos? Qué estupidez—. Greyson no es mi
novio —contesté intentando no darle mayor importancia a lo que parecía
una pulla en toda regla.
—Pues mucho cariño he visto yo entre vosotros.
—Pero bueno, ¿y a ti qué te importa lo que haya o no entre Greyson y
yo?
—No me importa en absoluto, solo era por cotillear un rato —contestó
enfurruñado, haciendo un gesto muy exagerado y amanerado, tan artificial y
falso como un pollo de goma. Se dejó caer en el sofá y se cruzó de brazos,
evitando mirarme—. Estoy demasiado aburrido.
Sobre la mesa de café había una revista del corazón. No supe interpretar
qué hacía ahí, ¿quizá de alguna amiga de Greyson?, pero me vino de perlas
para cogerla y tirársela a la cara.
—Si quieres cotilleos, ahí tienes material. Seguro que hay páginas llenas
de tu amada Kim Kardashian. Mientras, yo haré algo útil como preparar la
comida.
La revista le rebotó en la cara. Steven me miró con los ojos fulgurantes,
cogió la revista, la ojeó y la dejó sobre el sofá.
—Mejor será que te ayude. No quiero morir envenenado.
—No veo el peligro que hay en abrir unas latas y verterlas sobre el plato.
—¿Ese es tu concepto de «preparar la comida»? Mejor apártate que ya
me encargo yo.
Se hizo con el poder en la pequeña cocina sin apenas esfuerzo. Empezó
a sacar todo lo que había en los armarios y abrió el congelador, poniendo
cara de resignación cuando vio que estaba completamente vacío.
No dije nada mientras, una vez más, se hacía con el control de la
situación, pero me negué a apartarme. Me sentí molesta por su nula
confianza en mí, aunque fuese algo tan nimio como hacer la comida. ¿Es
que pensaba que yo no sabría?
Metió un par de puñados de macarrones en la olla hirviendo y puso la
sartén sobre el fuego. Lo observé detenidamente. Su rostro tenía una
expresión de concentración mientras cortaba con maestría una cebolla en
trozos bien pequeños. Era como si el cuchillo formase parte de su propia
mano y lo hacía volar sobre la madera a una velocidad que solo había visto
en televisión, en el programa de Gordon Ramsey.
—Abre la lata de albóndigas, sepáralas de la salsa y límpialas, por favor.
La cocina era pequeña y estrecha. Nuestros cuerpos no podían evitar
rozarse constantemente y su aroma masculino parecía concentrarse por los
alrededores de mi nariz, distrayéndome.
—¿Perdona?
—Que abras la lata y limpies las albóndigas.
—¿Limpiarlas? ¿Cómo lo hago? ¿Con papel de cocina?
—Por supuesto que no —resopló, indignado—. El papel se deshará con
la humedad y se quedará pegado. Hazlo con una cuchara, con cuidado de no
romperlas.
—Pero, ¿por qué no te limitas a mezclarlo todo y ya está? —Me miró
como si me hubieran salido dos cabezas, o como si le hubiera propuesto
matar al presidente. Fijó sus magníficos ojos verdes en mí y después
sacudió la cabeza, decepcionado como si no hubiera nada que hacer
conmigo—. ¿Qué? —le pregunté, sintiéndome como un insecto.
—Que dejes de decir tonterías y hagas lo que te pido, por favor.
No repliqué, aunque tenía muchas ganas de mandarlo a la mierda
directamente y sin pasar por la casilla de salida. Cogí una cuchara, abrí el
bote de albóndigas que me había dado, y empecé a sacarlas una por una
para limpiarlas con la cuchara, con cuidado de no romperlas como me había
pedido, y a dejarlas en un plato limpio.
Steven se movía por la cocina con seguridad. Sabía muy bien lo que
estaba haciendo. Era evidente que no era la primera vez que se ponía a
cargo de los fogones. El rostro concentrado, los movimientos seguros, el
aroma masculino que llenaba mis fosas nasales… me pareció tan sexy que
no pude evitar acordarme del día en que salió de la ducha con solo una
toalla alrededor de la cintura, o del beso que me había dado, ¿la noche
anterior? Todo el torbellino de sensaciones que lo acompañaron: el rugir de
la sangre en mis venas, la contracción de mi útero, deseándolo, la piel
erizada ansiando el toque de sus dedos. Había intentado no pensar en ello,
pero resultaba difícil teniéndole tan cerca.
—¿Están ya las albóndigas? —me preguntó, sacándome de mis
ensoñaciones.
—Sí, toma.
Le acerqué el plato y fue posándolas cuidadosamente en la sartén, donde
la cebolla y el ajo ya se habían cocinado. Después de darles un par de
vueltas para que se doraran un poco, les echó por encima la salsa de tomate
frito, lo removió con cuidado, y lo probó.
—Cuando vayamos al súper recuérdame que compre para hacer una
boloñesa de verdad —murmuró, torciendo los labios en una mueca de
disgusto—. Esta improvisación no está mal, pero me recuerda demasiado al
rancho del ejército.
—¿Perdona? ¿Al rancho del ejército?
—¿Eh? Ah, era una broma. —Sonrió sin mucha convicción y volvió a
sumergirse en lo que estaba haciendo—. Esto estará enseguida. ¿Vas
poniendo la mesa?
El mosqueo me aumentó de manera exponencial. ¿A qué venía
mencionar al ejército? Otra pieza más del maldito puzzle. Según su
expediente, Steven jamás había vestido un uniforme militar; pero, al
pensarlo y repasar mentalmente todo lo ocurrido desde su escapada, todos
los cambios operados en su carácter, su manera de moverse, de fijarse en las
cosas, de hacerse con el mando de las situaciones aún cuando debería ser yo
la que tomase las decisiones… Todo eso empezaba a cuadrar con la idea de
que hubiese sido militar en algún momento de su vida. Y si había sido
militar, habría podido acabar con el asesino que Crowell envió para matarle.
¿Quién demonios era en realidad aquel tío?
12
Nos pasamos el resto del día trabajando en ello. Visitamos las tres
localizaciones para comprobar que eran adecuadas y buscamos los puntos
desde los que sería más fácil vigilar sin ser observados. Bruce apenas habló,
excepto para emitir algún que otro gruñido. La conversación con su jefa lo
había dejado preocupado, pero yo no podía entender por qué. ¿Qué
problema había con ese tal Kolt?
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