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GATO POR LIEBRE

Sophie West y Kattie Black


©DirtyBooks, 2020
Portada: Kattie Black
Gato por liebre, de Sophie West y Kattie Black, está registrada bajo una licencia Creative Commons. No se permite la
distribución, comercialización, reproducción ni el uso en obras derivadas sin permiso expreso de la autora o los editores.
Introducción
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Epílogo
Introducción

Steven Blackburn St. John tenía miedo.


Se miró en el espejo del baño en el que se había encerrado. La imagen
que le devolvía no era la habitual. ¿Cuándo habían salido esas arruguitas en
el entrecejo? ¿Y esas horribles bolsas debajo de los ojos? Su pelo castaño,
antaño brillante gracias a las mechas rubias, y siempre bien cortado y
peinado parecía un nido de ¿avispas? ¿gaviotas? ¿golondrinas? ¡Qué más
daba! Estaba horrible y punto. ¡Ni siquiera llevaba la ropa bien planchada,
como a él le gustaba! La americana, de un rosa salmón muy glamuroso,
tenía una mancha en la manga derecha y la camisa tenía el cuello arrugado.
Se pasó las manos por el pelo intentando recomponerlo, pero fue inútil.
Necesitaba una visita urgente a su peluquero, pero las personas que lo
retenían en el piso no se lo permitirían.
Ahogó un sollozo de desesperación. ¿Valían la pena todos los riesgos
que estaba corriendo? No, no la valían. ¿O sí?
«Dios mío», rezó cerrando los ojos, negándose a seguir mirando aquella
imagen que de ninguna manera podía pertenecerle a él. «Sé que renegué de
ti hace mucho tiempo, pero, por favor, si estás ahí arriba, en alguna parte,
échale una mano a este maricón asustado. Te lo suplico».
Miró hacia atrás en el tiempo, hacia lo que había sido su vida, con todos
los errores que había cometido y todos los aciertos. Recordó el día en que
su padre lo echó de casa porque «era un sucio maricón que no merecía ni el
aire que respiraba». Ni siquiera ese día, con dieciséis años, sabiéndose solo,
en la calle y sin un centavo, había tenido tanto miedo.
«Esta ha sido la peor decisión que he tomado en toda mi vida».
Intentó tranquilizarse y buscar una manera de escapar de allí. En
cualquier momento empezarían a aporrear la puerta del baño y si no
contestaba la echarían abajo.
«¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?».
Miró hacia la ventana. No era muy grande, pero él estaba en forma y,
aunque sus visitas diarias al gimnasio le otorgaban un buen puñado de
músculos que ocupaban espacio, era lo bastante elástico para retorcerse lo
necesario para pasar por ella.
«Si consigo que pasen los hombros, el resto será coser y cantar».
Forcejeó con ella con ahínco y lo golpeó el desánimo cuando no
consiguió abrirla. ¿Estaría trabada? ¿Cerrada de alguna manera? No le
extrañaría. La gente que lo tenía prisionero no era una panda de aficionados
y era muy probable que se hubiesen asegurado de que no podía escapar por
allí.
Se miró las manos. Se había roto una uña forcejeando con la ventana. Su
maravillosa manicura de doscientos dólares estropeada por culpa de un
trozo de madera. Soltó una maldición e intentó detener el temblor que las
sacudía. Todo su cuerpo temblaba y el sudor le corría por la frente.
«Por favor, por favor, por favor», lloriqueó mordiéndose los labios para
no echarse a gritar.
Volvió a intentarlo, con calma, usando la poca paciencia que le quedaba,
paso a paso, lentamente: girar la manija hasta la posición adecuada y tirar
con suavidad.
Con un suspiro de alivio vio como se abría. Después de todo, no estaba
sellada; solo había sido su nerviosismo el que le había impedido dar con la
posición correcta.
Miró el retrete y comprobó que era lo bastante resistente y que estaba
bien fijado en el suelo para subirse encima sin riesgo.
Echó un vistazo afuera. La ventana daba a una escalera de incendios que
parecía de todo menos segura. Bajar por ella sería peligroso y escandaloso,
pero no le quedaba más remedio. Abajo, un callejón infestado de basura lo
estaba aguardando.
Inspiró aire y lo soltó poco a poco, preparándose para lo que tenía que
hacer a continuación. Esperaba no quedarse atrapado en aquel minúsculo
agujero. No solo sería vergonzoso que tuviese que gritar pidiendo ayuda,
sino que sería tirar por tierra la única oportunidad que tenía de escapar antes
de que lo mataran.
Porque acabarían matándolo si seguía allí, de eso estaba tan seguro
como de que el sol estaba en el cielo, aunque no pudiese verlo por culpa de
los altos edificios.
—¡¿Vas a salir de una puta vez, o qué?!
La voz al otro lado de la puerta lo sobresaltó y las manos volvieron a
temblarle. Carraspeó intentando que su voz no sonara demasiado estridente.
—¡Salgo de inmediato!
—¡Tienes cinco minutos para terminar de mear o lo que sea que estés
haciendo, o echaré la puerta abajo de una patada! ¿Entendido?
—¡Estas cosas necesitan su tiempo!
—¡Cinco minutos, Steven!
Aterrorizado, sabiendo que el tiempo se le estaba escurriendo de las
manos, sacó un brazo por la ventana, después la cabeza, y cogió impulso
con los pies para deslizarse por ella como un bebé se escurre por el útero de
su madre para nacer. Sin miramientos ni contemplaciones. La americana se
enganchó en un clavo medio salido y se desgarró, y él acabó cayendo sobre
el suelo metálico de la escalera de incendios como un fardo. El ruido resonó
por todo el callejón y Steven rezó: si los de dentro lo habían oído, era muy
probable que entraran en el baño reventando la puerta como un comando de
asalto de los SEAL.
Se levantó con dificultad, resollando, con el terror encajado en la
garganta. Su mente, alterada y caótica en ese instante, reparó en el
desgarrón de la chaqueta y se lamentó como un niño que ha roto su juguete
favorito. Un juguete de dos mil pavos hecho a mano y a la medida por el
sastre más caro de Filadelfia.
«¡No es el momento de lloriquear por la chaqueta!» se recriminó. Era el
momento de salir de allí echando leches.
Bajó las escaleras a trompicones, intentando hacer el menor ruido y,
cuando por fin puso los pies en tierra, echó a correr por el callejón,
cojeando y resoplando, en dirección a la gran avenida que se veía al final.
Allí estaba su salvación. Allí encontraría un taxi que lo llevaría con el
único hombre en el que podía confiar en aquellos momentos.
1

El cielo parecía pintado sobre un lienzo aquella tarde de primavera: azul,


limpio y despejado de nubes, no parecía acusar la contaminación de
Filadelfia. El coche negro se deslizaba entre el tráfico tranquilo. A Bruce le
encantaba el sol y el ronroneo del motor le relajaba, pero si algo le ponía de
especial buen humor era la voz de su protegida.
—Hoy se te ve más relajado que de costumbre —dijo Florence. A pesar
de sus indicaciones, la muchacha se empeñaba en sentarse en el asiento del
copiloto. Bruce ya daba por perdida aquella batalla, la respuesta de Florence
siempre era la misma: «me niego a vivir bajo el yugo del miedo».
Lo había acabado comprendiendo y aceptando, ya que discutir con ella
solía ser inútil.
—Es un alivio alejarse de los barrios del norte. Este instituto es muy
tranquilo —respondió con la mirada fija en la carretera.
La risa de Florence, vital y fresca, le provocó una sonrisa involuntaria.
—¿Sigues convencido de que las amenazas de muerte son reales?
—Yo no debo especular sobre eso: mi trabajo es tomármelas en serio. Es
por lo que me pagan —replicó Bruce girando el volante para tomar el
desvío hacia el instituto Franklin.
—Te van a salir canas antes de tiempo de tanto preocuparte —replicó
Florence, estirando el brazo para revolverle el pelo con un gesto confiado y
cariñoso—. ¿Cuánto llevas conmigo? ¿Dos años? Nunca ha pasado nada,
no tengo tanta repercusión como la fundación cree que tengo.
Echándose una mirada en el retrovisor, Bruce se arregló el pelo
alborotado por las manos de la chica, reprimiendo una nueva sonrisa.
—Lo que está claro es que has molestado a mucha gente —dijo
poniéndose serio—. Las cosas que dices tienen repercusión, inspiran a
muchas personas, pero otras solo saben sentir odio. Si no existiera ese
riesgo no te habrían puesto un escolta.
—Y agradezco mucho tener un escolta como tú, pero creo que la
dirección exagera. Se nota que nunca han estado en la calle. Soy negra y
soy mujer, estoy más que acostumbrada a recibir amenazas de todo tipo —
arguyó Florence encogiéndose de hombros.
No era la primera vez que tenían aquella conversación. Bruce sabía qué
pensaba sobre todo eso y había sido incapaz de hacerle ver el peligro que
corría. Florence no era consciente del calado de sus discursos, de la
importancia que tenían las cosas que hacía y de lo mucho que eso molestaba
a los privilegiados a quienes apelaba de forma tan directa y certera.
—Ya sé que piensas que es un derroche innecesario, pero no está de más
ser precavidos. Es por tu bienestar —trató de convencerla una vez más.
—Mira, el dinero que se gastan pagándote a ti podrían invertirlo en
comprar armas de la calle para sacarlas de circulación, o en las campañas a
favor de su control —replicó ella con convencimiento.
—Vamos, ya sé que soy un coñazo para ti, pero no tienes por qué
currarte tanto las excusas —bromeó Bruce. Ella le dio un codazo.
—No seas idiota. Sabes que no es nada personal. De hecho, estoy muy a
gusto contigo. Sé que te preocupas sinceramente y que te tomas tu trabajo
muy en serio, y lo aprecio y lo agradezco, no pienses lo contrario; pero
preferiría que no gastaran tanto dinero en mí y haberte conocido de otra
forma.
Mantuvo la mirada en la carretera, pero Bruce sintió el impulso de
mirarla. Notaba los ojos de Florence, llenos de luz y vitalidad, puestos en él.
Realmente la admiraba, era una mujer carismática, plena de convencimiento
y con una energía desbordante que ponía al servicio de su causa. Le había
deslumbrado y empezaba a preguntarse si no había algo más en aquella
admiración que sentía hacia ella, porque imaginó cómo habría sido
conocerse en otras circunstancias.
«Si es que se refiere a ese tipo de circunstancias», pensó al imaginar
dónde podría haberla encontrado… Cómo habría sido una cita con ella.
Al llegar al instituto Franklin, Bruce aparcó el coche frente a la entrada.
Florence se apresuró a abrir la puerta, quitándose el cinturón, pero él la
detuvo con una mano en el antebrazo.
—Espera. A estas alturas ya deberías saber que yo bajo primero —le
dijo con tanta firmeza como le permitió su buen humor—. Tengo que
controlar el perímetro.
Una risa divertida y fresca brotó de la boca de Florence, que volvió a
sentarse y le miró con ojos chispeantes. Llevaba el pelo rizado suelto, en
una abundante y preciosa melena negra que le llegaba hasta los hombros y
enmarcaba su rostro ovalado de tez oscura.
—Venga —concedió, mirándole con expresión divertida—, voy a
portarme bien. Te dejaré hacer tu trabajo con normalidad y esperaré a que
me des la señal.
—Gracias —dijo Bruce con un asentimiento.
Bajó del coche y lo rodeó hasta colocarse ante la puerta de Florence.
Observó los edificios de alrededor, las azoteas y las ventanas, las calles que
desembocaban cerca del instituto, las entradas y salidas. Cuando comprobó
que todo era seguro y no había ni presencias ni movimientos extraños, hizo
un gesto a Florence para que saliera. Esperó a que cerrase la puerta y se
colocó a su lado cuando empezó a caminar.
—Relájate, todo saldrá bien —le dijo agarrándole del brazo y
estrechándolo con cariño, dedicándole una mirada tranquilizadora.
Bruce asintió, dedicándole una sonrisa.

El auditorio estaba en completo silencio. Los chicos, con la mirada fija


en Florence, escuchaban su discurso. Ella estaba radiante, iba vestida con
unos simples vaqueros, una camiseta con un puño negro en alto impresa y
unas Converse de color morado, pero no habría parecido más grande e
impresionante enfundada en una armadura o en un traje de gala. Florence
tenía algo dentro que irradiaba hacia el exterior e inspiraba a los demás.
—Nuestra lucha no pasa por las armas. Nuestra lucha es lícita y
debemos demostrar al mundo que podemos convencer sin la violencia —
estaba diciendo. Bruce tenía la atención puesta en el auditorio, en cada
rincón de aquel lugar, pero también la escuchaba.
Una vibración en el interior del bolsillo de su pantalón le hizo bajar la
mirada al buscar el móvil. En la pantalla el nombre de Steven brillaba en
enormes letras.
«¿Qué tripa se le habrá roto ahora?», pensó, molesto con la interrupción.
Pulsó el botón para detener la vibración y volvió a meterse el aparato en el
bolsillo.
¡Bam!
Una repentina explosión puso el tiempo en suspenso. Activado por el
instinto, su cuerpo se puso en tensión y se proyectó hacia adelante,
lanzándose al escenario para interceptar la bala que surcaba el aire en
dirección a Florence. Antes de que pudiera llegar, la vio caer hacia atrás,
vio la sangre dibujar un arco tras ella, roja y brillante.
El tiempo recuperó su ritmo. Bruce cayó sobre Florence y la cubrió con
su cuerpo cuando otro disparo silbó cerca de él. El suelo comenzó a
anegarse de sangre, la chica intentaba hablar, pero de su garganta solo
brotaba un sonido gorgoteante. Cubriéndose tras la tribuna, Bruce la agarró
y la llevó entre bambalinas, refugiándose en el pasillo que llevaba a los
camerinos del salón de actos. Su mente aún no asimilaba lo que ocurría:
solo actuaba. Se quitó la chaqueta y presionó la tela contra el cuello de la
chica, donde había impactado la bala. La sangre no dejaba de brotar sin
control. Sus manos se empaparon del líquido rojo y viscoso, y entonces la
angustia le anegó por completo.
—¡Llamad a una ambulancia! —gritó a quienes corrían a su alrededor
—. Aguanta. Florence. Por favor, aguanta —le suplicó. Ella intentó
responder, pero de su boca solo brotó un borbotón de sangre—. Te pondrás
bien. Saldremos de esta… Dios mío…
Florence levantó una mano con esfuerzo, la colocó sobre una de las
suyas y presionó, mirándole a los ojos con los párpados bien abiertos.
Intentaba decirle algo mientras Bruce negaba con la cabeza, intentando que
no gastara energías mientras trataba de detener la hemorragia.
—Luego me lo dirás. Luego hablaremos… Vas a estar bien —repitió.
Los dedos de Florence apretaron su mano con más fuerza, su cuerpo se
agitó y sus ojos se volvieron vidriosos, fijos en los suyos. Ese fue el
momento en que la vida de Florence Walker escapó de entre sus dedos.

Desperté con las sábanas pegadas al cuerpo por el sudor. Las imágenes
aún vívidas del sueño estaban grabadas en mis retinas y el corazón me
golpeaba como un tambor en los oídos. Los recuerdos regresaban con toda
su crudeza; era como si acabase de ocurrir, como si la sangre de Florence
aún estuviera en mis manos, como si solo hiciera unos segundos desde que
cometiera el peor error de mi vida. La presión en el pecho me impedía
respirar y sabía que estaba a punto de sufrir un ataque de pánico.
Me levanté dando tumbos de la cama, con la sábana enredada en la
cintura, y me apresuré a llegar a la cocina. Aparté platos y vasos, ignoré los
restos de comida y el desorden y agarré desesperadamente la botella de
whisky medio vacía. Bebí un largo trago, intentando diluir el nudo
angustioso en mi garganta, con la esperanza de que el sabor amargo de la
bebida me limpiara del sabor desagradable de la culpa. Aún
tambaleándome, con la botella en la mano, me dirigí al baño y me miré al
espejo, pasándome los dedos por el pelo desordenado. Me miré a los ojos,
parecían negros en lugar verdes, obnubilados por aquel dolor que me
golpeaba sin piedad, enrojecidos por las lágrimas que me negaba a
derramar.
Me eché agua fresca en la cara para despejarme y me mojé la desaliñada
melena castaña. «¿Desde cuándo no me corto el pelo?». Ni lo recordaba.
Tampoco recordaba el último día en que había salido a la calle o había
hablado con alguien. A duras penas encontraba fuerzas para levantarme
cada mañana. Era como si tuviera un peso sobre mis espaldas que me
impidiera avanzar, como si el fantasma de Florence se hubiera quedado
prendido de mi alma.
«No. No la culpes a ella. Ella estaría viva si no fuera por ti. Y tú no
cargarías con este peso».
Me estaba autocompadeciendo, y lo sabía, pero no había mucho que
pudiera hacer al respecto. Nada, salvo el whisky, me ayudaba a hacer más
soportables mis días en aquel momento.
Me di cuenta de que estaban llamando a la puerta. Aturdido, pensé en no
responder. Debía ser algún repartidor o, peor, los mormones. Miré el reloj:
era más de mediodía, ¿cómo había podido dormir tanto? Los golpes
siguieron, cada vez más insistentes y fuertes.
«Los repartidores no llaman así. Y tampoco los mormones», me dije
comenzando a mosquearme.
Me sentía como un despojo y lo último que me apetecía era verle la cara
a nadie, pero ante aquella desesperación en la llamada fui hasta la puerta y
abrí. Como un reflejo mejorado, peinado y elegante de mí mismo, allí se
encontraba mi hermano Steven, mirándome con el rostro desencajado y
pálido como un fantasma.
—Bruce, tienes que ayudarme —fue lo primero que salió por su boca.
—¿Qué? —pregunté completamente aturdido.
—Van a matarme —respondió entrando presuroso y cerrando la puerta
tras de sí.
Mis sentidos se centraron repentinamente en él. Me desperté de golpe y
mi corazón se aceleró rabioso en el pecho.
—Cuéntamelo todo —dije con firmeza.
—Vale, pero antes paga al taxista que está en la puerta.
2

Miré el reloj por enésima vez. Habían pasado treinta minutos desde que
Steven Blackburn St. John, el testigo principal al que me habían ordenado
proteger, se había metido en el baño. Todavía oía el sonido del agua correr.
¿Qué diablos hacía allí metido durante tanto rato?
Resoplé, exasperada. Nunca había conocido a un hombre tan
jodidamente melindroso como ese, lleno de manías y extremadamente snob.
Un petimetre capaz de pasarse media hora repeinándose la onda rebelde del
pelo y hacer el drama si no le queda perfecto. Un tío que lloriquea como un
bebé cuando se le rompe una uña o clama al cielo si no tiene a mano su
fular de seda, en un remedo bastante ridículo de Scarlett O'Hara.
De verdad, he conocido a muchos gais en mi vida y ninguno era la mitad
de cliché, manido y lleno de estereotipos como ese hombre. Un Titus
Andromedon blanco que me saca de quicio cada vez que abre la boca y al
que tengo que proteger durante un mes.
No iba a quejarme, por supuesto. Era agente del FBI y me encantaba mi
trabajo, pero había misiones que eran mucho más agradecidas que otras, y
esta era especialmente exasperante. Cuidar de un idiota relamido como
Steven Blackburn ponía constantemente a prueba mi paciencia. Por suerte,
soy una mujer que sabe controlarse y la presión de ser mi primera misión
como jefa de equipo me ayudaba a conseguirlo. Tenía que hacer un trabajo
impecable si no quería que mi prometedora carrera dentro del FBI se fuese
a la mierda; además, era la oportunidad perfecta para demostrarles a mis
superiores mi valía como agente.
Me fui hasta la cocina y me puse otro café, impacientándome con cada
segundo que pasaba. ¡Y pensar que me alegré cuando mi superior me
informó de cuál iba a ser mi cometido! ¡Nada menos que el caso Crowell!
—Jacqueline, este caso supondrá tu ascenso meteórico dentro del FBI —
me dijo.
Asentí, agradecida de tener aquella oportunidad. Pero, a ese paso, estaba
segura de que acabaría en la cárcel por pegarle un tiro al testigo que debía
proteger.
«¿Pizza para cenar? O sea, ¿en serio? ¿Acaso no sabes la cantidad de
hidratos de carbono que lleva eso? ¿O es que la nueva táctica del FBI para
proteger a sus testigos es cebarlos hasta que se ponen tan gordos que
resultan irreconocibles? Quiero una ensalada de Moriart, cualquier otra cosa
es inaceptable».
Sí, iba yo a enviar a uno de mis agentes hasta el restaurante más caro de
Filadelfia a por un plato de lechuga para que el lechuguino estuviese
contento…
Todavía podía oír sus quejas del primer día. Y del segundo. Y del
tercero. Las de aquella misma mañana, cuando al señor no le gustaron las
tortitas que traje de la cafetería de la esquina. Resonaban en mi cabeza
como almas en pena y me provocaban unas jaquecas monstruosas.
Volví a mirar el reloj y las sienes me empezaron a palpitar. Decidida,
dejé con brusquedad la taza de café sobre la isla y, como una arpía
legendaria, me dirigí hacia la puerta del baño para aporrearla.
—¡¿Vas a salir de una puta vez, o qué?! —grité, mi paciencia ya
agotada.
—¡Salgo de inmediato! —oí su voz al otro lado de la puerta, nerviosa y
con un deje asustadizo que me hizo desconfiar.
—¡Tienes cinco minutos para terminar de mear o lo que sea que estés
haciendo, o echaré la puerta abajo de una patada! ¿Entendido?
—¡Estas cosas necesitan su tiempo! —lloriqueó.
—¡Cinco minutos, Steven!
Resuelta a cumplir la amenaza, miré el reloj y estuve contando cada
segundo. Fueron los cinco minutos más largos de mi vida. Mi pie se moría
por derribar de una patada aquella maldita puerta, y mis manos por agarrar
a aquel despropósito de persona y sacarlo a rastras del baño.
No podía dejar a un testigo sin vigilancia durante tanto rato. El baño era
uno de los lugares más vulnerables del piso franco en el que estábamos.
Cuando lo inspeccioné antes de llevar a Steven allí, me quejé a mi superior
porque no me parecía el lugar indicado para mantenerle a salvo.
Demasiados vecinos curiosos y una ventana en el baño que daba a una
escalera de incendios y que podía abrirse fácilmente solo con forzarla un
poco. Si el testigo era tan importante, ¿por qué no lo llevábamos a un hotel?
Se había hecho muchas veces, alquilar toda una planta de un hotel para
mantener al testigo y a su familia a salvo hasta que este declaraba en el
juicio y era el momento de entrar en protección de testigos, momento en
que pasaban a ser el problema de los Marshalls y dejaban de ser nuestra
responsabilidad. «No hay presupuesto», me contestaron. Los malditos
recortes se habían cebado con nosotros y no había dinero.
Los cinco minutos pasaron y, ni un segundo después, aporreé la puerta
de nuevo.
—¡¡Steven!! —Nada—. ¡¡Steven!! —insistí. Ninguna respuesta.
Temiéndome lo peor, soltando por mi boca tantas palabrotas que harían
ruborizar a Samuel L. Jackson, saqué la pistola y derribé a patadas aquella
puerta de cartón piedra.
Entré con precaución, con el arma preparada por si acaso me hacía falta.
Dentro del baño no había nadie. Solo la maldita ventana, abierta como
una boca hambrienta, pareció saludarme con una sonrisa burlándose de mí.
—Me cago en todo lo que se menea —mascullé.
Me lancé hacia la ventana. Enganchado en el marco revoloteaba un trozo
de tela rosa. ¡El muy cabrón! Se había escurrido por ella a pesar de que a
duras penas había cabido, llegando a sacrificar su preciada chaqueta
carísima de uno de esos diseñadores europeos de nombre impronunciable
para cualquier mortal normal.
Maldiciendo, me asomé y lo vi. Acababa de saltar de la escalera de
incendios hasta el suelo e iba corriendo calle abajo, con su chaqueta rosa
desgarrada, cojeando, mientras con las manos hacía unos ridículos gestos
que, en otras circunstancias, me habrían hecho llorar de risa.
Me lancé detrás de él. Bajé aquellas escaleras del demonio de dos en
dos, a riesgo de caer y romperme la crisma, y salté el último tramo sin
pararme a medir las consecuencias. Por suerte, estoy muy en forma y un
salto de dos metros no es nada para mí.
Corrí por el callejón como una posesa, prometiéndome que iba a pegarle
un tiro al muy hijo de su madre, pero cuando llegué a la esquina y me
introduje en la concurrida avenida, ya no había ni rastro de él.
¿Por qué un tío que había ido al FBI de motu propio para ofrecerse a
testificar contra su jefe, huiría de aquella manera tan desesperada? ¿Acaso
Jerome Crowell habría logrado contactar con él de alguna manera? ¿Lo
habría amenazado? ¿Ofrecido algún trato generoso a cambio de no
testificar?
Busqué con desesperación durante más de dos horas. Me pateé todos los
alrededores: comercios, plazas, calles, callejones… hasta que tuve que
admitir que Steven ya andaría demasiado lejos como para dar con él.
Estaba jodida. Muy jodida. Mi carrera iba a irse a la mierda, cuesta abajo
y sin frenos. No me quedaba otra alternativa que llamar al jefe para
informar de lo ocurrido. La bronca que iba a caerme sería monumental y
tendría suerte si no me destinaban al archivo más profundo y olvidado para
que languideciese entre documentos infestados de polvo y bichos.
Volví al bloque de apartamentos abatida y derrotada. Vi el coche de
refuerzo aparcado cerca de la puerta, en el lugar indicado y decidí que
mejor acabar con aquello bien rápido. Me acercaría a William, que era el
que estaría dentro haciendo guardia para vigilar la gente que entraba y salía
del edificio, y le contaría lo ocurrido. Después, llamaría a la oficina.
Apenas me faltaban diez metros para llegar cuando sonó mi teléfono.
Número desconocido. Estuve a punto de no contestar, hastiada de aquel día
de mierda, pero un rayo de esperanza quimérico me obligó a hacerlo. ¿Y si
era Steven que había decidido volver?
—Agente especial Jack Harker al habla —contesté todo lo formal que
pude, intentando que mi voz no reflejara ni un ápice de emoción.
—¿Agente Harker? ¿Jack? Soy yo, Steven Blackburn St. John.
Abrí la boca para increparle con mil insultos, pero me contuve a tiempo.
No sé si un ángel celestial se ocupó de que mi temperamento se mantuviera
a buen recaudo o solo fue mi sentido común, pero me mordí la lengua y
contesté sin resollar ni insultar, manteniendo la compostura y la
profesionalidad.
—Steven, ¿se puede saber dónde estás?
—Lo siento, lo siento mucho —lloriqueó al otro lado—. Me he… —
dudó durante un instante, carraspeó y aflautó la voz, sonándome muy
extraña—. Tenía mucho miedo, ¡estaba aterrorizado! Al borde de un ataque
de ansiedad, y necesitaba salir a que me diera el aire.
—Bien, no pasa nada —le dije, intentando tranquilizarlo mientras me
esforzaba por mantener la calma aunque en mi imaginación estaba
ahogándolo con mis propias manos—. Dime dónde estás y voy a por ti.
...
Le dejé entrar. ¿Qué iba a hacer? En ese momento todo lo que me
ocurría a mí quedó en segundo plano: mi hermano estaba en peligro y
parecía al borde de un ataque de nervios.
Después de pagar el taxi le preparé un té a Steven. Estaba sentado en el
sofá frotándose las manos nerviosamente e intentando hacer ejercicios de
respiración para controlar su ansiedad, con bastante poco éxito.
—¿Ha pasado un tornado por tu casa? —dijo nerviosamente, cogiendo
la taza que le tendía, que empezó a temblar entre sus manos. Miró alrededor
y compuso un gesto de disgusto muy teatral.
Mi hermano siempre había tenido esa forma de expresarse exagerada y
un poco histriónica, y había desarrollado un extraño acento británico que
aún era incapaz de comprender. La gente solía pensar que enfatizaba sus
maneras para alardear de su orientación sexual, pero Steven era así, no tenía
que ver con quién se acostaba; siempre había sido así, y ni las burlas del
resto del pueblo ni las palizas de nuestro padre cambiaron nada, porque no
había nada que cambiar. Durante un tiempo, incluso me costó comprenderlo
a mí, quería que disimulara para no despertar las iras de papá, hasta que
entendí lo injusto y prejuicioso que era aquello.
—En serio, Bruce, no te recordaba así. Tú no eres de esos tíos que
necesitan un asistente, siempre has tenido la casa reluciente, no eres ningún
inútil —me regañó al ver que no respondía.
Paciente, me senté a su lado y aparté un par de prendas sucias del sofá
para que se sintiera menos incómodo. No pensaba darle explicaciones,
Steven tenía cosas más acuciantes de las que preocuparse que de la
depresión de su hermano y del pozo oscuro en el que se había metido por su
inutilidad.
—¿Piensas contarme qué ha pasado? —corté su cháchara cuando
empezó a enumerar todas las infecciones que podía pillar teniendo la cocina
tan sucia.
—Sí, claro —respondió asintiendo y carraspeando. Tenía los ojos
húmedos y parecía a punto de echarse a llorar—. Pero prométeme que no te
vas a enfadar.
Suspiré y me eché hacia adelante en el sofá, pasándome las manos por la
cara. Intuía lo que iba a decirme y no me gustaba. No me gustaba un pelo.
—Si tienes que pedirme eso es porque sabes que vas a contarme algo
que me cabreará, así que no puedo prometértelo —dije armándome de
paciencia. Quería que me dijera a quién había que partirle la cara para ir y
hacerle pagar por lo que le hubiera hecho, y de paso descargar mi propia
frustración en quien fuera el imbécil que se había atrevido a amenazar a mi
hermano—. Déjate de tonterías y dime qué ha pasado.
Asintió y tomó un sorbo largo de la infusión que le había preparado,
luego dejó la taza sobre el platillo y lo dejó sobre la mesa auxiliar. Estaba
sentado con la espalda muy recta y las rodillas juntas, como si se encontrase
en una reunión formal, y se esforzaba por dar una imagen limpia y
tranquila, pero eso último no lo conseguía.
—Mi jefe es un asesino —habló al fin con voz temblorosa. La humedad
en sus ojos se acumuló y a punto estuvo de derramar las lágrimas, pero
parpadeó rápidamente y se recompuso.
No pude evitar resoplar por la nariz. Quería que siguiera hablando, pero
las palabras salieron de mí más bruscas de lo que quería que sonasen.
—Te dije que ese tío no era trigo limpio. Te lo he dicho muchas veces,
Steven. No me sorprende lo que estás diciendo.
—Una cosa es saberlo con la cabeza y otra con el corazón —soltó
mirándome como si necesitara desesperadamente que lo comprendiera. Me
quedé mirándolo, intentando con todas mis fuerzas entender lo que acababa
de decir.
—¿Eso qué coño quiere decir? —pregunté ante mi fracaso.
Mi hermano suspiró.
—Una cosa es imaginar algo y tener una idea abstracta de ello y otra
verlo con tus propios ojos y no poder negar más lo que tu cabeza intuía y tú
no querías aceptar —explicó pacientemente.
—Haber empezado por ahí. Siempre tienes que complicar las cosas… —
repliqué molesto. No estaba cabreado con él, estaba cabreado con la
situación y frustrado por que no escuchase una sola de mis advertencias.
Steven me miró con expresión de culpa.
—Yo pensaba que Jerome, a pesar de sus… cositas, era un hombre
bueno en el fondo. Al fin y al cabo él me sacó de la calle cuando vine a
Filadelfia después de lo que pasó con papá. —Apartó la mirada y me sentí
mal por haberle dicho eso. Steven había pasado mucho tiempo solo,
sobreviviendo, alejado de mí, y eso aún me hacía sentir culpable—. No me
puedo creer que haya sido capaz de matar a alguien con esa frialdad. Y
delante de mí.
—¿Delante de ti? —Cerré las manos en puños sin darme cuenta. Steven
asintió.
—Discutimos después de eso y cuando le recriminé lo horrible que era
lo que acababa de hacer… —Se interrumpió y tomó aire, conteniendo el
llanto. La voz le temblaba cada vez más—, me dijo que yo iría detrás como
abriera la boca.
Entonces se echó a llorar, incapaz de aguantar más. Se cubrió el rostro y
su espalda se agitó mientras intentaba acallar su propio llanto. No supe qué
hacer. Sentía unas inmensas ganas de ir a casa de Jerome Crowell y
estrangularle con mis propias manos, pero mi hermano estaba roto, justo a
mi lado. Le puse una mano en la espalda, sin saber cómo consolarle.
—Yo pensaba que me quería. Y ahora sé que todo era mentira, que
ninguna vida es valiosa para él —dijo entre sollozos. Se me heló la sangre
en las venas.
—¡¿Qué?! —Me puse en pie bruscamente. Steven me miró angustiado y
asustado—. ¿Cómo que pensabas que te quería? ¿Es que estabais liados?
Mi hermano se encogió sobre sí mismo, intentó responderme, pero yo
seguí, hablándole furioso mientras le señalaba bruscamente con el dedo.
—¿Cómo has podido liarte con ese tío? No solo es como veinte años
mayor que tú, ¡es tu jefe! Y tú mejor que nadie sabes en qué asuntos turbios
está metido. Es uno de los hombres más poderosos de Filadelfia, ¿eres
idiota o qué?
Me di cuenta de que había sido un error en cuanto lo dije, pero no pude
parar; ya lo había dicho. Steven me miró y levantó la cabeza, tenía las
mejillas húmedas de lágrimas, pero en sus ojos vi un arranque de dignidad y
orgullo. Se puso en pie y me miró muy serio.
—Tú no te has visto en mi situación; estuve en la calle, sé lo que es
pasar hambre. —Su voz ahora temblaba de enfado. Me señaló como yo
había hecho con él—. Cuando papá me echó de casa tuve que hacer muchas
cosas para sobrevivir y de todas ellas de la que menos me arrepiento es de
haber aceptado las ofertas de Jerome, porque eso me dio una nueva vida.
—¿Qué vida te ha dado? —pregunté con desprecio. No creía que
Crowell pudiera darle nada bueno.
—¿Preferirías que me hubiera metido a chapero? ¿Que hubiera acabado
enfermo o estrangulado por un psicópata?
—Lo que has hecho no es muy diferente a ser un chapero —repliqué
enfadado.
Mi hermano me miró lleno de dolor y rabia. Apretó los puños. Había
vuelto a cagarla, a meter la pata más hondo si cabía.
—Vale, ya veo que no vas a ayudarme —dijo con la decepción pintada
en el rostro.
Se dio la vuelta y dio dos pasos en dirección a la puerta, dispuesto a
marcharse, cuando le detuve con una mano en su hombro, sintiéndome lo
peor. Le había fallado en el pasado y estaba fallándole en ese preciso
momento.
«Ahora que puedo ayudarle voy y le trato como a la mierda», pensé
disgustado. Él no tenía la culpa de lo que me había pasado, no podía pagar
con él mi frustración.
—No, no. Lo siento. Perdóname, Steven —le dije atropelladamente—.
Me he pasado. Y tienes razón, no tengo ningún derecho a juzgarte. —
Steven se detuvo y relajó los hombros—. Quédate y cuéntamelo todo con
calma. Te ayudaré.
Se volvió con la cabeza gacha y regresó al sofá para sentarse, casi
dejándose caer. Le temblaban las manos cuando se limpió las lágrimas de la
cara. Estaba realmente angustiado y asustado, y yo no se lo ponía fácil. Me
senté a su lado en silencio y esperé a que estuviera preparado para hablar,
tragándome la impaciencia.
—Perdió el control… —comenzó. Tomó aire pesadamente y siguió—.
Estábamos en su despacho, él y yo, y estábamos… —me miró e hizo un
gesto muy elocuente con los dedos.
—Liándoos —completé la frase, ya que parecía costarle decirlo.
—Sí, eso, liándonos. Estábamos en ello cuando entró uno de sus
hombres sin llamar y nos pilló. Era imposible negar lo que estaba pasando y
pensé que Jerome simplemente le iba a explicar la situación cuando le
invitó a entrar y sentarse. Lo hizo con mucha naturalidad, como si no le
hubiera afectado —dijo mirándome confuso, con el ceño fruncido como si
él mismo no entendiera lo que me estaba contando—. Cuando el hombre se
sentó, sacó la pistola y le descerrajó un tiro en la frente. Sin más. Fue tan
frío y mecánico…, Bruce. —Tragó saliva y le tembló la voz—. Vi al
monstruo que es en sus ojos. Me puse muy nervioso, estaba en shock y
acabamos discutiendo. Cuando me dijo que también me mataría a mí si
hablaba entendí lo que era capaz de hacer. Intenté actuar como si no hubiera
pasado nada, pero no pude, lo que había visto se repetía en mi cabeza una y
otra vez. No pude aguantarlo más y fui al FBI a contarlo todo.
—Fue la mejor decisión que pudiste tomar. —Steven me miró
agradecido por el apoyo y asintió.
—Jerome tiene causas abiertas. Todas se solventan a base de chantajes,
dinero o por falta de pruebas, pero yo sé cosas que podrían llevarle a la
cárcel. He sido su contable muchos años…, tengo toda la información de
sus negocios turbios, su dinero en paraísos fiscales y sus relaciones con
gente muy poco recomendable.
—¿Y después de eso el FBI no te ha metido en el programa de
protección de testigos?
Se mordió el labio y supe que se había metido en un buen lío antes de
que lo dijera. Me miró con esa expresión de cachorro culpable que ya usaba
de niño cuando me confesaba alguna de sus travesuras.
—Han asignado a un grupo capitaneado por una novata para
protegerme. Esa mujer debería lavarse la boca con lejía, y no le caigo bien.
No deja pasar una sola oportunidad para demostrármelo. No me fío, Bruce,
¿y si me vende por inquina?
—¿Venderte por que no le caes bien? No me suena a algo digno del FBI.
—No lo sé, pero tengo miedo. Quiero que me protejas tú hasta el día del
juicio. Es dentro de un mes.
Me quedé callado unos instantes, pensando en lo que acababa de decir.
Estaba realmente asustado, eso estaba claro, y confiaba en mí para que le
protegiera a pesar de haber estado separados tantos años. Steven huyó de
casa tras una de las palizas de papá, una que fue especialmente dura y de la
que no fui testigo. Mi padre se volvía especialmente violento cuando yo no
estaba en casa y aquel verano lo pasé en un campamento deportivo. A mi
regreso, Steven ya se había ido y yo no podía abandonar a mi madre
enferma junto al cabronazo de mi padre para ir tras él. Aquella época fue
dura, nunca habíamos estado separados, estaba acostumbrado a tener a mi
hermano gemelo a mi lado y lo pasé realmente mal. Cuando mi madre
murió nada me ató ya a nuestra casa, me alisté en el ejército y me fui. Con
el tiempo pude reunir dinero para contratar a un detective privado y las
pistas me llevaron hasta Filadelfia. Por circunstancias de la vida acabé
mudándome aquí. Desde nuestro reencuentro nuestra relación se había
fortalecido y nos veíamos siempre que podíamos. Sentía que le había
fallado en el pasado y no quería fallarle ahora, pero había cosas que tener en
cuenta.
—Tienes a toda la gentuza de Jerome buscándote a estas alturas y ahora,
además, al FBI, ¿te das cuenta de lo complicado que es?
—Sí, pero tú tienes contactos, puedes buscar a alguien que me haga un
pasaporte falso y me saque del país —me pidió con cierto tono desesperado.
—¿Con quién te piensas que me codeo yo? —pregunté al borde de la
indignación. No sabía qué imagen tenía mi hermano de mi trabajo, pero
trabajar en una empresa de seguridad privada no era como trabajar para un
político corrupto, que era precisamente lo que había estado haciendo él.
—¡Yo qué sé, Bruce! Lo único que sé es que no quiero volver a ese
minúsculo apartamento en el que cualquiera puede encontrarme. —Iba
subiendo el tono de voz y alterándose a medida que hablaba. Me miró
abriendo mucho los ojos, adoptando una expresión dramática y
desconsolada—. Me matarán y volverás a quedarte sin hermano, ¡esta vez
para siempre!
—Vale, vale, tranquilo.
«Aquí está el rey del drama».
No podía negar que esta vez no estaba sobreactuando: Steven se había
metido en un gran lío. Sabía quién era Jerome Crowell y nunca me gustó
que mi hermano trabajase para él. Ser el contable de un senador bien
posicionado debería ser motivo de orgullo, pero Jerome Crowell podía ser
todo menos un político honesto y limpio. Era uno de los peces gordos de
Pensilvania y su nombre había salido a relucir muchas veces en mi trabajo,
y no precisamente para protegerle a él de nadie: sino para proteger a otros
de sus matones. Cuando Steven me contó dando saltos de alegría para quién
trabajaba, yo supe que aquella bomba estallaría algún día por algún lado,
pero no quería meterme en su vida ni en sus decisiones.
Bien, el día había llegado, y la bomba acababa de estallar. Lo que tenía
claro era que no iba a dejarlo solo, no poder encontrarle cuando mi padre le
echó era una espina que aún me dolía y esa era mi oportunidad de
sacármela, de dejar de ser una mierda de hermano. Si le hubiera encontrado
a tiempo, si hubiera estado con él en el momento oportuno, tenía por seguro
que ahora no estaría en ese embrollo, ni su vida correría peligro.
Pensativo, me rasqué la barba de una semana que me cubría el mentón.
—Tengo una idea —le dije al fin. Los ojos de Steven brillaron
esperanzados.
3

