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(597) El Espíritu Santo- 2.

el Amor entre el Padre y el Hijo


José María Iraburu, el 30.05.20 a las 12:11 PM

–Los cristianos corrientes ignoramos casi todo lo que dice usted en este articulo.

–Es una pena… Se interesan –los que se interesan– por las cuestiones morales. Estos otros misterios de la fe les traen generalmente sin
cuidado. Y por eso los ignoran. Gran pena.

En el artículo anterior traté del Padre sin principio y de la generación eterna de su único Hijo. Y dejé para este articulo exponer la fe
en el Espiritu Santo. Vamos con ello.

***

–La «procesión» (procedencia) del Espíritu Santo

«Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria, y que habló por los profetas» (325, Credo, conc. Nicea).

Obtenida de Constantino la libertad cívica de la Iglesia (313), en seguida se reunió la Iglesia en Nicea (325), en su primer concilio
ecuménico. Y en él se declaró dogmáticamente la fe en las tres personas divinas, Padre, Hijo, Espíritu Santo (Denz 125-126). La fe
en la Santísima Trinidad confiesa la enseñanza del mismo Cristo, que revelando el misterio trinitario, enseña que el Espíritu Santo
«procede del Padre» (Jn 15,26). Es en la última Cena, en la cumbre de la Revelación evangélica, donde más claramente habla
Jesús del Espíritu Santo (14,16-17.26; 15,26; 16,7-14)

El Concilio XI de Toledo (año 675) forrmuló así nuestra fe católica:


«Creemos que el Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es un solo Dios e igual con Dios Padre e Hijo; no, sin
embargo, engendrado o creado, sino que procediendo de uno y otro, es el Espíritu de ambos. Además, este Espíritu Santo no
creemos que sea ingénito ni engendrado; no sea que, si le decimos ingénito, hablemos de dos Padres, y si engendrado, mostremos
predicar a dos Hijos. Sin embargo, no se dice que sea sólo del Padre o sólo del Hijo, sino Espíritu juntamente del Padre y del
Hijo. Porque no procede del Padre al Hijo, o del Hijo procede a la santificación de la criatura, sino que se muestra proceder a la vez del
uno y del otro (simul ab utriusque processisse), pues se reconoce ser la caridad o santidad de entrambos. Así pues, este Espíritu se cree
que fue enviado por uno y otro, como el Hijo por el Padre. Pero no es tenido por menor que el Padre o el Hijo, como el Hijo, por razón
de la came asumida, atestigua ser menor que el Padre y el Espíritu Santo» (Denz 277)

–Explicación teológica.

Transcribo la síntesis teológica que el Beato dom Columba Marmion (+1923) nos enseña, resumiendo la doctrina tradicional de la
teología católica sobre la procesión (procedencia) del Espíritu Santo:

«No sabemos del Espíritu Santo sino lo que la revelación nos enseña. ¿Y qué nos dice la revelación? Que pertenece a la esencia infinita
de un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ése es el misterio de la Santísima Trinidad. La fe aprecia en Dios la
unidad de naturaleza y la distinción de personas.

«El Padre, conociéndose a sí mismo, enuncia, expresa ese conocimiento en una Palabra infinita, el Verbo, con acto simple y eterno. Y el
Hijo, que el Padre engendra, es semejante e igual a Él mismo, porque el Padre le comunica su naturaleza, su vida, sus perfecciones.

«El Padre y el Hijo se atraen el uno al otro con amor mutuo y único. ¡Posee el Padre una perfección y hermosura tan absolutas! ¡Es el
Hijo imagen tan perfecta del Padre! Por eso se dan el uno al otro, y ese amor mutuo, que deriva del Padre y del Hijo como de
fuente única, es en Dios un amor subsistente, una persona distinta de las otras dos, que se llama Espíritu Santo […]

«El Espíritu Santo es, en las operaciones interiores de la vida divina, el último término. Él cierra –si nos son permitidos estos balbuceos
hablando de tan grandes misterios– el ciclo de la actividad íntima de la Santísima Trinidad. Pero es Dios, lo mismo que el Padre y el
Hijo, posee como ellos y con ellos la misma y única naturaleza divina, igual ciencia, idéntico poder, la misma bondad, igual majestad»
(Jesucristo, vida del alma I, 6,1).

–Las «apropiaciones» o «atribuciones» del Espíritu Santo

En la intimidad eterna del Dios único (ad intra) todo es común entre las tres Personas, el ser y la vida, la sabiduría y la voluntad, la
majestad y la belleza, la santidad y la omnipotencia. Pero sólo el Padre engendra; sólo el Hijo es engendrado; sólo el Espíritu Santo
procede del Padre y del Hijo. Por tanto, en Dios uno y trino «todo es uno, donde no obsta la oposición de relación» personal
(1431, conc. Florencia: Denz 1330).

