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La estrella del
Capitán Chimista
Edición de Juan María Marín
El mar - 4
ePub r1.0
Artifex 25.12.2014
Título original: La estrella del capitán
Chimista
Pío Baroja, 1930
Ilustraciones: Tino Gatagán
Diseño de cubierta: aderal tres
La Generación del 98
Como acabamos de decir, Pío
Baroja estuvo en estrecha relación con
otros escritores como Azorín y Ramiro
de Maeztu durante los años iniciales del
siglo XX. Eran escritores muy
interesados por los temas políticos y
plantearon críticamente los viejos
problemas de la nación, agravados por
la crisis de 1898 (el «Desastre»), a los
que proponían soluciones
regeneracionistas. Como algunos
pensadores de la generación anterior
(Joaquín Costa principalmente),
consideraban a la patria enferma y
necesitada, por tanto, de curación, que
vendría de manos del fortalecimiento de
la vida pública y de la reforma de las
instituciones. Su rebeldía se manifestaba
en las críticas vertidas contra el
parlamentarismo ineficaz, el mal
funcionamiento de los partidos políticos,
puestos al servicio del caciquismo, y el
desmedido poder del clero y de los
militares. Solo el paso del tiempo
moderó estas actitudes radicales,
sustituidas, con los años, por otras de
signo conservador.
Fue Azorín quien aplicó por primera
vez la expresión Generación del 98
para designar al grupo de escritores que
empezaron su carrera literaria por
aquellos años a caballo entre los dos
siglos. Los emparentaban una edad
semejante, una similar formación
intelectual y unos propósitos artísticos
coincidentes; compartían, además, sus
ideas acerca de la postración en que se
hallaba nuestro país y coincidían en sus
propuestas de re generación para la
política española. Los nuevos
escritores, los componentes de esa
llamada Generación del 98, sentían un
compromiso ineludible con su país: los
nuevos intelectuales creían una
obligación moral la de intervenir en la
vida política nacional, dar su opinión
sobre lo que ocurría, enjuiciar la obra
de los políticos profesionales, sugerir
las soluciones más eficaces; esas fueron
las intenciones que inspiraron la
publicación de sus ensayos y sus
colaboraciones en la prensa por los
años primeros del siglo XX.
Los modernistas
Más o menos de la misma edad que
los noventayochistas eran los poetas y
prosistas del Modernismo, los otros
inconformistas y renovadores de la
literatura de ese tiempo, como fueron,
entre otros seguidores de Rubén Darío
(1867-1916), los siguientes escritores:
Juan Ramón Jiménez (1881-1958) en
algunos de su primeros libros, Manuel
Machado (1874-1947), Francisco
Villaespesa (1877-1936) y Eduardo
Marquina (1879-1946), poetas
imitadores de las corrientes estéticas
francesas, como el Parnasianismo y el
Simbolismo. Fueron estos escritores
quienes renovaron el estilo de la lírica y
del teatro entre 1880 y 1940
aproximadamente: rompieron con el
prosaísmo precedente y asentaron los
pilares de la moderna poesía española.
Aunque no podemos olvidar que las
mayores aportaciones a la renovación
del teatro fueron desarrolladas por
Valle-Inclán y por García Lorca
(1898-1936).
El autor y la obra
La novela es un saco en el
que todo cabe», afirmaba
Baroja y, efectivamente
en sus relatos
encontramos de todo:
acción, descripción de
ambientes y paisajes,
análisis de personajes,
digresiones de todo tipo
(filosóficas, políticas
etc.), todo encaminado a
su objetivo principal:
entretener al lector con
sus narraciones. Retrato
de Pío Baroja (1955) de
Jenaro Lahuerta.
Hermann Schwarzenacker.
EN LA HABANA
I
DE ALMACENISTA
CHIMISTA CONTRA
EL DOCTOR
MACKRA
I
EL DOCTOR MACKRA Y SUS AMIGOS
EN EL PACÍFICO
I
LOS GAMBUSINOS EN PANAMÁ[100]
EN EL EXTREMO
ORIENTE[174]
I
LA «MARIVELES»
EL MAR DE LA
CHINA
I
MACAO Y LAS TANCALERAS[231]
HISTORIAS DE
GAMBUSINOS Y DE
PIRATAS
I
CONTRATISTAS DE «COOLÍES»[281]
EL TIFÓN[32]
I
UN BARCO MALO
AL ANOCHECER llegamos a
Marigondón, y nos presentamos en casa
del gobernador, donde nos dieron de
cenar y una muda de ropa. Se hizo el
atestado del naufragio, y al día siguiente
Roque y yo, montados a caballo y
dirigidos por dos indios prácticos, nos
pusimos camino de Cavite. De
Marigondón a Cavite se calculan unas
ocho leguas; pero como había que
marchar entre maleza y matorrales,
tardamos diez horas.