En cuanto recibí la llamada de Steven, me subí a mi coche y me dirigí a


toda velocidad a la dirección que me había dado. ¿Sabéis eso de que cuanta
más prisa tienes, más tontos se cruzan en tu camino? Es una ley tan cierta
como la de Murphy. Me encontré interminables semáforos en rojo y
conductores que parecían pisar huevos y no tener prisa alguna en llegar a su
destino, mientras mi ansiedad y mala leche iban aumentando
exponencialmente. Fue un verdadero milagro que no acabase bajando del
coche y liándome a tiros con todo dios, al más puro estilo Michael Douglas
en Un día de furia.
Cuando llegué a mi destino, ya era de noche. El barrio parecía tranquilo
y no estaba muy concurrido. Había un par de personas en la acera de
enfrente y pasaba algún coche de vez en cuando.
No había ni un sitio vacío, así que aparqué en doble fila sin que nada me
importara una mierda. A un tipo que tocó el claxon y me gritó algo a través
de la ventanilla le enseñé mi dedo corazón y aparté levemente mi chaqueta
para que pudiera ver claramente la placa que tenía colgada del cinturón y la
pistola que la acompañaba. El hombre palideció y siguió su camino sin
decir una palabra más y yo no me sentí culpable en absoluto.
Miré alrededor, buscando a Steven. Al principio no le vi; la calle parecía
desierta excepto por la pareja de la otra acera, que estaban despidiéndose
muy acaramelados, hasta que reparé en la marquesina de la parada del
autobús, cuya luz fluorescente estaba parpadeando. Estaba allí de pie, una
figura medio escondida detrás del anuncio de Lewi's que me hizo un gesto
con la mano en cuanto mis ojos se posaron en ella.
Me dirigí hacia él como un tren antiguo fuera de control. Si hubiera
podido mirarme en un espejo, estoy segura de que incluso habría podido ver
el humo que me salía por la cabeza. Estaba tan furiosa con él por haberse
escapado, como decepcionada conmigo misma, preguntándome si había
sido mi imposibilidad de hacerlo sentir seguro lo que lo había impulsado a
salir huyendo.
—¿Cómo se te ocurre escaparte? —le espeté en cuanto llegué a su
altura, haciendo un soberano esfuerzo para no ponerme a gritar—. Tira para
el coche y más vale que tengas una buena excusa porque, en estos
momentos, tengo ganas de estrangularte con mis propias manos.
Steven no replicó, lo que me pareció muy extraño. Me siguió en
silencio, con la cabeza gacha y las manos embutidas en los bolsillos del
pantalón, sin hacer drama ni replicar, cuando él siempre tiene motivos —y
si no los tiene, se los inventa— para quejarse de todo a su amanerada
forma.
Nos subimos en el coche en silencio. Intenté por todos los medios
tranquilizarme. Mantener a salvo a Steven era mi misión, pero eso no me
daba derecho a gritarle, insultarle o abofetearle. Aunque me muriese de
ganas de hacer las tres cosas a la vez.
—Abróchate el cinturón —le recordé al ver que se acomodaba en el
asiento sin hacerlo— y dime qué demonios ha pasado.
—Me entró el pánico —contestó con tranquilidad. Desde luego, no
parecía el manojo de nervios alterado que había sido desde el mismo
momento en que lo pusieron bajo mi cuidado—. Necesitaba respirar, así que
me salí a dar una vuelta hasta que me tranquilicé.
Su voz me pareció más ronca y profunda y, cosa muy extraña, mantenía
sus manos quietas, sin hacerlas aletear como hacía normalmente al hablar.
Iba tan arreglado como siempre, aunque la chaqueta tenía un desgarrón y
parecía que le iba un poco más estrecha, como si se hubiera encogido o él
hubiera aumentado algo el volumen de su musculatura. Apestaba al
perfume irritante que se echaba cada mañana y llevaba el pelo perfecto, ni
un solo mechón fuera de sitio. De hecho, me fijé en que parecía recién
cortado y peinado, como si… ¡como si hubiera ido a la peluquería! ¿Sería
capaz el muy gilipollas de escaparse por la ventana para ir a su peluquero?
Oh, sí, ya lo creo que sí. Steven era la persona más superficial y tonta con la
que me había topado a lo largo de mi vida y llevaba días quejándose de lo
mal que lo llevaba, que era un desafío peinarse cada mañana y que no había
manera de que la onda de su flequillo se mantuviese en su lugar.
—No te habrás escapado para ir a la peluquería, ¿no? —siseé,
agarrándome con fuerza al volante mientras iniciaba la marcha. Me miró de
reojo sin contestar, algo que yo tomé como un rotundo sí—. ¡Eres un
inconsciente y un insensato! —le grité, tan enfadada y fuera de mí que, de
no haber estado conduciendo, le habría dado de bofetadas hasta que se me
cayeran las manos—. ¿Te das cuenta de que yo también me juego la vida?
¿Y si tu peluquero le va con el cuento a Crowell? ¿Te has parado a pensar
en eso? Yo no elegí protegerte, ¿sabes? Si me hubieran dado a escoger
habría elegido a alguien menos imbécil que tú. O, por lo menos, alguien que
fuese consciente que ponía su puta vida en riesgo.
—Lo comprendo y lo siento mucho: te aseguro que no volverá a pasar
—me contestó con voz monocorde, casi como si mi explosión
temperamental se le sudara mucho.
Respiré profundamente, intentando controlarme. Estaba tan furiosa que
incluso empecé a ver esas chispas doradas que pululan por el rabillo del ojo
cuando sube la tensión. Debía tenerla por las nubes y seguro que estaba al
borde de tener un infarto.
—¿Y a dónde se ha ido tu irritante acento británico? —acabé
preguntando porque, en aquel estado, callar no era una opción y necesitaba
obligarlo a reaccionar de alguna manera. Su estado apático, casi relajado,
no me ayudaba nada. Prefería verlo alterado, temeroso, nervioso; por lo
menos, eso habría justificado su absoluta falta de precaución y habría dado
sentido a su absurda explicación, y no esa pose tan poco suya de
mansedumbre silenciosa que no le hacía parecer arrepentido.
—Por el sumidero, como toda mi jodida vida —me contestó, dejando ir
al final un suspiro de resignación.
Le eché una ojeada rápida por el rabillo del ojo. Steven se había puesto
tenso y tenía los ojos muy abiertos. Me sentí muy culpable por mi explosión
y haber sido tan dura con él. A duras penas lo pensé y me di cuenta de que
él no solo lo había perdido todo, sino que era muy consciente de que su vida
estaba en juego. Me pregunté si podía ser que toda esa pantomima fatua y
superficial fuese su manera de sobrellevar el trauma de la muy jodida
realidad en la que estaba metido.
No pude evitar ablandarme, a fin de cuentas también soy un ser humano
con corazón, aunque haya veces en que me digan que no lo parece, y tuve el
impulso de intentar consolarle.
—No te preocupes, Steven —le dije, procurando que mi voz sonase
amistosa y no como un orco cabreado como hasta aquel momento—. Pronto
podrás rehacer tu vida; o mejor, podrás construirte una nueva lejos de toda
la mierda de Jerome Crowell. Pero, por favor, no vuelvas a hacer algo tan
peligroso como escaparte. Si tienes la necesidad de salir, dímelo y haré lo
posible por hacerlo de la manera más segura para ti y para mi equipo, ¿de
acuerdo?
Steven asintió sin pronunciar palabra. No se había relajado y me maldije
por haber sido tan verbalmente brutal con él. Tenía pruebas de sobra para
saber que era un hombre sensible, a pesar de ser tan irritante con sus
manías. Pensé en disculparme, pero lo deseché inmediatamente. Se merecía
la bronca que le había echado, aunque quizá debería haber usado otros
modos; pero, a lo largo de los días que había pasado protegiéndole, su
comportamiento, además de ser incomprensible para mí, había llegado a
resultarme muy molesto. Las discusiones constantes y absurdas por la ropa
y la comida me habían agotado y, si a resultas de aquella experiencia Steven
se calmaba y me facilitaba la misión de protegerlo, me aprovecharía de ello.
Sin dudarlo ni un instante.
...
No podía concentrarme en recordar todas las indicaciones que me había
dado mi hermano para hacerme pasar por él. Me había pasado más de una
hora tratando de imitar su acento británico impostado, ese que a él le
parecía tan sofisticado, pero en ese momento era incapaz de pensar en nada
más que en lo mucho que me picaban los huevos.
«¿Por qué demonios le he hecho caso? ¿Quién va a mirarme los huevos
y a descubrir nuestro engaño porque no los lleve depilados?».
Steven me obligó a pasarme la cuchilla de afeitar por todo el cuerpo y
fue una de las peores decisiones que he tomado jamás en mi vida. Sentía
como si tuviera un hormiguero mordisqueándome la entrepierna. Ser Steven
era difícil e incómodo y empecé a arrepentirme de haber tenido esa idea a
los pocos minutos de estar en el coche.
Mi hermano, a esas alturas, estaba ya de camino a un refugio seguro con
Kolt, uno de mis mejores compañeros en Atlas, la empresa de seguridad en
la que trabajaba. Con él estaría en buenas manos, sabía que no dejaría que
nadie se le acercase. Eso compensaba, pero mi incomodidad no estaba
pagada.
Y para colmo el traje no era de mi talla y había tenido que cortarme la
melena. De acuerdo, hasta el momento había sido más un matojo que una
melena, pero era mía, igual que mi barba desaliñada, y ahora las echaba de
menos. Me sentía incómodo, disfrazado, fuera de mí en aquellos pantalones
verde césped combinados con la americana rosa de mi hermano.
«No lo entiendo, ¿no deberían haberle obligado a vestir más discreto?
Me parece que llevo una diana en la cabeza. Que SOY una diana».
Además estaba la tal «Jack», como la había llamado Steven. No había
esperado que la agente me causara la impresión que me había causado. Al
verla llegar como un toro a punto de embestirme vi un fuego contenido en
sus ojos verdes que me llamó la atención. Eran preciosos, grandes y
almendrados, bien abiertos, alerta. Tenía el pelo oscuro, cortado en una
media melena que enmarcaba un rostro de facciones algo duras, libre de
maquillaje. Aunque apretase los labios en un rictus de enfado, no podía
esconder su voluptuosidad. Bajo aquel traje sobrio de agente del FBI se
adivinaba una figura esbelta y firme, me fijé en lo bien puesto que tenía el
trasero cuando se dio la vuelta y la seguí. No debí centrarme en esas cosas,
pero tuvo que ser el estrés del momento. Ahora, sentado a su lado, su
cháchara me estaba poniendo nervioso y lo único que podía hacer era
asentir a lo que decía. ¿Qué iba a replicarle? Tenía razón, mi hermano había
actuado como un irresponsable. Y yo era mi hermano ahora. Me estaba
comiendo la bronca que llevaba su nombre y todo por el amor fraternal.
«El amor fraternal es una mierda. Y el complejo de culpa es mucho peor.
Debo estar tarado para estar haciendo esto», pensé con fastidio.
Sin embargo, prefería estar salvándole el culo a Steven a estar tirado en
el sofá chupando cerveza todo el día, sintiéndome un desgraciado, como
venía haciendo los últimos meses.
«Hasta parece que sigo vivo», me consolé al mirar de reojo a Jack.
Aquel rapapolvo me había alterado de formas que no esperaba, y al picor en
mi entrepierna ahora se unía una amenazante tensión.
Después de aquella especie de disculpa con la que la agente zanjó su
bronca, casi eché de menos el sonido de su voz algo grave y firme llenando
el silencio. Me sentía incómodo y extraño. Al bajar del coche, mientras la
seguía de camino al apartamento donde habían tenido a mi hermano, tuve la
impresión de estar bajo un foco.
—¿Hay alguna manera de conseguirme ropa más discreta? —pregunté
estirando las mangas de la americana en un intento de que me cubrieran
hasta las muñecas—. Unos tejanos y una camiseta me irían bien.
Me había guiado hasta la entrada y ahora subíamos en un ascensor con
las paredes forradas de madera y un enorme espejo. Me estaba revisando en
el reflejo y vi la expresión de Jack cambiar de nuevo. Me miró
escandalizada, como si le hubiera pedido algo completamente fuera de
lugar.
—¿Después del lío que montaste para que te trajeran tus Gucci y tus
mierdas? Ahora aguántate con la ropa que te has traído —respondió
molesta.
Suspiré. Steven era un hombre difícil cuando estaba nervioso, era su
manera de expresar el miedo y de reclamar atención. La ropa y todo lo que
tuviera que ver con su aspecto le hacían sentir seguro, era algo que me
había costado comprender y que ahora, cuando mi mundo se había
derrumbado a mi alrededor, podía entender mejor. Yo aún no sabía a qué
agarrarme, pero Steven me había tendido un cabo sin saberlo.
Seguí a Jack en silencio hasta el apartamento. Era pequeño y algo
oscuro, las cortinas estaban echadas y la cocina conectaba con el salón por
un marco de madera y una pequeña isla. No sabía dónde estaba mi cuarto y
había varias puertas que daban al salón, así que fui hacia la cocina,
intentando parecer decidido y conocedor del terreno.
«No hemos pensado bien en este plan, maldita sea. Yo no actúo
impulsivamente como mi hermano…».
Al ver la nevera me dirigí a ella y la abrí en busca de una cerveza o algo
con lo que calmarme la sed acuciante que de pronto tenía. Solo encontré
batidos de frutas, zumos, un montón de cosas con la etiqueta detox y la
típica comida sana que le gustaba a Steven.
«Qué cruz…». Resignado, cogí la garrafa de zumo de naranja y la abrí
para beber directamente del envase.
—¿Es que te has dado un golpe? ¿Qué es lo que te pasa?
Di un respingo. Al darme la vuelta vi a Jack mirándome sorprendida. Al
principio no entendí qué pasaba, luego comprendí que Steven jamás se
habría empinado de esa forma el envase de zumo. Lo cerré y lo guardé de
nuevo, carraspeando.
—Am… Disculpa, tenía mucha sed.
Jack negó con la cabeza y se me quedó mirando como si esperase algo
más. Tenía los labios entreabiertos, e incluso esa expresión de incredulidad
la hacía parecer guapa. Me imaginé otra vez como sería besarla, pero ella
me liberó de la imagen resoplando y dándose la vuelta.
—Voy a hablar con Grant, ¿podrás estar cinco minutos sin escaparte?
Supuse que Grant era su compañero, del que no había rastro en el
apartamento. Asentí como si supiera de qué me estaba hablando.
—Con una he tenido suficiente —dije, y acompañé la frase con un
aspaviento, intentando imitar la forma en la que Steven se ponía la mano
sobre la cadera y me miraba indignado cuando le repetía las cosas como si
fuera tonto.
No me salió muy bien a tenor de la expresión extrañada de la agente.
—Descansa un rato a ver si se te pasa el shock o lo que sea que tienes.
Cuando salió al pasillo, cerrando tras de sí, aproveché para explorar el
resto de puertas y no me costó encontrar la habitación de Steven: era la de
los trajes pijos ordenados en el armario.
4
Reprimió un gruñido, agitando el whisky en el interior del vaso. Lo
observó al trasluz, entrecerrando los ojos mientras un escalofrío de placer le
mordía los riñones. Dio un trago y dejó que el calor del alcohol intensificara
el placer.
La boca caliente y resbaladiza envolvía su polla por completo. Era suave
y acogedora, su saliva le empapaba de arriba abajo mientras mamaba como
un cachorrito hambriento. Jerome enterró la mano en la melena rubia y dejó
el vaso sobre la mesa, levantando las caderas para enterrarse por completo
en la ardiente garganta. Apretó los dientes, controlándose para no correrse
cuando un quejido se ahogó en la boca que le engullía. La vibración hizo
que se tensara y empujara la cabeza contra él con más fuerza.
La imagen de Steven volvió a su mente, lo que le provocó un acceso de
ira y excitación. Embistió contra su amante con más fuerza, imaginándole a
él arrodillado allí, bajo su escritorio de roble, en el despacho de su casa
colonial, como le había tenido tantas veces.
«Crío desagradecido», pensó con rabia. Si imaginaba que aquella boca
glotona y quejica era la de Steven, le era más difícil controlarse. Aflojó el
agarre apenas y el becario aprovechó para apartarse y respirar.
—Señor… yo…
—Silencio —dijo entre dientes, empujándole de nuevo hacia su
miembro. El joven no pudo más que abrir bien la boca y prepararse para el
asalto cuando Jerome se hundió casi por completo en su garganta.
Le escuchó quejarse, pero no le importó. Siguió levantando las caderas,
embistiendo mientras permanecía sentado en su silla de cuero reclinable.
—Merezco un rato de tranquilidad, ¿entiendes? —dijo con la voz ronca,
apartando la mano y acariciándole el pelo. El becario, tomando aire con
fuerza por la nariz, asintió con la cabeza sin atreverse a liberarle—. Así me
gusta. Sigue.
Cogió el vaso y tomó otro trago, manteniendo los dedos cerrados en la
nuca del joven por si volvía a mostrarse beligerante. El sonido húmedo de
su boca al chupar, sus quejidos, la presión de sus labios… nada llegaba a
parecerse siquiera a lo que Steven sabía hacer. Él le había enseñado, le
había moldeado, le había convertido en algo digno de su atención y se lo
había pagado con deslealtad. Aún no podía creerse que le hubiera
traicionado después de tantos años. Recordó sus ojos verdes mirándole con
devoción cuando se arrodillaba ante él para hacer lo que ese inútil le estaba
haciendo ahora. La ira amarga y la excitación se mezclaron como un cóctel
letal y Jerome empujó de nuevo al becario hacia su polla, hinchada y
palpitante, que comenzaba a ahogarle.
Un golpeteo en la puerta amenazó con abstraerle de su fantasía. Apretó
los dientes y arremetió con más ímpetu. El becario se quejó con un sonido
ahogado que impulsó su placer a nuevas cotas.
—Jerome, ¿puedo entrar? —La voz de Jessica le hizo gruñir de
frustración, pero no se rindió.
Los golpeteos en la puerta se repitieron. Jerome se hundió hasta el límite
y se corrió en el interior de la boca de su nuevo secretario. Fue un orgasmo
rápido y explosivo, que le dejó un regusto de frustración y enfado en el
paladar.
Apartó al joven con un gesto brusco y se abrochó los pantalones.
—Lávate la boca y tráeme un café —espetó, haciéndole un gesto para
que desapareciera de su vista.
El secretario, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, se puso en pie y
no tardó ni un segundo en obedecer. Jerome, reprimiendo una maldición, se
recolocó la camisa y apoyó los codos en el escritorio.
—Pasa, querida. —Su esposa entró en cuanto le dio permiso. Iba
enfundada en un vestido ceñido de color fucsia y llevaba el pelo rizado y
negro suelto. Era realmente hermosa, la había elegido bien para que
quedase perfecta a su lado en los mítines y en las fotografías de la prensa—.
¿Qué sucede tan urgente para que interrumpas mi trabajo?
—He ido a comprar un vestido para la fiesta del congresista Byrne y he
tenido que dejarlo allí, Jerome —dijo Jessica acercándose con sus
habituales aspavientos. La mirada de Jerome se endureció—. He pasado
una vergüenza terrible, ¡no me han cogido una sola de las tarjetas! ¿Qué
pasa con mis tarjetas?
La ira burbujeó en sus venas. Mantuvo la mirada fija en su mujer,
dejando que esa oleada pasara a través de él sin consecuencias. Jessica le
había jodido el único momento de relax que había tenido en días. Era un
tipo controlado, o eso había pensado hasta hacía poco. Fue una falta de
control lo que le llevó a esa situación, y el bloqueo de sus tarjetas por parte
de las autoridades era una consecuencia de su error.
—Tienes un armario de treinta metros cuadrados atestado de ropa: ponte
algo de allí.
El tono frío que usó no hizo mella en Jessica, que compuso una
expresión dolida.
—¿Cómo puedes decirme eso y exigirme después que siempre vaya
perfecta? Si en las revistas me critican por repetir modelito, espero que no
te enfades conmigo.
No le iban a desbloquear las tarjetas hasta que se celebrara el juicio por
malversación de fondos que tenía pendiente, y eso le enervaba. Se puso en
pie y sacó un fajo de billetes de su cartera, tirándolo sobre la mesa ante su
mujer como si no fuera más que una furcia.
—Coge eso y cómprate algo bonito, y hazme el favor de no molestarme
hasta que tengamos que ir a la cena, ¿de acuerdo? Tengo cosas más
importantes en las que pensar ahora mismo que en tu maldito vestido.
La mirada de Jessica se quebró. Aquel gesto herido no caló en Jerome,
que se cruzó de brazos y esperó a que su esposa cogiera el dinero entre
lágrimas y se fuera con su ofensa. Lo que ella sintiera siempre le había
traído sin cuidado mientras cumpliera con su función a su lado.
Tomó aire profundamente y se sentó de nuevo. El secretario le trajo el
café y carraspeó, esperando órdenes, pero Jerome solo tuvo que hacer un
gesto con la mano para que se fuera y le dejara en paz. La felación había
sido frustrante y no podía dejar de pensar en Steven.
No podía negar que le echaba de menos y eso le enfurecía. Le tenía
comiendo de su mano, bien entrenado en la cama, le había enseñado a hacer
todo lo que le gustaba, a ser como él quería que fuera. Era perfecto, como
un perro bien amaestrado.
«Cometí un error imperdonable matando a Paul delante de él», se
recriminó, cogiendo el vaso de whisky y agitándolo para que el agua del
hielo que empezaba a derretirse se mezclara con el licor. «No pude
controlarme. Ese maldito entrometido nunca debió ver lo que vio».
Estaba pagando las consecuencias por haberse dejado llevar por aquel
impulso. Sabía que Paul acabaría hablando de lo que había visto y no iba a
permitir que nadie descubriera su secreto. Había sobrevalorado su
influencia sobre Steven, pensó que mantendría silencio, que no diría nada y
permanecería a su lado, pero era demasiado bueno para eso. Sabía que
ahora estaba en la lista de testigos que el fiscal iba a presentar en su contra.
Steven, al que sacó de la absoluta miseria, al que salvó de los rigores de
la calle y la prostitución, al que tuvo consentido como a un niño, iba a
testificar en su contra y sabía tantas cosas que, en cuanto abriese la boca,
simplemente le hundiría.
Sus dedos iban apretando cada vez con más fuerza el vaso al pensar en
su antiguo amante, en todo lo que había hecho por él y con él. El cristal
crujió y antes de que pudiera darse cuenta los fragmentos del vaso roto se
clavaron en sus dedos y en la palma de su mano.
Perder el control sobre Steven le estaba afectando más de lo que estaba
dispuesto a admitir. Su traición le estaba haciendo daño. Un daño que no
pensaba que nadie pudiera hacerle a aquellas alturas.
La candidez de Steven, lo que más le excitaba de él, era lo que le había
empujado a esa deslealtad: no podía ver ciertas facetas de su trabajo sin
afectarse. Maldito fuera. Su inocencia había sido deliciosa y le había hecho
ignorar muchas cosas convenientemente, pero la había roto descerrajándole
aquel tiro a Paul delante de él.
«Muy a mi pesar, tengo que ponerle solución a esto. Pero eso no me
impedirá disfrutar una última vez de él», pensó, quitándose uno a uno los
cristales clavados en su palma. Estaba tan furioso que ni siquiera le dolía.
Acto seguido, se limpió la sangre con una servilleta y descolgó el
teléfono, marcando un número. Esperó a que descolgaran al otro lado para
hablar:
—Si no le encuentras ya, te mataré —fue su saludo frío y cortante.
—¿Lo quiere vivo? —preguntó una voz rasposa como respuesta.
—Sí. Llevadlo al almacén. Quiero demostrarle a quién pertenece su
bonita cara antes de descerrajarle un tiro en ella.
Jerome colgó y suspiró. No encontraba alivio en aquello, pero al menos
se despediría de él por todo lo alto, algo que el cobarde de Steven no había
tenido las agallas de hacer.
5
Las paredes de aquel minúsculo apartamento se le caían encima. Steven
estaba acostumbrado a apartamentos grandes, áticos con vista al skyline de
Philadelphia o a alguno de sus parques, pero sabía que todo aquello se había
acabado. Su vida de lujo y fastuosidad había sido una ilusión, un espejismo
al que se aferró mientras había durado.
La empresa de su hermano, Atlas, se había hecho cargo de su protección
y lo cierto era que no podía quejarse del modo en que le habían tratado.
Llevaba tres días allí y no le faltaba de nada: tenía la nevera llena de las
cosas que le gustaban y su protector no se pasaba el día quejándose.
De hecho, Kolt, que así se llamaba, parecía un hombre paciente y
tranquilo. Tenía el pelo corto, con el flequillo más largo peinado hacia un
lado y siempre despeinado, y una barba espesa bien recortada que le hacía
parecer un motero bonachón. En sus ojos azules siempre había una mirada
calmada y comprensiva, aunque Steven no sabía si simplemente pasaba de
todo. La amabilidad de Kolt le había ayudado a calmarse. Su protector no
hacía juicios, al menos en alto, sobre lo que comía, ni sobre cómo vestía, y
lo más importante: se tragaba todo lo que ponía en la tele sin quejarse y a
veces hasta parecía disfrutarlo. Si lo comparaba con Jack, no había color.
Y estaba el detallito de lo atractivo que le resultaba. Kolt le permitía
alegrarse la vista y eso era de agradecer en un momento en el que los
nervios y la preocupación ocupaban la mayor parte de sus pensamientos
durante el día. Tal vez por eso comenzaba a gustarle, porque era el único
solaz en medio de aquella tormenta en la que se había visto inmerso. No
tenía otra explicación, ya que Kolt era muy diferente al tipo de hombre
sofisticado y refinado que le gustaba. La antítesis de Jerome.
Era la tercera noche que veían Pretty Woman, su película favorita. En
momentos de estrés o ansiedad ver a Julia Roberts y a Richard Gere
viviendo su historia de amor le ayudaba a calmarse, pero esa vez era
distinto. Steven ya no se sentía identificado con Julia Roberts, su vida no
era una película romántica, nunca lo había sido, aunque él creyera que sí
durante un tiempo. Tal vez por eso se sentía cada vez más incómodo. Kolt
estaba a su lado, repantigado en el sofá con las rodillas separadas y mirando
la pantalla como si fuera a dormirse de un momento a otro. Steven sabía
que, aunque pareciera dormido, siempre estaba alerta y se enteraba de todo.
—Debes estar harto de esta película —dijo. Aún no había caído en la
cuenta de eso. Kolt no se quejaba por nada, y él estaba demasiado inmerso
en su propio drama.
—Me gusta Pretty Woman, pero no tanto como para verla tres veces en
tres días —respondió Kolt con una risa suave que le erizó el vello—. Pero
no te preocupes por eso, yo no estoy aquí para distraerme: estoy haciendo
mi trabajo.
—No, no. Tienes razón, es excesivo. —Steven cogió el mando y quitó la
película. Kolt le miró de reojo.
—No tienes por qué…
—Sinceramente, ya no me gusta tanto como antes —le cortó Steven
amargamente, apagando el televisor.
Hubo un momento de silencio extraño en el que Steven tuvo la
sensación de que había una especie de tensión entre los dos.
—¿Por qué ya no te gusta tanto? —preguntó Kolt, rompiendo el
silencio.
—Ya no me siento identificado con Julia Roberts —suspiró Steven con
gran pesar.
Kolt no lo pudo evitar y volvió a reírse, con ese sonido ronroneante y
agradable que a Steven no podía ofenderle de ninguna manera.
—No es que os parezcáis mucho tú y ella —bromeó el protector.
—No, es cierto, me faltan muchos atributos —rió Steven. Y se
sorprendió del sonido de su propia risa, ¿cuánto tiempo llevaba sin hacerlo?
¿Sin mantener una conversación tranquila y distendida como aquella?
—No, en serio… ¿Por qué te identificabas con ella? —se interesó Kolt.
Una sensación cálida se abrió paso en el pecho del contable al pensar que
podía importarle.
Sin embargo, al instante se arrepintió de haber hecho aquella confesión,
porque entonces tendría que contarle cosas que le avergonzaban, que no le
había contado a nadie, ni siquiera a su hermano.
—Nada. No es nada importante… Es una tontería; ya sabes, todos
queremos encontrar nuestra media naranja.
El protector pareció entender que no quería hablar del tema y no insistió.
Volvió el silencio y esa sensación vibrante entre los dos, como si hubiera
una energía acumulándose en el ambiente de la que no eran conscientes.
—No me imagino por lo que debes estar pasando —dijo entonces Kolt,
tomando por sorpresa a Steven, que le miró con cautela—. Si quieres
hablar, puedes hacerlo conmigo. No iré con el cuento a tu hermano y se me
da muy bien guardar secretos que no tienen que ver conmigo. —Kolt volvió
la mirada a él y sintió que podía fiarse. Le estaba confiando su vida, al fin y
al cabo—. Además, quiero escucharte.
Aquello terminó de hacer caer sus defensas. Kolt no le había juzgado
una sola vez, tampoco se había burlado de él y sus manías o sus gestos y de
una forma totalmente instintiva, Steven sentía que podía relajarse con él.
«Y necesito hablar con alguien», pensó. «Lo necesito desesperadamente.
Hablar de lo que ha ocurrido, de lo que no he podido contarle ni a Bruce».
Sabía que él se sentiría fatal si lo supiera, que se creería responsable, que se
mortificaría por no haberle encontrado antes, y no podía permitir que se
sintiera culpable por cosas que no tenían que ver con él. Finalmente, tomó
aire y dejó pasar unos instantes antes de comenzar a hablar.
—Me fui de casa de adolescente, ¿sabes? Si me quedaba, mi padre iba a
matarme… Sé que no se me nota, pero soy homosexual —bromeó, aunque
la sonrisa se le borró rápido de los labios. Kolt le escuchaba con el ceño
fruncido—. Eso él no lo soportaba. No lo toleraba, y un día que Bruce no
estaba me dio una paliza terrible y supe que tenía que irme.
—Lo siento mucho… No entiendo cómo puede haber gente así —dijo
Kolt.
—Yo tampoco, pero lo dejé atrás. No tienes por qué sentirlo —respondió
encogiéndose de hombros. Aunque lo agradecía—. Lo dejé todo atrás,
incluido a Bruce. Hui y durante un tiempo estuve muy perdido. Tuve que
hacer cosas como las que hace Julia Roberts en la película. Tuve que
sobrevivir.
—Ya entiendo… —dijo Kolt asintiendo.
—Cuando Crowell me encontró y me sacó de la calle pensé que él era
mi Richard Gere. Lo pensé durante mucho tiempo porque me negaba a ver
lo que tenía delante: Crowell es un monstruo, siempre lo ha sido y yo
siempre lo he sabido, pero solo ahora que estoy alejado de él, que todo ha
estallado por los aires, soy consciente de cuánto ha abusado de mí.
Steven tuvo que hacer una pausa y tragar saliva. Se le empañaron los
ojos y tuvo deseos de echarse a llorar. Los recuerdos punzaban como
puñales y las heridas que siempre habían estado ahí estaban abiertas y
dolían. Solo ahora se daba cuenta de cuánto le había destrozado.
—Le he permitido hacerme cosas horribles —continuó con la voz
temblorosa—. He dejado que me humillara, que me maltratara, que me
tratara como a un esclavo. Ahora me siento fatal; roto. Ni siquiera sé quién
soy sin él…
—No nos conocemos mucho, pero sé que eres un tipo fuerte —dijo
entonces Kolt, mirándole con convicción. Steven se sintió aliviado y las
lágrimas comenzaron a precipitarse por sus mejillas—. Ese imbécil no tiene
poder para destruirte. Te ha manipulado, sí, pero eso no significa nada, no
va a definir quién eres, ni quién serás a partir de ahora. Pero ten clara una
cosa: has hecho lo correcto y eso es parte de quién eres en realidad. Un
hombre que no mira hacia otro lado cuando ve que se comete una injusticia
ante sus ojos. Hay que tenerlos cuadrados para enfrentarse a un tío como
Crowell. Sé lo peligroso que es y yo te admiro por hacerlo.
Steven se quedó sin palabras. Algo dentro de él se volvió blandito y sus
lágrimas poco a poco fueron secándose, dejándole solo con una sensación
de calma y alivio. Kolt le había dicho exactamente lo que necesitaba
escuchar. Lo que nadie le había dicho nunca. Y no se arrepentía de haberle
contado aquello.
Agradecido, le tendió el mando de la tele y esbozó una sonrisa.
—Toma, pon lo que quieras.
Luego se acomodó a su lado, bajo el brazo que Kolt había extendido
sobre el respaldo sin darse cuenta.
El protector lo miró de reojo mientras cogía el mando. Había sido
totalmente sincero con sus palabras y se sentía bien al ver a Steven más
relajado. Se sentía más que bien, y eso comenzaba a inquietarle.
6
Un King Bacon con patatas fritas y una cola. Eso era lo que Steven se
estaba metiendo entre pecho y espalda. Un detalle más de los muchos que
me mosquearon durante los tres días siguientes a su absurda y estúpida
escapada. Sentado en el sofá, espatarrado como solo un machomán haría,
con los dedos chorreando de ketchup y mostaza, chupándoselos como si le
fuese la vida en ello.
Lo observé por el rabillo del ojo, intentando que él no se diera cuenta.
Steven se había convertido en un extraño rompecabezas al que le faltaban
las piezas más importantes. No era solo su constante actitud agresiva,
paseándose por el apartamento como si fuese una fiera enjaulada; ni que a
veces lo sorprendiera mirándose la ropa que llevaba puesta con un evidente
gesto de fastidio; o su dejadez en el baño o en su cuarto, que se había
convertido en una leonera con ropa tirada por el suelo.
Era también que, de repente, me sentía atraída por él.
Steven Blackburn St.John había pasado de ser una linda florecilla que
pegaba chillidos en cualquier circunstancia, que exigía platos exquisitos de
restaurantes caros, y que necesitaba entre media y tres cuartos de hora para
arreglarse, —vamos, un grano en el culo en toda regla—, a ser un tío capaz
de rascarse los huevos distraído mientras miraba el programa de los
Cazatesoros, cuyo cuerpo se ponía en tensión y adoptaba una pose
defensiva en cuanto alguien llamaba a la puerta y con unos músculos que
parecían haberse hinchado durante las pocas horas que pasó a solas quién
sabe dónde.
Y lo había sorprendido más de una vez mirándome como si me estuviera
desnudando con los ojos.
Pero, a ver, ¿este tío no era gay? ¿Gay-gay, de los de verdad? El amante
de Jerome Crowell, nada menos, que había sido testigo de cómo el muy hijo
de puta le había descerrajado un tiro a bocajarro al pobre desgraciado que
los había pillado mientras se liaban.
¿Cómo podía yo estar mirándolo mientras se zampaba la hamburguesa y
chupándose los dedos, preguntándome qué otras cosas se comería con tanto
entusiasmo con esa boca que me estaba poniendo de los nervios? El mismo
tío que me había montado un pollo descomunal, acusándome de querer
envenenarlo la noche que traje un par de pizzas para cenar. El mismo que
me había obligado a llenar la nevera con real food —como si hubiese algún
tipo de comida que no fuese real—, y zumos detox.
«El maldito estrés me está pasando factura», me dije, «eso y la sequía
sexual a la que estoy sometida. La necesidad, que es muy mala».
El Steven de antes era guapo, pero de una forma melindrosa y
remilgada, casi artificial, como una de las muñecas de porcelana de tía
Gladys, que era mejor no tocar ni intentar jugar con ellas porque se rompían
con facilidad. El Steven actual era guapo de una manera carnal y peligrosa,
exudaba masculinidad por todos los poros de su piel por mucho que
intentase disimularlo y no tenía pinta de poder romperse por mucho que lo
manosearas. De la manera que fuese. Con manos y lengua. Ni botando
encima de él mientras…
Ay, madre, qué sofoco me entró.
Y, justo en ese momento, cuando notaba que mi cara estaba roja como
un tomate, el muy… levantó los ojos y se me quedó mirando.
—¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? —me preguntó con ese
vozarrón tan distinto del tono atildado que solía usar.
—No, lo que tienes es ketchup y mostaza, esas mismas salsas que, hasta
hace poco, odiabas a muerte porque están llenas de azúcares y químicos y
engordan una barbaridad.
Steven se encogió de hombros descuidadamente y volvió a prestarle
atención a su hamburguesa.
—Bueno, voy a morir de todas formas, así que qué más da lo que coma.
—Vaya, muchas gracias por la confianza —rezongué indignada—, así
que piensas que la protección de mi equipo no va a servir para nada.
Su contestación fue un refunfuño ininteligible y darle un mordisco
gigantesco a la comida.
Qué bonito.
Me levanté con un cabreo monumental, lancé la servilleta sobre la mesa
con muy mala hostia y me puse delante de él, tapándole la televisión.
—¿Qué coño me he perdido? —le pregunté, furiosa—. ¿Es que fuiste
tan idiota como para ponerte en contacto con el señor Crowell? ¿Te ha
amenazado? ¿Es eso? No me tomes por imbécil, porque sé que algo pasó
durante las horas en que estuviste perdido y me toca mucho los ovarios que
te comportes como si todo estuviera perdido y no te importara nada.
Steven alzó los ojos y me lanzó una mirada afilada y penetrante, la
misma mirada que un depredador le ofrecería a su presa antes de echarse
encima de ella. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y me dejó sin
habla porque, en lugar de enfurecerme todavía más, consiguió que en mi
mente calenturienta estallaran una sucesión de imágenes calientes y
sudorosas de nosotros dos muy desnudos y muy ocupados con jadeos y
otras cosas igual de interesantes, e igual de imposibles.
Era… como si Steven se hubiera metido un chute de testosterona y se
hubiera convertido en un hombre de los que a mí me gustan, esos que son
capaces de empotrarte contra la pared y follarte salvajemente.
—No llamé a nadie —dijo al final, componiendo esa imagen que tan
falsa me parecía ahora, la del pobre chico desvalido—, ni nadie me
amenazó. Pero no soy tonto y sé perfectamente que estoy en el punto de
mira de Jerome Crowell, un tío implacable que no parará hasta verme
muerto. Sé demasiadas cosas sobre él. ¿Crees que va a dejarme testificar
tranquilamente sin intentar algo para evitarlo? Tú y yo sabemos qué va a
pasar, así que deja que me coma la puta hamburguesa en paz y que disfrute
de algo en mi vida.
Sonó muy derrotista, como si los dados ya hubieran salido rodando y no
hubiese nada que hacer para cambiar el resultado. En lugar de ablandarme y
compadecerme de él, aquella actitud me ayudó a centrarme, a olvidar los
cuerpos sudorosos y a cabrearme de nuevo: mi estado natural desde que
Steven había entrado en mi vida.
Le quité la hamburguesa de mala manera, dejándolo con la boca abierta
a punto de darle un bocado, y la tiré con furia sobre la mesa, haciendo que
toda la mierda de dentro se esparciera por encima, manchándolo todo de
ketchup y mostaza. Un triste pepinillo se quedó en el borde, en precario
equilibrio, esperando a ver si la fuerza de gravedad lo condenaba o lo
indultaba.
—¡Deja de autocompadecerte! —le grité, fuera de mis casillas—. Mi
equipo y yo nos estamos dejando los cuernos para protegerte y tú no nos lo
estás poniendo precisamente fácil.
Steven se levantó con el rostro contraído y muy furioso. Se acercó a mí
hasta quedar tan cerca que podía sentir el retumbar de su corazón bajo el
pecho. Tenía la mandíbula tensa y un leve tic en el ojo derecho.
—Ya vi lo mucho que os esforzais —siseó, tan cerca de mi rostro que
noté su aliento apestando a mostaza—, cuando me escapé por la puta
ventana del baño. ¿Sabes lo fácil que me resultó? Fue cuestión de suerte
que alguno de los hombres de Jerome no diera conmigo, porque a estas
alturas, seguro que tiene a todos sus matones buscándome por la ciudad.
¡Podrían haberme matado!
—¡No eres un crío de cinco años! ¡Tú fuiste el que acudió al FBI en
busca de protección! ¿Cómo iba a imaginarme que eres tan imbécil que te
escaparías por culpa de un puñetero e infantil ataque de pánico?
—Porque ese es tu trabajo, agente especial Harker —siseó con los
dientes rechinándole—, imaginar lo inimaginable, prevenirlo y mantener a
salvo a tu protegido. Eres una maldita inepta, no entiendo cómo te han
puesto al mando de una misión como esta.
—Mi carrera en el FBI es impecable —contraataqué, muy ofendida con
sus palabras, doliéndome porque esa misma recriminación me la había
hecho a mí misma durante los tres días que habían pasado—, y no voy a
dejar que un imbécil como tú la eche a perder.
Nos habíamos ido acercando todavía más con cada intercambio de
reproches hasta el punto de que nuestros cuerpos se tocaban. Tenía el rostro
alzado hacia él, y él lo había inclinado para mirarme a mí. Resollábamos en
silencio, desafiándonos, cuando noté un extraño bulto presionando contra
mi estómago.
Tuve un momento confuso de turbación mezclada con alegría insana y
una buena dosis de excitación.
Steven estaba cachondo. O se había empalmado con la discusión, o era
que llevaba una pistola escondida entre los calzoncillos.
El calor me empezó en la punta de los pies y subió como una exhalación
hasta que mi rostro se convirtió en el faro rojo del semáforo. Sus ojos
bajaron hasta mis labios. Vi como tensaba los suyos hasta que se
convirtieron en dos pequeñas líneas que rompían la perfecta simetría de su
rostro. Tragó saliva y su nuez bailó en su garganta. Una mirada depredadora
refulgió durante un leve instante, tan corto que me pareció haberlo
imaginado, una mirada sexy que casi consiguió que me lanzara a besarlo,
pero que desapareció tan rápido como había aparecido cuando parpadeó y
se apartó bruscamente de mí.
Me miró, confuso, como si me viera por primera vez, movió los labios
como si intentase decir algo, pero de su boca solo salió un sonido
estrangulado, y se metió en el baño, cerrando con un portazo.
Unos segundos después, oí el ruido del agua de la ducha correr.
¿Qué demonios había pasado ahí?
Me llevé la mano a la frente, sintiendo un leve dolor de cabeza, y me
dejé caer en el sofá. Los restos de la hamburguesa esparcidos por la mesa y
el suelo me miraron, y os juro que, durante un breve segundo, me pareció
que el trozo de pepinillo me sonreía burlón.
«No ha pasado nada», me dije. Steven está pasando por un momento
muy duro y el cuerpo tiene reacciones extrañas en situaciones como esta.
Eso era todo. Steven era declaradamente gay, las mujeres no le
interesábamos lo más mínimo y si se había excitado por culpa de la
discusión, no tenía que darle importancia. Los mecanismos de
supervivencia eran como la fe, cada quién tiene los suyos.
«Debería ser más conciliadora con él», me dije, «y no permitir que me
saque de mis casillas. Soy una profesional, pero tiene razón en una cosa: no
me estoy comportando como tal. Así que, a partir de ahora, se acabó. Se
acabaron las discusiones, se acabó el observarlo a escondidas y, sobre todo,
se acabó el imaginármelo en situaciones que nada tienen de profesionales.
Céntrate, Jack. Céntrate, por Dios».
Como si fuese a ser tan fácil.
...
«¿En qué maldito momento pensé que era buena idea hacerme pasar por
mi hermano?», pensé frustrado, frotándome con fuerza bajo el chorro de
agua fría de la ducha.
No era solo que me picase todo el cuerpo por haberme rasurado entero
como un gilipollas, es que tenía que fingir cosas que no era y siempre he
sido un pésimo actor. No sé mentir, puedo ocultar las cosas durante un
tiempo, pero fingir se me da de pena y me da vergüenza. Y además estaba
el tema de Jack. Esa mujer me alteraba y no podía controlar las reacciones
que me provocaba. «He tenido una erección delante de ella, ¡una
erección!». No podía dejar de mirarle los labios mientras me echaba la
bronca y mi cabeza se llenó de nuevo de malas ideas, como hacerla callar
con un beso profundo y desatado.
No podía fingir que era homosexual con Jack echándome la bronca. Con
Jack haciendo cualquier cosa. Era superior a mí y no acababa de
comprenderlo. Era lo más antagónico a la feminidad que había conocido en
mi vida. Las mujeres como ella no son mi tipo; tiene demasiado genio,
suelta tacos, no viste con elegancia, no se maquilla y es discutidora. Esto
era un problema, porque yo era incapaz de no replicarle cuando se ponía a
echarme la bronca.
Al cerrar los ojos, intentando que el agua fría bajara el calentón entre
mis piernas, sus ojos aparecían ante mí, flamígeros, desafiantes y llenos de
determinación. Aún sentía el roce de su cuerpo contra el mío, sutil,
irradiando una calidez atrayente.
«Esto no baja… Maldita sea. Deja de pensar en ella».
El agua fría no hacía ningún efecto y mi mente no me lo ponía fácil,
volviendo una y otra vez a sus ojos y a sus labios. Había querido besarlos,
pero también había querido arrancarle esa ropa horrible de agente federal y
descubrir lo que había debajo.
«Tengo que solventar esto… Bien, de perdidos al río».
No se iba a ir de mi cabeza hasta que no pusiera orden en mi cuerpo, así
que simplemente dejé que la fantasía siguiera su curso. Imaginé que la
desvestía, mis manos en sus pechos turgentes, mis labios atrapando su boca
y besándola para saciarme la sed. Al imaginar el tacto suave de su piel y su
calor en mis dedos, un latigazo de deseo endureció aún más mi sexo. Lo
rodeé con los dedos y comencé a acariciarme, lenta y firmemente.
Imaginé el tacto del trasero terso de Jack entre mis dedos, como lo
apretaba, estrechando su cuerpo contra el mío para sentirla desnuda contra
mi piel mientras acallaba sus reproches con un beso apasionado.
Apoyé un brazo en el alicatado de la ducha y descansé la frente sobre él,
aumentando el ritmo de las caricias y la presión de mis dedos. Me faltaba el
aire por la excitación. La fantasía no llegó mucho más lejos, no quería que
lo hiciera, así que me apresuré a desahogarme sin recrearme demasiado en
aquello. Presioné en los puntos adecuados, masturbándome con rapidez
hasta que el orgasmo me mordió los riñones con una descarga de placer
efímero. El semen salpicó contra la pared. La descarga limpió mi mente de
imágenes, pero me dejó con un extraño vacío. Rocié el alicatado con la
alcachofa de la ducha para limpiarlo y me lavé rápidamente antes de salir,
con el corazón aún acelerado por la sesión de onanismo.
«Tengo que esforzarme. Jack no es tonta y se ha dado cuenta de que algo
raro pasa. No me quita ojo y al final acabará atando cabos», reflexioné
agarrando la toalla y frotándome enérgicamente para secarme.
Me extrañaba que aún no hubiera descubierto que Steven tenía un
gemelo. El trabajo de investigación sobre mi hermano se les había dado de
pena, si es que le habían investigado. O tal vez había subestimado los
esfuerzos de Steven por desligarse de papá: se había cambiado el nombre e
incluso inventado un pasado. Caí en la cuenta de que Jerome debía haberle
ayudado y entonces comprendí las dificultades del FBI para saber quién era
realmente Steven Blackburn St. John. Algo así no solo se conseguía con
documentación falsa, había que meter mano en registros y archivos del
gobierno para borrar ciertas cosas y hacer aparecer otras en su lugar.
Me sentí realmente mal al pensar en la vida que Steven había llevado
hasta el momento. Le juzgaba con demasiada dureza, pero mi hermano solo
hacía todo lo posible por sobrevivir y dejar atrás un pasado demasiado
doloroso. La culpa volvió a mí punzante y amarga. Las preguntas que
siempre me acosaban regresaron con ella: ¿habrían sido mejores las cosas
para Steven si yo hubiera estado a su lado?, ¿si hubiera estado en casa
cuando papá le dio aquella paliza? Tal vez le habría defendido, me habría
ido con él. Habría podido hacer algo.
«No tiene sentido amargarse por esto». Pero lo estaba haciendo, era algo
que no podía evitar. Era mi padre el que se merecía una desgracia como
aquella y no Steven. Mi hermano era buen chico, siempre lo había sido, y
jamás tuvo comprensión ni amor en su propia casa, así que salió a buscarlos
fuera.
Suspiré, apartando esos pensamientos de mi mente, y busqué la ropa
limpia para vestirme. En el cuarto de baño solo estaba la ropa sucia tirada
en un montón. La costumbre de ir en pelotas siempre en mi casa me había
traicionado, entre eso, el enfado y el calentón, no pensé en meter ropa
limpia en el baño para cambiarme. Me anudé la toalla a la cintura y salí
abriendo la puerta con cuidado, no quería llamar la atención de Jack y
reiniciar la discusión. Ella estaba sentada en el sofá, de espaldas, prestando
atención al televisor en apariencia. Me apresuré a cruzar el salón en
dirección a mi cuarto, con tan mala pata que al tener los ojos puestos en ella
por si se giraba, me golpeé el pie contra una silla.
—¡Me cago en Dios! —solté sin pensar, dando un par de saltos para
intentar que el dolor pasara—. ¡Joder! ¿Quién ha puesto esta puta silla aquí?
Jack se puso en pie y se volvió, sobresaltada, llevándose la mano a la
pistola. La toalla se me soltó de la cintura y tuve que agarrarla contra mis
partes para no acabar en pelotas delante de ella y que la escena fuera
todavía más ridícula. Me miró sorprendida, pero pronto soltó una carcajada,
incapaz de aguantarse.
—¿Qué es lo que estás haciendo?
—Bailando el Lago de los cisnes, ¿tú qué crees? Me acabo de machacar
los dedos con esa silla.
—Ya lo veo. Lo que quiero saber es qué haces medio en pelotas
caminando a hurtadillas por el salón —respondió poniendo los brazos en
jarras.
—Olvidé mi ropa en la habitación —respondí sintiéndome idiota
perdido. No tardé en encontrar un consuelo cuando vi que ella no me
miraba a los ojos, sino que bajaba la mirada hacia mis abdominales, y más
abajo, y los colores le subían hasta las mejillas y las orejas.
Eso me hizo sentir menos idiota: ella estaba incómoda, eso desviaba mi
atención de aquella escena estúpida. Además, lo que veía parecía haberle
gustado y eso me hinchó como un pavo. Era mi oportunidad de chincharla
para que lo olvidara todo.
—Si quieres tiro la toalla para que puedas mirarme mejor —solté con
chulería.
Jack parpadeó y me miró frunciendo el ceño con una chispa de
indignación en los ojos. Volví a sentir que lo que ocultaba la toalla
reaccionaba.
«Hace cinco minutos te has prometido esforzarte para actuar más como
tu hermano, ¿y haces esto?», me recriminé. Mi hermano jamás le habría
tirado los trastos así a una mujer.
—¿Acabas de flirtear conmigo? —Y ella se había dado cuenta—.
Pensaba que eras de la otra acera, ¿o es que te va todo?
Era de esperar que Jack no se achantara a pesar del apuro que parecía
estar pasando. Sus ojos me miraban encendidos como ascuas, como si
estuviera retándome a demostrarle algo. Y os juro que me esforcé, hice un
gesto con la mano lánguida, como descartando aquellas preguntas, un gesto
amanerado que incluso a mí me resultó falso y ortopédico. Un auténtico
fracaso.
—Nah, solo estaba bromeando —dije al fin, esperando que aquello
colara mientras apretaba la toalla contra mis partes—. Voy a… Tengo que
vestirme.
No había conseguido salvar la dignidad. La había pulverizado más,
como cada vez que quería imitar a Steven. Mi hermano era amanerado y
dramático, pero a él le quedaba bien, tenía estilo y finura, yo era como un
toro intentando bailar con un tutú, una auténtica aberración cada vez que
intentaba comportarme con un solo gramo de estilo y delicadeza.
Jack se me había quedado mirando como si intentara arrancarme los
secretos con los ojos o quisiera abrirme la cabeza para estudiar qué diablos
estaba pasando conmigo. Antes de que empezase a hacer más preguntas, me
fui cojeando hasta la habitación.
«¿Por qué he tenido que decirle eso? ¡¿Y por qué vuelvo a estar
cachondo?! Maldito sea».
Las cosas iban de mal en peor y ahora no podía echarle la culpa a
Steven.
7
No era a mí a quién le tocaba ir a por la cena aquella noche, pero
después de pasar toda la tarde encerrada con Steven sin poder quitarme de
la cabeza su imagen desnudo agarrándose la toalla con una mano mientras
yo rezaba en silencio para que le diera un calambre y la soltara, necesitaba
aire desesperadamente.
Lo dejé con William, el compañero de refuerzo que estaría allí para que
yo pudiera dormir unas horas, y me fui al restaurante de la esquina. Cuando
le dije a Steven que esa noche comeríamos chino no puso objeciones; al
contrario, me miró sonriendo y me dijo que le apetecían mucho un par de
rollitos de primavera aceitosos, que se le hacía la boca agua. No sé si lo dijo
para mosquearme más o era sincero, pero aquello fue un punto más que
añadir a la lista de cosas raras, porque Steven había cambiado mucho,
demasiado desde que se escapó. Ya no le importaba ponerse hasta el culo de
comida basura y su amaneramiento casi había desaparecido. Cuando
intentaba hacer uno de esos gestos tan específicos de él, le salía forzado,
artificial y ridículo. Y lo más molesto de todo era esa insana atracción que
me había despertado.
Estaba tan mosqueada, que incluso revisé los archivos del caso y las
investigaciones sobre Steven para asegurarme de que no tenía un hermano
gemelo, pero no encontré ni rastro.
«Simplemente debe haber cambiado», me dije. «El estrés y la ansiedad
de la situación que está viviendo, o quizá… Quizá no era más que un papel
que estaba interpretando para engañar a Crowell, aunque, ¿con qué
intención?».
Me estaba volviendo loca dándole vueltas al tema de Steven y su
aparente doble personalidad, porque realmente parecía una persona
diferente. Muy diferente.
Al regresar cargada con las bolsas me dirigí hacia el coche desde el que
Grant, mi otro compañero de equipo, debería estar vigilando la puerta de
acceso del edificio. También llevaba su cena y mi intención era dársela,
como hacíamos normalmente.
Desde lejos advertí que algo raro pasaba. No podía ver a Grant. El
asiento del conductor parecía vacío. No podía ver la silueta recortada de mi
compañero a través del parabrisas, ni siquiera una leve sombra moviéndose.
Dejé las bolsas en el suelo y llevé la mano hacia la pistola que tenía en el
cinto, quitando el seguro de la cartuchera, preparándome para sacarla si era
necesario. Me acerqué con precaución, pensando que estaba siendo ridícula.
La ventanilla del lado del conductor estaba bajada y me asomé.
Grant yacía de lado, con un tiro en la cabeza. Sus sesos se habían
desparramado por el asiento del copiloto. Todavía tenía los ojos abiertos y
unas repentinas náuseas me revolvieron el estómago.
«No tengo tiempo para eso», me grité en mi cabeza. Me giré y atravesé
la calle corriendo en dirección al apartamento en el que estaban Steven y
William, rezando para llegar a tiempo.
Bloqueé el ascensor con la papelera que había al lado para suprimir esa
ruta de fuga y subí corriendo por las escaleras los cuatro pisos hasta llegar
a la planta. Me asomé por la puerta que daba al pasillo, abriéndola
levemente, observando si había movimiento antes de penetrar en él.
El corazón me iba a mil por hora y tenía todos los músculos del cuerpo
contraídos, dispuestos a entrar en acción.
Caminé con cuidado, pisando sobre la sucia moqueta alerta a cualquier
ruido o actividad, con la pistola en la mano, preparada para disparar si era
necesario.
Giré la esquina y vi la puerta del apartamento abierta.
Ahogué una maldición. Había llegado tarde. Crowell se había enterado
de alguna manera de dónde teníamos escondido a Steven y había enviado a
un asesino. Probablemente me lo encontraría muerto. El estómago se me
contrajo y sentí un enorme vacío en él. Mi mente se rebeló contra aquella
idea.
«No, no puede estar muerto. No quiero que esté muerto».
En aquel momento no fui consciente de algo con lo que la conciencia me
machacó un poco después: ni siquiera tuve un fugaz pensamiento para mi
compañero William. Toda mi atención se centró en Steven y en que, con
total seguridad, iba a encontrármelo tirado en el suelo con una bala en la
cabeza, sus sesos desparramados y los ojos abiertos mirando hacia ninguna
parte.
En los días siguientes me dije mil veces que fue porque mantener a salvo
a Steven era mi primera misión como jefa de equipo y que fallar supondría
un duro golpe para mi carrera en el FBI. Qué tonta.
Me acerqué a la puerta con la espalda pegada en la pared, caminando de
lado, intentando no hacer ruido. Era muy probable que el asesino todavía
estuviese dentro y no quería dejarlo escapar.
Me asomé bruscamente, con la pistola por delante, echando una rápida
ojeada a mi alrededor, atenta a cualquier cosa fuera de lugar.
William estaba en el suelo, muerto. La sangre todavía se estaba
esparciendo a su alrededor. Un poco más allá, Steven estaba de pie al lado
de la pequeña mesa de comedor mirando hacia el suelo, con una pistola en
la mano y el cadáver de un desconocido a sus pies. Se giró hacia mí en
cuanto aparecí, alzando la mano, apuntándome con el arma.
No parecía Steven. Fue como si se hubiera transformado y no fuese él.
Tenía el cuerpo tenso en una actitud muy agresiva y la mirada de un
depredador. Por un breve instante, me asustó. En aquellos ojos vi una
oscuridad insondable capaz de cualquier tipo de violencia. Eran fríos e
intensos a la vez y mostraban una determinación que jamás le había visto
antes.
—¡Soy yo! —grité, pensando que iba a dispararme—. ¡Baja el arma,
Steven!
Él parpadeó, como si de repente volviera en sí mismo. Me miró, miró el
arma y la dejó caer soltando un grito agudo y sobreactuado que me pareció
totalmente ridículo y fuera de lugar.
—¿Qué demonios ha pasado? —le pregunté agachándome para
asegurarme de que William estaba muerto. No tenía pulso.
—Yo… Yo… —balbuceó, apartándose del extraño que yacía en el suelo
—. Llamaron a la puerta y cuando William miró por la mirilla le pegaron un
tiro, echaron la puerta abajo de una patada y entró el tío este —señaló al
muerto junto a la mesa—. Se tropezó con William y se dio un golpe en la
cabeza contra la mesa, matándose. —Sacudió la cabeza, incrédulo—. Qué
mala suerte ha tenido el gilipollas. Y qué buena suerte he tenido yo.
La historia me resultó ridícula, pero tenía que ser verdad, aunque en
aquellos momentos de nerviosismo casi me entraron ganas de echarme a
reír. ¿Un asesino a sueldo muerto por su mala suerte? O por la buena suerte
de su víctima… Parecía el inicio de un chiste malo.
—¿Tú estás bien?
—Sí. —Se miró las manos y se palpó el torso—. Creo que sí.
—Ni siquiera pareces asustado. ¿Estás seguro de que estás bien?
Steven se me quedó mirando en silencio durante unos segundos y, de
repente, pegó un grito que me hizo dar un respingo, sorprendida. En sus
ojos bailaron unas chispas de diversión.
—¿Te parece mejor así? —me preguntó, cruzándose de brazos—. Si
quieres tengo todo un repertorio de gritos histéricos.
¿De dónde coño había salido ese tío? Cada vez estaba más convencida
de que no era Steven. ¿Cirugía plástica, quizá? Parecía un puto psicópata
capaz de habérselos cargado él solito. ¿Y esa historia rocambolesca del
asesino muriendo por culpa de un mal tropezón? Miré hacia la mesa y vi
una mancha de sangre en uno de los cantos.
Me llevé la mano libre a la frente y me rasqué, nerviosa, sin saber qué
pensar. No tenía tiempo para eso. Debíamos largarnos de allí echando
leches.
—Vámonos.
—Pero mis cosas…
—Que le den a tus cosas, Steven. No es el momento de ponerte tonto.
Tenemos que salir de aquí, ¡ya! Ven detrás de mí y no te separes,
¿entendido?
Me asomé al pasillo y ya había algunos vecinos haciendo corrillo,
preguntándose qué había pasado. Me miraron con cara de susto y al verme
con el arma en la mano se metieron en sus casas con rapidez.
—¿No sería mejor salir por la escalera de incendios? —murmuró Steven
detrás de mí—. La poli estará a punto de llegar y no creo que tengas ganas
de perder el tiempo dando explicaciones. Además, el callejón es estrecho
por lo que no habrá peligro de que haya un francotirador esperándonos, algo
que sí podría ocurrir si salimos por la puerta principal…
Tenía razón, y debería haberlo pensado yo, ¿pero cómo demonios un
puñetero contable podía saber algo así? Las piezas del puzzle que era
Steven cada vez eran más difíciles de encajar con lo que yo sabía de él.
Bajamos por las mismas escaleras de incendio por las que él se había
escapado cuatro días antes. Lo guié hasta donde estaba mi coche y abrí las
puertas a distancia con el mando.
—Sube atrás y échate, que no te vea nadie.
Obedeció sin poner reparos ni quejarse. Yo me puse al volante, encendí
el motor y me incorporé al poco tráfico que había. Estaba aturdida por todo
lo que había pasado, por las muertes de William y Grant, y porque mi
misión se estaba convirtiendo en el argumento de una mala película.
Un coche patrulla pasó a todo trapo en sentido contrario al nuestro, con
las luces y las sirenas encendidas resonando por toda la calle. Steven
permanecía tumbado en el asiento trasero, sin decir ni una palabra. Quizá en
pleno shock.
—¿Estás bien?
—No, no estoy bien, ¿contenta? —refunfuñó—. Han muerto dos
personas delante de mí, y una de ellas quería matarme. ¿Cómo demonios
voy a estar bien? Además, tengo una salpicadura de sangre en la manga de
la chaqueta. ¿Sabes cuánto cuesta quitar una mancha así? Y he tenido que
abandonar todas mis cosas en ese apartamento de mala muerte y… ¡Oh,
maldita sea, la policía me lo va a toquetear todo! ¿Sabes el dineral en ropa
que tengo metido en ese armario? Como me desaparezca algo, el FBI va a
tener que pagármelo.
Suspiré con resignación. Parecía que Steven empezaba a ser el mismo
otra vez, superficial y quejica, aunque seguía notando un leve deje de
sarcasmo en sus frases, como si fuese un papel que estaba intentando
interpretar y se burlase de sí mismo y de mí.
Me froté la frente otra vez. Estaba empezando a dolerme la cabeza y me
sentía algo aturdida, sin tener muy claro cuál era el siguiente paso.
«Avisar a tu jefe, idiota, para que el FBI se haga cargo de la escena del
crimen lo antes posible».
Le di a la marcación rápida y hablé con Fallon, mi jefe, para contarle lo
ocurrido. Intenté permanecer firme y tranquila, pero a medida que lo iba
narrando, la realidad me golpeaba, como si hasta aquel momento hubiese
tenido la esperanza de que todo fuese un mal sueño.
Pero no.
William y Grant estaban muertos. Muertos. Me acordé de Gillian, la
mujer de Will, una mujer jovial a la que le encantaba sonreír y organizar
barbacoas en el jardín de su casa, y de repente sentí todo el peso de la
pérdida. Tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a llorar mientras
seguía hablando con mi jefe.
—Trae al señor Blackburn a la oficina. Aquí estará seguro y a salvo
hasta tener otro lugar en el que instalarlo —me ordenó en cuanto terminé.
Era lógico. Mi equipo acababa de ser asesinado y estaba sola con el
testigo esencial que podía llevar a la cárcel a Jerome Crowell, un político
corrupto metido en todo tipo de asuntos sucios y al que el FBI hacía tiempo
que quería echar el guante. En la oficina, rodeado de agentes y con fuertes
medidas de seguridad, Steven estaría a salvo.
Pero una pequeña señal de alarma empezó a sonar en mi cabeza, de una
manera tenue, como si estuviera lejana, pero insistente.
—Vamos a estar moviéndonos hasta que me indique otro lugar, señor —
dije casi sin pensar, siguiendo ciegamente mi instinto—. Si no le importa —
añadí, dándome cuenta de que negarme a ir suponía desobedecer y podría
ponerme en serios problemas.
—Está bien —contestó al cabo de unos segundos, con un ligero deje de
decepción—. Haz lo que creas más conveniente; solo espero que no te
equivoques, porque si pierdes al testigo, supondrá el fin de tu carrera en el
FBI.
...
Tenía el cuerpo en tensión, agazapado en el asiento de atrás como Jack
me había ordenado. Iba a ser obediente, al menos mientras no tuviera que
liarme a tiros para asegurarnos la huida. Por si eso sucedía, tenía la pistola
que le había quitado al cadáver del pobre William bien aferrada. Se la cogí
cuando cayó muerto delante de la puerta. Llamaron al timbre y alguien
disparó a través de la mirilla cuando William se acercó a mirar. Al menos
fue una muerte rápida y limpia: el agente cayó desplomado con un tiro en la
cara, sin tiempo de reacción.
Mi mente se puso en marcha con rapidez a pesar de la temporada que
llevaba alejado de mi trabajo, yo era un escolta y había sido soldado; las
situaciones de tensión no me paralizaban y sabía perfectamente lo que iba a
ocurrir a continuación. Cuando el tipo abrió la puerta yo me oculté tras ella
y esperé a que entrase al salón para lanzarme sobre él y romperle el cuello,
después le golpeé en la esquina de la mesa y le dejé caer. Serviría para
despistar a Jack si esta no se fijaba en el ángulo antinatural del cuello del
matón.
Y había servido, al menos de momento.
«Steven estaría muerto ahora mismo si no llego a estar yo en su lugar».
Ese pensamiento cruzó mi mente como un cuchillo ardiendo. De pronto
toda aquella locura me pareció la mejor idea que había tenido en mi vida.
Steven estaba a salvo, estaba con mis compañeros en algún lugar seguro y
nadie había descubierto el engaño.
«Tengo más capacidad que el FBI de enfrentarme a esta mierda, ¿en
serio?».
Cabreado por lo que podría haber pasado de no haber escapado Steven
para buscarme, me asomé entre los asientos.
—¿Cómo coño me han encontrado? ¿No se supone que el FBI hace bien
su trabajo? Dime en qué maldito universo, porque no es lo que ha pasado.
—No repartas culpas tan rápido —respondió ella dando un volantazo
para girar hacia una calle secundaria. Estaba conduciendo deprisa, pero
parecía que nadie nos seguía—. Tú te escapaste hace cinco días y te han
podido rastrear facilísimamente desde entonces, ¿o te crees un ninja?
—Sí, claro, en lugar de pegarme un tiro en cuanto me localizaron se han
esperado cinco días para matar a dos agentes del FBI de paso. Menudos
matones más retrasados.
—Tan retrasados como para matarse al tropezar con un tío al que ellos
mismos han matado —respondió mirándome con desconfianza por el
retrovisor.
—Son cosas que pasan, un mal día lo tiene cualquiera —repliqué, no iba
a dar mi brazo a torcer por absurdo que pareciera. Jack arqueó una ceja y
mantuvo la mirada en mí hasta que la volvió a la carretera. No era idiota,
sabía que había sido yo, pero no teníamos tiempo para esas cosas—.
Deberías pensar en la posibilidad de que alguien de dentro haya cantado.
Crowell tiene mucho poder y mucha gente le debe favores desde todas las
esferas. No me extrañaría que haya conseguido la información de alguien
del propio FBI.
Vi como Jack apretaba el volante hasta que los nudillos se le pusieron
blancos. Había sembrado la duda en ella, a tenor de la tensión en su
expresión. Y eso estaba bien, porque yo estaba seguro de que no me
siguieron y de que, de haber visto a Steven, le habrían matado en el acto.
No tenía sentido armar este lío a posteriori, arriesgándose a cargar con la
muerte de dos agentes federales.
Dejé unos instantes de silencio para que masticara aquella duda más que
fundada.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunté al fin.
—Tenemos que esperar a que me faciliten la dirección de una nueva
casa segura.
—¿Tan segura o más que la que acabamos de abandonar? —inquirí
sarcásticamente.
Sus ojos me fulminaron desde el espejo retrovisor. Me encogí de
hombros en respuesta y hubo otro silencio tenso mientras Jack miraba a la
carretera como si deseara atropellar a alguien. De pronto, en un arrebato,
golpeó el volante, girándolo bruscamente y metiéndose por otra calle. Sin
decir nada, cogió el móvil, lo miró un instante y lo arrojó por la ventana.
—Esa es una buena decisión —dije asintiendo.
—Haz el favor de no decirme cómo tengo que hacer mi puto trabajo. ¡Y
agáchate! No quiero que te vean y te peguen un tiro —dijo irritada.
Obedecí, sin poder evitar soltar una risilla que ella escuchó—. ¿De qué te
ríes?
—De nada. Es que me gusta tu carácter —respondí sin pensar.
Jack miró de reojo el espejo retrovisor y volvió a crearse un silencio
tenso en el coche.
—Cállate de una vez —espetó, dando fin a la conversación.
8