Y en lo que mira a las obras exteriores de Dios (ad extra), también todas las acciones divinas, sean en el orden de la
naturaleza o de la gracia, son comunes a las tres Personas divinas, pues la causa de esas operaciones es la naturaleza divina,
una e indivisible.

Pues bien, la Iglesia quiere que Dios sea conocido y amado no sólo en la Unidad de su ser sino también en su Trinidad personal. Y
por eso, apoyándose en la Revelación y en la Tradición, atribuye en su magisterio y en su liturgia ciertas acciones, apropiándolas
a una de las tres Personas divinas, por la especial afinidad que esa obra tiene con ella.

-El Padre es el Creador del universo, pero igualmente lo es el Hijo (Jn 1,3) y el Espíritu Santo.

Siendo el Padre el principio sin principio, el origen de las otras dos Personas divinas, iguales a El en divinidad y eternidad, la Iglesia le
atribuye la condición de Creador, de origen absoluto de todo lo visible e invisible, aunque bien sabe la Iglesia que la creación es obra de
las tres Personas divinas. Cristo dice San Pablo: «en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra… Todo fue creado por Él y
para Él» (Col 1,16; +Jn 1,1-3).

-El Hijo es la expresión infinita del pensamiento del Padre, su idea eterna, y así la Iglesia le atribuye la condición de Sabiduría
divina, Logos, Hijo, Verbo divino, Salvador, que procede del Padre por generación.

-El Espíritu Santo, al proceder eternamente del Padre y del Hijo por vía de espiración de amor, es identificado por la Iglesia como
que une eternamente al Padre y al Hijo. Y a Él, don supremo de Dios a los hombres, atribuye la Iglesia de especial modo la
inhabitación y toda la obra de la santificación de los hombres.
De este modo la Iglesia, dice León XIII, hace estas atribuciones en el interior del misterio de la Trinidad «con gran propiedad
(aptissime)» (1897, enc, Divinum illud 5). Y la finalidad última de estas apropiaciones, según Santo Tomás, es «para manifestar la fe
(ad manifestationem fidei)» (STh I,29,7).

Pues bien, estas atribuciones se expresan principalmente por los Nombres que la tradición cristiana da a cada una de las tres
Personas divinas.

–Nombres del Espíritu Santo

Tres nombres fundamentales son propios del Espíritu Santo, y los tres están basados directamente en la Sagrada Escritura: Espíritu
Santo, Amor y Don (STh I,36-38). Y el examen de cada uno de ellos ha de ayudarnos a profundizar en la identidad misteriosa de
esta Persona divina.

1.- Espíritu Santo. «Dios es espíritu», dice Jesús (Jn 4,24). (Nótese que cuando en el N.T. se menciona a solas el nombre de Dios,
se refiere a Dios Padre). Y de Jesús dice San Pablo: «El Señor es Espíritu» (2Cor 3,17). Es, pues, evidente que el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, las tres Personas divinas, son Espíritu. Y, por supuesto, las tres son santas. Sin embargo, el nombre de «Espíritu
Santo» es el nombre propio de la tercera Persona divina, pues sólo ella –no el Padre, ni el Hijo– es el término de la espiración de
amor, que procede del Padre y del Hijo. Y en Pentecostés, es el Espíritu Santo el espíritu santificante que el Padre y el Hijo
comunican a los hombres: …«el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre» (Jn 14,26).

2.- Amor. «Dios es amor», dice San Juan (1Jn 4,8.16). Las tres Personas divinas son amor, amor eterno e infinito. Sin embargo, si
entendemos en su sentido personal el término amor, conviene especialmente al Espíritu Santo. En efecto, el amor entre el Padre y
el Hijo es una persona, es el Espíritu Santo.

Que el Espíritu Santo es el amor divino nos viene enseñado por la Revelación y por la tradición teológica y espiritual. «El amor de Dios
se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). San Agustín nos dice: «el amor que
procede de Dios y que es Dios, es propiamente el Espíritu Santo» (ML 42,1083). Y el concilio XI de Toledo (a.675), como hemos visto,
confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y «es la caridad o santidad de ambos» (Denz 527). Por
eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el
nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (STh I,37,1).

3.- Don. Las tres Personas divinas, en el misterio de la inhabitación por gracia, se entregan al hombre, como don supremo. Sin
embargo, la Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-
14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20). Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad
y su relación ontológica con el Espíritu Santo. Unas líneas arriba lo hemos recordado: «el amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien
para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero, por el cual todos los otros dones
gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San
Agustín que “por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo"» (STh I,38,2).

En efecto, cuando amamos a una persona, le comunicamos muchos dones: compañía, ayuda, dinero, alimentos, casa, favores,
etc. Pero el primer don que le concedemos es el amor que le tenemos: de ese don fontal proceden todos los demás. Por eso,
dice Santo Tomás que «el amor tiene razón de don primero».

