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DEL PECADO ORIGINAL A LA TRAMPA FINAL.

LA ASUNCIÓN DEL MODELO


MASCULINO
(Capítulo del libro “Tú haz la comida, que yo cuelgo los cuadros”)

Las niñas han dejado de decir eso de “mama quiero ser artista”.
Las mujeres ahora quieren ser actoras, participar con plenos
poderes e iguales oportunidades que los hombres. Ya no quieren
representar un papel según un guión que unas veces les da más
participación y otras las deja sin apenas presencia, siempre
dentro del papel secundario que desempeñan en el escenario
limitado que la sociedad ha pensado para ellas. Ahora quieren
ser las protagonistas de su propia vida, ser ellas las
guionistas y las productoras, y aunque lo intentan, con
frecuencia se dan cuenta de que el reparto ya está hecho y que
a ellas les han dejado los papeles que nadie quiere
representar.

La historia a veces olvida detalles importantes aparentemente


secundarios, pero a la postre de gran trascendencia. Por eso
sitúa el origen de los problemas de la humanidad, al menos en
nuestro contexto cultural, en esa referencia a la conducta de
Eva en el Paraíso que comió del fruto prohibido, llevando
después a Adán a caer en su mismo error. Y del mismo modo que
se refiere a esas conductas como el “pecado original”, nos
presenta, casi sin pretenderlo, a la pecadora original, la
mujer que habitaba el Paraíso, Eva.

De este modo la imagen de la mujer ha quedado identificada con


la de la Eva perversa y pecadora capaz de enfrentarse al mismo
Dios por ambición, y de arrastrar con ella al “pobre hombre” en
su aventura.

Así fue como las mujeres quedaron atrapadas en la trampa de la


cultura desde el principio, en esa trampa original que ya les
hace, por el mero hecho de ser mujeres, asumir la carga de la
culpa del destino de la humanidad y de la perdición de los
hombres. El truco es muy bueno, hay que reconocerlo, pues al
margen de depositar la culpa en la cuenta de las mujeres y
hacerlo a plazo fijo, al mismo tiempo se revela la
intencionalidad de conseguir ese objetivo de crear la imagen de
“mala mujer” cuando en lugar de optar por otra alternativa, por
ejemplo, dejarlas sin postre o sin manzanas el resto de la
eternidad, o echarla a ella sola del Paraíso. A fin de cuentas
Adán sólo pecó de confianza, no podemos decir eso de que fue un
“calzonazos” porque andaba como Dios lo trajo al mundo, pero
no, la decisión divina contenía el mensaje de la culpa y el
mandato de que las mujeres no son de fiar, y que por tanto hay
que controlarlas. ¿Y quien las tiene que controlar?, pues muy
fácil, si sólo hay dos sexos y uno es malo… Efectivamente, será
el bueno, el masculino, el que deberá asumir la responsabilidad
del control y de mantener el orden como Dios manda.

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La verdad es que el pecado original fue el primero, pero es
poco original, al final se trata de reflejar, eso sí, con
argumentos divinos, lo que desde el neolítico se venía haciendo
y diciendo a través de la desigualdad de la cultura.

Las mujeres se fueron del Paraíso, pero no se quedaron de


brazos cruzados ni se metieron en su casa sin más. Es cierto
que no lo han dado mucho espacio ni oportunidades, pero desde
el principio de la historia ha existido esa fuerza que las ha
obligado a mantenerse en su sitio a través de la tradición, la
costumbre y las trampas. A pesar de ello, las mujeres se han
liberado de ataduras con el tiempo, aunque la complejidad de
todo un sistema en contra ha hecho que todos esos logros hayan
situado fuera de la “normalidad” a quienes lo conseguían, sin
dejar que se integraran y formaran parte de la realidad que
había que cambiar.