Varias horas dando vueltas por las carreteras que circunvalan Filadelfia.
Muchas horas intentando tomar una decisión, sin conseguirlo. Había tirado
el teléfono en un arrebato, con la idea de impedir que pudiesen rastrearlo
hasta dar con nuestro paradero, y estaba empezando a arrepentirme. Steven
me había metido la semilla de la duda en la cabeza y, aunque una parte de
mí me decía que era muy probable que tuviera razón, había otra que se
negaba a creerlo. Quizá era que tenía demasiado idealizado al FBI, sin tener
en cuenta que, al fin y al cabo, estaba formado por personas, y que ser
agente del FBI no te libra de tomar malas decisiones o de cometer errores;
ni siquiera de ser mala persona, ambicioso y traidor.
Igual que en la CIA, la NSA o cualquier otra agencia de seguridad, para
tener una buena carrera ascendente en el FBI y tener la oportunidad de
llegar a puestos de relevancia, hay que rodearse de buenos contactos; hay
que saber hacer política y lamer los culos adecuados, y Jerome Crowell, a
pesar de estar a punto de ser juzgado y tener todas las cuentas congeladas,
seguía siendo un peso pesado dentro de la política nacional. Contar con su
apoyo supondría tener el camino allanado para llegar a lo más alto.
Desenmascarar al posible traidor iba a ser un trabajo hercúleo.
—Me estoy meando.
La voz de Steven me devolvió a la realidad. Seguía en la parte trasera
del coche. Había estado durmiendo un buen rato, algo que agradecí a pesar
de los ronquidos que soltaba de vez en cuando, permitiéndome pensar
aunque no me hubiera servido de nada. ¿A quién podía acudir para que nos
ayudara? Me sentí terriblemente sola y abrumada por la situación; aunque
no iba a darle a Steven el gusto de hacérselo saber. Algo se me acabaría
ocurriendo.
Cogí un botellín de agua vacía que estaba en el suelo y se lo tiré por
encima del hombro sin quitar la vista de la carretera.
—Usa esto.
—¿Qué? Ni de coña —protestó, incorporándose, dejando que la botella
de plástico rebotara en el asiento y cayera al suelo—. Me niego a mear ahí.
Para en algún sitio en el que pueda hacerlo como Dios manda y, de paso,
comer algo, que estoy hambriento. Ni siquiera hemos podido cenar por
culpa del asesino patán. Se me hace la boca agua solo de pensar en los
rollitos de primavera grasientos que hemos dejado atrás.
—No es conveniente que nos detengamos.
—¿Me vas a matar de hambre también? ¿Es que no has tenido suficiente
por un día?
Lo miré por el retrovisor. Su rostro era la personificación de la desdicha
y me compadecí. Además, tenía razón, no podíamos seguir eternamente en
marcha sin parar para comer, o acabaríamos desmayados. Y mantener un
cuerpo como el suyo, con esos músculos tan apetecibles y definidos, seguro
que requería mucha proteína. Dejé ir un largo suspiro de cansancio que no
sé cómo interpretó, porque me sonrió de una forma que me puso muy
nerviosa, como si me hubiese leído el pensamiento y eso le divirtiera.
—Joder, Steven, está bien. Pararé en el primer diner que encontremos.
¿Te parece bien? —le pregunté con sorna, intentando disimular.
—Me parece estupendo —contestó él, satisfecho. Se echó hacia atrás en
el asiento y se cruzó de brazos, con su mirada penetrante fija en mí a través
del retrovisor.
Parpadeé, intentando quitarme esa sensación de que era otra persona.
Steven jamás me había mirado así, como si tuviese ganas de comerme
entera, y me enfadé conmigo misma por esa cálida sensación que me
inundó el pecho y el bajo vientre.
«Estás paranoica, tía», me dije, agarrando con fuerza el volante.
El tío que estaba sentado detrás de mí era Steven Blackburn St. John, un
hombre gay hasta la médula. A pesar de los cambios, de que todo en él me
gritase que era otra persona, o de que a cada minuto que pasaba me
pareciese menos gay y más hetero. A pesar, incluso, del deseo que había
despertado en mí.
«Se puede desear a alguien gay, fíjate si no en Matt Bomer». El actor era
declaradamente gay, pero eso no impedía que todas las mujeres andaran
locas por él, ¿no?
Eran cerca de la una de la madrugada cuando encontramos una parada
para camioneros con un diner abierto. Steven no había vuelto a abrir la
boca, pero su estómago vacío se había vuelto un tanto escandaloso,
encargándose de romper el silencio. Aparqué entre dos monstruos de
dieciséis ruedas para que nuestro coche quedase escondido, y bajamos. El
aire olía a bacon, huevos fritos, pan tostado y café. Steven ensanchó el
pecho y aspiró el aroma como un lobo hambriento olfateando a su presa.
—Espero que tengas efectivo porque usar la tarjeta de crédito sería un
error de principiante.
—¿En algún momento dejarás de tratarme como si fuese una inepta?
—Bueno, hasta ahora tampoco me has demostrado que no lo seas. —La
pulla dolió, pero no podía quitarle la razón. Estábamos en esa situación por
mi culpa, porque no había sido capaz de prever todos los acontecimientos
que nos habían llevado hasta allí—. Oye, era una broma —añadió
inesperadamente—, no te mortifiques. Estamos vivos y eso es lo que
cuenta.
—Sí, que se lo digan a William y a Grant —contesté con la voz plagada
de amargura.
—En un trabajo como el nues… como el tuyo, eso ha de ser un riesgo
asumido. A veces, se pierden compañeros. A veces, se pierden protegidos.
Solo puedes esperar a hacerlo lo mejor posible y rezar para que todo salga
bien.
¿Había estado a punto de decir «nuestro»? ¿En un trabajo como el
«nuestro»? ¿Y por qué su tono de voz tembló un poco, como si supiese
realmente de lo que estaba hablando? ¿Como si a él le hubiese pasado algo
parecido?
Era una locura, una más de las muchas que rodeaban a Steven. Otra
pieza del rompecabezas que se unía a las que ya tenía, y había tantas que se
me amontonaban sin tener un sitio en el que encajar, que ya casi no
importaba.
Entramos en el local y el aroma que ya se percibía en el exterior me
golpeó con fuerza: aceite refrito, bacon quemado y huevos chamuscados.
Adiós a la idea de que donde hay camioneros parados, dan bien de comer.
Era un local maloliente y sucio, con una pátina de grasa en el suelo sobre la
que podría practicarse patinaje sin patines.
Nos sentamos en la mesa más alejada de los ventanales. Nos atendió una
camarera con cara de sueño que mascaba chicle sin tener en cuenta las
disposiciones de sanidad que lo prohibían. Pedimos huevos con bacon y
tostadas, además de mucho café y, mientras esperábamos a que nos
sirvieran, Steven se fue al baño.
Me froté la cara, pensando en que yo también debería ir o mi vejiga
acabaría estallando, así que me levanté. Mientras me lavaba las manos,
después de vaciarla, me miré en el espejo y casi no me reconocí. Ese rostro
contraído por la amargura no era el mío. Me mojé la cara con agua fría,
esperando despejarme un poco, y salí.
Me dejé caer en la silla con desgana. Steven ya estaba allí, atacando el
plato de huevos con bacon como si no hubiera un mañana, algo que,
desgraciadamente, podría llegar a ser cierto.
—Estás comiendo a dos carrillos —le dije al sentarme y miré el mío con
un gesto de repugnancia que no pude esconder. Los huevos tenían los
bordes calcinados, pero alrededor de la yema la clara estaba cruda y
transparente.
—Estoy muerto de hambre —contestó, con la boca llena.
—Tienes suerte. Yo no sé si podré comerme todo esto.
—Inténtalo. Ayunar no nos va a ayudar en nada.
Tenía razón, por supuesto, así que cogí un trozo de bacon que rezumaba
grasa y un cacho de huevo y me lo metí todo en la boca. Estaba asqueroso.
Diría que sabía a serrín, si es que supiese qué gusto tenía. Pero mastiqué y
tragué ayudada por un sorbo de café que resultó ser absolutamente
delicioso.
«Así que vienen por el café», pensé absurdamente en los camioneros
sentados con cara de sueño y en los que dormían en las cabinas afuera.
—No puedo. —Aparté el plato a un lado de la mesa—. Creo que pediré
un sandwich.
—¿En serio no lo quieres? —me preguntó, emocionado.
—En serio.
—Pues trae para acá.
Cogió mi plato y volcó el contenido en el suyo, mezclándolo todo, y
siguió comiendo a dos carrillos, como un cerdo, o peor. ¿Cómo podía tener
tanta hambre después de todo lo que había pasado? Yo, que era una
profesional que ya debería estar acostumbrada a este tipo de situaciones,
tenía el estómago más cerrado que la caja fuerte de un banco; pero él, que
se suponía que era un contable blandengue que la única violencia que había
visto en su vida era la que daban por televisión, estaba comiendo con
voracidad.
El mundo al revés.
—No puedo quitarme de la cabeza lo que me dijiste antes.
—¿El qué? —preguntó sin levantar la mirada de su plato.
—Lo de que alguien dentro del FBI nos ha vendido. Es que… me parece
imposible, aunque todo apunta a que ha sido así como te han encontrado.
—Bah, no te preocupes —intentó quitarle importancia—. Hasta en las
mejores familias hay manzanas podridas.
—Supongo que tienes razón pero, ¿quién? ¿Quién puede haberlo hecho?
¿Y en quién puedo confiar ahora? Siempre he pensado que, pasase lo que
pasase, tendría ahí a mi equipo para respaldarme y apoyarme. Y, de repente,
me encuentro con que William y Grant están muertos y no puedo confiar en
el resto de compañeros porque no sé si son unos traidores. ¡Ni siquiera
puedo confiar en mi jefe! ¡Estoy absolutamente sola en esto! ¿No te das
cuenta?
—Bueno, sola no estás, estamos juntos, ¿recuerdas? —me interrumpió
con un poco de resentimiento.
—Sí, ya —murmuré con desdén—, menuda ayuda serás si nos vemos en
una situación peligrosa.
Steven no contestó. Simplemente alzó una ceja y volvió a centrar toda su
atención en el plato. Al rato, cuando el silencio ya estaba empezando a
mortificarme, alzó la mirada de golpe y me soltó:
—Oye, los coches del FBI, ¿no llevan un localizador?
—Va integrado en el GPS y lo desconecté en cuanto subimos al coche.
—Ya, pero, ¿sabes que pueden volver a activarlo en remoto? —Creo que
la sangre me desapareció del rostro, porque Steven se alarmó, abrió mucho
los ojos y me preguntó—: ¿Estás bien?
—No, no estoy bien. Llevamos horas dando vueltas con un coche que
pueden localizar en cualquier momento. ¿Cómo puedo ser tan estúpida? No
me extraña que no confíes en mí.
—Oye, Jack, confío en ti. —Me cogió la mano sobre la mesa y la apretó
en un gesto simbólico de consuelo—. Simplemente estás verde y creo que
esto te viene un poco grande, nada más. Pero sé que eres de fiar, ¿vale?
—Estoy empezando a plantearme la posibilidad de que me pusieran al
mando de esta operación sabiendo que iba a meter la pata hasta el fondo —
solté sin pensar, llena de amargura. Steven suspiró, negando con la cabeza.
—O no. —Dio un trago al café para ayudarlo a bajar la comida que
todavía tenía en la boca—. Escucha, tú lo estabas haciendo bien. Todo se ha
ido a la mierda porque alguien ha vendido la información, pero eso no es tu
culpa ni tu responsabilidad. ¿De acuerdo? —Se me quedó mirando con esos
ojos verde intenso que parecían exigirme que estuviera de acuerdo con él—.
¿De acuerdo? —insistió.
—De acuerdo —suspiré, dándole la razón, aunque la seguridad en mí
misma llevaba horas desaparecida.
—Bien. Ahora debemos pensar en el siguiente paso. Tenemos que
deshacernos del coche.
—Sí, eso está claro. Pero, ¿dónde vamos a encontrar otro? Estamos en
mitad de la nada, e ir en autobús está más que descartado —intenté
bromear.
—Podemos robar uno. O pedirle a un camionero que nos lleve hasta el
próximo pueblo.
—No, nada de eso. Nada de robar ni de meter a extraños en nuestros
problemas. Hemos de pasar desapercibidos.
—Bueno, entonces es una suerte que llevara mi Rolex encima cuando
tuvimos que salir por patas, ¿no crees? —sonrió, sacudiendo la muñeca en
la que tenía puesto el reloj.
—¿Lo cambiarías por un coche? —me extrañé. Steven se sentía muy
apegado a aquel reloj por el que «había tenido que vender el alma al
diablo», según sus propias palabras.
—Si el coche vale la pena, sí.
Dejé ir una carcajada amarga.
—¿Un coche que valga la pena? ¿A estas horas y en este lugar? Eso
sería un milagro.
—Bueno, esa es mi especialidad: hacer milagros. Déjalo en mis manos.
...
Jack se encargó de pagar la cuenta cuando terminamos de cenar. Hacía
tiempo que no sentía tanta hambre y, aunque no era la mejor comida que
había probado, me sentí satisfecho al terminar. Lo que estaba pasando era
un problemón para todos, empezando por Steven. Ninguno estaría a salvo
hasta que no se celebrase el juicio y viendo cómo pintaban las cosas, ni eso
era una garantía. Tras la conversación con Jack, empecé a temer también
por su futuro si no hacíamos las cosas bien y salíamos airosos. La cuestión
era que, aunque fuera un problemón, me estaba dando la vida. Volvía a
tener apetito y mi mente funcionaba a cien por hora, y todo eso sin contar la
revolución que Jack estaba despertando en mi interior.
«No tengo remedio. Lo mismo que me amarga la existencia, me da la
vida. Solo espero que no le pase nada a ella también».
Aparté rápidamente ese pensamiento de mi cabeza. No podía permitirme
esa clase de cosas, centrarme de nuevo en lo que había sucedido, en la
posibilidad de que volviera a suceder, podría hundirme en el pozo del que
tan precariamente había salido. Me encontraba en un equilibrio frágil sobre
ese abismo y sabía que el mínimo golpe me devolvería a él.
La camarera dejó el platillo con el cambio ante Jack y me apresuré a
recoger las monedas.
—Tengo que hacer una llamada —me adelanté a ella, que cerró la boca e
hizo un gesto para que desapareciera de su vista.
Tuvimos suerte de que en aquel diner de mala muerte tuvieran un
teléfono público. Estaba junto a los baños y tenía la misma pinta grasienta y
abandonada de todo el local. Eché un par de monedas en el aparato y
marqué un número de memoria. Una voz femenina respondió del otro lado.
—¿Quién…?
—Soy Bruce, llamo desde un teléfono público —la corté para
ahorrarnos tiempo a los dos.
—¿Qué necesitas? —dijo en tono firme. Su voz parecía más grave por
teléfono.
—Un coche.
—¿Cuál?
—Uno que corra y sea discreto.
—De acuerdo, dime dónde —respondió, sin preguntas, sin dudas y sin
vacilaciones.
Le di las señas del lugar y colgué. Era difícil que interceptaran esa
llamada, pero nunca se peca de ser demasiado cauto en estos casos. Regresé
a la mesa y Jack seguía allí, mirándome con ojos punzantes, como si
intentase leer en mi mente.
—En media hora tendremos un coche.
—¿Qué has hecho? —inquirió con hostilidad, cruzándose de brazos—.
¿Estás loco? No puedes ir diciéndole a la gente dónde estamos, ni dejar
pistas llamando a tus contactos.
—No te preocupes, esa gente no tiene nada que ver con Jerome —
intenté tranquilizarla—. Confía en mí.
—Como si fueras de fiar, a la mínima que me doy la vuelta te largas. Sin
contar con que eres un malversador, un ladrón y has estado llevando las
cuentas de un mafioso. ¿De verdad tengo que fiarme de ti?
Las acusaciones de Jack me sentaron como una patada en el hígado. Era
de mi hermano de quien estaba hablando y Steven no era nada de eso, en
todo caso era un confiado y un superviviente que había luchado por seguir
adelante incluso en los peores momentos. Me tensé de inmediato, quise
explicarle todo eso, pero no podía, así que opté por decirle otra cosa:
—Te puedes fiar más de mí que de tu propia gente, ¿no? Ya ves dónde
nos han metido.
Jack entrecerró los ojos y se echó hacia adelante, apoyando los codos en
la mesa y señalándome con un dedo.
—Eso aún está por ver —espetó.
—No seas ingenua. Acepta de una vez que te han traicionado. Ahora soy
el único en quien puedes confiar —repliqué lleno de razón, sentándome a
esperar.
—¿Desde cuándo eres tú quien toma aquí las decisiones? —soltó
completamente a la defensiva—. Levanta el culo de la silla. Nos piramos,
¡ya! No pienso esperar a que venga tu amigo.
Jack se puso en pie, pero no moví una pestaña. Me crucé de brazos,
repantigándome en el asiento y separando las rodillas para acomodarme
mientras a Jack casi le salía humo por las orejas. Cuando se cabreaba, se le
marcaba una vena en el cuello y las mejillas se le teñían de rojo. No es que
no diera miedo, porque su mirada echaba chispas y parecía capaz de
cualquier cosa, pero por alguna razón, aquella imagen me encantaba.
—Oblígame —dije con toda la calma.
—¿Es necesario que te apunte con la pistola? —preguntó llevándose la
mano a la cintura.
Le guiñé un ojo provocadoramente y vi que metía la mano bajo la
chaqueta, a punto de desenfundar.
—¿Estás segura de que quieres hacer eso y llamar la atención de toda
esta gente? —dije señalando con la mano a la barra llena de camioneros.
Jack ni siquiera se volvió a mirar, sus ojos me estaban acuchillando y su
mano se mantuvo unos instantes cerca del arma que escondía en la
cartuchera. Poco a poco, la apartó y se dejó caer en la silla de nuevo. Sus
ojos eran témpanos de hielo y sentí que me traspasaban, afilados.
—Como nos encuentren por tu culpa te meto un tiro entre ceja y ceja —
dijo con tanta frialdad que me pareció que la temperatura bajaba a nuestro
alrededor. Lo que vi en su mirada en ese momento me dejó claro que era
muy capaz de hacerlo. La mujer que tenía ante mí no se andaba con
tonterías.
—Vaya genio te gastas… Debes ser un tornado en la cama —dije en
alto, verbalizando lo que estaba pasando por mi cabeza en ese instante.
Y cagándola, por variar.
Jack dio un golpe sobre la mesa y se puso en pie de nuevo. Supuse que
necesitaba alejarse para no pegarme el tiro que me merecía ahí mismo. La
seguí con la mirada hasta que salió del local y suspiré.
«Soy un bocazas, pero en fin… Al menos esto tiene algo bueno». En ese
instante, mirando su silueta tras la puerta de cristal, me di cuenta de que no
me había sentido deprimido un solo día durante aquella aventura.

Al salir al aparcamiento sentí la mirada de Jack ardiendo en mi cogote.


Seguía en la puerta del diner, de brazos cruzados, acuchillándome con sus
ojos, juzgándome como si estuviera yendo al encuentro de un camello o
algo semejante. Me costó convencerla de que no viniera conmigo y a
regañadientes y llena de desconfianza fingió que se tragaba mi historia
sobre la gente peligrosa que iba a venir, sin embargo no parecía por la labor
de volver adentro y esperar, prefería estar matándome con sus preciosos e
inclementes ojos desde la distancia, por si hacía alguna tontería.
No había pasado ni un minuto de la hora acordada cuando un BMW
coupé de color negro aparcó junto al coche en el que habíamos llegado: el
único estacionado allí a esas horas entre tanto camión parado. La puerta del
conductor se abrió y vi las piernas largas y atléticas de Sam asomar,
enfundadas en unos tejanos grises. Mi jefa, Samantha Walker, era casi tan
alta como yo y cien veces más dura. Cuando me acerqué a ella, me recibió
con una sonrisa comedida y me palmeó el hombro. Llevaba el pelo
rizadísimo atado en una trenza a la espalda, su rostro de piel negra era
anguloso, de labios llenos y ojos grandes. Era tremendamente guapa, lo
cual, unido a su sexo y a su color de piel, la había obligado a convertirse en
una dama de hierro para que sus subordinados la tomaran en serio. En la
agencia todos la respetábamos y obedecíamos sus órdenes sin rechistar,
pero cuando fue mi superior en el ejército, antes de que me ofreciera este
trabajo al retirarse, fui testigo de cómo ponía en su sitio a muchos gilipollas.
—Gracias por la rapidez, Sam —le dije compartiendo un firme apretón
de manos.
—Para eso estoy. ¿Qué os ha ocurrido?
—Parece que tienen un topo en el equipo del FBI que estaba
custodiando a mi hermano. Han intentado matarle… O sea, matarme —
aclaré. Sam estaba al tanto de todo, y ahora estaba al cargo de la protección
de mi hermano. Ella nos había conseguido el piso donde ahora estaba y se
había encargado de coordinar la operación—. Hemos decidido escondernos
hasta que la cosa se aclare. ¿Podéis investigarlo?
—Cuenta con ello —dijo Sam con un asentimiento, dirigiendo después
una mirada a la mujer que nos observaba en la entrada del diner—. ¿Es la
agente que estaba al cargo de Steven?
—Sí, no sabe lo del cambiazo.
—Yo no estaría tan segura —respondió volviendo la mirada a mí con
una sonrisa extraña—. No subestimes a las mujeres, y menos si son agentes
del FBI.
—Ya, claro… —En realidad sospechaba que ya lo sabía, pero aún no se
habría atrevido a decir nada; todo esto era demasiado bizarro y era una carta
con la que yo mismo jugaba—. Aún está asimilando lo que ha pasado, han
matado a dos de sus compañeros y tiene un topo, creo que eso es lo último
que le preocupa. ¿Cómo está mi hermano?
—Está volviendo loco a Kolt, pero le tiene en palmitos. Creo que en
realidad le gusta consentirle. No te preocupes, todo marcha sobre ruedas. —
El comentario sobre Kolt me puso la mosca tras la oreja. Sam sonrió de
medio lado y me estrechó el brazo—. Céntrate en protegerte a ti mismo,
tienes una diana sobre la cabeza en este momento.
—Estoy acostumbrado. Saldré de esta, como de todas.
—¿Cómo lo estás llevando? —A pesar de que Sam no solía expresar con
efusividad sus emociones, vi preocupación en su mirada. Cuando sucedió lo
de Florence, ella me puso todas las facilidades del mundo y se preocupó
más que nadie por mi integridad psicológica—. Todo esto ha sido muy
repentino.
—Bien, estoy bien. Mejor de lo que esperaba. Estaba empezando a
pudrirme en el sofá y esto, aunque suene mal, es un soplo de aire fresco.
Sam soltó una risa por lo bajo.
—No sabes vivir sin estar en peligro.
—Es culpa del ejército, ya sabes. Si no nos fuera la marcha no
estaríamos metidos en estos negocios.
La jefa se limitó a asentir.
—Los cristales son de seguridad —dijo volviendo la mirada al coche—.
Y está blindado. Estaréis seguros con él.
—Gracias —respondí, sacándome el Rolex del bolsillo y tendiéndoselo
—. Toma, cómprate algo bonito —bromeé. Sam arqueó una ceja, pero
cogió el reloj cuando insistí—. Es para disimular, devuélveselo a mi
hermano, o quédatelo por los gastos.
—Mejor me llevo también el coche, así despistaremos a los del FBI. Lo
dejaré por la ciudad.
—Vale, pero dame un momento, tengo que pedirle las llaves a la otra
jefa. Espera aquí.
Los ojos de Jack eran dos ascuas ardientes cuando me acerqué a ella. De
brazos cruzados, me miraba con la expresión contraída y los labios
apretados, más irritada de lo que la había visto hasta el momento.
—Dame las llaves del coche —le dije sin rodeos.
—¿Para qué?
—Mi contacto se tiene que ir con algo —repliqué ignorando su tono
gélido—. De paso, si están rastreando el coche, nos los quitaremos de
encima.
—El coche es del FBI, no se lo puedo dar a cualquiera.
—No te preocupes… No le va a hacer nada, lo dejará aparcado en
alguna calle y dejará las llaves dentro.
—¿Es de confianza? ¿No irá a llevarlo a un taller ilegal y venderlo por
piezas? —preguntó desconfiada, mirando a Sam de reojo.
—¿Esa tía tiene pinta de dedicarse a eso, Jack? ¿O lo dices por que es
negra? No te hacía racista…
—¡¿Qué?! ¡No soy racista! —dijo enervándose más—. Entenderás que
esta situación no es la mejor para confiar en nadie, ¿no?
—Es una tía legal, no tienes nada que temer de ella, no me haría algo
así.
—Cada vez hablas más como un mafioso y menos como un pijo
relamido y estoy harta de tantos secretitos y cambios de personalidad —
respondió levantando el dedo acusador para clavarlo en mi pecho.
—Bueno, si quieres nos podemos pasar horas aquí discutiendo y
podemos dejar el coche ahí para que el FBI tenga un buen punto de
referencia para encontrarnos. Tú eliges.
Jack resopló y buscó las llaves en su bolsillo, al sacarlas las estampó
contra mi pecho con fuerza.
—Como le pase algo al coche te encargarás tú de pagarlo —me advirtió.
—Venderé algunos Puchis si eso pasa, no te preocupes —respondí
cogiendo las llaves de su mano. Sentir la calidez de sus dedos bajo los míos
me provocó una extraña y agradable sensación en el estómago.
—Son Gucci, tus trajes son de Gucci —dijo entrecerrando los ojos y
apartando la mano como si mis dedos quemaran. ¿Habría notado lo mismo?
—Pues eso.
Zanjé la conversación antes de volver a tener alguna reacción indeseada
de cintura para abajo y me di la vuelta para volver junto a Sam. Le tendí las
llaves. Mi jefa sonreía de una forma muy rara, pero no quise preguntarle
qué le hacía tanta gracia. No quería saberlo.
—Aquí tienes.
—Tú llévate este móvil —me entregó el aparato junto a las llaves del
coche. Los cogí y me los guardé en el bolsillo—. Es seguro, así podremos
estar en contacto. En el maletero tienes todo lo que puedas llegar a
necesitar, pero mejor que ella no lo vea, no le va a gustar encontrar un
arsenal ahí.
—Gracias por todo. Te mantendré informada.
Volvimos a estrecharnos las manos. La preocupación en la mirada de mi
jefa aún no se había diluido.
—Ten cuidado. Y recuerda que no estás solo en esto —se despidió antes
de dirigirse al coche de Jack.
9
Media hora después de dejar el diner atrás, conducía en silencio por una
carretera local en dirección a Delaware. Eran las tres de la mañana, estaba
cansada y soñolienta, y solo podía pensar en encontrar un sitio para dormir,
pero no podía quitarme el cabreo de encima. ¿Quién coño era esa tía con la
que Steven parecía tener tanta confianza? No había podido evitar
observarlos detenidamente mientras hablaban. Los cuerpos hablan, mucho
más que las palabras, y todos sus gestos, aunque eran contenidos,
mostraban claramente que se conocían muy bien y que había mucha
familiaridad entre ellos.
La mujer afroamericana tenía un porte de mando que no podía ocultar.
¿Ejército, tal vez? Era muy probable, pero, ¿de qué podía conocer Steven a
una exmilitar? Y, además, tan guapa y sexy. Incluso con unos simples
pantalones vaqueros y una blusa ajustada, exudaba feminidad por todos
lados. Seguro que era el tipo de mujer que se llevaba de calle a todos los
hombres a su alrededor. ¿Se habría acostado con ella? No, qué estupidez:
Steven era gay.
Una punzada en el corazón me sobresaltó. ¿Me sentía celosa ante la
posibilidad de que hubiese algo entre ellos? No, no podía ser. Casi me eché
a reír con la idea. Lo que ocurría era que aquella situación me estaba
superando y Steven se había convertido en una caja de Pandora que no
sabía si quería abrir.
Me centré en lo importante: ¿cómo había conseguido un coche como
aquel a cambio de un maldito Rolex? Sí, el reloj era uno de los más caros de
la marca, pero el BMW que estaba conduciendo lo era mucho más. Era
evidente que los cristales, tintados, eran de seguridad, y hubiera apostado
sin temor a perder que todo el coche estaba blindado. Se deslizaba a buena
velocidad sobre el asfalto, pero al conducirlo se notaba que su peso era
superior al normal.
¿Me estaba tomando por imbécil?
Sentí que había perdido por completo el control de la situación y me
estaba poniendo nerviosa. Era eso lo que me pasaba, y no un burdo ataque
de celos injustificados. Mantener a salvo a Steven era mi responsabilidad y,
en las últimas horas, había sido él quien había estado tomando todas las
decisiones.
Y a cada minuto que pasaba me parecía más y más raro que el asesino
que Crowell había enviado a por él se matara a lo tonto tropezando con el
cadáver de William.
En su momento no quise pensar demasiado en ello porque la urgencia
era salir de allí, pero con el paso de las horas las piezas iban encajando cada
vez menos. No lo veía nada claro. Nada. Claro.
Quizá si aquello fuese lo único extraño que había visto en los últimos
días, podría pensar que había sido un burdo accidente; pero también estaba
el cambio operado en él. Steven parecía otra persona incluso cuando hacía
uno de sus típicos gestos amanerados, porque lo notaba forzado, como si no
fuese su manera natural de expresarse y le costase un mundo ponerse en su
nuevo papel. Y, lo más importante: no había pegado un solo chillido y no se
había quejado ni una sola vez. Por lo menos, de la forma insistente y
dramática en que solía hacerlo.
Si creyese en cosas paranormales habría pensado que a Steven lo había
poseído un fantasma. Pero como no era así… solo me cabía pensar que
quizá, solo quizá, este Steven no era el mismo hombre cuya custodia me
habían asignado.
Lo miré de reojo. Estaba doblado en el asiento del copiloto, durmiendo
como una marmota. ¿Cómo podía estar tan relajado? Debería estar hecho
un manojo de nervios, asustado y cacareando todo tipo de lamentos y
protestas por la situación que estaba viviendo. Pero ahí estaba, durmiendo a
pierna suelta, tan a gusto que incluso tenía un rastro de baba cayéndole por
la comisura de los labios.
¿Por qué coño tuve el insano impulso de limpiárselos con un pañuelo?
Me agarré con fuerza al volante, fruncí el ceño y fijé la mirada en la
carretera.
«Estás mal, Jack. Estás muy mal».

Encontré un motel de carretera unos veinte minutos después, justo a


tiempo para evitar dormirme al volante. No tenía muy buen aspecto, pero
no podía arriesgarme, así que di un volantazo y me dirigí hacia el
aparcamiento. Desperté a Steven de un codazo, a propósito, esperando que
se sobresaltara y pegara un respingo.
Ni se inmutó.
Abrió los ojos perezosamente y se limpió la baba con la manga de la
chaqueta. ¡La manga de la chaqueta! El Steven que yo había llegado a
conocer jamás habría hecho algo así.
Era el momento de poner las cartas sobre la mesa y aclarar la situación.
No podía seguir con eso si él no me contaba la verdad, así que tomé la
decisión de freírlo a preguntas en cuanto estuviésemos a salvo en la
habitación.
—¿Ha dormido bien el señorito? —le pregunté con todo el sarcasmo del
mundo.
—De puta madre. ¿Dónde estamos?
—En un motel de mala muerte en mitad de la nada. He de dormir unas
horas si no quieres que estrelle el coche y nos mate en un accidente.
—Puedo conducir yo —se ofreció, hablando con la boca abierta en
mitad de un bostezo—, si me dices a dónde me estás llevando.
—De eso nada, monada. Baja del coche. Pillaré una habitación y
descansaremos.
—¿Acabas de llamarme «monada»? —preguntó con una sonrisa torcida
mientras abría la puerta del coche—. Así que piensas que soy mono. Es
bueno saberlo.
—Vete a la mierda, Steven. Es una puñetera frase hecha.
—Sí, sí, ya, ya. Lo que tú digas.
La sonrisa seguía ahí y tuve ganas de borrársela de un puñetazo, pero me
limité a suspirar exasperada y caminar hacia la recepción para pedir un
cuarto, esperando que él no hiciese el tonto y me siguiese como un buen
chico.
La habitación 17 era un cuchitril y encima tenía una cama de
matrimonio; pero Steven se empeñó en que quería esa precisamente porque,
dijo textualmente, el 17 era su número de la suerte. Eché una ojeada por la
ventana y me di cuenta de que, desde allí, se veía perfectamente la carretera
y el camino de entrada al motel, sin que ningún árbol, ni poste, ni nada,
entorpeciera la vista.
¿Se habría dado cuenta Steven de eso y por ese motivo se había
emperrado con ella?
¿Quién coño era «Steven»?
Abrí la cama. Las sábanas no eran las más limpias que había visto.
Estaban amarillentas y tenían algún que otro roto. Di gracias por no tener
allí una luz negra, porque de pasarla seguro que aparecerían manchas de
todo tipo en las que sería mejor no pensar. El olor a humedad lo impregnaba
todo y las paredes no estaban libres de ella; había unos grandes manchones
irregulares aquí y allá que evidenciaban el abandono.
Pero estaba tan cansada que me dio igual.
Me quité los zapatos y tiré la chaqueta sobre la silla desvencijada. Metí
la pistola con la cartuchera bajo la almohada y me dejé caer encima de la
cama.
—¿Vas a dormir vestida?
—Por supuesto.
—Como quieras, pero yo pienso dormir en calzoncillos.
Me miraba con esa sonrisa ladeada que, desde el aparcamiento, no se
había borrado de su cara. Era como si me estuviera provocando, aunque no
supe muy bien a qué.
—Allá tú si quieres arriesgarte a pillar cualquier mierda entre estas
sábanas mugrosas —gruñí, intentando hacer ver que no me importaba en
absoluto.
Pero la verdad fue que me acomodé en la cama cuando él empezaba a
quitarse la ropa, dispuesta a disfrutar del espectáculo mientras intentaba
encontrar la mejor manera de obligarle a contarme la verdad.
Dejó la chaqueta encima de la mía y se quitó la camisa por la cabeza, sin
llegar a desabotonarla del todo, como si estuviera impaciente por
deshacerse de ella. Estaba de espaldas a mí y pude disfrutar de toda aquella
musculatura marcada. Bajé la vista desde el trapecio hasta los lumbares,
regocijándome en las ondulaciones provocadas por sus movimientos. Un
cuerpo que hubiera sido perfecto de no ser por las múltiples cicatrices que
tenía. Había dos circulares que eran, sin lugar a dudas, de bala. Otra
alargada que le atravesaba el oblicuo derecho. Otra más pequeña a la altura
del omóplato que parecía de una puñalada.
Quise preguntarle quién coño era y qué había hecho con el verdadero
Steven, pero lo único que me salió por la boca fue:
—¿Piensas decirme quién coño es esa mujer?
Maldito subconsciente, parecía que últimamente había cogido la
costumbre de traicionarme.
—Nop.
Se sentó en la cama para quitarse los pantalones y los dejó tirados en el
suelo sin añadir nada más. Se metió entre las sábanas, dándome la espalda,
y se tapó, moviéndose durante unos segundos hasta que encontró la
posición adecuada.
—¿Puedes apagar la luz, por favor? —me dijo ya con los ojos cerrados.
Me incorporé como impulsada por un resorte, harta ya de todo aquello,
dispuesta a lo que fuese con tal de conseguir respuestas a todas mis
preguntas.
—No, no voy a apagar la luz, y tú no vas a dormir hasta que me
contestes. ¿Quién es esa mujer y por qué ha puesto en tus manos un coche
que cuesta un pastón a cambio de una mierda de reloj? Y ya puestos, dime
también quién cojones eres tú, porque está claro que no eres quien dices ser.
Él suspiró con exageración y se giró para mirarme.
—Sam es una amiga; me ha prestado el coche porque me debe un favor;
y sabes de sobra quién soy: Steven Blackburn St.John.
—Y una mierda. ¿Sabes una cosa? Suelen decir que si es blanco y en
botella, es leche, pero a veces puede ser otra cosa y yo ya no me creo nada.
Desde el día en que te escapaste te has comportado de una manera
completamente diferente a la habitual, como si ya no fueses Steven. Al
principio lo achaqué al shock, pero ya no. He visto demasiadas cosas raras
en ti, estás muy cambiado, así que haznos un favor a los dos y cuéntame la
verdad de una jodida vez.
Steven se incorporó en la cama y se inclinó hacia adelante,
amedrentándome con su cuerpo semidesnudo. Puso un puño a cada lado de
mis caderas y se apoyó en ellos para acercarse todavía más.
—Soy Steven Blackburn St.John, y que me creas o no es irrelevante —
repitió muy despacio, tan cerca de mí que pude oler su aroma masculino
que me resultó demasiado embriagador.
Me puso muy nerviosa y cuando bajó la mirada hasta posar los ojos en
mis labios y se pasó la punta de la lengua por los suyos, sentí una corriente
de atracción tan evidente que casi vi las chispas saltar entre nosotros. Todas
las emociones que había estado conteniendo durante tantos días salieron a la
superficie, erizándome la piel y secándome la boca.
Steven se acercó más, moviéndose sobre la cama como un felino,
retándome con sus ojos verdes, hasta que nuestros rostros estaban tan cerca
que pude sentir su aliento entrecortado sobre la piel.
—¿Quién eres? —insistí sin obtener respuesta—. No eres quien dices
ser. Dime la verdad de una vez.
Él no contestó y, a medida que yo intentaba apartarme de él
deslizándome hacia atrás, me fue acorralando contra el cabecero de la cama,
sin dejar de observarme con aquella mirada de depredador que ya le había
visto antes y que hacía que me ardieran las entrañas.
—Ya lo sabes: soy Steven.
—No, no es cierto. Eres igual que él, pero no eres él.
—Sí lo soy —susurró.
—¡Maldita sea! Dime la verdad o…
Me besó. Se abalanzó sobre mí, puso las manos abiertas apoyadas contra
el cabecero, y me besó. Las únicas partes de nuestros cuerpos que se
tocaban eran los labios y la lengua, y por Dios que no hizo falta más para
conseguir ponerme del revés. Fue un beso salvaje y agresivo, invadió mi
boca para saborearla, explorando cada rincón, y yo se lo permití. No supe, o
no quise impedirlo. Dejé que me trastornara, que convirtiera mi respiración
en un jadeo ahogado, despertando el volcán dormido que habitaba en mí.
Cuando levanté las manos para rodearle el cuello, él me lo impidió. Me
cogió por las muñecas, se apartó de mí bruscamente, mirándome con recelo,
se dio la vuelta y se dispuso a dormir, dejándome loca, excitada,
descompuesta, y muy, muy cabreada.
Agarré la almohada y me planteé seriamente ahogarlo con ella. ¡Qué
hijo de la gran…! Mordí la almohada y ahogué un grito de rabia. Quería
golpearlo, insultarlo, pegarle un tiro en los huevos.
«No vale la pena ir a la cárcel por este imbécil», me dije, intentando
tranquilizarme.
Apagué la luz, me di la vuelta y me puse a contar hasta mil,
centrándome en los números y evitando pensar en lo que acababa de pasar.
Creí oír una risa apagada, entre dientes, que provenía de su lado de la
cama. Le respondí con una patada que lo tiró al suelo. Cuando oí su
«¡ouch!» y el ruido de su cuerpo al caer, la que sonrió fui yo.
«Que se joda».
10