Al oscurecer llegué a Manila y fui a
parar a mi casa de huéspedes; llamé al
médico, y en una semana me puse bueno;
luego hubo que presentarse a declarar a
la Comandancia de Marina, acerca del
naufragio del buque y de sus causas.
A los ocho o nueve días de mi
declaración tuve un disgusto grave:
Roque, el muchacho de cámara, salvado
en mi compañía, declaró ante el auditor
que yo había matado a un marinero
filipino de un sablazo.
Unas semanas después me mandaron
una citación, y vino un alguacil, de
noche, a mí casa.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Tengo orden de llevarle preso a la
cárcel de Binondo.
—Bueno.
Fuimos en coche; llegamos a la
cárcel, y me entregó a un sargento. Este
me condujo a una crujía oscura, en
donde había tres españoles, dos
filipinos y un mulato, sujetos con
cadenas, y al parecer condenados a la
pena de muerte. Uno de los españoles
me preguntó:
—¿Por qué le traen a usted aquí,
caballero?
—Yo soy un capitán de barco que ha
naufragado en estas condiciones.
Y les conté lo que había ocurrido.
—Es una injusticia lo que han hecho
con usted —me dijeron todos—, y debe
usted de protestar y de reclamar.
Uno de aquellos hombres había sido
contramaestre en un barco raquero, de
dos hermanos españoles, piratas, que,
fingiéndose malayos para despistar,
desvalijaron una porción de juncos
chinos en el canal de la isla
Formosa[330].
Aquel hombre se lamentaba de la
muerte de los dos hermanos; de vivir
ellos, con su influencia y su dinero, le
hubieran salvado.
Dentro de ser un criminal, este
hombre sincero, no pretendía
justificarse; pensaba que merecía la
horca; pero pensaba también que de
poder emplear influencias, se podía
salvar.
Cuando se iluminó por la luz del día
aquella cuadra, reconocí al hombre. Era
el Tenebroso[331]. El no sé si me
conoció. No le dije nada; escribí varias
cartas, una de ellas a la señora de
Heredia y otra al padre Martín. Al día
siguiente me pusieron en libertad.
La cosa no había terminado: tenía
que seguir el juicio en el Consejo de
guerra. Entre mis amigos marinos se
hablaba de la causa del naufragio de La
Sampaguita. Los marinos mercantes
conocían las condiciones en que yo salí
a navegar y me defendían. Decían que
los marinos de guerra de todas las
naciones habían hecho naufragar barcos
mejores y en condiciones mucho más
favorables. La señora de Heredia me
recomendó con interés a sus amigos;
pero yo no me atrevía a presentarme en
su casa.
Estaba un tanto achicado con las
noticias que corrían sobre mi suerte.
Se acercó la época del juicio oral,
que tuvo entre los marinos mucha
resonancia. El auditor de mi causa,
hombre elocuente, de palabra florida,
que exageraba los conceptos y le
gustaban los efectismos de la retórica,
me calificó en su escrito de homicida, y
pidió para mí varios años de presidio y
una indemnización pecuniaria para la
familia de la supuesta víctima.
Me interrogaron, y yo conté, un poco
a trancas y a barrancas, lo ocurrido. Mis
afirmaciones fueron rotundas: el barco
era muy malo; sin ninguna condición
marinera, nadie hubiese sido capaz de
salvarlo con un tifón; mi culpa había
sido hacer caso al armador, que me
obligó a salir de la bahía con aquel
buque inútil y defectuoso.
En vez de defenderme ataqué al
armador, lo que probablemente no fue
muy hábil.
Después le interrogaron a Roque. El
muchacho de cámara, azorado con mi
presencia, no supo qué decir; aseguró
que vio a uno de los marineros herido de
un sablazo que yo le di en el suelo, pero
no puro ver si quedó vivo o muerto; si
se lo llevó el agua, o qué le pasó.
Mi abogado, marino de guerra,
llevaba en un papel escrita mi defensa, y
no intervino en los diálogos. Parecía
hombre apático e indiferente. Yo veía mi
causa mal.
Después de nuestros interrogatorios
hizo su discurso el fiscal, como he
dicho, auditor de Marina, que,
probablemente, no había pisado nunca
un barco, y me pintó como un
desalmado, marino inhábil, que todo
quería arreglarlo a trastazos. Aludió a la
violencia, a la terquedad y al poco
patriotismo de los vascos, y pidió al
fiscal un veredicto de culpabilidad.
Concluyó su discurso el fiscal y
comenzó mi defensor a leer su informe
con una voz monótona y pesada; nadie le
escuchaba ni seguía su razonamiento. No
se aprovechó de ningún detalle en mi
favor. Mis compañeros los capitanes
daban la causa como perdida, y el fiscal
sonreía.