OBJETORES DE CONCIENCIA DE LA IGUALDAD

La injusticia de la desigualdad no ha sido un accidente ni las


circunstancias inocentes. Todo ha sido diseñado para que al
final el resultado fuera la desigualdad, y con ella que quienes
ocupaban las posiciones de referencia, los hombres, tuvieran
una serie de privilegios, y quienes estaban situadas en la
parte baja de la estructura tuvieran la responsabilidad de los
problemas y las limitaciones de su status. Y si la realidad no
es casual ni inocente, los autores de la misma son
responsables.

Los hombres nunca han querido tomar conciencia de la situación


generada por la desigualdad, si lo hacían significaba tener que
reconocer la injusticia que conlleva y, por tanto, posicionarse
ante ella. Y podrían haberlo hecho aceptándola y explicando que
el modelo desigual era conveniente para el desarrollo de la
sociedad, pero eso significaba renunciar a la normalidad de un
orden natural que aparece como el causante de esta situación, a
través de la creación de las identidades y la configuración de
los valores que deben articular y dar sentido a la convivencia.
Y si lo hubieran hecho así, y hubieran reconocido que la
desigualdad era producto de una decisión, el conflicto habría
sido original e intenso y, con toda seguridad, ese diseño no
habría perdurado en el tiempo como lo ha hecho hasta nuestros
días.

La objeción de conciencia de los hombres frente a la igualdad


los ha llevado a lo contrario de lo que significa el ser
humano, ha utilizado el conocimiento para ignorar la realidad,
justo lo opuesto a lo que caracteriza la inteligencia humana.
Los hombres han preferido desconocer la realidad qué había
detrás de las manifestaciones de la desigualdad (violencia,
pobreza, imposición, limitación, marginación, discriminación…),
antes que reconocerla y enfrentarse a ella. Y para conseguirlo

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han utilizado el marco de la cultura y las trampas distribuidas
en su interior.

La clave para comprender esta especie de juego está en entender


que la desigualdad es un modelo de poder. No es inocente ni
neutral, no se trata de una distribución funcional de roles sin
más, sino que todo toma un sentido dentro de una estructura que
permite a los hombres tener poder, en cuanto que tienen la
capacidad de premiar, de castigar, de influir y de dar sentido
a la realidad según se ajuste al modelo que ellos han
establecido a través de la cultura.

Al tratarse de un modelo levantado sobre la referencia de los


hombres, tomando lo suyo como universal y lo de las mujeres
como particular, nace polarizado. Por un lado está lo que se
identifica con los hombres, que a su vez está asociado al
escenario público y a lo común, y por otro lo de las mujeres,
vinculado a lo privado y a lo particular. Los hombres obtienen
reconocimiento por medio del desarrollo de sus roles y
funciones, mientras que las mujeres sólo consiguen empatía por
hacer lo que deben hacer, y rechazo si no lo llevan a cabo.

El modelo se mueve entre los dos polos establecidos: lo de los


hombres y lo de las mujeres, y aunque es verdad que las
manifestaciones que se pueden presentar entre los dos polos son
muchísimas, y que han aumentado conforme las sociedades se han
vuelto más complejas, al final sólo hay dos colores: el blanco
y el negro. Podrá haber una amplia gama de grises, pero sólo
dos colores, y uno de ellos con tal fuerza que al final lo
impregna todo para oscurecerlo, y sólo deja sin teñir lo que
exclusivamente se refiere a las mujeres, pues hacerlo supondría
ser un mal hombre.

Para mantener la cultura en orden ante la deriva que tiende a


corregir la injusticia que supone la desigualdad, el sistema ha
necesitado de elementos de contención para mantener las cosas
tal y como han estado. La conciencia de que de no hacer algo
para perpetuar la desigualdad esta desparecería y con ella los
privilegios de los hombres, ha llevado a establecer varios
mecanismos de seguridad que apuntalaran la estructura.