Nunca se le había dado bien el ajedrez. Y era extraño, pues tenía una
buena mente para las matemáticas, era un contable excepcional, tenía una
memoria fotográfica y el cálculo mental se le daba de perlas. Pero la
estrategia era harina de otro costal. Era la quinta partida que jugaban,
Steven no había conseguido ganarle ni una sola vez y sus fichas seguían
llenando el lado del tablero en un goteo de bajas negras.
—Esto empieza a frustrarme —dijo apretando los labios—. Si
tuviéramos un tablero de Trivial, te machacaba en venganza.
Kolt se rió con ese sonido como un ronroneo que a Steven le erizaba la
piel. Se miraron un momento y apartaron rápidamente la mirada para volver
la atención al tablero.
—No pasa nada, esto también es cuestión de práctica. Y si eres malo en
ajedrez, solo tienes que aceptarlo. Seguro que hay miles de cosas que se te
dan bien.
El rubio levantó la vista del tablero otra vez y le miró. Desde el día
anterior, cuando le contó sus secretos a Kolt, no hacía más que sentirse
blandito por dentro, como un osito de gominola. Era extraño, porque estaba
dolido, deprimido y comenzaba a sentirse muy enfadado con Crowell, pero
Kolt le daba un puñado de arena en aquel montón de cal que era su vida en
esos instantes. A veces soltaba comentarios como aquel, de forma
totalmente espontánea, y Steven sabía que lo pensaba de verdad.
«No es momento para esto. No puedes pillarte por nadie ahora, será un
desastre. Y este tío es hetero», se dijo para concienciarse, repitiéndose lo
que llevaba sonando en su mente como un mantra desde el día anterior.
Lo que no podía evitar era sentirse protegido, seguro y alejado de la
oscuridad que le perseguía, y esas sensaciones no quería negárselas. Las
necesitaba para no perder la fe.
—Soy muy bueno con el golf, aparte del Trivial —dijo apartándose un
mechón de pelo de la cara y bajando la mirada con una caída de pestañas
más seductora de lo que había pretendido.
—En eso me superas seguro, no he jugado al golf en mi vida —
respondió Kolt, apartando el caballo negro del tablero después de matarlo.
—Cuando termine todo esto, yo te enseñaré.
Se quedaron mirándose como si Steven hubiera dicho algo totalmente
fuera de lugar. Y lo era. Su relación se ceñía estrictamente al ámbito
profesional: Kolt debía protegerle hasta el día del juicio, y nada más. Por
eso Steven supo que había metido la pata nada más decirlo. Iba a
disculparse y solo pudo abrir la boca antes de que el teléfono de Kolt
comenzara a sonar.
—Perdona, es la jefa —se disculpó poniéndose en pie y metiéndose en
el baño.
Al quedarse solo, Steven suspiró y se pasó las manos por la cara.
La voz de Kolt sonaba amortiguada por la puerta del baño. Intentó
quedarse quieto, pero su naturaleza curiosa se lo impidió. Se acercó con
cautela hasta la puerta y pegó la oreja para escuchar.
—¿Cómo? ¿Dos muertos? —decía Kolt. El corazón de Steven se
desbocó al pensar en su hermano. Intentó llamarse a la calma: tal vez no
hablaban de su caso—. ¿Cómo han encontrado el piso franco?
Hubo un silencio tenso en el que Steven pensó que iba a darle un ataque
de ansiedad. Se cubrió la boca con las manos, intentando no hacer ruido al
respirar. «No tiene por qué hablar de Bruce».
—¿Bruce está bien? —La confirmación no se hizo esperar. Steven cerró
los ojos con fuerza y rezó para sus adentros—. Eso es muy arriesgado, ¿no
hará saltar la tapadera de Bruce? —continuó Kolt. Silencio de nuevo.
Steven sentía el corazón en la garganta—. Vale, pero id con cuidado. Si le
han encontrado una vez, pueden encontrarle dos. Cuida de ese gilipollas.
Al escuchar el pestillo, Steven no se apartó de la puerta. Estaba aturdido
y angustiado. ¿Habían atacado a su hermano? ¿Había estado realmente a
punto de morir por él? Eso lo volvía todo dolorosamente real. Le había
puesto en un peligro mortal por puro egoísmo, porque era un cobarde y no
podía enfrentar sus propios problemas.
Al abrir la puerta Kolt se encontró de frente con un pálido y alterado
Steven y supo que lo había escuchado todo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con la voz temblorosa.
—Nada, todo está bien —respondió Kolt, que intentó pasar por su lado
para volver al salón. Steven se le puso delante y se lo impidió.
—No, ha pasado algo. Casi lo matan, ¿verdad? Casi pasa algo horrible
—dijo Steven sin apenas pausas entre las palabras.
—Bruce está bien, no ha pasado nada, ¿vale? Tú no tienes que
preocuparte por el desarrollo de la misión.
—Sí ha pasado: lo he escuchado todo. Han descubierto el piso franco.
Casi lo matan, ¿no es eso? Ha muerto gente —replicó nerviosamente.
Kolt suspiró y dejó de intentar llegar al salón. Cerró las manos en los
brazos de Steven y le miró fijamente, intentando infundirle calma.
—Tranquilízate. Todo ha terminado bien —comenzó a decir. Steven
asintió, pero cada vez estaba más pálido—. Han descubierto el piso franco,
sí, pero Bruce ha escapado con la agente del FBI, Sam les ha enviado un
buen coche y van a ponerse a salvo. Ahora les costará más encontrarles.
—¡Has dicho que si podían encontrarles una vez les encontrarán dos! —
No pudo evitarlo, alzó la voz, alterado—. Mi hermano va a morir por mi
culpa. Le volverán a encontrar y le matarán. Tengo que volver con Jack, no
puedo dejar que…
—Steven, para…
—…lo maten en mi lugar. Dios mío, he sido un cobarde y un egoísta —
siguió Steven dramáticamente—. Es lo único que tengo en la vida y lo he
puesto en peligro. Tengo que irme, tengo que volver a cambiarme por él.
—Steven… —Kolt intentaba que centrase la atención en él, pero Steven
parecía fuera de sí. Le sacudió para que reaccionase, pero solo movió la
cabeza y siguió lamentándose.
—Yo no podré vivir con esa culpa si le mat…
La boca de Kolt silenció las palabras. Steven se quedó muy quieto, sin
saber qué estaba ocurriendo mientras Kolt le atraía hacia su cuerpo, con los
labios pegados a los suyos. El calor que desprendían se contagió a su piel y
la erizó por completo. Las palabras se desintegraron en su mente y cerró los
ojos. Toda la rabia, el dolor y la pena que sentía se hicieron una pelotita en
su interior que estalló en llamas. Kolt empujaba con sus labios contra su
boca, y entonces Steven le agarró de la camiseta y le arrolló, reaccionando
con un beso ansioso. Sus manos le recorrieron el pecho mientras las lenguas
se enredaban y el calor entre los dos se intensificaba.
Pronto no hubo más que calor y deseo en su mente: su hermano, el piso
franco, Crowell, todo se convirtió en una hoguera de una intensidad tal que
no supo si podría detenerla. Las manos fuertes de Kolt le recorrían la
espalda y se cerraron en sus caderas, presionándole contra su cuerpo. Pudo
notar que algo despertaba entre sus piernas y rozaba su propia erección, de
la que ni había sido consciente.
A pesar de todo, y de que desease que ese instante durara eternamente,
cuando Kolt rompió el beso y apartó el rostro, Steven pudo parar, aunque el
fuego siguiera quemando en su pecho. Se quedaron mirándose,
sorprendidos y jadeantes.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo Steven con la voz entrecortada.
—Para calmarte… —respondió Kolt, soltándole poco a poco. Steven
pensó que lo hacía a regañadientes—. No te callabas y no sabía qué hacer.
—¿Cómo sabías que funcionaría? —Steven apartó las manos de su
pecho, sintiendo una sensación de vacío cuando dejaron de tocarse. Los
ojos de Kolt estaban fijos en los suyos y parecían arder.
—No lo sabía, pero las distracciones suelen funcionar en estos casos…
—Kolt carraspeó y apartó los ojos de él—. Pero a mí no me gustan los
hombres. Lo he hecho para…
—Distraerme, sí —completó Steven la frase, pero negó con la cabeza.
No era tonto, había notado algo y seguía viendo las cosas claras en los ojos
de Kolt—. Por lo que noto en mi cadera, o miente tu boca, o miente tu
entrepierna.
El protector se apartó de él entonces, apurado, e intentó volver al salón.
Esta vez Steven lo tuvo más fácil, solo tuvo que tirar de él y volver a
besarle para evitar que se separase. A Kolt no le gustaban los hombres, eso
decía, pero por la forma en que le besó, desesperadamente y hundiendo la
lengua en su boca, Steven tenía claro que, como mínimo, le gustaba a él.
11
La cosa estuvo tensa a partir de ese momento. Jack apenas me dirigió la
palabra y nada más levantarse se encerró en el baño para arreglarse,
momento que yo aproveché para vestirme. Desayunamos en el bar del
motel sin casi mirarnos y nos pusimos en marcha. Llevábamos un buen rato
en el coche y no había dejado de darle vueltas a lo que había hecho. Aún no
sabía si había sido buena idea, pero al menos había sido efectivo: Jack dejó
de darme por el culo con sus preguntas. La parte negativa era que iba a
costarme un esfuerzo sobrehumano olvidarme de esa boca, de lo que había
sentido besándola y las ganas que me habían atormentado durante toda la
noche de volver a hacerlo.
De vez en cuando la miraba a través del retrovisor. Su mirada ceñuda se
fijaba en la carretera. A veces me sorprendía observándola y me apuñalaba
con los ojos antes de seguir concentrada en la vía. Sabía que se estaba
formando una tormenta y no tardaría demasiado en estallar, y entonces
tendría que enfrentarla y poner las cartas sobre la mesa.
Sonaba Somebody to love de The Jefferson Airplane mientras
tomábamos la salida de la interestatal en dirección a Quantico.
When the garden flowers they are dead,
Yes, and your mind, your mind is so full of red.
Don't you want somebody to love?
Don't you need somebody to love?
Wouldn't you love somebody to love?
You'd better find somebody to love.
Por unos instantes me sumergí en la música. Era como si me estuviera
hablando, como si pretendiera hacerme pensar en algo que había estado
esquivando durante los últimos días. A Florence le encantaba la música de
los setenta, los Jefferson eran uno de sus grupos favoritos, me sabía aquella
canción y otras muchas de memoria. Pensar en ella me producía un dolor
sordo en el pecho y una sensación de asfixia difícil de controlar, por eso lo
evitaba. Tal vez lo que me ocurría con Jack solo era una huida hacia
adelante, quería alejarme de la pérdida, seguir negándome que nunca
volvería. Mi mente debía estar buscando una manera de evitar todo aquello
y por eso se obsesionaba con la mujer que tenía al lado.
Molesto por los derroteros que empezaban a tomar mis pensamientos,
apagué la radio con un movimiento brusco. Jack me miró extrañada y soltó
un resoplido, volviendo a encender la radio.
—¿Por qué la apagas? Es un temazo, joder —espetó.
—Pues a mí no me gusta.
—¿Cómo no va a gustarte The Jefferson Airplane? —dijo como si fuera
algo totalmente improbable.
—Porque no me gusta ninguna música —mentí, y volví a apagar el
aparato.
—Tengo la teoría de que las únicas personas en el mundo a quienes no
les gusta la música son psicópatas.
—No digas chorradas, a muchos asesinos en serie les ha gustado la
música —repliqué, aliviado con que aquello la distrajera de volver a poner
la canción.
—No he dicho que a todos los psicópatas no les guste la música, pero
seguro que a todos los que no les gusta la música son psicópatas —dijo
convencida. No estaba seguro de que estuviera bromeando, porque seguía
seria y mirando a la carretera como si la odiara.
—Ya, pues viajas con Hannibal Leckter, qué le vamos a hacer.
—Incluso a él le gusta la música clásica. Pero él no cuenta: es ficción.
Chasqueé la lengua y miré el paisaje a mi alrededor. Estábamos entrando
en Quantico, acababa de darme cuenta, como si hasta el momento no
hubiera estado en contacto con la realidad. Jack se metió en un polígono
industrial a las afueras y aparcó frente a una enorme nave. Aún quedaba un
rato para la hora de comer y no había nadie por la acera.
—¿Qué haces? ¿Por qué paramos aquí? —dije mirando alrededor.
—Quédate quietecito en el coche. Ahora vengo.
«Los cojones».
Abrí la puerta y fui tras ella en cuanto cerró la suya. Jack me lanzó una
mirada asesina y siguió caminando hasta la esquina, donde había una
solitaria y abandonada cabina telefónica. Se metió dentro y cerró, pero yo
pegué la oreja al cristal a pesar de su insistente mirada aniquiladora de
mundos.
—Soy Jack, estoy en Quantico —dijo unos segundos después de marcar.
Hizo una pausa para escuchar y luego continuó—. Tengo problemas,
necesito hablar contigo en un lugar seguro, lejos de la academia.
¿Recuerdas aquel bar donde tomamos nuestra primera cerveza juntos? Vale.
Te estaré esperando allí, ven cuanto antes.
Jack colgó y salió de la cabina, caminando hacia el coche e ignorándome
flagrantemente.
—¿A quién has llamado?
Odiaba aquella sensación de pérdida de control. No me gustaba no saber
dónde íbamos, ni cuáles eran sus planes, estaba demasiado acostumbrado a
tenerlo todo estudiado milimétricamente por una cuestión de supervivencia.
—Es un amigo.
—¿De la academia?
—No te importa —replicó, abriendo la puerta del conductor. Yo me
quedé de pie sin intención de entrar.
—Claro que me importa. Nuestras vidas están en peligro. En especial la
mía, por si tengo que recordártelo. Así que sí: sí me importa. Soy a quien
más le importa.
Después de entrar en el coche, Jack dio un portazo.
—Sube al maldito coche y haz el favor de dejar las cosas en mis manos
de una vez. Soy yo quien te protege, pero llevas intentando tener el control
de todo desde que esto ha comenzado. Y estoy harta, ni siquiera sé si eres
quien dices ser.
Su tono de voz era frío y acerado, como si estuviera conteniendo una
tormenta y se hubiera cansado ya de luchar contra ello. Yo no se lo había
puesto fácil y estaban ocurriendo cosas que ni siquiera entendía. No
respondí, pero tampoco me moví del sitio, esperando que dijera algo más.
Que me respondiera, aunque estuviera furiosa.
—Si no entras me iré. Te dejaré aquí en medio de la nada y lo mandaré
todo al infierno, así tu vida solo estará en tus manos, Steven —dijo
mirándome al pronunciar el nombre de mi hermano.
Claudiqué. El lío en el que nos habíamos metido era demasiado grande
para cualquiera de los dos estando solos y yo necesitaba comenzar a confiar
en ella tanto como ella en mí. Tendría que acostumbrarme a la sensación de
pérdida de control, a que la vida fuera por los derroteros que le diera la
gana. Era un buen momento para aprender aquella lección.
—Vale, pero no pongas música —dije antes de entrar y cerrar la puerta.
Jack suspiró y arrancó en silencio.
El bar en cuestión se llamaba Dragonfly y parecía un prostíbulo con
estética vintage. Aunque fuera de día el interior estaba oscuro, iluminado
por la luz de algunas lámparas de estilo Tiffany, o como diablos se llamara,
que apenas llegaba a alumbrar las mesas y los reservados. Había papel
pintado en las paredes y las sillas y las mesas eran de forja. En otro
momento, tal vez, el ambiente íntimo y la música tranquila, unidos a la
limpieza del local, me habrían gustado, pero en ese instante estaba cabreado
por tener que obedecer a Jack y dejarme llevar. Algo me decía que el tipo
con el que habíamos quedado era del FBI, y me parecía una pésima idea.
Nada más entrar Jack enfiló hacia uno de los reservados, donde un tipo
con gafas bebía una cerveza negra. Llevaba una media melena canosa muy
elegante sujeta en una coleta y aunque vestía de vaqueros y camisa, tenía un
aspecto pulcro y cuidado. En cuanto vio a Jack se puso en pie con una
expresión preocupada y, para mi sorpresa, se fundieron en un repentino
abrazo. Había alegría y un cariño especial en aquel gesto que compartían y
sentí cierta vergüenza al mirarles, como si yo sobrase allí.
Pero qué demonios, no sobraba, así que me quedé de pie y de brazos
cruzados hasta que repararon en mi presencia, tras los saludos y la
explicación de Jack sobre nuestra situación.
—Ah, él es Steven, mi protegido —dijo señalándome—. Steven, él es
Greyson O’Sullivan. Fue profesor mío en la academia.
—Un placer, Steven. —El tal Greyson me tendió la mano y se la
estreché con firmeza, momento que aproveché para darle un repaso visual.
Era un tipo bien parecido, de porte elegante y expresión serena. Era
mayor que Jack, por lo menos diez años, y las gafas de pasta le hacían
parecer intelectual.
—Lo mismo digo —respondí, aunque no me parecía un placer y seguía
pensando que aquello era muy mala idea.
La camarera pasó cerca y Jack la llamó antes de tomar asiento.
—Ponnos dos cervezas a mí y a mi amigo.
...
Me alegré muchísimo de volver a ver a Greyson. Había sido mi mentor
durante la época de la academia en Quantico y, aunque hubo un tiempo en
que confundí el respeto y la admiración que sentía por él con un supuesto e
inconveniente enamoramiento, acabé comprendiendo que no era real y lo
convertimos en una amistad muy especial que perduró después de que
terminara mi formación. Siempre ha conseguido darme buenos consejos y
me ha ofrecido su ayuda cuando la he necesitado, así que me alegraba de
haber convertido el falso enamoramiento en una amistad sólida y
verdadera.
Es la persona en la que más confío en el mundo y, cuando me vi
superada por la situación, sin saber qué hacer a continuación para mantener
a salvo a Steven, supe que debía acudir a él.
Le hice un resumen exhaustivo de lo que ocurría y del problemón en el
que nos encontrábamos. Me escuchó sin interrumpirme, una de las cosas
que más me ha gustado siempre de él. Se limitó a mirarme con atención,
asintiendo de vez en cuando, desviando los ojos hacia Steven alguna que
otra vez.
—Necesitamos un lugar seguro en el que escondernos y mantenerlo a
salvo —terminé, señalando a Steven—. Ya no sé en quién puedo confiar y
en quién no, y creo que la mejor opción es que nos escondamos de todo el
mundo hasta el día del juicio. Esta situación está a punto de superarme —
acabé confesando con un suspiro.
Admitir aquello delante de Steven me supuso un esfuerzo. Lo miré de
reojo para ver su reacción, pero solo frunció el ceño. Se había mantenido
callado durante toda la conversación, dejándome hablar sin interrumpirme,
algo de agradecer.
—Temes que haya un topo en tu oficina —dijo Greyson cuando vio que
yo no seguía hablando.
Asentí con la cabeza.
—Es muy probable. ¿De qué otra manera podrían haber sabido dónde lo
teníamos escondido? Que lo encontraran por casualidad sería tener
demasiada suerte. No, alguien de dentro le dio el chivatazo a Crowell.
—Sí, eso mismo pienso yo.
—La cuestión es dónde nos metemos. No podemos estar de motel en
motel, es correr demasiados riesgos.
—No, os estarán buscando por todos los moteles y hoteles del estado,
Crowell tiene demasiados tentáculos y os encontraría tarde o temprano.
Pero yo tengo el lugar perfecto para que os escondáis hasta el día del juicio:
mi casa barco en el Potomac, que ahora mismo no uso para nada, con el
depósito lleno de combustible por si queréis soltar amarras y moveros por el
río. La pongo a vuestra disposición.
Fue un alivio para mí. Alargué la mano para coger la suya y apretársela
en agradecimiento.
—Gracias.
Él sonrió de medio lado con un deje de tristeza y me devolvió el apretón.
—De nada. Ya sabes que puedes contar siempre conmigo. Y eso del
chivatazo no me gusta nada como pinta, así que me pondré manos a la obra
a ver qué averiguo.
—No quiero que te metas en líos por mi culpa.
—Ya sabes que me encanta meterme en líos —replicó, convirtiendo la
sonrisa de triste a pícara— y, además, nunca me pillan.
—Es un genio informático —le expliqué a Steven, no sé por qué tuve la
necesidad de hacerlo—, y no hay dato que se le resista si se empeña en
encontrarlo.
Greyson y yo nos quedamos mirándonos y la corriente de complicidad
entre nosotros fue muy palpable, casi física. Incluso me pregunté cómo
hubiera sido mi vida si, en lugar de alejarme de él, siguiésemos juntos.
Steven carraspeó y se removió en su asiento, incómodo. Parecía tenso y
había arrugado el ceño hasta convertir su rostro en el de un niño
enfurruñado. Me pregunté qué era lo que lo estaba molestando tanto, e iba a
preguntárselo cuando Greyson me soltó la mano, que había mantenido entre
las suyas todo el rato, y se levantó.
—Será mejor que nos vayamos. Seguidme con vuestro coche y os
llevaré hasta el amarre.
Steven se mantuvo en silencio durante todo el viaje hasta el puerto. Lo
vi abrir la boca varias veces como si fuese a hablar, pero siempre acababa
cerrándola con un chasquido y removiéndose en el asiento, tirando del
cinturón de seguridad.
Ya en el puerto, Greyson me dio las llaves de la casa barco y un fajo de
varios cientos de dólares. Parecíamos traficantes haciendo trapicheos
dándonos cosas a través de las ventanillas sin bajar del coche.
—Greyson, no puedo aceptar el dinero —protesté cuando vi que había
casi mil dólares.
—Chitón, niña. Tú lo necesitas más que yo. Cuando todo termine ya se
lo reclamaré al FBI.
—Está bien —acepté resignada. Pelear con él a esas alturas iba a ser una
pérdida de tiempo.
Me dijo el número de muelle en el que estaba la casa barco y se despidió
con un «hasta luego. Cuídate mucho, ¿ok?» cargado de preocupación.
Asentí y le dije adiós con la mano cuando ya se alejaba.
Cuando Greyson habló de la casa barco me imaginaba un velero
pequeño de espacios estrechos y agobiantes, pero resultó ser un antiguo
carguero de río, no muy grande, reformado como una casa flotante. En la
parte superior estaba la cabina con el timón a popa, a la que se accedía por
una escalerilla, y una pequeña terraza en la proa, frente a las puertas dobles
de cristal.
El interior era confortable y muy acogedor, con los techos y los suelos
de madera clara. El salón no era muy amplio, pero sí largo, y terminaba en
una pequeña cocina perfectamente equipada. La cama estaba al final, de
tamaño king size, ocupando todo el ancho del dormitorio, rodeada de
ventanas por las que entraba la luz del exterior, separada del resto por una
cortina de colores un tanto hippie.
—No me imaginaba a un nerd como tu amigo en un sitio así —comentó
Steven entre dientes.
—Greyson no es un nerd, y tiene muy buen gusto, algo que tú deberías
apreciar —le contesté con intención.
—Si tú lo dices… —me replicó de mala gana y se fue directo a abrir los
armarios de la cocina para empezar a revolver—. Hay pasta y algunas
conservas. Tenemos para algunos días, pero deberíamos hacer una compra,
por lo menos de productos frescos. Menos mal que tu novio te ha dado
dinero.
—¿Mi novio? —Hubo un deje de algo en su tono que llamó mi atención.
Un tanto de rabia, o envidia, o ¿celos? Qué estupidez—. Greyson no es mi
novio —contesté intentando no darle mayor importancia a lo que parecía
una pulla en toda regla.
—Pues mucho cariño he visto yo entre vosotros.
—Pero bueno, ¿y a ti qué te importa lo que haya o no entre Greyson y
yo?
—No me importa en absoluto, solo era por cotillear un rato —contestó
enfurruñado, haciendo un gesto muy exagerado y amanerado, tan artificial y
falso como un pollo de goma. Se dejó caer en el sofá y se cruzó de brazos,
evitando mirarme—. Estoy demasiado aburrido.
Sobre la mesa de café había una revista del corazón. No supe interpretar
qué hacía ahí, ¿quizá de alguna amiga de Greyson?, pero me vino de perlas
para cogerla y tirársela a la cara.
—Si quieres cotilleos, ahí tienes material. Seguro que hay páginas llenas
de tu amada Kim Kardashian. Mientras, yo haré algo útil como preparar la
comida.
La revista le rebotó en la cara. Steven me miró con los ojos fulgurantes,
cogió la revista, la ojeó y la dejó sobre el sofá.
—Mejor será que te ayude. No quiero morir envenenado.
—No veo el peligro que hay en abrir unas latas y verterlas sobre el plato.
—¿Ese es tu concepto de «preparar la comida»? Mejor apártate que ya
me encargo yo.
Se hizo con el poder en la pequeña cocina sin apenas esfuerzo. Empezó
a sacar todo lo que había en los armarios y abrió el congelador, poniendo
cara de resignación cuando vio que estaba completamente vacío.
No dije nada mientras, una vez más, se hacía con el control de la
situación, pero me negué a apartarme. Me sentí molesta por su nula
confianza en mí, aunque fuese algo tan nimio como hacer la comida. ¿Es
que pensaba que yo no sabría?
Metió un par de puñados de macarrones en la olla hirviendo y puso la
sartén sobre el fuego. Lo observé detenidamente. Su rostro tenía una
expresión de concentración mientras cortaba con maestría una cebolla en
trozos bien pequeños. Era como si el cuchillo formase parte de su propia
mano y lo hacía volar sobre la madera a una velocidad que solo había visto
en televisión, en el programa de Gordon Ramsey.
—Abre la lata de albóndigas, sepáralas de la salsa y límpialas, por favor.
La cocina era pequeña y estrecha. Nuestros cuerpos no podían evitar
rozarse constantemente y su aroma masculino parecía concentrarse por los
alrededores de mi nariz, distrayéndome.
—¿Perdona?
—Que abras la lata y limpies las albóndigas.
—¿Limpiarlas? ¿Cómo lo hago? ¿Con papel de cocina?
—Por supuesto que no —resopló, indignado—. El papel se deshará con
la humedad y se quedará pegado. Hazlo con una cuchara, con cuidado de no
romperlas.
—Pero, ¿por qué no te limitas a mezclarlo todo y ya está? —Me miró
como si me hubieran salido dos cabezas, o como si le hubiera propuesto
matar al presidente. Fijó sus magníficos ojos verdes en mí y después
sacudió la cabeza, decepcionado como si no hubiera nada que hacer
conmigo—. ¿Qué? —le pregunté, sintiéndome como un insecto.
—Que dejes de decir tonterías y hagas lo que te pido, por favor.
No repliqué, aunque tenía muchas ganas de mandarlo a la mierda
directamente y sin pasar por la casilla de salida. Cogí una cuchara, abrí el
bote de albóndigas que me había dado, y empecé a sacarlas una por una
para limpiarlas con la cuchara, con cuidado de no romperlas como me había
pedido, y a dejarlas en un plato limpio.
Steven se movía por la cocina con seguridad. Sabía muy bien lo que
estaba haciendo. Era evidente que no era la primera vez que se ponía a
cargo de los fogones. El rostro concentrado, los movimientos seguros, el
aroma masculino que llenaba mis fosas nasales… me pareció tan sexy que
no pude evitar acordarme del día en que salió de la ducha con solo una
toalla alrededor de la cintura, o del beso que me había dado, ¿la noche
anterior? Todo el torbellino de sensaciones que lo acompañaron: el rugir de
la sangre en mis venas, la contracción de mi útero, deseándolo, la piel
erizada ansiando el toque de sus dedos. Había intentado no pensar en ello,
pero resultaba difícil teniéndole tan cerca.
—¿Están ya las albóndigas? —me preguntó, sacándome de mis
ensoñaciones.
—Sí, toma.
Le acerqué el plato y fue posándolas cuidadosamente en la sartén, donde
la cebolla y el ajo ya se habían cocinado. Después de darles un par de
vueltas para que se doraran un poco, les echó por encima la salsa de tomate
frito, lo removió con cuidado, y lo probó.
—Cuando vayamos al súper recuérdame que compre para hacer una
boloñesa de verdad —murmuró, torciendo los labios en una mueca de
disgusto—. Esta improvisación no está mal, pero me recuerda demasiado al
rancho del ejército.
—¿Perdona? ¿Al rancho del ejército?
—¿Eh? Ah, era una broma. —Sonrió sin mucha convicción y volvió a
sumergirse en lo que estaba haciendo—. Esto estará enseguida. ¿Vas
poniendo la mesa?
El mosqueo me aumentó de manera exponencial. ¿A qué venía
mencionar al ejército? Otra pieza más del maldito puzzle. Según su
expediente, Steven jamás había vestido un uniforme militar; pero, al
pensarlo y repasar mentalmente todo lo ocurrido desde su escapada, todos
los cambios operados en su carácter, su manera de moverse, de fijarse en las
cosas, de hacerse con el mando de las situaciones aún cuando debería ser yo
la que tomase las decisiones… Todo eso empezaba a cuadrar con la idea de
que hubiese sido militar en algún momento de su vida. Y si había sido
militar, habría podido acabar con el asesino que Crowell envió para matarle.
¿Quién demonios era en realidad aquel tío?
12

El ambiente en el barco estaba enrarecido. Jack intentaba hablarme lo


menos posible, y yo me mantuve tan ocupado como pude leyendo las
revistas del corazón que su amigo tenía allí. Eran una mierda, así que no
sirvieron de mucho. Iba a necesitar algo más para olvidarme de que me
encontraba encerrado en un espacio reducido con una mujer que me atraía
de una manera absolutamente irracional. Por suerte, en la pequeña
televisión inteligente que tenía en el salón estaba abierta la sesión de
Netflix. Navegué entre un montón de sugerencias de documentales y
dramas coreanos —¿en serio, Greyson?— hasta encontrar lo que me
interesaba: Nailed It. Me pasé la tarde entera intentando ignorar a Jack,
centrándome en los postres desastrosos de los concursantes mientras ella
estudiaba un mapa y se familiarizaba con el barco. Por lo visto, pensaba
llevarlo, algo a lo que no me opuse y sobre lo que no hice ningún
comentario. Yo no tenía ni idea de navegación, y tampoco sabía si Jack
entendía algo de eso, pero no pensaba preguntarle.
—¿En ese concurso premian a quien lo hace peor? —preguntó en un
momento dado, levantando la vista del mapa que estudiaba en la pequeña
mesa del salón. Estaba sentado en una minúscula silla plegable a pesar de
que tenía espacio en el sofá.
—Para nada, premian al que menos peor lo hace —respondí.
—No tiene sentido, ¿de verdad te gusta?
—Sí. De hecho me encantaría concursar —repliqué. No me tuve que
esforzar en mentir, era un aficionado a la cocina y estaba seguro de que
podría dar una paliza a cualquiera de los concursantes de aquel reality.
—¿En serio? —dijo Jack arqueando una ceja.
—Por supuesto, me encanta la cocina —respondí encogiéndome de
hombros—. Me relaja.
—Primera noticia. No pareces de los que cocinan, habría jurado que
comías siempre de restaurante.
—Soy una caja de sorpresas.
Jack me lanzó una mirada significativa y no volvió a decir nada más.
Cuando llegó la noche ninguno de los dos teníamos demasiada hambre,
así que preparé una ensaladilla de maíz con las conservas que Greyson tenía
allí guardadas y cenamos en la terraza del pequeño barco. En otra situación,
habría sido hasta romántico, con aquellas guirnaldas de lucecitas doradas y
el atardecer reflejándose en el Potomac. No obstante, planeaba sobre
nosotros una conversación pendiente que ninguno de los dos parecía tener
ánimo de abordar. Jack me esquivaba la mirada y hablaba lo mínimo
posible, respondiéndome a todo con monosílabos, y yo prefería no tentar a
mi suerte abriendo la caja de los rayos.
Terminada la cena, recogimos y entramos en el barco. Jack se empeñó
en ayudarme a fregar los platos, así que tuve que hacer de tripas corazón
cada vez que sus caderas me rozaban o sus dedos tocaban los míos por
accidente. La cabeza se me llenaba de imágenes inapropiadas y sentía que
mi cuerpo dejaba de pertenecerme cuando la tenía tan cerca. Terminada la
tarea, me aparté intentando que no pareciera que huía, que era justo lo que
estaba haciendo.
—Yo dormiré en el sofá —dije dirigiéndome al minúsculo mueble. Un
sofá de caravana me parecía mil veces más confortable que ese madero con
cojines encima, pero no tenía opciones si quería dormir tranquilo.
«Bastante mal lo estoy pasando ya».
Jack se estaba quitando los zapatos y comenzó a desabrocharse la blusa,
mirándome con los ojos entrecerrados mientras empezaba a desvestirse. Me
di la vuelta y comencé a quitar cojines del sofá. No quería mirarla, solo
vislumbrar el sujetador negro y la piel cremosa que había bajo la blusa me
había hecho hormiguear la piel. Jack era mucho más guapa de lo que
parecía con la ropa insulsa de agente del FBI, y aunque era algo que intuía,
prefería no comprobarlo.
—No cabes ahí, lo sabes, ¿no? —preguntó con un tono burlón y algo
provocador.
—Sí quepo, si me acurruco —dije sin ningún convencimiento—. Tienes
que descansar bien, es mejor que yo duerma aquí.
—Déjate de tonterías, no puedes dormir ahí.
—He dormido en sitios peores. —Era la segunda vez que la cagaba con
lo mismo. Aunque la verdad era que no había dejado de cagarla desde el
principio.
Jack se acercó con la blusa a medio abrir y me quitó un cojín de la
mano, tirándolo sobre el sofá y mirándome desafiante.
—¿Es que te incomoda la idea de dormir conmigo?
Me estaba provocando, y yo lo sabía. Quería que siguiera
descubriéndome y como había logrado zafarme de sus preguntas con aquel
beso, ahora intentaba otra táctica.
—No, claro que no. Me da igual dormir contigo.
—Por supuesto, después de todo, eres gay, ¿no? No hay ningún
problema con eso de dormir juntos.
«Está poniéndome a prueba». Supe que no tenía que discutirle, y que si
no quería abrir la caja en ese mismo instante, era mejor pasar por el aro.
—Bueno, lo hacía por ti, para liberarte de mis ronquidos —mentí—,
pero si es lo que quieres, te daré la noche, bonita —apostillé haciendo un
gesto amanerado con la mano, tan ortopédico y falso como todos los que
había intentado imitarle a Steven.
«Qué puto desastre».
Ella me traspasó con la mirada y sonrió de medio lado. Que sospechaba
lo tenía más que claro, pero esa forma de mirarme me puso los pelos de
punta. Era como si supiera algo. Como si lo supiera todo.
Siguió desnudándose y yo me dirigí a la cama intentando no mirarla.
¿Hasta qué punto sospechaba de mí? No podía saber que éramos hermanos,
Steven había borrado su pasado, lo había hecho muy bien al cambiarse el
apellido por ese tan pijo que le gustaba exhibir. Se había esforzado mucho
por borrar el vínculo que le unía a nuestro padre, y por lo tanto a mí, así que
Steven, de cara a la justicia, no tenía nada que ver conmigo.
«Ningún borrado es perfecto, puede haberlo descubierto». ¿Pero
cuándo? No nos habíamos separado hasta el momento, no había tenido
tiempo de investigar y no había llamado a la central, eso era seguro.
Sacudí la cabeza y me quité la ropa rápidamente, metiéndome en la
cama y volviéndome hacia las ventanas, pegado al borde para no tocarla
cuando se acostara.
Estaba cansado, no quería pensar en eso. No quería pensar en nada, no
en ese momento. Mañana sería otro día y podría enfrentar lo que viniera.
Me costó mucho dormirme cuando se metió en la cama solo con la ropa
interior. Tenía la sensación de que estaba mirándome, de que sus preciosos
ojos verdes estaban fijos en mí, esperando algo. Quería darme la vuelta,
tomar su rostro entre mis manos y besarla, tocarla y calmarme esa sed que
me encogía el estómago y me enloquecía de deseo. Me encogí y cerré los
ojos con fuerza, centrándome en pensar en otras cosas. Comencé a contar
hasta que el cansancio me venció, superado el ciento once, y el sueño al fin
acudió.
Aunque hubiera preferido que no lo hiciera.
Cuando me vi en el coche junto a Florence supe que estaba soñando y
supe lo que iba a pasar. Normalmente lo revivía como si nunca hubiera
estado ahí, sin ser consciente de estar dormido. La conversación con
Florence era la misma:
—Hoy se te ve más relajado que de costumbre —decía ella.
—Es un alivio alejarse de los barrios del norte. Este instituto es muy
tranquilo —respondía yo mientras conducía.
Una parte de mí gritaba, les gritaba a ambos que parasen, que se dieran
la vuelta, que nunca acudieran al instituto, pero esa parte no tenía voz, era
un grito mudo en mi propia cabeza, incapaz de detener lo que ocurría. Nos
vi entrando en el auditorio y vi a Florence subirse al escenario ante el
público de críos y profesores. Me vi a mí mismo, entre bambalinas,
mirándola con orgullo y un brillo en los ojos que aún no había recuperado.
Mi conciencia era como un espectro en el sueño, me movía de un lado a
otro, inquieto, sin manos, sin cuerpo con el que proteger a Florence o avisar
a mi otro yo de lo que estaba a punto de pasar.
Sabía lo que iba a pasar. Intenté agarrar a Florence, pero la traspasé, y al
ponerme frente a ella vi cómo cambiaba. El sueño se retorcía, una imagen
se superponía al rostro de mi protegida, poco a poco su figura se fue
convirtiendo en otra, también familiar. Pronto me encontré mirando de
frente a mi hermano, cuyos ojos llenos de miedo me miraban desencajados.
«Despierta. Despierta. ¡Esto no te va a gustar! ¡Despierta, maldita sea!».
Intenté cerrar los ojos. Todo se volvió oscuro un instante, y cuando volví
a abrirlos estaba entre bambalinas, observando a mi hermano en el
escenario, completamente paralizado. Steven miraba hacia el público,
aterrado como si supiera lo que iba a pasar. Yo lo sabía, y al abrir la boca e
intentar gritarle, nada brotó de ella.
El estallido del disparo resonó por toda la sala, los gritos convirtieron el
auditorio en un caos. Steven cayó y en el mismo instante en que su cuerpo
tocaba el suelo, la parálisis me liberó.
—¡Steven! ¡No! ¡Aguanta! —grité desesperado.
Me arrodillé a su lado, le agarré poniéndole la cabeza sobre mi regazo.
Tenía un agujero de bala en el pecho, traté de detener la hemorragia con mis
manos, pero la sangre escapaba entre mis dedos a chorros. La vida se le iba
ante mis ojos.
—Br… —intentó hablar, pero un borbotón de líquido carmesí escapó
entre sus labios, anegándole la boca.
Volvía a ocurrir. Alguien a quien amaba moría entre mis brazos. Había
vuelto a fallar y solo podría gritar. Y gritar. Y gritar…