Cristo habla siempre a los hombres del Espíritu Santo como del supremo don divino. En primer lugar, promete este don –«el
Espíritu de la Promesa» (Gál 3,14)– como un bien gratuitamente comunicado por amor. Y en segundo lugar, enseña Jesús que este
don debe ser pedido, precisamente porque solamente puede venir a nosotros como don, como un bien dado: «si vosotros, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»
(Lc 11,13). Pedir el Espíritu Santo es, pues, pedir el Amor divino, es pedir el Don primero, el don supremo, el amor, el don
fontal del que proceden para nosotros todos los demás dones divinos: la gracia, la Eucaristía y los sacramentos, la filiación divina, el
perdón, las virtudes, los dones del Espíritu Santo, la herencia eterna.

Persona-amor, Persona-don

El papa Juan Pablo II resume, pues, una larga tradición de la Iglesia cuando dice del Espíritu Santo:
«Dios, en su vida íntima, “es amor” (1Jn 4,8.16), amor esencial, común a las tres personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal,
como Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso “sondea hasta las profundidades de Dios” (1Cor 2,10), como Amor-don increado. Puede
decirse, pues, que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco
entre las personas divinas, y que, por el Espíritu Santo, Dios “existe” como don. El Espíritu Santo es, pues, la expresión personal de esta
donación, de este ser-amor (STh I,37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don» (enc. 1986, Dominum et vivificantem10).

Otros nombres

Son otros muchos los nombres que dan al Espíritu Santo la Escritura, la Tradición y la Liturgia de la Iglesia. Y todos nos ayudan
para conocerlo y amarlo más.

Jesús llama al Espíritu Santo el Paráclito (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7), nombre que puede traducirse como: el Consolador que no nos
deja huérfanos (14,18), el Abogado, que intercede siempre por nosotros (14,16; 16,7; Rm 8,26).

El Espíritu Santo es también el Espíritu Creador, que cosmos en el comienzo del caos informe (Gén 1,2). Y si la creación nace del
Amor divino, dice Santo Tomás, «el Espíritu Santo es el principio de la creación» (Contra Gent. IV,20). «Envía tu aliento [tu Espíritu] y
los creas» (Sal 103,30). Por eso la Iglesia canta en su liturgia: Veni, Creator Spiritus.

Él es el Espíritu de verdad (Jn 14,17), el Maestro que nos «enseña todo», que nos «hace recordar todo» lo que enseñó Cristo (14,26),
el Espíritu veraz que nos «guía hacia la verdad completa» (16,13).

Él es la Virtud del Altísimo, que viene a María para obrar el misterio de la Encarnación (Lc 1,35); y es igualmente el «poder de lo
alto», que viene en Pentecostés para dar nacimiento a la Santa Iglesia (24,49).

Es también, por la inhabitación, el dulce Huésped del alma, como dice el himno Veni, Creator. El Espíritu Santo habita plenamente
en Jesús (Lc 4,1), está sobre él (4,18). Y ahora «su Espíritu habita en nosotros» (+Rm 8,11). Por eso es el Espíritu de Cristo.

Es, en fin, el sello de Dios que nos confirma en el amor de Cristo (Ef 1,13; 2Cor 1,21-22).

***

–El agua y el Espíritu todo lo renuevan

San Cirilo de Jerusalén (315-386), obispo y doctor de la Iglesia, es recordado sobre todo por sus 23 Catequesis admirables,
escritas siendo aún presbítero. En la nº 16, Sobre el Espíritu Santo, dice a los que han vuelto a «nacer del agua y del Espíritu» (Jn
4,5)::
«“El agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14). ¿Por qué motivo se
sirvió [Jesús] del término agua, para denominar la gracia del Espíritu? Pues porque el agua lo sostiene todo; porque es necesaria para
las plantas y los animales; porque el agua de lluvia desciendo del cielo, y, además, desciendo siempre de la misma forma y, sin
embargo, produce efectos diferentes: unos en las palmeras, otros en las vides, todo en todas las cosas. De por sí, el agua no tiene más
que un único modo de ser; por eso la lluvia no transforma su naturaleza propia para descender en distintos modos, sino que se
acomoda a las exigencias de los seres que la reciben y da a cada cosa lo que le corresponde.

«De la misma manera, el Espíritu Santo, aunque es único, y con un solo modo de ser, e indivisible, reparte a cada uno la gracia según
quiere». Y alude aquí a las diversas vocaciones y los carismas personales.

«Llega mansa y suavemente, se le experimenta como finísima fragancia, su yugo no puede ser más ligero. Fulgurantes rayos de luz y de
conocimiento anuncian su venida. Se acerca con los sentimientros entrañables de un auténtico Protector [paráclito]: pues viene a
salvar, a sanar, a enseñar, a aconsejar, a fortalecer, a consolar, a iluminar el alma, primero de quien lo recibe, luego, mediante éste, las
de los demás».

Ven, Espíritu Santo, ilumina los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor.

José María Iraburu, sacerdote

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