A nivel macro el puntal ha sido la propia cultura, ese orden


natural creado como referencia para que todo tenga significado
atendiendo a los valores que articulan las relaciones dentro de
ese orden. A nivel micro la consecuencia del orden natural son
las identidades de hombres y mujeres. La identidad de unos y
otras, lo que significa ser hombre y ser mujer en cada contexto
cultural, para cumplir con los valores del nivel macro y
conseguir los objetivos que como sociedad nos damos. Para ello
se desarrolla la idea del bien común, y se dice lo que
corresponde a los hombres y mujeres como parte de su identidad.

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Sin embargo, como la distancia entre el nivel macro y el micro
es grande, y como queda espacio sin cubrir de manera directa
por los elementos de los dos niveles anteriores, el propio
sistema ha entrado de manera específica en las interacciones de
hombres y mujeres en las más diversas circunstancias. Sería una
especie de nivel funcional cada vez más complejo debido al
propio desarrollo social que lo impulsa y a los cambios que se
producen en un planeta cada vez más poblado y más reducido, y
vendría caracterizado por las trampas.

Las trampas permiten actuar en la proximidad de las


circunstancias para evitar que las mujeres puedan escapar de lo
que el nivel macro de la cultura dice y el nivel micro de la
identidad aplica, y de esta manera retenerlas donde siempre han
estado.

Las trampas siguen siendo uno de los instrumentos más eficaces


para evitar la deriva hacia la igualdad, y corregir cualquier
intento que cuestione la referencia de la cultura o cualquier
error que se pueda producir. Sus características permiten
aplicarlas en todos los escenarios y ante cuestiones de todo
tipo, tal y como hemos visto.

Aparecen trampas en la cultura como marco que da sentido y


significado a la interacción de hombres y mujeres, todo ello,
además, revestido como algo normal, lo cual evita la crítica.
Pero también hemos visto cómo las trampas se han acercado a
otros niveles y aparecen en la construcción de la identidad
masculina y femenina, en la educación para que las dudas nunca
sean ciertas, en la imagen que refuerza el juego y el peso de
la biología… Y luego, cuando nos vamos a determinados tipos de
relaciones con especial significado en la construcción de la
desigualdad, como ocurre en el contexto laboral, en las
relaciones de pareja… las trampas aparecen por todos lados,
hasta en la forma de comunicarse y en el lenguaje, pues sólo lo
que se nombra existe, y lo hará tal y como se mencione.

Y como toda la red de trampas parte de “lo natural” como


argumento y como razón de ser, es en la biología de las donde
la cultura ha distribuido más trampas. Lo hace con las hormonas
que tanto valen para un roto como para un descosido, algo que
nos lleva directamente al embarazo y a la maternidad como
elementos esenciales de la identidad de las mujeres, y termina
en la mente, en esa mente perversa y maravillosa, dependiendo
de las circunstancias, que guarda el cerebro.

Todo son trampas, y al final o te atrapan o te dejan avanzar


por el terreno limpio de redes, cepos, hoyos y lazos que lleva
al destino prefijado de la desigualdad.

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DONDE FUERAS LO QUE VIERAS: LA TRAMPA DE LA IMITACIÓN

Hacer lo mismo no es ser igual. El ser humano siempre ha


intentado igualarse a otras personas, a animales, a dioses…
copiando sus conductas o algunos de sus atributos. El
aprendizaje por imitación es una de las formas más utilizadas
para ampliar el conocimiento a partir de la experiencia de
otros, pero también una forma de sentirnos como ellos. Desde la
infancia los niños y las niñas imitan a sus ídolos, visten
como ellos, reproducen sus gestos, intentan jugar al fútbol o
al tenis como lo hacen quienes consideran que son los mejores…
Copian a los padres, a las madres, repiten sus expresiones, la
forma de vestir… Gran parte del aprendizaje es por imitación.

Pero la imitación no sólo se utiliza para aprender, también es


la forma de resolver conflictos o problemas, o una manera de
equipararse a quien de forma habitual se comporta de un modo
determinado que se ve exitoso.