Los gritos de Steven me despertaron de golpe. Me incorporé en la cama
como un resorte, buscando mi arma de manera instintiva, hasta que mi
cerebro consiguió ponerse a funcionar con normalidad alejando los sopores
del sueño.
Estaba todo oscuro, pero entre las rendijas de las cortinas cerradas se
filtraban algunos haces de luz, posiblemente de la luna o de alguna farola
del exterior, iluminando tenuemente el dormitorio.
Steven parecía tener una pesadilla horrible. Se revolvía en la cama, con
el rostro contraído por la angustia y la frente perlada de sudor; pero lo más
extraño fue que se estaba llamando a sí mismo a gritos, entre sollozos y
lágrimas.
Verlo de aquella forma me rompió el alma. Los sollozos eran
desgarradores y se removía entre las sábanas manoteando con sus grandes
manos como si quisiera atrapar algo que estaba fuera de su alcance.
Mi primera reacción fue intentar abrazarlo, de una manera inconsciente
y arriesgada, para consolarlo; pero no soy estúpida y mi instinto me advirtió
de que aquella pesadilla no era normal, sino un claro síntoma de un shock
post traumático en toda regla.
Le llamé por su nombre intentando no tocarlo. Sabía que su reacción a
mi toque sería violenta casi con total seguridad y que podría acabar con sus
grandes manos alrededor de mi cuello, y yo boqueando por intentar respirar.
Por eso me mantuve apartada mientras lo llamaba, a pesar de que mi
necesidad de rodearlo con los brazos, atraerlo hacia mí y consolarlo, era
muy fuerte. Por fortuna, tengo una parte racional muy desarrollada; mi parte
vulcana, la llamaba el friki de Grant.
—Steven —susurré primero—. ¡Steven! —grité al final, cuando me di
cuenta de que con susurros no iba a conseguir que reaccionara.
Pero, ¿cómo iba a responder a un nombre que no era el suyo? Porque,
aunque pareciese una locura, ya estaba convencida del todo de que aquel
hombre no era mi protegido.
Resoplé, indignada y asustada a partes iguales, mientras él seguía
agitado entre sollozos, intentando agarrar el aire con unas manos que
podían romperme el cuello como si fuese una ramita seca.
Me levanté de la cama, pensando qué hacer. Encendí la luz y tomé una
decisión que, quizá, no fuese la más acertada, pero no podía esperar a que
se despertara por sí mismo. Aquello tenía visos de ir a durar demasiado y,
aunque estábamos en un muelle apartado y solitario, no podía arriesgarme a
que sus gritos atrajesen la atención de alguien.
Me dirigí a la cocina y llené un vaso de agua. Con él, volví al dormitorio
y se lo eché en el rostro sin ninguna contemplación.
Steven se incorporó bruscamente, llevándose las manos a la cabeza.
Alzó la mirada y la dirigió hacia mí, unos ojos anegados en lágrimas y rotos
por el dolor. Tenía el rostro desencajado y respiraba con dificultad, al borde
de un ataque de ansiedad. Cuando se dio cuenta de mi presencia, escondió
el rostro entre las manos, intentando controlar el temblor de su cuerpo y
ahogando los terribles sollozos que todavía lo sacudían.
—¿Estás despierto? —le pregunté con suavidad, todavía manteniendo
las distancias.
Asintió con un leve gesto de la cabeza, pero no habló ni volvió a
mirarme. Todavía seguía sumido en las fuertes emociones que le había
provocado la pesadilla. Pensé en irme, dejarlo solo para que se recuperara
con un poco de dignidad, pero aquello equivaldría a abandonarlo y él no
parecía molesto por mi presencia allí.
Me senté con cuidado en el borde de la cama, a su lado, y le puse la
mano sobre la rodilla escondida bajo las sábanas. No me rechazó. Me
acerqué un poco más, como quien intenta tener contacto con un animal
salvaje y ha de andarse con mucho cuidado para no asustarlo y evitar que
salga huyendo despavorido.
—Lo que sea que soñabas, ya pasó —le susurré con ternura—. Ya estás
despierto y no puede hacerte daño.
No cometí el error de decirle que «solo era un sueño» y que al despertar
los fantasmas ya no estaban, porque estaba claro para mí que la pesadilla
que había invadido su sueño procedía de la realidad, de alguna experiencia
traumática vivida.
—Lo siento —susurró con la voz rota, el rostro escondido entre las
manos.
No supe por qué se disculpaba. ¿Por haberme despertado? ¿Por
mostrarse vulnerable y herido ante mí? ¿Por asustarme?
—No pasa nada —lo tranquilicé, acercándome más a él—. Ven aquí.
Lo rodeé con los brazos y no se apartó. Enterró el rostro en la curva de
mi cuello y aspiró con fuerza, como si me estuviera oliendo. Un leve
cosquilleo me estremeció, haciendo que se me pusiera el vello de punta.
Me sentí muy confusa, inmersa en un torbellino de emociones que me
sacudían de un lado hacia otro como si fuese una muñeca de trapo. Tenía el
corazón inundado por la compasión hacia él, pero no era solo eso: había un
afán de protección, la necesidad de aliviarlo, como si su dolor también
fuese el mío. Quería ser capaz de entrar en su mente y arrancarle ese
sufrimiento de cuajo y apartarlo de él para siempre; poder asegurarle que
jamás volvería a vivir una pesadilla como aquella.
El cúmulo de emociones se instaló en mi garganta y me impidió hablar,
afortunadamente, porque seguro que habría dicho alguna tontería de la que
después me arrepentiría. Me limité a sostenerlo y a acariciarle el pelo,
intentando transmitirle seguridad y consuelo con aquellos simples gestos.
Después de unos segundos de titubeo, Steven se aferró a mí con ambos
brazos, apretándome contra él como si quisiera que nos fundiésemos en uno
solo.
Era un hombre con muchos secretos y enigmas que no era capaz de
explicarme, y me pregunté qué demonios lo había dejado en aquel estado y
quién era él en realidad. Aunque lo cierto era que en aquel momento nada
de eso me importó demasiado, lo único importante era que me dolía el
corazón verlo así, roto y desmadejado entre mis brazos, aferrándose a mí
como si fuese su tabla salvavidas, la única cosa en el universo que podía
mantenerlo a flote. Prefería mil veces sus momentos irritantes que nos
llevaban a discutir como perro y gato, porque eso podía manejarlo; en
cambio, verlo así, tan vulnerable, no supe cómo gestionarlo.
Supongo que por eso me dejé llevar. Nuestros cuerpos hablaron y nos
dijeron lo que las palabras no podían.
Lo besé en el pelo, de una manera inocente, sin buscar nada concreto
excepto tranquilizarlo. Él me respondió con un suave beso en el cuello,
rozándome la piel con los labios. Su aliento me hizo cosquillas y una
sonrisa involuntaria asomó a mis labios. Deslicé las manos por su espalda
desnuda y dejé ir un suspiro. Él me mordisqueó el lóbulo de la oreja con
suavidad.
Había dejado de llorar y sus hombros ya no temblaban. Con timidez,
deslizó un titubeante dedo por mi hombro, bajando por el brazo hasta llegar
al nacimiento de mis senos. Yo le besé en la mejilla y él, animado por mi
falta de rechazo, jugueteó con el tirante del sostén.
Creo que ambos sabíamos que estábamos sobre arenas movedizas y que
podíamos hundirnos en cualquier momento; pero el deseo era arrollador,
nacía en mis entrañas y se expandía por todo mi cuerpo, ávido por sentir sus
manos sobre mi piel y el aliento de su boca sobre mi boca. Había pasado
demasiados días negándome lo evidente, que lo deseaba con locura, con una
fuerza irracional que me avasallaba cada vez que lo tenía demasiado cerca,
haciendo que mi corazón palpitara desbocado y que toda mi piel se erizara.
La necesidad irrumpió como una flor que recibe con alegría el calor del
sol, y la calma y la contención con las que nos habíamos disfrazado,
cayeron de repente, dando paso a una vorágine de pasión cuando Steven
buscó mi boca con avidez, invadiéndola con desesperación en un beso
arrollador.
Caí hacia atrás en la cama, arrastrándolo conmigo, nuestras piernas
enredadas en las sábanas. Hundí los dedos en los amplios hombros,
deleitándome en el peso de su cuerpo aplastándome contra el colchón. El
beso se prolongó mientras nuestras manos volaban con seguridad,
acariciándonos ya sin temor ni titubeos. Sus dedos recorrieron mi piel
provocando chispazos de electricidad que lanzaban descargas de excitación
a mi sexo palpitante. Gruñó contra mis labios intentando apartarse, como si
fuese a decir algo, pero se lo impedí profundizando todavía más el beso,
agarrándole la nuca con decisión y pegando su boca a la mía.
No quería que hablase. Temía lo que pudiera decir, que aquello no estaba
bien, o cualquier otra chorrada que rompiese la magia del momento. Quería
llegar hasta el final, sentirlo en mi interior, llenándome hasta alcanzar el
orgasmo; y sabía que él también lo deseaba, era evidente en la magnitud de
su erección pegada a mi estómago.
Nada más importaba, solo nosotros dos y aquel momento.
Deslicé una mano entre las sábanas y Steven dejó ir un gemido largo y
profundo cuando alcancé mi objetivo. Le acaricié el miembro y él inició un
vaivén con las caderas, buscando la caricia de mi mano.
Rodó bruscamente sobre la cama, llevándome hasta que quedé tumbada
encima de él, y pataleó, exasperado, intentando deshacerse de las sábanas
que nos tenían atrapados hasta que consiguió liberarnos.
Se quedó quieto de repente, mirándome con intensidad con aquellos ojos
verdes que tanto me estremecían. Pareció dudar y una sombra de temor le
nubló la mirada. Una larga caricia de mi mano sobre su miembro disipó
cualquier duda que pudiera tener. Tensó los músculos y dejó ir un gemido
agónico antes de rodar de nuevo sobre la cama hasta posicionarse entre mis
piernas.
Tiró de los tirantes del sostén y descubrió mis pechos. Chupó los
pezones y jugueteó con ellos, obligándome a curvar la espalda de puro
placer y a hundir las manos en su revuelto pelo. Froté mi pelvis contra la
suya, sollozando de necesidad.
Quise rogarle, pero no podía hablar. Cualquier palabra podría destruir el
momento, despejando la niebla en la que nos había sumido nuestra propia
pasión. Éramos incapaces de pensar con claridad y a ninguno de los dos nos
importó lo más mínimo.
Lo ayudé a quitarme las bragas y le rodeé la cintura con las piernas,
empujándolo con los pies. Necesitaba sentirlo en mi interior, me urgía de tal
forma que creí que me volvería loca.
—Condones —gimió contra mi boca en un extraño momento de lucidez,
frotando el miembro contra mi vello púbico—. No tenemos condones,
joder.
Gruñí por la frustración, maldiciéndome. Steven se incorporó sobre los
codos, intentando separarse de mí. No podía ser que aquello terminara en
aquel momento por culpa de una maldita goma.
—Espera —gemí, intentando pensar, aprisionándolo con fuerza entre
mis piernas.
—Jack… —gimió él, dejándose atrapar.
—Tu cartera. Seguro que hay alguno ahí metido —hablé rápidamente.
Todos los tíos llevaban condones en la cartera, ¿no?
—¿Y si no hay?
—No me jodas, Steven —gruñí, molesta con su súbito ataque de
conciencia.
—Precisamente estoy intentando hacerlo —soltó una risita entre dientes
—, pero con seguridad y prevención. Miraré en la cartera.
Se arrastró sobre la cama hasta asomarse por el borde, manoteando fuera
de mi vista hasta encontrar lo que buscaba. Pude admirar sus glúteos firmes
y redondeados y se me hizo la boca agua al pensar en darles un mordisco,
pero no tuve la oportunidad porque se incorporó de repente para girarse,
con los ojos brillantes, dejando ir una exclamación de júbilo mientras
levantaba el paquetito cuadrado para mostrármelo.
Me incorporé también y me quedé de rodillas frente a él. Me quité el
molesto sostén y lo tiré encima de la cama. Steven me miró con intensidad,
con un hambre lobuna que me hizo sentir la mujer más hermosa de la tierra.
Sin dejar de mirarme, rompió el envoltorio con los dientes y sacó el
condón del interior. Se cogió el miembro con una mano y curvó los labios
en una sonrisa torcida. Con mucha calma, sin apartar sus ojos de los míos,
deslizó el condón por su polla en un pequeño espectáculo que me pareció lo
más sexy y sensual que había visto nunca, pero que me impacientó
sobremanera.
—Déjate de tonterías —musité con un chasquido de la lengua—, y
fóllame de una vez.
Soltó una carcajada y se abalanzó sobre mí. Lo recibí dejándome caer
hacia atrás y rodeándole la cintura con las piernas.
—Eres una impaciente —murmuró contra mis labios, bromeando.
—Estoy cansada de luchar contra esto —me sinceré—. Te necesito, ya.
—Estoy a tus órdenes, agente especial Jacqueline Harker.
Me besó de nuevo, aplastándome con su cuerpo. Gemí contra su boca
cuando sentí la mano inquieta acariciándome entre las piernas. Sus dedos,
largos y gruesos, se movieron con maestría entre mis empapados pliegues,
jugando con el clítoris, provocándome explosiones de placer que se
arremolinaron en el bajo vientre amenazando con un orgasmo que haría
temblar el barco.
Cuando al fin me penetró, fui yo la que lanzó un grito de júbilo,
acogiéndolo en mi interior con un hambre mal disimulada. Le clavé los
dientes en el hombro y las uñas en la espalda. Steven gritó, pero no de
dolor, sino de placer, pues el vaivén de sus caderas se intensificó
convirtiendo lo que había sido un corto baile lento y armonioso, en una
carrera desesperada poblada de gruñidos y profundos gemidos hasta que el
orgasmo nos avasalló sin piedad, volviéndome la piel del revés y logrando
que mi mundo, hasta aquel momento pulcro y ordenado, se convirtiera en
un magnífico caos lleno de luz y color.
13
Ya no hubo más sueños después de que cayera dormido abrazado a Jack.
Al despertarme, era ella la que me rodeaba con sus brazos y dormía con la
cabeza apoyada en mi hombro. Los dos estábamos desnudos y las sábanas,
hechas un nudo, estaban tiradas sobre el suelo de madera del barco. Antes
de que acudiera a mí la lucidez me pareció un instante plácido y lleno de
calma. Su olor lo llenaba todo, lo tenía pegado a la piel, y su calor me
reconfortaba. Sin embargo, poco a poco, con el despertar, llegaron las dudas
y los arrepentimientos.
«¿Qué he hecho?», me pregunté sin atreverme a mover un músculo.
Cerré los ojos y las imágenes de la noche anterior llenaron mi mente, vi su
cuerpo desnudo sobre el mío, mis manos estrujando sus tetas, sentí el sabor
de su piel en mi boca y su perfume en mis fosas nasales.
Lo había estado deseando desde que la había visto, no podía negármelo,
pero después de haberlo hecho me pregunté si no había aprovechado mi
propia vulnerabilidad para forzar la situación. ¿Había follado conmigo por
pena? No sé qué me parecía peor.
¿Con qué cara la iba a mirar ahora? ¿Cómo iba a decirle que ni siquiera
era quien ella pensaba? La había estado engañando hasta ese momento, y
encima me la había tirado sin pararme a pensar en las consecuencias.
Pensaba sostener aquella mentira tanto como pudiera, pero esto lo
precipitaba todo. Por dignidad y por decencia, no podía seguir
escondiéndole la verdad después de lo que había ocurrido entre nosotros.
Mi conciencia no iba a permitírmelo.
«Esto va a causarnos problemas», reflexioné, dudando de si aquella era
la decisión correcta. Jack querría saber dónde estaba Steven, se cabrearía,
puede que lo mandara todo al carajo después de esto, pero yo no podía
seguir con el embuste. No después de lo que había pasado.
«¿Y qué ha pasado? Solo ha sido un polvo…», pensé con desazón,
mirándola de reojo. Ella dormía plácidamente, con su cuerpo precioso y
desnudo pegado al mío. Reprimí las ganas de acariciarle el pelo. Aquello no
era cierto, no había sido solo un polvo. Yo no era de esos tíos que son
capaces de follar con nada de por medio, lo que Jack provocaba en mí era
tan intenso como para haber cometido un error de ese calibre.
Resignándome a aquella realidad, decidí que lo mejor era contárselo
todo y que fuera lo que Dios quisiera.
Me quedé quieto hasta que ella despertó, aturdida, incorporándose
mientras se limpiaba un resto de baba de la boca. Intenté ver su expresión,
ladeando el rostro, pero Jack se dejó caer sobre el cojín, tapándose la cara
contra él como si aún no quisiera enfrentarse a la realidad. Me pregunté si
ella también se estaba arrepintiendo y supe que íbamos a tener una
conversación espinosa. Con cuidado, cogí la sábana del suelo y le tapé su
precioso trasero con ella para que aquello fuera menos embarazoso para los
dos. Aproveché para cubrirme hasta la cintura también y me acomodé
contra el cabecero de la cama. Hubo un largo instante de incómodo silencio
en el que dos estábamos despiertos sin saber qué decir, hasta que lo rompí
haciéndole la pregunta que rondaba por mi mente.
—¿Te arrepientes?
—¿Te arrepientes tú? —preguntó ella, con la voz ahogada por la
almohada.
—No, para nada —me sinceré incluso ante mí mismo.
Jack se incorporó sobre los codos y se me quedó mirando. Tenía el pelo
revuelto y había una mezcla de cautela y decisión en su mirada.
—¿Vas a contarme qué está pasando?
Asentí, suspirando, y me pasé las manos por el pelo para apartármelo de
la cara.
—Vas a enfadarte, pero déjame contártelo hasta el final, por favor, y
luego si quieres me gritas —dije intentando relajar el ambiente. Jack me
miraba fijamente y tenía la impresión de que ya estaba empezando a
cabrearse.
Ella asintió, se levantó sin soltar la sábana, casi dejándome en pelotas, y
se puso a vestirse.
—Sé que no eres Steven, lo sé desde hace días, pero no tenía pruebas —
dijo secamente.
—No, no soy Steven. Soy su hermano gemelo —solté la bomba sin más
rodeos—. Mi padre echó de casa a Steven hace mucho tiempo, no aceptaba
que fuera gay y él, en venganza, borró todo rastro de su existencia anterior.
No se llama Blackburn St. John, sino Johnson, y su origen es tan humilde
como el mío —confesé. Jack se estaba enfundando los pantalones, dándome
la espalda, sin decir nada, como yo le había pedido—. La noche que escapó
de vuestro piso, vino a mi casa. Estaba aterrorizado, temía que Crowell le
matara, así que tomamos la decisión de cambiarnos los papeles. Aunque fue
idea mía.
Hice una pausa. Jack no dijo nada, aunque veía su rostro de perfil,
endureciendo el gesto cada vez más.
»Yo me llamo Bruce Johnson, fui militar, y ahora trabajo en una
empresa de seguridad privada. Steven está con mis compañeros ahora
mismo, a salvo con mi jefa; la mujer que nos prestó el coche blindado. Yo
ocupé su lugar para hacer de cebo y que Crowell estuviera pendiente de mis
movimientos hasta el día de la declaración en el juicio. —Jack seguía en
silencio. Ya se había vestido y cerró las manos en dos puños, reprimiendo
las ganas que seguramente tenía de gritarme—. Siento haberte mentido,
pero no te conocía y no podía fiarme. Ahora que te conozco, sé que mi
hermano estaría a salvo contigo.
Jack caminó hacia la cocina, respirando hondo con fingida tranquilidad.
Cogió la cafetera y comenzó a llenarla. Sus gestos eran tensos, contenidos.
La veía perfectamente capaz de sacar la pipa y pegarme un tiro en ese
mismo momento.
—¿Tienes algo más que contarme? —dijo con frialdad.
—No. Eso es todo.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora?
—Porque después de lo que ha pasado mi conciencia no me permite
seguir con este engaño. No me arrepiento de lo que ha pasado, pero quiero
que sepas que jamás he pretendido engañarte ni aprovecharme de ti —dije
sentándome en el borde de la cama y enrollando la sábana alrededor de mi
cintura—. Mi única intención con todo esto ha sido proteger a mi
hermano… Y esto no lo tenía previsto.
Ella permaneció en silencio y el tiempo pareció detenerse en el barco.
...
Me había mentido. A la cara. Una y otra vez. Cada vez que le había
preguntado quién era en realidad, me había mentido sin dudarlo ni un
segundo.
«Es su hermano. Si tú tuvieras un hermano, también mentirías para
mantenerlo a salvo».
Me llevé la taza de café a los labios y vi que me temblaban las manos.
Me sentía humillada y avergonzada, y eso me llevaba al cabreo que estaba
empezando a hacerme bullir la sangre y a que despertara mi instinto
asesino.
Me había acostado con un tío del que no sabía nada, ¡nada! Ni siquiera
su verdadero nombre. Y lo había hecho siendo consciente de mi total
ignorancia.
«Eso no es del todo cierto. Sabes que le gusta comer a dos carrillos, que
odia la ropa de su hermano, que los ojos le brillan con picardía cuando
sonríe…».
Menudencias y tonterías, eso era todo lo que sabía de él. Nada
importante como, por ejemplo, qué era lo que le provocaba pesadillas como
la de la noche pasada.
Dejé el café sobre la encimera para no verterlo y le eché azúcar sin
darme cuenta. Odio el café azucarado. Lo removí con gestos bruscos y miré
a Steven —no, Bruce, se llama Bruce— de reojo. Seguía sentado en el
borde de la cama con la sábana enrollada, mirándome como un cordero que
está esperando que caiga sobre su cuello el cuchillo del matarife.
Reprimí el impulso de agarrar una de las almohadas y ahogarlo con ella,
después de haberle tirado el café hirviendo en la cara. ¡Estaba tan furiosa
con él, conmigo misma!
Volví a coger la taza y tomé un sorbo. El placer de sentir el calor del café
cayéndome por la garganta me tranquilizó un poco. Lo saboreé cerrando los
ojos, abstrayéndome de todo lo que me rodeaba durante unos instantes.
Era una profesional y una mujer adulta, e iba a ser capaz de gestionar
todo ese embrollo sin montar un espectáculo vergonzoso.
¿O no?
Respiré profundamente. Lo único que importaba era que Steven, el
verdadero Steven, estaba a salvo. Que si en el FBI no sabían dónde estaba,
era muy difícil que el topo le fuese con el cuento a Crowell.
Me lo repetí varias veces como un mantra, porque algo bueno debía
encontrar en esa situación para sentirme menos humillada.
—¿Dónde está Steven? —le pregunté, haciendo acopio de todas mis
fuerzas para hacerlo en un tono de voz sosegado en lugar de gritarle, que
era lo que en realidad me apetecía.
—No puedo decírtelo —contestó, renuente.
—¿Cómo que no puedes decírmelo?
—Pues porque no lo sé. No sé dónde está.
Me giré como un rayo y lo fulminé con la mirada. Se vertió un poco de
café que cayó sobre mi ya manchada americana.
—¡¿Que no lo sabes?!
—No, no lo sé, y es mejor así, por su propia seguridad. Si no sé dónde
está, no puedo llevarlos hasta él, ¿no crees? —contraatacó con sarcasmo.
—No sabes dónde está, ni con quién está… —susurré, dejando de golpe
la taza sobre la encimera—. ¡Pero esa gente no es de fiar! —estallé—.
¿Cómo puedes estar tranquilo?
—Son más de fiar que los del FBI, que te han traicionado, ¿no crees?
Mis compañeros jamás harían algo así.
Se levantó y empezó a coger su ropa para vestirse. Le di la espalda. No
estaba preparada para volver a ver su trasero perfecto, ni sus músculos
ondulándose con el movimiento. Estaba cabreada y debía seguir así, y la
visión de su cuerpo perfecto me distraería.
—Eso mismo pensaba yo de mis compañeros y mira donde estamos.
¿No te das cuenta de lo peligroso e irregular de lo que has hecho? Esto
puede poner en peligro toda la estrategia para condenar a Crowell.
—¿Qué estrategia? Steven ya estaría muerto si yo no hubiese ocupado
su lugar. Además, nadie va a enterarse si nosotros no abrimos la boca. Solo
tenemos que mantenerlos distraídos, hacer que nos persigan a nosotros
hasta el día del juicio para que Steven pueda ir a testificar sin peligro.
Para mi vergüenza, tenía razón; y eso fue lo que más me cabreó. Cogí un
trapo de la cocina y saqué la pistola. Bruce se puso tenso y a la defensiva.
¿En serio temió que fuese a pegarle un tiro allí mismo? Idiota. Aunque
ganas no me faltaban.
Me dejé caer sobre el sofá, puse la pistola sobre la mesa de café y
empecé a desmontarla para limpiarla. No tenía los utensilios adecuados y
era un gesto inútil, pero desmontar un arma y volver a montarla después de
pasarle aunque fuese un simple paño de cocina, me tranquilizaba y me
ayudaba a pensar.
Bruce me observó durante todo el proceso sin decir nada. Se había
vestido ya, pero seguía de pie junto a la cama, como si no se atreviera a
moverse de allí por miedo a mi reacción.
¡Qué estupidez! Bruce no era del tipo que se mantenía inmóvil por culpa
del miedo. Si creyese que yo era un peligro real para él, seguramente ya
habría saltado sobre mí, me habría inmovilizado y quitado el arma.
Respiré profundamente. Bruce me estaba dando tiempo para calmarme y
pensar. Y espacio para no sentirme presionada, a pesar de que estábamos en
una casa-barco y el espacio no era precisamente abundante, algo que le
agradecí en silencio.
—Todo esto es muy humillante para mí, ¿comprendes? —admití en un
susurro.
—Lo sé y lo siento mucho, de veras. Ahora lamento haberlo hecho,
aunque en realidad no tenía otra opción. Pero el lado positivo es que, al
menos, no estás sola en medio de una conspiración dentro del propio FBI y
ya no has de temer por mí. Soy perfectamente capaz de protegerme a mí
mismo y con mi ayuda llevarás la misión a buen término.
—¿Y qué te hace pensar que necesito tu ayuda? —le espeté.
—Todos necesitamos ayuda en algún momento de nuestras vidas y
pretender lo contrario es de necios, Jack —susurró desganado, como si
supiera bien de lo que estaba hablando. Y, probablemente, así era.
Froté el cañón con fuerza sin alzar los ojos para mirarlo.
—Encima me insultas llamándome necia —resoplé, empeñada en seguir
indignada, aunque, poco a poco, el enfado iba desapareciendo.
—No, necia serías si no aceptases mi ayuda —contestó intentando
mantener la calma, pero de reojo vi que su rostro estaba tenso y tenía los
puños apretados—. Tienes la posibilidad de poner punto y final a todo. Si
quieres que esto pare, solo dímelo, haré una llamada y te llevaré con
Steven. Pero piénsalo bien, porque en estos momentos Crowell y el traidor
piensan que yo soy Steven y toda su atención está enfocada en encontrarme
a mí, no a mi hermano. Sopesa bien qué es más importante para ti, si tu
orgullo o la vida de tu testigo.
Era una manipulación en toda regla, pero eso no le quitaba razón a sus
palabras.
Empecé a montar de nuevo mi arma. Con cada «click» y cada «chas»
desaparecía una parte de mi reticencia. ¿Mi orgullo más importante que la
vida de un testigo? Bruce sabía perfectamente cuál iba a ser mi respuesta a
ese dilema, pues ni siquiera existía: mi orgullo no tenía importancia al lado
de la vida de Steven.
—Por supuesto que Steven es mucho más importante que mi orgullo —
cedí—, pero no quiero más mentiras ni manipulaciones. Somos un equipo,
pero yo estoy al mando, ¿entendido? No quiero más sorpresas.
Un último «chas» y la pistola estuvo montada de nuevo. La dejé sobre la
mesa y di por terminada aquella conversación.
14
Me quité un peso de encima con aquella conversación. Jack dejó la
pistola sobre la mesa y solo entonces me senté a su lado, dejando distancia
entre los dos y respetando su silencio. Entendía cómo se sentía y lo que
había hecho era injustificable. Crear una intimidad entre nosotros cuando ni
siquiera había sido sincero con ella no era una forma de actuar propia de mí.
Yo no me aprovechaba de las mujeres, tampoco era un puto manipulador,
pero así me sentía, y por mucho que me repitiera que lo hacía por Steven y
que por mi hermano habría hecho cosas peores, seguía sintiéndome mal.
La conversación descargó parte de aquella culpa de mis hombros. Al fin
había puesto las cartas sobre la mesa y las había descubierto. Ahora Jack
podría saber con quién estaba y funcionaríamos como un equipo de verdad.
Si actuábamos como tal, las cosas podrían salir bien.
Un silencio incómodo se hizo entre los dos. La situación era extraña.
Hacía unas horas estábamos follando en la cama del barco como dos
desesperados y ahora nos sentíamos como si acabásemos de conocernos.
Empecé a dudar de mí mismo. Disimuladamente ladee un poco el rostro
para olerme la camisa. Ni siquiera estaba presentable para acercarme a
ninguna mujer.
—Sí, apestas —dijo Jack al cazar mi gesto. Carraspeé—. Y estás
ridículo con esa ropa. Deberías haberte preparado mejor el personaje.
—Nunca he sido bueno actuando ni mintiendo —me defendí.
—Ya. Salta a la vista —replicó y volvió a quedarse en silencio.
—Voy a darme una ducha —dije incómodo. Ni siquiera en mi peor
época, de la que no distaban seis días, había descuidado mi higiene.
—Cuando salgas saldremos a comprar. Necesitamos comida y ropa
urgentemente.
El pequeño cubículo de la ducha me agobió, así que no me recreé
demasiado y me froté con energía todo el cuerpo. Al salir me anudé una
toalla a la cintura, sintiendo que mi mente se encontraba algo más despejada
después del aseo. Jack había dispuesto sobre la cama un montón de ropa
que a saber de dónde había sacado: en aquel barco no había armario, pero
debía haber compartimentos ocultos para almacenar las cosas. Estaba de pie
ante la cama observando varios conjuntos de mujer.
—Esto es demasiado incómodo para mí.
Se dio la vuelta para mirarme, con un vestido cortísimo en la mano, rojo
como la sangre. Al volverse dio un respingo y me miró de arriba abajo. Sus
mejillas se tiñeron ligeramente de rosado.
—¡Vístete, maldita sea! —exclamó irritada.
—Qué más te da, si ya me lo has visto todo. —Jack resopló, cogió mi
ropa y me la tiró a la cara antes de darse la vuelta y comenzar a recoger las
prendas sobre la cama—. ¿No hay nada limpio?
—A no ser que quieras ir vestido de putón: no. Ponte eso y te cambias
en cuanto compremos —dijo irritada.
Me quité la toalla para vestirme mientras ella recogía.
—Si no hay más remedio. Tengo ganas de deshacerme de esta ropa, no
entiendo cómo Steven puede vestir con esto.
Jack me miró de reojo. Durante unos segundos me observó y nuestras
miradas se encontraron. Supe lo que pasó por su cabeza en una fracción de
segundo y tuve la fuertísima tentación de empujarla contra la cama y
desnudarla. Pero la reprimí. Jack se dio la vuelta y aquella tensión volvió al
segundo plano donde siempre estaba.
—¿De quién será toda esta ropa tan hortera? —rezongó.
—A lo mejor a Greyson le gusta ser Greta en sus ratos libres —bromeé
para terminar de disipar la tensión.
—No digas tonterías —espetó Jack, molesta.
Reprimí las ganas de indagar sobre Greyson y terminé de vestirme con
la ropa de mi hermano. Estaba sucia, pero al menos yo ya no apestaba. Una
vez estuvimos listos salimos al muelle y buscamos el BMW. Al abrir las
puertas con el control remoto recordé lo que había guardado en el maletero.
Tenía que decírselo a Jack; ahora éramos un equipo, pero caer en la cuenta
de que también le había ocultado eso comenzó a agobiarme. No quería
volver a discutir, ya había tenido bastante por una mañana.
—Ah… Antes de ponernos en marcha tengo algo que decirte.
Jack me miró y comenzó a ponerse a la defensiva; lo vi en su mirada.
—¿Más secretos? ¿Llevas un cadáver en el maletero o qué?
—No, pero ábrelo y descúbrelo tú misma —le dije señalando la puerta
trasera.
Ella no se lo pensó, abrió el maletero con un gesto decidido. Yo esperaba
que se cabrease como una mona, pero en lugar de eso su mirada se iluminó
como la de un niño la mañana de Navidad.
—¿Qué hace todo esto aquí? —No supe interpretar su tono. Era como si
intentase estar enfadada y sonar dura, pero no le saliera—. ¿De dónde has
sacado este arsenal?
—Sam nos ha provisto de todo lo necesario. También llevo encima un
móvil seguro, podemos comunicarnos con ella y también con Greyson sin
temor a ser rastreados —dije mirándola con cautela.
Jack sacó una de las pistolas y la miró con ojos brillantes, apretando los
labios.
—Qué maravillas. Ni siquiera en el FBI tengo estas preciosidades
disponibles para mí —comentó algo nerviosa, como si no pudiera creerse lo
que tenía ante ella. Era evidente que las armas la volvían loca. Que se lo
tomara tan bien me tranquilizó—. ¿Cómo han conseguido todo esto?
—Bueno, trabajo para una empresa de seguridad así que no escatiman
en, precisamente, seguridad.
Ella asintió y comprobó que el arma estaba cargada antes de
enfundársela en la pistolera que llevaba bajo la americana. Luego me miró
poniéndose seria de pronto.
—A nuestro regreso las meteremos en el barco. —Me señaló con el
dedo, acusadora—. Debiste decírmelo antes, ¿y si nos llegan a robar el
coche?
—Este coche no se roba fácilmente —dije dando unos golpecitos en el
cristal del conductor con los nudillos—. Están más seguras aquí que en el
barco.
—Puede ser, pero prefiero tenerlas a mano, por lo que pueda pasar.
Me encogí de hombros y abrí la puerta del conductor: esta vez pensaba
disfrutar yo de conducir esa belleza blindada. Jack no se quejó y subió al
asiento del copiloto, abrochándose el cinturón.
—En Dumfries hay un Walmart, allí tienen de todo —dije arrancando.
Jack dio unas palmaditas a la pistola enfundada bajo su americana y
sonrió satisfecha. Parecía que las armas la relajaban.
...
El trayecto hasta el Wallmart se me hizo súper corto. En los últimos dos
días había pasado tantas horas tras el volante conduciendo, pendiente del
tráfico y de cualquier señal que pudiera advertirme de que nos habían
encontrado o de que nos estaban siguiendo, que aquellos pocos minutos de
relax en el asiento del copiloto me supieron a poco y a gloria, ambas cosas
al mismo tiempo. Todavía estaba algo enfadada por el engaño de Bruce,
pero decidí consolarme pensando que tenerlo a él a mi lado en lugar de a
Steven era una ventaja táctica que debía aprovechar. Aún no se me ocurría
cómo, pero estaba segura de que pronto encontraría un modo.
En la tienda, me dirigí directamente a la sección de ropa y empecé a
coger lo que me pareció, tanto para él como para mí, sin pararme a pedir su
opinión. No me dediqué a revolver demasiado, sino que pillé lo primero que
encontré que supuse era de su talla convencida de que a él no le importaría.
Estábamos allí porque no podíamos seguir con la misma ropa arrugada y
apestando a sudor y porque no teníamos nada para cambiarnos, ni siquiera
unas tristes bragas, y no porque nos hiciese ilusión ir de compras.
Pero me equivoqué.
—Eh, eh, frena un poco —me dijo quitándome de las manos unas
camisetas coloridas que me habían parecido de lo más monas—. Quiero
probármelo antes. Además, esta ropa es muy hortera, no me gusta nada.
¿Crees que soy un niño al que tienes que comprarle la ropa interior?
—Pensaba que eras menos exigente que tu hermano —le contesté,
dejando las prendas que había escogido para él en un montón.
—Sí, pero no como para ponerme esas cosas… hawaianas —me replicó
haciendo un leve gesto de terror. Las dejó encima de donde yo había puesto
el resto y se fue directo hacia una estantería llena de camisetas
completamente negras para pillar un par.
—Tampoco creí que fueses tan poco exigente —murmuré, recalcando el
«tan» con un leve deje de burla. Había escogido las camisetas más sosas y
básicas de toda la tienda.
—El negro nunca pasa de moda, estiliza la figura y disimula las
manchas de sangre —replicó muy serio.
Al principio estuve convencida de que hablaba en broma, pero su rostro
permaneció inmóvil, sin el más leve rastro de humor. Aunque, recordando
la soltura con la que se cargó al asesino que Crowell había enviado, acabé
creyéndomelo. Al pensar en el «incidente», no pude evitar acercarme a él
para preguntarle en un susurro mientras miraba alrededor por si había oídos
con el radar puesto:
—Oye, cuando te cargaste al asesino, ¿en serio no se te ocurrió otra
excusa menos ridícula que decir que se había tropezado como un idiota y
matado él solito?
—Soy malísimo mintiendo, Jack. Y tengo muy poca imaginación…
excepto para ciertas cosas —añadió con una sonrisa pícara, coloreando su
afirmación con un leve baile de cejas que me hizo reír y ruborizar al mismo
tiempo. Porque fue muy evidente a qué tipo de excepciones se refería.
Me sentí un poco idiota porque nunca antes había hecho ese tipo de
cosas como sofocarme por un comentario indirectamente sexual, ni me
tiraba a tíos por un impulso mal controlado, como me pasó con Bruce. Pero
no pude evitar pensar en lo que había pasado aquella misma mañana
cuando, delante de mí y sin pudor alguno, se quitó la toalla para vestirse,
quedando como Dios lo había traído a este mundo. Estuve a un tris de
tirarme encima de él, arrastrarlo hasta la cama y montarlo como si fuese un
potro salvaje. Ni siquiera sé cómo pude controlar el fuego que corrió por
mis venas de repente, en un momento de lo más inoportuno.
—Vamos a probarnos la ropa, así me dirás si me queda bien.
Creo que Bruce se dio cuenta de lo que me pasaba, porque me dirigió
aquella mirada incendiaria que conseguía ponerme mala en el sentido más
inapropiado de la acepción.
—Que la ropa nos siente bien es una de las cosas que menos me importa
en este momento —resoplé, intentando permanecer impertérrita mientras
notaba sus ojos en mí—. No pienso probarme nada, lo que quiero es
largarme de aquí cuanto antes.
Bruce me miró con cara de póker, cogió los pantalones vaqueros que yo
había dejado amontonados con una mano, pasó el otro brazo por mi cintura,
apretándome contra él, y me respondió entre dientes:
—Yo sí quiero probármelo todo antes, no vaya a ser que no sean de mi
talla.
Nos metimos en el probador, yo intentando protestar de manera que
llamara poco la atención. Si no hubiésemos estado en una circunstancia
peligrosa en la que debíamos pasar desapercibidos, estoy segura de que le
habría dado un guantazo o algo peor.
—¿Para qué me metes aquí?
—Para esto.
Y me besó, aplastándome contra la inestable pared del probador, con la
cortina a medio cerrar y sin dejarme opción a réplica. Me besó de tal
manera que olvidé dónde estábamos y el peligro que corríamos. Su lengua
me invadió la boca, reclamándome con urgencia, como si su vida
dependiera de ello.
—Me tienes loco desde esta mañana —murmuró entre jadeos,
separándose de mis labios unos breves milímetros—, cuando me miraste
como si quisieras comerme entero, y necesitaba besarte de una puta vez.
No supe qué replicarle. Nos miramos durante unos segundos. Sus ojos
refulgían y sentí que me derretía por dentro, que el fuego que se había
iniciado con el beso, estallaba como un volcán y un río de lava me
arrastraba monte abajo.
Cerré la cortina medio abierta de un manotazo, le agarré de la pechera de
la camisa y lo atraje hacia mi boca de nuevo. Tiré de la ropa hasta sacársela
del pantalón y metí las manos debajo, buscando su piel. Mis dedos
recorrieron su duro estómago provocándole estremecimientos mientras su
lengua asaltaba mi boca sin compasión. Jadeábamos sin pudor y nuestras
manos volaban sobre la piel necesitando tocar, acariciar, palpar, tentar y
provocar una respuesta en el otro.
Estaba confusa y excitada. No comprendía cómo podía ser que mi
cuerpo respondiera a él de aquella manera tan desmesurada. Cómo era
posible que, cuando estaba entre sus brazos, olvidara quién era yo y mis
responsabilidades. Me convertía en un animal tan salvaje como él, con
necesidades igual de urgentes.
La cosa hubiera llegado a más, no tengo duda alguna. Habríamos
terminado haciendo el amor en aquel probador del Wallmart, rodeados de
compradores compulsivos, sin más protección que unas endebles paredes
que amenazaban con derrumbarse al siguiente empujón.
Por suerte, unos golpes en la pared y una voz irritada nos obligó a volver
a la realidad.
—¡Oigan! ¡Indecentes! ¡Los probadores no son para montar
espectáculos bochornosos! —nos gritó—. ¿Van a obligarme a llamar a la
policía?
Empujé a Bruce para apartarlo de mí. Estaba sofocada y terriblemente
avergonzada, pero no podía permitir que se montara un escándalo. Me
recoloqué la ropa con rapidez, asomé la cabeza entre las cortinas y miré con
rostro indignado a la dependienta que nos había increpado.
—Estoy ayudando a mi marido a probarse unos pantalones. ¿Qué
demonios se cree que estamos haciendo? Si estos probadores no fuesen para
duendes, un hombre grande y fuerte como él cabría perfectamente y no se
chocaría contra las paredes. ¡Esto es claustrofóbico!
La dependienta me miró con gesto de no creerse nada de lo que le estaba
diciendo y la risita de fondo de Bruce no ayudó en nada. Le di un codazo
para que se contuviera y miré a la dependienta con cara de malas pulgas.
Supongo que la mujer no quiso más problemas, o que me vio dispuesta a
liarla mucho si insistía, así que se retiró sin decir nada más.
Bruce me abrazó por detrás y me susurró al oído:
—No sabía que mentías tan bien.
—Circunstancias obligan —contesté—. Anda, pruébate los pantalones
de una vez. Mientras tanto, me voy a la sección de lencería a buscar un
paquete de bragas limpias.
—¿En serio? ¿A la sección de lencería sin mí? —parecía un gatito
apaleado mirándome con esos ojos repentinamente tristes.
—Por supuesto —bufé, burlándome de él mientras me deshacía de su
abrazo—. Bastante perjudicado estás como para que vengas conmigo.
Su risa me acompañó buena parte del trayecto de vuelta.
15

No pude sacudirme de encima la excitación en todo el camino. El


arrebato en el probador me había dejado con la miel en la boca y me
resultaba difícil dejar de pensar en lo que había pasado la noche anterior.
Que Jack me dejara meterla en el probador y besarla como un desesperado,
respondiéndome con la misma pasión, me dejaba claro que lo que había
pasado no era una cuestión de pena o de impulsos irrefrenables —aunque
tuviera bastante de esto último—. Lo que había despertado entre nosotros
no se aplacaba y los dos lo estábamos sintiendo. No sabía cuánto duraría
aquello, ni cómo acabaría y, a pesar de las circunstancias, pensaba vivirlo
con todas mis fuerzas. Llevaba muerto demasiado tiempo, sintiéndome
inútil y desgraciado y desde que aquella aventura comenzó volvía a sentir
algo más que culpa y tristeza.
A nuestro regreso nos sumimos en un silencio expectante, ansiosos por
regresar al barco. Descargamos el arsenal en las bolsas de deporte donde
Sam lo había guardado y entramos cargando las armas, la ropa y la comida.
Teníamos suministros para al menos dos semanas y, lo más importante:
mudas limpias. Jack guardó las armas bajo la cama y nos pusimos a
almacenar lo que habíamos comprado, intentando ignorar lo que los dos
estábamos sintiendo. Sabía que ella también lo notaba, me miraba de reojo
y aprovechaba cualquier excusa para rozarme con los dedos o con sus
caderas. Cuando se apoyó en la pequeña encimera de la cocina para guardar
un par de frascos de salsa de tomate en el estante superior, no pude
aguantarlo más. Su trasero firme y respingón era demasiado perfecto para
mantener la mente fría.
Me coloqué tras ella, poniendo las manos en la encimera, y me incliné
para susurrarle al oído.
—Deja de insinuarte, me estás llenando la cabeza de locuras… —Noté
mi propia voz ronca por el deseo.
Jack pareció sorprenderse, me miró por encima del hombro y vi sus
mejillas teñirse de un suave rubor. Me encantaban sus contradicciones,
cómo a veces podía parecer tímida o apocada, pero en realidad era una
fiera, un torbellino de carácter y decisión.
—¿Se te ha disparado esa imaginación que dices tener? —preguntó
empujándome con el trasero. Pretendía apartarme, o eso parecía, pero yo
embestí despacio con las caderas, pegándola más a la encimera. Jack volvió
el rostro y me miró de reojo. Sus labios se entreabrieron y supe que aquello
le había gustado.
La incipiente erección que llevaba amenazando con producirse toda la
maldita mañana al fin se hizo notable. La empujé contra su trasero.
—Sí, pero ahora mismo no necesito imaginación.
Jack se mordió los labios y echó la cabeza hacia adelante cuando deslicé
las manos bajo su camisa y las cerré sobre su sujetador.
—Tenemos que guardar todo esto… y cambiarnos de ropa, esta apesta
—dijo sin convencimiento.
— Por ahora voy a quitártela —susurré antes de morderle el cuello,
apartándole el pelo con la nariz. Ella jadeó y volvió a apretar su trasero
contra mí, provocando otra punzada de excitación en mi entrepierna—.
Luego veremos el resto.
Empecé a desabrocharle la camisa, botón a botón, pero ella no pudo
esperar a que terminara. Se dio la vuelta bruscamente y me agarró la cara
para besarme con fuerza. Su boca ardiente dio paso a mi lengua y la saboreé
en profundidad de nuevo, dejando que el calor entre los dos se intensificara
a niveles insoportables.
—Te gusta tener el control, ¿verdad? —inquirió al apartarse de mi boca,
mientras se arrancaba la camisa y me quitaba la mía a tirones. Solté una risa
lenta y ronroneante y volví a besarla mientras nos desnudábamos
torpemente, presas de la urgencia.
Esta vez quería demostrarle que aquello no era un impulso imparable y
que no pretendía desahogarme con ella. Cuando liberé sus pechos turgentes
rompí el beso y atrapé uno de sus pezones, lo acaricié con la lengua,
dibujando círculos y succionando suavemente, hasta que conseguí los
gemidos que deseaba. Jack cerró las manos en mi pelo, abriendo y cerrando
los dedos como un gato al ser acariciado.
—Déjate llevar por una vez… —dije apartándome de sus tetas, después
de dar atención como es debido a cada uno de sus pezones. Los tenía
erguidos, erizados y sonrosados. Volví a besarla mientras le bajaba la falda
lentamente. Ella intentó decir algo, pero devoré sus palabras antes de darle
la vuelta con un gesto firme y morderle el hombro con suavidad.
—Eres un… —jadeó, y su piel se erizó cuando me arrodillé tras ella,
lamiendo y besando su espalda en mi recorrido— maldito zalamero…
No respondí a su provocación. Terminé de bajarle la falda y tomé sus
nalgas entre mis manos, amasándolas y abriéndolas despacio para hundir mi
cara entre ellas. La abertura de su sexo ya brillaba de humedad, el olor
hormonado de su cuerpo revolucionaba mi hambre. Jack, intuyendo lo que
venía, se apoyó en la encimera y bajó la cabeza, arqueando la espalda para
ofrecérseme. Deslicé la lengua de abajo arriba, recogiendo la humedad.
Separé más sus nalgas y empecé a lamerla lentamente, hundiendo la lengua
en su interior con una lentitud desesperante. La escuchaba jadear y gemir
quedamente. Atrapé el botón endurecido de su clítoris y succioné,
provocando que alzara la voz y se removiera, levantando el trasero. Chupé
y lamí, saboreándola en profundidad, sacando y metiendo la lengua y
parándome a succionar en el centro de su placer hasta que empezó a
temblar.
—Para… Para… O voy a… —jadeó.
—¿Correrte? Es lo que quiero que hagas —dije separándome un
instante. Jack sacudió la cabeza y se echó hacia adelante, cubriéndose la
boca para no gritar cuando volví a concentrarme en mi trabajo. Sentí los
latidos desesperados de su orgasmo cuando este se produjo. Jack soltó una
patada contra el mueble, ahogando los gemidos contra su propia mano.
Iba a seguir cuando se dio la vuelta repentinamente y me agarró del pelo,
obligándome a ponerme en pie. Me besó arrebatadamente, con la
respiración desbocada. La agarré del trasero y la subí a la encimera,
abriéndole las piernas. Ella me abrió los pantalones que aún llevaba y tomó
mi sexo con decisión. Sus dedos alrededor de mi carne dura y palpitante me
provocaron un escalofrío punzante de placer. La besé desbocadamente
mientras me masturbaba, preparándome y tirando de mí hacia ella. No sé de
dónde lo sacó, pero cuando quise darme cuenta me estaba poniendo el
condón. Debía haberlos comprado en Wallmart sin que yo me diera cuenta.
Chica lista.
—Hazlo de una vez y déjate de tonterías —soltó sofocada al apartarse de
mi boca. Tenía el pelo revuelto y sus ojos verdes ardían de deseo a pesar del
orgasmo que acababa de tener.
Yo ya no podía soportarlo más, así que obedecí. Apreté los dedos en sus
nalgas y la empujé hacia mí al tiempo que embestía. Me enterré en ella por
completo con el primer movimiento y ella apoyó las manos en la encimera
y se echó hacia atrás, mordiéndose los labios y ahogando un gemido.
Empecé a moverme a un ritmo lento, llenándola y retirándome despacio,
hasta que comenzó a ondular las caderas pidiéndome más, mirándome con
ojos exigentes llenos de deseo. Incrementé el ritmo, apretando sus nalgas y
empujándola contra mí en cada movimiento. Tiramos algunos frascos de la
compra con el vaivén de nuestros cuerpos, y no nos importó. Pronto
estuvimos sumidos en un abrazo desesperado y frenético, ella arqueaba la
espalda, yo me enterraba en su cuerpo hasta el límite, empujando más y
provocándole gemidos que se deshacían en jadeos.
Cuando cerró los dedos en mis hombros y me clavó las uñas supe que un
nuevo orgasmo se abalanzaba sobre ella. Con cada embestida intentaba
pegarme a su cuerpo, rozar su clítoris con mi pubis para provocarle la
sensación intensa que la empujaría al clímax, y no tardé en notarlo cerrando
su interior en contracciones potentes. Jack me abrazó desesperada y gimió
en mi oído, perdiendo el ritmo de sus movimientos, que se volvieron
desmadejados.
—Sí… Sí… —jadeé en su oído, frotando la nariz contra su cuello
mientras me movía.
Sentir su clímax, escucharla gemir, aspirar el perfume que desprendía su
piel, fue demasiado para mí. Atrapado en su cuerpo, dejándome llevar por
las contracciones de su sexo, me corrí al fin, soltando un gemido grave y
ahogado en su cuello mientras Jack me mordía y me besaba el hombro.
Nos quedamos en silencio unos instantes, pero antes de que mi mente
pudiera despejarse de aquel asalto, Jack habló.
—Vamos a la cama… Quiero montarte como un jinete a su caballo —
susurró.
Y no tuve otro remedio que levantarla a pulso y llevarla hasta allí,
recostándola sobre las sábanas con un beso profundo que no duró
demasiado. Jack me empujó y cuando quise darme cuenta la tenía encima,
arañándome el pecho mientras me besaba el cuello.
Necesitaba unos instantes para recuperarme, pero en cuanto lo hiciera,
pensaba disfrutar aquello como si fuera a morir mañana.
Y tal vez fuera cierto.

No me dormí. Me quedé acurrucada en el costado de Bruce, con la
cabeza sobre su pecho y su brazo rodeándome los hombros. Jugaba con el
dedo índice sobre mi piel, formando extrañas figuras invisibles. Cerré los
ojos e intenté disfrutar de aquel momento de calma postcoital,
preguntándome hacia dónde estaba yendo nuestra relación. Hacía apenas
unos días que le conocía, pero tenía la sensación de que hacía una eternidad
que había entrado en mi vida. Junto a Bruce me sentía diferente, mejor
persona y más segura de mí misma, como si con su mera presencia
infundiese en mí una fuerza incapaz de flaquear. Era cierto que a veces
podía ser muy irritante y que me sacaba de mis casillas a menudo; pero
también sabía que era un hombre en el que se podía confiar, leal hasta la
muerte con aquellas personas que le importaban. El simple hecho de estar
ahí, haciéndose pasar por su hermano cuando sobre este pendía una
amenaza de muerte muy real y tangible, me lo demostraba.
—¿En qué piensas? —me preguntó, besándome después en el pelo.
—En nada y en todo.
—Qué profundo es eso. —Su suave risa le reverberó en el pecho.
—Más bien estoy divagando.
—¿Sobre qué?
Me encogí de hombros. No quería confesar que su presencia en mi vida
se me estaba haciendo demasiado indispensable y que, de alguna forma, me
aterraba lo que pudiese ocurrir cuando todo aquello acabase y tuviésemos
que regresar a nuestras vidas, separándonos, cada uno siguiendo su propio
camino.
—Nada importante. Nadie piensa en cosas importantes después de echar
un polvo.
Volvió a reírse con suavidad e hizo una leve presión con la mano que
jugueteaba en mi hombro para apretarme contra él.
—Pues yo sí lo estoy haciendo.
Me sorprendió su confesión y alcé levemente la cabeza para observar su
rostro. Había dejado de reír. Tenía los ojos abiertos fijos en el techo y una
leve expresión de confusión en la cara.
—¿Qué ocurre?
Fijó los ojos en mí y vi un destello de duda en ellos.
—Estaba pensando en lo rápido que pueden cambiar las cosas, nada más
—susurró, intentando quitarle importancia, pero la súbita tensión en su
rostro me dijo que, fuese lo que fuese lo que ocupaba su mente en aquel
momento, sí era importante.
—¿Hablas de una manera abstracta o te refieres a algo en concreto?
Suspiró y me dio un beso en la frente antes de empujarme la cabeza
hacia su pecho para que volviera a reposarla allí. Fue una sutil manera de
obligarme a dejar de mirarle. Durante unos segundos no comprendí su
reacción, pero cuando empezó a hablar, me di cuenta de que, de alguna
manera, necesitaba no sentir mis ojos sobre él mientras me abría su
corazón.
—A algo en concreto. Muy concreto, en realidad. —Dejó ir una risa
entre triste y amargada, como si se estuviera burlando de sí mismo—. Lo
que voy a decirte no es algo que una mujer quiera oír de un hombre después
de hacer el amor con él, pero he de aprovechar ahora porque, quizá, después
no tendré el valor de hacerlo.
«Me estás asustando», quise decirle, pero el latido bajo mi oído dejó de
ser calmado para convertirse en un golpeteo algo irregular: Bruce se había
puesto nervioso. Así que me callé y le dejé hablar sin interrumpirle.
—Cuando Steven llamó a mi puerta, yo estaba hundido en una espiral
bastante jodida. —Tragó saliva y vi su nuez subir y bajar—. Hace unos
meses asesinaron a mi protegida, Florence Walker, sin que yo pudiera hacer
nada. Quizá hasta viste algo en las noticias. —Sí lo había hecho. Florence
era una reconocida activista por los derechos civiles de Filadelfia a la que
un supremacista blanco de quince años había asesinado en el Instituto
Franklin, mientras estaba dando una conferencia a los alumnos—. Lo que
nadie podía saber era lo importante que ella era para mí. O creía que lo era.
—Se frotó el rostro con la mano libre mientras noté la otra agarrotada
contra mi hombro. Yo sentí un nudo en la garganta y en la boca del
estómago. ¿Estaba intentando decirme que estaba enamorado de ella?—.
Florence era una mujer vital y muy alegre, plenamente convencida de sus
ideales, que luchaba por hacer de este mundo un lugar mejor y más seguro
para vivir. Era muy joven aún, demasiado, y su manera de ver la vida hacía
que conectara con facilidad con los adolescentes. Yo… —Se quedó callado
durante unos segundos y volvió a tragar saliva a trompicones, como si la
voz se le hubiera escapado y estuviese buscando la manera de seguir—. Yo
me sentía muy atraído por ella. Entre nosotros se estableció una relación
muy especial y, aunque en realidad jamás crucé la línea ni intenté nada, lo
cierto es que lo único que me lo impidió fue la certeza de que, a la más leve
sospecha, Sam me hubiese apartado y habría asignado a otro para su
protección, y eso era algo que no podía permitir. Creía estar enamorado de
ella, Jack, y cuando la asesinaron, cuando cometí el error que la llevó a la
muerte, toda mi vida se derrumbó y dejó de tener sentido. Me he pasado
meses hundido en la más absoluta miseria, entre borracheras y colocones
con las pastillas del psiquiatra, teniendo pesadillas con aquel trágico
momento, sin saber qué hacer con mi vida, culpándome por su muerte,
repasando la escena en mi cabeza una y otra vez, obsesionado,
imaginándome infinitos escenarios en los que lograba salvarla. Si hubiese
hecho esto, o no hubiese hecho aquello…, teniendo la certeza de que toda
mi vida es una elección errónea y que siempre les fallo a las personas que
más me importan. Le fallé a Florence, le fallé a Steven… —Su risa cascada
y hueca de autodesprecio me produjo un inmenso vacío en el corazón.
Se quedó callado un buen rato, supongo que buscando el valor para
continuar con su relato. Mi instinto me decía que Bruce necesitaba
arrancarse todo aquel dolor, sacarlo a la luz para poder exorcizar el
tormento que bullía en su interior. Por eso, cuando su silencio se prolongó
demasiado, hablé.
—¿Por qué crees que le fallaste a Steven?
La historia de Florence era dura, pero algo me decía que no era el
verdadero problema. La culpabilidad que Bruce sentía venía de mucho más
allá y era algo que acarreaba desde hacía demasiados años. Aun sin saber la
historia, con los pocos datos que tenía y conociendo ahora a los dos
hermanos, podía componerla sin temor a equivocarme.
—Porque nunca le apoyé como debía. ¿Sabes que tuvo que huir de casa
por temor a que nuestro padre lo matase de una paliza? No soportaba que
fuese tan abiertamente gay, tan amanerado y femenino. Para él era una
deshonra que uno de sus hijos fuese un puto maricón de mierda, según
decía, y se lo hacía saber a cada oportunidad que tenía. —El odio y el
desprecio hacia su padre fue palpable en cada palabra pronunciada, y me
pregunté cuánto de ello estaba también dirigido hacia sí mismo—. Y yo, en
lugar de apoyarlo y hacer frente común con él, lo que hacía era enfadarme
porque Steven no era capaz de «disimular». Siempre le decía que se cortara
un poco, que vigilara sus gestos, sus grititos, todo su comportamiento. Que
si actuaba como un chico normal, papá lo dejaría en paz. Pero Steven
siempre me replicaba que él era como era, que no tenía por qué disimular
nada y que lo que tenía que hacer papá era aceptarlo tal y como era. Tenía
razón, por supuesto, pero en aquel entonces yo no lo veía así. Estaba
convencido de que Steven lo hacía a propósito, que le divertía provocarle,
que había algo mal en él.
—Eras muy joven, Bruce —le dije con un nudo en la garganta—. No
puedes seguir culpándote por eso.
—Claro que puedo. Y lo hago. Mi juventud no es una excusa. Steven se
creía solo, que no tenía a nadie, porque yo jamás le hice saber que me tenía
a mí. Y ni siquiera estuve allí para él cuando huyó, porque estaba
demasiado ocupado en un campamento con el equipo de fútbol americano,
haciendo feliz a papá y cumpliendo con sus expectativas. No fue hasta una
semana después, cuando volví a casa y supe que se había marchado, que me
di cuenta de lo que había hecho y de que yo era tan culpable de su huída
como mi padre. Fue como si de repente la venda que me tapaba los ojos se
cayese y viese la realidad: que papá era un maltratador de manual que
abusaba de mamá y de Steven porque los creía inferiores, indignos, menos
que humanos. —Se frotó el rostro con rabia y se apartó de mí para
incorporarse. Se quedó sentado en la cama, con los pies en el suelo y los
codos apoyados en las rodillas y la sábana enrollada con pudor alrededor de
la cintura. Mantuvo la cabeza baja, avergonzado quizá, y evitó mirarme—.
Ni siquiera sé por qué te estoy contando todo esto. Pensarás que soy un
rollazo de tío.
—No, lo que pienso es que hace demasiado tiempo que lo tenías
guardado y necesitabas sacarlo. —Me incorporé también y me acerqué a él
para abrazarlo por detrás. Apoyé la cabeza en su espalda y le rodeé la
cintura con los brazos—. ¿Sabe Steven cómo te sientes? ¿Lo has hablado
con él?
—No. —Respiró profundamente y empezó a acariciarme los brazos de
manera distraída—. Hace relativamente poco que nos hemos reencontrado y
todavía estamos reconstruyendo nuestra relación. Hemos tenido que
empezar prácticamente de cero porque hacía demasiados años que
estábamos separados, sin saber nada el uno del otro.
—¿Cómo os reencontrásteis?
—Me gasté una fortuna en detectives privados hasta dar con él. No fue
fácil y pasaron años antes de dar con una pista que seguir. Steven renunció a
su apellido, a la familia, a todo, y se construyó un nuevo yo a partir de cero.
Y no le culpo por ello, desde luego.
Le besé la espalda sin saber qué decir. Tenía la necesidad de consolarlo,
de hacerle ver que cuando somos jóvenes, impulsivos e inmaduros,
cometemos muchas equivocaciones, y que no es saludable seguir
culpándonos cuando nos hacemos adultos. Que el camino es aceptar
nuestros errores, perdonarnos e intentar seguir adelante. Bruce todavía no se
había perdonado y eso lo estaba torturando.
—Prométeme una cosa —le dije en un susurro, acariciándole el pelo—,
que cuando todo esto termine hablarás con tu hermano, le contarás cómo te
sientes y le pedirás perdón. Estoy segura de que él te ha perdonado hace
tiempo, pero tienes que perdonarte a ti mismo, Bruce.
Asintió con la cabeza y giró el rostro para intentar mirarme. Yo estaba a
su espalda, así que fue inútil. Giró el cuerpo hasta quedar frente a frente,
sentados ambos sobre la cama, con las piernas cruzadas.
—Y tú, ¿no tienes secretos vergonzosos de juventud que confesar? —
Había vuelto el Bruce juguetón e informal, aquel al que le brillaban los ojos
y mostraba una sonrisa traviesa—. Seguro que eras un terremoto.
—Pues lo cierto es que no. Mis padres fueron muy estrictos y no me
daban muchas opciones de comportarme como una rebelde. Hasta que no
me vi lejos de ellos, en la universidad, no supe lo que era hacer locuras.
Estudié derecho y saqué buenas notas porque eso era lo que se esperaba de
mí, pero allí me di cuenta de que el futuro que habían planeado para mí no
era el que yo quería. Ellos son abogados y aunque su despacho no es
famoso ni representan a personas prominentes, puede decirse que gozan de
un estatus privilegiado económicamente.
—Son ricos, vaya.
—Sí, pero no escandalosamente ricos, que es lo que a mi madre le
gustaría. Pretendía utilizarme para ascender socialmente, emparejándome
con algún tío que pudiese abrirles las puertas de la alta sociedad y codearse
así con la gente influyente, pero le salió el tiro por la culata. En la
universidad decidí que el derecho no era lo mío y cuando acabé la carrera
ingresé en el FBI. Para mi madre fue como una traición y desde entonces no
me hablo mucho con ellos. Nos ignoramos mutuamente. Ese es el resumen
de mi vida —añadí con una sonrisa desdeñosa.
—Me alegro de que tomases esa decisión —me dijo muy serio,
mirándome fijamente a los ojos— porque, de otra manera, es probable que
jamás nos hubiésemos conocido.
Creo que estuvo a punto de decir algo más, algo importante. Lo percibí
en el brillo intenso de sus ojos, en su rostro contraído por la tensión, en la
nuez de su garganta que se movía inquieta cada vez que tragaba saliva…
Pero mi estómago vino a romper la magia del momento, rugiendo
desesperadamente, reclamando que lo llenara de comida. Bruce se echó a
reír.
—Parece que tienes un poco de hambre.
—Sí, eso parece —contesté avergonzada, llevándome las manos al
estómago.
—Pues tienes suerte de que yo sea un cocinillas —comentó mientras se
levantaba, dándome una buena vista de sus nalgas prietas. Me tumbé de
lado en la cama, sopesando la posibilidad de atraerlo y volver a hacer el
amor, pero acabábamos de tener una conversación demasiado intensa y
supuse que Bruce necesitaría espacio para reponerse emocionalmente—.
Date una ducha mientras preparo algo.
—¿Me estás llamando gorrina? —Bromeé, tirándole una almohada. La
cogió al vuelo y me la devolvió, riéndose.
—Para nada, pero he pensado que igual te apetecía.
Lo cierto era que algo de falta me hacía.
Me paseé desnuda hasta el estrecho cubículo, sintiendo sus ojos fijos en
mi trasero. Soltó un silbido de admiración que me hizo reír, pero no me
siguió. Una lástima.
Me duché mientras Bruce se ocupaba de cocinar. Vestida por fin con
ropa limpia, me senté a la mesa. Había hecho una tortilla de champiñones y
una ensalada de col y ambas cosas estaban riquísimas.
—Eres una verdadera joya —le dije con la boca llena, distraída—, la
mujer que se case contigo tendrá mucha suerte.
—¿Eso crees? —Asentí con la cabeza, convencida de ello—. ¿Estás
pensando postularte para el puesto? —Lo miré, sorprendida, dejando el
tenedor suspendido en el aire ante mi boca, y se echó a reír—. No te
asustes, Jack, solo estoy bromeando.
También me reí, por supuesto. Hacía menos de veinticuatro horas que
nos acostábamos y lo más probable era que nuestra relación muriese en
cuanto el lío en el que estábamos metidos llegase a su fin. Nos sentíamos
muy atraídos el uno por el otro, sí; la confianza que había nacido entre
nosotros en las pocas horas que habían pasado desde que nos habíamos
sincerado —o, mejor dicho, desde que Bruce me había contado, por fin, la
verdad—, era muy intensa, pero totalmente circunstancial y con fecha de
caducidad. Hablar de cosas como el matrimonio era una auténtica locura.
Estaba convencida de que, incluso aunque intentásemos continuar juntos
después de que todo terminara, nuestra relación acabaría en fracaso. La
mochila de Bruce rezumaba de culpabilidad y todavía sentía algo por su
protegida, Florence Walker, de cuya muerte se sentía responsable.
No, Bruce y yo no teníamos futuro como pareja. Estaba convencida de
ello. Por eso, me negué a hacer caso de la punzada que sentí en el corazón y
de la brusca sensación de soledad que se abatió sobre mí y seguí comiendo
y bromeando con él.
16
Después de desayunar con Jack, me metí en la ducha. Estuve un buen
rato allí, dejando que el agua caliente borrase las sensaciones amargas que
aquellas confesiones me habían provocado. Aún no me creía que le hubiera
contado todo aquello a Jack y tampoco me creía que me hubiera escuchado
con tanta paciencia y compresión, pero lo cierto era que me sentía liberado,
como si al verbalizar todos aquellos fantasmas que atormentaban mi día a
día, su presencia se volviera más borrosa e imperceptible.
Que fuera capaz de sentir lo que sentía por Jack ya era un buen síntoma,
y la intimidad que se creaba entre los dos bien valía la pena los momentos
de discusiones y tensiones que habíamos vivido. Los dos teníamos carácter,
pero encajábamos bien, lo sabía: de alguna manera estábamos hechos de la
misma pasta, éramos supervivientes.
Al salir del pequeño cubículo, con la toalla en la cintura, Jack había
abierto la mesa del salón y tenía allí extendido un mapa mientras apuntaba
cosas en una libreta, con varias armas dispuestas sobre el tablero. Se había
vestido y recogido el pelo con un bolígrafo, lo que le daba un aire muy
sexy. Me miró de reojo, pero pareció no querer tentar a la suerte y volvió su
atención al mapa.
—¿Qué haces? —pregunté sentándome en el tablero frente a ella.
—Todo esto de pasarse el día revolcándose está muy bien, pero tenemos
que ponernos mano a la obra —dijo sin mirarme. No pude evitar reírme. Me
hacía gracia: pero tenía razón. No podíamos pasarnos el día follando como
conejos y olvidando lo que nos había traído allí.
—Vale, entonces voy a vestirme —dije volviendo a ponerme en pie y
buscando mi ropa limpia: unos tejanos del Wallmart y una camiseta negra
muy cómoda.
—Tenemos que adelantarnos a Crowell y trazar un plan para hacer saltar
al topo: cuantos más días pasen es más peligroso.
Aproveché que estaba de pie para hacer más café mientras Jack hablaba.
Tenía que centrar mi mente en aquello: era cierto que me había relajado
demasiado.
—Bien, de acuerdo. ¿Sabes si tu exnovio ha averiguado algo?
—¡No es mi ex! Y tiene nombre: se llama Greyson —replicó irritada,
golpeando sobre el mapa con el bolígrafo que estaba utilizando.
—Pues eso, ¿por qué no le llamamos y vemos si tiene algo?
Dejé dos tazas humeantes de café sobre la mesa y busqué el móvil para
tendérselo. Jack lo cogió, mirándome molesta. Me encantaba como sus ojos
soltaban chispas a la mínima. Los apartó de mí y marcó el número de
teléfono de Greyson, dejando el teléfono en manos libres sobre la mesa
después. Tras varios tonos, respondió una voz masculina.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Buenos días, Greyson, disculpa la hora. Soy Jack.
—Y Bruce —añadí.
Hubo un momento de silencio. Jack me miró, otra vez molesta.
—¿Bruce? ¿Quién es Bruce? —preguntó Greyson.
—Bruce es Steven —aclaró Jack.
—¿Era un nombre falso? No entiendo…
Jack suspiró y me miró con resignación.
—Vale, antes que nada tengo algo que contarte, te va a sonar inverosímil
y digno de película de media tarde, pero es verdad. Steven tiene un hermano
gemelo y logró intercambiarse con él para ponerse a salvo, quien yo creía
que era Steven, era en realidad Bruce.
No pude evitar reírme. Me tapé la boca con la mano para que Greyson
no me escuchara. Jack volvió a mirarme mal.
—Vale… A ver si lo he entendido: me estás diciendo que Steven está a
salvo y que quien está contigo es su hermano. ¿Esto lo sabe el FBI?
—¡No! Y tiene que seguir siendo así —se apresuró a decirle Jack.
—Sabes que puedes confiar en mí. ¿Dónde está el testigo?
—En un lugar seguro, la empresa de seguridad Atlas se ha hecho cargo
de él. Nos ayudarán hasta que la cosa se aclare.
Asentí, dando un sorbo al café.
—Es extraño… pero es mejor así. ¿Y cómo estáis? ¿Habéis tenido
problemas?
—No, todo está bien. Parece que no nos han localizado, pero
necesitamos hacer algo para hacer saltar al soplón. ¿Has averiguado algo?
—preguntó Jack.
—He investigado vuestros ordenadores. Nadie accedió a esa
información desde los de tu equipo, así que quien fuera debía tener los
datos de antemano. Siento no ser de mucha ayuda —respondió Greyson.
Yo escuchaba sin intervenir. Poco tenía que aportar a aquella
conversación. A medida que Jack iba bebiendo el café, yo me encargaba de
rellenar su taza. La cafeína empezó a despejarme paulatinamente.
—Nada de eso, nos estás ayudando mucho —replicó Jack.
—Y tanto, tu barco es muy cómodo. Esto son como unas vacaciones —
añadí.
Greyson se rió al otro lado de la línea.
—Me alegro de que estéis a gusto ahí. Podéis soltar amarras en
cualquier momento, si alguno de los dos sabe navegar.
—Centrémonos —nos interrumpió Jack, mirándome como si fuera una
molestia. Me encogí de hombros—. Tenemos que pensar en algo.
Asentí. La cafeína empezaba a obrar el milagro y mi mente se despejaba,
pero las ideas no acudían como por arte de magia. Y parecía que tampoco
iluminaban las mentes de mis secuaces, que se quedaron callados un largo
instante.
Cogí la taza y saboreé el café un rato más.
...
—Deberíamos preparar una trampa —dijo Bruce mientras dejaba un
plato sobre la mesa, delante de mí. El olor de las tostadas recién hechas
flotaba en el aire y produjo una reacción en mi estómago, que se retorció de
hambre. Habíamos desayunado un rato antes, pero volvía a estar
hambrienta, seguramente por la tensión y el desgaste—. Algo que hiciese
salir al traidor para que podamos identificarlo. Así le daríamos la vuelta a la
situación y ganaríamos ventaja sobre Crowell.
Asentí, distraída, con la mirada fija en el mapa que tenía delante de mí.
Cogí una tostada, le di un bocado y me obligué a masticar despacio. Casi
podía oír el ruido de los engranajes de mi cerebro funcionando a pleno
rendimiento. La idea de Bruce era buena, el problema estaba en cómo
hacerlo. ¿Qué tipo de trampa podíamos ponerle? Una con un buen cebo, por
supuesto, y el cebo debíamos ser nosotros dos, de eso no había duda.
Quizá…
Me golpeé el mentón con el dedo índice, concentrada. Oí la risita de
Bruce de fondo y alcé la mirada, algo exasperada. ¿De qué se reía?
—Estás muy graciosa cuando piensas —me dijo mientras se sentaba a
mi lado y se servía el café—. Te muerdes la punta de la lengua de una
forma muy sexy.
—Yo no hago eso —repliqué, molesta porque me había roto la
concentración.
—Sí, lo haces —replicó Greyson desde el teléfono—. Recuerdo que
cuando estábamos en clase me distraías a menudo con ese gesto —añadió.
A Bruce se le borró la sonrisa, arrugó el entrecejo y me lanzó una mirada
interrogante. Resoplé, indignada.
—¿Podéis dejaros de tonterías y dejarme pensar? Acabo de tener una
idea, pero tengo que concretarla más y me estáis distrayendo —me quejé.
Greyson no dijo nada. Bruce se limitó a mirarme con una ceja alzada—.
Dispondremos un escenario; tres, para ser más exactos. Tres puntos alejados
entre sí… —murmuré, pensando en voz alta—, fáciles de vigilar… Sí, aquí,
aquí y aquí. —Señalé un motel, una gasolinera y el parque municipal, al
lado del Potomac, junto a la pista de baloncesto—. Greyson, te pondrás en
contacto con Jeffries, O’Reardy y Fallon, cada uno por separado, y les
contarás una milonga. Hemos de inventarnos algo que sea creíble, del tipo
que sospecho que hay un topo en el FBI, lo que es cierto, y que él es el
único del que me fío para ayudarme a descubrirlo. Les llamarás desde tres
teléfonos públicos distintos, por si acaso alguno sospecha y se le ocurre
hacer una comparativa de llamadas, que no vea que se llamó tres veces
desde el mismo número, con un intervalo de tiempo tan corto. Los
emplazaremos a cada uno en uno de estos puntos. —Los marqué sobre el
mapa, aunque Greyson no podía verlos—. El mismo día y a la misma hora,
diciendo que Steven y yo estaremos allí para hablar con él. Hay que
remarcarle a cada uno que no hable con nadie sobre la reunión, que no se
fíe porque el traidor puede ser cualquiera. Nosotros mantendremos los tres
puntos vigilados, con los dedos cruzados. Es de suponer que el traidor
avisará a Crowell y este mandará a un asesino a por nosotros. Así, aquel de
los tres que no se presente a la reunión, será el traidor. —Me quedé callada
un instante, esperando sus reacciones. Bruce miraba el mapa con los ojos
entrecerrados, concentrado. Greyson no dijo nada—. Ya sé que el plan no es
perfecto, pero creo que puede funcionar.
—No, no —me interrumpió Greyson—, creo que es brillante. El traidor
no se esperará algo así. Incluso el que sea yo quien les llame en lugar de tú
misma, me parece una genialidad. Supondrá que estás escondida en algún
agujero, asustada y sin saber qué hacer y que por eso has acudido a tu
antiguo mentor.
—A mí no me gusta que tengamos que separarnos para vigilar tres
puntos distintos —murmuró Bruce. Sus increíbles ojos verdes seguían
entrecerrados—. Solos y separados, somos demasiado vulnerables.
Necesitaremos ayuda. Además, yo no conozco a ninguno de los tres, ¿cómo
voy a saber si se presenta o no el tío en cuestión?
—Eso último tiene fácil solución —intervino Greyson—: te enviaré sus
fichas al móvil. En cuanto a lo de la ayuda…
—No podemos pedir ayuda a nadie, Bruce —dije irritada. ¿Es que no
comprendía que el plan solo funcionaría si nadie conocía su existencia?
—Sam puede ayudarnos.
—No puedo meter a una empresa privada en esto. No más de lo que ya
lo está.
—¿Puedo saber de qué estáis hablando? —nos interrumpió Greyson.
Bruce abrió la boca para contestar, pero lo atajé con un gesto.
—Bruce es guardaespaldas y trabaja para Atlas, una empresa de
seguridad muy importante de Filadelfia. Steven está ahora a su cargo.
—Vaya, esto cada vez se pone más interesante —la risita de mi antiguo
profesor me pareció muy irritante—. Y tiene razón, los refuerzos serían una
gran ayuda. En operaciones de este tipo, siempre hay que estar bien
respaldados, ¿o no te acuerdas ya, Jack? —me pinchó, burlándose.
—Me acuerdo perfectamente, pero bastante metidos están ya.
—Precisamente por eso. Ya están metidos, ¿qué importa si nos ayudan
un poco más?
—Está bien —claudiqué, sabiendo que ambos tenían razón, pero
molestándome por tener que pedirle ayuda a aquella mujer. Me había
parecido que se tomaba muchas confianzas con Bruce, muchas más de las
que una jefa se puede tomar con un subordinado—. Bruce, llama a tu jefa,
cuéntale el plan y a ver si puede enviarnos refuerzos. Greyson, mañana por
la tarde te espero aquí para ultimar entre todos los detalles del plan, en
cuanto lleguen los hombres de Atlas.
—A sus órdenes, jefa.
—No me llames jefa —le repliqué, pero ya había colgado.
—Sigo sin saber si este tipo me cae bien o mal —murmuró Bruce
cogiendo el teléfono para quedarse mirando la pantalla.
—No tiene que caerte de ninguna manera.
—¿Estás segura de que no estuvisteis liados?
—¿Y qué importa eso ahora?
—Ese comentario sobre tu lengua me ha mosqueado un poco.
—Joder, Bruce, ¿ahora vas a tener un ataque de celos?
—¿Qué? ¡No! —Parecía ofendido y casi me eché a reír al ver el gesto de
indignación de su rostro—. ¡Por supuesto que no!
—Bien, porque no tienes motivos. Lo que pasara entre Greyson y yo no
tiene importancia, porque pertenece al pasado. No le des más vueltas.
Tenemos cosas más importantes en las que pensar.
—Entonces admites que hubo algo entre vosotros.
—Bruce, en serio, ¿a qué viene esto ahora? Tampoco es como si hubiera
algo serio entre tú y yo…
—Nos estamos acostando, Jack —me contestó, irritado, apretando el
móvil entre las manos con tanta rabia, que por un segundo pensé que lo
rompería—, si eso no te parece lo bastante serio…
Me quedé sin palabras. Estaba más que convencida de que para Bruce el
que hubiéramos follado un par de veces no significaba nada. Estábamos en
una situación de mucha tensión y el sexo era un buen remedio. Ni por
asomo se me ocurrió que podía empezar a sentir algo por mí, igual que yo,
por más que no quisiera reconocerlo, sentía algo por él, aunque todavía no
supiese muy bien el qué.
Pero no era el momento ni el lugar para pensar en ello.
—No es el momento para hablar sobre esto, Bruce —contesté intentando
permanecer calmada, aunque sentía que estaba en ebullición—. No tengo
claro qué está pasando entre tú y yo, ni si es importante o no; pero sí sé que
no es el momento para hablar de ello —recalqué—. Y sea lo que sea, no nos
ayudará en nada que ahora tú tengas un estúpido ataque de celos. Pero, para
tu tranquilidad, te diré: estuve colgada de él hace mucho tiempo, pero me di
cuenta de que no era bueno para mí, así que simplemente nos hicimos
amigos, y eso es lo que somos. Fin de la historia. ¿Te quedas más tranquilo
ahora?
Gruñó algo que no entendí y empezó a marcar el número de Sam en el
móvil sin responder a mi pregunta. Puso el manos libres y cuando Sam
contestó estuvieron hablando un rato. Oí la conversación sin intervenir, con
la cabeza abrumada por las palabras de Bruce. ¡Qué poco profesional por
mi parte, dejar que mi mente se centrara en sus tontos reclamos! Pero es que
una absurda esperanza había hecho nido en mi corazón, cogiendo pequeñas
ramitas y hojas desperdigadas.
Me froté la frente y me obligué a dejar de pensar en ello. Como había
dicho hacía apenas unos segundos, no era el momento.
—Iré yo misma y me acompañarán Kolt y Donovan. Déjame que
organice un par de cosas antes e iremos para allá —estaba diciendo Sam.
—¿Pero Kolt no está asignado a la protección de Steven?
—Ya no.
—¿Es que ha pasado algo? —Bruce parecía alarmado.
—No, pero prefiero evitarme problemas.
—¿Qué quieres decir con...?
—Mejor pregúntaselo a él, ¿vale? Nos vemos mañana por la tarde. Así
tendréis tiempo de ultimar los detalles del plan.
Colgó sin esperar a que Bruce replicara. Él se quedó mirando el teléfono
con el rostro contraído por la preocupación.
—¿Empezamos? —le pregunté, intentando distraerlo de lo que fuese que
lo había dejado preocupado.
—¿A qué?
—A ultimar los detalles del plan.

Nos pasamos el resto del día trabajando en ello. Visitamos las tres
localizaciones para comprobar que eran adecuadas y buscamos los puntos
desde los que sería más fácil vigilar sin ser observados. Bruce apenas habló,
excepto para emitir algún que otro gruñido. La conversación con su jefa lo
había dejado preocupado, pero yo no podía entender por qué. ¿Qué
problema había con ese tal Kolt?
17

La luz del sol incidió sobre mi rostro, molestándome. Intenté girarme en


la cama, pero un pesado muslo sobre los míos me lo impidió. Bruce estaba
dormido a mi lado, con un brazo sobre mi cintura y una de sus piernas sobre
las mías. Me di la vuelta con cuidado para no despertarle y me puse de
frente a él para observarle.
Dormido, su rostro estaba relajado y las diminutas arrugas del entrecejo,
producto de la constante tensión, habían desaparecido. Estaba más guapo
todavía, a pesar de tener sus hechizantes ojos verdes cerrados.
Alcé una mano con la intención de acariciarle levemente la mejilla con
un dedo, pero me lo pensé y la dejé caer laxa de nuevo sobre la cama. No
quería despertarlo.
Aquella noche no habíamos hecho el amor, algo que agradecí por un
lado, pero que me preocupó por otro. Sus palabras del día anterior, sus celos
por Greyson, habían provocado en mí la extraña y estúpida esperanza de
que empezara a sentir algo más que simplemente deseo, y estaba aterrada
ante la idea.
Por regla general los hombres huían de mí en cuanto se daban cuenta de
mi carácter irascible y conocían mi lengua viperina. Nunca he sido de las
que se callan, ni permito que los demás tomen las decisiones por mí.
Tampoco me corto un pelo a la hora de soltar tacos. Soy agresiva, tozuda,
mal hablada y puedo llegar a ser muy irritante. Lo sé muy bien, pero cuando
quieres hacer carrera en un mundo de hombres como el FBI, no te puedes
permitir el lujo de mostrarte débil ni una sola vez. Si fuese un hombre,
dirían que tengo capacidad de liderazgo y que soy tenaz; y mi mal carácter
sería considerado algo muy masculino y digno de admiración.
Pero todo eso, en una mujer… A los hombres normales les asusta.
Pero parecía que a Bruce no. Y eso, a mí, me aterrorizaba. Porque, ¿y si
estaba equivocada? ¿Y si solo estaba conmigo porque no tenía más
remedio? Estábamos en una situación muy peligrosa y dependíamos el uno
del otro para sobrevivir. ¿Y si todo lo que estaba ocurriendo entre nosotros
era producto de la adrenalina y nada más?
Cerré los ojos y me froté la frente. Empezaba a dolerme la cabeza de
tanto pensar y darle vueltas. ¿Me estaba enamorando de Bruce? ¿Se estaba
él enamorando de mí? ¿O estaba completamente confundida?
«Si te enamoras de Bruce y él de ti, papá y mamá estarán encantados».
El sarcasmo casi me hizo reír. Mis padres estarían horrorizados de tener
un yerno como Bruce. Casi deseé que todo fuese real y no una quimera,
solo para fastidiarlos. No me gustaba quejarme de mi infancia y
adolescencia porque siempre tenía la sensación de que eran lloriqueos de
niña bien, y así sonaban cuando los expresaba en voz alta. ¿Un niña de
familia rica quejándose de sus padres porque: a) no le dieron amor ni le
hacían mucho caso, y b) cuando se lo hacían era para planificar su vida al
milímetro? Comparadas con las desgracias que sufrían muchos otros niños,
era como un mal chiste. Pero dolía, ¡vaya si dolía! Y condicionaba el
carácter. A mí me obligó a encerrarme en mí misma, a fabricar una barrera
entre el mundo y yo, a desear alejarme de ellos todo lo posible para
sentirme libre. Incluso, algunas veces, pensaba que mi decisión de entrar en
el FBI simplemente fue para joderles y demostrarles que no tenían control
alguno sobre mí.
—Estás muy pensativa.
La voz de Bruce me sobresaltó. Se había despertado sin que me diese
cuenta y me estaba mirando, preocupado.
—Sí, bueno, el día D se está acercando y…
—No es eso, lo sé. No estás preocupada por la trampa ni por el traidor.
Hay algo más.
A veces conseguía sorprenderme con su intuición. Empezaba a
conocerme demasiado bien y eso también me asustaba. Pero él había sido
completamente sincero conmigo, me había hablado de Florence, de su
muerte, y también de su infancia junto a un padre maltratador. De cómo
aquello lo había marcado para siempre. Y, de nuevo, mis problemas
parentales me parecieron ridículos.
—No tiene importancia.
—Sí la tiene, Jack. Sea lo que sea, hace que te sientas mal y eso me
cabrea. ¿Quieres contármelo? A mí me vino bien soltar toda la mierda que
llevaba dentro.
—Mi mierda no es para nada comparable con la tuya. En realidad, es
bastante estúpida.
Intenté levantarme de la cama para alejarme de él, pero me abrazó por la
cintura y me pegó a él. Sentí el calor de su duro cuerpo semi desnudo, el
olor de su sudor y las cosquillas del vello naciente de su pecho sobre mi
mejilla. No pude evitar suspirar, cerrar los ojos y abandonarme. Entre sus
brazos me sentía segura y a salvo, como si estuviera en un refugio en el que
nada malo pudiese ocurrir. El resto del mundo estaba al otro lado de aquella
burbuja impenetrable y no podía alcanzarme.
—No me lo cuentes si no quieres —me susurró, comprensivo—, pero
quiero que sepas que estoy aquí para ti y que nada que te preocupe o te haga
sufrir me parecerá ridículo.
—Son estupideces de niña rica privilegiada, Bruce.
—Los únicos niños privilegiados de verdad son aquellos que reciben
todo el amor de sus padres. ¿Fue tu caso?
Dejé ir una risa amargada, preñada de tristeza.
—Para nada. No tengo recuerdos de abrazos o besos; ni siquiera de
palabras tiernas. —Una vez empecé a hablar, sin levantar apenas la voz, ya
no pude parar—. Un «te quiero, reina de la casa», o cualquiera de esas
cosas que se les dicen a los niños. Mis padres estaban demasiado ocupados
trabajando y medrando como para fijarse en mis necesidades afectivas. Fui
invisible para ellos durante muchos años. La única en mi casa que se
preocupaba de mis necesidades era mi nanny, pero no era suficiente.
—Por supuesto que no. —Se incorporó apoyándose en el codo para
mirarme. Me apartó con suavidad un mechón de pelo que se había deslizado
hasta cubrirme el rostro.
—Cada vez que intentaba que mi madre me hiciera caso, ella me
apartaba; o tenía trabajo, o estaba vestida para una fiesta y tenía miedo de
que le manchara el vestido. Llamaba a la nanny para que se hiciera cargo de
mí y me regañaba por ser una pesada. «A los hombres no les gustan las
niñas que reclaman atención constante». Esa era su frase predilecta. —Solté
una carcajada que sonó como el chirrido de una bisagra mal engrasada—.
Ya me estaba preparando para el futuro.
—¿A qué te refieres?
Los dedos de Bruce se deslizaban con suavidad por mi hombro, arriba y
abajo, produciendo un efecto calmante que hacía que los recuerdos no
dolieran tanto y pudiese hablar de ellos. Pensé en girarme para mirarlo yo
también, necesitaba ver la expresión de su rostro para saber su reacción a
mis absurdos reclamos, pero tuve miedo. Al lado de su infancia y sus
traumas, lo mío eran tonterías, estaba convencida de ello.
—Mi madre tenía un plan para mí. Quería convertirme en toda una
señorita adecuada y preparada para el papel de esposa y madre, y casarme
con el hijo de algún tipejo importante para medrar socialmente.
—Tu madre está anclada en el pasado.
—No te creas; entre los ricos, los matrimonios por interés son bastante
habituales todavía, lo que pasa es que las familias lo venden a las revistas
del corazón como matrimonios por amor, pero de eso hay poco.
—¿Qué pasó cuando creciste?
—El infierno. Cuando cumplí los doce años, mi madre decidió que era el
momento de empezar a «modelar» mi cuerpo. Contrató un entrenador
personal y un nutricionista para mí y empezaron las sesiones de ejercicio y
las dietas. Pasé un hambre de mil demonios hasta que me fui a la
universidad. Recuerdo que Susan Hemson, mi mejor amiga del colegio, me
traía pastelitos y me los daba a escondidas en la hora del recreo. Yo me los
comía a dos carrillos, como tú las hamburguesas. —La sonrisa que esbocé
fue tierna, cargada de amor hacia esa niña a la que hacía tiempo que no
veía, y me prometí que cuando todo eso terminara, la buscaría para saber
qué había sido de su vida—. Por suerte para mí, ya en esa época era
bastante pragmática, o hubiese caído en una anorexia o una bulimia
galopante; pero una vez que tenía el pastelito en el estómago me parecía
una ridiculez vomitarlo, aunque la carga de culpabilidad por habérmelo
comido era muy grande. —Me callé durante unos instantes. Bruce me dio
un beso tierno en el hombro, un beso cargado de comprensión y aliento—.
Hacía cualquier cosa para complacer a mi madre. Estaba tan desesperada
por tener su aprobación que jamás se me ocurrió desafiarla o desobedecerla.
Hasta los dieciocho estuve recibiendo clases de etiqueta, de cómo
moverme, comportarme, hablar, caminar… Una locura. Miro hacia atrás y
me veo como una muñeca del siglo diecinueve, destinada a ser un objeto
decorativo más.
—Pero fuiste a la universidad y todo cambió.
Asentí con la cabeza. Sí, la universidad había supuesto para mí la
liberación de una jaula en la que no sabía que estaba encerrada.
—Por suerte para mí, mi padre se empeñó en que debía estudiar derecho
y me envió a la universidad aun en contra de los deseos de mi madre. Mi
padre tenía muy claro que sin una carrera universitaria no había futuro, por
eso me presionó durante toda mi vida para que estudiase y sacase las
mejores notas. Y yo me esforzaba porque odiaba ver en su cara el gesto de
decepción cuando traía a casa una nota que no era excelente. Pero en la
universidad empecé a ser yo, a darme cuenta del infierno en que había
vivido, de lo distantes y fríos que eran mis padres y de las necesidades
emocionales que yo tenía.
»Cuando terminé derecho, tomé la decisión de hacerles frente y escapar
de la trampa que tenían preparada para mí, así que desbaraté sus planes
entrando en el FBI. Para ese entonces, ya había conseguido sacudirme de
encima toda la educación edulcorada que había recibido y ya no era la
perfecta señorita apta para ser una buena esposa. Volví a casa tal y como me
ves, mal hablada, agresiva, furiosa con ellos y con la vida, y les dije que se
olvidaran de mí, que había ingresado en la academia del FBI y que no
pensaba hacer lo que ellos esperaban. Casi les da un infarto. Hubo gritos,
recriminaciones, intentos de manipulación con frases del tipo «con todo lo
que hemos hecho por ti, nos lo pagas así, desagradecida». Frases que ya no
tenían efecto en mí gracias al curso de psicología que había tomado de
tapadillo sin que ellos se enteraran. Fue un holocausto, pero me fui y no he
vuelto desde entonces. A veces, mi madre me llama para intentar que
vuelva al redil, todavía no se ha rendido, pero yo paso. Soy feliz con mi
vida tal y como está, y no volvería a aquello ni por todo el oro del mundo.
—Hubo unos segundos de silencio en los que ni Bruce ni yo dijimos nada.
Me puso nerviosa y empecé a pensar que no hablaba porque mis traumas le
parecían una estupidez, algo que yo creía firmemente—. Ya te lo he dicho,
son problemas de niña rica.
—No, son los problemas de una niña que ha crecido sin saber lo que es
tener una madre amorosa que se desvive por su felicidad.
Entonces sí me giré para verle la cara. Él me limpió las lágrimas que ni
siquiera me había dado cuenta de que estaba derramando y me dio un suave
beso en los labios, apenas un roce que me supo a poco. Me di cuenta de que
lo necesitaba con desesperación; sentir el tacto de su piel, sus labios
recorriendo mi cuerpo, sus fuertes y grandes manos sosteniéndome, y el
fuego creció en mis entrañas y se extendió por todo mi cuerpo.
Lo empujé para que se tumbara y me senté sobre él a horcajadas, con
mis palmas abiertas sobre su pecho, el pelo cayéndome sobre el rostro. Me
miró, sorprendido, y los labios se me curvaron en una sonrisa traviesa.
—Jack, ¿qué pretendes? —me preguntó, desconcertado. Quizá no era
normal que después de tener aquella conversación en la que le había
desnudado mi alma, tuviese ganas de que me follase. O quizá sí. Quizá me
sentía demasiado vulnerable y necesitaba hacer algo para olvidarme de
todo.
Me quité la camiseta que había utilizado para dormir y la tiré al suelo,
mostrándole mis pechos.
—¿Tú qué crees? —susurré.
Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Deslicé las manos por mis
muslos muy lentamente, las subí por el estómago, provocándole, hasta
llegar a mis pechos. Los masajeé mientras frotaba nuestros pubis todavía
cubiertos por la ropa interior, con un movimiento ondulante destinado a
excitarlo.
—¿Vas a dejar que siga yo sola? —gemí mordiéndome el labio inferior.
Su reacción no se hizo esperar. Se incorporó bruscamente y buscó mis
pechos con la boca, ávido y delirante. Sus brazos me rodearon la cintura y
las manos se aferraron a mis nalgas, clavándome los dedos. Enterré los
míos en su pelo y lo atraje más hacia mí, con la espalda encorvada,
ofreciéndole mis pechos, anhelando su boca en ellos. Los asaltó con
vehemencia, dedicándoles largos minutos, jugando con la lengua, los labios
y los dientes. Los mordisqueó muy suavemente, con cuidado de no hacerme
daño, enviándome un torrente de sensaciones que me erizó la piel.
—Fóllame, Bruce —le gemí al oído.
—Paciencia, nena —me contestó entre jadeos—. Todo llegará.
De un tirón, me arrancó las bragas. Una parte de mi cerebro quiso
protestar por aquel vandalismo sin sentido. ¡Eran nuevas! Pero la sensatez
voló por los aires cuando su mano se coló entre mis piernas y empezó a
acariciarme. Me froté contra ella, desesperada. Había pasado de un estado
semi melancólico al hablar de mi infancia, a un torbellino de pasión en el
que casi no me reconocía. Pero me gustó. Me gustó soltarme al fin, gritando
cuando me penetró con un dedo y jugueteó con el clítoris a la vez,
exigiendo más, frotándome contra su mano desesperada por un orgasmo
que estaba enroscándose con violencia, lanzando destellos electrizantes por
todo mi cuerpo.
—Cómeme el coño, Bruce.
Él dejó ir una risita.
—¿Literal? ¿O es tu manera de mandarme al infierno?
Abrí los ojos, tiré de su pelo para obligarle a mirarme y fruncí el ceño.
—No estoy para bromas ahora mismo, niño —lo provoqué.
—¿Niño?
No dijo nada más. Me tumbó sobre la cama y su boca se apoderó de la
mía. Todavía sabía al whisky que se había tomado la noche anterior antes de
acostarnos, sentado ante la mesa mientras seguíamos hablando del plan.
Cuando sus labios abandonaron los míos, se incorporó y me miró desde
arriba, acariciándome con los ojos, esbozando una sonrisa ladeada que no
auguraba nada bueno.
Se bajó de la cama, tiró de mis piernas hasta que mi culo quedó en el
borde y se arrodilló ante mí.
—No hay palabra de seguridad, cariño. Vas a tener que aguantar hasta el
final —amenazó, y un estremecimiento me recorrió todo el cuerpo. ¿Acaso
había despertado a la bestia? ¿Iba a arrepentirme?
Su boca descendió y empezó a lamerme el coño, separando los labios
con los dedos. Lancé un gemido y mi cabeza se inclinó hacia atrás,
curvando mi espalda. Me apresó con sus grandes manos por las caderas
para que no me moviera, y siguió jugando conmigo. Su lengua resultó ser
un portento. Me folló con ella y también me mordió el clítoris, haciendo
que gritara, pero no de dolor, sino por la sorpresa. Jamás había sentido algo
tan fuerte traspasarme de abajo arriba.
Fue como si me volvieran la piel del revés. Perdí la noción y el sentido
de lo que era o de dónde estaba. En el mundo solo existía mi vagina y su
boca, unidas en una extraña comunión que me lanzaba al cielo o al infierno
indistintamente. Jadeé, aferrándome a las sábanas, rezando para que el
orgasmo llegara pronto y aquella tortura terminara. Y para que no acabara
nunca y se prolongara eternamente.
—Joder, eres preciosa, Jack.
El aliento de Bruce sobre mi sexo abierto y su voz ronca por la pasión
provocaron que emitiera un largo gemido. Estaba atrapada, expuesta y
torturada, y sus palabras consiguieron que mis pezones se erizaran todavía
más y que empezara a pellizcármelos, desesperada por el orgasmo.
—No… No puedo más, Bruce —sollocé. Necesitaba el orgasmo, como
el campo necesita las lluvias en primavera.
Él hizo algo, no sé el qué. Solo sentí su dedo en mi interior, tocando un
punto que no sabía que existía, y el ansiado clímax me arrolló, me devastó,
me rompió en mil pedazos. Grité, me revolví, mi cuerpo se convulsionó sin
control durante una eternidad. Después, silencio y vacío durante unos
segundos hasta que el ruido del plástico al romperse hizo que volviera a la
realidad.
Abrí los ojos perezosamente y vi a Bruce de pie, con su enorme y
deliciosa polla enhiesta preparada para follarme, mirándome como un
depredador observa a su presa antes de lanzarse a por ella.
—Date la vuelta —me susurró con una voz profunda que le nació del
pecho y no de la garganta.
Me estremecí y estuve a punto de decirle que no. Estaba saciada,
cansada y somnolienta; pero su mirada penetrante y la tensión de los
músculos en su cuerpo perfecto, lograron que, a pesar de estar agotada, un
cosquilleo de excitación volviera a apoderarse de mí.
Sonreí, provocadora. El sudor perlaba su frente y la luz del sol que
entraba por un resquicio entre las cortinas, incidió en sus ojos, que
chispearon, dándole un aspecto peligroso.
«Así se ve un leopardo antes de empezar a perseguir a su presa».
Entonces, en aquel momento, me di cuenta de cuán peligroso era Bruce
en realidad, y no solo porque fuese capaz de romperle el cuello a un hombre
y después simular un total estado de indefensión. Era peligroso porque
ejercía sobre mí una especie de hechizo que me obnubilaba, me apartaba de
la realidad y me hacía desear con cada fibra de mi ser algo que no sabía si
quería. ¿Quería enamorarme? ¿Quería correr el riesgo de sufrir por él?
«Sí, maldita sea. Sí que quiero. Quiero más que vivir, quiero sentirme
viva y si para eso tengo que arriesgarme a sufrir, que así sea».
Me di la vuelta para ponerme sobre mis rodillas y balanceé mi trasero,
impúdica, para provocarle.
—¿Qué vas a hacer con esto, niño? —le pregunté, riéndome.
Me contestó con una carcajada, aferrándome con los dedos por las
caderas y penetrándome con su miembro ya enfundado en el condón. Lo
hizo con brusquedad, hasta el fondo, llenándome de golpe, mientras yo
gemía y lo observaba con el rostro girado hacia él para deleitarme con cada
arruguita, cada gesto, cada gemido, hasta que su bombeo incesante
consiguió lo imposible, que volviera a excitarme hasta estallar en un
segundo orgasmo que me dejó completamente agotada y desmadejada sobre
la cama.
Bruce se dejó caer a mi lado, también exhausto, y me abrazó con
ternura. Me besó en el pelo con la respiración agitada y sonrió con una
calidez que me llegó hasta el alma.
Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que, estúpida de mí, me
había enamorado como una idiota.
...
Recibí la llamada de Sam cuando estábamos desayunando, ya vestidos y
con el aspecto de dos adultos formales. Jack estaba radiante, parecía más
tranquila y aquella sombra de angustia que había visto en sus ojos
simplemente había desaparecido. Al verla tan taciturna esa mañana me
preocupó. Me di cuenta de lo mucho que me importaba su estado, de cuánto
necesitaba saber que estaba bien y nada la perturbaba. Todo aquello estaba
despertando dentro de mí sin que me diera cuenta, y en cierto modo me
asustaba. La situación era peligrosa, estaba apegándome demasiado a
aquella mujer en el peor de los momentos.
«Estás colgándote de ella», pensé. Y no pude negármelo a mí mismo.
Era el peor momento para algo así. ¿Y si le pasaba algo? Ambos
estábamos en peligro, era fácil que ocurriera. Podían matarnos en cualquier
momento. Volver a perder a alguien a quien había empezado a querer de esa
manera me destrozaría. Me devolvería al agujero del que acababa de salir y
destruiría las pocas esperanzas que me quedaban de que la vida valiese la
pena.
La llamada de Sam me apartó de aquellos pensamientos. Era hora de
ponerse en marcha: los refuerzos ya estaban aquí. Cuando salimos del
barco, Sam y Kolt estaban esperando en el aparcamiento del puerto, junto a
un todoterreno gris propiedad de la empresa. Kolt iba con unos vaqueros
negros y una camiseta de Motorhead, mientras Sam había elegido un
discreto y cómodo traje chaqueta de color gris para la ocasión.
—Bruce, ¿cómo ha ido? Me alegro de veros enteros —dijo Sam al
acercarse. Me estrechó la mano como solía hacer y luego se dirigió a Jack,
antes de que yo pudiera responderle—. Jack, un placer poder saludarte
como es debido. Ahora que las cartas están sobre la mesa podremos hacer
las cosas mejor.
Sam tendió la mano a Jack y ella respondió sin dudarlo, con una
seguridad que me hizo sentir cómodo. En el fondo eran parecidas: seguras,
decididas, con un carácter de mil demonios y las cosas bien claras. Sin
embargo, Sam nunca me había atraído como lo hacía Jack.
—Un placer, Sam. Parece que no nos han localizado, así que podemos
estar satisfechos. Si venís al barco os explicaremos el plan al detalle.
Kolt se había quedado atrás, apoyado en el coche esperando a las
presentaciones. Al ver que ponía la mirada en él me saludó con una
inclinación de cabeza, llevándose los dedos a la frente en un gesto marcial.
Esperé a que Sam le presentara a Jack y a ponernos en camino hacia el
barco para llamar su atención.
—Espera un momento, Kolt. Quiero hablar contigo —le dije al ponerme
a su lado. Él se detuvo habiendo dado un par de pasos en dirección a las
chicas, que ya iban hacia el embarcadero.
—Claro, ¿hay algún problema? —preguntó cruzándose de brazos.
Parecía tranquilo, pero había un brillo inquieto en sus ojos, un tanto
defensivo.
—Sam me ha dicho que te ha apartado de tu misión como escolta de
Steven —fui directo al grano—. ¿Qué leches ha pasado? ¿Has tenido
problemas con él?
Algo en la actitud de Kolt me dio la respuesta. Cambió el peso de pie y
apartó la mirada. Le conocía bien a esas alturas, después de años trabajando
juntos, sabía cuándo estaba ocultando algo y me convencí nada más me
respondió.
—No. No ha pasado nada. Simplemente Sam considera que es mejor
que esté en esta misión —mintió como un perro. Ni siquiera me miró a los
ojos.
—Oye, no me jodas. Dime qué ha pasado para que te aparte. Eres uno de
sus hombres de confianza, me conoces poco si crees que vas a dármela con
esa excusa.
Kolt era bueno en su trabajo. Poco importaba que viniera de los bajos
fondos de Nueva York, ni su historial de tráfico de drogas y palizas. Había
sabido aprovechar la oportunidad que Sam le había dado y hasta ahora no
había dado ningún problema. Pero temí que hubiera empezado justo con mi
hermano.
—Tío, no ha pasado nada —negó otra vez. Y eso hizo que me tensara.
—¿Qué has hecho? —pregunté con firmeza, dejándole claro que no iba
a darme por vencido.
Kolt suspiró y me miró al fin. Lo que vi en sus ojos no era miedo, sino
vergüenza. Se avergonzaba por algo, por eso no quería decírmelo.
«¿Qué cojones ha pasado aquí?».
—Tu hermano se enteró de que casi te matan. No es culpa mía —se
defendió al ver que abría mucho los ojos y me tensaba más, pero no me
dejó hablar—. Escuchó la conversación con Sam a través de una puerta y
cuando salí estaba en pleno ataque de pánico. Quería irse. Tuve que hacer lo
necesario para evitarlo.
—¿Le pegaste? —Di un paso hacia él, inconsciente, tenso y a la
defensiva. Si había tocado a mi hermano iba a matarle. La sola idea me
ponía violento.
—¿Qué? ¿Por qué iba a pegarle? —Kolt reaccionó, ofendido. Se cabreó
y me plantó cara, dando un paso hacia mí—. ¿Por quién me tomas, tío? ¿De
verdad piensas que le pegaría a nadie en medio de una crisis?
—¿Entonces qué cojones ha pasado? —pregunté alterado. Estaba
empezando a ponerme realmente nervioso—. ¿Le has dicho algo? ¿Has
hecho que se sienta mal?
—No. No he hecho nada de eso.
Su escueta respuesta terminó de enervarme. Le agarré de la pechera de
su camiseta de Motorhead y levanté un puño. Él no se defendió, ni siquiera
mostró miedo. Solo se me quedó mirando, observando cómo aguantaba la
tensión y como, angustiado y frustrado, bajaba el puño que había estado a
punto de estrellar contra su cara.
—Le besé, ¿vale? —confesó, levantando las manos en son de paz—.
Fue eso. Le besé. Y la cosa se puso rara, Sam se dio cuenta y no quiere que
vuelva a mi puesto.
Cerré los dedos con más fuerza en su camiseta y le sacudí. ¡No podía
creerlo! Quería matarle ahí mismo. Quería estrangularle.
—¡¿Que has hecho qué?! ¿Cómo se te ocurre algo así? ¿No te das
cuenta de lo vulnerable que se encuentra ahora mismo?
—Joder, lo sé. Claro que me doy cuenta y sé que fue una cagada, pero
no se me ocurrió otra cosa. ¡Iba a largarse! No sabía qué hacer —dijo
atropelladamente—. En ningún caso he querido hacerle daño, Bruce. Te lo
juro.
Le solté, frustrado. Kolt había tenido la peor idea del mundo. Sabía lo
sensible que era Steven, sabía que esas cosas podían afectarle. Y sabía que
este tío no le convenía en absoluto. Quería protegerle de que volviera a caer
en una historia que le jodiera la vida. Y aunque Crowell era difícil de
superar, el pasado de Kolt no me hacía confiar. No le quería cerca de mi
hermano después de lo que acababa de decirme. Me aparté de él con
brusquedad y le señalé con el dedo.
—No vuelvas a hacerlo. No voy a permitir que otro gilipollas le amargue
la vida, ¿entiendes?
La mirada de Kolt se enturbió de una amargura que no había visto en la
vida en su expresión. La apartó de mí y asintió, mirando hacia el puerto.
—Sí, claro. Me alejaré de él.
«¿Este imbécil realmente siente algo por mi hermano?». Aquella
reacción me dejó sorprendido, pero no me hizo cambiar de opinión. Me
daba igual por qué hubiera hecho Kolt algo así: no debió hacerlo y punto.
No era el momento.
—Bien, porque Steven vale demasiado para acabar siempre liado con
idiotas —sentencié.
Kolt no dijo nada y caminó detrás de mí cuando volvimos al barco en
silencio. Las chicas ya estaban allí cuando llegamos y Greyson no tardó en
presentarse. Jack explicó el plan sobre el mapa y nos repartimos las
localizaciones: Jack y yo iríamos juntos a la gasolinera, Greyson y Kolt
irían al parque y por último Sam se reuniría con Donovan, otro de nuestros
compañeros, en el motel. Una vez detallados los pormenores el grupo se
dispersó para hacer los últimos preparativos: Greyson llamaría esa misma
tarde al equipo de Jack, incluyendo a su jefe, desde tres cabinas distintas.
En ese momento, la trampa estaría tendida y solo tendríamos que
observar.
18
Los puros habanos eran los mejores del mundo. Jerome estaba
convencido de ello. Por eso fumarse un Montecristo después de cada
fructífera reunión de negocios era un placer al que no estaba dispuesto a
renunciar.
Aunque parecía que a sus ilustres invitados había otros placeres que les
satisfacían mucho más que exhalar lentamente el humo de una de esas
maravillas, pues habían dejado los suyos olvidados en los ceniceros en
cuanto las chicas entraron en la habitación del hotel. Eran cuatro, altas y
espigadas, con tetas grandes y caderas voluptuosas. Iban cubiertas apenas
con unos mini vestidos que dejaban las nalgas al descubierto y con unos
escotes que no podían contener sus atributos.
Jerome soltó una risa divertida cuando vio a una de ellas muy apurada
tirando del vestido intentando cubrirse los pezones que no hacían más que
escaparse de aquel pedazo de tela insuficiente mientras sus invitados se
jugaban a las chicas a los dados. Estaban las cuatro apiñadas en el centro
del salón, asustadas y nerviosas, intentando darse ánimos las unas a las
otras en silencio. Se miraban con los ojos muy abiertos y había una que
estaba a punto de romper a llorar.
Sabían perfectamente para qué las habían arreglado y traído hasta aquí.
Eran un regalo para sus invitados. Su pasado y su libertad ya no existían.
Ahora formarían parte del séquito de esos hombres y viajarían con ellos
hacia un país en el que ya no serían consideradas seres humanos, sino
esclavas con un único fin: la satisfacción sexual de sus amos.
Jerome las había escogido personalmente tres días atrás. Sus fichas
todavía estaban en el cajón de su escritorio, en el despacho de su casa.
Todas vírgenes y puras, tal y como les gustaban a sus invitados.
Exhaló el humo del puro muy lentamente, con los ojos cerrados,
deleitándose en el sabor. Volvió a abrirlos cuando un grito de victoria
resonó en la habitación. El primero de sus invitados, el que se hacía llamar
príncipe Qawium, había ganado la partida y sería el primero en escoger a
una de las chicas. Se levantó y caminó alrededor de ellas, observándolas
con ojos de comadreja. A una le tocó las tetas por encima del vestido,
haciendo que lanzara un respingo; a otra le dio un azote en el culo que la
hizo saltar y morderse los labios para no estallar en lágrimas de miedo.
El tipo no le gustaba nada a Crowell. En realidad, no le gustaba ninguno
de ellos, pero los negocios eran los negocios y esa gente pagaba rápido y
bien las armas que les suministraba. Eran un grupo terrorista financiado de
tapadillo por la todopoderosa familia Al Maktum, afiliado al Estado
Islámico y a Al Qaeda, un grupo que no buscaba relevancia y que
funcionaba en las sombras, sin comunicados oficiales ni rostros públicos, lo
que les permitía operar y moverse por el mundo sin ser observados por la
CIA ni por Seguridad Nacional. De hecho, el falso príncipe Qawium había
llegado a Estados Unidos con inmunidad diplomática y había sido recibido
en la Casa Blanca como un enviado de Arabia Saudita.
Jerome se inclinó hacia adelante y sacudió la ceniza del puro en el
cenicero, soltando una carcajada rasposa. Qawium se había decidido por la
más joven y se la había llevado al sofá, donde la estaba manoseando a
conciencia mientras la mujer intentaba impedirlo entre sollozos y súplicas.
Al finalizar la reunión y antes de llamar para que las trajeran, le había
preguntado al príncipe si las prefería drogadas para que no les diesen
problemas. Hay tíos a los que no les gusta que su presa presente batalla.
Pero Qawium le contestó que qué diversión había en follarse a una virgen si
esta estaba inerte; prefería que estuviese bien despierta para que pudiese
luchar contra él y suplicarle clemencia; algo que, por supuesto, no iba a
tener, añadió con una carcajada.
Y el muy cabrón lo estaba consiguiendo. Le había arrancado el corpiño
y le estaba succionando las tetas con ahínco, mientras ella no paraba de
forcejear para librarse de su boca. Trabajo inútil, porque Qawium era
mucho más grande y fuerte que ella y con solo una de sus manos, cerrada
como un cepo alrededor de sus muñecas, consiguió retenerla sin problemas.
Como castigo, la abofeteó tan fuerte que se quedó aturdida y pudo proseguir
a chuparle las tetas con tranquilidad.
El segundo de los árabes, Ahmet, gritó de alegría. Había conseguido
ganar a los otros dos y podía escoger entre las tres que quedaban. No dudó
ni un momento y se dirigió hacia la más alta, una mujer de pelo largo y
rubio como el oro que intentó escapar aterrorizada en cuanto vio que aquel
hombre vestido con chilaba y una abundante barba se abalanzaba sobre ella.
No consiguió llegar muy lejos. Ahmet la agarró por el pelo y tiró de ella.
Se cayó al suelo y la arrastró como si de un cavernícola se tratase. A
Crowell no le hubiera extrañado encontrar representaciones como aquella
en cualquier cueva prehistórica.
Los gritos de la mujer asustaron todavía más a las otras dos, que,
abrazadas la una a la otra, fueron dando pasitos en dirección a la salida.
Crowell sonrió porque sabía que no podrían ir muy lejos. En el pasillo del
hotel, frente a la puerta, dos de sus hombres estaban de guardia y no les
permitirían escapar, si es que se obraba un milagro y conseguían abrir la
puerta.
Ahmet había tirado a la suya sobre uno de los sillones, boca abajo, y
tiraba hacia arriba de la minúscula falda del vestido para enrollársela en la
cintura. Parecía que aquel hombre no tenía mucha paciencia ni le gustaban
los juegos, porque con una mano le arrancó las bragas de un tirón y después
se sacó la polla sin soltar a la mujer, que pataleaba atrapada por la gran
mano que la mantenía aplastada contra el respaldo del sillón, con el culo en
pompa.
—Deja de gritar, zorra —le dijo en inglés con un fuerte acento—, y
alégrate porque ahora vas a saber lo que es tener una buena polla follándote.
La empaló sin contemplaciones, enterrándose hasta el fondo. Ella gritó
de dolor y empezó a sollozar, pero aquello no lo detuvo. Bombeó sin
ningún tipo de reparos, divirtiéndose con su dolor y sus súplicas, hasta
correrse con un rugido ensordecedor que provocó que las dos mujeres que
todavía no tenían amo gritaran también y empezaran a temblar todavía más
asustadas.
Crowell inhaló una bocanada de humo y la exhaló lentamente. No podía
evitar sentirse excitado con aquella visión de decadencia plagada de
violencia. A él también le gustaba provocar dolor mientras follaba un buen
culo. A Steven lo había azotado más de una vez, sin importarle que a él no
le gustara, ni las lágrimas que derramaba con los dientes apretados porque
era demasiado orgulloso para suplicar. Ese era uno de los motivos por los
que todavía no se había cansado de él, la resistencia que mostraba ante la
brutalidad y el orgullo que no le permitía implorar; porque lo acicateaba a
ser más cruel y más brutal, buscando precisamente esa súplica que
raramente llegaba. Después, cuando terminaba de follar su culo y se
quedaba satisfecho dejándolo tembloroso y sollozante, lo desataba y lo
abrazaba, lo llenaba de besos y le susurraba palabras cariñosas al oído para
calmarlo, y el muy imbécil lo perdonaba y le decía que lo amaba.
Pensar en Steven lo puso de mal humor. Había estado feliz con los
millones libres de impuestos que acababa de embolsarse y recordar la
traición de su amante le provocó un retortijón de estómago. Sacudió la
ceniza con brusquedad y se miró la mano. En el dedo anular llevaba el sello
que Steven le había regalado en su último cumpleaños; en la parte interior
estaba grabada la frase: «Siempre tuyo, te pertenezco. S.». Mentiroso de
mierda. Con ese mismo sello se ocuparía de destrozarle su hermoso rostro a
puñetazos, hasta que quedara hecho pulpa y fuese irreconocible.
Cerró el puño con fuerza y levantó la vista. Las chicas ya habían sido
repartidas satisfactoriamente entre sus cuatro invitados.
Qawium se estaba follando a la suya sobre el sofá. Le había quitado la
ropa hasta dejarla desnuda y él mismo se había desnudado para tumbarse
sobre ella, aplastándola con su peso. La chica ya no se revolvía ni luchaba.
Tenía los ojos cerrados y el rostro ladeado; movía los labios en silencio,
como si estuviese entonando algún tipo de oración. Ilusa. Dios no existía: él
era la prueba de ello.
Crowell sonrió. El culo prieto y desnudo de Qawium sí que era una vista
magnífica. Lamentablemente, Jerome jamás mezclaba negocios y placer, y
mantener sus gustos sexuales en secreto era fundamental para su reputación.
Ahmet, la mano derecha del príncipe, también había desnudado a su
víctima después de follársela. Le había atado las manos a la espalda con
uno de los cinturones de cuerda de su chilaba, o como se llamase esa ropa
exótica que usaban los árabes, y se entretenía grabando un vídeo de todas
sus partes íntimas mientras hablaba en esa jerigonza suya que llamaban
idioma. ¿Quizá estaba fardando con sus amigos por haberse follado a una
blanca rubia?
Crowell no recordaba los nombres de los otros dos, pero también se lo
estaban pasando en grande. Uno de ellos estaba sentado con la mujer
arrodillada ante él haciéndole una mamada. Crowell se estremeció ante el
peligro que suponía para su polla estar rodeada de dientes; si ella era lista,
se la chuparía hasta que se corriera y no haría locuras, pero el miedo a veces
era mal consejero y si le pegaba un mordisco… Esperaba que no fuese así,
porque acabaría muerta. Dudaba mucho que esos tipos fuesen capaces de
perdonar algo así. Él, desde luego, no lo haría.
El cuarto hombre, el que había resultado perdedor, se había tenido que
quedar con la mujer que no quería y no parecía muy satisfecho con su
suerte. Crowell lo observó mientras le quitaba el vestido con brusquedad, a
tirones, y le daba una bofetada que la tiraba al suelo. Después, se tumbó
sobre ella y la violó con dureza, haciéndola gritar.
Jerome suspiró. Tenía la polla hinchada y estaba empezando a dolerle,
así que pensó en el chico que le estaba esperando en su propia habitación.
En realidad, quizá sería mejor que se fuera sin despedirse y dejara a sus
invitados seguir divirtiéndose a solas. Estaba seguro de que ninguno de
ellos se percataría de su marcha.
Sí, mejor sería que fuese a atender sus propias necesidades. Uno de sus
cazadores había encontrado al chico hacía apenas unas horas, en la calle,
delgado y muerto de hambre y desesperación, igual que años atrás él mismo
había encontrado a Steven. Lo había visto brevemente antes de la reunión,
mientras el chico se bañaba pensando que tenía intimidad, sin sospechar
que aquel espejo que tenía en la pared era falso y que, al otro lado, a un
depredador sin escrúpulos estaba haciéndosele la boca agua al ver su cuerpo
desnudo. Sí, a esas horas ya habría llenado la barriga y estaría durmiendo
plácidamente en una mullida cama, sin saber qué le esperaba.
Crowell estaba deseando iniciar con él el mismo camino que había
recorrido con Steven hasta convertirlo en su puta particular. Se mostraría
atento, pero implacable; comprensivo, pero exigente; amoroso, pero
inflexible en sus demandas. Lo convertiría en su esclavo y sería tan
satisfactorio como había sido Steven hasta el momento en que decidió
traicionarlo. Pero, esta vez, no le ocultaría su lado oscuro. Se lo mostraría
desde el principio y le dejaría bien claro qué le esperaba si lo traicionaba.
Quizá, rumió, hasta lo llevaría para que presenciara el destino de Steven
como una advertencia. Y, desde luego, no le permitiría hacer nada más que
dejarse follar por él. No volvería a cometer el error de regalarle unos
estudios y un magnífico empleo que le proporcionaba dinero a espuertas.
Ese había sido su error con Steven, dejar que creyera que era algo más que
un cuerpo de su pertenencia. Este chico nuevo dependería completamente
de él; viviría donde él le dijese, vestiría lo que él le comprase y comería lo
que él pagase. No vería ni un céntimo en metálico; no iba a darle la
oportunidad de escapar a su control.
Se levantó mientras a su alrededor sus invitados seguían divirtiéndose
con las chicas. Ninguna de las cuatro era virgen ya y, aunque en un
rinconcito de su interior le dolía el dinero que había perdido al regalárselas
—la virginidad, por escasa que era, se vendía a muy buen precio—, en
realidad era consciente de que sus invitados habían apreciado su regalo y
eso le facilitaría las cosas de cara a próximos negocios con ellos. Había que
tener contenta a la clientela.
Salió al pasillo y ordenó a uno de sus hombres que se quedara allí para
proteger la intimidad de sus invitados. Si requerían cualquier cosa, la que
fuese, debía proporcionársela.
El otro caminó detrás de él por el pasillo y esperó al ascensor a su lado.
Las habitaciones privadas de Crowell, donde estaba esperándolo el
exquisito bocado que pronto degustaría, estaban en el ático, al que solo se
podía acceder con una llave de ascensor. Eran las ventajas de ser el dueño
del hotel, que podías hacer lo que quisieras y remodelar las habitaciones
como te diese la gana.
Entraron en el ascensor en silencio. Crowell ya se relamía por la
anticipación cuando el sonido del móvil lo devolvió a la realidad. Lo sacó
del bolsillo y miró la pantalla para saber quién se atrevía a molestarlo.
Mostró una sonrisa ladeada al ver el nombre: su topo en el FBI.
—Dime. —Escuchó un rato lo que el otro le decía—. Ajá. Estupendo.
Lo has hecho muy bien, sabré recompensártelo, no te preocupes por eso.
Colgó, sintiéndose muy satisfecho y feliz. Aquel día estaba mejorando a
pasos agigantados. Soltó una carcajada que hizo que su guardaespaldas lo
mirara de reojo. Marcó rápidamente otro número y se limitó a repetir el
lugar, el día y la hora que su topo le había dicho. En Quantico, Virginia. Allí
se había escondido la rata de Steven y acababa de encontrar su madriguera.
Esta vez, el muy hijo de puta no escaparía.
19
Todos estábamos en nuestras posiciones. Greyson y Kolt ya estaban en
el parque y Sam y Donovan se encontraban vigilando el motel mientras
esperábamos a que el pez mordiera el cebo. Jack y yo habíamos aparcado
frente a la gasolinera a las afueras de Quantico. Teníamos una excelente
vista de la máquina de autolavado que habíamos dado a Fallon, el jefe de
Jack, como referencia para nuestra cita. Eché a faltar unos donuts y unos
cafés para amenizarnos la espera.
—Todo está tranquilo —escuchamos a Sam a través del pinganillo.
—Tranquilo también —respondió Kolt.
—Aún faltan diez minutos —dije al pequeño micro que llevaba en la
solapa, pulsando el botón en el cable para activarlo.
Me estaban poniendo nervioso dando el parte cada treinta segundos.
—No esperaba que tuvierais tantos recursos —comentó Jack,
mirándome de reojo mientras mantenía vigilada la gasolinera.
—Sam es una máquina. Ni te imaginas lo que es capaz de conseguir.
Aprovechó su temporada en el ejército muy bien y ahora tiene contactos
importantes, así que puede conseguir casi de todo.
Jack alzó las cejas, impresionada. Se quedó unos instantes callada,
mirando el ir y venir de la gente en la gasolinera, atenta por si había
movimientos sospechosos.
—Así que estuvisteis juntos en el ejército… —dijo al final, con un tono
extraño, como si algo le molestara.
—Sí. Ella era mi superior.
—¿Algo más que tu superior? —Me miró de reojo. No supe si estaba
bromeando para picarme o si preguntaba en serio.
—Nada más que mi superior. Sam no es mi tipo.
Jack se acomodó en el asiento del conductor. Yo me había sentado en el
copiloto por si nos veían: no tendría sentido que Steven condujera el coche
de su protectora y aunque se me había dado de culo fingir que era él, trataba
de fijarme en ese tipo de detalles de cara al exterior.
—¿Y cuál es tu tipo?
—Me gustan las mujeres femeninas y, a poder ser, que no puedan
reventarme la cabeza de una patada. Sam no es lo primero y puede hacer lo
segundo —repliqué medio en broma.
Era verdad que Sam no era mi tipo, pero ya no estaba seguro del tipo de
mujer que me gustaba. La que tenía al lado se salía bastante de lo que yo
pensaba que me atraía y a duras penas pensaba en algo más que en
revolcarme con ella cuando estábamos solos. Incluso en esa situación
trataba de mantener la atención en la gasolinera y la vigilancia y no
distraerme mirándola.
—Ya veo, así que femeninas y debiluchas, ¿no? ¿Te das cuenta de que
eso es un estereotipo? —De pronto parecía molesta, como si yo hubiera
dicho algo muy ofensivo. La miré extrañado.
«¿Qué tripa se le ha roto ahora?».
—No, solo digo que Sam nunca me ha gustado en ese sentido. ¿Qué te
pasa? —pregunté volviendo el rostro para mirarla.
Resopló, iba a replicar cuando la voz de Greyson nos interrumpió.
—O’Reardy ha acudido a la cita. Está esperando en el parque.
Jack suspiró y se llevó la mano a los ojos, presionando con suavidad
sobre sus párpados cerrados. Imaginé que se sentiría aliviada al descartar a
su compañero, pero aún quedaban dos y a la fuerza debía ser uno de ellos.
No podía imaginar lo que era encontrarse en esa situación, si descubriera
que uno de mis compañeros en Atlas era un traidor… No sabía qué podría
hacer.
—La verdad es que ya no estoy tan seguro de que me gusten así —dije
rompiendo el silencio un poco tenso que se había formado, intentando
distraer su mente de lo que seguramente estaba pensando.
—¿Qué? —Jack me miró confundida.
—Las mujeres. Creo que lo que siempre me ha llamado de una mujer no
es si es femenina o no —seguí explicándome con naturalidad—. Eso en
realidad es una gilipollez.
—¿Y qué es? —preguntó volviendo la mirada al autolavado.
—Su integridad y sus valores. —Lo comprendí según lo dije.
Siempre pensé que las mujeres con carácter no me gustaban, pero no era
cierto. El carácter de Jack me volvía loco, pero si algo me gustaba de ella
era su afán por hacer lo correcto y lo íntegra que era, lo mucho que luchaba
por todo, por mantenerse fiel a sí misma, por la seguridad de los demás...
No era el mejor momento, pero volví a pensar en lo mucho que me estaba
calando aquella mujer. En lo mucho que empezaba a colgarme de ella.
«No sé si estoy preparado para esto… Pero tampoco creo que tenga
elección al respecto», pensé con cierta inquietud.
Jack se me había quedado mirando. Los dos perdimos de vista la
gasolinera y lo que pasaba allí. Vi un brillo trémulo en sus ojos y bajé la
mirada a sus labios. Quise besarla. Empecé a inclinarme y ella lo hizo hacia
mí.
—Le tenemos —dijo entonces Sam. Jack apartó los ojos de mí,
abriéndolos de par en par mientras volvía a su posición en el asiento—.
Jeffries no ha acudido, en su lugar hay un hombre vestido de negro
forzando la puerta. Ha conseguido abrirla. Ha entrado.
Jack suspiró y negó con la cabeza. La bajó y durante unos segundos me
pareció abatida. En apenas unos días había perdido a dos compañeros y uno
de ellos se descubría como el causante de sus muertes. Le puse la mano en
la espalda, quise consolarla, pero en ese momento alguien apareció en la
gasolinera. Jack levantó la mirada y se echó hacia atrás en el asiento,
frotándose las sienes.
—Fallon ha llegado. Tengo que explicarle todo esto. Las cartas están
sobre la mesa… ¡Maldito Jeffries! —De pronto soltó un golpe contra el
volante, descargando su frustración—. Ojalá le tuviera delante. Hijo de
puta.
—Ya habrá tiempo para eso y pagará por lo que ha hecho. Ahora
tenemos que centrarnos en hacer las cosas bien para descubrirle —le dije
intentando calmarla. Jack tomó aire y se relajó. Asintió con la cabeza.
—Informaré de todo a Fallon y arreglaremos esto —dijo abriendo la
puerta del coche para salir.
—Voy contigo.
Jack se detuvo en seco y me puso una mano en la pierna, parándome
antes de que pudiera abrir la puerta.
—No, tú tienes que quedarte aquí. No quiero que Fallon sospeche ni por
un segundo que no eres Steven —dijo en un tono que no admitía réplicas—.
No quiero que se enteren de nuestro truquito, ¿de acuerdo?
No creía que el tipo se fuera a dar cuenta, pero no repliqué. Prefería que
Jack estuviera tranquila y pudiera hablar con él con calma, así que me
quedé sentado en el coche, portándome bien por una vez.
Pero no les quité los ojos de encima.
...
El jefe Fallon permanecía de pie al lado de su coche, un sedán negro.
Miré a Bruce un último momento, me quité el pinganillo, lo guardé en el
bolsillo y me bajé del nuestro, cerrando la puerta de golpe. Crucé la calle a
la carrera, llamando la atención de Fallon, que se giró. El alivio al verme
fue evidente en su rostro. Caminó hacia mí con rapidez y nos encontramos
en la acera a un lado de la gasolinera.
—Jack, maldita sea, me has tenido muy preocupado.
—Lo sé, señor, y lo siento mucho, pero tal y como están las cosas no
podía hacerlo de otra manera.
—¿Qué es la historia esa sobre un topo que me ha contado Greyson
O’Sullivan?
Le conté todo intentando ser lo más escueta posible: mis sospechas de
que había un topo, la trampa que le habíamos tendido y que en el motel, en
lugar de Jeffries, había aparecido un tipo, forzado la cerradura de la
habitación y se había colado dentro. Me callé lo de Bruce y que Steven no
estaba conmigo, sino bajo la tutela de un grupo privado de guardaespaldas.
Ese era un secreto que prefería que se mantuviera como tal, aunque tenía la
certeza de que, tarde o temprano, tendría que contarlo. De momento,
prefería centrarme en la cuestión del topo y en atraparlo.
—En conclusión, estoy convencida de que el topo que ha estado
informando a Crowell de todos nuestros pasos es Jeffries.
—No puede ser. —Fallon parecía muy decepcionado. Se pasó la mano
por el rostro y sacudió la cabeza—. ¿Por qué haría algo así? Jeffries lleva
años en el FBI, tiene un expediente intachable y goza del respeto y la
admiración de todos sus compañeros. ¿Qué le puede haber llevado a caer
tan bajo? —Estuvo unos segundos en silencio, pensativo. No quise
interrumpirle. Pensé que Fallon necesitaba tiempo para reaccionar y aceptar
lo evidente, aunque yo tampoco podía creer que Jeffries fuese el topo. Era
un tipo afable, buen compañero y siempre me había parecido muy leal. Por
eso me cabreaba, ¿podía haber actuado tan bien todo aquel tiempo?—.
Tengo que ocuparme de esto inmediatamente —murmuró, todavía confuso
por la mala noticia—. He de conseguir una orden de registro para su casa y
he de ponerlo en custodia inmediatamente. Dios, en la oficina será un golpe
muy duro del que tardaremos en recuperarnos.
—Lo sé, señor.
—¿Por qué no me lo contaste antes? ¿Acaso no confiabas en mí?
—Señor, con todos mis respetos, no podía confiar en nadie. El chivatazo
de dónde estaba el señor Blackburn había salido de dentro, de eso estaba
segura, y cualquiera podía ser sospechoso.
—Incluso yo.
—Incluso usted, señor.
Sacudió la cabeza, pensativo durante unos instantes.
—Supongo que yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar —aceptó al fin
—. Pero todo esto ya ha terminado. Ya no hay motivo para que sigáis
ocultos en paradero desconocido. El señor Blackburn debe regresar a la
custodia oficial del FBI inmediatamente.
—Nunca ha dejado de estarlo, señor —mentí.
—Sí, sí, ya lo sé —admitió, impaciente—, pero no podéis seguir
escondidos en cualquier cochiquera, sin respaldo. —Si Greyson llega a oír
que llamaba «cochiquera» al barco del que estaba tan orgulloso, se le
revolverían las tripas. La idea me hizo sonreír, pero me recompuse antes de
que Fallon se diese cuenta—. Vamos a hacer lo siguiente. Iré con vosotros,
no puedes seguir sola en esto, Blackburn es demasiado importante como
para que solo tenga tu protección. Seré tu refuerzo hasta que lleguen más
agentes de la oficina de Filadelfia.
—Podría pedir ayuda a Quantico —le sugerí. Prefería no tenerle en el
mismo espacio que a Bruce, pero no podía insistir demasiado o sospecharía
que pasaba algo raro—. Greyson podría ayudar también.
—No es necesario. Hasta que Jeffries no esté bajo custodia es mejor que
nadie más lo sepa. Los rumores corren demasiado rápido y no quiero que
cuando vayan a por él el pájaro haya volado. Llamaré a Harris, le explicaré
lo que está pasando y él se ocupará de detener a Jeffries y del registro. En
cuanto a los agentes de refuerzo…
Siguió hablando como si pensara en voz alta, ausente, como si mi
presencia ya no importara. Yo me limité a mirarlo y a escuchar sin
interrumpirlo, aunque no quería que él se quedara, ni que vinieran
refuerzos, ni nada que se le asemejara. Solo deseaba volver al coche con
Bruce, huir al barco y acurrucarme junto a él en la cama. Volver a esa
burbuja que nos habíamos construido en tan poco tiempo y que nos salvaba
de la realidad.
Porque todo esto ponía punto final a nuestra aventura y no estaba
preparada para que todo terminara tan rápidamente. Necesitaba tiempo para
prepararme, para pensar en qué hacer después, hablar con él para saber qué
quería o esperaba de nuestra relación. ¿Querría seguir viéndome? ¿Tener
citas? Me imaginé cenando con él en un restaurante, teniendo
conversaciones superficiales, sin la tensión que habíamos soportado hasta
aquel momento. ¿Seguiría deseándome? ¿O querría terminar con todo y
dejarme atrás, como una aventura cualquiera?
Y aparte estaba el tema de contarle a mi jefe que Bruce no era Steven, y
que habíamos metido a una empresa privada en todo el lío. Esperaba que
Fallon entendiera las cosas y no me amonestara.
—¿Me estás oyendo, Jack?
—¿Eh? Perdone, señor, yo…
—Debes estar agotada, lo comprendo, no te preocupes. Te decía que te
seguiré con mi coche hasta vuestro refugio y, una vez allí, haré las llamadas.
—Sí, sí, claro —contesté. ¿Qué iba a decirle?
Me moví como una autómata hacia mi coche, desde el que Bruce me
observaba. Entré y me agarré al volante sin decir nada.
—¿Qué ocurre? ¿No ha ido como esperabas?
—Fallon viene con nosotros al barco de Greyson —le expliqué—. Dice
que no puedo quedarme sola con Steven como hasta ahora, que él se
quedará como refuerzo hasta que lleguen más agentes desde Filadelfia.
—Me parece extraño que no pida ayuda en la oficina de Quantico.
—A mí también, pero me ha dicho no sé qué de hacer saltar la liebre y
de Jeffries. —Giré el rostro para mirarlo—. Escucha, no le he hablado de ti.
Para él, tú sigues siendo Steven.
—Bien —murmuró—, así podré seguir con el cuento unos días más
mientras Steven está a salvo. ¿Por qué no lo has hecho? —me preguntó
después de unos segundos de silencio.
—¡No lo sé! No es que no confíe en él, hemos demostrado que no es el
topo…
—¿Pero?
—No tengo ganas de que me pegue la bronca —confesé, derrotada—.
Cuando se entere de que hace días que no sé nada de tu hermano, que ni
siquiera sé dónde está, me caerá una tan gorda que no sé si podré
levantarme, ¿entiendes? Mi carrera en el FBI habrá terminado, estoy
convencida. Solo quiero un rato para coger fuerzas y poder enfrentarme a la
realidad sin miedo.
—No tiene por qué ser así, Jack.
Intentaba consolarme y se lo agradecí de corazón, pero sabía que mi
futuro en el FBI se había volatilizado en el mismo instante en que Bruce
tomó el lugar de Steven y yo fui tan necia de no darme cuenta.
—Ojalá esté equivocada —le dije, arrancando el coche—. Ojalá.
Hicimos casi todo el trayecto en silencio. Bruce habló con Sam para que
desaparecieran del mapa y después se arrancó el pinganillo de la oreja. Se
arrellanó en el asiento y mantuvo la mirada al frente. Parecía pensativo y
triste. ¿Quizá a él también le estaba afectando este final? ¿Podía ser que
también se preguntara qué iba a pasar con nosotros a partir de ese
momento? Abrí la boca para hablar, pero volví a cerrarla con un chasquido.
¿Qué podía decir? ¿Que me había enamorado de él y que quería seguir
viéndole? Tenía una opresión en el pecho que se estaba haciendo cada vez
más grande y pesada. Teníamos que hablar, y teníamos que hacerlo antes de
llegar a la casa barco de Greyson porque no podríamos hacerlo delante de
Fallon.
Pero no fui capaz.
Llegamos al puerto antes de que encontrara el valor para abrir la boca y,
sin darme cuenta, estábamos sentados en el sofá, con Fallon delante de
nosotros hablando por teléfono, poniendo en marcha el engranaje que nos
iba a separar.
20
El tiempo pasó muy lentamente. Tres horas mirándonos a hurtadillas,
pero sin atrevernos a hablar. Tres horas deseando poder perderme entre sus
brazos y encontrar el valor para decirle lo que sentía por él, o lo que creía
sentir. Tres horas llenas de angustia intentando convencerme de que lo que
sentía no era real, que el amor que me hinchaba el corazón y lo hacía
palpitar desbocado era una quimera, una ilusión provocada por la adrenalina
producida por el perpetuo estado de tensión y peligro en el que vivíamos.
Porque admitir que me había enamorado de Bruce en apenas una
semana, era una tontería, un absurdo. Siempre había creído que el amor era
algo que se cocinaba a fuego lento, pero en nuestro caso había sido una
llamarada explosiva que amenazaba con consumirnos.
—Están llegando —anunció Fallon mirando el móvil.
Sentí el vuelco en el estómago, una sensación física y real, como si una
mano gélida lo hubiese agarrado y retorcido con saña. Miré a Bruce y
tragué saliva. Había estado callado y quieto durante las tres horas, no había
abierto la boca ni un solo instante y eché de menos el sonido de su voz.
—Será mejor que vayamos saliendo —dije con voz triste, levantándome
del sofá. Bruce debió percatarse de mi estado de ánimo, porque me miró y
me dirigió una sonrisa apesadumbrada. ¿Tendría los mismos miedos que
yo? ¿A que nuestra relación terminara allí mismo, de aquella manera tan
fría? ¿No habría por lo menos unas palabras de consuelo, un abrazo, una
sonrisa?
Salimos al exterior y cruzamos la pasarela hasta llegar al muelle. Era de
noche cerrada y, al fondo, los faros de dos coches se apagaron después de
detenerse.
—¿Son ellos? —pregunté.
—Probablemente —contestó Fallon, que venía detrás.
Me acerqué a Bruce y le rocé la mano con disimulo. Él giró el rostro y
me dedicó una sonrisa. Sus labios se movieron en una frase silenciosa, pero
no entendí lo que intentaba decirme.
El dolor me desgarraba por dentro y no había nada que pudiera hacer.
Me apartarían de Bruce, otro equipo se haría cargo de su protección y…
«Y, cuando se enteren de que Bruce no es Steven, estallará un
holocausto nuclear. Voy a perderlo todo en unas horas, mi vida, mi trabajo,
mis sueños… Pero lo que me duele y asusta de verdad es la posibilidad de
no volverlo a ver a él».
Estábamos ya cerca de las escaleras que nos llevarían hasta el
aparcamiento. Las puertas de los coches se abrieron y salieron unos
hombres de ellos, mis compañeros del FBI que venían a hacerse cargo de
Bruce/Steven, los que se lo llevarían a un lugar seguro para mantenerlo a
salvo de Crowell. Estuve a punto de girarme y confesarle la verdad a
Fallon, que aquel hombre no era el testigo que debíamos proteger; pero
Bruce quería seguir con la pantomima, me lo había dicho en el coche unas
horas antes, para que su hermano estuviese a salvo y protegido por sus
compañeros, y yo no podía quitarle aquello por un estúpido arrebato
pasional. Debía centrarme, mantener mi profesionalidad y aceptar que no
vería a Bruce en una larga temporada… Si es que volvía a verlo alguna vez.
Aparté la mirada porque noté que unas lágrimas rebeldes amenazaban
con escapar y no quería que ni Fallon ni Bruce me viesen llorar. A Bruce le
rompería el corazón y Fallon se preguntaría a qué venía aquello; quizá hasta
lo interpretaría como un signo de debilidad y pensaría que me estaba
derrumbando por la tensión del caso.
Por el rabillo del ojo, me percaté de algo que no encajaba. Los hombres
de los coches estaban bajando por las escaleras y había algo en ellos que no
me gustó. No podía verlos bien porque la iluminación era pésima, pero
hubo algo, un extraño aroma a puro, que disparó todas mis alarmas. Me
detuve y cogí a Bruce por el brazo, obligándolo a parar también.
—Esto no me gusta nada —susurré, intentando ver los rostros de los que
se acercaban.
El aire desapareció de mis pulmones cuando reconocí a la figura que
llevaba el puro en la mano.
Jerome Crowell.
Me giré hacia Fallon, desconcertada y llena de angustia, esperando unas
respuestas que llegaron de la manera más inesperada: mi jefe estaba a poca
distancia, apuntándonos con una pistola, mientras Crowell y sus matones se
acercaban a nosotros.
—Ha sido una maldita encerrona —escupí llena de rabia—. Tú eres el
hijo de puta que nos ha traicionado.
—Por supuesto —me contestó con una sonrisa torcida en los labios—.
El truco del cazador cazado.
—¿Cómo supiste..?
—Fuiste muy inteligente al preparar la trampa —Se encogió de hombros
con tranquilidad—, pero yo lo fui más. Tener intervenidos los teléfonos de
Jeffries y O’Reardy fue una ventaja, y tú ni siquiera lo imaginaste. —Dejó
ir una risita entre dientes, como si aquella situación lo estuviese divirtiendo
mucho—. ¿De veras creíste que te asigné esta misión porque confiaba en ti?
Pobre estúpida. Lo hice precisamente porque estaba convencido de que
fallarías, aunque he de admitir que me has sorprendido mucho. Es una pena,
porque aquí se acaba todo. Tú estarás muerta, Blackburn en manos de
Crowell, el pobre Jeffries cargará con las culpas sin poder defenderse.
Cuando encuentren su cadáver todo el caso estará más que cerrado.
—Eres un maldito psicópata —le escupí con rabia.
—No —me contestó alguien a mi espalda. Crowell había llegado hasta
nosotros apestando el aire con su puro—, no es un psicópata, sino un
hombre ambicioso que es capaz de cualquier cosa con tal de conseguir lo
que quiere, aunque quizá le guste demasiado la cháchara —añadió con un
gruñido—. Mátala de una vez, Fallon, me estás haciendo perder el tiempo.
—Dirigió la mirada a Bruce y una sonrisa torva ocupó todo su rostro—. Y
tengo muchas cosas pendientes…
Me giré hacia Fallon, que seguía apuntándome con el arma, y el tiempo
se ralentizó. Todo ocurrió muy despacio y, al mismo tiempo, tan deprisa que
no tuve tiempo de reaccionar.
Vi la decisión en el rostro de mi jefe, su dedo índice tensándose en el
gatillo y el arma apuntándome directamente a la cabeza. Oí el grito de rabia
de Bruce, preñado de terror y desesperación; lo vi moverse, saltando sobre
Fallon, agarrándole el brazo para quitarle el arma. Los gritos de los
secuaces de Crowell, corriendo hacia él para detenerlo. El destello del
disparo, el silbido de la bala atravesando el aire y, finalmente, la quemazón
y el dolor punzante en mi cabeza.
La voz de Bruce gritando mi nombre.
El mundo se estaba moviendo ante mis ojos, ladeándose; la luna se caía
del cielo y el suelo ya no estaba bajo mis pies.
Caí, y las frías aguas del Potomac engulleron mi cuerpo, hambrientas.
...
El tiempo se congeló en un instante cuando Fallon levantó el arma y
apretó el gatillo. Reaccioné movido por la desesperación, lanzándome sobre
él y agarrándole el brazo en un intento por desviar el disparo.
Fue en vano. El estallido volvió a congelar el tiempo y creí que mi
corazón dejaba de latir.
Vi la sangre salpicar y a Jack cayendo de espaldas hacia las negras aguas
del río. La vi desaparecer ante mí engullida por la oscuridad de la noche.
—¡JACK! —No era un grito. Era un alarido desesperado, roto de dolor.
Dejó de importarme Crowell. Dejé de prestarle atención a Fallon y corrí
hacia el borde, dispuesto a lanzarme a las aguas para sacarla de allí, cegado
y con su imagen desfallecida grabada en la retina. Iba a saltar cuando
tiraron de mí. Alguien me agarró de la camisa y del brazo, dándome la
vuelta. Reaccioné sin pensar, llevado por una rabia que consumía el oxígeno
en mis pulmones. Agarré al tipo que me había impedido saltar del brazo y
se lo retorcí, partiéndoselo casi al instante. Otro matón vino a mi encuentro
y le estrellé el puño en la cara con tal fuerza que escuché su nariz crujiendo
al romperse. El propio Fallon intentó detenerme y lo alejé de mí con un
revés antes de que pudiera agarrarme.
Pensé que tendría el camino despejado entonces, pero mientras me
deshacía de Fallon, otros dos esbirros de Crowell vinieron a mi encuentro.
Sentí la descarga del taser en mis riñones. El dolor mordiente de la descarga
eléctrica me hizo tambalear, pero fuera de mí como estaba me volví y seguí
defendiéndome, rabioso como un lobo acorralado. Le solté un puñetazo en
la barbilla al tipo del taser, al que se le escapó el aparato de las manos, pero
ya no pude defenderme del otro matón.
Una segunda descarga eléctrica, contundente y prolongada me hizo caer
de rodillas. Al desplomarme sobre el muelle estiré la mano hacia las aguas,
en un intento por alcanzar lo que había perdido bajo ellas.
Otra vez ocurría. De nuevo fallaba protegiendo una vida. De nuevo
fracasaba en mi cometido y me veía impotente ante la barbarie. De nuevo
alguien a quien amaba me era arrebatado ante mis propios ojos sin que
pudiera hacer nada.
«Jack ha muerto por mi culpa», fue lo último que pensé antes de que la
inconsciencia cayera sobre mí.