El modelo de la desigualdad representa un paisaje con muchos


tonos y matices, pero sólo con dos colores, ya lo hemos
explicado, el negro intenso, opaco e impenetrable que supone la
concentración del poder acaparado por los hombres y lo
masculino, y el blanco inmaculado, ausente y brillante de las
mujeres y lo femenino. Esta paleta limitada a lo negro y a lo
blanco ha impedido otras alternativas, sólo se podía estar más
cerca del negro o más próximo al blanco, y por tanto quienes
estaban en la zona clara de los grises más tenues tenían como
referencia para cambiar la aproximación hacia la zona oscura de
lo masculino. Ese era el único contraste, no había más
posibilidades, o se continuaba en la zona clara o se tomaba lo
oscuro como nuevo estándar.

Quizás sin pretenderlo en su diseño original, el modelo se ha


presentado como una trampa más que atrapa a todos los elementos
dentro del espacio permanente destinado a ellas. Y aunque no
haya habido intencionalidad en un principio, ahora que
observamos la consecuencia comprobamos que era fácil que esto
ocurriera de este modo, y que, conscientes de sus
consecuencias, se pretenda potenciar este efecto.

La desigualdad no era una simple distribución funcional de


roles y tareas a tenor de unas determinadas circunstancias. No
se trata de que uno cuelgue los cuadros y otra haga la comida,
sino que al asumir y aceptar esas funciones conlleva toda una
serie de consecuencias que condicionan la situación de las
mujeres y de los hombres en la sociedad, sobre todo en lo
referente a los tiempos y a los espacios, y a las funciones y
tareas que se desarrollan sobre esa doble dimensión operativa.
Por eso la desigualdad no sólo ha distribuido las funciones y
ha creado identidades para desarrollarlas de manera
consecuente. Todo lo contrario, la desigualdad ha jugado con un
elemento esencial, el reconocimiento.

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El reconocimiento es lo que ha permitido dar valor o no a lo
que hacían hombres y mujeres, y hacerlo desde el punto de vista
de la mirada general de la sociedad, que es quien decide lo que
es importante para el proyecto común de la convivencia, y lo
que permite valorar positivamente a la persona por lo que hace.
Al hacerlo expone lo hecho y a quien lo ha llevado a cabo para
que toda la sociedad pueda observarla y reconocerla, y por eso
el escenario diseñado para reconocer “lo importante” se le ha
dado a los hombres en lo público, mientras que aquello que no
alcanza ese grado de reconocimiento general se ha desplazado al
espacio ocupado por las mujeres, lo privado. Su papel no ha
sido reconocido ni reconocible al hacerlo como consecuencia del
mandato de una biología domesticada y diseñada para eso, además
de no contar con la visibilidad que ocultaban las paredes del
hogar.

Se establece así un doble vínculo que facilita la valoración


positiva: lo público es reconocimiento, y el reconocimiento se
consigue en el espacio público. Los hombres al desenvolverse
por el terreno público tienen la opción de hacer las cosas
susceptibles de ser reconocidas, y luego de ser reconocidos por
hacerlas ante la mirada de los demás. De este modo se produce
una doble vía de reconocimiento.

Las referencias valoradas y el modelo reconocido es el


masculino y lo de los hombres, ese es el resultado de la
desigualdad y lo que en verdad pretende para hacer a los
hombres merecedores de los privilegios que poseen. El truco es
claro: los tienen porque se los merecen, porque se lo han
ganado, no por ser hombres.

Las consecuencias de toda esta situación quizás no se hayan


pensado con anterioridad, pero era perfectamente previsible: El
modelo de éxito y reconocimiento es el masculino, y quien
quiere triunfar y ser reconocido tiende a reproducir el modelo
que conduce al éxito.