La sensación del agua fría contra mi cara me devolvió repentinamente a


la realidad. La oscuridad pegajosa y vacía que me envolvía dejó paso al
dolor de mis músculos. Una luz blanca que me hirió los ojos al abrirlos lo
llenaba todo, deslumbrándome. Me sacudí, intentando moverme, pero algo
me sujetaba las manos y las piernas. Estaba inmovilizado. El mundo daba
vueltas y no sabía dónde me encontraba. Había siluetas ante mí, dos figuras
oscuras y desdibujadas que fueron tomando forma poco a poco.
Al reconocer a Crowell con su traje impecable, su pelo canoso peinado
hacia atrás y su barba perfectamente recortada, la claridad acudió a mi
mente como una puñalada. Volvió a mí la imagen de Jack desapareciendo
bajo el muelle y sentí que la rabia me arrebataba la cordura. Me sacudí e
intenté levantarme con tanta brusquedad que las cuerdas que me mantenían
atado a la silla crujieron.
—¡Bastardo! ¡Puto psicópata! ¡Voy a destrozarte! —grité, presa del
acceso de furia, debatiéndome inútilmente con mis ataduras—. ¡Suéltame,
puto cobarde! ¡Cabrón!
Estaba en una habitación blanca, alicatada hasta el techo, iluminada por
una luz intensa y clara que hacía que las paredes deslumbrasen. Crowell
tenía detrás a un hombre robusto y calvo, vestido con ropa blanca y un
mandil marrón, como un carnicero. Aún en pleno ataque furioso comprendí
lo que estaba pasando, lo que iba a pasar. El cabronazo de Crowell me
miraba con una media sonrisa. Tomó asiento en una silla plegable a unos
metros de mí y cruzó las piernas, observándome mientras me sacudía
furioso en la silla.
«Tengo que calmarme. Tengo que mantener la mente fría», pensé
cuando fui capaz de hacerlo. Casi me faltaba el aire por la furia que me
invadía. «Steven sigue vivo. Está seguro. Aún puedo protegerle a él. Aún
puedo hacer algo bueno por alguien».
—¿Has terminado ya? —preguntó Crowell con un rictus cruel en su
rostro. No respondí. Apreté los dientes y le miré fijamente. No le tenía
miedo. No pensaba darle ese placer—. Tú debes ser Bruce, ¿verdad? El
hermano idiota de Steven. El que le dejó tirado cuando más lo necesitaba.
—Tú no eres nadie para juzgarme, gilipollas —solté con desprecio.
—¿Steven te ha contado alguna vez cómo le encontré? ¿Te dijo que
hacía de chapero en los tugurios más sórdidos de Filadelfia? Dejaba que le
follaran y se corrieran en su boca por diez dólares. Diez míseros dólares por
hacer con él lo que quisieran.
Me sacudí de nuevo en la silla, intentando soltarme para reventarle la
cara a hostias como estaba deseando.
—¡Cállate! ¡No voy a creer nada que salga por tu boca! —repliqué.
No podía creerle. No quería creerle.
«Intenta provocarme, que pierda más los nervios para sonsacarme. No
debo caer en su trampa. Es una puta serpiente y solo sabe mentir», intenté
calmarme.
—Me la chupó por cinco dólares y lo hizo tan bien que me encapriché
de él. Era un crío delicioso, la verdad. Tan inocente y manipulable… —
Apreté los dientes. Tragué saliva y empujé la rabia al fondo de mi
estómago, donde comenzaba a arder. Me repetí a mí mismo que mentía—.
Decidí sacarle del arroyo y darle una vida digna. Y seguiría siendo así si no
me hubiera traicionado. Pero aún tiene una oportunidad: si me dices donde
está, no le mataré. Te doy mi palabra.
Solté una risa amarga y desganada. Mis ojos seguían fijos en él,
desafiantes.
—¿Te crees que soy imbécil? No voy a decir una palabra. Da igual lo
que hagas, tú ya estás condenado. Steven está a salvo y te hundirá.
Crowell entrecerró los ojos. Vi una sombra de tensión en su mandíbula.
Mis palabras no le gustaron un pelo, pero se contuvo.
—Te equivocas —dijo con gélida calma—. ¿Ves a este señor de aquí? —
preguntó señalando al silencioso hombre que seguía a su lado—. Le llaman
El Carnicero. Habrás adivinado por qué: es un artista de la tortura. Cuando
acabe contigo serás un pelele sin voluntad y me contarás todo lo que te
pida.
—Hablas demasiado, Crowell… Ese ha sido tu puto problema, ¿eh?
Confiarte, largarle demasiado a Steven, y ahora estás jodido. ¿Cómo de
idiota te sientes? ¿Tanto o más que el hermano idiota de Steven? —escupí
con desprecio—. Si pretendes torturarme psicológicamente, te está saliendo
del culo.
Crowell suspiró. Le había tocado las pelotas. No pensaba dejar que me
manipulara, y sabía que no pretendía matarme. No iba a matarme mientras
no tuviera el paradero de Steven: y yo no pensaba dárselo.
—Entonces mejor, así no perdemos más el tiempo.
Hizo un gesto con la mano y el tipo del mandil se acercó, proyectando
su enorme sombra sobre mí.
Cerré los ojos y tomé aire, preparándome para lo que estaba por llegar.
21
Echaba de menos a Kolt. Lo que pasó días atrás era extraño, tal vez
inapropiado, pero Steven se había sentido mejor. Su nuevo guardián era frío
y distante, hacía su trabajo con una árida profesionalidad y aunque no se
metía con sus manías, tampoco le daba conversación ni jugaba con él al
ajedrez.
La decisión de alejarse había sido de Kolt y a Steven le sorprendió su
propia calma a la hora de aceptarlo. Se sintió triste y de nuevo solo, pero
algo dentro de él era muy consciente del daño que podría hacerse si aquello
seguía adelante. Todas sus heridas estaban abiertas, se sentía cada vez más
sucio e indigno a medida que comprendía la dimensión de todo lo que había
vivido con Jerome. A veces, horrorizado, se daba cuenta de que le echaba
de menos, el cansancio le hacía pensar en terminar con todo ese lío
volviendo junto a él, pidiéndole perdón… Siguiendo en aquella fantasía en
la que él no era más que un muñequito al que Jerome manipulaba a su
antojo.
No estaba preparado para que otro hombre lo besara. Y no estaba
preparado para enamorarse. Ni siquiera estaba seguro de que fuera eso lo
que había sucedido. Tal vez lo que ocurría con Kolt era fruto de su
necesidad de abstraerse de lo que ocurría, de los recuerdos y el dolor que
ahora sentía. No era justo para Kolt, pero tampoco para él.
Era de noche y no podía dormir pensando en él. Daba vueltas en la
cama, con un nudo en la garganta, deseando romper a llorar sin conseguirlo.
Estaba nervioso, con una sensación de inminente fatalidad atada en el
estómago. La ansiedad agitaba su corazón y le robaba el oxígeno. Al
escuchar el móvil de Roy, el nuevo escolta que Sam le había asignado, se
incorporó agitado por un mal presentimiento.
Steven se levantó y se echó el batín por encima, acercándose despacio a
la puerta y abriéndola sin hacer ruido. Roy estaba de pie en medio del salón,
hablando por el móvil. Su voz monótona respondía escuetamente a su
interlocutor, cuya voz era un rumor irreconocible para Steven. A pesar de la
frialdad de su guardaespaldas pudo reconocer la tensión en él, el gesto de
preocupación en su ceño fruncido y la inquietud cuando empezó a caminar
de un lado a otro.
Cuando Roy colgó no pudo contenerse y salió de su escondite,
anudándose el batín en la cintura.
—Ha pasado algo, ¿verdad? —preguntó. Roy, como si hubiera sabido
que estaba ahí se volvió y le miró.
—Vuelve a la cama. Son cosas del trabajo —respondió el escolta.
—Cosas sobre Bruce. ¿Está bien? —insistió Steven, cruzándose de
brazos nervioso.
El guardaespaldas arqueó una ceja y cogió el mando de la televisión para
encenderla, dispuesto a ignorarlo. Steven dio un par de zancadas y se plantó
ante él para quitarle el aparato de la mano.
—No voy a decirte nada —dijo fríamente.
—No disimulas tan bien como crees, estás preocupado. Lo veo en tu
cara. Y te has puesto muy tenso —siguió Steven, señalándole las arrugas
del rostro—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Le han pillado?
Roy no dijo nada. Le mantuvo la mirada y se cruzó de brazos como una
mole dispuesta a aguantar una tormenta. Steven se llevó las manos a la cara.
Creyó ver un gesto en su cara, un rictus en su boca que respondía a su
pregunta.
—¡Le han pillado! O peor, ¿le han matado? ¿Han matado a Bruce? —Se
frotó el rostro y se llevó las manos al pecho, donde presionó intentando
controlar la ansiedad que lo comprimía—. Dios mío. Sabía que algo
horrible ocurría. Sabía que esto sucedería.
—Deja de inventar —replicó Roy.
—¡Pues dímelo! ¿No ves que estoy sufriendo? —dijo Steven
agarrándole los brazos cruzados e intentando sacudirle. El guardián ni se
movió—. Eres inhumano, podrías calmarme con solo un poco de
información, pero prefieres tenerme al borde de un ataque de pánico.
Roy se deshizo de su agarre con un solo movimiento, repentino. Cerró
sus gigantescas manos en los brazos de Steven y le empujó con firmeza
hasta hacerle tropezar con el sofá, donde se sentó mirándole con los ojos
muy abiertos.
—Cuando venga Sam te lo explicará —dijo Roy mirándole fijamente a
los ojos. Steven tragó saliva—. Si sigues con este numerito te amordazaré y
te ataré, ¿entiendes?
—Sí —respondió asintiendo a su vez. Algo en la mirada de aquel tipo le
daba miedo. Le veía capaz de hacerlo y no quería que nadie, nunca más, le
atase ni le amordazase—. De acuerdo.
—Vale —respondió Roy, sentándose a su lado y encendiendo la tele.
—¿Va a tardar mucho? —El escolta solo tuvo que mirarle de reojo para
que levantase las manos y se diera por vencido—. Vale. Vale. Esperaré.
Las tres horas que siguieron fueron las más largas de su vida. Roy
estuvo mirando la teletienda todo ese rato agónico mientras Steven hacía un
esfuerzo sobrehumano por no hablar. La completa inutilidad de la gente que
salía en los anuncios de cuchillos, ralladores, aspiradoras, fiambreras y
batamantas estaba llevando su ansiedad a cotas desconocidas y tenía que
reprimirse para no increpar al televisor. El sonido del timbre fue como un
coro celestial. Steven se levantó como un resorte y corrió hacia la puerta sin
hacer caso de la orden de Roy, que le tenía más que dicho que solo él se
acercaba a la puerta.
Sam estaba al otro lado cuando abrió.
—Buenas noches, Steven. No deberías abrir la puerta —le saludó.
—No me ha dado tiempo a pararle. Está histérico desde que has llamado
—dijo Roy ya de pie frente al sofá.
Steven les ignoró a los dos. Sam entró en el salón y cuando lo hizo Kolt,
tras ella, se encontró al rubio entre sus brazos, apretándole como si no
hubiera un mañana.
—¡Kolt! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Bruce? —preguntó Steven
desesperadamente.
Kolt miró a su jefa y esta asintió despacio, dándole tregua. Se sintió
agradecido. No quería hacer sufrir más a Steven. Nunca había sido su
intención. Le rodeó la espalda con los brazos y le acarició el pelo,
ignorando las miradas de Sam y Roy.
—Crowell le ha capturado —empezó a explicarle. Steven rompió en
llanto, agarrándose a su camiseta. Kolt esperó unos segundos, estrechándole
con una sensación amarga en el estómago. No quería que sufriera—.
Escúchame: Crowell le ha secuestrado, pero vamos a rescatarle. Tenemos
una ventaja sobre él y es que ni siquiera sabe que estamos metidos en esto.
Confía en nosotros.
Steven levantó la cabeza, con los ojos brillantes de lágrimas. Kolt no
pudo evitar el impulso de limpiarlas con sus dedos y lo hizo.
—Todo saldrá bien, Steven. Te lo prometo.
—Claro que saldrá bien. Vamos a reventar a ese hijo de puta —dijo
alguien tras Kolt.
Cuando este se apartó, Steven vio a Jack con los brazos cruzados,
esperando a que se apartaran de la puerta para entrar.
22
Steven se me echó encima en cuanto crucé la puerta. Kolt lo agarró por
detrás para evitar que me soltase un puñetazo, pero sus sollozos mezclados
con sus recriminaciones: «¡No has sabido protegerle! ¿Cómo has dejado
que lo cogieran?», hicieron mella en mí.
Todavía tenía en la boca el regusto amargo del agua del Potomac y me
dolía terriblemente la cabeza. Afortunadamente, la intervención de Bruce
había evitado que la bala me la reventara, pero esta me había rozado con la
suficiente fuerza para que el impacto en mi cráneo me hiciera perder el
conocimiento durante unas décimas de segundo, el mismo tiempo que tardé
en caer a las aguas heladas del río.
—Ven al baño, Jack. Vamos a curarte bien eso —me dijo Sam,
señalando con el dedo la gasa mal puesta que tapaba la herida.
La seguí y me senté sobre la tapa del retrete mientras ella abría el
botiquín y empezaba a sacar cajitas de cartón, frascos y pomadas.
—Necesito otra aspirina —le pedí.
—En un rato. Ahora cierra los ojos y levanta la cabeza.
—Tengo que pedirle perdón a Steven. Tiene razón, le he fallado, no he
sabido proteger a su hermano.
—Todos le hemos fallado —replicó Sam con decisión, empapando una
gasa con yodo—. Pero todo parecía resuelto, con el topo al descubierto.
¿Cómo ibas a imaginar que tu jefe se había olido la trampa y había actuado
en consecuencia?
—Pero tú no te fiaste, por eso andabais cerca del puerto cuando todo
ocurrió.
—Pero no lo bastante cerca como para intervenir, maldita sea.
Deberíamos haber estado preparados. Debería haber apostado a Kolt en
algún lugar elevado con un rifle de francotirador para cubriros. Pero cometí
el error de confiarme demasiado y a ti casi te matan y…
—Sí, lo hemos hecho como el culo.
Aproveché que Sam se giró para coger el antibiótico en pomada para
escupir en el lavabo.
Las aguas del Potomac sabían a mierda, pero estaban tan heladas que
consiguieron que mi cuerpo reaccionara en cuanto caí en ellas. Confundida,
sin saber muy bien dónde estaba ni qué ocurría, pataleé para salir de allí
mientras mi vida transcurría ante mis ojos en unos segundos.
Creí que me moría, que la bala me había reventado la cabeza y todo
aquello no eran más que los estertores de mi cuerpo moribundo. Incluso una
parte de mí me decía que no siguiese luchando, que era inútil. No sé cuánta
agua tragué, ni cuánto tiempo pasé en el río, hasta que la mano salvadora de
Kolt me sacó de allí, todavía viva.
—Lo siento, Jack. —Steven estaba en la puerta, con el rostro
compungido. Parecía que Kolt había logrado calmarlo—. He sido muy
injusto. Kolt me ha dicho que han estado a punto de matarte.
—Sí, bueno, gajes del oficio. No te preocupes, es lógico que estés
enfadado conmigo. No te lo voy a tener en cuenta.
Cuando me sacaron del río, estaba aturdida y tiritando de frío y lo único
que podía hacer era repetir el nombre de Bruce como si fuese un salmo.
Sam y Kolt me metieron en el barco de Greyson, y Sam me ayudó a
secarme y cambiarme de ropa.Yo quería salir detrás de los coches que se
habían llevado a Bruce, pero Sam me contuvo. Donovan, el otro hombre
que había venido con ellos a ayudarnos, estaba siguiéndolos y no iba a
perderlos.
No fue muy tranquilizador. Crowell era un mal bicho y no importaba si
creía que Bruce era Steven o si descubría el engaño: el hombre que yo
amaba iba a sufrir en sus manos. ¿Y si le pegaban un tiro en el coche y lo
tiraban a la cuneta, como si fuese basura? Pero Sam estaba convencida de
que no iba a ocurrir y decidí confiar en su intuición, más que nada porque
pensar lo contrario acabaría volviéndome loca.
—Vamos a traer a Bruce a casa, Steven —afirmé, convencida.
—Si tenéis que usarme como cebo, hacedlo; o podéis proponerle a
Crowell un intercambio: él por mí, seguro que aceptará y…
—Nada de eso —repliqué, muy segura—. Bruce lo ha arriesgado todo
para protegerte y no consentiría que te pusiéramos en peligro para salvarlo a
él.
—Eso no es decisión vuestra.
—Tampoco tuya —repliqué. Steven estaba desesperado, al borde de un
ataque de pánico, y sabía muy bien qué hacía cuando entraba en crisis.
Tenía que impedirlo a toda costa, quitarle de la cabeza todas las ideas de
escapar y entregarse que, en ese momento, estarían fluyendo como Pedro
por su casa por su cabeza—. Steven, escúchame. Y mírame. —Alzó los
ojos—. Conoces a Crowell. Sabes lo que quiere hacerte. Y sabes que jamás
soltará a Bruce por las buenas, ni siquiera si te entregas a cambio. La vida
de Bruce depende de ti, de que Crowell no te ponga las garras encima. En el
mismo instante en que ese hijo de puta te tenga en su poder, Bruce morirá.
¿Lo comprendes?
Steven asintió y se alejó sin decir nada.
—Yo no lo hubiera expresado mejor. Has tenido buena mano con él —
me alabó Sam.
—Sí, bueno… Si me hubieses visto tratar con él hace como… mil años,
no dirías lo mismo. Me tenía exasperada.
—Es de esas personas que sacan de quicio.
—Quiero hablar de Bruce y de cuándo vamos a ir a rescatarlo —cambié
radicalmente de tema—. Cada segundo que pasa en manos de ese loco…
Todo lo que le había dicho a Steven era cierto, pero eso no impedía que
yo tuviese el estómago encogido por el miedo y la preocupación, y que la
impaciencia me estuviera devorando viva.
—Lo sé, pero Bruce es duro de pelar y está entrenado para soportar la
tortura. —Al oír esa palabra, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo—.
Crowell le mantendrá con vida porque su objetivo es Steven y sabe que
Bruce es la llave para llegar a él. No le va a matar, Jack. Muerto no le sirve
de nada.
—¿Cómo estás tan segura de eso?
—Porque es lo que yo haría si fuese Crowell, lo que no dice nada bueno
de mí, ¿no crees? —añadió, bromeando para romper la tensión del
momento.
Salimos del baño después de que Sam volviese a cubrir mi herida con
una gasa limpia y la fijase con esparadrapo. Me senté en el sofá, contando
los segundos, rezando para que el maldito teléfono sonase de una vez y oír
la voz de Donovan dándonos la localización del lugar en el que tenían a
Bruce.
Kolt trajo una bandeja con tazas de té humeante, la dejó sobre la mesa
de café y le ofreció una a Steven. Me fijé en la manera en la que se miraban,
con una extraña intimidad. Los ojos de Steven mirando a Kolt me
recordaron a los de Bruce mirándome a mí, igual de expresivos e intensos, y
la impaciencia me dominó.
—Cuándo coño llamará Donovan —gruñí, apretando los puños.
—Cuando sea el momento —contestó Sam con voz fría. Empezaba a
caerme bien, pero en aquel momento sus nervios de acero me exasperaron
tanto como los estallidos emocionales de Steven.
—¿Y si le ha pasado algo? ¿Si lo han descubierto? ¿No has pensado en
ello?
—Está todo bajo control, Jack. Todo, menos tú.
—Esta espera me está matando, maldita sea.
Justo en aquel momento, sonó el teléfono.
Era Donovan.
...
Tenía el cuerpo entumecido y empezaba a no sentir los brazos. El calvo
cabronazo me había soltado de la silla, pero no había tenido opción a
defenderme: tenía las manos y los pies inmovilizados con dos cierres
metálicos y una cadena corta, de la que me colgó en el gancho que pendía
del techo como si fuera una pieza de carne. Intenté golpearle con las dos
piernas, pero atado como estaba me fue imposible y para colmo aseguró la
cadena que unía mis tobillos al suelo. Me quedé colgando rozando apenas el
suelo con las puntas de los pies, mientras Crowell observaba sentado en su
silla, con una media sonrisa en el rostro.
Él había ido ordenando cada paso al Carnicero, cada descarga eléctrica
que me había dado con una varilla larga y fría, cada golpe metódico
respondía a los deseos de ese maldito sádico.
—Prepara los cuchillos —dijo al torturador, que se apartó de mí y sacó
un estuche de tela de no sé dónde.
Aproveché esa pausa para respirar e intentar abstraerme del dolor. Me di
cuenta al quedar colgando de que me habían quitado la camiseta y los
zapatos. El sudor me resbalaba ya por el pecho y sentía la piel caliente y
tirante en la espalda, donde el Carnicero me había estado azotando. Intenté
alejarme de mí mismo, pensar en la razón por la que debía aguantar. Pensé
en todo lo que había tenido que soportar Steven durante su vida, primero
con papá, con los malos tratos continuos, rompiéndole día a día, y luego
con ese psicópata que tenía ante mí. Ya no me quedaba mucho más en la
vida que luchar por él, había fracasado en todo lo demás y una especie de
maldición hacía que las mujeres de las que me enamoraba acabasen
muertas. Solo podía asegurarme de que aquel cabronazo acabase
pudriéndose en prisión.
Esa era mi última batalla, mi única oportunidad de enmendar todo lo que
había hecho mal. Y no tenía más opción que aguantar. Por Steven, por Jack,
porque el sufrimiento del primero y la muerte de la segunda no fueran en
vano. Aguantaría lo que hiciera falta hasta que mi hermano testificase, hasta
que destruyera a ese monstruo sin alma que era Crowell.
«No pueden hacerme más daño del que ya me han hecho», pensé,
aferrándome a todas esas motivaciones para no rendirme. «Al menos sé que
Steven está a salvo. Si él está a salvo nada de lo que hagan importa. Crowell
no es más que un bastardo desesperado ahora».
Al abrir los ojos vi lo que el Carnicero había dispuesto ante mí, sobre el
suelo: un juego de largos y afilados cuchillos de cocina.
—¿Sabes lo que más me gusta de mi oficio? —habló por primera vez el
torturador. Tenía una voz anodina, tan normal que resultaba inquietante en
aquel espacio de pesadilla. No respondí, él no esperaba que lo hiciera. Ni
siquiera había abierto la boca para gritar durante la primera sesión de golpes
y descargas—. Despellejar. La sensación del afilado cuchillo deslizándose
entre la piel y la carne, cortándola y separándola de esta. El dolor es
insoportable y los gritos de la víctima exquisitos. Lo que más me gusta es
cuánto perdura el proceso: cuando la carne queda expuesta, incluso la
mínima mota de polvo parece una puñalada.
—El ser humano es excepcionalmente resistente —dijo Crowell con su
voz profunda y calmada. Le miré, imaginándole entre las llamas del
infierno. Imaginando lo que haría de haber tenido libres las manos y las
piernas—. Se aferra tanto a la vida que puede vivir horas, incluso días, si el
torturador sabe hacer bien su trabajo. Y te aseguro que él sabe hacerlo.
Cerré los ojos de nuevo. Mentiría si dijera que no sentí miedo en ese
momento. El miedo me atenazaba, me ahogaba, pero la culpa era peor que
el miedo. El peso de las muertes de Florence y Jack sobre mi alma era peor
que el miedo. La responsabilidad de mi abandono con mi hermano era peor
que el miedo. Ya no iba a fallarles. Ya no iba a ser un cobarde.
«Ni siquiera he podido decirle que la quiero».
No imaginaba algo así cuando pensé que no la volvería a ver mientras
esperábamos en el barco junto al traidor de Fallon. No esperaba que nuestra
historia terminase así, para siempre, sin posibilidades, sin segundas
oportunidades, sin poder conocernos sin que nuestra vida pendiese de un
hilo. ¿Por qué no había aprendido ya a no demorar las cosas? ¿No me había
enseñado suficiente la vida?
El sonido vibrante de un filo me hizo abrir los ojos. El Carnicero me
miraba, tenía los ojos negros, como dos pozos, inexpresivos a pesar de lo
que iba a hacer. Acercó el cuchillo a uno de mis pezones y me tensé,
sacudiéndome en las cadenas. Apreté los dientes y le miré, esforzándome
por hacerlo, por no darles el placer de ver el miedo en mis ojos ni en mi
actitud.
El filo empezó a presionar contra mi piel. Sentí la punta hundirse
despacio y tomé aire con fuerza, preparándome para lo que estaba por venir.
—Espera. —La voz de Crowell lo detuvo. El dolor punzante no llegó.
Lejos de sentirme aliviado, supe lo largo y agónico que iba a resultar
aquello—. Sal de la habitación. Entrarás cuando te avise. No quiero que le
desfigures aún.
El Carnicero, como un jodido profesional, no compuso ninguna mueca
de fastidio o frustración, cogió el estuche de los cuchillos, guardó el que
tenía en la mano y salió del cuarto alicatado con la mayor diligencia.
Crowell y yo nos quedamos solos, uno frente a otro cuando se levantó de su
silla y se acercó a mí, mirándome a los ojos. Había algo turbio en su
mirada, algo profundamente enfermizo que me revolvió el estómago.
Cuando levantó la mano y me agarró de la cara sentí un odio tan intenso
que me faltó hasta el aire.
—Eres igualito que tu hermano. Si no fuera por esos músculos y por tu
actitud chabacana tal vez me habrías engañado durante diez minutos —dijo
obligándome a girar el rostro para analizarme. Le miré de reojo, temblando
de rabia—. No pienso desaprovecharte.
Me soltó la cara y cogió un mechón de mi pelo, deslizando los dedos por
él hasta tocarme el cuello. El escalofrío que sentí fue de pura repugnancia y
vi en sus ojos lo que pretendía hacer. Me agité en las cadenas, intentando
golpearle con las rodillas, pero estaba completamente inmovilizado.
—¡Ni se te ocurra! —solté rabioso cuando su caricia repugnante alcanzó
mi pecho desnudo—. Te voy a matar, te lo juro. Te mataré.
—Solo tienes que decirme dónde está tu hermano. Es sencillo: hazlo y te
dejaré en paz. Serás libre.
Le escupí en la cara. Crowell pareció sorprendido y con una fría y tensa
calma sacó un pañuelo del bolsillo de su traje y se lo limpió.
—Haz lo que quieras, eso no va a cambiar nada: estás perdido, puto
enfermo. Te pudrirás en la cárcel, Steven se encargará de eso.
La decisión estaba tomada desde el principio. No pensaba vender a
Steven por mi integridad. No pensaba devolverle al infierno del que había
salido por salvarme yo.
Y se lo debía.
—De acuerdo… Si esa es tu respuesta, disfrutaré el doble —dijo
desabrochándose el cinturón.
23
El amanecer estaba a punto de romper la noche cuando llegamos. La
nave estaba en un polígono industrial a las afueras de Filadelfia. En la
fachada principal un gran cartel anunciaba la próxima inauguración de la
nueva planta de procesamiento de la mayor industria cárnica del estado de
Pensilvania.
«Qué adecuado traer a Bruce a un matadero para torturarlo», pensé con
sarcasmo.
Los dos coches en los que se lo llevaron estaban en el aparcamiento,
junto a tres más, tal y como nos había dicho Donovan, lo que nos daba unos
veinte esbirros que deberíamos abatir para llegar hasta Bruce.
Apreté el fusil de asalto que tenía entre las manos y tragué saliva.
Desde la llamada, todo había ido muy rápido. Sam consiguió un plano
de la planta de procesamiento y nos lo mostró en la tablet. Lo estudiamos
durante unos minutos, localizamos los puntos de acceso, planeamos el
ataque y nos subimos a los coches.
Todos los hombres disponibles de Atlas estaban allí, armados hasta los
dientes con equipos sofisticados y preparados para sacar a Bruce y acabar
con Crowell.
Mi corazón rebosaba de agradecimiento por todos aquellos hombres que
lo habían dejado todo para acudir al rescate de su compañero. En cuanto
recibieron la llamada de Sam, cada uno de ellos se puso en marcha sin
pronunciar ni una sola queja y se presentaron dispuestos a arriesgar su vida
para salvar a Bruce. Su fuerte sentido de la lealtad me conmovió.
Me alegré mucho de poder contar con la ayuda de Sam y de su equipo.
Yo no podía acudir al FBI, no con Fallon todavía al mando de la oficina de
Filadelfia, y saltarme la jerarquía para acudir a su superior me hubiese
supuesto enfrentarme a la interminable burocracia telefónica primero, y al
esfuerzo de tener que convencerlo de que Fallon era un traidor sin tener
pruebas tangibles de ello, perdiendo un tiempo que Bruce no tenía.
Volví a apretar el fusil entre las manos, nerviosa, cuando vi a dos de los
hombres de Sam acercarse a hurtadillas, como unos putos ninjas, a los dos
sicarios que estaban vigilando la puerta principal, charlando animadamente
y fumando como chimeneas. La luz de la solitaria farola apenas iluminaba y
las dos sombras se movieron silenciosamente hasta sorprenderlos por la
espalda y romperles el cuello. Cayeron al suelo, como fardos, y los
arrastraron hasta sacarlos de la luz y dejarlos tirados detrás de unas cajas,
fuera de la vista.
—Vamos allá —susurró Sam por el pequeño micro desde el que daba las
órdenes.
Todos nos movimos, cruzamos la calle agazapados y entramos en
silencio en el edificio. Cada equipo se dirigió a la zona que tenía
previamente asignada, siguiendo las órdenes de Sam. Nos distribuimos por
la nave, silenciosos como serpientes, moviéndonos por las sombras como
fantasmas. Con las gafas de visión nocturna todo se veía de un verde
cenagoso e irreal. Si alguien encendía las luces nos quedaríamos ciegos,
pero Sam decidió que cortar el suministro eléctrico antes de entrar los
avisaría de que algo estaba pasando y nuestra principal baza, la sorpresa,
quedaría en nada, entonces Crowell tendría tiempo para matar a Bruce antes
de que pudiéramos llegar hasta él.
No sabíamos dónde podían tener a Bruce. El edificio era muy grande y
había varios puntos en los que se podía retener a una persona en contra de
su voluntad. Sam había intentado mover hilos para acceder a un satélite
militar y hacer un barrido por el edificio, pero su contacto en el Pentágono
no estaba disponible y no tuvimos más remedio que entrar a ciegas y
revisarlo palmo a palmo, a la antigua usanza.
Pero mi instinto me decía que Bruce estaba en un punto concreto; una
habitación aislada, en la esquina más apartada, lejos de la planta principal.
Hacia allí me dirigí sin esperar a Sam. La oí murmurar por el pinganillo:
«Jack, maldita sea, no te apartes de mí», pero no le hice caso. Los nervios
se me habían hecho un ovillo en el estómago y el corazón me palpitaba muy
rápido bajo el pecho. Tenía las manos sudorosas y el rifle de asalto
amenazaba con resbalárseme. Me paré un segundo, apoyando la espalda
contra la pared, y respiré con profundidad, intentando calmarme. Me sequé
las manos contra la tela de los pantalones de comando que Sam me había
prestado, primero una, después la otra, y tiré del chaleco antibalas para que
dejara de clavárseme en las costillas. Miré a mi derecha y vi a Sam viniendo
por el mismo pasillo que yo acababa de recorrer, haciéndome señas
silenciosas para que la esperase.
Oí el ruido de una puerta metálica abrirse y cerrarse, el rumor de unos
pasos que se acercaban a mi posición, y un grito de rabia resonó.
Bruce.
Mi corazón se aceleró hasta amenazar con salírseme del pecho. No podía
esperar. Bruce estaba sufriendo y me necesitaba. Debía llegar hasta él
cuanto antes para detener lo que fuese que Crowell le estaba haciendo.
Pero no podía precipitarme. Un descuido, un solo pequeño error y le
daría el tiempo que necesitaba para matarlo.
Y los pasos cada vez estaban más cerca: un obstáculo que debía salvar
antes de llegar hasta Bruce.
Me quité las gafas de visión nocturna y las dejé en el suelo
cuidadosamente, para no hacer ruido y delatarme. Parpadeé ligeramente
para acostumbrarme a la luz que procedía del pasillo a mi izquierda, agarré
con fuerza el rifle y, cuando las pisadas llegaron a mi altura, giré la esquina
sin esperar a Sam. Un tío con un mandil de carnicero me miró con los ojos
muy abiertos por la sorpresa unas décimas de segundo antes de que la culata
de mi rifle se estrellara contra su cara, produciendo el chasquido
desagradable de los huesos al romperse. Cayó al suelo inconsciente, con la
sangre saliendo a borbotones de su nariz y boca.
No me entretuve con él. Pasé sobre su cuerpo y seguí mi camino hacia la
puerta por la que había surgido el grito de Bruce.
La abrí sin pensármelo, sin saber qué encontraría al otro lado, por un
lado aliviada porque aquel grito me había hecho saber que Bruce todavía
estaba vivo, pero aterrorizada por descubrir en qué estado lo encontraría.
Lo que vi me heló la sangre en las venas.
Bruce estaba colgando del techo, encadenado de pies y manos. Tenía el
rostro contraído por la rabia y los músculos tensos parecían a punto de
estallar. Le habían quitado la camiseta y tenía marcas en el pecho de la
tortura a la que lo habían sometido.
Detrás de él, con los pantalones medio bajados, el rostro sorprendido de
Crowell me miraba. Sus manos se habían quedado inmóviles sobre los
pantalones de Bruce. No tuve que esforzarme por adivinar qué era lo que
había interrumpido justo a tiempo.
Maldito cabrón enfermo.
Alzó una mano temblorosa para señalarme con el dedo, el rostro
contraído por la rabia, y abrió la boca para decir algo.
No se lo permití.
La cólera hirvió en mi interior, espesa y burbujeante, dotándome de una
fría calma desconocida hasta aquel momento para mí. Alcé el rifle de
asalto, apunté y disparé.
La cabeza de Crowell estalló, tiñendo de sangre y sesos las paredes
blancas. Su cuerpo cayó al suelo como un fardo sin valor y la sangre espesa
se derramó a su alrededor formando un charco cada vez más grande.
...
Creí estar alucinando cuando escuché la puerta abrirse y vi a Jack allí.
Su mirada se volvió acerada, llena de una ira fría cuando levantó el fusil y
disparó. Escuché el estallido como a través de un velo, como si todo lo que
tenía lugar en aquella habitación del horror no fuera más que un sueño, una
película que veía desde fuera de mi cuerpo.
Jack estaba muerta. No podía estar allí. Tal vez Crowell me había
drogado. Tal vez el miedo y el asco estaban haciendo mella en mi mente y
ese era mi refugio ante lo que iba a pasar. Durante unos segundos me quedé
suspendido en el tiempo, en una especie de limbo donde los sonidos no
llegaban. Jack movía la boca, pero no sabía qué estaba diciendo.
Entonces me tocó. Sus brazos me rodearon la cintura. Su tacto era muy
físico, su fuerza alrededor de mi cuerpo me ayudó a regresar a la realidad.
—Bruce, vamos a sacarte de aquí —decía ella. Su voz sonó como
música resonando en el sórdido alicatado, llegando hasta mí como un rayo
de sol abriéndose entre los nubarrones de una tormenta.
Levanté bien los brazos y solté la cadena del gancho. Jack me soltó y
mis pies tocaron el suelo. Estuve a punto de caer. Me tambalee y ella me
agarró de los brazos, mirándome a los ojos.
—¿Estás bien? ¿Puedes caminar? —preguntó. A duras penas asentí,
aturdido—. Voy a abrir las cadenas, Crowell debe tener las llaves.
Se apartó de mí despacio. Pude mantenerme en pie. La seguí con la
mirada. Vi el charco rojo en el suelo, el cuerpo de Crowell con los
pantalones a medio bajar, la pulpa informe en que se había convertido su
cabeza. No sentí nada. Me parecía irreal.
—Jack… —jadeé, a punto de romper a llorar al pronunciar su nombre
—. Estabas muerta… Te vi… Te vi caer al río.
Ella regresó junto a mí con una llave entre los dedos. Abrió mis cadenas
con premura y las tiró al suelo. Sus dedos me acariciaron el rostro cuando
me apartó el pelo. Su voz y sus ojos eran lo más real que había en ese
cuarto. Lo único real. Ni la sangre, ni Crowell, ni las cadenas. Nada más era
real.
—No detuve la bala… —seguí, pero Jack negó con la cabeza y me puso
el pulgar en los labios.
—Sí lo hiciste. La desviaste, solo me rozó —dijo señalándose un apósito
en la sien—. Si no hubieras intervenido, Fallon no habría fallado. Ahora
estaría muerta.
Al verme con las manos libres no pude evitarlo. La rodeé con mis
brazos, la estreché con fuerza y la besé como si hubiera despertado
repentinamente del shock. Pasé sobre el miedo, sobre el dolor y la
desesperanza que habían estado destrozándome y la besé con
desesperación, dando gracias a Dios por tenerla de nuevo allí. Por aquella
oportunidad que no sabía si merecía.
—Pensé que no volvería a verte —susurré en sus labios al romper el
beso. Los dos respirábamos sofocados, Jack me miraba con la expresión
tensa, aguantando las lágrimas como yo estaba haciendo—. Me estaba
volviendo loco…
—Estoy aquí —susurró, interrumpiéndome. Volví a besarla, acallando su
voz. Cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos, fijándolos en los suyos.
—Me estaba volviendo loco pensando que habías muerto sin que te
hubiera dicho lo que siento… —Estaba viva. Estaba ante mí. No podía
mantener dentro de mí lo que había estado torturándome todo ese rato. Y lo
dije, lo dije sin pensar, desesperado por que lo supiera, porque no podía
esperar un segundo más—. Te quiero.
Jack parpadeó. Se quedó muy quieta. Paralizada. El sonido de unos
disparos en el pasillo la hizo parpadear. Me agarró la cara y negó con la
cabeza.
—Ahora no podemos hablar de eso. Tenemos que salir de aquí echando
leches, ¿entiendes?
Asentí, sintiendo que un peso amargo se retiraba de mi pecho. Mi
intervención había logrado salvar a Jack, esta vez había sido rápido y,
aunque hubiera preferido que la bala no la hubiese rozado siquiera, ella
estaba conmigo. Me agarró la mano y me puso una pistola en la palma,
mirándome con decisión.
—Toma. Tienes que seguirme. Sam está aquí con todos tus compañeros.
Todos han respondido a su llamada.
—¿Cómo supisteis dónde estaba? —dije agarrando el arma. Jack me
cogió de la mano libre y tiró de mí hacia la salida.
—Sam y los demás no se fueron cuando tendimos la trampa a Fallon. No
se fiaba y se quedó por si aún la necesitábamos. Estaban vigilando cuando
Crowell se te llevó y Donovan os siguió hasta aquí —dijo en un susurro
antes de asomarse al pasillo.
—Bendita sea.
Jack asomó la cabeza y luego salió con el fusil por delante. Me soltó
para movernos con mayor libertad. Salí de la habitación a pecho
descubierto y descalzo: no sabía dónde estaba mi ropa y no pensaba
pararme a buscarla. Íbamos a alcanzar la esquina del corredor cuando un
tipo nos cortó el paso apuntándonos con un arma.
—¡Alto!
Fue un error de principiante detenerse para increparnos. Jack levantó el
fusil, pero antes de que ninguno de los dos pudiéramos disparar el tipo cayó
fulminado al suelo con un tiro en el cuello. Sam, enfundada en la ropa de
camuflaje, apareció tras él y empezó a hacernos señas con las manos.
Corrimos hasta su posición.
—¡Vamos, vamos! El camino está despejado.
Me dirigió una mirada de alivio al verme de una pieza y me empujó tras
Jack, tomando posición detrás de mí.
—Sam… Gracias —le dije mientras nos movíamos hacia lo que parecía
la nave principal de aquel lugar.
—Ya tendremos tiempo para eso.
Descalzo, arropado por las mujeres más importantes de mi vida, me abrí
paso hasta la salida, donde el equipo de Atlas estaba empezando a
reagruparse.
24