El resultado es consecuente con esa percepción que la cultura


ha promovido a través de la asociación del valor a lo
masculino. Esto ha hecho que las mujeres imiten a los hombres
como parte de una situación acrítica basada en la normalidad
del orden de las cosas, es decir, en que lo que es de valor es
lo público. Como si esa decisión fuera algo normal y neutral, y
no tuviera nada que ver con una organización de la sociedad
interesada en presentar esa realidad. Esta construcción impide
ver el verdadero significado que supone la retroalimentación
nacida de la doble interacción entre los hombres reconocidos
con lo público importante, y lo público reconocible con lo que
hacen los hombres para ser importantes.

La situación actual es clara, las mujeres obtienen


reconocimiento público a través de funciones que

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tradicionalmente desarrollaban los hombres, mientras que los
hombres no obtienen reconocimiento al hacer las funciones que
históricamente han llevado a cabo las mujeres, podrán recibir
empatía, afecto, aceptación, cierta consideración en algunos
ambientes… pero no reconocimiento. Es más, en ocasiones,
también dependiendo del contexto, algunos de estos hombres que
hacen tareas domésticas y de cuidado pueden ser vistos como
“malos hombres”.

Y al mismo tiempo que las mujeres obtienen reconocimiento como


profesionales son criticadas como mujeres por un doble motivo:
Por haber faltado a su rol, incluso abandonando el cuidado y la
educación de sus hijos en alternativas consideradas peores
(guarderías, persona que vaya a casa, abuelos…), y por haberle
quitado y espacio a los hombres, que ahora se ven con menos
posibilidades para ser “hombres de verdad” en la asunción de
las funciones de proteger y mantener a la familia. Y sin
“hombres de verdad” nada será auténtico, el sistema se
desmoronará.

Esta es la gran trampa, la trampa final. Hemos pasado del


pecado original que somete a las mujeres y las vincula a los
hombres en una estructura de relación desigual, a la trampa
final de tomar el modelo masculino como la referencia de valor
y reconocimiento, que es lo que históricamente se ha planteado
desde el propio sistema, “que lo de los hombres es importante y
valioso, y lo de las mujeres no”.

Es la trampa de la igualación, creer que la simple realización


de determinadas tareas y actividades nos hace iguales, y que
ser iguales significa hacer lo mismo, sin que dicha situación
nazca de unos valores basados en la igualdad, ni se apoyen en
una crítica a la desigualdad histórica que ha dado lugar a la
injusticia de la discriminación de las mujeres, y a una
normalidad viciada.

Esta situación acrítica y basada en el gesto y en la asunción


de las conductas más superficiales y objetivas, es la que da
lugar a que se trate de un reconocimiento asimétrico que valora
a las mujeres al hacer lo de los hombres, pero que no valora a
los hombres si hacen lo de las mujeres. De este modo se exige a
las mujeres una doble condición para ser reconocidas: hacer lo
de los hombres, y hacerlo como ellos lo hacen, con lo cual su
aportación se limita a la presencia y a una simple reproducción
de las conductas masculinas, sin que aporten nada
significativo, ni se le de trascendencia a su participación en
lo público. Las mujeres obtienen presencia pero no llegan a la
esencia del modelo para transformarlo y hacerlo crecer
alrededor de la igualdad, lo cual exige una transformación
mucho más profunda que la mera igualación asimétrica de
determinados roles.

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Es un error creer que la igualdad debe asumir el modelo de
poder, el verdadero valor de la igualdad exige cambiar las
referencias del poder.

La cultura es conocimiento, un conocimiento surgido de la


sociedad, y la sociedad somos hombres y mujeres. La cultura de
la igualdad no sólo exige presencia de mujeres, sino que
también y fundamentalmente exige que las mujeres lleguen al
núcleo de la cultura y contribuyan al conocimiento a través de
lo que ellas viven y perciben desde su posición, que ha sido y
es muy diferente a la de los hombres. Ese conocimiento es el
que nos hace falta para alcanzar la cultura de la igualdad, y
no se va a conseguir con la simple igualación, con la mera
reproducción de las funciones que históricamente han realizado
los hombres, y menos aún si se hace de la misma forma que ellos
lo han hecho a lo largo de los siglos. Por otra parte, ese
conocimiento femenino es al que los hombres deben incorporarse
para formar parte del cambio de modelo. Los hombres deben
integrar también los valores de la Igualdad que transmiten las
mujeres desde su conocimiento y experiencia.

Lo que era una deriva lógica en busca del reconocimiento por


parte de quien sufría la discriminación de la desigualdad, las
mujeres, se ha convertido en un nuevo instrumento de
dominación. No hay que olvidar que la desigualdad se trata de
una estrategia de poder y que, por tanto, busca mantener los
privilegios y, en la medida que sea posible, aumentarlos. La
percepción del avance de la igualdad y del cambio social de las
mujeres ha llevado a que el propio sistema controle esa
transformación para dirigirla hacia su terreno y salir
reforzado.

Y lo ha hecho al desviar el cambio hacia su espacio tomando una


triple referencia: lo bueno es lo de los hombres y las mujeres
se incorporan a él, al hacerlo son unas “malas mujeres” por
faltar a los elementos básicos de la identidad femenina y a los
roles que derivan de ella, y en tercer lugar, los hombres
permanecen sobre su modelo y con su identidad intacta, lo cual
refuerza esas referencias y a la vez potencian la crítica y el
menosprecio a las funciones y espacios ocupados por las
mujeres, como siempre se había dicho.

La cultura de la desigualdad no sólo está a favor de esta


deriva de “igualación”, sino que además la potencia. Ya hemos
visto cómo ahora se le exige a las niñas ser como niños, hacer
lo que ellos, vestir como ellos, comportarse como ellos… y
mantenerse en esas claves durante todo el proceso de maduración
y socialización, situación que es muy visible en el lenguaje,
pero también en otras consecuencias.

La vida de relación de las mujeres deja alguna de las huellas


de esta igualación. La conquista del espacio público muestra
esos impactos propios de una lucha por alcanzar el objetivo de

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la presencia y la participación, pero curiosamente aparecen
fundamentalmente en la parte de las mujeres.

Así cuando comparamos el consumo de tabaco desde 1997 a 2003,


según los datos de “Las mujeres en cifras”, se ha producido un
incremento del consumo de 3’5 puntos, mientras que en los
hombres ha descendido 3’5 puntos. El aumento del consumo
también se ha producido en otras sustancias tóxicas, como el
cannabis y la cocaína, aunque de forma manos marcada. Con
relación al consumo de bebidas alcohólicas, ha aumentado el
porcentaje de mujeres que lo consumen diariamente y las que
tienen alguna borrachera con cierta frecuencia.

Junto al aumento de la cantidad de sustancias tóxicas que se


toman, también se ha producido un descenso en la edad de inicio
del consumo de estas sustancias, llegando en algunos casos,
como ocurre con el cannabis y la cocaína, a empezar a
consumirlas a la misma edad prácticamente que los chicos,
cuando antes las jóvenes lo hacían varios años más tarde.

Otro tipo de conductas de riesgo con consecuencias negativas


para la salud de las mujeres, se traducen en el padecimiento de
algunas enfermedades, como ocurre por ejemplo con el SIDA, que
también ha llevado a un aumento en el porcentaje de mujeres que
lo padecen. Este porcentaje ha pasado del 20’9 en 1997 al 22’4
en 2006.