Las luces de emergencia de los coches patrulla que habían inundado el


aparcamiento de la empresa cárnica teñían de azul la realidad, dándole un
tono entre tenebroso y etéreo, como un sueño del que todavía no has
descubierto si es bueno o una pesadilla.
Los compañeros de Bruce habían reducido a todos los sicarios de
Crowell que quedaban vivos y los habían sacado de la nave, maniatados y
apaleados, y la policía se estaba haciendo cargo de ellos. El carnicero que lo
había torturado también estaba allí, de rodillas en el suelo, con la nariz rota
con restos de sangre seca, mirándolo todo sorprendido, como si no pudiese
creer lo que estaba sucediendo.
Sam estaba hablando con el jefe de la policía de Filadelfia, explicándole
la situación.
Cuando todo hubo terminado, la jefa de Bruce hizo unas cuantas
llamadas, movió hilos y reclamó favores pendientes, logrando que el FBI se
mantuviera apartado de la investigación que iba a abrirse. Fue una suerte,
porque mi palabra no sería suficiente para meter en la cárcel a Fallon y
quería que el hijo de puta se pudriera allí encerrado. Mucha gente había
muerto por su causa, buenos compañeros, amigos y agentes que habían
dejado viudas e hijos.
—¡He dicho que estoy bien! —refunfuñó Bruce a mi lado, mientras un
médico intentaba inspeccionarlo.
—Bruce, deja de hacer el imbécil —le dije con brusquedad. Me miró
parpadeando, sorprendido—. Tienen que curarte las heridas.
Estaba sentado en la parte trasera de una ambulancia, con una manta
térmica sobre los hombros. Su mirada desafiante detuvo las manos del
doctor, enfundadas en guantes y armadas con apósitos y desinfectantes.
—Lo que tengo que hacer es darme una ducha —gruñó entre dientes—.
He de quitarme este hedor de encima.
El doctor resopló cuando volvió a apartarle las manos de un manotazo y
me miró, esperando una ayuda por mi parte.
—Deja de comportarte como un niño —le dije con suavidad, intentando
mantener la calma— y deja que el doctor haga su trabajo. Por favor.
—Jack…
—No. Estás herido. Te han torturado. ¿Te puedes imaginar lo que he
sufrido sabiendo que estabas en manos de ese loco psicópata? ¿Tienes que
hacerme sufrir más por pura cabezonería?
Se rindió, soltando la manta y dejando que el médico atendiera las
heridas de su espalda. Me acerqué a él hasta quedar de pie a su lado y le
cogí la mano. Se aferró a ella en un gesto angustiado y la apretó levemente.
—No me gustan los hospitales —murmuró con los dientes apretados—.
No me obligues a ir.
Miré al doctor y este asintió con la cabeza.
—Las heridas no parecen revestir gravedad —dijo—, así que puede irse
a casa. Pero es conveniente que no se quede solo y, si le sube la fiebre,
deberá ir al hospital.
—Yo me quedaré con él.
Bruce me apretó la mano otra vez y me miró agradecido.
—Gracias —susurró.
Le sonreí. Cuando le vi allí colgado, durante un segundo el mundo
desapareció de mi vista. Solo existió él y el dolor que debía estar sufriendo.
Se me hinchó el corazón al ver su furia y la determinación de su mirada. Me
sentí orgullosa de su fuerza y de su valor. Pero ahora parecía vulnerable y
solo quería abrazarlo, acurrucarlo entre mis brazos y consolarle.
Suspiré, nada cómoda con aquellos sentimientos tan tiernos, pero
aceptándolos porque ese es uno de los peajes que hay que pagar cuando
amas a alguien.
Le acaricié el rostro y él cerró los ojos, acunando la mejilla en mi mano.
Iba a besarlo, delante de todo el mundo, sin importarme nada. Nuestros ojos
se quedaron prendidos, hipnotizados. Entreabrí los labios. Bruce tragó
saliva y parpadeó con languidez. Mi rostro empezó a descender. El mundo
se detuvo a nuestro alrededor. Las voces se mitigaron, las luces
desaparecieron y el tiempo se convirtió en un viejo reloj de arena
estropeado.
—¡¡Bruce!! ¡Oh, Dios mío, Bruce!
La voz histérica de Steven rompió el hechizo. Venía hacia nosotros,
corriendo y lanzando chillidos y lloriqueos. Detrás de él, Kolt caminaba con
cara de resignación.
Steven se lanzó sollozando sobre Bruce, que lanzó un gruñido dolorido.
—Oh, lo siento, lo siento, qué estúpido soy. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
Ese mal… nacido, ¿te ha hecho mucho daño? Te juro que yo no quería que
te pasase esto, cuando te pedí ayuda no quise que te hicieran daño. —
Hablaba muy rápido, casi sin respirar, intercalando gemidos de
desesperación y dolor—. Por favor, Bruce, perdóname, lo siento mucho.
Bruce se levantó con algo de dificultad. No dijo nada. Solo cogió a su
hermano por los hombros y lo estrechó entre los brazos en un fuerte abrazo.
—Estoy bien, no te preocupes —le dijo con la voz tomada por la
emoción, sin soltarlo, mientras Steven sollozaba con el rostro hundido en el
pecho de su hermano—. No hay nada que tenga que perdonarte. Al
contrario. Soy yo el que jamás te ha pedido perdón por ser un gilipollas, por
no apoyarte cuando me necesitabas, por echarte la culpa a ti de lo que papá
te hacía… Debí haber dado la cara por ti, haberlo detenido. Pero te di la
espalda y cuando me di cuenta de lo imbécil que era, ya era demasiado
tarde. Lo siento, hermano. De veras que lo siento. Si pudiera dar marcha
atrás y volver a aquella época, te juro que me comportaría de una manera
muy diferente.
Los sollozos de Steven se detuvieron. Apartó el rostro y lo alzó para
mirar a Bruce a los ojos. Eran tan iguales y, al mismo tiempo, tan
diferentes. El mismo rostro, el mismo pelo, los mismos ojos, labios, nariz…
Incluso la misma sombra en su mirada, aquella que decía que el dolor y el
sufrimiento habían formado parte de su vida desde muy temprano.
—¿Qué tonterías estás diciendo? —le preguntó, arrugando la frente,
extrañado por la explosión emotiva de Bruce—. ¿Crowell te ha dado un
golpe en la cabeza? —Se giró hacia el doctor, que asistía impertérrito a la
escena—. ¿Tiene conmoción cerebral o algo?
—¿Cómo que…? ¡Tío! —exclamó Bruce muy ofendido, soltando a su
hermano y mirándolo como si fuese un bicho raro—. Te estoy abriendo mi
corazón, pidiéndote perdón por haber sido un gilipollas, ¿y tú me sales con
esas?
—Pero es que, ¡no hay nada que perdonar, Bruce! Y si lo había, hace
años que te perdoné. ¿Creías que te culpaba de algo? ¿O que te guardaba
resentimiento? ¡Éramos unos críos! ¿Qué crees que podrías haber hecho
para detener a papá? ¿Recibir los golpes por mí? ¡Majadero! —se rió,
mientras las lágrimas resbalaban, copiosas, por sus mejillas—. Fuiste el
mejor hermano que podría haber tenido un idiota como yo. Y sigues
siéndolo.
Volvieron a unirse en un fuerte abrazo. Durante unos segundos, Bruce
cerró los ojos, y cuando volvió a abrirlos los enfocó en Kolt, que se
mantenía a una distancia prudente, con una sonrisa ladeada en el rostro.
Bruce movió los labios en una frase muda que no supe descifrar y a Kolt la
sonrisa se le borró de golpe. Hizo un gesto obsceno con el dedo y se cruzó
de brazos.
—Steven, ya has visto a tu hermano, es hora de volver.
—Sí, supongo que sí —dijo el aludido, separándose de Bruce y
enjuagándose las lágrimas con la manga, un gesto muy poco típico de él—.
Mañana te llamo y voy a verte, ¿vale? Quiero que me cuentes todo lo que
ha pasado durante estos días.
—Mañana nos vemos. Prometido.
Bruce suspiró mientras veía a su hermano marcharse con Kolt.
—Tantos años sintiéndome culpable y resulta que… —Sacudió la
cabeza y soltó una carcajada de alivio—. Bueno, doctor, ¿puedo irme ya?
—En cuanto me deje terminar con la cura —gruñó el hombre, ya harto
de tantas interrupciones.

En cuanto el doctor dio su permiso, hablé con Sam y me lo llevé de allí.


Al día siguiente tendría que pasar por comisaría para hacer la declaración
por lo sucedido y responder a las preguntas que me hicieran pero, de
momento, tenía libertad para marcharme a casa y descansar.
Fuimos al apartamento de Bruce pero, cuando vi la suciedad y descuido
generalizados que habitaban allí, me negué en redondo a quedarme, así que
cogí algo de su ropa, lo volví a meter en el coche y me lo llevé al mío,
mucho más pulcro y ordenado.
—Vaya —exclamó sorprendido cuando puso un pie en él—. Es muy
diferente a cómo me lo imaginaba.
—¿Y cómo te lo imaginabas?
—Mucho menos femenino y mucho más masculino —confesó, mirando
a su alrededor—. Es todo tan… colorido.
Era cierto que mi apartamento no estaba muy en sintonía con la imagen
que yo daba al mundo. Con las paredes de color verde pastel muy clarito,
los muebles blancos, el sofá color crema y los cojines y las cortinas en
colores, era muy acogedor.
Cogió el pequeño cesto de mimbre que tenía sobre la mesa de la entrada,
donde guardaba las llaves cuando llegaba a casa. Le dio una vuelta entre las
manos y volvió a dejarlo en su lugar.
—Colores pastel —dije, riéndome al ver su sorpresa, mientras dejaba su
ropa sobre el sofá—. Me gustan los colores pastel para la casa. Me dan paz
y armonía.
—Espero no haberte ofendido. —Me miró frunciendo el ceño,
preocupado.
—En absoluto.
Su alivio fue evidente en la sonrisa cansada que me dedicó.
—¿Dónde está el baño? Quiero pasarme un agua para quitarme la mugre
y la peste de encima.
—No puedes bañarte, ni ducharte.
—Pero…
—Te ayudaré. —Me acerqué a él y le di un suave beso en los labios—.
Te daré un baño de esponja. Quitará la mugre y la peste —arrugué la nariz
porque sí olía mal—, pero no estropeará los apósitos.
—No soy un anciano —gruñó, malhumorado de repente.
—Deja que te cuide un poco —le susurré, abrazándole con cuidado por
la cintura—. Y que te mime. Te lo mereces.
—Está bien —accedió, sonriendo con picardía—. Me gusta que me
cuides y me mimes. Pero solo un poco, no quiero que mi hombría corra
peligro —bromeó.
—Dudo mucho que eso vaya a pasar —contesté, poniendo los ojos en
blanco.
Le cogí la mano y lo llevé hasta el baño. Se quitó la chaqueta que Sam le
había conseguido, los pantalones, y se quedó en calzoncillos. Magullado,
apaleado, lleno de hematomas y cicatrices, seguía siendo el hombre más
atractivo y sexy que había conocido en mi vida.
—Siéntate sobre la tapa del retrete.
Obedeció en silencio. Abrí el grifo del lavabo y mojé la esponja con un
poco de agua y gel. Fui pasándosela poco a poco por la espalda, los brazos,
el pecho, con cuidado de no hacerle daño, respetando los apósitos para que
no se empaparan. Sus ojos no se apartaron de mí ni un segundo. Respiraba
pausadamente. Su pecho subía y bajaba a un ritmo regular, tranquilo, muy
relajado.
—Esto es la gloria —susurró.
—¿Te duele mucho?
—Ahora no. Supongo que los calmantes han hecho efecto.
—En cuanto termine te vas a meter en la cama y a dormir.
—Sí. Pero antes tenemos que hablar.
—Creo que ya has tenido suficiente conversación por hoy —intenté
disuadirle. Sabía de qué quería hablar... De ese «te quiero» que había
soltado de sopetón cuando estaba rescatándole de las garras de Crowell.
Pero yo no quería hablar de eso.
—Habrá tiempo mañana. ¿Puedes lavarte las piernas tú solo?
—¿Eh? Sí, claro.
—Bien, voy a hacer algo caliente para que te lo tomes antes de ir a
dormir. ¿Te gustan las infusiones? Tengo una que va muy bien, a mí me
ayuda mucho cuando me cuesta dormir.
Salí del baño sin esperar su respuesta. Me temía que iba a insistir en lo
de la conversación y yo no estaba preparada todavía. Le amaba, claro que
sí. Por muy absurdo que pareciese, me había enamorado de él sin darme ni
cuenta, pero todavía no podía hablar sobre ello, no cuando acabábamos de
salir de una situación extremadamente delicada y llena de peligros.
Necesitaba meditarlo, analizar lo que sentía y asegurarme de que no era un
espejismo producto del exceso de adrenalina.
Entró en la cocina cuando el hervidor de agua empezaba a silbar.
Llevaba el pelo húmedo y se había puesto el pijama que habíamos cogido
de su apartamento. Sus pies descalzos no hicieron ruido sobre el parqué y
pegué un respingo cuando me giré y me lo encontré en la puerta, de pie,
observándome en silencio.
—Esto te irá bien —dije para disimular, echando el agua hirviendo en la
taza—. Ya verás.
—Seguro que sí, pero esto no te va a librar de la conversación que
tenemos pendiente.
—Bruce, todavía estás en shock, ¡y yo también! No es un buen momento
para…
—No estoy en shock, Jack. Estoy perfectamente. Lo que Crowell me ha
hecho no es nada en comparación con… —Se encogió de hombros—, otras
situaciones en las que he estado. Sé muy bien lo que siento. —Se acercó a
mí, que seguía con la taza en la mano, ofreciéndosela. La cogió con calma,
la dejó sobre la isla con cuidado y me cogió por los hombros—. Te quiero.
Me he enamorado de ti. En estos días que hemos pasado juntos has pasado
de ser una completa desconocida a ser la persona más importante de mi
vida.
—No digas tonterías… —murmuré, hechizada por su voz, por la
claridad de sus ojos, por la intensidad de su mirada.
—No son tonterías, Jack. Te estoy abriendo mi corazón con toda
sinceridad. Te quiero. ¿Qué tienes que decir a eso?
Tragué saliva. Esperaba una respuesta por mi parte y no estaba
preparada para dársela. ¿Por qué no podía esperar a mañana? A que
hubiésemos descansado, a tener la mente más clara, a que la adrenalina de
las últimas horas hubiese desaparecido de nuestro organismo.
Pero no. Ahí estaba de pie frente a mí, con las manos agarrando mis
hombros con firmeza, mirándome expectante, con el brillo de sus ojos fijos
en mi rostro, su apetecible boca entreabierta en una mueca de esperanza,
esperando una respuesta.
Me agarré a la camiseta de su pijama, me alcé de puntillas y lo besé.
Era la única manera que se me ocurrió de hacer que desistiera.
...
Ya conocía esa táctica, pero no me importó. Después de todo lo que
había pasado, de mi desesperación pensando que estaba muerta, sus labios
me parecieron una bendición y calmaron el dolor de mi cuerpo con más
rapidez que los analgésicos. De pronto no importaban las heridas que aún
tiraban en mi espalda, no importaba la sensación de suciedad que los dedos
de Crowell habían dejado sobre mi piel: ella limpiaba toda amargura de mí.
Sus manos, colándose bajo la camisa del pijama, tocándome con cuidado el
pecho y los abdominales, parecían borrar toda huella de aquella
experiencia.
El mundo se quedó aparte, al otro lado de las ventanas de aquel precioso
apartamento, al otro lado de nuestras pieles. Solo existíamos nosotros y la
necesidad de hablarnos sin palabras. Porque sabía que Jack lo estaba
haciendo: me besaba desesperadamente, hundiendo la lengua en mi boca
mientras me empujaba.
Me dejé llevar hasta que mis piernas toparon con el sofá y caí sentado
sobre él. Jack se sentó a horcajadas sobre mí. Nuestros encuentros siempre
habían sido pasionales y explosivos, pero la urgencia que se desató entre
nosotros en ese momento no la había experimentado aún. Las manos de
Jack tiraron de mi camiseta y prácticamente me la arrancaron. Sus dedos se
hundieron en mis hombros y me empujó contra el respaldo mientras me
besaba. Noté el pinchazo de las heridas en mi espalda, pero lo ignoré. Era
un dolor sordo que no podía alejarme de aquel deseo devastador que ella
despertaba en mí. Hundí las manos en su pelo y la besé, correspondiendo
con la misma sed que nos volvía torpes y ansiosos.
Le abrí los pantalones. Ella se revolvió para quitarse los zapatos y
arrancarse las prendas sin más ceremonia. Le saqué la camiseta de
camuflaje y la tiré sin fijarme dónde. Besé su cuello y mordí la piel,
abriendo las manos sobre sus pechos aún presos por el sujetador. Jack se
libró de él y me apretó las manos contra ellos. El calor de su desnudez hizo
que la erección entre mis piernas me resultase evidente y molesta. Me moría
por tenerla en ese mismo instante, por terminar de demostrarme que aquello
estaba sucediendo, que era real y estaba viva.
Sus dedos ardían sobre mi piel. Me recorrieron el pecho y se hundieron
en mis pantalones, abriéndolos y liberando mi sexo pulsante. Su caricia me
hizo gemir con voz ronca. Jack apenas dejaba que emitiese sonido alguno,
selló mis labios con otro beso enloquecido, como si temiera que pudiera
hablar en cualquier momento. Acepté que no era momento para palabras y
simplemente me dejé arrastrar por aquella hambre de vida. Los dos
estábamos vivos. Los dos habíamos mirado a la muerte a la cara y ahora
queríamos devolverle la sonrisa.
Apenas me dedicó dos caricias apretadas que me hicieron enloquecer
antes de empuñarme y dirigirme hacia su interior. Me abrazó y hundió
ambas manos en mi pelo, ahogando un gemido mientras me apretaba contra
su cuerpo. Sentí su calor rodearme, alejarme de todo lo que había ocurrido
como un bálsamo milagroso. El placer me erizó la piel y el dolor en las
heridas no me importó cuando empezó a moverse sin apenas separarse de
mi cuerpo, con el rostro hundido en mi cuello mientras yo me cobijaba en el
suyo, jadeando y gimiendo contra su piel.
Cerré las manos en su trasero, la apreté contra mí como si fuera a
desaparecer de un momento a otro, con una sensación ardiente en el pecho
que crecía a medida que el placer se incrementaba. Sus rodillas me
mantenían aprisionado, su cuerpo me rodeaba en un abrazo agitado y
pasional. Me sentía seguro. Deseé que ese momento no terminara nunca,
sentirme así de por vida, en paz, sin culpas, creyéndome capaz de todo si
estaba junto a ella.
En ese momento no necesitábamos palabras, nuestros cuerpos se
expresaban, aferrados, perdidos en los movimientos casi instintivos con los
que nos entregábamos. Yo la embestía levantando las caderas y ella me
montaba sin casi separarse de mí mientras el sudor empapaba nuestra piel.
Hicimos el amor como si hubiéramos prendido en llamas, como una
explosión repentina. Jack se agitó contra mi cuerpo y sentí que se contraía.
Gimió en mi oído cuando el orgasmo cayó sobre ella. Me tiró del pelo y
volvió a besarme desesperadamente, incrementando el ritmo de su
cabalgada, exigente. No tardé en alcanzar el clímax viéndome avasallado
por sus movimientos y sus besos profundos. Me descargué en su interior
con una sensación líquida y abrasadora y su cuerpo pareció recibirme con
ansia, contrayéndose y agitándose aún sobre mí. La abracé con fuerza y nos
besamos hasta quedar sin aire, hasta que, agotado y jadeando, apoyé la
cabeza en su hombro y disfruté de un instante de silencio y paz absoluta.
Su calor cosquilleaba en mi piel y un sopor dulce y calmante comenzó a
invadirme por completo.
—Me ha encantado… —dije aún entre jadeos, frotando la nariz contra
su cuello—. Pero no he olvidado que me debes una respuesta.
—Bruce… —suspiró, agarrándome de la cara y apoyando su frente en la
mía. Tenía los ojos cerrados, el pelo se le pegaba a la mejilla húmeda de
sudor. Era la imagen más hermosa que había visto en mi vida.
—Solo quiero saber si tengo una oportunidad —susurré contra sus
labios.
—¿No lo tienes claro aún?
Sonreí, pero no me di por vencido. Quería escucharlo de su boca.
—No. ¿Vas a quedarte conmigo? Porque yo estoy dispuesto a
intentarlo…
Jack cerró los ojos con fuerza y asintió, rozándome la nariz con la suya.
—Sí… —dijo con los ojos aún cerrados. Al abrirlos, me parecieron
gemas brillando en la oscuridad—. Quiero intentarlo. Te quiero… Quédate
conmigo, por favor… —susurró en mi boca antes de volver a besarme
profunda y lentamente.
Hacía unas horas había estado en el pozo más hondo y oscuro de la
miseria creyéndola muerta, lamentándome por el tiempo perdido, por todo
lo que no le había dicho. Ahora la tenía entre mis brazos y no iba a dejar
que la vida pasara arrastrándose sin control. Había llegado la hora de tomar
las riendas de mi propia existencia y de vivir al fin. Y pensaba hacerlo a su
lado. Pensaba beberme la vida a grandes tragos.
—Vamos a la cama… —dijo al romper el beso.
—Sí, por favor. Necesito dormir tres días.
Jack me agarró de la mano y me condujo hasta su habitación, cerrando la
puerta tras de sí.
Epílogo

Jack miró a su alrededor y sonrió, satisfecha. El nuevo apartamento era


una gozada. Tenía tres habitaciones más que el suyo, una cocina bien
equipada y un salón comedor en el que cabrían unas quince personas, o
veinte si se apelotonaban un poco.
—¿Te has decidido ya? —le preguntó Bruce apareciendo por la puerta
con dos cajas llenas de trastos en las manos.
—Todavía no.
—Pues yo lo tengo claro —murmuró entre dientes dejando las cajas en
el suelo.
Todo el apartamento estaba lleno de ellas. Las cosas de Jack y las cosas
de Bruce, metidas dentro de cajas de cartón y diseminadas por las distintas
habitaciones esperando ser colocadas.
Por fin habían dado el paso. Habían sido cuatro meses de citas de lo más
normales y corrientes, sin tener que esconderse, sin que peligraran sus
vidas, sin coches prestados, maleteros llenos de armas, ni psicópatas que les
dispararan y/o torturaran. Cenas románticas a la luz de las velas, salidas al
cine, paseos por el parque… Incluso habían ido un par de veces al Tarken
Ice Rink a patinar sobre hielo. Había sido de lo más gracioso ver a Bruce
caerse una y otra vez sobre su trasero, poniéndose rojo de vergüenza por sus
dos pies izquierdos y la falta de equilibrio y coordinación. Pero no se rindió
y la segunda vez incluso llegó a pasárselo bien.
Irse a vivir juntos iba a ser todo un desafío, pero también una aventura.
Hacerse con un nuevo apartamento en el que instalarse no había sido difícil,
sobre todo cuando tuvieron la suerte de encontrar esta ganga de doscientos
metros cuadrados a un alquiler irrisorio. Por lo visto, los anteriores
inquilinos se habían matado entre ellos en una discusión y, ahora, nadie
quería vivir aquí.
«Muertos a mí», se rió Jack mirando la silueta todavía dibujada en el
suelo.
—Sí, ya lo sé, prefieres el dormitorio que da a la terraza y puede que
tengas razón.
Bruce se acercó a ella por detrás y le rodeó la cintura con los brazos,
apretándola contra él.
—Piensa en las cochinadas que podremos hacer allí, a la luz de la luna
—le susurró al oído, y Jack soltó una carcajada mientras giraba el rostro
para darle un ligero beso en la comisura de los labios.
—En eso pienso —contestó— y también en los vecinos. Últimamente
grito demasiado y no quiero tenerlos aporreando la puerta a las tantas de la
noche para quejarse de los ruidos.
—Bueno, de eso se quejarán igual, estemos en la habitación que
estemos, porque pienso hacerte gritar mucho más. —Se apartó de ella y se
tiró en el sofá, cruzando las manos debajo de la cabeza—. Qué cómodo es.
¿Cuándo crees que podremos estrenarlo como Dios manda?
Hizo bailar las cejas y Jack soltó una carcajada. Se tumbó sobre él,
apoyando los codos a los lados de su cabeza y le dio un beso largo y
profundo.
—Puaj. Por lo menos, podríais esperar a que yo me fuese.
Jack rompió el beso y miró a Steven, que acababa de dejar las últimas
cajas en el suelo.
—Pues vete ya, incordio —le soltó Bruce haciendo una mueca.
Steven se llevó una mano al pecho y abrió los ojos en un gesto dolido.
—¿De verdad? ¿Así me agradeces que os haya ayudado con la
mudanza? Ten hermanos para esto…
—Además, te hemos prometido que te invitaríamos a cenar, así que…
—Jack palmeó el pecho de Bruce en un gesto de cariño y se puso de pie,
deshaciéndose de su abrazo—. ¿De qué pizzería quieres las pizzas?
—¡¿Pizzas?! —exclamó Steven en un gesto de horror tan exagerado que
hizo reír a Jack—. ¿En serio? ¿Vais a agradecer mi ayuda invitándome a
pizza?
—Voy a darme una ducha rápida —murmuró Bruce levantándose del
sofá, huyendo como un cobarde de la escena que se avecinaba. Jack era una
mujer fuerte y podría lidiar perfectamente con el arrebato de Steven.
—Sí, pizzas —estaba diciendo ella cuando Bruce desapareció por el
pasillo.
—Escucha, Jack —dijo Steven armándose de paciencia—, que haya
decidido hacer muchos cambios en mi vida, no significa que vaya a dejar de
procurarme una alimentación sana y equilibrada. Y las pizzas no son buenas
para la salud.
—Está bien. ¿Quieres una ensalada de Moriart?
—Vaya —exclamó, sorprendido—, todavía te acuerdas.
—Por supuesto. Como para olvidarme…
Ambos estallaron en carcajadas. Desde que todo había terminado y Jack
empezó a salir con Bruce, su relación con Steven había desembocado en
una amistad sincera.
Se acercó a él y le dio un fuerte abrazo, apretándolo como si quisiera
asfixiarlo.
—¿Cómo lo estás llevando? —le preguntó, sinceramente preocupada,
apartándose un poco de él. Le puso bien un mechón de pelo que se le había
caído sobre los ojos.
—Bastante bien —contestó él, con una serenidad inaudita.
—No has vuelto a ver a Kolt.
No era una pregunta.
—No, y casi es mejor así. Estoy redefiniéndome, ¿sabes? —Se deshizo
del abrazo y se sentó en el sofá, apoyando los codos sobre las rodillas. Jack
se unió a él—. Mi terapeuta dice que necesito tiempo para mí, para
descubrir quién se esconde detrás del disfraz que era Steven Blackburn
St.John, porque ese no era yo. Blackburn era el personaje en el que Jerome
me había convertido; vestía, actuaba y pensaba como él quería que lo
hiciese, como una marioneta. Buscar una relación, ahora mismo, sería
perjudicial para mi recuperación. Lo que pasé con Jerome… —sacudió la
cabeza y miró al suelo, avergonzado y ahogado en los malos recuerdos—
me ha dejado muchas secuelas. He de aprender a valerme por mí mismo y a
tomar mis propias decisiones; pero, sobre todo, a no depender
emocionalmente de otra persona, o no podré tener jamás una relación sana.
Steven había cambiado mucho en aquellos cuatro meses. Había dejado
su apartamento súper caro en Rittenhouse Square, vendido toda su ropa,
accesorios y joyas, y se había instalado en el antiguo y minúsculo
apartamento de Bruce, en el que se iba a quedar hasta que decidiera qué iba
a hacer con su vida. Había buscado ayuda con una terapeuta especializada
en víctimas de abusos y malos tratos y estaba totalmente centrado en
recuperarse y conseguir tener una vida normal. Su actual forma de vestir era
«normal y anodina, hasta que encontrara su propio estilo», afirmó, decidido,
cuando puso a la venta por Ebay todo su guardarropa lleno de trajes
carísimos de Hugo Boss, Ralph Laurent, Ferragamo, Gucci, etc.; también
había abandonado su remilgado y falso acento británico. Pero conservaba
sus formas amaneradas y gestos exagerados porque, eso, decía, era innato
en él, y si su padre no había conseguido que renunciase a ellos a base de
palizas, nadie lo lograría.
—Estás siendo muy valiente —lo alabó ella con sinceridad, frotándole
con cariño la pierna con la palma abierta.
Jack todavía recordaba los vídeos que tenía Crowell en su poder, y se
maravilló una vez más por la fortaleza de Steven. Si ella hubiese pasado
aunque fuese por una mínima parte de lo que él había sufrido a manos de
Crowell, estaría encerrada en un psiquiátrico o se habría suicidado.
Después de la muerte del maldito hijo de puta, la policía se había hecho
cargo de la investigación. En la caja fuerte de la mansión de Crowell
encontraron gran cantidad de documentos y pendrives con grabaciones de
audio y vídeos de todos sus cómplices incriminándose. A ella la había
enviado el sustituto provisional de Fallon, que en aquel momento ya estaba
apartado de su cargo y bajo investigación, para representar al FBI como
observadora durante el registro de la mansión. Cuando abrieron la caja
fuerte y vio los pens etiquetados con el nombre de Steven, tuvo un mal
presentimiento y, aprovechando un descuido, los cogió y se los guardó en el
bolsillo. Ya en su casa enchufó el primero en su propio portátil y lo puso en
marcha para asegurarse de que realmente el Steven de la etiqueta era su
cuñado y no otro. Casi vomitó. En el vídeo se veía a Crowell abusando
violenta y sexualmente de Steven. No soportó más de cinco minutos antes
de apagarlo, asqueada, y corrió a destruirlos todos, echándolos en una
papelera metálica y prendiéndoles fuego. Nadie tenía por qué saber que
aquellas grabaciones habían existido, ni siquiera Bruce o el propio Steven.
Ya habían sufrido demasiado por culpa de aquel ser despreciable, así que
Jack decidió llevarse aquel secreto a la tumba.
—Además, ¿qué relación voy a buscar con Kolt si ha desaparecido
completamente? Se ha esfumado como el humo, así que supongo que, lo
que pasó entre nosotros, o no fue nada para él, o lo ha asustado tanto al
poner en entredicho su heterosexualidad que ha preferido ignorarlo. Sea lo
que sea, es mejor para mí. ¿Y tú? ¿Cómo estás llevando el cambio de
empleo?
—Maravillosamente bien.
Jack había dejado el FBI hacía un mes. Después de la detención de
Fallon, gracias a las grabaciones que habían encontrado en la caja fuerte, la
propusieron para un ascenso. Obviaron descaradamente el hecho de que se
había pasado todas las normas del FBI por el forro del abrigo y alabaron su
inteligencia y su capacidad de improvisar en una situación altamente
peligrosa. Aceptó el ascenso e, inmediatamente después, renunció. Dos días
antes, Sam le había propuesto ir a trabajar para ella en Atlas, con un
considerable aumento de sueldo. Pero no fue eso lo que la convenció de
aceptar, sino la lealtad que los hombres de Sam habían demostrado al acudir
al rescate de Bruce, sin importarles poner en riesgo sus propias vidas con tal
de salvar a su compañero. El FBI la había defraudado en ese aspecto, como
en tantos otros. Fallon se había vendido a Crowell para que este usase su
influencia en su beneficio y así había podido medrar hasta el puesto que
ocupaba cuando fue detenido. ¿Cuántos más habría como él, en puestos de
responsabilidad, vendidos al mejor postor, entorpeciendo investigaciones,
haciendo desaparecer pruebas, pasando información crucial que llevaría a la
muerte a personas inocentes? Personas como Steven.
Ya no podía confiar en nadie dentro del FBI. Pero sí podía confiar en los
compañeros de Bruce. Así que aceptó la propuesta de Sam y estaba
integrándose muy bien en el equipo.
—¿Ya habéis decidido qué vamos a cenar? —Bruce regresó recién
salido de la ducha, con una toalla enrollada en la cintura y secándose el pelo
enérgicamente con otra. Se detuvo en la puerta y los miró, primero a uno y
después al otro. Ambos tenían los rostros tristes y compungidos—. ¿Qué
ocurre? —preguntó, preocupado.
—Nada —contestó Steven, forzándose a parecer alegre y feliz—, le
estaba diciendo a Jack que comeré pizza, como vosotros, y se ha
preocupado mucho. Cree que estoy enfermo —mintió. No quería hablar de
Kolt con su hermano; eran compañeros y amigos y no quería que su
relación se torciese por su culpa.
—Y seguro que lo estás —rezongó Bruce, acercándose a él para ponerle
la mano en la frente—. ¿Estás seguro de que no tienes fiebre?
Steven se apartó de él con brusquedad y se echó a reír.
—No digas tonterías. Para descubrir a mi nuevo yo he de ir probando
cosas distintas hasta encontrar aquellas que realmente me gustan. Eso dice
mi terapeuta.
—Tu terapeuta es muy sabia.
—Eso creo.
—Bueno, ¿y qué pizzas pedimos?
Bruce se sentó al lado de Jack y la rodeó con los brazos mientras ella y
Steven discutían, móvil en mano, mirando la app de la pizzería. Sintió algo
en el pecho, una calidez inusual que se extendió por todo su cuerpo. Era la
felicidad que sentía por la escena hogareña que se desarrollaba ante sus
ojos: su hermano y la mujer que amaba decidiendo qué pizzas pedir para
cenar. Podía parecer algo insustancial y sin importancia pero, para él, era un
sueño cumplido. Miró a su alrededor, a las cajas diseminadas por el suelo, a
las ventanas con aquellas cortinas horrorosas que Jack quería cambiar, a los
muebles que no eran para nada su estilo pero que tenían que tragar porque
venían con el alquiler… y decidió que aquel lugar era el mismo paraíso.
Porque aquí iba a iniciarse la aventura más maravillosa y peligrosa que un
hombre podía emprender: formar una familia con la mujer a la que amaba
más que a su vida.
Todas las novelas de Kattie Black están en el
siguiente link:
lnk.bio/LMT5
Y las de Sophie West:
www.sophiewest.es

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