Todo forma parte de la trampa final. Las mujeres quieren el


reconocimiento que han tenido históricamente los hombres, y
para conseguirlo se comportan como hombres. Así mejoran su
imagen pública, pero también sufren las consecuencias negativas
de la respuesta de un sistema de poder que no mira a las
personas, sino a la estructura propia de poder. Surgen así las
críticas por traicionar la identidad femenina y por usurpar las
funciones y los espacios a los hombres, pero también por
generar otros problemas a la sociedad al no hacer esas
funciones de cuidado y afecto que “nadie como ellas” pueden
desarrollar. La situación también es aprovechada para crear
nuevas críticas al significado y las pretensiones de la
Igualdad, y se trata de mostrar que después de la incorporación
de las mujeres a las distintas esferas (política, profesional,
empresarial, laboral, social…) las cosas siguen prácticamente
igual, no se aprecian diferencias significativas a cuando no
estaban presentes. Sin embargo, no se ve que en muchos casos la
presencia de las mujeres se ha limitado a imitar y reproducir
el modelo de los hombres.

El ciclo se cierra cuando este cambio superficial en el


comportamiento sin una transformación en los valores que llevan
a la igualdad, se traduce en un refuerzo del modelo de la
desigualdad a través del reconocimiento e imitación de los
hombres, y en una crítica a todo lo aportado y realizado por
las mujeres en el cuidado y en la transmisión de los afectos.

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Esa vida emocional que nos ha hecho capaces de afrontar y
superar los retos mas difíciles y complejos a lo largo de la
historia, es el componente más humano que posee el ser
inteligente. Una vida afectiva que ha hecho crecer y crear más
allá de lo inmediato, y que ha sido mantenida gracias a la
labor de las mujeres, debería ser el elemento que recibiera un
mayor reconocimiento social. La trampa final no lo hace, e
incluso busca que se abandone todo ese espacio con la retirada
de las mujeres y la no llegada de los hombres. El abandono del
componente emocional sería como un cambio climático en las
relaciones y en la convivencia, una glaciación que haría perder
el calor humano y que facilitaría la actuación directa de
quienes estuvieran en las posiciones de poder, de esas
posiciones individualistas y egoístas que no miran a nada y a
nadie, salvo a sus propios intereses, sin importarle las
consecuencias en los demás, por muy graves que sean.

Sería la versión más dura y agresiva de la desigualdad, e iría


dirigida contra las mujeres y contra todas las personas que por
cualquiera de las referencias utilizadas para establecer la
jerarquización de la desigualdad, además del género (raza,
ideología, creencia, orientación sexual, status…) se encuentran
en una posición de inferioridad.

La realidad que vivimos en estos momentos es un claro ejemplo y


aviso. Todos los logros que se habían alcanzado con el Estado
del Bienestar están desapareciendo y están impactando más sobre
las personas más vulnerables y necesitadas, con ello se produce
un aumento de la desigualdad por el doble mecanismo de dar más
a quien más tiene, y quitar más a quien menos tiene. El
panorama que se pretende instaurar ya empieza a observarse, y
parte de la estrategia se basa en la trampa final para
perpetuar y blindar la desigualdad como estructura que permite
articular las relaciones dentro del orden natural artificial
creado por la cultura.

Y todo este sistema necesita a las mujeres en la realización de


las funciones tradicionales dentro de su “espacio natural” de
lo privado y la familia, de ahí que el primer objetivo sea
mantener la desigualdad entre hombres y mujeres. La nueva
realidad de diseño con la presencia de las mujeres en esferas
masculinas realizando lo que los hombres han hecho siempre,
terminará por cuestionar la deriva de las mujeres y hará que
vuelvan al hogar, pero con una nueva argumentación. De hecho ya
se oye entre esos foros posconservadores, incluso llegan a
hablar desde un “nuevo feminismo” que propone proteger a las
mujeres y facilitarles que vuelvan al papel de madres, esposas
y amas de casa, pero a diferencia de antes, que lo hacían
porque no tenían otra opción, ahora lo harán por “voluntad
propia”.

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Las mujeres deben estar donde siempre han estado, y para ello
se utilizaran cualquier tipo de argumento y estrategia. Es la
trampa final, la misma que surgió de la idea original.

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